Los truhanes 3. Guerreros embrujados - Lian Tanner - E-Book

Los truhanes 3. Guerreros embrujados E-Book

Lian Tanner

0,0
9,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.

Mehr erfahren.
Beschreibung

La emocionante conclusión de la aclamada trilogía de "Los truhanes". El Corrupio apoyó el puño sobre el reposabrazos del Trono Leal y bramó, dirigiéndose a los dormidos: "¡Yo... soy... el... marqués!". Tras escapar de las minas de sal, Ánade, Collejo, Sooli y Otte regresan a la Fortaleza para averiguar quién es el responsable de reanimar al sanguinario Corrupio. Pero con la hidalga von Eisen como regente, lo único que les aguarda allí es una mazmorra y el hacha del verdugo. Los niños se esconden dentro de los muros de la Fortaleza, mientras buscan pistas a la desesperada. Y cuando llega, el Corrupio enfrenta a amigos y aliados entre sí. El tiempo se agota. Sin más apoyo que el de una gata, un fantasma y una gallina que ha olvidado su verdadera identidad, tendrán que usar todo su ingenio y toda su magia para derrotarlo al Corrupio.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 293

Veröffentlichungsjahr: 2021

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Índice

1. La Maldición

2. Si alguien te ve

3. El corrupio

4. Creíamos que el peligro ya había pasado

5. ¿Cómo vamos a esquivarlos?

6. El novesná

7. La gallina bayam

8. ¡Traidores!, ¡villanos!, ¡espías!

9. Prisioneros

10. El consejo privado

11. Venimos a alertar de un gran peligro

12. ¡IIK!

13. Desastre

14. ¡Correr!

15. Una oportunidad

16. Las mazmorras

17. No me delatéis

18. Un principio de indigestión

19. Yo los entretendré

20. Si la senda es estrecha...

21. Gobernaré Neuhalt

22. Las historias importan

23. Que vivan las ejecuciones

24. Forúnculos y vómitos negros

25. Ya se te ocurrirá algo

26. ¡He... vuelto!

27. Un halo frío y atroz

28. Óxido al hierro

29. La hidalga se está muriendo

30. Muchísima sangre

31. Una necesidad tan extrema

32. Una enfermedad espantosa

33. Con su nombre en los labios

34. Exceso de ¡iik!

35. ¿Cuántas estancias hay en la fortaleza?

36. Tres zanahorias pochas

37. Piedra y hueso

38. Sus bramidos furiosos

39. El fantasma de la marquesa

40. Pisadas atronadoras

41. La peor pesadilla imaginable

42. Puedo ayudarte a dormir

43. Una ronda de aplausos

44. Está por todas partes

45. Propuestas de riqueza y poder

46. ¿Dónde... se... esconden... los... niños?

47. Ven rápido

48. Queremos hacer un trato

49. Los ancestros

50. Las historias que habríais protagonizado

51. ¡Aún sigue aquí!

52. ¡Apresadlos!

53. Abuelo

Mientras tanto...

Agradecimientos

Créditos

Para Vix, por la amistad, las tazas de téy los cestos de mimbre que nos unen.

Vista desde lejos, la maldición parecía un nubarrón negro y furibundo. Una parte se extendía sobre la ciudad de Berren, pero la porción más densa recaía sobre el inmenso castillo conocido como la Fortaleza. Ánade se estremeció al verla.

—Nos dirigimos allí —le susurró al Viento Yayo—. Justo en mitad de ese nubarrón.

El Viento Yayo refunfuñó, y la lona que con tanta suavidad había transportado a Ánade y a sus amigos por el cielo desde el día anterior pegó una sacudida y se ladeó.

Collejo sujetó a Otte. Ánade cogió a la gata en brazos. Sooli agarró a la gallina.

El abuelo de Ánade, que se hacía llamar lord Pompis, agarró su bastón con una mano y se aferró a la lona con la otra, después exclamó:

—No nos despeñaremos, ¿verdad, querida? Me he acostumbrado a este maravilloso medio de transporte y no me gustaría acabar de mala manera.

La única que permaneció inmóvil fue la maestra de armas Krieg. Se quedó sentada con la espada sobre el regazo y la mirada puesta en Otte, lista para agarrar de inmediato al niño si corría el peligro de caer.

Pero, para alivio de todos, el Viento Yayo volvió a serenarse, aunque a Ánade le pareció que la lona había perdido fuelle, como si el viento fuera reacio a llevarlos adonde querían ir.

No, no es que quisieran. Ánade no tenía ninguna gana de regresar a la Fortaleza, con todos sus peligros y conspiraciones. Pero no tenían más remedio que ir allí, cuanto antes, mejor.

—¿Por qué nos ha zarandeado el viento de ese modo? —preguntó la maestra de armas Krieg, cuando los demás se tranquilizaron y dejaron de agarrarse unos a otros.

Ánade señaló hacia el nubarrón negro que se extendía frente a ellos.

—Allí. Es la maldición. ¿Es que no la veis?

Collejo asintió y su rostro campechano palideció. Sooli se mordió el labio. La gallina meneó la cabeza con nerviosismo, como si quisiera decir una docena de cosas distintas, pero no encontrara el modo de expresarlas.

—Maaaala —murmuró la gata.

Pero Krieg, lord Pompis y Otte negaron con la cabeza.

—Yo no veo nada más que la ciudad —dijo el niño—. ¿Dónde está la maldición? ¿Qué aspecto tiene?

Sus cuatro ratoncitos blancos, que correteaban sobre su hombro alzando el hocico al viento, le murmuraron algo al oído. Otte trató de incorporarse y alargó el cuello para ver mejor. De inmediato, lord Pompis y la maestra de armas lo sujetaron.

—Señorito —dijo Krieg—, no debéis poneros en peligro.

—Y menos ahora —exclamó lord Pompis, aferrado a la pierna de madera de Otte como si le fuera la vida en ello—. Eres la persona más importante de Neuhalt, aunque por ahora solo lo sepamos nosotros. Tu muerte sería una tragedia.

Otte suspiró y dejó que lo devolvieran a su sitio.

—Pero ¿qué aspecto tiene?

—¿Ves el castillo? —preguntó Collejo.

Otte asintió con la cabeza y sus ratoncillos se aferraron al cuello de su camisa para no caerse, protestando.

—La maldición se extiende por encima como una tormenta —explicó Collejo—. La diferencia es que las tormentas pueden ser hermosas, pero la maldición es espantosa. —Miró a la gallina con un gesto de disculpa—. Lo siento, pero así es.

La gallina, que solamente se había comunicado una vez con Ánade en sueños, no dijo nada. Pero tanto ella como Sooli tenían cara de preferir estar en cualquier otro sitio que no fuera ese.

—Espantosa o no —dijo lord Pompis, frotándose las manos—, parece que pronto tendremos que aterrizar y prepararnos. Todos hemos podido echar una cabezada, pero necesitamos asearnos, ropa limpia y algo de comer antes de aproximarnos a la Fortaleza. Después analizaremos la situación y...

—No hay tiempo para eso, abuelo —repuso Ánade—. El Corrupio vendrá a buscarnos en cuanto pueda. Tenemos que entrar en la Fortaleza y averiguar quién lo trajo de entre los muertos y cómo podemos devolverlo a la tumba antes de que...

Su abuelo la interrumpió:

—¿El Corrupio puede volar hacia el norte desde el sur de Neuhalt? ¿Puede invocar un viento para que lo transporte, tal y como ha hecho mi inteligentísima nieta? ¿No? Entonces tendrá que caminar desde las minas de sal hasta Berren, y es una distancia considerable. Tenemos todo el tiempo del mundo.

—Para comer, sí —dijo Sooli, con un ligero acento que denotaba que el neuhaltés no era su lengua materna—. Pero la ropa...

Lord Pompis levantó una mano para hacerla callar.

—La ropa es tan importante como la comida, jovencita. ¿Quién nos tomaría en serio con estas pintas?

No le faltaba razón. Apenas un día y medio antes, todos ellos (salvo la gata y la gallina) habían sido esclavos en las minas de sal, y todos estaban sucios y famélicos. Sooli era la peor parada —había pasado al menos tres meses en esas minas—, pero ninguno de ellos estaba en su mejor momento. Tenían restos de tierra y sal en la cara, el cabello apelmazado y la ropa hecha jirones.

Es más, el abuelo aún llevaba puestos los restos de un vestido inmenso que había formado parte de un disfraz. Otte también llevaba un vestido. Tuvieron que desgarrar la falda para confeccionar unos vendajes, así que ahora más bien parecía una túnica, pero desde luego el niño no aparentaba ser quien era en realidad. A pesar de todo, Ánade dijo:

—No hace falta que nos tomen en serio. No vamos a entrar por la puerta principal y a anunciar nuestra llegada. No deben vernos, sobre todo a Sooli. Así que entraremos a hurtadillas y nos mantendremos de incógnito durante todo el tiempo posible. Ya lo acordamos, abuelo. Todos estábamos de acuerdo.

El viento pasó silbando junto a los oídos de Ánade. La ciudad estaba cerca. La lona descendió hacia el suelo.

Otte se aclaró la garganta, fijó la mirada sobre la Fortaleza y dijo:

—Sí que vamos a necesitar ropa limpia. Me parece bien que los demás entréis a hurtadillas. Pero yo llevo toda la vida escondiéndome, fingiendo ser alguien que no soy, y ya estoy harto. Así que la maestra de armas Krieg y yo entraremos por la puerta principal.

—No vamos a robar nada —dijo Collejo, dos horas después—. Solo porque necesitemos comida y ropa no significa que tengamos derecho a quitárselo a alguien.

Se habían congregado en una casa abandonada, situada en mitad de la calle donde los depositó el Viento Yayo. Del suelo emergía un ciruelo que atravesaba el tejado, los muros de yeso estaban resquebrajados, y las esquinas estaban infestadas de polvo y telarañas.

Collejo seguía mareado tras el aterrizaje. Y la maldición, que no había percibido la última vez que estuvo en Berren, le produjo migraña. Pero no pensaba ceder a la propuesta de robar. Lord Pompis meneó la cabeza, apenado.

—Entonces nuestra misión fracasará antes de empezar, mi querido muchacho. A no ser que lleves algo de dinero encima. Yo, desde luego, no. Y si no podemos comprar lo que necesitamos, lo más sensato será llevárnoslo sin preguntar.

Collejo miró a Ánade, que dijo:

—El abuelo tiene razón, sin dinero no podemos comprar nada. Si queremos comida y ropa, vamos a tener que robar.

—Justo lo que yo decía... —comenzó a decir lord Pompis.

—Pero podríamos hacer una promesa —añadió Ánade—. Una promesa por escrito. Por la cual, en cuanto tengamos algo de dinero, regresaremos a pagar la deuda.

Consternado, lord Pompis enarcó sus pobladas cejas.

—¿Quieres dejar algo por escrito? No, no, no, jamás hay que dejar nada por escrito. Diantres, cuando estuve cazando a los hombres perro de Estevia Exterior...

—Decidido, entonces —interrumpió Ánade—. Iremos el abuelo y yo. Los demás quedaos aquí, no tardaremos.

Lord Pompis y Ánade se marcharon a toda prisa, sin parar de discutir. Estuvieron fuera una hora, durante la cual Collejo solo pudo pensar en dos cosas: la comida y el Corrupio. En su cabeza, unos ojos llameantes se mezclaban con unas gachas calientes; había salchichas con puré de patata al lado de unos dientes de hierro, un cráneo huesudo y un monstruo que dejaba pisadas de hielo allá por donde pasaba.

Los niños ya habían escapado del Corrupio tres veces, y cada cual fue más ardua que la anterior. Hace un día y medio, le había faltado tan poco para matar a Otte —y a todos los demás— que a Collejo le seguían temblando las rodillas solo de pensarlo. Si se salvaron fue gracias a la brujería de Ánade.

«No —se recordó—. No es la hechicería de Ánade, es la de Sooli. Y cuando esto termine, Ánade tendrá que devolvérsela. Del mismo modo que yo tendré que devolver el raashk».

Se entristeció al pensar en eso. Se había acostumbrado a ser algo más que un simple granjero. Incluso se había acostumbrado a poder atravesar las paredes.

En cualquier caso, estaba decidido a devolver el raashk. Era la herencia de Sooli y no podía arrebatársela.

De hecho, ya se lo habría devuelto, igual que habría hecho Ánade con la Bendición del Viento. Pero, según la gallina, un niño es más vulnerable que la suma de tres. Una rama podía romperse, pero tres resistirían.

Eso significaba que, si el Corrupio capturaba a uno de ellos, los otros dos aún tendrían el poder necesario para arreglarlo.

Collejo miró a la gallina. Costaba recordar que en realidad fuera una hechicera de quinientos años de edad, la Bayam de Saaf, que había sido víctima de su propia maldición. En ese momento, estaba acurrucada bajo un haz de luz que se filtraba por un agujero en el tejado, con los ojos entornados y un ala negra extendida, como una gallina normal y corriente.

«Ojalá no haya vuelto a olvidar quién es», pensó Collejo.

Cuando Ánade y lord Pompis regresaron por fin, llevaban un fardo de ropa variada y una docena de pasteles calientes. Lord Pompis tenía cara de fastidio. Ánade parecía furiosa. Cuando la muchacha le dio un pastel a Collejo, dijo:

—Dejé una nota donde prometía que pagaremos por lo que nos hemos llevado, pero el abuelo la robó. Tuve que volver y dejar otra, y después vigilarle todo el camino para que no se escabullera y se deshiciera de esa también.

Collejo asintió, nada sorprendido, y soltó un gemidito de placer cuando probó el pastel.

Todos comieron con avidez. Otte extrajo unas migas de hojaldre y las compartió con su ratones. Sooli, la maestra de armas Krieg y la gata masticaban y tragaban, sumidas en un silencio tenso. La gallina se abalanzaba sobre los guisantes y trocitos de carne como si fueran arañas tratando de escapar.

Al rato, desaparecieron todos los pasteles menos uno. Lord Pompis lo miró con gesto lastimero.

—Creo que este te corresponde, maestra de armas. No querría que te quedaras con hambre, por más que mi barriga no esté ni medio llena. —Puso cara de corderito degollado—. Cómetelo, por favor. Necesitas ese alimento más que yo.

La maestra de armas Krieg sonrió de medio lado, cogió el pastel y dijo:

—¿Cuántos te comiste durante el camino de vuelta?

—¿Qué? ¡Ninguno! —respondió lord Pompis, haciéndose el ofendido.

—Tres —respondió Ánade, mientras masticaba su último bocado.

Mientras la maestra de armas comía, lord Pompis repartió calzas y pantalones, camisas y chaquetas. A Sooli le dio una larga toga de color azul y dijo:

—Ánade la ha buscado para ti. Tiene una capucha con la que podrás ocultar tu rostro y bolsillos para meter las manos. Te sugiero que te la pongas antes de que salgamos de este refugio. Si algún lugareño ve el color de tu piel, te arrestarán enseguida y te acusarán de ser una espía safí.

Otte, que seguía arrancando trocitos de hojaldre, alzó la cabeza.

—No los llames «safíes», lord Pompis, es una grosería. Los paisanos de Sooli son los saaf.

Lord Pompis enarcó ambas cejas.

—Mis disculpas, joven Sooli, no pretendía ofenderte. Entonces, ¿se dice «saaf»? No lo olvidaré. Pero mi advertencia sigue en pie. No llames la atención.

Entonces el abuelo se dio la vuelta hacia la maestra de armas Krieg.

—También tenemos un chaquetón para ti, con el que disimular tu espada mientras recorremos la ciudad. Por favor, no intentes matar a nadie a no ser que sea indispensable.

Lord Pompis dejó de hablar el tiempo necesario para intercambiar su vestido mugriento por unos pantalones de buena factura, una camisa y un chaleco. Incluso había encontrado una pañoleta, que se anudó alrededor del cuello con mucho esmero.

—Ya me siento persona otra vez —dijo—. Es una pena que no podamos bañarnos, pero nuestro olor corporal no llamará la atención entre nuestros amigos de la Fortaleza, que no son muy dados al agua y el jabón. Ánade, métete la camisa por dentro. Otte, tienes restos de salsa en la barbilla, haz el favor de limpiarte. Tenéis que parecer gente respetable, todos sin excepción, y no una panda de maleantes. ¿Preparados?

Collejo asintió. Sooli tragó saliva y se caló la capucha de su toga. Otte parecía muerto de miedo, pero dijo:

—Estamos preparados.

—En ese caso —dijo lord Pompis, que se puso de medio lado para que todos pudieran ver su ilustre perfil—, pongámonos en marcha. Nuestro peor enemigo se ha quedado muy rezagado. Nuestro destino nos espera. Adelante, amigos míos. ¡Marchemos hacia la fortaleza de Berren!

El Corrupio era cada vez más fuerte y astuto.

Nada más regresar de la tumba, era poco más que un puñado de huesos y cartílago. Pero a cada persona que mataba, una nueva capa de carne amarillenta iba cubriendo esos huesos; y a cada fantasma que devoraba, mayores eran sus conocimientos.

Los recuerdos de otras personas reverberaban dentro de su cráneo. Los gustos y aversiones ajenos intentaban tomar el mando de su marchito corazón.

Un corazón tan pequeño y renegrido es incapaz de albergar amor. Pero el odio es capaz de aferrarse a cualquier cosa. Así que el Corrupio, que había empezado odiando tan solo a sus enemigos, muertos hace mucho tiempo, ahora odiaba a todo el mundo con la misma intensidad.

O casi. Su mayor odio estaba reservado para los niños que habían frustrado sus planes.

—Voy... a... destruirlos —bramó.

Primero mataría al pequeño Otte, al que seguía considerando como el heredero de Neuhalt. Pero él ya no era el heredero, por supuesto, no desde que el Corrupio asesinó a su madre, la marquesa. Ahora ese niño era el marqués, pero había sido heredero hasta hacía muy poco, lo que significaba que, si el Corrupio conseguía derramar su sangre, se volvería tan poderoso que nadie podría detenerlo.

—Gobernaré... Neuhalt. —El Corrupio hizo crujir sus huesudos nudillos—. Mataré... a... todo... el... que... me... desafíe. Y... empezaré... por... esos... niños.

Pero antes tenía que atraparlos.

No podía dar órdenes al viento, como hicieron ellos, y no tenía paciencia para volver caminando hasta la ciudad. Tardaría una eternidad. Así que se plantó en mitad de la carretera y rebuscó entre los recuerdos de los fantasmas que había devorado, como si fuera un ave de rapiña en un campo de batalla.

¿Felicidad? Bah, eso no lo llevaría hasta la ciudad. Tampoco los recuerdos familiares, ni los divertidos. (El Corrupio no entendía el concepto de «diversión», a no ser que implicara espadas. Y litros de sangre). Ignoró la música, la belleza y la risa de los bebés. Se burló de la bondad. Se rio de la amistad. Se...

—Un momento —gruñó.

En el recuerdo de uno de los fantasmas que había devorado poco antes, había una cometa. Normalmente, un juguete así habría entrado dentro de la patética categoría de lo divertido. Pero esa cometa era enorme. Hace muchos años, había estado a punto de levantar del suelo a su pequeño propietario...

El Corrupio alzó la mirada. En lo alto, proyectando su silueta sobre el cielo, revoloteaba el halcón gigantesco que lo acompañaba a todas partes. Era el ave más fuerte que había visto jamás; una criatura implacable que siempre obedecía sus órdenes, sin importar lo que le pidiera.

Alzó el puño y el halcón descendió, envuelto en el batir de sus alas.

El Corrupio le agarró las patas entre sus huesudos dedos, reunió el poder que había arrebatado a un centenar de almas agonizantes y dijo:

—Sigue... a... los... niños.

El halcón lanzó un graznido que resonó por el sur de Neuhalt, marchitando la hierba y ahuyentando a los conejos, que corrieron aterrorizados hacia sus madrigueras. Luego desplegó las alas y, tras batirlas con una fuerza desmesurada, alzó al Corrupio por los aires.

Su armadura repiqueteó. Su corazón traqueteó como una cáscara de nuez al chocar contra sus costillas. El Corrupio esbozó una sonrisa horripilante que dejó al descubierto sus dientes de hierro.

Puede que no les pisara los talones a esos niños. Pero llegaría hasta ellos mucho antes de lo que esperaban.

La fortaleza de Berren se alzaba sobre una roca inmensa, con un sendero largo y sinuoso que conducía hasta ella. Durante la última visita de Ánade, el abuelo seguía haciéndose pasar por el embajador de las islas Ingrávidas. Aquella vez recorrieron la carretera en un carricoche de alquiler, con Collejo sentado entre ambos.

Esta vez lo hicieron caminando, con el nubarrón negro que Ánade había visto desde lejos pendiendo sobre sus cabezas como una niebla funesta. El abuelo, Otte y la maestra de armas Krieg seguían sin poder verla. La gata sí podía, aunque no parecía afectada. Por su parte, Collejo y Sooli parecían tan inquietos como Ánade.

Sooli aferró a la gallina Bayam entre sus brazos y dijo:

—Esta roca es sagrada para mi pueblo. Nunca debieron construir aquí el castillo. Fue ahí cuando empezó a torcerse todo. Preferiría estar en cualquier otra parte.

La gallina suspiró, como para mostrarse de acuerdo. El abuelo, que se estaba esforzando mucho para disimular que le faltaba el aliento, murmuró:

—Todos lo preferiríamos, jovencita. Pero aquí estamos y debemos aprovechar al máximo la situación. Otte, ¿sigues decidido a revelar tu identidad en la puerta principal?

Otte no estaba acostumbrado a caminar con una pierna de madera en vez de muletas, así que cojeaba mucho e iba apoyado sobre la maestra de armas Krieg. Pero al oír la pregunta de lord Pompis, se irguió, cuadró los hombros y asintió.

—Entonces será mejor que te peines —dijo el abuelo de Ánade—. Collejo, cuidado con ese carro. Si te atropella, los demás no podremos atravesar las puertas sin ser vistos.

Ánade y sus compañeros no eran los únicos que estaban en la carretera. A esa hora del día, estaba abarrotada de carros tirados por caballos, repletos de gansos, sacos de cebada, barriles de cerveza y vino, cestas de pescado, jaulas con pollos, trigo para moler y patatas para hornear.

En la Fortaleza vivían cientos de personas, pero la maldición les impedía salir de allí; desde la cuna hasta la tumba, estaban atrapados dentro de esos elevados muros de piedra. Por más que hubiera sacos de harina y cubas de miel en las cocinas, y gansos, cerdos y gallinas en los corrales, no bastaban para alimentar a tanta gente. Sin esos carros de comida, los habitantes de la Fortaleza no tardarían en morir de hambre.

Sooli miró a los conductores, que iban sentados con paciencia en sus carros.

—¿A ellos no les preocupa la maldición? —susurró—. ¿No temen quedar atrapados en ella cuando atraviesan las puertas?

—Para empezar, no creen que sea una maldición —respondió Ánade—. Nadie lo cree...

—Eso ya lo sé —interrumpió Sooli—. Creen que se trata de un sabotaje y que mis paisanos son los culpables. Aun así, ¿no temen quedar atrapados?

Fue Otte el que respondió a esa pregunta:

—La maldición solo afecta a los forasteros que se quedan dentro de los muros después de medianoche. Hasta entonces, pueden entrar y salir libremente.

—Eso no lo sabía —susurró Sooli, que observó los carros con renovado interés.

Varios conductores estaban mirando a la gata, que era más grande y fea que la mayoría de los felinos. Pero no se fijaron en las personas que iban con ella.

—Están acostumbrados a los visitantes que se acercan a admirar el castillo más grande del hemisferio occidental —murmuró lord Pompis con disimulo—. Pero esos visitantes no suelen entrar. Collejo, confío en que podrás hacernos pasar a través de esa puerta sin que nos vean, igual que nos ayudaste a salir.

Collejo alargó los dedos hacia el bolsillo de sus pantalones bombachos robados.

—Supongo. Tendremos que preparar un cepo. Y andarnos con ojo para no chocar con los carros. Ni con los guardias apostados frente a la puerta.

—¿Qué es un cepo? —preguntó Sooli.

Collejo se dio la vuelta hacia ella con avidez.

—Es una espiral de guijarros que te hace desaparecer cuando la atraviesas. No sé muy bien cómo funciona, pero así fue como logramos sortear la maldición.

Ánade se estremeció al recordarlo. Adentrarse en el cepo los volvió invisibles, sí, pero también los condujo hasta un mundo extraño en el que estuvieron a punto de quedar atrapados para siempre.

—Es lo que mi gente llama un laberinto —explicó Sooli.

Luego examinó el suelo mientras caminaba y recogió varios guijarros, elegidos cuidadosamente, que se fue guardando en el bolsillo de uno en uno. La gallina masculló al ver cada guijarro, de un modo que le puso a Ánade los pelos de punta.

Había un buen trecho hasta la Fortaleza, pero al fin llegaron a la última curva. Justo antes de tomarla, la maestra de armas Krieg alzó una mano y dijo:

—Esperad aquí. Quiero ver lo que nos espera al otro lado.

—Excelente idea —dijo lord Pompis—. Pero iré yo, mejor que tú.

—¿Por qué? —Krieg frunció el ceño.

—Porque la situación exige sutileza, no fuerza bruta —respondió lord Pompis—. Si al otro lado de esa curva hay alguien a quien sea preciso abatir de un espadazo, no dudaré en avisarte.

La maestra de armas lo fulminó con la mirada.

—No me fío de ti, Pompis. Ya nos la has jugado dos veces; no permitiré que lo hagas una tercera.

—¡Qué injusticia! —exclamó el abuelo, dolido—. Cometo un par de errores inofensivos y no haces más que echármelos en cara una y otra vez.

—¿Inofensivos? —Krieg soltó una carcajada irónica—. Eres de todo menos inofensivo, y tus actos no fueron errores...

En ese momento, Ánade dejó de prestar atención y avanzó ella misma hacia la curva, haciéndose pasar por una visitante más que venía a admirar el castillo. La gata la siguió.

La primera vez que Ánade vio la Fortaleza de cerca, fingió que no era para tanto. Pero, en el fondo, se quedó asombrada al ver lo gigantesca que era. Sus muros exteriores se extendían desde una punta de la roca sagrada hasta la otra. Sus torres y almenas se alzaban hacia el cielo. Sus piedras eran tan frías y duras como el corazón del Corrupio.

«Deja de pensar en él —se dijo Ánade—. El abuelo tiene razón, le sacamos mucha ventaja. Concéntrate en lo que hay que hacer ahora».

Entreabrió la boca, como la visitante asombrada que fingía ser, y examinó la puerta principal, que se encontraba frente a ella. Estaba abierta, como era habitual a esas horas, y la larga fila de carros estaba esperando para entrar, lo cual también era habitual.

—Nunca había visto tantos guardias —le susurró a la gata.

—Máááás —coincidió la felina.

—Y no se están limitando a revisar la documentación. Están registrando los carros. Y a conciencia, además. ¿Qué está pasando?

No obtuvo respuesta de la gata, que prefirió no malgastar saliva con algo que no sabía. Así que Ánade regresó con los demás, contemplando con la boca abierta los carros, la roca y la ciudad que se extendía a sus pies, como si no tuviera nada mejor que hacer que admirar las vistas.

Lord Pompis y la maestra de armas Krieg seguían discutiendo.

—Si no confías en mí, me marcharé —farfulló el abuelo, cuando Ánade se acercó—. No pienso quedarme donde no me quieren. —Se dio la vuelta hacia su nieta—. Querida, no soporto más estos absurdos recelos. Di adiós, iremos a buscar aliados en otra parte. Creía que los habíamos encontrado aquí, pero me equivocaba.

Parecía completamente sincero. Pero Ánade conocía de sobra a su abuelo.

—Han incrementado la vigilancia de las puertas —informó—. Y están registrando cada carro que entra.

Lord Pompis borró el gesto lastimero de su rostro y sus ojos centellearon con interés.

—¿De veras? Vaya, vaya, vaya. Esto se pone interesante por momentos.

—¿Crees que nos están buscando? —preguntó Sooli, que miró con nerviosismo hacia los carros llenos de comida.

—No lo sé —dijo el abuelo—. Vamos a ver qué podemos averiguar.

Observó la fila de carros. Pero antes de que pudiera hablar con alguno de los conductores, un joven dobló la curva a la carrera y recorrió el sendero hacia ellos. Lord Pompis lo saludó con la mano y exclamó:

—Herro, ¿puedo hablar contigo un momento?

Cuando el joven se acercó, Collejo soltó un grito ahogado.

—Es un finiquitador. —Señaló hacia la máscara hocicuda que colgaba del cinturón del joven y hacia el báculo con punta de hierro que llevaba en la mano—. ¡Que no te vea, Sooli!

La muchacha se caló todavía más la capucha y volvió a introducir las manos en los bolsillos de la toga. Collejo se desplazó, con una falta de disimulo tremenda, hasta situarse detrás de la maestra de armas Krieg.

Pero el joven no se fijó ni en Sooli ni en Collejo. Se detuvo el tiempo justo para decirle al abuelo:

—Lo siento, Herro, no puedo entretenerme.

Entonces intentó proseguir su camino. Pero lord Pompis se plantó frente a él con una sonrisa conciliadora.

—No es nuestra intención entretenerte. Solo queremos saber, si haces el favor, si las puertas estarán abiertas esta mañana. Hemos venido a visitar esta majestuosa ciudad y nos gustaría poder ver al nuevo marqués. Hemos oído maravillas sobre él...

—No podrán verlo —interrumpió el joven, que intentó sortear a lord Pompis sin éxito.

—No querríamos molestar a alguien tan importante, desde luego —dijo el abuelo—. Pero seguro que podremos asomarnos desde la puerta. El marqués podría estar dando un paseo y tener la gentileza de honrarnos con un saludo.

El joven soltó una risita nerviosa.

—Hoy no podrán acercarse a las puertas. Y mañana tampoco.

Tras decir eso, logró esquivar al abuelo. Pero entonces Krieg le cortó el paso.

—¿Por qué no? —inquirió la maestra de armas.

Incluso cuando estaba relajada, Krieg resultaba amenazante. Pero ahora, con la Fortaleza tan cerca y Otte bajo su protección, parecía una osa defendiendo a su cachorro. El joven tragó saliva.

—P-por los asesinos.

—¿Qué asesinos? —preguntó Krieg.

Lord Pompis se apresuró a intervenir:

—Lo que mi amiga quiere decir es que nos quedamos de piedra cuando nos enteramos del asesinato de la marquesa. Pero creíamos que el peligro ya había pasado. ¿No es así? ¿Debemos temer por nuestra seguridad?

El joven titubeó. Después miró en derredor para confirmar que nadie le estuviera escuchando y se inclinó hacia el abuelo.

—No debería decir esto, pero fueron los safíes quienes mataron a la marquesa. Y ahora van detrás del nuevo marqués.

Sooli, que estaba al lado de Ánade, torció el gesto. Otte meneó la cabeza, pero no dijo nada.

—Estamos registrando a todo el que entra —prosiguió el joven—. No había guardias suficientes para hacerlo, así que llamaron a los finiquitadores. Ningún asesino logrará pasar. De eso pueden estar seguros. Puede que los safíes sean astutos, pero nos han entrenado para detectarlos a ellos y a sus maquinaciones. Observación y vigilancia, ese es nuestro lema.

Dio un golpe en el suelo con su báculo, con un gesto rimbombante, y se llevó la mano derecha al pecho.

—Bendito sea el nuevo marqués. Bendito sea el Trono Leal.

Y con esas grandilocuentes palabras, esquivó por fin a la maestra de armas Krieg y prosiguió su camino sendero abajo.

En cuanto el joven se alejó lo suficiente, el abuelo de Ánade se dio la vuelta hacia Otte:

—Vas a tener que cambiar de idea. No puedo asegurar que todos esos guardias y finiquitadores nos estén buscando, pero es un riesgo muy grande y tú eres demasiado valioso. Entrarás a hurtadillas con nosotros, y no quiero oír ninguna discusión al respecto.

Otte se enfurruñó y, a pesar de lo que había dicho el abuelo, comenzó a protestar.

Collejo, que estaba al lado de Ánade, introdujo una mano en el bolsillo de sus pantalones bombachos y extrajo el saquito de piel que contenía el raashk.

A ojos de Ánade, ese extraño objeto parecía un diente con un agujero en el medio. Según Sooli, era un diente de gatocioso, enorme y muy antiguo (esas feroces criaturas llevaban extintas en Neuhalt desde hacía por lo menos trescientos años). Pero cuando Collejo acercaba el ojo al agujero, el mundo se desvanecía a su alrededor. Los muros se volvían tan etéreos como el humo, y el muchacho podía atravesarlos. También podía ver fantasmas y pasar a través de ellos, aunque eso solo lo había hecho una vez, y resultó tan desagradable que esperaba no tener que repetirlo.

Sin embargo, había cosas que el raashk no podía hacer. Mientras el abuelo trataba de convencer a Otte para que no entrara a pecho descubierto en la Fortaleza, Collejo les susurró a Ánade y a la gata:

—Los guardias y los finiquitadores... ¿están muy apiñados alrededor de la puerta?

—Muuucho —respondió la gata en voz baja, para que los conductores de los carros no la oyeran.

—Están comprobando que nadie pase sin ser registrado —dijo Ánade—. En algunos sitios forman una doble fila.

Sooli, que estaba escuchando, dijo con cara de preocupación:

—Entonces, ¿cómo vamos a esquivarlos?

—Con el raashk —dijo Ánade—. Tal y como dijo antes Collejo. Crearemos un cepo y nos colaremos delante de sus narices.

—Eso lo dije cuando pensaba que solo había unos cuantos guardias —repuso Collejo—. Pensaba que podríamos escabullirnos sin que nos vieran. Pero el raashk no permite pasar a través de los vivos.

—Entonces haremos que se aparten durante un rato —dijo Ánade—. Creo que yo podría hacerlo. —Lo sopesó, después puso una mueca—. Pero necesitaría verlos, y no podré hacerlo desde el interior de un cepo.

—¿Qué me dices de la muralla exterior? —preguntó Sooli—. El raashk nos permitiría atravesarla, ¿verdad?

En sus brazos, la gallina soltó un quejido consternado. Collejo negó con la cabeza.

—Ya probé con la muralla en una ocasión. La maldición estaba tan asentada en sus rocas que ni siquiera el raashk nos permitió atravesarla.

Contemplaron la siniestra niebla que solo ellos podían ver, después giraron rápidamente la cabeza hacia otro lado.

—Sooli —dijo Ánade—, cuando estábamos en las minas de sal, cuando nos salvaste de Chulapo y Verdín, ¿cómo te hiciste invisible?

—Me envolví entre las sombras —respondió la muchacha.

—¿Y aún podías vernos? Sí, claro que podías. ¿Crees que podríamos aprender a hacerlo?

—Llevaría mucho tiempo —dijo Sooli—. Requiere meses de práctica. —Arrugó la frente—. Pero tal vez podría lanzar un novesná sobre nosotros.

La gata levantó las orejas y ronroneó. La gallina meneó la cabeza, como para dar su aprobación.

—Es como una distracción —prosiguió Sooli—. Desvía las miradas, para que la gente no repare en lo que no quieres que vean. Solamente lo he hecho con cosas pequeñas, como la entrada de un túnel. Pero las grandes Bayam de antaño podían esconder en un novesná a una docena de personas o más.

Sooli acarició las plumas negras de la gallina.

—Y contamos con una gran Bayam entre nosotros. Con su ayuda, Ánade invocó al Viento Yayo, algo que llevaba quinientos años sin hacerse. Así pues, creo que lo conseguiré.

—Podríamos probar —dijo Ánade—. Yo podría apartar a los guardias del camino para que podamos pasar.

Para entonces, la discusión entre Otte y el abuelo había llegado a su fin. El niño no parecía muy contento, pero la maestra de armas lucía un gesto de alivio.

—No es una deshonra ser precavido, señorito —dijo Krieg—. Si yo me hubiera acercado al peligro, ya habría muerto una docena de veces.

Al oír eso, Otte sonrió a su pesar.

—Tú no te acercas al peligro, maestra de armas. Te lanzas de cabeza hacia él.

El abuelo se frotó las manos.

—Está decidido. Collejo utilizará el raashk para meternos a todos en la fortaleza.

—No —replicó el muchacho—. No puedo, con tantos guardias junto a la puerta. Sooli va a volvernos invisibles. Explícaselo a ellos, Sooli.

Los ojos del abuelo centellearon, como si acabara de divisar un collar de diamantes y estuviera buscando la manera de robarlo.

—¿Puedes hacernos invisibles, jovencita? Qué talento tan maravilloso. ¿Cómo lo harás?

—Os lo demostraré —respondió Sooli—. Pero no aquí.

Señaló hacia los carros, que seguían ascendiendo muy lentamente por la colina.

—Ah, sí —murmuró el abuelo—. Demasiadas miradas indiscretas. Veamos qué puedo hacer...

El abuelo de Ánade sabía articular su voz de tal modo que parecía que estaba susurrando, cuando en realidad quería que le escucharan todos los que estaban a su alrededor. Eso fue lo que hizo entonces.

—Ya no soy tan joven como antes —dijo, secándose la frente con la manga—. No, no os pongáis nerviosos, amigos míos, solo necesito sentarme un rato. Allí, a la sombra, por ejemplo. El sol pega muy fuerte en esta época del año.

Señaló hacia una pequeña arboleda aferrada a la roca. Los conductores más cercanos lo miraron, después giraron la cabeza, tras perder el interés. El abuelo guio a la comitiva hacia los árboles, apoyando el peso de su cuerpo sobre la maestra de armas Krieg. Pero en cuanto quedaron ocultos de la vista de los carros, se enderezó y le hizo un gesto a Sooli.

—Enséñanos lo que sabes hacer, jovencita.

Sooli le entregó la gallina a Collejo y los distribuyó en círculo. Entonces, con mucha concentración, extrajo algo del aire y empezó a mover las manos siguiendo un complejo patrón.

—¿Qué está haciendo? —susurró Ánade.

Incluso sin mirar a través del raashk