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Para salvar a los niños de la ciudad de Alhaja, la quinta guardiana del Museo de Coz deberá recorrer la Senda de las Bestias. Un camino ancestral ubicado en las profundidades del museo, tan secreto y peligroso que nadie ha regresado nunca de allí. Según las viejas leyendas, solo puede llevar consigo dos acompañantes, que deberán ser enemigos acérrimos.
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Seitenzahl: 375
Veröffentlichungsjahr: 2018
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El Museo de Coz
La ciudad sitiada
Un paquete con basura
La princesa Frisia
Enemigos acérrimos
Una buena guerrera
Reencuentro... y despedida
Un artefacto notable
La primera ofensiva
La promesa
La primera y única línea defensiva
La segunda ofensiva
La buenaventura
Unos rumores cuidadosamente extendidos
La tercera ofensiva
La oferta del Adalid
Días aciagos
Velas carmesíes
La Vieja Bruja
Traición
La trampa
Dupla
¡Que el Gran Fetiche nos proteja!
Peste a bordo
La intrépida tía Elogia
El bombardeo
Lugareño y forastero
Un lugar fuera del tiempo...
La Senda de las Bestias
Salvación
La batalla final
La salvación es un arma de doble filo
Créditos
Para Jesse, Maddii y Seb, con amor
Era de noche cuando los tres niños entraron en la ciudad de Alhaja. Sucios y harapientos, avanzaron entre las sombras, sin hacer el menor ruido al pisar sobre el suelo empedrado.
Se habían pasado varias semanas fuera, desde que fueron arrancados de su hogar sin que tuvieran ocasión de despedirse, así que se morían de ganas de ver a sus padres. Pero cargaban con varios secretos a sus espaldas, secretos que les supondrían una condena a muerte si eran capturados por la gente equivocada. Por eso se detenían a escuchar en cada esquina. No vieron a nadie, pero tenían erizados los pelillos de la nuca, y el rostro lívido a causa de la tensión.
Aquella no era la ciudad que habían dejado atrás. El miedo flotaba en las calles, tan denso como un banco de niebla. La luz de los faroles de acuagás parecía temblequear mientras se proyectaba sobre las aceras desiertas. Las casas, con las puertas atrancadas y las cortinas echadas, contenían el aliento.
Los niños siguieron adentrándose en la ciudad, hasta que finalmente llegaron hasta el puente de las Bestias, a su paso por el Gran Canal. Allí se detuvieron, atentos a cualquier indicio de movimiento. Después, cruzaron el puente de uno en uno.
Ya estaban cerca de sus casas. No veían el momento de llegar. Pero durante las últimas semanas habían aprendido la importancia de ser cautelosos, así que volvieron a detenerse.
Y menos mal que lo hicieron. En algún lugar cercano, una bota rechinó sobre los adoquines. De inmediato, Goldie hizo una señal con la mano y los tres niños se agazaparon entre las sombras que se extendían sobre el final del puente. Flemo agarró la empuñadura de la espada que llevaba colgada a la cintura. Su hermana pequeña, Linda, echó mano de su arco. Pero Goldie negó impetuosamente con la cabeza, y sus amigos no hicieron ningún movimiento más.
Los cinco hombres que avanzaban pavoneándose por mitad de la avenida eran soldados, sin duda, aunque sus uniformes y sus morrales parecían confeccionados a partir de flecos y retazos de una docena de ejércitos distintos. Llevaban unos rifles colgados sobre el pecho, y sus ojos y sus dientes resplandecían bajo la luz de gas. Parecía como si se creyeran los dueños de la ciudad y de todo cuanto había en ella.
Goldie contaba con encontrarse algo similar a esto, pero aun así le sorprendió muchísimo ver a esa clase de gente por las calles de Alhaja. Sin darse cuenta, su mano comenzó a acercarse furtivamente hacia la espada que Flemo llevaba a la cintura. Se le aceleró la respiración y...
¡No! Goldie apartó la mano. El lobo imperial, la ira bélica que albergaba muy a su pesar en su interior, acechaba bajo la superficie. Si Goldie desenfundaba esa espada, sería su perdición. La última vez que el lobo imperial la poseyó, estuvo a punto de matar a alguien. No pensaba arriesgarse a que volviera a suceder.
Contuvo su ira y rezó para que los soldados pasaran de largo lo antes posible.
Pero los soldados no parecían tener prisa. Uno de ellos, un hombre alto con unas patillas pelirrojas que le llegaban casi hasta la barbilla, apoyó su rifle en la valla del canal y sacó unas galletas y una cantimplora con agua de su morral. Sus compañeros lo imitaron.
Flemo le rozó la mano a Goldie, trazando una pregunta con los rápidos y sutiles movimientos del lenguaje dactilar. ¿Nos vamos o nos quedamos?
Goldie se mordió el labio. Flemo y ella podrían escabullirse fácilmente sin ser vistos. Si se lo proponían, seguramente podrían quitarles a los soldados las galletas de las manos y dejarles con la incógnita de saber qué había pasado con su cena. Pero Linda no había tenido el mismo adiestramiento y era posible que la vieran.
Goldie suspiró y respondió: Nos quedamos.
Los soldados se apoyaron en la valla, se pusieron a lanzarse galletas y a reírse con estrepitosas carcajadas, como si quisieran que los habitantes de las casas aledañas las oyeran y se echaran a temblar. Goldie se acordó de los soldados con los que Flemo y ella se toparon en las profundidades del Museo de Coz, al otro lado de la Puerta Furtiva. Esos soldados eran el remanente de una guerra ancestral que solo se mantenía activa en el interior del museo. Portaban lanzas, espadas y mosquetes antiguos, y hablaban con el acento de la Vieja Merne.
Pero estos eran hombres modernos, y de sus uniformes confeccionados con retales se deducía que eran mercenarios, cuya lealtad se podía comprar y vender. Goldie se preguntó qué habrían hecho con la milicia de la ciudad. ¿Y dónde estaba la Protectora Suprema? Ella jamás habría tolerado la presencia de mercenarios en las calles de Alhaja...
Sus pensamientos quedaron interrumpidos por el sonido de un carricoche que traqueteaba sobre el empedrado. Los mercenarios volvieron a guardar apresuradamente la comida y la bebida en sus morrales, y echaron mano de sus rifles.
—¿Qué clase de idiota sale a conducir después del toque de queda? —gruñó el soldado pelirrojo—. ¡Cualquiera diría que quieren que los encierren en la Casa del Remordimiento!
—Vienen por ahí —dijo uno de sus compañeros, que se plantó en mitad de la carretera.
Unas ruedas radiadas avanzaron hacia él. Se oyó el rugido de un motor, y unos faros atravesaron las sombras que rodeaban a los niños. Goldie no se atrevió a mirar a sus amigos, pero notó cómo Linda, que estaba a su lado, se ponía muy tensa; y Flemo, que se balanceaba sobre las plantas de los pies, estaba listo para echar a correr. Si los mercenarios se dieran la vuelta en ese momento...
Pero los soldados se habían distribuido a través de la avenida, bloqueando el paso al carricoche que se aproximaba. Por un instante, Goldie pensó que no se iba a detener. Avanzaba hacia los soldados a un ritmo constante, bañándolos con su luz. El claxon resonó dos veces. Una voz furiosa gritó algo incomprensible. Los mercenarios empuñaron sus rifles y apuntaron cuidadosamente hacia la cabina que se encontraba al otro lado de los faros.
Con un chirriar de frenos, el carricoche se detuvo en seco. El motor se apagó. Se oyó otro grito, pero esta vez Goldie lo entendió con claridad:
—¿Cómo os atrevéis? ¿Cómo os atrevéis? ¡Apartaos de mi camino inmediatamente!
Los mercenarios no se movieron.
—Salga del vehículo —dijo el mercenario pelirrojo con desgana—. Venga, rapidito.
Se oyeron unos murmullos y, para alivio de Goldie, los faros se apagaron. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, vio a dos personas que se estaban apeando del carricoche. Dos personas ataviadas con las gruesas togas negras y los sombreros cuadrados propios de los tutores sagrados.
Goldie sintió una oleada de aversión. Habían pasado más de seis meses desde que los tutores sagrados desaparecieron de la ciudad. La Protectora Suprema los sometió primero a juicio, por traición y crueldad. Después, los desterró a todos de Alhaja, sin excepción, con la advertencia de no regresar jamás.
Pero aquí estaban otra vez.
Goldie le rozó la mano a Flemo. Vámonos mientras sigan distraídos, le indicó.
Flemo asintió, y le susurró algo al oído a su hermana. Pero antes de que pudieran ponerse en marcha, los dos tutores pasaron entre los mercenarios y se encaminaron directamente hacia el final del puente.
—¡Eh! —gritó el mercenario pelirrojo, que salió tras ellos con las patillas erizadas—. ¿Adónde creéis que vais? Se supone que no debe haber nadie en la calle por la noche. Esas son las órdenes.
Los tutores sagrados se detuvieron, a escasos pasos del lugar donde estaban agazapados los niños. Uno de ellos, un hombre con la piel pálida y los ojos saltones, enarcó las cejas.
—¡El toque de queda no nos afecta a nosotros, necio! —exclamó con aspereza—. Ve a hacer cumplir tus órdenes a otra parte.
Después se dio la vuelta hacia su acompañante, como si los mercenarios ya se hubieran ido, y ondeó una mano hacia el canal.
—Este sitio servirá. La marea es fuerte, y los diques están abiertos. La... eh... la basura llegará hasta el mar antes de que amanezca.
—Pero ¿y si no es así? —repuso la otra tutora, con inquietud—. Si alguien lo ve, podría causar problemas.
El corazón de Goldie le golpeó con fuerza en las costillas, y sus dedos se aferraron al broche con forma de pájaro que llevaba sujeto por dentro del cuello de la camisa. Los tutores no tenían más que girar la cabeza para descubrirlos, a sus amigos y a ella.
—Si alguien lo ve —dijo el hombre pálido—, le convenceremos de que en realidad no ha visto nada. —Se rio—. Y si persiste en su error, en fin, creo que todavía hay un montón de celdas libres en la Casa del Remordimiento.
Por detrás del tutor, los mercenarios cuchicheaban entre ellos. Al soldado pelirrojo no le había hecho ninguna gracia que lo llamaran necio y, cuando los guardianes se dieron la vuelta para regresar al carricoche, se interpuso en su camino.
—Tal y como yo lo veo —dijo—, cuando dicen que no debe haber nadie por la calle, eso se refiere a todo el mundo. Nuestras órdenes no incluyen ninguna excepción para personas con sombreros ridículos.
Sus compañeros soltaron una risita. El hombre pálido suspiró y replicó lentamente, como si estuviera tratando con niños pequeños:
—Escucha con atención. Soy el tutor Afable, y esta —señaló con la cabeza a la mujer que estaba a su lado— es la tutora Mansa. Hemos venido por encargo del Adalid. ¿Te acuerdas del Adalid? —añadió con sarcasmo—. Es nuestro líder. También es el Sumo Protector Divino de esta ciudad. Lo que significa que, mientras estéis contratados por él, también es vuestro líder.
Goldie sintió el tacto frío de la mano de Linda, que le estaba agarrando la suya, y comprendió que sus amigos se estaban preguntando lo mismo que ella. Si el Adalid, el peor traidor en la historia de Alhaja, estaba realmente al mando y se hacía llamar Protector, ¿qué habría sido de la verdadera Protectora?
—No sería buena idea importunarnos —prosiguió el tutor Afable—. Es más, haríais bien en ayudarnos. Hay cierto paquete del que necesitamos deshacernos. Por favor, sacadlo del vehículo y traedlo hasta aquí.
El mercenario pelirrojo soltó un bufido.
—¿Pretendes que trabajemos para vosotros? ¡Ni lo sueñes!
Dicho esto, comenzó a alejarse. Los demás mercenarios lo siguieron.
—Si sabes lo que te conviene, lo traerás hasta aquí. Somos sirvientes de los Siete Dioses, que no tendrán piedad con aquellos que se enfrenten a nosotros.
Había algo en la estridente voz del tutor Afable que le puso la piel de gallina a Goldie. Batió los dedos para repeler la atención de los Siete Dioses. El mercenario pelirrojo hizo lo propio. Pero siguió caminando.
El más joven de los mercenarios, sin embargo, titubeó.
—¿Qué clase de paquete?
—Solo es un puñado de basura del que queremos deshacernos —se apresuró a responder la tutora Mansa—. Un tipo tan fornido como tú no tardaría ni un minuto en arrojarlo al canal...
—¡Déjalo! —bramó el mercenario pelirrojo, girando la cabeza—. Es asunto suyo, no nuestro. ¡No vamos a aceptar órdenes de esta gente!
—Me parece que no sabes cuál es tu sitio... —dijo el tutor Afable.
Lo interrumpió un sonido tan cotidiano como el de un hombre carraspeando. Tuvo un efecto inmediato. Los tutores se pusieron tensos. Goldie sintió un escalofrío. Oyó el siseo de la respiración de Flemo, y notó cómo Linda le clavaba las uñas en la mano.
La puerta del carricoche se abrió. Apareció una bota elegante, seguida por la inmaculada pernera de un pantalón. Una capa, más negra que una noche sin luna, se desplegó alrededor de aquella pierna, formando unos pliegues perfectos. Una espada centelleó bajo la luz de los faroles.
Era el Adalid.
El Adalid, líder de los tutores sagrados y portavoz de los Siete Dioses, era tan majestuoso como un águila y tan astuto como un zorro. Poseía una voz capaz de persuadir a cualquiera, salvo a los hombres más íntegros, para acatar sus órdenes. Poseía una sonrisa capaz de conseguir que los planetas girasen a su antojo.
Pero debajo de esa fachada encantadora, tenía un corazón tan negro como su capa.
Al ver a su viejo enemigo, una ira se encendió en el interior de Goldie, como si fuera un alto horno. Sintió un regusto amargo en la boca, y, desde las profundidades de su mente, resonó la voz de una princesa guerrera muerta hace mucho tiempo: Mátalo ahora, no le des tiempo a reaccionar.
Una vez más, la mano de Goldie se acercó furtivamente hacia la espada.
¡No! Goldie se estremeció y la apartó. No habría ninguna muerte, no si ella podía evitarlo.
El Adalid hizo un gesto hacia el carricoche.
—El paquete con la basura —murmuró—. Arrójenlo al canal, por favor, caballeros.
Esta vez, el mercenario pelirrojo obedeció. Goldie lo vio detenerse brevemente ante la puerta abierta del vehículo, como si le sorprendiera lo que había visto allí. Después, le hizo un gesto al más joven de sus compañeros y le dijo:
—Agarra el otro extremo.
El joven se mostró aún más sorprendido, pero se recobró rápidamente y se inclinó hacia el interior del vehículo para agarrar un paquete largo y pesado que estaba envuelto en estopa. Entre los dos, lo sacaron a rastras por la puerta y lo llevaron hasta la verja que había en la valla del canal.
Los tutores observaron la escena en silencio. El Adalid se sacó un mondadientes plateado del bolsillo de la pechera y comenzó a hurgarse entre los dientes. Linda le estaba clavando las uñas a Goldie en la mano con tanta fuerza que esta pensó que le iba a hacer sangre.
El mercenario más joven abrió la verja del canal; después, se detuvo. A Goldie le pareció oír un ruido procedente del paquete. ¿Un gemido? ¿Una respiración ahogada?
El mercenario tenía pinta de querer decir algo, pero el pelirrojo lo fulminó con la mirada y murmuró:
—Venga, a la de tres.
Con un movimiento enérgico, los dos hombres arrojaron el paquete al canal. Se oyó un chapoteo y un gorgoteo. El regusto amargo que Goldie sentía en la boca era tan intenso que apenas podía tragar.
Los mercenarios se sacudieron las manos en los pantalones, con el rostro mudo de expresión. Los dos tutores sagrados se quedaron rezagados, en señal de respeto, mientras el Adalid subía al carricoche; después, lo siguieron, cerrando tras de sí con un portazo. El motor comenzó a traquetear. Las ruedas radiadas echaron a rodar. El vehículo se marchó por donde había venido.
El mercenario más joven carraspeó y dijo:
—Creo que ese paquete...
—Cállate —gruñó el pelirrojo—. Tú no crees nada. Limítate a cumplir las órdenes como hacemos los demás. Venga, tenemos trabajo que hacer.
Dicho esto, los cinco se marcharon sin mirar atrás una sola vez.
En cuanto se fueron, los niños emergieron de entre las sombras.
—¿Lo habéis visto? —susurró Linda—. Era...
Se cubrió la boca con la mano, con los ojos como platos. Flemo asintió con gesto sombrío. Goldie abrió la verja del canal y los tres bajaron corriendo por los escalones de piedra.
La luz de los faroles apenas llegaba hasta allí. Goldie examinó la superficie del agua, pero lo único que pudo percibir fue un ligero oleaje, como si la marea acabara de sortear la curva. Las piedras que había a su alrededor despedían un fuerte olor a sal, a cieno y a tripas de pescado.
—¡Allí! —exclamó Flemo—. ¡Debajo del puente!
Un sendero estrecho se extendía junto al canal, por encima de la marca de la marea alta. Los niños lo atravesaron lentamente y llegaron hasta el paquete, del que asomaba un extremo sobre las aguas, enganchado a un perno de hierro que sobresalía. La corriente chocaba contra él, tratando de arrastrarlo más allá del puente y de los diques abiertos, hacia la bahía.
—Tendremos que llevarlo flotando hasta los escalones —susurró Linda.
—No —dijo Goldie—. Aquí es más seguro. Si los mercenarios o los tutores regresan, estaremos resguardados bajo el puente.
Mientras hablaba, desenganchó la estopa del perno de hierro.
—Agarradlo bien —susurró—. Pesa mucho.
Necesitaron varios intentos para sacar el paquete del canal y dejarlo sobre el húmedo suelo de piedra. El paquete se zarandeó ligeramente. A los niños se les quedaron las manos entumecidas por el frío. Goldie oyó cómo le castañeteaban los dientes a Linda.
Finalmente, el paquete de estopa acabó tendido a sus pies. Estaba cerrado con una cuerda, y los nudos eran firmes. Mientras Flemo sacaba su navaja y comenzaba a cortarlos, Goldie pensó que ojalá pudiera marcharse sin más, volver a casa con sus padres y no tener que descubrir de qué había intentado deshacerse el Adalid, con tanto ahínco y en mitad de la noche.
Pero la vocecilla de su mente susurró: Los guerreros no huyen.
Una vez quitada la cuerda, Flemo rajó la superficie de estopa por un extremo y la retiró. Goldie oyó los jadeos de su amigo...
... el grito ahogado que soltó Linda...
... y el gemido que profirió Flemo.
El cuerpo que estaba tendido en aquel estrecho sendero, inmóvil y manchado de sangre, era el de la Protectora Suprema.
Durante unos segundos, los tres niños se quedaron tan conmocionados que no pudieron ni reaccionar. Goldie tuvo que hacer un esfuerzo para seguir respirando. Recordó el ruido que había oído... o que creyó haber oído. Apoyó una mano sobre el cuello de la Protectora y percibió un atisbo de pulso.
—Está viva —susurró—. Por los pelos.
Flemo se puso en pie en mitad de la oscuridad. Tenía el rostro tan pálido como un cirio.
—Iré a buscar a Sinew.
Dejó caer al suelo el cinto con el que llevaba sujeta la espada y desapareció casi antes de finalizar la frase.
Goldie se acuclilló y se puso a meditar sobre la situación, tratando de no mirar directamente hacia el rostro inmóvil de la Protectora.
—Está sangrando —dijo Linda—. Ahí, en el pecho.
A Goldie le pegó un vuelco el corazón.
—Será mejor que intentemos contener la hemorragia. Mira a ver si logras descubrir de dónde proviene.
Ni Linda ni ella llevaban encima ningún trozo limpio de tela, y las prendas de la Protectora estaban empapadas y mugrientas. Goldie se puso a rebuscar entre las grietas del puente y sacó un puñado de telarañas.
Comenzó a estrujarlas, para crear una especie de paño, y Linda dijo con un hilo de voz:
—¿Goldie? La Protectora lleva puesto un chaleco acolchado por debajo de la blusa. Tiene el cierre a un lado y no consigo desabrocharlo. ¡Me da miedo hacerle daño!
Goldie se puso a forcejear con las hebillas, pero había muy poca luz. Seguramente había sido ese chaleco, pensó, lo que salvó a la Protectora de morir a manos de su atacante. Se preguntó si el Adalid habría perpetrado personalmente ese acto tan atroz, y a cuántas personas más habría matado, o intentado matar, desde su regreso a Alhaja.
Las hebillas cedieron al fin, dejando al descubierto una herida de arma blanca. Goldie presionó las telarañas sobre ella, en un intento por frenar la hemorragia. La piel que se extendía bajo sus dedos estaba tan fría como un carámbano.
—Túmbate a su lado —le dijo a Linda—. Estréchala entre tus brazos.
Linda se quedó boquiabierta.
—¿Quieres que abrace a la Protectora?
Goldie estuvo a punto de echarse a reír. Se sintió un poco mareada, como si tuviera fiebre.
—Calor corporal —dijo—. Tenemos que calentarla. Tal que así.
Goldie se tumbó en el estrecho sendero, lo más cerca posible de la Protectora, sin dejar de ejercer presión sobre la herida.
Linda tragó saliva y la imitó.
—¡Qué raro es esto!
—Lo sé. Piensa en otra cosa.
Linda se quedó callada un rato. Después dijo:
—Voy a pensar en cuando estuvimos en la antigua Merne. Cuando yo era Uschi, la joven marquesa de Esputo. ¡Y tú puedes pensar en cuando eras la princesa Frisia!
—Sí —refunfuñó Goldie—. Yo puedo pensar en la princesa Frisia.
Frisia, la princesa guerrera de Merne, llevaba muerta quinientos años. Aun así, una parte de ella seguía viviendo.
El lobo imperial, o la locura bélica, era un producto suyo. Al igual que la agresiva vocecilla que susurraba dentro de la mente de Goldie. El arco que portaba Linda y la espada de Flemo también eran propiedad de la princesa Frisia.
Goldie se quedó tendida junto a la Protectora, presionando el paño hecho con telarañas, mientras pensaba en los extraños acontecimientos de las últimas semanas. El viaje a la ciudad de Dicho. El festival de las mentiras. La Gran Mentira que había salvado a los niños de una muerte segura al hacerlos retroceder quinientos años en el pasado, hasta la corte de la antigua Merne.
Goldie seguía sin tener la certeza de haber estado realmente en Merne, o si solo había sido una ilusión. Lo único que sabía era que, cuando concluyó la Gran Mentira y los niños regresaron a la ciudad actual de Dicho, el arco y la espada de la princesa Frisia aparecieron allí.
Pero las armas de la princesa no eran lo único que había surgido de aquella mentira. El lobo imperial ardía en el interior de Goldie, como ascuas a la espera de ser reavivadas por un fuelle. También se alojaban allí los conocimientos bélicos de la princesa, junto con sus recuerdos y el eco de su voz, que susurraba estrategias y órdenes sanguinarias.
Goldie no le había contado a nadie lo del lobo imperial ni lo de la voz, ni siquiera a Flemo. Todo aquello era demasiado extraño y aterrador. Con un escalofrío, recordó la incontrolable furia que le había poseído a bordo del Lechón. Recordó la ira ciega que la embargó, la manera que tuvo de empuñar aquella espada tan pesada, y cómo descargó un golpe dirigido contra Ratón, aquel muchacho pequeñito y asustado que no había hecho nada para provocar su ira...
Goldie logró detenerse por los pelos. Ni siquiera ahora sabía cómo lo había hecho, ni si podría repetirlo. Así que, aunque en realidad el arco y la espada eran suyos, Goldie no los quería.
Tampoco quería escuchar la vocecilla de la princesa en su mente. Pero se había prometido a sí misma que no entregaría su ciudad al Adalid sin pelear, y para ello iba a necesitar los conocimientos de guerra y estrategia de Frisia.
Goldie apretó los puños, después se obligó a relajarse. No había nada que temer de esos susurros sanguinarios, se dijo. Al contrario que el Adalid, ella no estaba dispuesta a emplear cualquier arma. Al margen de lo que sucediera, y a pesar de la insistencia de la princesa, Goldie no quería tener nada que ver con el lobo imperial. Ni con la muerte.
Nada de nada.
El primer indicio que percibió Goldie del regreso de Flemo fue un ladrido agudo, al tiempo que un perrillo blanco echaba a correr hacia ella desde los escalones del canal.
—¡Broo! —exclamó la niña, mientras se incorporaba con cuidado para no separar las telarañas de la herida de la Protectora. Su corazón se puso a latir con alivio y alegría.
Pero en lugar de saltar sobre ella y lamerle la cara, como siempre había hecho en el pasado, Broo se detuvo a unos cuantos pasos de distancia y ladeó la cabeza, como si no terminara de reconocerla. Goldie extendió la mano que tenía libre; el perrillo la olisqueó y retrocedió, encogiendo su cola rizada.
—¿Qué ocurre, Broo? ¡Soy yo! —susurró Goldie, pero para entonces el perrillo se había lanzado sobre Linda y le estaba lamiendo la cara a ella.
Goldie se mordió el labio.
—¿Sinew? —susurró, preguntándose si él también se habría olvidado de ella.
Para alivio de Goldie, el hombre alto y con gesto preocupado que bajó corriendo por los escalones, al lado de Flemo, se agachó y le dio un rápido abrazo.
—Morg llegó ayer volando —dijo—. Por eso sabíamos que no andaríais lejos. ¡Bienvenidas a casa!
También abrazó a Linda. Después flexionó sus largas piernas y se puso en cuclillas al lado de la Protectora, con gesto serio.
—¿Qué ha pasado?
Broo olisqueó el pie de la Protectora y gimió suavemente.
—La han apuñalado —dijo Goldie—. Pero llevaba puesto un chaleco acolchado...
—Bien —dijo Sinew—. Se lo di hace tiempo, pero no estaba seguro de que se lo fuera a poner. —Examinó la herida, después acercó el oído a la boca de la Protectora.
—¿Aún respira? —susurró Flemo, mientras se abrochaba el cinturón que sujetaba la espada.
—Apenas. —Sinew se quitó la capa y envolvió con ella a la mujer inconsciente—. La hemorragia parece haberse contenido un poco, pero será mejor que la llevemos al museo lo antes posible. Linda, acompáñame y no dejes de presionar la herida. Será complicado, pero seguro que podrás hacerlo. Tal que así.
Le mostró a Linda dónde tenía que poner la mano. Después, soltando un quejido por el esfuerzo, cogió a la Protectora en brazos.
—Flemo, Goldie, adelantaos y aseguraos de que el camino esté despejado. Llevaos a Broo con vosotros. Hay mercenarios por todas partes, y no queremos cruzarnos con ellos.
No había sido la clase de bienvenida que esperaba Goldie. Cuando atravesó la verja del canal en compañía de Flemo, mientras Broo correteaba a varios pasos por delante de ellos, se puso a pensar con cariño en sus padres y se preguntó cuándo podría verlos. Una cosa estaba clara: no sería esa noche.
Los dos niños y el perro atravesaron las sombrías calles del barrio antiguo, atentos a cualquier indicio que delatara la presencia de mercenarios. Al mismo tiempo, Goldie se sorprendió a sí misma analizando el entorno como nunca lo había hecho antes. El edificio situado al otro lado de la carretera, por ejemplo: ofrecía vistas a tres canales distintos, y sería un buen puesto de observación. En cuanto a la plaza que acababan de cruzar, las estatuas y los árboles que la rodeaban podrían servir de escondite a una docena de hombres...
Se detuvo, consciente de que estaba pensando como la princesa Frisia. Alhaja era su hogar, y lo estaba tratando como si fuera un campo de batalla.
«Pero es que es un campo de batalla», se recordó. «Y si quiero derrotar al Adalid, TENGO que pensar como Frisia». En cualquier caso, la facilidad con que se había metido en el papel le provocó un escalofrío.
—¿Qué ocurre? —preguntó Flemo.
—Nada —respondió Goldie.
Broo se quedó mirándola y ondeó su cola con incertidumbre, como si quisiera consolarla, pero no supiera cómo hacerlo.
Llevaban recorrida casi la mitad de la colina del Viejo Arsenal, cuando el perrillo se puso tenso y profirió un gruñido de alerta.
—¿Qué ocurre, Broo? —susurró Flemo.
Broo volvió a gruñir y se le erizaron los pelos del lomo. Una sombra pasó fugazmente junto a él, furtiva como una rata.
—¿Has visto eso? —preguntó Goldie—. ¿Qué era?
—¡No lo sé! ¡Déjalo, Broo! ¡Déjalo!
Pero Broo no se dio por aludido. Un rugido temible emergió de su pecho y, antes de que Flemo pudiera detenerlo, se abalanzó sobre la misteriosa sombra.
Con un movimiento más veloz que el ojo humano, la sombra se elevó por los aires y aterrizó sobre el lomo del perrillo. Allí adoptó la forma de un gato con manchitas grises. Sus garras, tan afiladas como una luna menguante, arañaron la carne de Broo. El perrillo lanzó un grito.
Goldie comprobó con horror cómo el silencio de la ciudad dejaba paso al caos.
Si Broo hubiera sido un perro corriente, la pelea habría terminado en cuestión de segundos. Ese gato de manchitas grises, al que Goldie había visto por última vez a bordo del Lechón, había matado a oponentes mucho más grandes en sus buenos tiempos.
Pero Broo era cualquier cosa menos corriente. Era un iracán, el último de su especie, una criatura con unas habilidades asombrosas. En un momento dado, era un perrillo pequeño y blanco que chillaba de dolor. Al siguiente, se había convertido en una criatura tan negra como la brea y tan grande como un toro, y el chillido desembocó en un rugido que resonó por toda la calle.
El gato se aferró a su lomo, clavándole las zarpas en la cabeza. Unas gotas de sangre salpicaron el rostro de Goldie.
—¡Para ya, gato! —exclamó.
—¡Déjale en paz! —gritó Flemo.
El gato no les hizo caso y le pegó un mordisco en la oreja a Broo. El iracán se tiró al suelo, y el gato escapó de un salto en el último momento.
Los dos niños lo agarraron, pero logró escabullirse. El iracán se puso en pie, rugiendo.
—¡Parad de una vez! —gritó Goldie—. ¡Os van a oír los mercenarios! ¿Se puede saber qué os pasa?
—¡Esta CRRRIATURA es descendiente de un GATOCIOSO! —bramó Broo—. ¡Somos ENEMIGOS ACÉRRRIMOS!
El gato lo fulminó con la mirada.
—¡Irrracán! —bufó, después volvió a lanzarse sobre él, mostrando sus zarpas manchadas de sangre.
Broo lanzó una dentellada tremenda. El gato la esquivó con un brinco, y Broo salió tras él, aullando de rabia.
Goldie se acordó de la Protectora y se quedó mirando en la dirección por la que venían. No había ni rastro de Sinew ni de Linda. Debieron de tomar otro camino en cuanto comenzó la pelea. Después se quedó mirando a los animales en contienda.
—Necesitamos un cubo con agua.
—No hay tiempo —dijo Flemo—. Los mercenarios llegarán de un momento a otro. Tenemos que intentar separarlos.
Pero la pelea se había vuelto tan feroz que no pudieron ni acercarse. Se oyó un silbato a no más de tres manzanas de distancia. El gato le pegó un arañazo a Broo en el hocico. Broo se echó a un lado, después embistió al gato con el hombro. El gato salió volando por los aires, pero no tardó en recuperarse, como si no hubiera pasado nada.
Flemo y Goldie les pidieron a gritos que parasen. Al ver que eso no funcionaba, les tiraron piedras. Pero el gato y el iracán siguieron peleando, enfurecidos, montando un escándalo tremendo.
Entre tanto alboroto, Goldie oyó los ecos de unas pisadas que se acercaban.
—¡Broo! —gritó, desesperada—. ¡Ya vienen! ¡Te capturarán!
—¡Te dispararán! —exclamó Flemo.
Ninguno de ellos reparó en el niño del pelo blanco hasta que pasó corriendo junto a ellos.
—¡Ratón! —exclamó Goldie.
Ratón giró la cabeza y sonrió. Después, lanzando un grito mudo, se plantó en mitad de la refriega.
Goldie ya había visto en acción a ese niño, había sido testigo de su amor innato por las criaturas salvajes y de su talento para apaciguar a las criaturas más indomables. Pero, aun así, se quedó patidifusa al ver cómo la pelea se interrumpía de inmediato.
El gato siguió bufando, Broo seguía teniendo el lomo erizado, y los dos animales se estremecieron de rabia. Pero se separaron, mientras Ratón tarareaba una melodía junto a ellos, y no hicieron ningún otro intento por atacarse.
Por detrás de Goldie, el silbato lanzó una segunda advertencia. Una voz grave gritó:
—¡Patrulla de vigilancia! ¡No se muevan!
—¡Deprisa! —dijo Goldie, agarrando de la mano a Ratón.
Los niños y Broo echaron a correr hacia la oscuridad. El gato titubeó durante unos segundos, después salió tras ellos.
A varios kilómetros de distancia, a bordo del Lechón, un muchacho con el cabello pajizo y un rostro enjuto y ratonil se estaba regodeando de su buena suerte.
—Eres mío —susurró, mientras contemplaba aquel pequeño barco pesquero.
Aún no se lo creía. Hasta el último momento, mientras el Lechón se adentraba en ese puerto en desuso, Brinco estaba seguro de que Goldie, Flemo y Linda tratarían de apropiarse del barco.
Estaba preparado para esa eventualidad. Tenía toda clase de trucos en la manga, trucos que había aprendido en las calles de Dicho. Sabía cómo darle una puñalada trapera a un enemigo, vaya que sí, y cómo ingeniárselas para salirse siempre con la suya.
Pero al final no le hizo falta. Los tres niños se apearon del barco por un lateral, descendieron hasta el embarcadero carcomido y desaparecieron en la noche sin decir ni mu.
Tras su marcha, Ratón, el amigo de Brinco, se mostró más callado de lo normal. El niño permaneció sentado en un rincón oscuro de la cubierta, mientras sus ratoncillos blancos le correteaban por la chaqueta, en compañía de ese gato tan antipático que le cuidaba como si fuera una especie de niñera demoníaca.
A Brinco, ese gato le ponía los pelos de punta. Así que se alegró cuando el animal también saltó por la barandilla y se largó. Después de eso, se quedaron los dos solos: Brinco y Ratón. Más el tontaina de Tizón, que se ocupaba del trabajo duro.
Brinco contempló su reciente posesión una vez más, después se asomó por la escotilla y gritó:
—¿Has terminado ya, Tizón?
Se oyeron unas pisadas, y aquel tipo grandullón apareció directamente por debajo de él.
—Tengo que limpiar uno de los conductos de gas, después habré terminado.
—¿No puedes dejarlo para más tarde?
Tizón pareció alarmado.
—¡No podemos dejar los conductos sucios, Brinco!
—Pues date prisa.
—¿Adónde vamos?
—Aún no lo sé. —Brinco se envolvió un poco más en su abrigo andrajoso—. A algún lugar calentito, donde haya comida a tutiplén. Al sur, supongo.
Tizón frunció el ceño y negó con la cabeza.
—No puedo ir al sur. Cordel nunca va hacia el sur, debido a los esclavistas. La Vieja Bruja merodea por allí, eso es lo que dice Cordel. Se ha comprado un nuevo barco de esclavos, así que más nos vale mantenernos lejos de su camino.
—Escucha, compadre —repuso Brinco—. Cordel ya no está. Los tiburones se lo llevaron, y yo diría que para siempre, así que sus palabras ya no valen nada.
—¡Pero es que yo no quiero ser un esclavo!
—Pues claro que no. Y no lo serás, porque voy a cuidar de ti. Ahora soy el capitán. —Brinco hinchó su pecho escuálido—. ¡El capitán Brinco! Y vosotros sois mi tripulación. Ratoncito y tú.
Brinco sonrió y giró la cabeza por encima del hombro.
—¡Eh, Ratoncito! Te llama tu capitán. ¿Dónde te has escondido?
—No se ha escondido —dijo Tizón—. Se ha largado.
Brinco se dio la vuelta a la velocidad del rayo.
—¿Cómo va a haberse largado? No seas idiota, Tizón, ¡no pienso tolerar a ningún idiota en mi barco!
Pero Tizón se puso a asentir impetuosamente con la cabeza.
—Yo lo vi, capitán, antes de bajar a revisar los conductos. Saltó por esa barandilla tan sigilosamente como un fantasma, detrás del gato. Supongo que habrá seguido a esos tres mocosos. Parece que se ha encariñado con ellos, ¿eh?
Brinco empezó a perder los nervios. Furioso, murmuró:
—Es a mí al que tiene cariño. Y a nadie más.
Pero antes incluso de terminar la frase, se puso a rebuscar debajo del cubo puesto del revés donde había escondido la pistola de Cordel. Porque lo cierto era que Ratón sí se había encariñado con esos mocosos de Alhaja. Y también le gustaba ese gato tan molesto. Así que no resultaba tan descabellado que el pequeñín del pelo blanco hubiera salido tras él.
—Debería izar las velas y dejarlo aquí. ¡Le estaría bien empleado! —murmuró.
—No puedes hacer eso, Brinco. ¡Es tu amigo!
—Pues menudo amigo —dijo Brinco, resentido. Se prendió la pistola del cinturón—. Espera aquí, Tizón. No muevas ni un músculo. Y no te pienses que puedes huir con mi barco. Soy el capitán, ¿recuerdas?
Tizón asintió.
—¿Cuánto tiempo tardarás, capitán?
—No mucho —respondió Brinco—. Con un poco de suerte, le echaré pronto el guante a Ratoncito y volveré antes de que te des cuenta. —Después se encaró con Tizón, enseñando los dientes—. Y si el Lechón no está aquí, te perseguiré. Y cuando te atrape, desearás que La Vieja Bruja te hubiera capturado, ¡porque sería un paseo por el parque comparado con lo que te haré yo!
Cuando los niños llegaron finalmente al Museo de Coz, y mientras el gato se escabullía por detrás de ellos, sus amigos ya habían acostado a la Protectora, y Herro Dan estaba sirviendo una espesa sopa de guisantes en unos cuencos, lista para los rezagados. Su rostro avejentado y moreno tenía un gesto sombrío.
—¿Cómo ha podido el Adalid tratar a su propia hermana con tanta vileza? —murmuró—. Primero, la mata de hambre; luego, la apuñala, ¡y después la arroja al canal como si fuera un cubo de desperdicios! —Dan negó con la cabeza—. ¡Ese hombre no tiene el menor escrúpulo!
—Las únicas cosas que le importan son el dinero y el poder —dijo Olga Ciavolga, mientras cortaba con saña una rebanada de pan recién horneado. Su cabello gris crepitó, y en sus ojos apareció un destello de ira—. Hará pedazos esta ciudad, y a todos los que la habitan, si no encontramos una forma de impedírselo.
—Impedííírselo —graznó una voz.
Goldie alzó la mirada y reconoció las plumas negras de Morg, el ave carnicera, que estaba posada sobre una viga. Inspiró el reconfortante aroma de la sopa. A su alrededor, el museo dormitaba; sus pasillos polvorientos y sus singulares estancias móviles le resultaban tan queridas como si fuera su hogar.
«He vuelto», pensó, y a pesar de lo alarmante que resultaba toda aquella situación, sintió una leve oleada de felicidad. «Soy la quinta Guardiana del Museo de Coz, y he regresado al lugar que me corresponde».
—¿Se pondrá bien? —preguntó Linda, mientras mordisqueaba un trozo de pan—. La Protectora, quiero decir.
—Con un poco de suerte, se repondrá —dijo Sinew, que estaba agachado junto a la estufa de hierro, cargándola con troncos—. Siempre que la herida no se infecte. No podremos quitarle ojo durante los próximos días.
La estufa crujió y siseó a medida que prendían los nuevos leños. Ratón se acercó al calorcito. Flemo se inclinó hacia delante en su asiento.
—Lo que me gustaría saber —dijo— es cómo vamos a detener al Adalid. Ya nos costó mucho la primera vez, cuando solo le respaldaban los tutores sagrados. ¡Pero ahora también cuenta con un ejército de mercenarios!
En el fondo de la conciencia de Goldie, la voz de la princesa susurró: Divide sus fuerzas.
—Tendremos que dividir sus fuerzas —dijo Goldie.
Y entonces se mordió la lengua, porque lo había dicho sin pensar, y todos se quedaron mirándola fijamente, incluso Broo y el gato, que se habían estado fulminando con la mirada desde los extremos opuestos de la mesa.
Goldie trató de poner en orden sus pensamientos, que en parte eran suyos, y en parte de la princesa Frisia. En las profundidades de su mente, diversas lecciones sobre estrategia militar se mezclaban con la imagen de un mercenario, alto y pelirrojo, y sus compañeros. Dentro de su cabeza, los ejércitos de la antigua Merne se las veían contra dos tutores sagrados, llamados Afable y Mansa.
Y entonces, con un chasquido similar al de un rifle amartillándose, todas las piezas encajaron. Goldie cogió un trozo de pan y lo partió en dos.
—Los tutores sagrados —dijo, sosteniendo en alto un trozo de pan— y los mercenarios —añadió, mostrando el otro pedazo— no se llevan bien. Anoche lo comprobamos. Tenemos que sembrar cizaña, provocar una disputa entre ellos. Azuzarlos para que se odien. Si conseguimos hacerlo, habremos dado un gran paso para derrotarlos.
Goldie se metió los dos trozos de pan en la boca... y se quedó inmóvil. Los tres guardianes adultos la estaban mirando como si no la reconocieran.
—¿Qué? —inquirió Goldie.
Flemo sonrió.
—Has sonado igualita que la princesa Frisia.
—¿Igualita que quién? —preguntó Olga Ciavolga.
—¡No es cierto! —Goldie se ruborizó, preguntándose si se habría delatado.
—Es verdad —repuso Linda—. Has hablado como una persona astuta y mandona.
—¿De qué estáis hablando? —inquirió Olga Ciavolga.
Flemo se rio.
—Y tan mandona...
—¡Responded! —Olga Ciavolga pegó un puñetazo tan fuerte en la mesa que los sobresaltó a todos—. ¿Qué sabes de la princesa Frisia? ¿Por qué dices esas cosas?
—Ya te hablamos de la Gran Mentira —dijo Goldie. Después se quedó callada, confundida.
«¡NO se lo hemos contado!», comprendió. «Estábamos tan contentos por haber regresado sanos y salvos, y estábamos tan preocupados por la Protectora que... ¡No saben NADA de lo ocurrido!».
Finalmente, fue Flemo el que empezó a relatar la historia. Explicó cómo Linda había sido secuestrada en las calles de Alhaja por dos hombres que trabajaban para el misterioso Cilicio, y cómo Goldie y él los siguieron y se colaron a bordo del Lechón. Cuando llegó a la parte en la que a él también lo capturaron y le suministraron algo que le hizo perder la consciencia, Goldie tomó el relevo.
Estremeciéndose, describió la travesía hasta Dicho y la búsqueda de sus amigos en una ciudad desconocida. También les contó cómo se hizo amiga de Ratón, que le leyó la buenaventura.
En el otro lado de la mesa, Ratón sonrió con dulzura, y Herro Dan le estrechó la mano y le sirvió un segundo cuenco de sopa. Sinew cogió su harpa y tocó una serie de notas melancólicas, con un brillante acorde al final que simbolizaba la amistad.
Era una historia complicada, y Goldie tuvo que repasarla varias veces para asegurarse de que no se dejaba fuera ningún detalle. Al fin llegó a la parte en la que rescataba a sus amigos, solo para caer en la trampa que les tendió la tutora Ilusa en un sumidero abandonado.
—¿La tutora Ilusa? —exclamó Sinew, que levantó la cabeza y frunció el ceño—. ¿La misma tutora Ilusa a la que tanto queremos y apreciamos? ¿Seguro que era ella?
Goldie puso los ojos en blanco al pensar que alguien pudiera apreciar a la tutora Ilusa, después asintió. Linda se revolvió en su asiento y exclamó:
—¡Pretendía ahogarnos! Cilicio le dio la orden, porque sabíamos demasiado. Pero Goldie nos salvó contando una Gran Mentira, y así fue como acabamos en...
—Espera —dijo Herro Dan, levantando una mano—. No tan deprisa, chiquilla. ¿Qué sabíais que fuera tan importante como para mataros?
—La verdadera identidad de Cilicio —dijo Flemo.
Y entonces se la reveló.
Olga Ciavolga achicó los ojos, hasta que se convirtieron en dos hendiduras furiosas. Sinew tocó una secuencia de notas que provocó que a Goldie se le erizaran los pelillos de la nuca.
—En fin, todo empieza a cobrar sentido —dijo Herro Dan, apretando los dientes—. Continúa, Linda. Estabas diciendo que Goldie os salvó.
Para cuando Linda terminó de contar todo lo relativo a la Gran Mentira, a la espada y el arco, y a la presumible muerte de la tutora Ilusa, Ratón estaba bostezando y el gato se había acurrucado en un rincón calentito junto a la estufa. Tenía los ojos cerrados, pero siguió con las orejas los movimientos de Broo, que se inclinó hacia Goldie, abriendo sus fosas nasales.
—¿Una princesa guerrera? —La voz del iracán resonó por la estancia—. Por eso no te reconocí antes. Tienes la apariencia de una amiga, pero hueles como una desconocida.
Goldie se puso roja como un tomate. Odiaba tener secretos con los demás guardianes, y por un instante pensó que lo mejor sería contárselo y zanjar el tema de una vez. Se inclinó hacia delante en su asiento...
Pero antes de que pudiera decir nada, Herro Dan se frotó la barbilla y dijo:
—He oído hablar de toda clase de cosas surgidas de una Gran Mentira. Olores persistentes, una espada y un arco... de eso no hay que preocuparse. Pero, a veces, cuando alguien regresa desde el otro lado, llega tan desquiciado como un majareta. Tiene otra vida alojada en su interior, que lo destruye por dentro. No se puede volver a confiar en esa persona. Me alegra que no os haya pasado a ninguno de vosotros, jovencitos.
Goldie se recostó en su asiento, sintiéndose fatal. Si les contara ahora lo de la princesa Frisia y el lobo imperial, pensarían que estaba desquiciada. ¡Tan desquiciada como un majareta! No volverían a confiar en ella, ¿y quién podría culparles? Goldie apenas se fiaba de sí misma. ¡Puede que incluso decidieran relevarla de su puesto como Quinta Guardiana!
Ratón la estaba observando. Sabía que estaba pasando algo. Goldie esquivó su mirada y le dijo al iracán:
—No es nada más que eso, Broo, un olor residual. Soy yo. Ya no soy una princesa. Solo soy yo.
—Pues ojalá siguieras siendo Frisia —dijo Linda—. Cuando se enfrentó a Graf von Nagel, le atravesó el corazón con una flecha. ¡Si fueras la princesa, podrías dispararle al Adalid!
—O yo podría desafiarle a un duelo —intervino Flemo, mientras acariciaba la empuñadura de su espada—. Y matarlo.
Olga Ciavolga negó con la cabeza.
