El orden conservador - Natalio R. Botana - E-Book

El orden conservador E-Book

Natalio R. Botana

0,0

Beschreibung

El orden conservador es un hito en la historiografía argentina. Es el libro que analiza y explica definitivamente un período clave de la política nacional: el que va de 1880 a 1916. Hasta el momento de su publicación, se descontaba que en esos años había comenzado la Argentina moderna. Y se intuían una serie de razones para tal transformación. Certezas dispersas, valiosas aproximaciones, aunque no una interpretación cabal y exhaustiva. Podría decirse que Natalio R. Botana emprendió la tarea de volver inteligible una época tan rica como compleja, marcado por el progreso. El proceso histórico de esta transformación impactará, como es natural, en la sociedad y en el desarrollo del Estado. Durante más de tres décadas, la dialéctica entre la reforma y la conservación del sistema político heredado signará el país. Al mismo tiempo, llegan oleadas de inmigrantes, se amplían los derechos cívicos y se incrementa la conflictividad social. Nacía otro país, aunque en aquel momento quizás esto no fuera tan claro como ahora. En esta coyuntura, que incluye crisis, avances y retrocesos a veces dramáticos, ¿Cuál fue el papel de los sucesivos presidentes? ¿Cómo fueron las relaciones entre la joven administración nacional y las provincias? ¿Qué negociaciones entrañó la búsqueda de un equilibrio que permitiera el buen gobierno? ¿Cuáles fueron las disputas dentro de la elite gobernante? ¿Hubo una elite o hubo un juego de hegemonías cambiantes? Cada una de estas preguntas implica actores políticos, alianzas y rupturas, ideas en pugna. El resultado será, entre otras cosas, un país con un nuevo perfil productivo, un lugar preminente en el mundo, un sistema federal renovado, y la sanción de la llamada Ley Saenz Peña, de voto obligatorio para los hombres. También el fin de una era, porque tras 1916 los conservadores, como partido organizado, no volverán a gobernar. El orden conservador devela ese mapa, y permite entender una trama que involucra fuerzas políticas, ambiciones sociales, oportunidades económicas. Libro mayor, esta es su edición definitiva, e incluye un nuevo posfacio que analiza las contribuciones que otros investigadores han hecho al mejor entendimiento de un momento clave de nuestra historia.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 655

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Natalio R. Botana

El orden conservador

La política argentina entre 1880 y 1916

El orden conservador es un hito en la historiografía argentina. Es el libro que analiza y explicaun período clave de la política nacional: el que va de 1880 a 1916. Hasta el momento de su publicación, se descontaba que en esos años había comenzado la Argentina moderna.Y se intuían una serie de razones para tal transformación. Certezas dispersas, valiosas aproximaciones, aunque no una interpretación cabal y exhaustiva.

Podría decirse que Natalio R. Botana emprendió la tarea de volver inteligible una época tan rica como compleja, marcada por el progreso. El proceso histórico de esta transformación impactará, como es natural, en la sociedad y en el desarrollo del Estado. Durante más de tres décadas, la dialéctica entre la reforma y la conservación del sistema político heredado signará el país.Al mismo tiempo, llegan oleadas de inmigrantes, se amplían los derechos cívicos y se incrementa la conflictividad social. Nacía otro país, aunque en aquel momento quizás esto no fuera tan claro como ahora.

En esta coyuntura, que incluye crisis, avances y retrocesos a veces dramáticos, ¿cuál fue el papel de los sucesivos presidentes? ¿Cómo fueron las relaciones entre la administración nacional y las provincias? ¿Qué negociaciones entrañó la búsqueda de un equilibrio que permitiera el buen gobierno? ¿Cuáles fueron las disputas dentro de la elite gobernante? ¿Hubo una elite o hubo un juego de hegemonías cambiantes? Cada una de estas preguntas implica actores políticos, alianzas y rupturas, ideas en pugna. El resultado será, entre otras cosas, un país con un nuevo perfil productivo, un lugar preeminente en el mundo, un sistema federal renovado, y la sanción de la llamada Ley Saenz Peña, de voto obligatorio para los hombres.También el fin de una era, porque tras 1916 los conservadores, como partido organizado, no volverán a gobernar.

El orden conservador devela ese mapa, y permite entender una trama que involucra fuerzas políticas, ambiciones sociales, oportunidades económicas. Libro mayor, esta es su edición definitiva, e incluye un nuevo post-scriptum que analiza las contribuciones que otros investigadores han hecho al mejor entendimiento de un momento clave de nuestra historia.

Botana, Natalio R.

El orden conservador. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Edhasa, 2014

EBook.

ISBN 978-987-628-202-4

1. Historiografía.

CDD 907.2

Edición en formato digital: julio de 2014

© Diseño de tapa: Juan Balaguer y Cristina Cermeño

© de la presente edición en Ebook: Edhasa, 2014

España: Avda. Diagonal, 519-521- 08029 Barcelona

Tel. 93 494 97 20 - E-mail: [email protected]

www.edhasa.es

Argentina: Avda. Córdoba 744, 2º piso C -C1054AAT Capital Federal

Tel. (11) 43 933 432 - E-mail: [email protected]

www.edhasa.com.ar

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción pacial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

ISBN 978-987-628-202-4

Conversión a formato digital: Libresque

A Pablo, María Victoria y Diego

Índice

Cubierta

Portada

Sobre este libro

Créditos

Dedicatoria

Nota preliminar

Introducción

Primera parte. La fórmula alberdiana

Capítulo I. Los orígenes del régimen del ochenta

La constitución de una unidad política

Tres problemas básicos: integridad territorial, identidad nacional, organización de un régimen político

La crisis del ochenta

Notas

Capítulo II. La república posible

Regímenes políticos y legitimidad

Alberdi y su fórmula prescriptiva

Libertad política para pocos y libertad civil para todos

Alberdi y Tocqueville: la libertad frente al riesgo de la igualdad

Notas

Capítulo III. La oligarquía política

El control de la sucesión

La hegemonía gubernamental

Notas

Segunda parte. Rasgos institucionales de un régimen

Capítulo IV. Electores, gobernadores y senadores

Origen y propósito de las Juntas de Electores

El comportamiento en las Juntas de Electores

El Senado Nacional

Las relaciones entre los gobernadores y el Senado

Notas

Capítulo V. El sistema federal

La intervención federal

La práctica de la intervención

Buenos Aires en el gabinete nacional

Notas

Capítulo VI. La clase gobernante frente a la impugnación revolucionaria

Orden y espacio: la clase gobernante

El significado de un ciclo revolucionario

El sufragio: fraude y control electoral

La participación electoral

Notas

Tercera parte. La reforma política de 1912

Capítulo VII. Del orden oligárquico a la democratización

La contradicción de una fórmula política

Nuevos conflictos en la clase gobernante

El Centenario: optimismo y amenazas

Roque Sáenz Peña en la presidencia

Notas

Capítulo VIII. Las leyes electorales: diálogo entre dos reformadores

Significado y práctica de la legislación electoral hacia principios de siglo

Joaquín V. González: el sufragio uninominal por circunscripciones

Indalecio Gómez: la lista incompleta

Notas

Capítulo IX. ¿Plan estratégico o salto en el vacío?

Los resguardos institucionales

La prueba electoral

El partido político ausente

La derrota

Notas

Apéndice. Esquema de los grupos políticos entre 1854 y 1910*

Post scríptum

Primera parte, 1994

Orden y reforma

Liberalismo programático y liberalismo espontáneo

Opinión pública y vida electoral

Hegemonía y gobiernos electores

Hombres, regímenes y transición democrática

Notas

Segunda parte, 2012

El Estado

Entre la conquista y la negociación

La oligarquía competitiva

El Centenario y la reforma

Notas

Sobre el autor

Nota preliminar

Esta nueva edición de El orden conservador, a cargo de la editorial Edhasa, sucede a la que se publicó en 1994. Al intervalo de diecisiete años, contados a partir de la primera edición de 1977, sumamos en 2012 otro lapso semejante que nos permite disponer, en cuanto a la bibliografía atinente a los temas de este libro, de una perspectiva más amplia de tres décadas y media.1 La edición de 1994 estuvo precedida por un Estudio Preliminar, en rigor un Post Scríptum según advirtió Ezequiel Gallo,2 que ahora se incorpora en su condición de tal como Primera parte (1994) seguida por una Segunda parte (2012) escrita especialmente para esta ocasión. La estructura y el contenido del libro no han variado salvo algunas correcciones gramaticales, el uso de sinónimos para reemplazar palabras y la corrección de errores que se señalan en la Segunda parte del Post scríptum.

En una reflexión escrita en 2003 acerca de las miradas históricas sobre el siglo XIX, Hilda Sabato evocó la “renovación profunda” y “el florecimiento” de la historia política en los tres quinquenios anteriores a esa publicación.3 Este repertorio de libros y artículos, en todo caso un conjunto de hipótesis, hallazgos e interpretaciones, es una invitación a proseguir el curso de una conversación académica mediante intercambios en reuniones, seminarios, jornadas y encuentros con colegas, o por medio del diálogo silencioso suscitado por tantas lecturas que felizmente, en la medida de la finitud de las cosas humanas, jamás concluyen.

Visto a la distancia, se me ocurre que tal fue el propósito de este libro. Pensado como un punto de partida que se instala sobre la especificidad de la acción política, esta aproximación a un momento de nuestro pasado, abierta como corresponde a la crítica y a la refutación, sólo pretendió en su origen abrir nuevos caminos a la aventura del conocimiento histórico. Las contribuciones que he seleccionado, publicadas a lo largo de estos treinta y cinco años, son una prueba fehaciente de que tal propósito se viene cumpliendo con creces.

Buenos Aires, abril de 2012

Notas

1 Cabría señalar que entre la primera edición de 1977 y la segunda de 1994, ambas por la editorial Sudamericana, hubo varias reediciones en diferentes formatos.

2 Entrevista a Ezequiel Gallo en “A treinta años de El orden conservador”, Boletín Bibliográfico Electrónico del Programa Buenos Aires de Historia Política, año 1, nº 2, septiembre de 2008.

3 Hilda Sabato, “Introducción. La vida política argentina: miradas históricas sobre el siglo XIX”, en Hilda Sabato y Alberto Lettieri (comps.), La vida política en la Argentina del siglo XIX. Armas, votos y voces, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2003, pág. 10.

Introducción

Hacia 1880, tres batallas sangrientas conmovieron a Buenos Aires. Escritores desencantados evocaron la tragedia y, con sombría prosa, proclamaron la muerte de la ciudad.1 En aquellos días se resolvió un viejo conflicto: Buenos Aires, federalizada, fue Capital de la República. Poco tiempo después, Julio A. Roca ascendía a la presidencia.

Treinta años más tarde, Roque Sáenz Peña, también elegido presidente, ponía en marcha una reforma política que culminaría en 1916. Buenos Aires, pese a los augurios pesimistas de tres décadas atrás, festejaba el Centenario entre saludables signos de confianza.

Este libro abarca una parte de la historia que transcurrió durante ese tiempo. No es una historia general ni pretende serlo. El propósito de estas páginas, que entrelazan un largo diálogo,2 es menos ambicioso, pues pretende interpretar rasgos significativos, para los actores de aquel entonces, de la práctica política e institucional.

La selección de este centro de interés requiere algunas precisiones que justifiquen, asimismo, el método adoptado.

Los acontecimientos que retiene el conocimiento histórico –destaca Raymond Aron– son aquellos que se refieren a los valores: valores afirmados por los actores o por los espectadores de la historia cuya ponderación hace que cada sociedad tenga su historia y la reescriba a medida que cambia. De este problema, que muchos encubren o, por lo menos, no explicitan, deriva una pregunta recurrente: ¿Debe el historiador pensar una sociedad tal como se la entendía o juzgaba en el pasado, o bien debe referir esa sociedad a los valores del presente y del futuro?3

Las respuestas que se ensayaron frente a este crucial problema exigirían escribir un largo inventario crítico. En todo caso, menester es recordar la fuerte carga ideológica que ronda en torno de estos interrogantes. Cuando el enmascaramiento de la verdad o, simplemente, la pasiva asimilación de un conjunto de ideas que ya nadie piensa alcanzan la altura propia del combate ideológico, el uso instrumental del pasado se exacerba y se transforma en arma justificatoria de situaciones, ambiciones o desilusiones presentes. Sobre este asunto, nuestra cultura histórica presenta recientes testimonios que revelan una persistente inmadurez.4

Espectador del pasado, he procurado reconstruir una unidad histórica, bajo el concepto de lo que más adelante se denomina régimen político del ochenta, cuyos límites quedan trazados entre 1880 y 1916. Tal limitación encierra, sin lugar a dudas, una dosis de arbitrariedad no desdeñable. Una fecha, como la de 1880, puede hacer las veces de frontera que inicia una nueva era para el historiador atento en demasía a las discontinuidades o a los cambios bruscos. Otros, en cambio, observarán cómo la discontinuidad en las relaciones de poder puede desplegarse sobre una continuidad más profunda que expresa creencias e intereses sociales.5

Esta amalgama en el tiempo, de la discontinuidad en algunos campos del acontecer humano con la continuidad en otros, alberga una clave interpretativa. La hipótesis que se defiende, en efecto, presenta la formación definitiva del Estado nacional y del régimen político que lo hizo manifiesto, como un fenómeno tardío que sucedió a la guerra civil de la década del cincuenta y a las presidencias fundadoras de Bartolomé Mitre, Domingo Faustino Sarmiento y Nicolás Avellaneda. Fenómeno tardío que tuvo, entre otros, dos rasgos distintivos: en primer lugar, la constitución de un orden nacional al cual quedaron subordinados los arrestos de autonomía que, sobre todo, sobrevivían en la provincia de Buenos Aires y, en segundo término, la fórmula política que otorgó sentido a la relación de mando y obediencia privilegiando algunos valores en detrimento de otros. El diseño de esta fórmula política proviene de una meditación crítica acerca de una parte de la obra de Juan Bautista Alberdi, con lo cual se afirma, desde ya, su innegable y decisiva importancia (lamento contradecir, en esta circunstancia, el implacable juicio de Paul Groussac).6 Como luego se advertirá, la “fórmula alberdiana” tradujo en 1880 una concepción del orden político que latía en germen desde los albores de la organización nacional, a la cual no eran ajenos, junto con los valores liberales de progreso, la exitosa experiencia de la “república portaliana” en Chile y, en general, los argumentos que recomendaban un cuidadoso examen, para no incurrir en el desgobierno, de la resistencia que ante la innovación ofrecía el poder tradicional en las sociedades criollas.7

No fue tan sólo una abstracta concepción del orden. El régimen del ochenta asumió esta dimensión que apuntaba hacia lo deseable, pero se encarnó por medio de hechos y práctica activa; una acción pública, en suma, que definió, mediante cambiantes estrategias, la relación de amigo y enemigo y arrinconó a los fundadores en el papel del crítico o del testigo dispuesto a remediar la corrupción incitando la evolución hacia formas de convivencia congruentes con la libertad política.8 Sobre este trasfondo, no parece del todo desacertado ajustar una perspectiva de interpretación, más acorde con el mundo que se gestaba, gracias a la visión del autor de las Bases acerca de la capacidad política del hombre común para ejercer el gobierno.

Sin embargo, quien procura establecer un vínculo significativo entre una teoría del régimen deseable y la práctica política, ambas presentes en un período histórico, debe tomar distancia frente a ciertos riesgos, fuente de inconsistencias o de unilaterales interpretaciones. Por ejemplo, la ingenua actitud del historiador de las ideas, o del politólogo deslumbrado por el impacto de una teoría política, que simula la relación de causalidad entre ideas y acción, como si los protagonistas (no hablemos de los que no lo son) hubieran abrevado, cual dóciles discípulos, en la teoría que se pretende ponderar.

La cuestión es más ardua. Exige, por lo menos para desbrozar camino, un modo de comprensión que incorpore al campo de la historia las experiencias vividas o las significaciones suscitadas por esas experiencias que trascienden las conciencias individuales.9 Esa experiencia incompleta y fragmentaria, sólo recuperable, en este caso, merced a la lectura de un período de nuestro pasado, me ha sugerido una asociación significativa de la fórmula que prescribió y describió Alberdi con la acción política que transcurre entre 1880 y 1910.

Un modo de aproximación semejante parece adecuado al entendimiento político del régimen del ochenta y no pretende penetrar en otros territorios librados al análisis de la historia económica o social. La modestia implícita en este intento (para muchos pasado de moda) no enmascara la ambición, que otros a derecha e izquierda acarician morbosamente, de subsumir el estudio de la economía y la sociedad bajo la jerarquía de la política. Lejos de ello, esta selección de objetos y centros de interés no proyecta explicar la economía por la política, ni ésta por aquélla. Muchas veces se confunde la búsqueda de causas explicativas en la historia con la comprensión de los propósitos que guiaron a los actores, las consideraciones racionales o las pasiones que determinaron su acción. Queda librado al juicio del lector criticar las conexiones explicativas que aquí se esbozan, las cuales, para ser fecundas, exigirían de mi parte enhebrar el trazado de muchas historias que dispusieran en amplio cuadro la economía, la sociedad, la cultura y la política de una época. No ha llegado aún el momento de afrontar esta tarea, so pena de incurrir en groseras simplificaciones. Bastará, por ahora, el ensayo de comprensión de la manera como los actores implantaron un principio de legitimidad, pusieron en marcha un sistema de dominación, lo conservaron, lo defendieron y hasta lo reformaron.

La aclaración viene a cuento para acentuar un fenómeno de sobra conocido. Durante el período que ocupará nuestro análisis, un cambio de características espectaculares en la economía, la población y la cultura conmovió a la sociedad argentina. Los grupos dirigentes, escépticos y conservadores en el campo político, fueron liberales y progresistas ante la sociedad que se ponía en movimiento. Como señala Romero:

[…] el liberalismo fue para ellos un sistema de convivencia deseable, pero pareció compatible aquí con una actitud resueltamente conservadora […] Había que transformar el país pero desde arriba, sin tolerar que el alud inmigratorio arrancara de las manos patricias el poder […] Su propósito fue desde entonces deslindar lo político de lo económico, acentuando en este último campo el espíritu renovador en tanto se contenía, en el primero, todo intento de evolución.10

La combinación de conservadurismo y liberalismo generó actitudes muchas veces contradictorias. La élite transformadora no aprobó la existencia de un orden social sancionado por una religión establecida, pero estaba convencida, pese a todo, de la imperfecta naturaleza del hombre y de la desigualdad que imperaba en la sociedad; no se dejó deslumbrar, hasta le fue indiferente, por la arquitectura jerárquica y corporativa del antiguo régimen, pero defendió con métodos criollos el control del poder político en manos de una clase social que se confundía con el patriciado y la aristocracia gobernante, creyó en la propiedad, jamás dudó del progreso y de su virtud para erradicar la sociedad tradicional y, con la convicción arraigada en un robusto voluntarismo, confió siempre en la educación pública, común y gratuita, para ganar la carrera que le proponía la civilización ascendente.

Quizá sea éste un pálido reflejo de las creencias públicas que legitimaron, con valores diferentes, el orden político y el orden social. En todo caso, cuando la necesidad combinada con el optimismo de quienes asumieron un credo aceleró la marcha hacia el progreso, la política se separó más y más de la sociedad, poniendo en evidencia, años después, una contradicción entre el Estado y esa sociedad que atormentó a los reformadores del Centenario.

Antes de que aquel contraste pusiera en jaque las viejas convicciones, los conflictos políticos atravesaron momentos de sobresalto, violencia y negociación que no afectaron, pese a la intensidad y extensión de muchas oposiciones, la perdurabilidad, durante tres décadas, de ciertos rasgos institucionales propios de un régimen hecho de comportamientos recurrentes. Esta imagen del régimen político semeja un tipo ideal capaz de imponer coherencia conceptual, generalizando, a un conjunto de acciones singulares.11 Como tal puede pecar por exceso si no se tiene en cuenta el riesgo que supone embretar el pasado en un esquema de análisis que acentúa, en demasía, aquellas acciones a las cuales el observador les asigna más significado. Se verá entonces, salvadas las dificultades inherentes al método, la importancia otorgada al control de la sucesión política que, en mayor o menor medida, impusieron los cargos ejecutivos más altos –presidentes, gobernadores y senadores– sobre el resto de la clase política que emprendía una actividad opositora. Este fenómeno de control circuló por los vericuetos del sistema federal, se concentró, sobre todo, en la producción del sufragio mediante el fraude y resistió a pie firme la impugnación revolucionaria de la década del noventa.

¿Cómo sobrevivió y cómo se erosionó la disciplina que imponía ese régimen? Cuando promediaba la segunda década de este siglo decía un publicista de los conservadores:

Somos los hombres del antiguo régimen, vale decir, los réprobos […] Somos el pasado, lo conocido, lo gastado. Hemos desvirtuado la Carta, conculcado el sufragio, e interrumpido la Revolución de Mayo. Nos hemos interpuesto criminalmente entre la generación patriótica que dio la Constitución y la obra redentora iniciada hace veinticinco años, que todavía no ha logrado consumar la reparación nacional.12

La requisitoria, expuesta adrede para iniciar una defensa, retrataba con justeza el clima moral imperante: una curiosa conjunción del optimismo alborozado, que deparaba la confianza sin límites en el país, con la mala conciencia que nacía de compartir una tradición de falsedad política. Acaso fueran éstas, también, las convicciones de los reformadores del Centenario. Eran creencias públicas, arraigadas en una época abierta a lo universal, conmovidas por la irrupción de cambios sociales que se volvían contra aquellos que los habían alentado, cuestionando la ciudadela del poder tradicional.

El desgaste del régimen obedeció a la acción de fuerzas sociales y movimientos ideológicos que se localizaron en diferentes puntos del espacio político. La oposición intransigente, que no había aceptado incorporarse al juego normal de los cambiantes acuerdos y coaliciones, constituía una amenaza frente a la cual no reaccionaba una clase política unificada. Las facciones que actuaban dentro de las fronteras del régimen se dividieron y enfrentaron en sucesivas querellas.13 Estos conflictos acunaron el desarrollo de la oposición interior, convergencia de políticos y publicistas que, al amparo de una vigorosa libertad de opinión, plantaron en medio de las disputas la palabra síntesis del mal que aquejaba la política argentina. El régimen fue, desde entonces, oligárquico.14

Había pasado el momento alberdiano materializado en la autoridad de Julio A. Roca. Ahora ocupaban el primer plano de la escena los reformadores: Roque Sáenz Peña, Indalecio Gómez, Joaquín V. González y el mismo Pellegrini, que ausente señalaba, testimonio de sus últimos días, aquello que, inexorablemente, debía hacerse para reconciliar la moral con la política.

La reforma que se perseguía tenía límites: el más importante, sin duda, lo imponía la necesidad de conservar el poder. Por eso, los que llevaron adelante esta empresa anticiparon resultados posibles, tomaron precauciones para evitar daños irreparables y pronosticaron consecuencias mediante un juicio volcado hacia el futuro.

La historia, entendida como conocimiento del pasado humano15 permite comprobar la medida de éxito o de fracaso que se traza entre la predicción de lo que se quiere y las consecuencias derivadas de ese pronóstico. La intención y el resultado albergan, en tanto puntos extremos de un continuo, la dosis de incertidumbre implícita en una decisión política.

Los reformadores condensaron sus expectativas de cambio en una decisión legislativa, en una ley electoral. En los debates públicos, previos a la sanción de la ley, las predicciones optimistas obraron el milagro de la unanimidad. Nadie sucumbió ante la robusta confianza de los vaticinios. Calcularon, apostaron, predijeron y… cometieron errores que, para algunos, fueron signo de un incomprensible fracaso. Esta historia relata, en el tramo final, las peripecias que condujeron a ese final no previsto. Si en aquella circunstancia agonizaba, quizá, la esperanza de controlar un cambio pacífico bajo el amparo del poder y la ilustración de los reformadores, triunfaban, en cambio, los valores últimos que ellos compartían. En poco más de medio siglo, si se toman en cuenta las presidencias fundadoras, la Argentina transitó aceleradamente sobre las fases de la ciudadanía civil, política y social.16 La Ley Sáenz Peña fue la última respuesta a esa pasión tenaz por el progreso.

Se ha dicho que la historia es una ciencia que se ocupa de lo singular; de lo individual e intransferible referido a un pasado humano cuyo acontecer no se repetirá jamás. En la otra orilla se instalan quienes todavía injertan en la sociología o en la ciencia política la ambición de ser ciencias de lo general, si no de lo universal. Cuando la ingenuidad del investigador estira esta distinción hasta los extremos, los resultados suelen ser abrumadores.

Sociólogos y estudiosos de la política empeñados, con meritorio esfuerzo, en diseñar modelos de investigación sobre el pasado y el presente, o sobre ambos a la vez, toman prestado de la historia los datos que servirán para verificar hipótesis o ilustrar conceptos. Mientras tanto, permanece arrinconado en la penumbra el matiz, el hecho no registrado capaz de complicar el funcionamiento del modelo o la estabilidad de una maqueta pretendidamente teórica. No en vano el historiador de oficio, aferrado a una obsesiva curiosidad por el pasado, contempla con desconcierto y hasta con sorna ese esfuerzo y ese producto.

No obstante, mal que les pese a muchos, el conocimiento del pasado o del presente humano no puede hacer caso omiso del método y de la teoría, a riesgo de incurrir en el exceso opuesto donde campea la inconsistencia conceptual, el lenguaje errático, los hechos expuestos en montón. ¿Sería mucho pretender hacer nuestra la intencionalidad de una obra reciente, que procura combinar la descripción histórica con el análisis sistemático?17

Si bien aquí se narra una historia, los acontecimientos no siempre se exponen por el orden en que han ido ocurriendo. Por dura, la cronología de los hechos puede sufrir los efectos, no del todo gratificantes, de un argumento que avanza y retrocede para ver las cosas con diferente lente.18 Es éste un escollo inevitable porque la crónica de los sucesos singulares no olvida el trasfondo institucional, los rasgos típicos de un régimen representados mediante acciones políticas habituales y recurrentes. Por un lado, podrá advertirse el deseo de fijar, en cuadros estáticos, la disposición para realizar o repetir determinados comportamientos; por el otro, la pretensión de comprender el movimiento de los actores individuales que llevan a cabo una acción, para ellos, inédita.

Queda trazado, de este modo, un diálogo entre lo singular y lo general, la acción y las estructuras, cuyo horizonte se abre al universo, quizás inasible en su totalidad, de lo político. Ya se dijo que no campea en estas páginas el afán de reducir el entendimiento de la sociedad a la medida que proporciona el uso exclusivo del conocimiento político. Pero esta exigencia no debe dejar de lado otra preocupación, pues el juicio de importancia que aquí se hará, a propósito de la selección de los acontecimientos,19 también atiende a un presupuesto que asigna a lo político su debida autonomía: la consistencia de un saber teórico y de un obrar práctico que, con medios específicos, compromete el destino de una colectividad humana y deja en la historia el rastro de la acción que busca fundar la legitimidad del poder.

Notas

1 La obra más representativa es La muerte de Buenos Aires por E. Gutiérrez. Consúltese la edición perteneciente a la Colección Dimensión del Pasado Argentino, Buenos Aires, Hachette, 1959.

2 Este libro es el fruto de largos diálogos y discusiones en el Centro de Investigaciones Filosóficas y en el Centro de Investigaciones Sociales del Instituto Di Tella. Una parte de lo que aquí se expone fue presentada en un Documento de Trabajo que elaboré para el Seminario sobre “Problemas del federalismo en Argentina”, organizado en abril de 1973 por el Consejo Federal de Inversiones, con la dirección de Eduardo Zalduendo. Leyeron el manuscrito, antes de entregarlo a la casa editorial, Ezequiel Gallo, principal interlocutor y crítico, Tulio Halperín Donghi, Marcelo Montserrat, Fernando M. Madero y Ana María Mustapic, quien, junto con María Videla de Benson, colaboró también recopilando datos cuando despuntaba la investigación. A todos, personas e instituciones, mi agradecimiento.

3 R. Aron, Dimensions de la conscience historique, París, Plon, 1964, págs. 11 y ss. Este libro se entiende mejor a la luz de la lectura de dos obras previas del mismo autor: Essai sur la théorie de l’histoire dans l’Allemagne contemporaine. La philosophie critique de l’histoire, París, Vrin, 1938; Introduction à la philosophie de l’histoire, París, Gallimard, 1938. Hay ediciones posteriores de ambos libros y del último una traducción castellana por la editorial Losada.

4 Véase al respecto un reciente trabajo escrito en colaboración: N. R. Botana y E. Gallo, “La inmadurez histórica de los argentinos”, Pensar la república, Buenos Aires, 1977 y, sobre todo, el ensayo de M. Oakeshott, “The Activity of Being an Historian”, Rationalism in Politics and Other Essays, Londres, Methuen and Co., 1974.

5 Conf. A. Grosser, L’explication politique, París, A. Colin, 1972, pág. 62.

6 Como muestra, valga el siguiente párrafo: “Juan B. Alberdi, recién vuelto del voluntario destierro para dar a su triste vida un tristísimo epílogo redactando, por encargo –y descargo– de los diputados Mitre, Elizalde y otros viejos ‘amigos’ suyos, el manifiesto apologético de la rebelión. Y esto, sin perjuicio, consumada la derrota rebelde, de poner la misma herrumbrada pluma al servicio del vencedor, celebrando poco después, en una rapsodia llena de errores y contradicciones, ¡el triunfo reciente de la nación sobre la provincia, que ayer demostrara funesto y racionalmente imposible!”. P. Groussac, Los que pasaban (edición corregida de acuerdo con las notas póstumas del autor), Buenos Aires, Huemul, 1972, pág. 173. La rapsodia en cuestión es la obra titulada La República Argentina consolidada en 1880 con la ciudad de Buenos Aires por capital, Buenos Aires, Coni, 1881. Se verá más adelante que de ella se desprende una de las hipótesis centrales de este libro. Confieso, pese al vigor del argumento contrario, mi porfiada comprensión ante las tribulaciones de un intelectual –Alberdi– arrojado al vendaval de la política.

7 El lector podrá encontrar el punto de partida de la reflexión que aquí se propone acerca de Alberdi en el siguiente texto de T. Halperín Donghi: “En sus Bases ha expuesto Alberdi los fundamentos teóricos de [su] punto de vista: lo que la Argentina necesita para superar, en una suerte de salto cualitativo, el círculo infernal de miseria y guerras civiles, es la introducción acelerada de capitales extranjeros e inmigrantes también extranjeros. Facilitar esa introducción es toda la tarea del futuro gobierno argentino; para facilitarla debe asegurar, aun a precio muy elevado, el orden y también la libertad civil y comercial; no la política, que puede provocar turbulencias dañinas. El régimen político que bajo la máscara republicana organice una dictadura heredera de los instrumentos de compulsión creados por el rosismo, orientados ahora por un plan de progreso económico acelerado, es lo que Alberdi llama la república posible. La república posible es, para Alberdi, el único camino que queda abierto a un régimen de libertad en la Argentina, sólo concebible en un remoto futuro en el cual toda la realidad nacional se habrá transformado sustancialmente: entonces, y sólo entonces, a la república posible remplazará la república verdadera. He aquí el punto de partida de la involución que bajo el doble estímulo del fracaso de las tentativas de liberar a la Argentina y de la frustración de la experiencia revolucionaria francesa de 1848 sufrió el ideario de la generación de 1837” (T. Halperín Donghi, “Prólogo” a D. F. Sarmiento, Campaña en el Ejército Grande Aliado de Sud América, Edición, prólogo y notas de T. Halperín Donghi, México-Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1958, págs. 27 y ss.). La república verdadera se situaba, pues, en un futuro que habría de dar cabida al ciudadano formado en plenitud, virtuoso y responsable, para participar y ejercer el gobierno de la sociedad. Es sugerente, en este sentido, una de las pocas reflexiones que dejó escritas el chileno Diego Portales: “… un gobierno fuerte, centralizador, cuyos hombres sean verdaderos modelos de virtud y patriotismo, y así enderezar a los ciudadanos por el camino del orden y las virtudes. Cuando se hayan moralizado, venga el gobierno completamente liberal, libre y lleno de ideales, donde tengan parte todos los ciudadanos”. D. Portales, Epistolario, Santiago de Chile, Imprenta Ministerio de Justicia, 1937, t. 1, pág. 47.

8 Testigos de ello: los años finales de Domingo Faustino Sarmiento y el último cuarto de siglo que le tocó vivir a Bartolomé Mitre.

9 Conf. R. Aron, Dimensions de la conscience historique, op. cit., pág. 81.

10 J. L. Romero, Las ideas políticas en Argentina, México-Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1969, págs. 182 y 186.

11 De acuerdo con el sentido que a dicho concepto le asignó su autor, Max Weber. Consúltense con tal objeto, M. Weber, The Methodology of the Social Sciences, Nueva York, The Free Press, 1949, sobre todo el cap. II; R. Aron, La sociologie allemande contemporaine, París, PUF, 1950, págs. 104 y ss., y R. Bendix, “Max Weber et la sociologie allemande contemporaine”, Revue Internationale de Sciences Sociales, vol. XVII, nº 1, 1965.

12 Octavio R. Amadeo, Política, Buenos Aires, Librería Mendesky, 1916, pág. 199.

13 Tal como lo demuestra O. Cornblit en “La opción conservadora en la política argentina”, Desarrollo Económico, nº 56, vol. 14, enero-marzo de 1975.

14 Testimonio de esta actitud es la exégesis de Rivarola del sentido asignado a la palabra oligarquía hacia principios de siglo, emparentándola con la “Minuta de Declaración de la Comisión de Negocios Constitucionales del Congreso Constituyente de Santa Fe” (18 de abril de 1853), que juzgaba la Federación en ciernes como intolerable si “se la redujese a un pacto de conservación entre capitanejos”. “Es curioso observar –advertía– que una parte de la prensa, y en particular La Prensa, ha adoptado para la propaganda política un lenguaje que parece inspirado en el documento histórico que examino. Oligarquía regularizada se llama de ordinario al conjunto de gobernadores que responden a una determinada política, frecuentemente personal, en la que poco aparecen las grandes inspiraciones del bien público.” “La ‘oligarquía’ según los constituyentes del 53”, Revista de Derecho de Historia y Letras, año X, t. XXIX, marzo de 1908, pág. 504.

15 La expresión pertenece a H. I. Marrou, De la connaissance historique, París, Seuil, 1966.

16 Los tres conceptos de ciudadanía fueron expuestos por T. H. Marshall en Class, Citizenship and Social Development, Nueva York, Anchor Books, 1965.

17 Propósito expuesto por K. D. Bracher en el Prefacio a su The German Dictatorship. The Origins, Structure and Effects of National Socialism, Nueva York, Praeger, 1971, pág. 11. Véase también, en este mismo sentido, C. A. Floria y C. A. García Belsunce, Historia de los argentinos, Buenos Aires, Kapelusz, 1971, vol. 1, Nota preliminar.

18 Éste es el motivo que justifica el cuadro expuesto en el Apéndice, “Esquema de los grupos políticos entre 1854 y 1910”, que, confío, pueda servir de ayuda y guía cronológica.

19 El concepto de “juicio de importancia”, en tanto opción del historiador que preside la selección de los acontecimientos, es de P. Ricœur, Histoire et vérité, París, Seuil, 1955, pág. 28.

Primera parte La fórmula alberdiana

Capítulo I Los orígenes del régimen del ochenta

¿Cuál será el desenlace de este drama? Creo firmemente que la guerra. Caiga la responsabilidad y la condenación de la historia sobre quienes la tengan; sobre los que pretenden arrebatar por la fuerza, los derechos políticos de sus hermanos… Ya que lo quieren así, sellaremos con sangre y fundiremos con el sable, de una vez para siempre, esta nacionalidad argentina, que tiene que formarse, como las pirámides de Egipto y el poder de los imperios, a costa de la sangre y sudor de muchas generaciones. [De una carta de Julio A. Roca dirigida a Dardo Rocha el 3 de abril de 1880.]

El drama en el que Roca representaría un papel protagónico no era historia reciente para el conjunto de pueblos dispersos que apenas llevaban siete décadas de vida independiente. Tampoco la guerra era un medio desconocido por los bandos en pugna, que dirimían sus querellas a través de un espacio territorial extenso en superficie y escaso en población. Siete décadas no habían bastado para constituir una unidad política ni mucho menos para legitimar un centro de poder que hiciera efectiva su capacidad de control a lo ancho y a lo largo del territorio nacional. Esto es lo que en definitiva se planteaba en 1880. La solución de tal problema habrá de alcanzarse por medio de la fuerza, siguiendo una ley interna que presidió los cambios políticos más significativos en la Argentina de la segunda mitad del siglo XIX.

Tras estos hechos de sangre se escondía un enfrentamiento entre dos regiones que reivindicaban intereses contrapuestos: Buenos Aires y el interior. El primer término del conflicto tenía una clara determinación espacial. Se trataba de una ciudad-puerto abierta al exterior, asiento histórico del virreinato, con un hinterland que crecía a medida que se ganaba la tierra salvaje. El interior, en cambio, cubría una realidad geográfica mucho más extensa, en la cual se erguían sistemas de poder embrionarios, constituidos sobre la autoridad tradicional de caudillos que se desplazaban, según la coyuntura particular de cada época, desde el Litoral hasta los Llanos de La Rioja.

La constitución de una unidad política

El significado último del conflicto entre Buenos Aires y el interior residía, aunque ello parezca paradójico, en su falta de solución, pues ambas partes se enfrentaban sin que ninguna lograra imponerse sobre la otra. De este modo, un empate inestable gobernaba las relaciones de los pueblos en armas mientras no se consiguiera hacer del monopolio de la violencia una realidad efectiva y tangible.

El monopolio de la violencia, el hecho por el cual un centro de poder localizado en un espacio reivindica con éxito su pretensión legítima para reclamar obediencia a la totalidad de la población afincada en dicho territorio, es la característica más significativa de una unidad política.1 En trabajos anteriores he procurado analizar, desde el punto de vista teórico, el proceso que da origen a una unidad política y lo he denominado, siguiendo a R. Braun, reducción a la unidad.2 De un modo u otro, por la vía de la coacción o por el camino del acuerdo, un determinado sector de poder, de los múltiples que actúan en un hipotético espacio territorial, adquiere control imperativo sobre el resto y lo reduce a ser parte de una unidad más amplia. Este sector es, por definición, supremo; no reconoce, en términos formales, una instancia superior; constituye el centro con respecto al cual se subordina el resto de los sectores y recibe el nombre de poder político (o, como se leerá más adelante, poder central).

¿Qué medios posibilitarían llevar a cabo el así llamado proceso de reducción a la unidad? Una breve referencia a las teorías clásicas que hacen hincapié en el acuerdo o en la coacción puede aclarar esta cuestión. Para la perspectiva de análisis típica de las teorías contractualistas, la unidad política resulta de un diálogo, o de una discusión, a cuyo término se alcanzará un consenso por el cual todos los participantes se obligan voluntariamente a transferir parte de su capacidad de decisión a una autoridad común que, de allí en más, será obedecida.3 Para otro punto de vista, en cambio, la constitución de una unidad política es empresa de conquista y de coacción. La obediencia, en este caso, no se obtiene por la persuasión sino por la violencia; no hay, en rigor, consenso voluntario sino acto de asentimiento ante el peso actual o la amenaza inminente de la fuerza.4 Unos sostienen que la acción de transferir parte de la capacidad de decisión es obra de una delegación que, de abajo hacia arriba, circula desde el gobernado hasta el futuro gobernante; otros responderán que la formación del poder político deriva de una transferencia involuntaria y coercitiva, casi diríamos “arrancada” al gobernado por obra de la fuerza del gobernante.

Llevadas a sus últimas consecuencias, ambas teorías constituyen racionalizaciones utópicas del proceso de reducción a la unidad. Es a todas luces excepcional observar una acción política donde los factores coercitivos o consensuales se presenten excluyéndose mutuamente. Por el contrario, ambos medios de transferencia de poder se manifiestan combinados con grados de intensidad variables cuando el observador emprende un análisis de la realidad histórica.5

Retornemos a la Argentina del siglo XIX. Cuando Justo José de Urquiza derrotó a Juan Manuel de Rosas en la batalla de Caseros, vio su fin una forma de gobierno caracterizada por una descentralización autonomista según la cual las provincias, de lo que en aquel entonces se llamaba Confederación Argentina, se reservaban el máximo de capacidad de decisión.6 El sistema benefició a las provincias más fuertes y no contempló, en los hechos, la posibilidad de transferir mayor capacidad de decisión a un poder político que fuera centro de una unidad política más amplia. Tal era el objetivo que perseguía Urquiza; para ello propuso combinar la efectividad de la fuerza –la victoria conquistada en el campo de batalla– con la eficacia de un acuerdo pactado por los mismos gobernadores que, mientras apoyaron a Rosas, fueron los protagonistas naturales del régimen de la confederación.7

Los gobernadores se reunieron en San Nicolás de los Arroyos y celebraron un pacto que los comprometía a convocar un Congreso Constituyente para organizar políticamente a las catorce provincias. El camino elegido era el del acuerdo: los gobernadores elaboraron un consenso por el que cedían, de modo voluntario, una parte del poder de decisión que de antaño se reservaban. Con tal objeto establecieron un ámbito de comunicación, el Congreso Constituyente, cuyas deliberaciones culminarían con el acto fundante de una unidad política que definiera las relaciones de subordinación de las provincias con respecto al poder central.

El consenso se quebró el 11 de septiembre de 1852: Buenos Aires no aceptó transferir el poder que se reservaba, sobre todo en lo concerniente a la igualdad de representación en el Congreso (dos diputados por provincia) y a la nacionalización de la aduana anunciada en el artículo 19 del Pacto de San Nicolás.8 Este rechazo se tradujo en la coexistencia armada, durante casi una década, de dos proyectos de unidades políticas: la Confederación con asiento en Paraná y Buenos Aires, que culminó con la victoria de esta última en la batalla de Pavón (1861).

Tres problemas básicos: integridad territorial, identidad nacional, organización de un régimen político

Quebrado ese atisbo de organización consentida de una unidad política, los presidentes posteriores a Pavón desempeñaron su papel desde una provincia hegemónica en la que se tomaban decisiones con carácter nacional.9 Después de Pavón, el papel del presidente, definido normativamente en la Constitución sancionada en 1853 y reformada en 1860 luego de la batalla de Cepeda, careció de los medios necesarios para hacer efectivo el poder político debido a la coexistencia obligada con el gobernador de Buenos Aires en la ciudad-capital de la provincia más poderosa.10Tres presidencias, la de Bartolomé Mitre (1862-1868), la de Domingo Faustino Sarmiento (1868-1874) y la de Nicolás Avellaneda (1874-1880), protagonizaron este período que culminó en 1880 con la elección de Julio A. Roca.

En el transcurso de estas presidencias se manifestaron tres problemas básicos de cuya solución efectiva dependía la persistencia de la unidad política en ciernes: había, en primer término, una cuestión acuciante referida a la integridad territorial, entendida como el ámbito espacial sobre el que debería ejercerse el poder político; en segundo lugar, los pueblos dispersos, instalados en ese territorio, abrían el interrogante de saber si estaban dispuestos a integrar una comunidad más amplia que la de aquellas comarcas limitadas donde nacían y percibían el marco natural de su vida cotidiana, lo cual planteaba una cuestión de identidad nacional; y, en tercer término, era necesario implantar en ese territorio, y a partir de esos pueblos dispersos, un modo de elección estable de gobernantes capaces de formular decisiones autoritativas que comprometieran a esa comunidad naciente en su conjunto, lo cual ponía sobre el tapete el problema de organizar un régimen político.

La primera cuestión se relaciona con la fuerza coercitiva de que dispone el poder político para hacer frente a determinados actores que impugnan su pretensión de monopolizar la violencia. La segunda se refiere a los mecanismos de comunicación entre actores localizados en regiones diferentes, por cuya mediación se van creando vínculos de solidaridad más amplios que los existentes. Y el tercer problema, en fin, plantea la necesidad de desarrollar sentimientos de legitimidad compartidos acerca del valor que merece la estructura institucional del poder político y las reglas de sucesión que regularán la elección de los gobernantes.

Para entender el problema de la integridad territorial es preciso tener en cuenta dos movimientos de impugnación al poder político embrionario, de naturaleza diferente. Por una parte, en efecto, en algunas provincias del interior se produjeron movimientos de fuerza que fueron controlados por el poder central. La represión de caudillos pertenecientes al partido federal, Ángel Vicente Peñaloza (1862-1863) y Felipe Varela (1866-1868), ilustró dramáticamente este proceso.11 Del mismo modo, la victoria obtenida durante la presidencia de Sarmiento frente al movimiento de Ricardo López Jordán (1870-1873), que siguió al asesinato de Urquiza en Entre Ríos, confirmó la evolución de los hechos anteriores. Tal dominación coercitiva, aplicada en muchas regiones, no se correspondió con la política de compromisos seguida con Buenos Aires que, al igual que otras provincias, no estaba dispuesta a subordinarse al poder político. La reticencia de Buenos Aires se explica por la división de las facciones porteñas en “nacionalistas”, conducidas por Mitre, y “autonomistas”, dirigidas por Adolfo Alsina. La estrategia de Mitre –decidido a nacionalizar Buenos Aires para subordinarla al poder central como el resto de las provincias– se enfrentó con la exitosa oposición de Alsina, quien, para conservar las tradiciones autonomistas de su provincia, no vaciló en aliarse con los grupos federales del interior para imponer las candidaturas de Sarmiento y de Avellaneda.

Esta contradicción dentro de la provincia hegemónica generó una serie de efectos que no sólo influyeron sobre la integridad territorial sino también sobre los mecanismos de comunicación que, en pasos sucesivos, identificaron a los grupos del interior con una comunidad política más amplia. A grandes rasgos, el papel desempeñado por el autonomismo en la provincia de Buenos Aires puede ser asimilado al de un actor con la suficiente fuerza para impedir la consolidación de su oponente, pero sin el consenso indispensable para conquistar el poder presidencial. Adolfo Alsina quebró la continuidad presidencial del mitrismo cuando se gestó la sucesión de 1868, pero no alcanzó la candidatura presidencial y fue vicepresidente de Sarmiento, que contaba con el apoyo de un grupo de provincias del interior. Seis años después, Alsina tampoco obtuvo el apoyo necesario para encabezar la coalición de gobernadores que, a la postre, consagró presidente al ministro de Educación de Sarmiento, Nicolás Avellaneda.

Sobre la base de una contradicción que, con el correr del tiempo, se resolvería en el ochenta, el autonomismo porteño cercenó el ámbito de control imperativo del poder político y, al mismo tiempo, abrió nuevos canales de comunicación entre los grupos del interior. Ya en 1868, pero fundamentalmente en 1874, las clases gobernantes de las provincias trazaron alianzas para imponer en el Colegio Electoral a un hombre del interior que había hecho carrera en Buenos Aires. Nicolás Avellaneda fue, quizá, la figura que concretó por vez primera esas expectativas: tucumano, universitario de Córdoba, hizo carrera desde muy joven en el autonomismo porteño como legislador, ministro de Gobierno durante la gobernación de Alsina y ministro nacional en la presidencia de Sarmiento.

La crisis del ochenta

El tímido y balbuceante crecimiento de un sentido de comunidad no se produjo sin sobresaltos. Los presidentes provincianos posteriores a Pavón terminaron sus períodos gubernamentales combatiendo movimientos de fuerza. Sarmiento concluyó su presidencia luchando contra el levantamiento de 1874, y Avellaneda se vio obligado a trasladar la residencia del gobierno nacional al pueblo de Belgrano, cuando cundía la rebelión del gobernador de Buenos Aires, Carlos Tejedor.12 El resultado de estos enfrentamientos fue favorable para el poder central, con significados diferentes según las circunstancias, pues mientras la capitulación del general Mitre en la estancia “La Verde”, en 1874, selló el triunfo de la alianza entre los autonomistas de Buenos Aires y las provincias del interior que apoyaban a Avellaneda, en los combates de Barracas, Puente Alsina y Los Corrales, en 1880, se enfrentaron el interior y Buenos Aires en bandos opuestos para decidir, por la fuerza de las armas, la subordinación definitiva de todas las provincias al poder político nacional. Estos actos de violencia dividieron al viejo ejército de línea en grupos de oficiales antagónicos que se desplazaron de un bando a otro y trazaron el cuadro para perfilar la autoridad militar y política de Julio A. Roca.13

Durante los dieciocho años que transcurrieron entre 1862 y 1880, Roca, antiguo oficial de Urquiza en Cepeda y Pavón, sirvió al ejército nacional participando en todas aquellas acciones que contribuyeron a consolidar el poder político central: estuvo a las órdenes del general Paunero contra Peñaloza, combatió en la guerra del Paraguay, enfrentó a Felipe Varela en Las Salinas de Pastos Grandes, venció a Ricardo López Jordán en la batalla de Naembé, sofocó el levantamiento de 1874 en el interior derrotando al general Arredondo en los campos de Santa Rosa y, por fin, incorporado al ministerio de Avellaneda luego de la muerte de Alsina, dirigió en 1879 la campaña del desierto que culminó con la incorporación de quince mil leguas de tierras nuevas.14

Esa trayectoria militar permitió a Roca mantener contactos permanentes desde sus comandancias de frontera con las clases gobernantes emergentes, que progresivamente reemplazarían a los gobernadores del pasado régimen; labor paciente del militar desdoblado en político que fue moldeando, sin adelantarse a los acontecimientos, un interés común para el “interior” capaz de ser asumido como valor propio por los grupos gobernantes. Porque de eso se trataba: las provincias interiores, en alguna medida integradas en un espacio territorial más amplio y subordinadas de modo coercitivo al poder central, advirtieron que el camino para adquirir mayor “peso” político consistía en acelerar el proceso de nacionalización de Buenos Aires y no en retardarlo. Los ejecutores naturales de ese interés común serían los gobernadores vinculados con Roca por medio del Ministerio de Guerra y cobijados por Avellaneda. Organizados en una así llamada “Liga”, cuyo epicentro fue la provincia de Córdoba con el gobernador Antonio del Viso y su ministro de Gobierno, Miguel Juárez Celman, Simón de Iriondo en Santa Fe, José Francisco Antelo en Entre Ríos, Domingo Martínez Muñecas en Tucumán, Moisés Oliva en Salta, Vicente A. Almonacid en La Rioja, Absalón Rojas en Santiago del Estero y P. Sánchez de Bustamante en Jujuy, entre otros, tejieron una trama electoral que condujo a Roca hacia la presidencia.15

Cuando el interior consolidaba esta alianza, el poder en Buenos Aires se fragmentó entre los partidarios de la candidatura presidencial del gobernador Carlos Tejedor y los porteños nacionales, antiguos partidarios del autonomismo y del Partido Republicano como Carlos Pellegrini, Aristóbulo del Valle, Dardo Rocha, Miguel Cané, Pedro Goyena, Juan José Romero y Vicente Fidel López,16 quienes se incorporaron al movimiento que llevaba la fuerza de la periferia al centro del sistema político nacional, según la expresión de Aristóbulo del Valle.17 De nada valieron en esa circunstancia los esfuerzos opositores, las vacilaciones del mismo Avellaneda y los intentos de conciliación de Domingo Faustino Sarmiento; la Liga de Gobernadores impuso su candidato en el Colegio Electoral en las elecciones del 11 de abril de 1880, mientras Buenos Aires emprendía el camino de la resistencia armada. Dos meses después, Avellaneda instalaba el gobierno nacional en Belgrano y convocaba las milicias de Buenos Aires, Entre Ríos, Santa Fe y Córdoba. Roca, desde Rosario, organizaba la marcha sobre Buenos Aires. Durante cuatro días –del 17 al 21 de junio– tres sangrientos encuentros, los ya nombrados de Barracas, Puente Alsina y Los Corrales, decidieron la victoria a favor de los nacionales. Habían muerto tres mil hombres de los veinte mil que combatieron con ochenta piezas de artillería. Buenos Aires se subordinaba al poder político central.18

El resultado de estos acontecimientos se tradujo en dos leyes nacionales; una federalizó la ciudad de Buenos Aires, que quedó sometida, desde el 8 de diciembre de 1880, a la jurisdicción exclusiva del gobierno nacional; el otro instrumento legal prohibió a las provincias la formación de cuerpos militares bajo cualquier denominación que fuera.19 Recordó Avellaneda en su último mensaje: “Todo es fácil, lo que cuesta es constituir una Nación y fundar su gobierno bajo un régimen ordenado y libre”.20 Roca retomará estos mismos conceptos en sus palabras inaugurales. El presidente electo cobijó su futuro gobierno bajo el lema Paz y Administración y afirmó:

Necesitamos paz duradera, orden estable y libertad permanente; y a este respecto lo declaro bien alto desde este elevado asiento para que me oiga la República entera: emplearé todos los resortes y facultades que la Constitución ha puesto en manos del Poder Ejecutivo para evitar, sofocar y reprimir cualquier tentativa contra la paz pública. En cualquier punto del territorio argentino en que se levante un brazo fratricida, o en que estalle un movimiento subversivo contra una autoridad constituida, allí estará todo el poder de la Nación para reprimirlo.21

Unión y gobierno ordenado: he aquí el lenguaje de Avellaneda y Roca. La unión era sinónimo de intereses, valores y creencias reunidos en torno de un sistema de poder común. Los actos de la guerra y de la paz parecían converger hacia algunos interrogantes cruciales: ¿cómo hacer de la obediencia un hábito común entre pueblos que sólo conocían la dispersión espacial del poder?, ¿cómo consolidar la precaria integridad territorial recién conquistada, gracias a una identidad nacional aún más frágil?, ¿cómo, sino por medio de un gobierno ordenado y estable? Y gobierno aparecía como un concepto representativo de una operación tanto o más compleja que la consistente en implantar una unidad política. Implicaba actos y procedimientos capaces de edificar instituciones que mantuvieran en existencia la unidad política recién fundada. Exigía seleccionar a quienes gobernarían y en virtud de qué reglas unos, y no otros, tendrían el privilegio de mandar. El país se había dictado una fórmula prescriptiva de carácter federal, la Constitución Nacional, y sobre esa fórmula o, quizá, encubierta bajo sus sentencias ideales, había que trazar una fórmula operativa que hiciera factible la producción de actos de gobierno.

La cuestión del régimen político se planteaba, pues, como un desafío, que sucedía a los anteriores, de crear la integridad territorial y de comunicar a los grupos en la perspectiva de una comunidad más amplia; una sucesión de problemas, claro está, que poco tiene que ver con un ordenamiento lineal de los hechos, en virtud del cual se yuxtaponen fases de desarrollo político en un continuo que desemboca en un punto terminal (como, por ejemplo, la modernización). No hay tal yuxtaposición; hay, más bien –en una unidad histórica, determinada: la Argentina de aquella época– respuestas parciales y contingentes a problemas no resueltos en su totalidad, que se contienen unos a otros en una suerte de caja china que encierra el secreto del progreso o de la decadencia política.22 De este modo, la construcción del régimen emprendida por los hombres del ochenta, y la fórmula política que la sustentó, contiene en sus cimientos las respuestas precarias formuladas al drama de la desintegración territorial y de la guerra interna.

Notas

1 Los conceptos de monopolio de la violencia y de obediencia son de neta raíz weberiana. Max Weber definía la dominación como “la probabilidad de encontrar obediencia a un mandato de determinado contenido entre personas dadas”, y el Estado como el “instituto político de actividad continuada, cuando y en la medida en que un cuadro administrativo mantenga con éxito la pretensión al monopolio legítimo de la coacción física para el mantenimiento del orden vigente”. Max Weber, Economía y sociedad, vol. 1: “Teoría de la organización social”, traducción y nota preliminar de José Medina Echavarría, México, Fondo de Cultura Económica, 1944, págs. 53 y ss.

2 Conf. Natalio R. Botana, La légitimité, problème politique, Louvain, Centre d’Études Politiques, 1968, págs. 51 y ss.

3 Conf. François Bourricaud, Esquisse d’une théorie de l’autorité, París, Plon, 1961, págs. 9 y ss.

4 Empleo las nociones de fuerza y violencia como sinónimos. Una de las obras que mejor ilustran este punto de vista es la clásica de Bertrand de Jouvenel, Du Pouvoir. Histoire naturelle de sa croissance, Ginebra, Éditions du Cheval Ailé, 1947 (hay traducción castellana).

5 Véase en este mismo sentido, pero aplicado a un concepto distinto, Carl J. Friedrich, Man and his Government. An Empirical Theory of Politics, Nueva York, McGraw-Hill, 1963, pág. 188 (hay traducción castellana).

6 Según la expresión de Torcuato S. Di Tella en Hacia una política latinoamericana, Montevideo, Sociedad Latinoamericana Arca, 1970, pág. 43.

7 “Comenzando por el mismo Urquiza que tenía el gobierno de Entre Ríos desde el 15 de diciembre de 1841, muchos de los Gobernadores que concurrieron al Acuerdo de San Nicolás habían sido los jefes de Provincias confederadas, según el sistema contra el cual debía producirse la reacción: el General don Benjamín Virasoro era Gobernador de Corrientes desde 1847; el General don Celedonio Gutiérrez era Gobernador de Tucumán desde el 4 de octubre de 1841; el Coronel don Pedro Pascual Segura, Gobernador de Mendoza, lo había sido desde 1845 a 1847; don Manuel Vicente Bustos era Gobernador de La Rioja desde 1849 y lo había sido también en 1841; el General don Narciso Benavídez había sido Gobernador de San Juan desde 1836, con la interrupción de unos meses en 1841, y continuó en el gobierno hasta 1857; el General don Pedro Lucero era Gobernador de San Luis desde 1841.” Rodolfo Rivarola, Del régimen federativo al unitario, Buenos Aires, Peuser, 1908, pág. 40.

8 Conf. Jorge M. Mayer, Alberdi y su tiempo, Buenos Aires, Eudeba, 1963, pág. 409.

9 Conf. O. Cornblit, E. Gallo, A. O’Connell, “La generación del 80 y su proyecto; antecedentes y consecuencias”, Argentina, sociedad de masas, Buenos Aires, Eudeba, 1966, pág. 36.

10 En agosto de 1862, el Congreso dictó una ley que estipulaba la federalización de la ciudad y de la provincia de Buenos Aires por el término de tres años. La legislatura de la provincia rechazó el proyecto de federalización llegándose a una transacción según la cual se declaraba a la ciudad de Buenos Aires residencia provisoria de los gobernantes nacionales por el término de cinco años. Al vencerse los cinco años, en octubre de 1867, el Poder Ejecutivo Nacional devolvió a la provincia de Buenos Aires la jurisdicción que ésta le había acordado sobre la ciudad. Conf. Rodolfo Rivarola, Del régimen federativo al unitario, op. cit., págs. 314 y ss.

11 El 28 de septiembre de 1868, el senador Nicasio Oroño declaró que, desde junio de 1862 hasta junio de 1868, hubo 117 revoluciones y 91 combates donde murieron 4.728 personas. Conf. José Nicolás Matienzo, Le gouvernement représentatif-fédéral dans la République Argentine, París, Hachette, 1912, pág. 257.

12 Conf. Rodolfo Rivarola, “El presidente Roca y la consolidación del poder nacional”, Revista Argentina de Ciencias Políticas (en adelante RACP), año IV, nº 50, 12 de noviembre de 1914, pág. 115.

13 En los sucesos de 1874, los militares leales al gobierno fueron, entre otros, José Ignacio Arias, Julio Campos, Nicolás Levalle, Hilario Lagos, Conrado Villegas, J. A. Roca y Apolinario Ipola; mientras se contaban, entre los opositores militares, José Miguel Arredondo, Francisco Leyría, Ignacio Rivas, Benito Machado, Manuel Taboada, Julián Murga, Santiago Baibiene, Nicolás Ocampo, José C. Paz, etcétera. En el ochenta, los jefes leales fueron Luis María Campos, Teodoro García, Napoleón Uriburu, Conrado Villegas, Manuel Campos, Nicolás Levalle, Antonio Donovan, Eduardo Racedo, etcétera, y los opositores: José Miguel Arredondo, Julio Campos, José Inocencio Arias, Hilario Lagos, Julián Martínez, Benito Machado, etcétera. Conf. A. Rivero Astengo, Juárez Celman, 1844-1909, Buenos Aires, Kraft, 1944 págs. 78 y 166 y s.

14 Conf. A. Rivero Astengo, Juárez Celman, op. cit., págs. 61 y ss., y Armando Braun Menéndez, “Primera presidencia de Roca (1880-1886)”, en Academia Nacional de la Historia, Historia argentina contemporánea. 1862-1930, vol. I, Primera Sección, Buenos Aires, El Ateneo, 1965, págs. 269 y ss.

15 Conf. A. Rivero Astengo, Juárez Celman, op. cit., pág. 171, y Carlos R. Melo, Los partidos políticos argentinos, Córdoba, Universidad Nacional de Córdoba, 1964, pág. 24.

16 Conf. Ezequiel Ramos Mexía, Mis memorias, 1853-1935, Buenos Aires, La Facultad, 1936, pág. 66. En rigor, la fragmentación se produjo no sólo en el autonomismo sino también en el mitrismo, como lo demuestra el desprendimiento de una fracción “popular” en donde figuraban E. Zeballos, Ezequiel Paz “y muchos otros ricachos –son palabras del mismo Roca– antiguos mitristas”. Véase al respecto E. Gallo, “La gran expansión económica y la consolidación del régimen conservador liberal. 1875-1895”, en E. Gallo y R. Cortés Conde, La república conservadora, Buenos Aires, Paidós, 1972, págs. 65-68.

17 Las palabras de Aristóbulo del Valle en la sesión del Senado del 18 de octubre de 1880 son las siguientes: “… preferiría equivocarme con los que llevan la fuerza de la periferia al centro y no del centro a la periferia. Sé que por este camino puede modificarse la forma de Gobierno, pero sé también que no será obstáculo para que quedara constituida una gran Nación capaz de conservar su historia y sus tradiciones y de salvar su grandeza en el futuro; mientras que, por el contrario, si nos equivocamos llevando la fuerza del Gobierno del centro a la periferia, constituiríamos quizá republiquetas incapaces de responder a los vínculos y tradiciones grandiosas de nuestro pasado”, citado por Luis H. Sommariva, Historia de las intervenciones federales en las provincias, Buenos Aires, El Ateneo, 1929, vol. II, pág. 109.

18 Conf. Luis H. Sommariva, Historia de las intervenciones federales en las provincias, op. cit., vol. II, págs. 88 y s., y Carlos Heras, “Presidencia de Avellaneda”, en Academia Nacional de la Historia, Historia argentina contemporánea. 1862-1930, vol. I, primera sección, págs. 202 y ss. Resulta sumamente significativa la opinión que había vertido el diario La Nación un año antes de los hechos de sangre, en la cual se sintetizan todos los elementos de que dispuso Roca para asegurar su triunfo; ellos fueron: los gobernadores confabulados, el ejército nacional, parte del presupuesto del Ministerio de Guerra, la influencia del ministro que manipuló eficazmente armas y dinero y la tolerancia del presidente Avellaneda. Véase Rodolfo Rivarola, Del régimen federativo al unitario, op. cit., pág. 187.

19 Conf. Luis H. Sommariva, Historia de las intervenciones federales en las provincias, op. cit., vol. II, pág. 106.

20 Citado por Rodolfo Rivarola, “El presidente Roca y la consolidación del poder nacional”, op. cit., pág. 118.

21