La ciudad de las mentiras - Lian Tanner - E-Book

La ciudad de las mentiras E-Book

Lian Tanner

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Beschreibung

Goldie continúa su entrenamiento en el misterioso Museo de Coz para convertirse en una de sus guardianes. Pero el secuestro de Bonnie los arrastra hasta Dicho, la ciudad de las mentiras, donde no se podrán fiar de nada ni de nadie... La esperada continuación de El Museo de los Ladrones.

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Seitenzahl: 311

Veröffentlichungsjahr: 2017

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Índice

Un mensaje del museo

Los secuestradores de niños

Rumbo a los muelles

El regreso de un traidor

El Lechón

Brinco

Goldie Nadie

El director de orquesta

El Museo de Coz

El niño del pelo blanco

Un gran peligro

El mensaje de Flemo

El festival de las mentiras

Localizados

Una pluma negra

Los asuntos de Cilicio

El rescate

La predicción

Pelleja

Atrapados

¡Cuánta agua!

En el último momento, una dama de alta alcurnia

A los niños les ha ocurrido algo

La princesa guerrera

Un día y una noche

Los cazadores

El criadero de tiburones

La quinta guardiana

Créditos

Para mis hermanos, Robert, Nigel y Michael Tanner, con cariño

EL MUSEO DE COZ

Historia oculta

La leyenda de Frisia, la princesa heredera de Merne, es bastante singular. Hubo un tiempo en que la gente la consideraba un cuento de hadas. Pero hoy en día se ha vuelto muy famosa, ya que jugó un papel decisivo en la vida de Goldie Roth, la quinta guardiana del Museo de Coz.

Frisia era una princesa guerrera, diestra con el arco y con la espada, y una líder innata. Le tocó vivir en un lugar que, en aquella época, era uno de los más peligrosos del mundo: la corte real de Merne.

En aquellos tiempos, la corte estaba repleta de intrigas y maquinaciones. Detrás de la mayoría de ellas se encontraba la doctora del rey, una mujer ambiciosa que trabajaba en secreto para Graf von Nagel, el señor de la guerra insurrecto. Esta doctora, con el apoyo de los miembros de la guardia real, intentó asesinar en varias ocasiones a Frisia y a su padre, el rey.

Frisia sobrevivió a todas estas maquinaciones y lideró un pequeño ejército contra Von Nagel y sus seguidores. El resultado de la batalla nunca quedó esclarecido. Hay quien afirma que Von Nagel fue derrotado y murió a manos de Frisia, que le atravesó el corazón con su espada. Otros dicen que la que murió fue la princesa, y que su cuerpo se lo llevaron las fieras del campo, que se habían sublevado para combatir a su lado.

Nadie sabe qué fue de la doctora.

UN MENSAJE DEL MUSEO

El grito despertó a Goldie Roth de un sueño profundo. Se incorporó de inmediato, creyendo por un instante que los horribles acontecimientos de hace seis meses se estaban repitiendo, cuando Alhaja se encontraba al borde de la invasión y su amigo Flemo estuvo a punto de ser asesinado ante sus propios ojos.

Entonces oyó los susurros de su madre en el cuarto de al lado y comprendió que su padre acababa de tener otra pesadilla. Se levantó de la cama, se envolvió en una bata y corrió hacia la habitación de sus padres.

—¿Papá? —dijo—. ¿Estás bien?

Su padre le sonrió débilmente desde la maraña de sábanas en la que estaba envuelto.

—Siento haberte despertado, cielo —murmuró.

—Tu padre ha tenido un mal sueño —dijo su madre—. Pero ya pasó. —Ella también sonrió, aunque se le habían blanqueado los nudillos y le temblaban los dedos.

A Goldie se le partió el corazón al ver cómo intentaban aparentar que no pasaba nada. Recolocó las sábanas y arropó a su padre. Ojalá pudiera hacer algo más por él.

—¿Estabas soñando otra vez con la Casa del Remordimiento? —le preguntó.

Su padre hizo una mueca. Cruzó con su esposa una mirada cargada de angustia y tristeza.

Habían pasado poco más de diez meses desde que los dos fueron encerrados en las mazmorras de la Casa del Remordimiento. Jamás le contaron a Goldie lo que les ocurrió allí, pero las secuelas que les quedaron eran evidentes.

Su padre tenía unas pesadillas espantosas. Su madre tosía con tanta fuerza que a veces parecía estar a punto de ahogarse. Los dos estaban muy flacos, e incluso ahora, pese al tiempo que había transcurrido desde su liberación, tenían cara de cansancio a todas horas, como si algo los estuviera consumiendo por dentro.

A Goldie le encantaría hablar de ello, pero sus padres nunca le daban oportunidad de hacerlo. Se limitaban a suspirar y a cambiar el tema de conversación.

—Ho... hoy has recibido un mensaje, cielo —dijo su padre, mientras se incorporaba a duras penas—. ¿Dónde lo habré dejado? Era del Museo de Coz.

Esta vez fue Goldie la que hizo una mueca, aunque lo disimuló tan bien que su padre no se dio cuenta. La embargaron los recuerdos: Flemo, con el cuerpo cubierto de barro, dándose la vuelta hacia ella y riendo. El tacto de una cálida lengua canina sobre la cara, y una voz grave que bramaba: «Eres tan valiente como un iracán...».

No sin esfuerzo, Goldie salió de su ensoñación. Su padre estaba intentando alcanzar un trozo de papel que había en la mesilla de noche.

—Aquí está. —Arrugó la frente—. Es de Herro Dan y Olga Ciavolga. ¡Al parecer quieren que seas la quinta guardiana del museo!

«La quinta guardiana del Museo de Coz...». Goldie sintió un arrebato de nostalgia tan repentino y tan intenso que se le entrecortó el aliento. No dijo nada, pero su padre debió de percibir en su rostro algún eco de esa emoción.

—¿Quieres... quieres ser la quinta guardiana, cielo? Porque...

—Porque si es así —le interrumpió la madre—, nosotros te apoyaremos.

—¡Claro que te apoyaremos!

—Pero es que...

—Es que es una responsabilidad muy grande —dijo su padre—. Nos preocupa que no estés preparada.

—Y además... —añadió su madre, agarrándole la mano a Goldie—, además tendrías que pasar mucho tiempo fuera de casa.

Empezó a toser. Goldie le dio unas palmaditas en la espalda e intentó dejar de pensar en el Museo de Coz, y en las ganas —unas ganas tremendas— que tenía de convertirse en la quinta guardiana.

—Sin embargo —añadió su padre, mordiéndose el labio—, es posible que Herro Dan y Olga Ciavolga necesiten tu ayuda con urgencia. En cuyo caso...

—En cuyo caso, no deberías dudarlo —dijo su madre. Intentó soltarle la mano a Goldie, pero no fue capaz—. Tu padre y yo hemos estado hablando de ello.

—Así es —coincidió su padre—. Y los dos estamos de acuerdo. ¡Si te necesitan, debes acudir a su llamada!

Goldie estaba a punto de llorar. Sus padres estaban haciendo un gran esfuerzo para ser justos con ella, pero era evidente que no les gustaba nada la idea de que su hija se ausentara de casa, aunque fuera poco tiempo. Así que, desterrando de su mente la nostalgia, dijo:

—En realidad no les hago falta. Cuentan con la ayuda de Sinew y Flemo.

Su padre frunció el ceño, deseando creer las palabras de su hija.

—¿Estás segura?

—Si decides quedarte en casa, no lo harás por nosotros, ¿verdad? —preguntó su madre, que seguía sin soltarle la mano—. No debes hacer eso. Queremos que seas feliz.

«Una cálida lengua canina sobre su cara...».

Goldie sonrió.

—Y soy feliz —afirmó. Y como estaba acostumbrada a mentir, pareció que lo decía de verdad.

Goldie se quedó haciendo compañía a sus padres hasta que volvieron a quedarse dormidos. Después salió de puntillas de la habitación, se puso el blusón, las medias de lana y la chaqueta, y salió por la puerta principal.

En el fondo, diez meses no eran tanto tiempo. Pero a Goldie, mientras corría por el silencioso barrio antiguo hacia la casa de Flemo, le parecieron una eternidad. Hace diez meses estaba sujeta a una cadena de custodia plateada que la mantenía unida a sus padres o a uno de los tutores sagrados. No podía ir sola a ninguna parte, y estaba prácticamente tan indefensa como un recién nacido.

Pero entonces se escapó y se refugió en el Museo de Coz. Y durante los meses que pasó allí, maduró. Más aún, se convirtió en una ladrona excelente y en una mentirosa sin igual. Aprendió los tres métodos del mimetismo y el canto primigenio, y a actuar con una valentía inquebrantable, incluso cuando estaba muerta de miedo.

Esas lecciones colmaron el vacío que tenía en su interior, y no tardó en sentirse como en casa entre las paredes del museo. Lo único que echaba en falta eran sus padres, que estaban encerrados en la Casa del Remordimiento, recluidos por el Adalid, que era el líder de los tutores sagrados.

¿Y por qué los encarcelaron?

Goldie dobló la esquina que conducía al canal del Buque.

—Por mi culpa —susurró.

Hace diez meses, la fuga de un niño era considerada delito en Alhaja. El Adalid no logró capturar a Goldie, pero no le costó nada sacar a sus padres de su cama y llevarlos ante la corte de los Siete Benditos. Allí fueron juzgados y condenados por ser los padres de una delincuente.

«Fue culpa mía», pensó Goldie. «Todo lo que les pasó fue culpa mía».

Había llovido durante la noche, así que la vereda del canal del Buque estaba cubierta por un manto de barro resbaladizo. Goldie se detuvo ante la casa de Flemo, inspiró hondo y lanzó una piedrecita hacia la ventana que se alzaba sobre su cabeza. Después volvió a esconderse entre las sombras y esperó.

Mintió cuando les dijo a sus padres que en el Museo de Coz no la necesitaban. Claro que la necesitaban, para que les ayudara a vigilar los peligrosos secretos que contenía entre sus muros.

Pero sus padres también la necesitaban, y Goldie no podía abandonarlos.

Agarró el broche de esmalte que llevaba prendido del cuello del blusón, el mismo que hace mucho tiempo perteneció a su tía Elogia. Pero el pajarillo azul con sus alas extendidas no le reportó consuelo alguno.

Su padre pensaba que solo había llegado un mensaje desde el Museo de Coz, pero se equivocaba. En los últimos meses, Goldie había recibido más de una docena, y en todos ellos le preguntaban cuándo iba a ocupar su puesto como quinta guardiana.

Hoy les daría la respuesta:

«Nunca».

LOS SECUESTRADORES DE NIÑOS

–¿Nunca? —exclamó Flemo con incredulidad.

Goldie tragó saliva. Sabía que iba a resultar duro, pero estaba siendo peor de lo que esperaba.

—No. Nunca.

Mientras hablaba, sintió un cosquilleo entre los omóplatos. Giró la cabeza y divisó una pequeña silueta que se escondía. Alguien les estaba siguiendo. Flemo no se había dado cuenta.

—Pero si tú quieres ser la quinta guardiana —dijo—. ¡Se te nota!

—Ya, pero...

—¿Qué te lo impide?

—¡Ya te lo he dicho! Mis padres...

Flemo la interrumpió.

—Sin contarme a mí, ¡no ha habido ningún guardián nuevo desde hace doscientos años! ¿Cómo puedes desperdiciar una invitación como esta?

—No la estoy desperdiciando...

—¡Claro que sí! ¡Mira esto! —añadió Flemo, ondeando el brazo izquierdo—. ¡Ni grilletes, ni cadenas de custodia! ¡Nos hemos librado de todo eso! Se supone que somos libres, pero ahora tú... —Dejó la frase a medias y miró a Goldie con cara de pocos amigos—. ¡Esto es absurdo!

Dolida, Goldie le fulminó con la mirada.

—¡Tú no lo entiendes!

Flemo frunció el ceño y Goldie se preguntó por qué se había molestado en sacarle de la cama. Llevaban meses sin verse, había olvidado lo molesto que podía llegar a ser. Lo mejor habría sido ir directamente al museo.

La vocecilla de su conciencia susurró: Flemo tiene razón. Naciste para ser la quinta guardiana. Es tu destino.

Goldie la ignoró, igual que ignoró a Flemo. No podía abandonar a sus padres, y no había más que hablar.

Los dos niños siguieron caminando en silencio, enfadados. Goldie no vio a nadie por la calle, a excepción de esa silueta oscura que seguía al acecho.

Cuando cruzaron el puente del Viejo Arsenal y empezaron a subir por la colina que conducía al museo, el silencio quedó roto por unas fuertes pisadas que se acercaban. Goldie titubeó, de repente se puso nerviosa. Había algo amenazador en esas pisadas, y si hubiera estado sola, se habría escondido en el portal más cercano hasta que el desconocido hubiera pasado de largo.

Pero el ceño fruncido de Flemo era como un desafío.

«Piensa que me voy a esconder», pensó. Así que alzó la cabeza y siguió caminando.

Las pisadas se volvieron más ruidosas. Las estaban produciendo unas botas con suelas claveteadas al pisar sobre los adoquines. Bajo la luz de los faroles de acuagás, Goldie vio a dos hombres ataviados con unos chubasqueros largos que avanzaban por mitad de la carretera. Uno de ellos era un tipo inmenso y fornido, con el pelo rubio y despeinado. El otro era más bajito, con el rostro anguloso. Cuando pasaron junto a los niños, se quedaron mirándolos fijamente, como si fueran carniceros inspeccionando a un par de terneros rollizos.

A Goldie se le erizaron los pelillos de la nuca. Pero tras esa penetrante mirada inicial, el tipo del rostro anguloso pareció perder interés. Su compañero y él cruzaron el puente y desaparecieron en la oscuridad.

Flemo frunció todavía más el ceño. El nerviosismo de Goldie dejó paso a una sensación de fastidio. Se dio la vuelta y exclamó:

—Ya puedes salir, Linda.

Se oyó un grito de sorpresa procedente del puente, entonces una niña bajita con el pelo oscuro salió a la luz de los faroles. Le asomaba el camisón por debajo del babi, y llevaba en la mano un arco viejo y un carcaj. Flemo se quedó mirando a su hermana pequeña.

—¿Qué estás haciendo aquí?

Linda no se amedrantó.

—Voy a ir con vosotros al museo. Os llevo siguiendo todo el camino y no te habías dado ni cuenta.

—Claro que sí.

—No, de eso nada, porque si no me habrías mandado a casa. —Linda sonrió—. Goldie estuvo a punto de verme, pero me escondí a tiempo.

—Cerca de la terminal —dijo Goldie—. Cuando te resbalaste.

Linda se quedó chafada. Flemo descargó su ira contra Goldie:

—¿Sabías que nos estaba siguiendo y no me avisaste?

Goldie se encogió de hombros. Aún estaba enfadada con él.

—No le pasará nada, mientras no se aleje de nosotros.

—Tampoco me pasaría nada aunque estuviera sola —replicó Linda, mostrando su arco—. Estoy armada.

—Seguro que te dispararías en un pie —dijo Flemo—. ¿De dónde lo has sacado?

—Me lo dio Olga Ciavolga. Dijo que se me daba muy bien, y que algún día podría convertirme en una arquera profesional, como la princesa Frisia.

Por la cara que puso, quedó claro que Flemo no sabía de quién hablaba.

—Ya sabes, la princesa guerrera de Merne —añadió Linda—. Tienen un cuadro de ella en el museo. Vivió hace quinientos años y era muy valiente. Unos asesinos utilizaron un gas venenoso para intentar matar a su padre, que era el rey, y ella lo salvó. Era la mejor arquera del mundo. Y yo seré como ella. He estado practicando.

Flemo puso los ojos en blanco.

—Eres un incordio, Linda. Seguro que al salir despertaste a papá y a mamá.

—¡De eso nada!

—Vamos a tener que llevarte a casa...

—No hay tiempo —interrumpió Goldie—. Tenemos que ir al museo.

—Y si nos cruzamos con algún enemigo por el camino —dijo Linda—, le puedo disparar.

Flemo soltó un bufido.

—Seguro que no le acertarías ni a una casa.

—Claro que sí. Podría darle... —Linda miró en derredor—, podría darle a ese poste de madera. El que sostiene el farol de acuagás, al otro lado del puente. Si lo consigo, ¿me dejarás ir con vosotros?

—Ni lo...

—Sí —dijo Goldie—. Si le das, podrás acompañarnos.

Flemo apretó los dientes.

—Ya va siendo hora de que te vayas a casa, ¿no crees, Lindita?

Su hermana sonrió con sorna.

—Solo me llamas así cuando crees que vas a perder.

—Dejadlo ya —dijo Goldie—. Vamos, Linda, dispara de una vez.

Linda sacó una flecha de su carcaj, la encajó cuidadosamente en el arco y giró sobre sí misma hasta quedar de perfil hacia el farol de acuagás, con las piernas separadas y la cola de la flecha encajada entre los dedos. Dobló el brazo derecho hacia atrás hasta que su mano quedó a la altura de su mejilla. Levantó el arco, después lo bajó un poco.

Todos se quedaron en absoluto silencio. Entonces Linda abrió los dedos, la cuerda del arco emitió un sonido hueco y la flecha voló sobre el puente y se clavó con firmeza en el poste. Linda sonrió satisfecha y bajó el arco. Flemo no se lo podía creer.

—Ha sido de chiripa.

—¿Quieres que lo haga otra vez? Puedo hacerlo diez veces seguidas, si quieres.

—No —se apresuró a decir Goldie—. No hace falta, puedes venir con nosotros.

—Espera, tengo que ir a recoger la flecha —dijo Linda, y antes de que Goldie pudiera detenerla, echó a correr por el puente.

Flemo hizo amago de salir tras ella.

—Voy a llevarla a casa.

—No puedes —dijo Goldie—. Hiciste un trato con ella.

—No. El trato lo hiciste tú. Yo no he dicho en ningún momento que pudiera acompañarnos.

—No seas tan cabezota. Ya sabes que no le va a pasar nada.

—¿Ah, no? —exclamó Flemo, furioso—. Me alegra que estés tan segura. Pero tú no eres la responsable de su seguridad, ¿verdad?

—No, pero...

—Pues yo sí, y digo que se vuelva a casa. —Después giró la cabeza para gritar—: ¿Lo has oído, Linda? Te vuelves a casa.

—Pero ¿por qué? —Llegados a ese punto, Goldie también había empezado a gritar de pura impotencia.

Faltaba poco para que amaneciera. A este paso no conseguiría llegar al museo, lo que significaría que tendría que volver a dejar a sus padres solos una noche más.

—Porque es demasiado pequeña —respondió Flemo—. Solo tiene diez años.

Goldie meneó la cabeza con incredulidad.

—Siempre hay que hacer lo que tú dices, ¿verdad? Pues muy bien, acompáñala a casa, pero no cuentes con que me quede a esperarte.

—¿Y quién te ha pedido que me esperes?

—Vale, entonces me voy.

—¡Pues vale!

Se sostuvieron la mirada unos segundos más, después Goldie se dio la vuelta y empezó a subir por la colina, furiosa. Una piedra traqueteó sobre la carretera, por detrás de ella, como si alguien le hubiera pegado una patada.

«¡Ja!», pensó Goldie. «Si Flemo estaba ya de mal humor, espera a ver cómo se pondrá ahora». Redujo un poco el paso, esperando a que le llegaran los ecos de las protestas de Linda. Pero lo único que oyó fue la voz de Flemo, quebradiza como las alas de una mariposa:

—¿Go... Goldie?

Goldie se dio la vuelta. Flemo se encontraba en el otro extremo del puente, observando algo que había en el suelo.

Había refrescado de repente. Con un nudo en el estómago, Goldie bajó corriendo por la colina y cruzó el puente. Y allí, bajo la penetrante luz del farol de gas, descubrió qué era lo que estaba mirando.

Era el arco de Linda, que estaba tirado en el suelo. El carcaj se había volcado, y las flechas se habían desperdigado a su alrededor como si fueran espigas de trigo. Una de ellas estaba manchada de sangre.

No había ni rastro de Linda.

RUMBO A LOS MUELLES

Flemo se había puesto tan pálido que Goldie creyó que se iba a desmayar. Ella también se había quedado helada, y le costó reunir el coraje necesario para examinar el terreno alrededor de aquella flecha funesta.

—Cre... creo que la sangre no es de Linda —susurró Goldie. Señaló las huellas que estaban impresas en el barro—. Había dos hombres. ¿Ves estas huellas que dejaron cuando salieron corriendo hacia ella? La tomaron por sorpresa. Mira el revoltijo que forman aquí las pisadas de Linda.

Goldie se quedó callada al recordar a esos dos tipos que habían pasado a su lado. Seguramente volvieron sobre sus pasos y vieron cómo Linda salía de su escondite. Después esperaron a que se acercara para apresarla, mientras Goldie y Flemo, que supuestamente estaban cuidando de ella, se dedicaban a lanzarse reproches. Goldie tragó saliva y volvió a examinar el terreno.

—Cre... creo que le clavó la flecha a uno de los atacantes. Esta sangre es suya. Y mira, uno de ellos la cogió en volandas. Aquí desaparecen las huellas de Linda, mientras que las del desconocido se vuelven más profundas, como si estuviera cargando con algo. Se fueron por ahí.

Olvidada la discusión, se dispusieron a seguir los pasos de los secuestradores a través de la ciudad, que estaba sumida en la oscuridad. Goldie se sintió aliviada al comprobar que Flemo se había recobrado del susto, pero tenía agarrado el arco con una fuerza excesiva, y nunca le había visto tan afligido.

Perdieron varias veces el rastro de las pisadas. Pese a su destreza, solo podían seguir los rastros que resultaban más visibles, y no siempre bastaba con la luz de la luna y los faroles de acuagás. A veces las huellas desaparecían por completo y les tocaba buscar por todas partes hasta que encontraban una mancha fresca de barro o un guijarro que había sido desplazado de su lugar habitual.

Era muy fácil equivocarse. En un momento dado siguieron a otra persona durante casi tres manzanas y les tocó desandar rápidamente el camino. Después de eso, Goldie le pidió a Flemo su navaja plegable para tallar unas muescas en un palo con las que establecer la longitud y la anchura de las pisadas, para así no volver a cometer el mismo error.

El rastro los condujo más allá del lugar donde antes estaba el Gran Auditorio, pasaron junto al mercado de abastos y frente al caserón de piedra que antaño fue la Casa del Remordimiento. Finalmente divisaron unos almacenes que se alzaban entre la oscuridad, y los diques de hierro recién reparados que protegían Alhaja del mar. Por encima de los diques asomaban los mástiles de los barcos.

—Los muelles —susurró Goldie. Llevaba media hora sin decir nada, y el sonido de su voz le resultó extraño.

Las pisadas guiaron a los niños hasta un viejo embarcadero de madera, donde había unas barcas de pesca que estaban amarradas entre sí, con las redes estiradas para que se secaran y las langosteras apiladas sobre la cubierta. Una neblina se extendía desde el sur. El ambiente olía a algas y a pescado.

Goldie oyó el sonido del agua al impactar contra el suelo que tenía bajo sus pies, y el crujido de los cascos de madera de las embarcaciones. En alguna parte resonó el traqueteo de una cadena. Un gato con manchitas grises pasó corriendo a su lado como una centella. La cadena volvió a traquetear, esta vez más cerca.

Se oyó un silbido gaseoso, procedente de un motor que se estaba poniendo en marcha.

Los niños volvieron a cobijarse entre las sombras, mientras observaban el barco que tenían delante. Era pequeño y voluminoso, con un único mástil y una caseta en la parte trasera. Tenía una red de pesca colgada de un lateral. El motor resopló, vacilante, después se estabilizó.

Flemo agarró a Goldie con fuerza.

—Son ellos —susurró—. Tienen que ser ellos.

Mientras hablaba, el motor emitió un sonido más agudo. El agua se agitó y empezó a golpear el casco de madera. El mástil se zarandeó y el barco comenzó a alejarse del embarcadero.

No había tiempo de preguntarse si se trataba del barco que buscaban. Goldie y Flemo cruzaron corriendo el embarcadero y pegaron un salto para cruzar el espacio vacío que se extendía entre el muelle y la embarcación, que cada vez era más grande. Era un salto largo, y Goldie estuvo a punto de no conseguirlo. Rozó la red de pesca con los dedos. Perdió agarre. La rozó de nuevo. Se le soltó la mano derecha. Se aferró a la desesperada con la otra mano. Se le quedaron colgando los pies...

Y entonces, cuando pensaba que se iba a soltar y que acabaría engullida por las aguas, gélidas y tumultuosas, consiguió introducir las puntas de los pies en la red. Se sujetó con todas sus fuerzas, jadeando, y presionó el cuerpo contra el lateral del barco.

A su lado, Flemo había empezado a trepar para subir a bordo. Goldie lo siguió a duras penas y juntos se encaramaron por la barandilla y se escondieron detrás de la caseta, dejando el arco de Linda entre medias de los dos.

Alguien gritó desde un lugar cercano:

—¡En marcha!

El barco aceleró y las luces de Alhaja desparecieron entre la neblina. Todo estaba oscuro en el horizonte.

EL REGRESO DE UN TRAIDOR

La Protectora Suprema de Alhaja estaba sentada ante su escritorio cuando recibió la nota del submariscal Amsel. Apartó a un lado sus documentos y su taza de chocolate caliente, se colocó los anteojos y leyó aquel mensaje garabateado a toda prisa.

—¡Será una broma! —exclamó la Protectora, incapaz de contenerse.

—No es ninguna broma, excelencia —dijo el cabo de la milicia que le había entregado la nota—. El prisionero se presentó ante la puerta oriental hace una hora. Por el aspecto que traía, parece que las cosas no le han ido demasiado bien últimamente.

La Protectora dio un trago de chocolate caliente y releyó la nota, con el pulso cada vez más acelerado.

—¿Se entregó? ¿No hubo que capturarlo?

El cabo negó con la cabeza.

—En fin —dijo la Protectora—, supongo que debería ir a verlo. Dile al submariscal que lo traiga ante mi presencia.

En cuanto se marchó el cabo, la Protectora sacó del armario esquinero su cadena de oro y su toga de color carmesí, y se las puso. Después tomó asiento para esperar a que llegara el peor traidor que había conocido la ciudad. El hombre que había planeado esclavizar a sus conciudadanos y proclamarse dictador. El hombre al que todos creían muerto tras la Gran Tormenta.

Su hermano menor. El Adalid de Alhaja.

La Protectora estuvo a punto de soltar una carcajada cuando trajeron al prisionero. Llevaba tantas cadenas a cuestas que cada paso que daba resonaba como el interior de una fundición. Se recostó en su asiento y se quedó mirándolo detenidamente.

Estaba más delgado que la última vez que lo vio, y mucho más sucio y andrajoso. Seguía teniendo el pelo negro, por supuesto, y se atisbaba cierto atractivo por debajo de la mugre que le cubría. Pero andaba encorvado y con la cabeza gacha. No quedaba ni rastro del orgulloso Adalid de hacía seis meses.

Al recordar los espantosos crímenes de su hermano, cuando la ciudad estuvo al borde del desastre, a la Protectora se le quitaron las ganas de reír.

—Esperad fuera —ordenó a los milicianos.

Los guardias salieron por la puerta. El despacho se quedó en silencio. La Protectora juntó las yemas de los dedos, intentando controlar su ira.

—¿Y bien, Herro? —dijo. No pensaba llamarle «hermano». La palabra se le habría quedado atascada en la garganta—. ¿Qué tienes que decir en tu defensa?

—¿Puedo... puedo sentarme? —La voz del Adalid, esa voz tan gloriosa que antaño había sido capaz de mover multitudes, ahora era tan débil y ronca que parecía propia un anciano.

—La última vez que estuviste aquí —dijo la Protectora, muy seria—, no te molestaste en pedir permiso. Pusiste los pies encima de mi mesa como si este despacho fuera una vulgar taberna. —Esbozó una sonrisa carente de simpatía—. Puede que todavía te acuerdes. Fue justo antes de que me encerrases en la Casa del Remordimiento.

El Adalid tragó saliva.

—Tienes derecho a recordármelo, herma...

—¡No me llames así!

—Te pido disculpas. —Hizo una reverencia con la cabeza—. Ahora soy un hombre caído en desgracia... excelencia. Por culpa de mi necia ambición. Lamento profundamente los crímenes que he cometido.

—¿Eso es todo? ¿Lo lamentas? ¿Trataste de esclavizar a la ciudad y lo único que se te ocurre decir es...? —La Protectora no concluyó la frase. Intentó contener su ira mientras deseaba con todas sus fuerzas que el Adalid no hubiera elegido precisamente ese momento para regresar de entre los muertos.

Los últimos seis meses habían sido duros para los habitantes de Alhaja. Habían cambiado muchas cosas en muy poco tiempo. Los tutores sagrados habían sido juzgados y expulsados de la ciudad. La Casa del Remordimiento había sido clausurada. Se prohibieron las cadenas de custodia que debían portar los niños para que no corrieran ningún peligro, y las aparatosas cadenas de castigo desaparecieron como si nunca hubieran existido.

Al principio, incapaces de acostumbrarse a esas nuevas libertades, muchos padres amarraron a sus hijos con cuerdas, o los seguían cada vez que salían de casa, escondiéndose tras las esquinas para que no los descubrieran.

Sin embargo, con el tiempo se volvieron más osados. Dejaron de utilizar cuerdas. Algunas familias adoptaron perros y gatos. Los pájaros regresaron a la ciudad. Por primera vez en su vida, la Protectora oyó las risas de los niños que jugaban en la calle.

Pero entonces, tres semanas antes, un niño se rompió la pierna. Seis días más tarde, una niña se cayó en el canal del Caballo Muerto y estuvo a punto de ahogarse. Los habitantes de Alhaja se quedaron espantados ante esos sucesos. La Protectora había empezado a oír rumores. «Esto nunca habría pasado con los tutores sagrados».

Y para rematar las cosas, el Adalid, el líder de los tutores sagrados, había vuelto. Ojalá pudiera leerle la mente. La Protectora sabía que era un actor de primera. ¿Estaría actuando ahora? ¿Estaba tan humillado como aparentaba, o se trataba de una artimaña? La Protectora deslizó una uña sobre el escritorio.

En el exterior, un perro comenzó a ladrar. Al mismo tiempo, alguien llamó a la puerta de su despacho.

—Disculpe la interrupción, excelencia —dijo uno de los milicianos, asomando la cabeza—, pero ha venido un mensajero del Museo de Coz. Se llama Sinew. Ha dicho que era...

—¡Urgente! —Un hombre alto y con gesto preocupado, vestido con una capa larga de color negro y una bufanda roja de lana, apartó al miliciano a un lado—. Se han ido, Protectora, desaparecieron durante la noche y...

Entonces vio al Adalid y cerró la boca de inmediato. Después, en un abrir y cerrar de ojos, la volvió a abrir para esbozar una sonrisa bobalicona y estiró los brazos.

—Así es, ¡mis preocupaciones han desaparecido durante la noche! —exclamó—. ¡Porque el Adalid ha regresado, y eso me llena de alegría!

Agarró por los hombros al Adalid y le plantó dos sonoros besos en las mejillas. La Protectora se quedó boquiabierta e hizo amago de replicar. Pero al ver cómo se ruborizaba el Adalid, frunció los labios, se recostó en su asiento y esperó a ver qué ocurría a continuación. Sinew le pasó un brazo sobre los hombros al prisionero.

—¿Dónde diantres te habías metido? —le preguntó Sinew en tono amigable—. La Protectora estaba convencida de que habías muerto, pero yo le dije: «No, sencillamente se ha ido a saquear y asesinar a otra parte, para cambiar de aires. Regresará, no se preocupe, mala hierba nunca muere». —Sinew arrugó su protuberante nariz—. Y hablando de malas hierbas...

Al Adalid se le hinchó la vena de la sien, pero se quedó mirando al suelo sin decir nada. Mientras tanto, el perro siguió aullando en el exterior del edificio.

La Protectora se levantó y abrió la ventana. Abajo, sentado sobre la acera, había un perrillo blanco con la cola rizada y una oreja de color negro. Tenía los ojos cerrados y la cabeza inclinada hacia atrás, con el hocico apuntando hacia el cielo.

—Auuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuh —aullaba—. Auuuuuuuuuuuuuuuuuh.

—¿Ese no es... eh... el perro del museo? —dijo la Protectora. Le costó hacerse oír entre el estruendo provocado por esos aullidos lastimeros—. ¿Qué le ocurre?

—Nada grave —respondió Sinew—. Lo que pasa es que tiene pulgas, y parece empeñado en que se entere todo el mundo. —Le pegó un codazo al Adalid—. Menudo incordio son las pulgas, ¿eh? No puedo con ellas. Anda, mira, aquí hay una.

Con una rapidez pasmosa, hurgó con la mano en el pelo enmarañado del Adalid. El Adalid pegó un respingo, como si se hubiera quemado con algo, y se puso rojo de ira. Sinew, que estaba sosteniendo algo entre las yemas de los dedos, no pareció darse cuenta de su reacción.

—¡La tengo! —exclamó, con una sonrisa de satisfacción—. Ahora solo queda estrujarla —añadió, mientras apretaba los dedos— como el repugnante parásito que es.

La Protectora ya había visto suficiente. Cerró la ventana y se acercó al miliciano que aguardaba junto a la puerta.

—Dígale al submariscal Amsel que el Adalid... es decir, el ex-Adalid debe ser trasladado a la Casa del Remordimiento.

—Pero si está clausurada, excelencia.

—Pues la vuelven a abrir. Quiero que lo mantengan vigilado las veinticuatro horas del día.

El miliciano agarró del brazo al Adalid.

—Acompáñeme.

Cuando cerraron la puerta tras de sí, Sinew volvió a ponerse serio de inmediato.

—Excelencia —susurró—, ¿se acuerda de Goldie Roth y de Flemo Hahn?

—¿Qué? ¿Quiénes? —preguntó la Protectora, que seguía pensando en el Adalid. Entonces salió de su ensimismamiento y añadió—: Sí, claro que me acuerdo. Qué niños tan valientes. De no haber sido por ellos, ese miserable... —Miró hacia la puerta con el ceño fruncido—, habría cumplido sus malvados planes.

—Pues han desaparecido, junto con Linda, la hermana de Flemo.

—¿Desaparecido? —La Protectora se frotó la frente, mientras intentaba asimilar las noticias—. ¿Por eso el perro está tan...? Es decir, el iracán. No quería mencionarlo delante del Adalid, pero esa criatura de ahí fuera es un iracán, ¿verdad? ¿Es Broo?

Sinew asintió con gesto sombrío.

—El padre de Goldie, Herro Roth, vino a vernos al alba. Estaba muy preocupado porque su hija había desaparecido. Broo y yo nos fuimos con él y seguimos el rastro de Goldie. Al parecer salió de su casa en mitad de la noche y se fue a casa de los Hahn para recoger a Flemo. Creemos que Linda los siguió. Por lo visto se dirigían hacia el museo, pero por el camino Linda fue secuestrada. Flemo y Goldie persiguieron a los tipos que se la llevaron.

La Protectora se desplomó sobre su asiento.

—¿Esclavistas?

—Es posible.

—He oído que La Vieja Bruja y su tripulación están otra vez en activo. Puede que hayan sido ellos. —La Protectora frunció el ceño—. O quizá se trate de alguien que secuestra niños para pedir un rescate. En el Archipiélago Sureño hay un ejército de mercenarios que se dedican a raptar viajeros en la carretera y después les exigen dinero a las familias para liberarlos. Es posible que se hayan trasladado al norte para replicar sus crímenes en Alhaja.

—Sean quienes sean —dijo Sinew—, seguimos su rastro hasta los muelles, pero allí lo perdimos. Durante la noche zarparon cuatro barcos: La paloma guerrera, Bob el Negro, El asustadizoy El niño ingrato. —Apretó los dientes—. No sé en cuál irían los niños.

Estremeciéndose, la Protectora cogió su pluma y la mojó en el tintero.

—Haré que sigan el rastro de esos barcos inmediatamente, y transmitiré los nombres y las descripciones de los niños.

—Lo de las descripciones me parece bien —dijo Sinew—, pero de momento deberíamos callarnos lo de sus nombres. Les pediré a sus padres que hagan lo mismo.

La Protectora señaló hacia la puerta con un ademán de cabeza.

—¿Por nuestro prisionero?

—Sí. Tiene razones de sobra para odiar a Goldie y a Flemo. Ya sé que estará encarcelado, pero aun así... Cuanto menos sepa, mejor.

—Según él, está humillado y arrepentido.

—¿De veras? —dijo Sinew—. Puede que esté arrepentido, eso no lo sé. Pero... ¿humillado? No. Bajo esa fachada, aún conserva su orgullo desmedido. Yo en su lugar no le quitaría ojo. En ningún momento.

Sinew se tocó una ceja con el dedo, a modo de despedida informal, y se marchó. Al otro lado de la ventana, Broo seguía aullando como si se avecinara el fin del mundo.

EL LECHÓN

Goldie tenía tanto frío y estaba tan entumecida que apenas podía moverse. La punta del arco de Linda se le estaba clavando en las costillas y el aire salino le estaba pegando los párpados entre sí. Tenía la impresión de que había dormido un poco, pero no estaba segura.

Durante la noche, Flemo y ella se habían escondido dentro de un bote salvavidas que estaba cubierto por una lona, y que se encontraba hacia la mitad de la cubierta del barco. Un haz de luz se filtró por el borde de la lona. Ya había amanecido.

Goldie se pasó la lengua por los labios resecos. Sus padres ya estarían despiertos y se habrían dado cuenta de que no estaba en casa. Solo de pensarlo, se le encogió el corazón. ¿Cómo se las arreglarían sin ella? ¿Y si las pesadillas de su padre empeoraban tras su desaparición? ¿Y si la tos de su madre desembocaba en alguna enfermedad grave?

A su lado, Flemo levantó ligeramente el borde de la lona, lo justo para poder asomarse. Goldie giró el cuerpo para acercarse a la abertura y asomarse también, ya que eso le ayudaría a mantener la mente ocupada.

La cubierta del barco estaba cubierta de redes, barriles, sogas y una pila de esferas de vidrio que se empleaban para mantener las redes a flote, y que parecían unas burbujas inmensas de color verde. En la popa, el tipo del rostro anguloso al que vieron la noche anterior se encontraba bajo una caseta que no tenía puerta en la parte frontal. Estaba con las piernas flexionadas y en tensión, mientras sostenía una aparatosa palanca que se mecía hacia delante y hacia atrás, siguiendo los vaivenes del mar. El viento hacía ondear su chubasquero.