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En la ciudad de Berren ocurren cosas extrañas. Desaparece gente, brotan árboles de la noche a la mañana, pero nadie cree en la magia. Creer en ella sería un acto desleal. El astuto lord Pompis y su nieta Ánade necesitan un muchacho prescindible, y Collejo, un chico de campo que ha llegado a la ciudad en busca de trabajo, encaja con esa descripción. Ánade no tiene reparos en introducirlo en las redes de su abuelo, siempre que lord Pompis cumpla la promesa de que esta será su última argucia. Los tejemanejes de lord Pompis conducen a ambos niños al interior de la Fortaleza de Berren, donde el tiempo se ha detenido. Una vez allí, no tardarán en verse envueltos en una conspiración para matar al heredero del Trono Leal. Si quieren salvar al joven marqués, y ya de paso escapar de una muerte horrible, Ánade y Collejo deberán aprender a utilizar una magia en la que nadie cree.
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Seitenzahl: 344
Veröffentlichungsjahr: 2019
1. Basta de argucias
2. El finiquitador cadete
3. Nuestro viejo enemigo
4. Uñas y dientes
5. Un obsequio indeseado
6. La guardia nacional
7. Lord Pompis
8. Deshonra
9. Mal fario
10. Una carta dirigida a casa
11. ¿Tienen trato con espías o asesinos?
12. La fortaleza
13. La marquesa
14. ¿Sabes manejar una espada?
15. Un susurro apenas perceptible
16. Una oportunidad
17. Observación y vigilancia
18. Cada cual ve las cosas de una manera
19. Dientes de hierro
20. Atrapar a una bestia
21. El Raashk
22. Ahí viene el heredero
23. Inadvertida
24. El consejero Triggs
25. No es asunto nuestro
26. ¿En quién podemos confiar?
27. La cacería
28. Solo un tonto se lo tomaría en serio
29. ¿Qué hiciste?
30. Un muchacho capaz de atravesar paredes
31. Una conversación furtiva
32. El lugar más seguro
33. Otte esconde secretos
34. Una óptica diferente
35. Cuando el peligro acecha
36. Un acuerdo
37. Comprendí que era malvado
38. Un talento asombroso
39. ¿Dónde está mi bastón?
40. Cosas malas
41. Dos niños
42. Rosa hedionda
43. El juicio
44. El vergessen
45. Que sus almas descansen en paz
46. La altura equivalente a cinco hombres
47. Si quieres sobrevivir
48. Si los demás nos alejamos sigilosamente
49. El cepo
50. Lobos
Mientras, a muchos kilómetros hacia el sur...
Agradecimientos
Créditos
Para Dali y Erie, lectoras y aventureras del mañana
El abuelo de Ánade tenía la sonrisa más dulce que se pueda imaginar. Le hacía parecer la clase de persona capaz de rescatar a un gatito de un sumidero o de cuidar de un gorrión herido hasta que se recuperase. Le hacía parecer una persona bondadosa, amable y de fiar.
Pero Ánade sabía cómo era en realidad. Esa sonrisa auguraba problemas..., y justo cuando ella pensaba que ya los habían dejado atrás.
Así que, en lugar de devolverle la sonrisa, le preguntó:
—¿Qué quieres?
El abuelo torció el gesto.
—Sería mucho más agradable por tu parte, querida, si me dijeras: «¿Puedo ayudarte en algo, abuelo? ¿Necesitas que te haga algún recado? Cuenta conmigo, abuelo».
—¿Qué quieres? —repitió Ánade.
El hombre que se hacía llamar lord Pompis introdujo un dedo en el bolsillo de su chaleco de seda y sacó tres miserios de cobre.
—Solo quiero que vayas un momentito al mercado de Uñas y Dientes. Toma, cómprate un pastel por el camino.
Ánade se quedó mirando las monedas, pero no las cogió.
—¿Dónde está el truco?
—Tan jovencita y tan cínica —se lamentó su abuelo—. No hay ningún truco, solamente tienes que ir hasta allí y volver...
Ánade lo interrumpió.
—Basta de argucias. Eso fue lo que dijiste cuando llegamos aquí. Dijiste que ibas a retirarte. ¡Lo prometiste!
—Y así lo haré, después de un último...
—Dijiste que ibas a sentar la cabeza aquí en Neuhalt, como la gente corriente.
El abuelo repitió esa palabra como si la escuchara por primera vez:
—¿Corriente? ¡Nosotros no somos corrientes, querida! Somos ese brillante cometa que surca los cielos, provocando que la gente inferior se quede boquiabierta con admiración.
—La gente no se queda boquiabierta con admiración —repuso Ánade—. Se queda boquiabierta porque te vas corriendo con sus anillos y sus broches. Y no quiero que sigas haciéndolo. Es como vivir en el borde de un precipicio sin saber nunca si nos vamos a caer por él.
—¡Por supuesto que no nos caeremos! He logrado sacarnos de toda clase de apuros en el pasado, ¿no es cierto? Hemos salido adelante gracias a mi astucia. ¿Por qué parar ahora?
—Porque ya estoy harta. Por favor, abuelo.
Lord Pompis se quedó mirándola. A sus pies, la estufa de gas siseaba suavemente.
—¿De verdad quieres que me retire?
—Sí.
—Entonces lo haré. —Dicho esto, se recostó en su asiento y entrelazó las manos sobre su voluminosa barriga.
Ánade achicó los ojos. El abuelo nunca se rendía tan fácilmente. ¿Qué estaría tramando?
—Entonces, ¿no hace falta que vaya a Uñas y Dientes?
—No, tendrás que ir de todos modos. Si voy a jubilarme, necesitaremos dinero.
—Y lo tenemos. Tenemos dinero de sobra.
—No. Teníamos dinero de sobra, pero... —Lord Pompis extendió las manos—. Ya sabes cómo son estas cosas. Una partida de cartas entre amigos y... Te juro que el otro tipo hizo trampas. —Negó con la cabeza—. Yo también, por supuesto, pero eso no es motivo para que él lo haga.
Ánade sintió que se le formaba un nudo en el estómago.
—¿Has perdido nuestro dinero? ¿Todo?
—Cielos, no, jamás sería tan imprudente. Guardé suficiente para costearnos tres semanas de alquiler y algún que otro soborno.
—Jolín, abuelo. —Ánade se sentó de golpe sobre el mullido sofá—. ¿Qué vamos a hacer ahora?
Lord Pompis le dedicó una sonrisa.
—Tendremos que llevar a cabo una última argucia. —Observó detenidamente el rostro de su nieta y le dirigió un gesto de disculpa—. La idea me gusta tan poco como a ti, querida. Pero ¿qué otra opción nos queda?
Ánade sabía de sobra que no debía fiarse de ninguno de los gestos de su abuelo.
—¿Cómo de peligrosa es esa argucia?
—No plantea ningún peligro.
—¡Dime la verdad!
—Esa es la verdad. ¿Le mentiría a alguien que es carne de mi carne?
«Sí —pensó Ánade—, y a menudo».
—¿Vamos a tener que salir por piernas? —preguntó—. ¿Igual que nos pasó en Dicho?
—Calla, niña, no menciones ese ingrato lugar. Nosotros no somos de Dicho, venimos de..., eh..., de las Islas Ingrávidas, situadas al otro lado del mundo en dirección oeste. El gobernante de las Ingrávidas es mi..., uhm, pongamos que es mi primo segundo. —La silla de lord Pompis rechinó mientras su ocupante se inventaba una nueva historia sobre la marcha. La elegante cadena de oro que se extendía sobre su estómago y que estaba unida a un reloj de bolsillo relució bajo la luz de gas—. Y yo soy su embajador.
Volvió a sacar las monedas.
—En cuanto a lo de «salir por piernas»... Qué expresión tan fea. Nosotros no salimos por piernas, querida. Sencillamente, vamos unos cuantos pasos por delante de los problemas. Anda, ve a Uñas y Dientes y tráeme un muchacho.
Ánade suspiró para sus adentros y cogió las monedas. Podría ponerse a discutir, pero al final siempre acababa obedeciendo. Su abuelo era su única familia, y Ánade le debía la vida.
—¿De qué tipo?
—Fuerte. No muy avispado. Dile que le haremos un buen contrato, que lo protegeremos frente a los esclavistas y bla, bla, bla. Por cierto... —Lord Pompis miró a su alrededor con cautela, como si pudiera haber alguien escondido detrás del sofá—, asegúrate de que esté solo. Que no tenga a sus padres en la ciudad. Ni tías cariñosas que puedan montar un escándalo si le ocurriera algo.
—De modo que quieres a alguien prescindible —dijo Ánade.
—Bien expresado, querida. Has dado en el clavo. Sí, necesito un muchacho prescindible.
Collejo intentó aparentar calma mientras caminaba, como si aquel no fuera su primer día de trabajo. Pero, bajo su máscara de finiquitador, estaba temblando a causa del orgullo y los nervios.
«Ojalá mamá pudiera verme —pensó, mientras empuñaba su vara con punta de hierro—. Patrullando, con el mismísimo capitán general Rabio interesándose por mí. ¡Qué contenta se pondría!».
A su alrededor, Berren —la capital de Neuhalt— resonaba con el clamor propio de un gran río. Autobuses accionados por gas hacían resonar sus cláxones para proclamar su importancia. Carricoches y carretas de carniceros traqueteaban sobre los adoquines, retándose para ver quién llegaba primero hasta la siguiente esquina. Las campanas repicaban, los vendedores de periódicos voceaban, hombres y mujeres caminaban a paso ligero por las aceras, hablando a gritos.
Collejo llevaba casi tres semanas en Berren, pero aún no se había acostumbrado al ruido. Encogió los hombros para recolocarse la mochila en una posición más cómoda e intentó no perder la concentración.
—Observación y vigilancia —susurró—. Estar alerta, pero no alarmado. Los finiquitadores han llegado.
Pero por más atención que puso, no se fijó en la extraña espiral de piedrecitas que se cruzó en su camino. Estaba a punto de pisarla cuando el capitán Rabio lo agarró del brazo y tiró de él hacia atrás, gritando:
—¡Apártense! ¡Apártense! ¡Finiquitador en acto de servicio! ¡Apártense!
Los transeúntes reaccionaron de inmediato. Algunos de ellos se quedaron contemplando la escena desde una distancia prudencial, otros miraron para otro lado o se cruzaron rápidamente de acera.
El capitán Rabio apuntó con su vara hacia la espiral:
—Eso es un cepo, cadete. ¿Es que no aprendiste nada sobre cepos durante tu primera semana en la academia de finiquitadores?
Collejo sintió tanta morriña de su hogar durante su primera semana en la academia que se pasó todo el tiempo deprimido y sin enterarse de nada. Podrían haberle enseñado cien cosas esa semana y no recordaría noventa y nueve de ellas.
Pero sí se acordaba de la segunda semana, así que respondió:
—Nos enseñaron a observar, capitán general. A estar alerta, pero no alarmados. Y nos hicieron una demostración con los artilugios de recolección y dispersión. Dijeron que el resto lo aprenderíamos sobre la marcha.
El capitán suspiró, haciendo tintinear la doble fila de medallas que llevaba en el pecho.
—No sé cómo pretenden que os enseñemos a los novatos y cumplamos con nuestro trabajo al mismo tiempo —murmuró—. En fin, qué le vamos a hacer.
Acercó su vara a la espiral y derribó los guijarros, desperdigándolos en todas direcciones. Después inspeccionó cuidadosamente el terreno y exclamó:
—¡Todo despejado! ¡Todo despejado, he dicho!
Los espectadores prorrumpieron en una ronda de aplausos, pero el capitán ya había reanudado la marcha por la acera, con la mirada clavada en el suelo. Cuando Collejo lo alcanzó, le gritó:
—¿Por qué he desperdigado los guijarros, cadete?
—Pues..., ¿para anular el hechizo? —aventuró Collejo.
—¿Hechizo?
El capitán Rabio levantó de golpe la cabeza, agarró a Collejo y lo sacó de la calle para conducirlo hasta un pequeño patio, donde el runrún incesante de la ciudad no resultaba tan estridente.
—¿Qué tiene esto que ver con la brujería? —inquirió—. Eso no te lo han enseñado en clase, ¿verdad?
—No, capitán general. Pero es que mi madre dice que...
—¿Tu madre? —El capitán Rabio se subió la máscara hasta la frente para ver mejor a Collejo—. Vienes del campo, ¿verdad?
—Sí, capitán general. De ochenta kilómetros al suroeste de Mugre. Y aún seguiría allí, pero los precios de la leche son tan bajos que...
—A ver, escúchame bien porque sé lo que me digo —le interrumpió el capitán—: la brujería no existe.
Collejo puso los ojos como platos.
—¿De veras? Pero es que mi madre dice que los fantasmas son...
—¡Cuida tu lenguaje, cadete! Los fantasmas tampoco existen.
Collejo pensó que no lo había oído bien. ¡Durante toda su vida había creído en los fantasmas! Y a veces le había parecido ver alguno por el rabillo del ojo...
—Los cepos no son fruto de la brujería, cadete —prosiguió el capitán Rabio—. Son un acto de sabotaje. Si alguien pisa un cepo, desaparece. Lo único que queda es su voz pidiendo ayuda, debilitándose más y más, a medida que pasan los días. —Se frotó la barbilla—. Pero en realidad no desaparecen. Eso sería imposible. Sospechamos que es una variante particularmente abominable del hipnotismo.
—Pero ¿quién haría algo así?
—Los safíes, por supuesto. Los nativos. Se cuelan en la ciudad por la noche, cuando los ciudadanos honrados están durmiendo, y aprovechan para tender sus cepos. Por eso estamos aquí, cadete. La Guardia Nacional se ocupa de los saboteadores, y los finiquitadores retiramos los cepos, los efluvios venenosos, las ranas, los árboles y todo lo demás.
El capitán Rabio hizo una pausa y miró a Collejo con los ojos entornados.
—Pero ya deberías saber todo eso, cadete. Un ciudadano leal lo sabría. Un ciudadano leal no creería en brujerías ni en fantasmas. Y tú eres un ciudadano leal, ¿verdad?
—¿Y-yo? —tartamudeó Collejo—. S-sí, claro, capitán general. Lo que pasa es que...
—Nada de excusas, cadete. —El capitán Rabio ondeó un dedo frente a la cara del muchacho—. Un finiquitador no necesita excusarse. Un finiquitador se mantiene firme, de los pies a la cabeza.
Collejo tragó saliva e hizo todo lo posible por aparentar firmeza. No es que no creyera lo que decía el capitán Rabio. Al fin y al cabo, ¿cómo podría equivocarse un hombre que tenía tantas medallas en el pecho?
Lo que pasa es que Collejo siempre había pensado que...
—¿Y q-qué pasa con la Fortaleza, capitán general? Si la brujería no existe...
—Más actos de sabotaje —repuso el capitán Rabio con brusquedad—. Los safíes están intentando minarnos la moral, pero la marquesa jamás se rendirá. ¡Jamás! —Se golpeó el pecho con la mano derecha y exclamó—: ¡Que los dioses bendigan el Trono Leal! ¡Que los dioses bendigan a la marquesa de Neuhalt!
Collejo se apresuró a imitarlo. Pero no fue lo bastante rápido a ojos del capitán.
—Aún no lo tengo claro, cadete —dijo con un tono amenazador—. ¿Eres leal? ¿O eres desleal?
Collejo sintió un escalofrío. Si algo había aprendido desde su llegada a la capital era que ser desleal era la peor opción posible. La gente desleal perdía su empleo. La gente desleal acababa en prisión. La gente desleal no podía enviar dinero a casa para salvar su granja.
—Soy leal, capitán general —alcanzó a decir—. Soy leal, no hay duda.
Después no volvió a abrir la boca, para no cometer más errores.
—Más te vale, cadete —dijo el capitán—, porque has empezado con mal pie. A partir de ahora, te estaré vigilando. Y muy de cerca.
En las entrañas de la Fortaleza, en un cuartito secreto situado al final de una pequeña escalera secreta, una mujer abrió un libro muy antiguo y lo dejó apoyado sobre una mesa.
Cuando descubrió aquel libro, que estaba olvidado en un rincón, pensó que solo contenía historias para asustar a los niños desobedientes. Pero eso fue hasta que empezó a leerlo con más detenimiento.
Obviamente, esa mujer no creía en la brujería. Nadie creía en ella. Pero ¿y si...?
¿Y si había algo más? Algún noble sacramento que sus ancestros se hubieran traído desde la Vieja Patria. Algo antiguo e importante.
¿Y si se había topado con ello por casualidad?
¿Y si pudiera sacarle provecho?
Llevaba semanas planeando sus próximos pasos, reuniendo poco a poco todo lo necesario. Revisó lo que había escrito en la página una última vez. Después, mientras recitaba el texto en voz alta, se sacó un alfiler del bolsillo y se lo clavó en el dedo.
En las vigas que se extendían sobre su cabeza apareció un halcón inmenso.
A la mujer le temblaron las manos. Hasta ese preciso momento, no había terminado de creérselo...
Se pinchó el dedo con un segundo alfiler. El halcón fijó sus ojos ambarinos sobre ella, como si lo hubiera despertado de un largo sueño y no le hubiera agradado.
La mujer cogió el tercer alfiler. Ese era el punto de no retorno; si utilizaba aquel alfiler, ya no podría echarse atrás.
Miró hacia la puerta. Si no utilizaba el alfiler, la vida en la Fortaleza seguiría su curso de siempre. El halcón desaparecería. No cambiaría nada.
—Pero las cosas tienen que cambiar —susurró—. ¡Es mi deber hacer que cambien!
Se clavó el tercer alfiler en el dedo. Después se guardó los tres alfileres dentro del dobladillo de la manga, donde nadie podría verlos.
El halcón profirió un chillido penetrante. Y en la cripta de la Fortaleza, donde descansaban los marqueses y marquesas por toda la eternidad, una pila concreta de huesos comenzó a agitarse...
La Bayam de Saaf —dama de los vientos y hechicera suprema— percibió el hechizo como si fuera una grieta formándose bajo sus pies.
Consternada, encogió los dedos de sus pies descalzos. Sus sueños la habían alertado de que se estaba gestando algo horrible. Por eso había abandonado la seguridad de la Muesca y había bajado renqueando por el risco, pese a que sus avejentados huesos le dolían a cada paso que daba y a que el Viento Negro la acechaba como un gatocioso hambriento.
—Aún no puedo morir —le dijo al Viento Negro, en el idioma de su pueblo—. Tengo una labor importante que cumplir.
El Viento Negro no respondió.
La Bayam se envolvió entre las sombras a medida que se abría camino por la ciudad de Berren. No creía que los esclavistas quisieran llevársela, ya que las ancianas no les interesaban. Pero eso no quería decir que estuviera a salvo. Si la veían, la encarcelarían por espía o saboteadora.
Así que nadie debía verla.
Se sumió aún más en la oscuridad, hasta que resultó imposible distinguirla de las demás sombras, y siguió adentrándose en la ciudad, aguzando el oído sin dejar de mirar al suelo.
Cuando llegó a cierto lugar que le resultaba conocido, levantó al fin la cabeza. Entonces la vio, erigiéndose sobre el extremo norte de la ciudad como si fuera un forúnculo: la Fortaleza.
A ojos de la Bayam —y de nadie más—, aquel inmenso castillo siempre estaba envuelto en una nube densa y oscura. Pero ahora daba la impresión de que esa nube se estaba disolviendo, siseando, como si alguien se hubiera dejado un cazo con agua demasiado tiempo al fuego. Se le aceleró el corazón.
—Mis sueños decían la verdad —susurró—. ¡Alguien en el interior de la Fortaleza está intentando despertar a nuestro viejo enemigo!
Aunque puede que «despertar» no fuera la palabra más apropiada.
«Levantar de entre los muertos» sería más preciso.
—Tengo que detenerlos —susurró—, antes de que destruyan...
Fue entonces cuando el Viento Negro comenzó a soplar.
La Bayam tropezó y estuvo a punto de caer al suelo.
—¡No! —exclamó—. Aún no, ¡no estoy preparada! ¡Me queda mucho por hacer!
Pero su maltrecho corazón estaba cada vez más debilitado, y sintió que el viento tiraba de su espíritu, en un intento por arrancarlo de su cuerpo.
—No debería haber venido —susurró—. Debería haberme quedado en la Muesca para legar el raashk y la bendición del viento a la siguiente Bayam.
Pero ¿a quién podría legárselo? Su hija estaba muerta, al igual que su nieta. Y hacía apenas dos lunas, su bisnieta había sido capturada por esclavistas y enviada a trabajar a las minas de sal de la marquesa. La Bayam se apoyó sobre la pared más cercana.
—Oh, Viento Negro —susurró—. Si muero ahora, ya no habrá una fiel Bayam. ¿Quién conocerá tu nombre? ¿Quién detendrá a nuestro viejo enemigo? Concédeme un puñado de tiempo. Dame hasta la próxima luna llena y llegaré hasta mi bisnieta, aunque se encuentre en las minas de sal.
El Viento Negro tiró de ella con más fuerza.
—Está bien. Concédeme entonces una pizca de tiempo. Regresaré a la Muesca y encontraré a otra chica. ¡Mejor tener una Bayam, aunque no descendiente mía, que no tenerla!
El Viento Negro le hincó los dedos en las costillas y se puso a silbar en sus oídos. A la Bayam le flaquearon las piernas. Su corazón se fue debilitando a cada aliento que tomaba.
Pero no podía morir. Aún no.
—Oh, Viento Negro, concédeme una migaja de tiempo —dijo, jadeando—. Encontraré a una niña aquí y después me iré contigo. ¡Por favor!
El Viento Negro titubeó. Finalmente, reculó un poco.
A la Bayam seguían temblándole las piernas, pero consiguió apartarse de la pared. Una migaja de tiempo no era mucho. Debía actuar rápido, antes de que el viento viniera de nuevo a buscarla.
Se agachó y examinó las relucientes sendas plateadas que solo ella podía ver. Necesitaba una niña que tuviera algo de sangre safí en sus venas. Una niña astuta, sagaz.
Pero por más que se afanó, no logró divisar a ninguna niña así. Las sendas le mostraron a un muchacho cuya tatarabuela era safí, aunque él no lo sabía. Le mostraron también a una niña que era tan astuta como una bruja. Pero con eso no bastaba. Necesitaba reunir ambas cosas en una misma niña.
Se enderezó y le dijo al Viento Negro:
—¿Podrías esperar un poco más? ¿Podrías concederme tiempo para encontrar a la niña adecuada?
El viento silbó su respuesta. El corazón de la anciana pegó un vuelco dentro de su pecho.
—¡Está bien! —exclamó la Bayam—. Me apañaré con lo que tengo.
Se volvió a agachar, envuelta en el crujido de sus avejentadas rodillas, y agarró dos de aquellas hebras plateadas.
—Primero debo asegurarme de que estos dos niños se conozcan...
Ánade divisó a un muchacho que encajaba con la descripción que buscaba en cuanto cruzó el torniquete que conducía al mercado. Parecía fuerte y poco avispado, que era precisamente lo que quería su abuelo.
Pero cuando intentó acercarse a él, no lo consiguió.
Primero, un pastor que conducía un rebaño de ovejas se interpuso en su camino. A continuación, una docena de ranas sobresaltadas cayeron pataleando del cielo delante de sus narices. Por último, un cerdo a la fuga pasó corriendo a su lado y dio tantas vueltas a su alrededor que Ánade estuvo a punto de caerse al suelo del mareo.
Cuando por fin logró esquivar al cerdo —y a los niños que lo perseguían—, el muchacho se había ido.
Pero tampoco le importó demasiado. A su alrededor, los tenderos gritaban para hacerse oír entre el alboroto de las ovejas, los gansos, las gallinas y los perros. Una familia estaba de paseo, todos con tapones en la nariz para protegerse del olor. Un grupo de amigos estaban comprando miel y se reían como si no tuvieran la más mínima preocupación.
Ánade los observó con envidia durante un rato.
—Una última argucia —se recordó—. Y cuanto antes acabemos, mejor.
No tardó mucho en divisar a otro chico. Este tenía el pelo negro y greñudo, y un rostro franco y honesto. Estaba examinando unas crías de conejo y no parecía nada tonto, aunque puede que eso no tuviera demasiada importancia. Al abuelo le gustaba la gente honesta; era más fácil de engañar.
Ánade se estaba acercando hacia él cuando vio la vara con punta de hierro que llevaba en una mano y la máscara de finiquitador que colgaba de su cinturón.
«Mecachis —pensó—. Ya tiene un empleo». Y entonces se marchó.
O al menos lo intentó.
En ese momento, el cerdo a la fuga pasó otra vez corriendo junto a ella, y los niños que lo perseguían hicieron que Ánade girase en círculo tantas veces que, antes de darse cuenta, se encontró delante del puesto de los conejos, al lado del muchacho de la cara honesta.
«En fin —pensó, mientras recuperaba el aliento—, ya que estoy aquí, no pierdo nada por intentarlo».
Se agachó al lado del muchacho, diciendo:
—Disculpa, herro.
Con una mano, cogió un conejo; con la otra, se sacó del bolsillo un miserio de cobre. La moneda rebotó contra la bota del muchacho y cayó al suelo.
El chico estaba de espaldas al tenderete. Entonces se dio la vuelta, recogió la moneda y dijo en medio del alboroto general:
—Perdona, frou. Se te ha caído algo.
Ánade lanzó un grito ahogado y soltó al conejo.
—¡Vaya, gracias, herro! Mi abuelo me dio esa moneda para el almuerzo. Me habría muerto de hambre sin ella. Gracias por tu honradez.
El muchacho se ruborizó.
—Seguro que cualquiera habría hecho lo mismo.
—¿Qué? —dijo Ánade, ahuecando la mano junto a la oreja.
El muchacho se acercó un poco más:
—Digo que cualquiera habría hecho lo mismo.
—¡No! —Ánade abrió mucho los ojos—. Mi abuelo y yo acabamos de llegar a Berren, pero ya hemos descubierto que puede ser un lugar muy desagradable. La mayoría de los chicos se habrían quedado esa moneda—. Ánade sonrió—. Me has devuelto la fe, herro. Puede que esta ciudad no esté tan mal después de todo.
—Yo vengo del campo.
—¿De veras? —Ánade ensanchó su sonrisa—. ¡Qué gusto conocer a un paisano!
Se estrecharon la mano y el muchacho dijo:
—No puedo entretenerme, frou. En realidad no tenía pensado venir hoy al mercado, pero me desorienté por las calles de la ciudad y...
—Por favor, no te vayas aún —le rogó Ánade—. Rara vez conozco a gente de mi edad. Gente que me guste, quiero decir. Del otro tipo hay a montones. A veces me hace echar de menos la granja.
El chico puso una mueca, pues conocía bien esa sensación. Pero después dijo:
—Será mejor que me vaya; estoy en cierto apuro y...
Ánade le tendió la mano.
—Al menos, permite que me presente. Me llamo Ánade. No, no te rías...
—No iba a...
—Mi hermana mayor se llama Cabra, que es mucho peor. Menos mal que no hemos sido tres. No quiero ni pensar cómo habrían llamado mis padres al siguiente hijo. Lechón, tal vez.
El muchacho sonrió con cierta reticencia y le estrechó la mano.
—Yo me llamo Collejo.
—Cuando estoy en un apuro —dijo Ánade—, visitar el mercado hace que me sienta mejor. Verme rodeada de animales me serena la mente y los problemas ya no me parecen tan graves.
—¿De veras? —preguntó el muchacho. Se mordió el labio, después asintió con la cabeza—. Quizá tengas razón, frou Ánade. A lo mejor me quedo un ratito más.
Se alejaron juntos del puesto de los conejos, como si fueran viejos amigos. Collejo le habló a Ánade de su granja (que existía de verdad) y le contó que los precios de la leche eran tan bajos que había venido a la ciudad para buscar trabajo y así poder enviarle dinero a su madre. Ánade le habló de su granja (que era completamente imaginaria) y le contó que su abuelo y ella habían sido expulsados por un terrateniente codicioso.
El muchacho se quedó pasmado. Ánade forzó un par de lágrimas de cocodrilo, levantó la cabeza y dijo:
—Pero la gente de campo sabemos lo que tenemos que hacer cuando la suerte deja de sonreírnos, ¿no es así, herro Collejo?
El muchacho asintió.
—Nos levantamos y empezamos de nuevo, frou Ánade.
—Sabía que lo entenderías...
Ánade dejó la frase a medias, como si acabara de pensar en algo.
—Me pregunto —dijo—, me pregunto si...
—Si ¿qué?
—Olvídalo, seguro que no te interesa.
—No lo sabrás hasta que me lo preguntes —insistió el chico—. ¿De qué se trata?
—Antes has dicho que viniste a Berren para buscar trabajo. Resulta que mi abuelo es un hombre importante y necesita un chico que le eche una mano con un asunto. —Ánade tuvo cuidado de no mirar hacia la máscara ni hacia la vara con punta de hierro—. Puede que tú seas la persona que está buscando.
Collejo puso cara de pena.
—Si me lo hubieras dicho hace dos semanas, frou, te habría dicho que sí. Pero ahora soy un finiquitador. —Dio unos golpecitos sobre la máscara—. Solo soy un cadete, y todavía estoy a prueba, pero espero que...
—¡Ay, qué tonta he sido! —exclamó Ánade—. Debería haberme dado cuenta. Seguro que piensas que soy idiota, herro Collejo.
El chico sonrió.
—Ni mucho menos. Me alegra haber hecho una amiga. Quizá volvamos a vernos en el mercado, frou Ánade.
—Por supuesto, herro Collejo. Lo estoy deseando.
Y tras intercambiar una reverencia, cada cual se fue por su lado.
«Era simpática —pensó Collejo, mientras pasaba junto a un grupo de Honorables Comerciantes que tenían unas franjas tatuadas en la cara—. Casi desearía no ser finiquitador, para así haber podido aceptar ese empleo».
Se rio. Aquella mañana se había sentido tan orgulloso de su nuevo cargo que apenas podía caminar derecho. ¡Y ahora lo estaba lamentando!
Pero Ánade tenía razón, el mercado le había serenado la mente.
—Es indudable que soy leal —susurró para sus adentros—. Lo único que pasa es que nunca había oído hablar del sabotaje ni de los safíes. Pero ahora sí, y ya no se me olvidará. Así no me meteré en más líos.
Sin embargo, cuando alguien pegó un chillido por detrás de él, se encogió del susto, como si los miembros de la Guardia Nacional fueran a venir a por él. Pero cuando se dio la vuelta vio que no era nada más grave que un niño pequeño que había metido los dedos en un panal. La madre del niño se lo estaba llevando a rastras, gritando:
—¡Deja de montar tanto escándalo, o el Corrupio vendrá a buscarte!
Collejo los vio alejarse. Cuando era pequeño, uno de los muchachos de la granja vecina le había hablado del Corrupio. «Deja un rastro de hielo allá por donde pisa. Sus dientes están hechos de hierro y sus ojos son dos trozos de carbón al rojo vivo. Un halcón vuela sobre su cabeza...».
Durante varios meses, Collejo había creído que el Corrupio era real, y todas las noches miraba debajo de la cama antes de acostarse.
Pero con el tiempo había superado esa creencia. Igual que estaba superando la creencia en los fantasmas y la brujería.
Se agachó al lado de una jaula llena de gatos y susurró:
—Leal, así soy yo.
Una gata enorme con las orejas roídas y el pelaje cubierto de manchas se abrió paso hasta la parte frontal de la jaula. Collejo pasó la mano entre los barrotes y la acarició por detrás de las orejas.
—Ojalá pudiera comprarte, gatita —dijo—. Pero vivo en una residencia y no nos permiten tener mascotas.
—¿No permiiiiten? —dijo la gata.
Collejo sacó rápidamente la mano de la jaula.
—¿Acabas de...? —Se quedó mirando al felino, que lo observó a su vez con unos ojos ambarinos.
¿De verdad había hablado?
«No. Imposible. Eso sería brujería, y no existe tal cosa».
—Lo siento, gatito —dijo Collejo—. Hoy estoy un poco nervioso.
La gata fijó sus ojos amarillos en un punto situado por detrás del muchacho. Collejo se dio la vuelta, esperando que se tratara de aquella chica, Ánade.
Había una anciana situada a unos pocos metros de distancia, observándolo. Era muy bajita y tenía la piel oscura, llevaba una capa de piel echada sobre los hombros y tres plumas en el pelo.
«¡Una safí!».
Collejo no supo qué hacer. De vez en cuando había visto pasar safíes junto a la granja; incluso había hablado con algunos de ellos, pero ninguno iba vestido como esa mujer.
Aunque eso fue antes de que supiera lo del sabotaje.
«Debería informar de su presencia», pensó.
Sin embargo, la anciana no tenía pinta de saboteadora. Parecía enferma. Tenía los ojos medio cerrados y se tambaleaba cada vez que soplaba el viento.
«Si mamá estuviera aquí, ayudaría a esa anciana enferma, sea safí o no», se dijo Collejo, y se levantó.
Después pensó: «Pero si alguien me ve hablando con ella, ¡perderé mi trabajo!».
Así que volvió a agacharse a toda prisa.
Por suerte, nadie más parecía haberse fijado en la anciana, lo que significaba que Collejo también podría hacer como si no la hubiera visto. La observó por el rabillo del ojo, cruzando los dedos para que se fuera. Pero en lugar de marcharse, la anciana se le acercó. Las plumas que llevaba en el pelo se balancearon arriba y abajo. Su capa de piel hizo saltar chispas de los barrotes de la jaula.
«No, es imposible —se recordó Collejo—. No es más que un simple truco de hipnotismo...».
El resto de ese pensamiento se disipó cuando la anciana abrió la boca para hablar con él.
«¡No! —pensó Collejo—. ¡Alguien podría vernos! ¡Perderé mi empleo!».
Se incorporó y se marchó corriendo. Cuando pasó junto a ella, la anciana safí le metió algo en la mano, algo que parecía un pequeño saquito de piel.
Collejo ni siquiera lo miró. Agarró su vara con punta de hierro y se adentró a toda prisa entre la muchedumbre del mercado, murmurando: «Disculpe, herro. Perdone, frou», cada vez que chocaba con alguien.
El saquito que llevaba en la mano tenía un tacto tan arrugado como el rostro de la anciana safí. Y parecía igual de peligroso.
«Lo tiraré —pensó Collejo—. Me libraré de él y nadie sabrá que lo he tenido en mi poder».
Por detrás de Collejo, la Bayam se apoyó sobre la jaula para descansar mientras se preguntaba cuánto tiempo le quedaría, confiando en que fuera lo bastante poderosa como para mantener a raya al Viento Negro durante al menos otra luna.
La Bayam de hace quinientos años —una de las más importantes— había poseído esa clase de poder. Podía retorcer las sendas de veinte personas a la vez. Podía robarle a alguien un puñal de la mano sin que se diera cuenta. Podía cabalgar los vientos.
Pero ni siquiera ella había logrado impedir que el primer marqués de Neuhalt construyera su Fortaleza en lo alto del enorme peñasco conocido como Roca Ceñuda.
Desde que se tienen recuerdos, Roca Ceñuda había sido el epicentro de la magia safí. Era el lugar donde las ancianas lanzaban sus hechizos, donde los ancianos entonaban sus cánticos, donde los vientos se agrupaban para recobrar fuerzas.
Pero hace quinientos años, todo eso cambió.
Los invasores llegaron en barcos enormes desde Halt-Bern, y eran tan numerosos que ni siquiera la Bayam pudo detenerlos. Bautizaron ese territorio como «Neuhalt», y anunciaron que les pertenecía por derecho de conquista. Construyeron una ciudad, a la que llamaron «Berren», alrededor de la base de Roca Ceñuda.
Los invasores no creían en la magia.
Al principio, las cosas no se pusieron demasiado feas para los safíes. Por aquel entonces eran nómadas, y aunque les habían arrebatado sus territorios de invierno, aún podían visitar Roca Ceñuda en las fechas señaladas y llevar a cabo sus ceremonias.
Y así fue hasta que el marqués decidió construir su Fortaleza sobre el risco sagrado.
La Bayam de la época le rogó que eligiera otra ubicación. Pero aquel primer marqués era un hombre despiadado (su propio pueblo lo llamaba «Hemmer el Cruel» o «Hemmer el Fiero») y despreciaba a los safíes.
Así que, en lugar de hacerle caso a la Bayam, se burló de ella. Después juró que perseguiría a su gente hasta extinguirlos, en cuanto terminara de construir la Fortaleza.
El papel de la Bayam no consistía en lanzar maldiciones, así que esperó, confiando en que Roca Ceñuda despertara de su letargo y ahuyentara a los constructores.
Pero Roca Ceñuda debía de estar dormida profundamente, porque la Fortaleza se fue volviendo cada vez más alta, cada vez más ancha, hasta que un día cubrió el risco sagrado por completo.
Ese día, la Bayam legó el raashk y la bendición del viento a su hija para que los custodiara. Después se adentró en la Fortaleza, decidida a tirarla abajo.
Pero algo salió mal. Es posible que Roca Ceñuda despertara al fin. Es posible que tuviera sus propios planes.
Sea cual sea el motivo, a medida que se fue desplegando la maldición de la Bayam, la propia hechicera desapareció, llevándose consigo buena parte de su poder. Y en lugar de venirse abajo, la Fortaleza quedó rodeada por un muro invisible. La gente podía entrar sin problema, pero ninguna de las personas que vivían allí pudo volver a salir.
Los demás habitantes de Berren también sintieron los efectos de esa maldición distorsionada. A lo largo y ancho de la ciudad, la delicada magia terrenal de Saaf se volvió extraña y hostil. Se enredaba entre los pies de la gente y los conducía hasta lugares a los que no querían ir. Hacía que los árboles crecieran durante la noche, y que cayeran peces y ranas del cielo. Extraía efluvios mortíferos del subsuelo.
Y finalmente, fortaleció la incredulidad de la gente frente a la magia, hasta convertirla en algo que ha perdurado durante quinientos años. Por disparatado que fuera, los ciudadanos de Berren siempre encontraban alguna razón para explicar lo que les sucedía.
La Bayam actual suspiró.
—No sirve de nada obsesionarse con el pasado. Tendré que arreglármelas con el poder que tengo y atraer a la chica. Después les enseñaré al muchacho y a ella cómo usar la magia, antes de que se agote mi tiempo.
—Agoooote —dijo una voz procedente del interior de la jaula.
El debilitado corazón de la Bayam pegó un respingo. Uno de los gatos estaba introduciendo una pezuña entre los barrotes para levantar el pestillo. La puerta se abrió y la gata salió al exterior.
La Bayam contuvo el aliento.
Ya no quedaban gatociosos. Los habitantes de Neuhalt los habían cazado hasta que se extinguieron, pero de vez en cuando aparecía un rastro del viejo mundo en los lugares más insospechados. Esas pezuñas enormes. Ese pelaje moteado. Esos ojos feroces y astutos.
De pronto, la Bayam se sintió mucho mejor. Aquello era una señal, y no podía dejarla pasar.
—Oh, gato maravilloso —susurró—. ¿De dónde vienes?
La gata la miró fijamente y con intensidad.
—Lejaaaanía —dijo al fin, refiriéndose a la península situada al norte de Saaf.
—¿Por qué has venido hasta aquí? —preguntó la Bayam.
—Me aburríííía —respondió la gata, meneando una de sus orejas.
—Supongo que alguien como tú debe de aburrirse a menudo —dijo la Bayam—. Tú no te conformas con perseguir ratones, como tus compañeros de jaula.
La gata frunció el hocico.
—Creo que está a punto de comenzar un juego más emocionante —dijo la hechicera con cautela—. Un juego a vida o muerte...
—¿Mmmm? —La gata pareció interesada.
—Ese muchacho formará parte de ello —prosiguió la anciana—. Le he dado el raashk. Y estoy a punto de convocar a una chica. Ella también formará parte del juego. Si tú pudieras ayudarlos...
No se atrevió a decir más. No es prudente insistir o persuadir a una criatura con sangre de gatocioso. Lo único que podía hacer era tenderle el anzuelo y confiar en que lo mordiera.
Por desgracia, ella no estaría presente para ver el resultado.
Collejo dejó aquel obsequio indeseado debajo de una carreta, echó a correr y no se detuvo hasta que llegó al otro extremo de la plaza del mercado. Allí se sentó sobre un saco de galletitas para perros y dejó la máscara y la vara en el suelo, a su lado.
Fuera lo que fuese esa cosa, se había librado de ella. Y si volvía a ver a esa anciana safí, saldría corriendo en dirección contraria tan deprisa que nunca lograría alcanzarlo.
—No soy desleal —susurró para sus adentros—. ¡Jamás seré desleal!
Un reguero de sudor le empezó a correr por la frente. Se metió la mano en el bolsillo, para buscar un pañuelo, y la volvió a sacar rápidamente.
¡El saquito!
Estaba en su bolsillo.
—¿Qué...? —Collejo se levantó tan deprisa que le dio vueltas la cabeza.
—¿Te encuentras bien, joven herro? —exclamó el vendedor de galletitas, un hombre flacucho con la ropa cubierta de pelo de perro.
—S-sí —balbuceó Collejo—. Es que me he olvidado de..., de comprar una cosa.
El vendedor asintió y Collejo logró sonreír a duras penas, pero su mente estaba en plena ebullición.
No podía tratarse del saquito. Tenía que ser un puñado de hierba o un... un ratón silvestre. Cuando vivía en la granja, se encontraba ratones en los bolsillos continuamente.
Suspiró.
Por supuesto. Era un ratón silvestre. Nada más.
Se volvió a meter la mano en el bolsillo. Rozó una superficie de cuero con la yema del dedo y torció el gesto.
—¡Pero si lo tiré! —susurró.
Miró a su alrededor con nerviosismo. ¿Le habría seguido la anciana? ¿Habría sacado el saquito de debajo de la carreta y se lo habría vuelto a meter en el bolsillo sin que se diera cuenta?
A Collejo no se le ocurría ninguna otra explicación.
Despacio, a regañadientes, lo sacó.
El cuero tenía un tacto cálido y suave, y estaba sujeto en la parte superior por un cordel que parecía haber sido fabricado con cabello humano. Había algo duro en el interior.
Collejo esperó a que el vendedor de galletitas para perros mirase para otro lado, después arrojó el saquito detrás de uno de los sacos.
Se revisó el bolsillo. Estaba vacío.
—Bien —susurró.
Se agachó para recoger su máscara y su vara, y entonces sintió el tacto del cuero entre los dedos.
—¡Argh! —exclamó.
—¿Joven herro? —gritó el vendedor, que se acercó a Collejo con gesto de desconcierto—. ¿Seguro que estás bien? Hay un galeno cerca de aquí que...
Collejo no supo qué le respondió. Pero debió de ser algo convincente, porque el vendedor se encogió de hombros y regresó a su tenderete. Collejo agarró su máscara y su vara y echó a correr hacia la entrada del mercado, con el saquito quemándole entre los dedos y la mente abotargada.
«No es brujería, es sabotaje, tal y como dijo el capitán Rabio. Alguna variante del hipnotismo, seguramente. Todo esto tiene una explicación lógica, lo único que tengo que hacer es encontrarla...».
Conforme se acercaba al torniquete de la entrada, se produjo un revuelo entre la multitud. Collejo estaba tan concentrado en librarse del saquito que al principio no oyó lo que decía la gente. Y así fue hasta que alguien lo agarró del brazo y dijo:
—¿A qué viene tanta prisa, joven herro? ¿No quieres ver a la Guardia Nacional? Vienen por allí, dispuestos a registrar el mercado en busca de saboteadores. ¡Puede que te estén buscando a ti!
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