El origen de la furia - Alberto Sarlo - E-Book

El origen de la furia E-Book

Alberto Sarlo

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De un lado, el Chori, Kevin, el Tarugo, Yeni, los miles de pibes y pibas de la villa que tratan de sobrevivir en un sistema que los pasa por alto o los revienta. Y del otro, Poncho, Fiducetti, Retegui, adalides de un sistema corrupto que no se ensucian las manos aunque la sangre les salpique un poco el cuello. Ambos bandos se cruzan en el entramado de la corrupción argentina: la obscenidad del poder, la pérdida de códigos, la crudeza de la pobreza extrema. La narración comienza en diciembre del año 2000, con un encargo que al Chori se le va de las manos en un bodegón del conurbano. Es que en la tele De la Rúa está haciendo papelones y se distrae. Pese a todo, las matanzas se acumulan y el trabajo se vuelve cada vez más sucio mientras el país se va haciendo pelota. Con una velocidad narrativa apasionante, diálogos perspicaces en personajes tan reales que superan la ficción, Sarlo escribe una novela profunda sobre la Argentina de hoy. El origen de la furia es una novela que, una vez que se la empieza, no se la puede dejar.

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Alberto Sarlo

El origen de la furia

Juana, Lara y Marina: hago lo que puedo en un mundo que tiene demasiadas palabras para tan poco lenguaje.

Esta es una obra de ficción. Los hechos aquí narrados, así como los personajes intervinientes, son ficticios y cualquier similitud con la realidad es pura coincidencia.

«Tenía que aprender y no tardé en hacerlo, que hay que abandonar todo y no hacer otra cosa que escribir, que tenés que escribir y escribir y escribir, aun cuando todo el mundo te aconseje lo contrario, aun cuando nadie crea en vos. Quizás lo hagas precisamente porque nadie cree en vos.»

HENRY MILLER, Trópico de Capricornio

«El peor analfabeto es el analfabeto político. No oye, no habla, no participa de los acontecimientos políticos. No sabe que el costo de la vida, el precio del poroto, del pan, de la harina, del vestido, del zapato y de los remedios, dependen de decisiones políticas. El analfabeto político es tan burro que se enorgullece y ensancha el pecho diciendo que odia la política. No sabe que de su ignorancia política nace la prostituta, el menor abandonado, y el peor de todos los bandidos que es el político corrupto, mequetrefe y lacayo de las empresas nacionales y multinacionales.»

BERTOLT BRECHT, El analfabeto político

Una tarea fina

21 de diciembre de 2000, 21 horas

Apreto el gatillo. Apreto el gatillo y reviento a todos. No tengo salida. Que se termine esta tortura.

Eso piensa el Chori Di Massa mientras las gotas de sudor le surcan la espalda.

Calor, mucho calor. Sobre la mesa de plástico dos porciones de muzza grasienta sin terminar. Moscas. Hay moscas en el plato. Moscas que se apasionan con el aceite que derrama la pizza e impregna los cubiertos, la mesa y el aire. Porque hay aceite en el aire. Y la Quilmes que está caliente también parece tener aceite. Todo mal. Calor y una Quilmes caliente es la peor combinación para pasar una noche de verano en el bar Lo del Tano en Avellaneda, una noche de calor que será recordada como la noche en que asesinaron a la Hiena Olmedo.

El Chori sacude la cabeza. No, no, no. No puedo sacarme, no puedo zarparme. Tengo que actuar según el plan. El plan. Seguir el plan. El Chori se concentra. Seguir el plan. El Chori se pasa una servilleta de papel por la cara. Aspira hondo. Calcula. Mide distancias. Sopesa probables reacciones. Las variables son múltiples. Las variables son infinitas.

Hace quince días que sigue los movimientos de Olmedo. Hace quince días se transformó en un parroquiano más del bar Lo del Tano.

El Chori Di Massa es un profesional. Matías “El Chori” Di Massa es obsesivo en su trabajo. Para el Chori hoy es el día D. Hoy es el día de la ejecución. Hoy es el día para cerrar el laburito. Hay algo que desconcentra al Chori. Hay algo que lo desencaja. Ese algo es la pantalla de televisión ubicada detrás del mostrador del bar. Matías Di Massa, alias “El Chori”, se hinchó las pelotas.

No puedo concentrarme, no puedo calcular con precisión cuánto me falta para la puerta o si hay algún policía encubierto en el bar. Si saco el fierro ahora lo bajo seguro y se termina la historia. Le pongo un corchazo y termino con esta tortura. No me puedo concentrar. No me dejan concentrar. No tengo que mirar más al televisor. ¡Concentrate en el laburo, pendejo, concentrate en el laburo! Me cago en Tinelli y la putísima madre que lo parió. ¡No! ¡No, loco! Volvamos a concentrarnos. Empecemos todo de cero. Concentrate, concentrate. Son trece mesas. Hay nueve personas incluyendo a la Hiena. Siete comensales, el mozo y el dueño. Hay dos tipos con cara de vigilantes sin contar a la Hiena, pero puedo equivocarme, capaz que no son polis. Igual esos dos son los más alejados de la puerta, están a tres mesas de Olmedo, casi en la entrada del baño. Eso me daría tiempo para ver si quieren sacar el arma reglamentaria. Si amagan a agarrar algo, los bajo a los dos y listo. Bien, bien, ahora estamos mejor. Después de los dos disparos camino a la puerta mirando muy atentamente a esos dos botones, porque parecer, parecen canas, los guachos. Son sólo tres metros, sólo tres metros que me separan de la puerta de salida. Tres pasos, tres putos pasos. Me voy a cruzar primero con esa parejita de pendejos que no son peligrosos. Están apretando desde que llegaron, no me van a complicar. Al lado de la puerta está el Negro Nicolaides, que en su puta vida tiró un tiro. El Negro Nicolaides es un ex maquinista del Ferrocarril Roca. Hace tres años lo rajaron con una indemnización que le sirvió para vivir seis meses. El Negro se patinó la indemnización y ahora es un borracho. Un borracho desocupado. Un borracho desocupado como otros tantos miles de borrachos desocupados que dejó el Ferrocarril Roca. El Roca es una fábrica de borrachos desocupados.

Todo eso le contó el Negro Nicolaides al Chori durante esos quince días de espionaje, de carpeteo.

Nicolaides no es peligroso. Nicolaides es un alma en pena que come gratis gracias al Tano. El Tano también es ex ferroviario, pero el Tano no se patinó la indemnización, invirtió toda esa guita en esta pizzería de mala muerte que está en concurso de acreedores. El Tano está a un paso de ser otro ex ferroviario desocupado. Pese a estar en la ruina, el Tano deja que el Negro Nicolaides coma y se mame gratis. Fueron compañeros de la misma formación, le dijo el Tano al Chori hace una semana. Esas charlas son parte del carpeteo. Es la manera en que el Chori analiza el lugar donde cometerá la ejecución. Gracias a esas charlas el Chori sabe que ni el Negro ni el Tano son peligrosos. Tampoco la parejita de pendejos que está chapando a su lado. El pibe es Jonatan, el sobrino del Tano, que es un energúmeno que ni estudia ni trabaja. Y la piba es Jazmín, la fija de Jonatan. Se juntan en la pizzería porque es en el único lugar donde pueden comer y chapar sin que les rompan las bolas. Esos dos también comen gratis. Con razón está quebrado el Tano. Salvo por esos dos monigotes que pueden ser canas, no creo que haya un arma en este puto bar porque después el único que me queda es el Pitu. El Pitu es el mozo. Y el Pitu es un pan de Dios.

Nueve personas. Somos diez conmigo. Es fácil. Tengo que concentrarme en los únicos dos que no conozco. En esos dos gatos con cara de culo sentados al lado del baño. ¿De dónde salieron? Cada tanto la Hiena sale con custodia. Sabe que muchos dentro de la fuerza se la tienen jurada y que más de una bandita del conurbano quiere su cabeza. La Hiena se cuida, pero últimamente había tomado la costumbre de cenar solo, justamente en este bar mugriento y apestoso. ¿Esos dos grandotes son custodia o son dos giles? No importa. No importa porque los tengo de frente y puedo medir muy bien sus movimientos. Repasemos. Olmedo siempre anda calzado. Una nueve en la cintura y una veintidós en el tobillo. La próxima vez que Olmedo quiera servirse cerveza y tenga las manos ocupadas con la botella y el vaso, me paro y en dos segundos le pego dos tiros en la nuca, levanto la vista y veo a los dos posibles canas, si no hacen nada, me voy caminando apuntándoles y… ¿Qué está haciendo De la Rúa ahora? ¿Tinelli, De la Rúa y un imitador de De la Rúa hablando de los presos de La Tablada? ¿De la Rúa prometiendo un año espectacular? Sorete, nos estamos cagando de hambre y vos haciendo de payaso en la tele. Flaco, ¿quién te asesora? En el bar la gente no para de reírse y yo tratando de terminar mi laburo. De la Rúa se va y vuelve, se va y vuelve. ¿Es una joda para Tinelli?

En ese momento la Hiena se para de la mesa para señalar nuevamente el televisor. La putísima madre que te parió, así no termino más, pensó el Chori. ¡Basta de especulaciones, le pego un tiro y que sea lo que Dios quiera! No, no, no, bajá un cambio. Soy un profesional. Tranquilizate. El Chori respira hondo. Saca una servilleta y se seca la frente por cuarta vez.

El Chori está sentado hace más de una hora a dos metros de Carlos Olmedo. Comisario Carlos Rafael Olmedo, alias la Hiena. Comisario de la Comisaría N.º 1 de Avellaneda. Tiene veintidós años de servicio en la Policía Bonaerense. Olmedo es un tipo alto y de tez oscura. Un lungo alto y fanfarrón. Un lungo alto, fanfarrón, con la cara picada por la viruela y la cocaína. Un lungo de espalda ancha. Un lungo jodido. Mató a mucha gente este lungo jodido. Y coimeó a otras tantas. Muchos enemigos durante muchos años.

El Chori es sicario. No dispara cuando le pinta. Dispara cuando sabe que puede matar sólo a la víctima por la que le pagan y dispara sólo a la víctima por la que le pagan sin necesidad de matar a terceros ajenos al contrato. Todo eso lo hace cuidándose de no perder la vida. El Chori es el killer mejor cotizado del conurbano. Eso sí, el Chori se toma su tiempo. Para hacer una tarea fina hay que ser paciente. Hace quince días que el Chori está siguiendo a Olmedo. En la logística lo ayudaron dos de sus mejores hombres: el Kevin Herrera y el Tarugo. Entre los tres carpetearon a Olmedo. Lo siguieron, lo estudiaron, lo condenaron. El Chori carpeteó a Olmedo porque el Chori tiene que matar a Olmedo. Para eso le pagan. De eso vive.

Olmedo solía variar entre tres o cuatro bodegones, pero desde hace cinco noches optó por cenar en esta pizzería de mala muerte con un ventanal que da a la calle General Lavalle, a sólo ciento cincuenta metros de la comisaría. No importa si está de franco o si en la comisaría hay una noche movida. La Hiena siempre se toma su tiempo para rajar de la taquería y embuchar algo. Come gratis, por eso come afuera. Y come mucho.

Lo venía siguiendo en forma sinuosa y sigilosa. De dicho seguimiento sacó la fecha de ejecución. Había coordinado todo para asesinar al comisario el día 20 de diciembre. Ayer fue 20 de diciembre, 20 de diciembre de 2000. Pero ayer Olmedo fue a cenar con el cabo Iparaguirre. A él le pagaron por matar sólo a Olmedo. Hubiese sido fácil bajarse a los dos yutas, pero ese no era el acuerdo. Eso no era prolijo. Además de no ser prolijo, era meterse en quilombos. Los clientes se hacían cargo de las repercusiones y de los costos por la ejecución de un comisario. Dos ejecuciones policiales no son sencillas de bancar ni financiera ni políticamente. Iparaguirre nunca lo sabrá, pero por compartir una pizza grasienta le había salvado la vida al putrefacto de la Hiena Olmedo. Dos tiros por muerto. Es prolijo y ahorrativo.

Si la noche del asesinato la Hiena fue a cenar con Iparaguirre, entonces el Chori pospondrá el atentado veinticuatro horas. El 21 de diciembre Olmedo será boleta, pensó el Chori ayer. Hoy 21 de diciembre de 2000 Olmedo debe morir.

Pintó bajón

Vino como loco, el Kevin. Estaba sacado. Sabía que la había cagado. Fue lo primero que dijo cuando entró a la pieza. La cagamos, me dijo. Y después se metió a la ducha. Estuvo una hora. Una hora matando fantasmas.

Le pregunté como veinte veces qué pasaba, pero como siempre se quedó callado, el guacho. No me contó nada. El Kevin se guarda todo, pero estaba claro que algún laburo había salido mal. Le pregunté si el Chori y el Tarugo estaban bien. Sí, sí, a ellos no les pasó nada. Por lo menos me contestó eso. Yo no sé de qué trabaja ni me importa. Supongo que sigue siendo chorro y no me parece mal. Espero que sea un chorro con códigos, espero que no sea violento. Espero, pero no sé. No me interesa saber. Yo cojo con él, no con su laburo. Él no se mete con mi laburo y yo respeto mucho eso. Salió de la ducha un poco más calmado. Fumamos un porro y cogimos bien. Nos abrazamos mucho cuando acabamos.

Al Kevin siempre le pinta bajón después de uno de sus trabajos. Se deprime mal y dice que no hay nada más basura que un chorro amigo de empresarios. Un chorro que se junta con garcas. Hace dos meses se tatuó la palabra TRAIDOR en su nuca. Ese día que lo vi me asusté. No pregunté nada. Él no dijo nada. Cuando fuma se bajonea. Cuando se bajonea se queda horas en la ducha. El faso siempre lo baja. Lo baja y lo entristece.

Vos sabés hablar, Yeni, me dijo hace un par de semanas, vos sabés escribir. Vos estudiás y leés libros, me dice juntando toda la tristeza del mundo. Escribí esta historia, me dijo, escribí la historia de nosotros. Me abrazó y luego me soltó.

Yo la voy a escribir, le dije, yo voy a contar nuestra historia. Ya la estoy contando, Kevin. Pero la cuento junto con vos.

No, conmigo no. Vos tenés que irte. Vos tenés que soltarme porque yo te voy a hundir. Vos podés salir porque sabés hablar, sabés escribir, sos linda y sos buena, Yeni. Vos terminaste el secundario, loca, vos estás tratando de estudiar, vos ya no tenés que estar conmigo. Yo le digo que tranquilo. Yo le digo que ya no está más en cana, que no va a volver más a estar preso, que no se asuste, que no tengo ni idea de los quilombos que lo persiguen, pero que mientras esté en libertad y estemos juntos, alguna solución le vamos a encontrar, que el día que me quiera contar lo que le pasa, que yo lo voy a escuchar. Que yo no lo juzgo. Que lo que hizo, o lo que pudo hacer, ya fue y que todo se puede arreglar. Se tiene que arreglar porque nosotros no somos como esos empresarios garcas que él menciona, porque hasta ahora es lo único que me confesó. Que anda con cogotudos garcas.

Lo beso, lo abrazo. Me abraza. Yo lloro. Nadie nos enseñó a salir de la mierda, Kevin, le digo mientras lo acaricio. Nadie nos enseñó a salir sin manchas. Nadie nos puede enseñar a salir del mundo sorete, del mundo del odio, Kevin, nosotros tenemos ese privilegio. Vos, yo y la generación de los sobrevivientes de Villa Albertina somos los privilegiados en conocer el odio, el odio que nace de la miseria. Es un virus, Kevin, la miseria es un virus que llevamos adentro, le digo. Nada ni nadie nos va a sacar ese virus, mucho menos los blanquitos soretes que inventaron las reglas del mundo. Esos blanquitos soretes se olvidaron de meter en el mundo a los negros de Villa Albertina y a los millones de barrios como Villa Albertina, Kevin. Ni los blancos ni sus leyes nos pueden decir nada a nosotros porque para ellos nosotros somos nada, no existimos, Kevin. Nosotros conocemos el mal porque nos mandaron a vivir en el mal. Somos sabios en vivir y convivir en el mal. Vivimos en el mal, infectados de miseria, Kevin, es imposible que con todo eso no tengamos furia, la furia de vivir esta vida de mierda. Furia que nos destroza el cuerpo y el alma. Nos apaga, nos hace malditos, pero no nos mata, no nos termina de matar porque nosotros somos sobrevivientes Kevin y ni la furia, ni el mal, ni el odio nos pudo matar todavía, le digo. Le digo que nuestra historia se contará algún día y lo abrazo. Lo abrazo y lo beso.

Porque el Kevin tiene que bajar, tiene que bajar mucho después de una tarea fina.

La tarea fina se fue al recontra carajo

Hay otro detalle dentro del plan de asesinato de Olmedo. La Hiena tiene que morir el mismo día que otro cana tiene que ser interrogado por los hombres del Chori. Ese otro cana es el subcomisario Ramón Escobar.

El contrato establecía que a Escobar debían apretarlo para sacarle información y que a Olmedo había que matarlo. De acuerdo con la declaración de Escobar, se decidiría si se lo mataba o se lo dejaba vivo. El subcomisario Escobar labura en la jurisdicción de Morón, y de él se estaban encargando en ese preciso momento el Kevin y el Tarugo, los otros dos miembros de la banda. De Olmedo, el objetivo más difícil y peligroso, se encargaba Di Massa precisamente por su fama de eficiencia, disciplina y efectividad.

Todo venía bien, todo venía más que bien. Olmedo entró, saludó al Tano, abrazó al Pitu y se sentó en la mesa de siempre. El Chori estaba hacía más de una hora sentado y se relajó. Luego llegaron esos dos grandotes pero ni saludaron a la Hiena. Cuando trae custodios, suelen sentarse todos juntos. Sería la primera vez que los sienta aparte. No era para volverse loco por ese detalle.

La culpa la tuvo el mozo, el Pitu, según la versión del Chori. El pelotudo del Pitu puso El Show de Videomatch. Esa noche, Tinelli no tuvo mejor idea que invitar a su programa al presidente de la República Argentina, don Fernando de la Rúa.

Al principio nadie le daba bola al presidente, ni a Tinelli ni a la tele. Pero en medio de la charla televisiva apareció un pibe que quiso atacar o abrazar a De la Rúa y a partir de ello De la Rúa comenzó a derrapar.

El pibe reclamaba por los presos de La Tablada, o algo así creyó escuchar el Chori. La Hiena comenzó a reírse a carcajadas y a gritarle cosas al televisor. Mientras más la embarraba De la Rúa, más histriónico se ponía Olmedo. Ese fue el desencadenante de la tragedia. La concentración del Chori se fue al reverendísimo carajo. No es fácil sacarlo de sus casillas, pero se ve que Tinelli y De la Rúa pudieron.

La pantalla del Philips de veintidós pulgadas vuelve loco al Chori. Dejó de mirar a su víctima para ver el televisor. Se puso ansioso, un estado mental que un killer profesional nunca debe tener. El asesino ansioso es un asesino asesinado. Eso lo sabe. El Chori no quiere ser un asesino asesinado. El Chori quiere asesinar y salir caminando hasta la esquina, subirse a la Honda Enduro 250, acelerar a setenta kilómetros por hora hasta la avenida Mitre, doblar por Pavón y rajarse a Lanús. Eso es lo que quiere el Chori. O eso es lo que quería antes de que De la Rúa empezara a decir gansadas.

Olmedo es el que más fuerte se ríe. Se da vuelta apuntando al televisor y le grita al mozo: “¡Mirá, Pitu, mirá lo boludo que es!”. Y comienza a reír como una hiena. La pantalla del Philips muestra a Marcelo Tinelli con una media sonrisa sin saber si corregir o dejar hacer al presidente. Tinelli no corrige. La audiencia celebra que Tinelli no corrija al presidente.

“Este blindaje que es una garantía financiera para que Argentina tenga solidez…, esto alienta el optimismo para el año próximo”, le dice De la Rúa a Tinelli con relación a las ventajas de la firma del blindaje financiero propiciado por el FMI.

“Muchos cariños a tu familia, sé que has tenido un hijo, te felicito. Cariños a Laura, tu mujer…”

“No, pelotudo, pelotudo del orto, la mujer de Tinelli no se llama Laura, se llama Paula, pedazo de pajero”, grita la Hiena Olmedo mientras larga una sonora carcajada.

“… Un cariño a toda la audiencia de Telenoche, una audiencia vasta e importante…”

“¿Escuchaste, Tano?”, le grita Olmedo al dueño del bar. “Avisale al infeliz que está en Telefé, Tano, avisale al idiota que está con Tinelli en Canal 11 y que Telenoche queda en Canal 13, la putísima madre que lo parió”, grita la Hiena. El sudor del Chori le llega hasta los calzones. La boca reseca. La Quilmes parece meo de gato hervido. De la Rúa lo saca y a Olmedo lo recontra saca. El Chori sigue sentado con la mirada gélida, pero por dentro un volcán está a punto de entrar en erupción.

“Gracias, Fernando. Lo queremos ver bien y lo necesitamos con todo al frente del país”, se despide Tinelli. El Chori, desencajado, observa cómo el presidente se retira y lo deja a Tinelli hablando frente a la cámara, pero De la Rúa se equivoca de puerta y aparece por detrás de Tinelli, sin saber cómo salir de la escenografía.

La Hiena se levanta con el vaso de cerveza en la mano izquierda y con su dedo índice señala al televisor al grito: “¡Miren a ese infradotado! ¡Ni siquiera sabe por dónde salir!”.

La Hiena saca a relucir su mejor repertorio de carcajadas. La risa de la Hiena es contagiosa, contagiosa como rabia canina. El bar es un aquelarre de carcajadas histéricas. Olmedo da un paso más hacia el televisor y abraza al Pitu De Gennaro. “Por Dios, Pitu, mirá lo que hace.”

Varios comensales se paran festejando los gritos de Olmedo. La gente se para. ¿Esos dos que se paran y se ríen serán canas? El Chori transpira. El Chori putea en voz baja, lo putea a De la Rúa, que le está cagando la noche, le está cagando el laburo. El Chori no puede más… no puede más. Ma’ sí, que se pudra todo…

De un salto el Chori se levanta y con el mismo envión desenfunda su nueve milímetros limada apoyando el caño directamente sobre la nuca de la Hiena, que hacía instantes se había vuelto a sentar. Un solo disparo. La bala ingresa por la nuca de Olmedo y sale por el maxilar derecho, y continúa su trayecto ascendente hasta ingresar por el tabique nasal del Pitu De Gennaro.

La Hiena se despatarra sobre la mesa y cae al piso. El Pitu cae de rodillas tomándose el rostro a un metro del cadáver del comisario. Otro disparo del Chori se dirige al parietal derecho del Pitu De Gennaro.

Sin perder ni medio segundo el Chori mueve su mano hacia la derecha y apunta a uno de los dos posibles policías sentados a tres mesas de donde se encontraba la Hiena.

El plan era analizar la reacción de esos dos tipos. Si amagaban a desenfundar, morían. Si no, el Chori salía caminando mientras no les quitaba el ojo de encima. Pero el plan se fue al carajo. Había disparado dos balas y ya tenía a dos muertos: la Hiena y el Pitu. El plan comenzó fallado.

El Chori disparó su tercer tiro. Un tiro que fue a dar a la nuez de Adán de uno de los canas sospechosos. La cuarta bala salió medio segundo después e ingresó entre ceja y ceja de su compañero.

El Chori se dio vuelta y observó al Tano Migglione, que estaba petrificado detrás de la caja recaudadora. El Chori disparó dos tiros en la cabeza del Tano. Luego de estos dos disparos, el Chori comenzó a caminar hacia la salida. Dio dos pasos y se plantó frente a la parejita que había dejado de besarse para abrazarse con toda la fuerza que les daban sus veintiún años de vida. Qué mierda vivir sólo veintiún años…, vivir veintiún años en uno de los barrios más pedorros de Avellaneda, la vida es una gran bola de mierda, muchachos, pensó el Chori antes de apretar el gatillo. Vivieron sólo veintiún años por culpa de De la Rúa. Cuando el Chori los tenía a menos de un metro de distancia, le disparó un tiro a cada uno. Quedaba sólo una persona. Quedaba el Negro Nicolaides, el desocupado ex ferroviario. El Negro Nicolaides se paró justo en el momento en que el Chori terminaba de ejecutar a la parejita. Quiso correr, quiso escapar. Tres pasos dio. Tres pasos y ya estaba en la calle Nicolaides. Zafó. Zafé, pensó Nicolaides.

Pero pensó mal. Un tiro en la espalda le partió la columna vertebral. Nicolaides cayó sobre la vereda a un metro de la puerta del bar. Cuando salía, el Chori aprovechó para rajarle el segundo tiro. Esta vez la bala ingresó en la nuca.

Recién allí, luego de la muerte de Nicolaides, el Chori logró suspirar y volver a concentrarse. Había muy poca gente en la calle pese a que estaban muy cerca de la avenida más importante de Avellaneda. Muy poca gente en la noche y ningún héroe. Muy poca gente que quedó petrificada al ver que el Chori descargaba un tiro en la nuca de una persona caída en la vereda.

Tuvo un segundo de lucidez, el Chori. Volvió sobre sus pasos. Se acercó al cadáver de la Hiena Olmedo y le disparó un segundo tiro en lo que quedaba de masa encefálica. Mil cagadas me mandé pero alguna regla tengo que respetar esta noche: dos balas a la cabeza, aunque tenga la certeza de que la primera lo mató. Eso hizo el Chori para reafirmar su condición de profesional.

Caminá tranquilo, se dijo. Caminá tranquilo y fijate si ves algún cana por el lugar. El Chori salió del bar y caminó tranquilo los cuatro metros que lo separaban de su moto Honda Enduro. Se subió. Estuvo a punto de arrancar, pero se bajó de inmediato e ingresó corriendo al bar. Se paró en medio del charco de sangre. Volvió a sacar su pistola, apuntó al televisor Philips y disparó tres tiros.

“¡De la Rúa, y Tinelli la reputísima madre que los parió a los dos!”, dijo en voz alta. Salió caminando despacio. Volvió a subirse a la moto. La encendió. Aceleró. Y se fue. Se fue para Lanús.

Ahí viene Ramón

—Cagaste la verga, Chori. No, no la cagaste, mejor dicho, la recontra cagaste, ñeri.

Era la cuarta vez que repetía esa frase el Kevin. Cada vez que lo decía, golpeaba la mesa. Mesa que todavía sostenía tres botellas de cerveza Quilmes vacías y centenares de cáscaras de maní.

Eran las cuatro y veinte de una noche agobiante. Cuarenta y dos grados y una humedad del ochenta por ciento. No hay ventilador que aguante los veranos en Lanús. Por eso se fueron al patio. Al patio de la casa de Graciela, la madre del Kevin. Casa como cualquier casa peronista de las afueras de Lanús. Living comedor que da a la calle. Cocina de tres por dos. Bañito con ducha, inodoro y bidet. Dos habitaciones, garaje y patio de diez por veinte con mesa y sillas de granito de la década del cincuenta. Precisamente en ese patio el Chori, el Kevin, el Tarugo y Graciela discutían sobre las consecuencias sociológicas de una masacre urbana en una sociedad posmoderna.

—Encima vos, loco, justo vos. ¿Ahora de qué mierda nos disfrazamos? Van a querer boletear a todo lo que estuvimos en el bondi. Te rescatás, ¿no?

—Bueno, m’ijo, creo que estás demasiado repetitivo. Ya quedó clara la idea. El primero en reconocer la cagada fue el Miguelito. La cosa ahora es ponerse pillo para que no nos revienten a tiros y para cobrar lo que prometieron —intervino con voz pastosa Graciela.

Graciela Esther Patiño. Es la madre del Kevin. Es la mai umbanda del barrio. Por esa razón es querida, valorada y respetada en Lanús. Es la única que llama al Chori por su nombre de pila, porque lo conoce de chiquito. El Chori es amigo del Kevin desde el Jardín de Infantes N.º 29 Tomás Espora y pasaron un montón de tardes juntos tomando mate cocido con galletitas Lincoln en la cocina de Graciela. Por ese mismo motivo el Kevin y Graciela son las únicas personas que pueden putear, contradecir o cuestionar al Chori.

—Kevin, es la primera vez que me pasa, te puedo asegurar que no van a armar bondi. El diario ya dijo que murió en ocasión de robo y que Olmedo sacó la reglamentaria para defender a la gente y qué sé yo. La gorra es la primera que quiere tapar todo esto. Eso nos ayuda a nosotros y ayuda a la gente de Fiducetti. Te juro que no nos van a descontar nada, amigo —reafirmó esta frase besándose el dedo índice y haciendo una cruz sobre sus labios.

—Chori, ni vos te la creés, hermano. Nosotros cuidamos el laburo. No matamos por matar. Eso siempre lo decías vos, loco, y ahora la calle se va a creer que mandamos a hacer laburitos a pibes en pedo de bártulos, loco, ¿quién te entiende?

—Negro, ya te dije que estás dando vuelta todo el tiempo sobre lo mismo. El Miguel ya pidió disculpas y ya se está encargando de resolver el bardo que se armó. Son casi las cuatro y media de la mañana y hasta las ocho no vas a parar, negrito, si seguís siempre con la misma sanata. Ya fue, dejala ahí mejor.

Graciela era la única que llamaba a su hijo “Negro” o “Negrito”. Para el resto del universo el negrito era el temible Kevin. La mano derecha del Chori Di Massa. El Kevin Herrera era físicamente muy parecido al Chori. Las peleas en la cárcel y en la calle los habían tallado de forma muy similar: flacos pero musculosos y atléticos, como dos boxeadores argentos. El Kevin era un poco más alto que el Chori. El Chori era un poco más sanguinario que el Kevin. Los diferenciaba el silencio. El Kevin era tan violento como taciturno e introvertido. El Chori era tan sanguinario como bocón y extrovertido. El Kevin nunca había superado el haber dejado de ser chorro para transformarse en homicida. Homicida a sueldo. Lo más bajo en la escala de los chorros con códigos. El Chori lo había sobrellevado mejor, de manera más pragmática. O al menos eso demostraba. Los dos sabían que no podían volver a caer en cana. Los homicidas duran poco tiempo vivos en los pabellones de población.

—No quiero interrumpir pero nos espera Ramón en el coche —intervino timorato el Tarugo.

—Ramón puede esperar, ya no necesitamos más de él —cortó el Kevin mirando fijamente al Chori intentando mantener la discusión a flote.

—Ramón ya cantó que Gendarmería copó la cocina de paco de la Carlos Gardel y que no pudo evitarlo. Que la astilla que le pasaban más que astilla era una manera de tenerlo cortito porque Morón no tenía que saber que Gendarmería tiene un kiosco fuera de su barrio.

—¿Y recién ahora me decís esto, Kevin? ¿No te das cuenta de que tenemos que avisar urgente? —dijo el Chori cambiando el semblante.

—Chori, de Ramón Escobar me encargo yo. Ese fue siempre el plan, así que no me la compliqués que yo tengo todo cocinado. Hoy nos juntamos para lo otro, para saber si tenemos que guardarnos una temporada o si podemos seguir paseando por el barrio.

—Vos te encargás de Escobar y yo me encargo de Olmedo. Como dijiste, ese fue y es el plan. Olmedo ya está resuelto, acá nadie se guarda porque no hay que cuidar el culo de nadie. A Fiducetti lo encaro yo y te prometo que nos van a dar la astilla. Tenés mi palabra, Kevin. Tenés mi palabra de que vamos a rescatar la nuestra y fue.

Y diciendo la palabra “esto” se levantó de la silla y se plantó frente al Kevin con los brazos abiertos. El Kevin lo miraba desde abajo, como resignado. Resignado a resignarse. Lo miró a los ojos y suspirando lo abrazó. Se abrazaron. El Chori lo apretó con fuerza sobre su pecho.

—Disculpen, pero Ramón nos espera en el auto —insistió el Tarugo.

—De Ramón se encarga el Kevin, boludo, ya te lo dijo, no hace falta que lo repitás veinte veces —gritó colérico el Chori mientras se separaba de su hermano del alma—. Graciela, váyase a dormir que se nos hizo tardísimo. Kevin, yo me llevo al Tarugo en el Torino y vos llevate a Ramón.

Luego de despedirse de su madre, el Chori y el Tarugo se fueron en el Torino estacionado en la puerta de la casa. El Kevin subió al Corsa que estaba guardado en el garaje.

El abrazo final con el Chori lo había aplacado. Confiaba en su amigo más que nada en este mundo, casi más que en su vieja. Prendió el motor y esperó a que el Tarugo le abriera el portón del garaje. Salió por la calle de tierra a setenta kilómetros por hora.

“Ramón, Ramón, Ramón, cómo la cagaste, hermano. La re cagaste, chabón.” El Kevin le hablaba mientras lo miraba por el espejo retrovisor. El subcomisario Ramón Escobar estaba sentado sobre el asiento trasero en diagonal al asiento del conductor que ocupaba el Cabeza.

“El Chori se encargó de Olmedo y yo me encargo de vos, Ramoncito. Así de corta la historia.” Ramón no contestaba.

“Yo te entiendo que cinco luquitas por semana más que astilla es extorsión, hermano, pero vos sos taquero viejo, no podés entrar en esa, encima con la gente de Gendarmería, hermano. Te cargaste de una sola dentada a toda la Bonaerense, papu. Eso es no tener códigos, hermano. Vos le tendrías que haber avisado a Vasabilbaso. Tendrías que haber avisado y de paso tendrías que haber compartido astilla. Eso no te lo enseñan en la Vucetich. Eso te la enseña la calle, a mí me lo enseñó la calle, pero se ve que la gorra te tapó el cerebro, Escobar.”

Ramón seguía callado. No podía moverse porque tenía las muñecas encintadas. Sobre su voluminoso cuerpo maniatado le habían puesto un poncho para que no se vieran las sogas y la cinta Silver Tape. También le habían colocado gafas oscuras por si algún control policial los detenía. Un Chevrolet Corsa gris con un pasajero atrás era el más claro ejemplo de un viaje en remise. En la guantera el Kevin tenía toda la documentación de una remisería de Lanús, y además de la documentación también había una granada y un revólver calibre 38. Todo en regla, salvo por algunos detalles.

“Por eso los chorros nos distinguimos de ustedes, Escobar. Porque los chorros defendemos los códigos, y eso nos diferencia de los ratis y la pendejada antichorra. Yo me hice en los barrios de Lanús. Al rancho todo, hermano, no se lo traiciona. El ruchi traidor es ruchi boleta. Así nos manejamos con el Chori desde los cinco años, Ramón. Desde que éramos rateritos. Desde que nos defendíamos de la banda del Gordo Requena en el Rocca. El Rocca no era para cualquiera, en esa época el Rocca era el instituto de menores más tumbero de la Capital. Espalda con espalda, Ramón. Si en el plato había arroz, se dividía arroz. Si en el plato había merca colombiana, se dividía por partes iguales. Así se hacen las cosas en Lanús.”

Ramón cabeceaba con cada pozo que el Corsa se llevaba puesto. No eran pocos los pozos de las calles de tierra por donde circulaban. Ramón debió de haber advertido que ingresaban desde una villa a la calle Pavón. Ramón seguía sin hablar, no hablaba porque debajo de un pañuelo que le tapaba la mitad de la cara tenía una cinta Silver Tape que le impedía hablar.

“Y mirá que nosotros la hicimos lunga, Ramón. Vos nos conocés. Desvirgamos la mitad de los camiones de caudales del sur. Los ratis nos tenían pánico, hermano. La de biyuya que manejamos con el Chori, ni te imaginás, loco. Y en todos estos años jamás se nos ocurrió esconder ni medio centavo.”

Ramón no podía distinguir por dónde andaban, pero seguramente sentía que el auto circulaba por una calle de tierra. El Kevin, usualmente tímido y callado, estaba llamativamente expresivo frente a Ramón.

“Acá nací, Ramón, acá me tuvo Graciela. En Fiorito. Acá nos hicimos con el Chori. Acá tuvimos nuestros primeros muertos que ustedes mataron, porque ustedes siempre nos matan, Ramón. Yo perdí a mi viejo y a mis dos hermanos. Mi vieja, la Graciela, había sido advertida por Oxala de esas muertes. Oxala es como el Jesús para los blancos. Ustedes tienen a la Virgen de Luján, esa es re-rati, amigo, hasta la llevan en la gorra a esa botona, y también tienen a Jesús, ¿no? Nosotros, los negros de mierda, en vez de tener a un blanquito en un pesebre calentito y careta, tenemos a Oxala, que se ve que es medio alcahuete y le pasa data a mi vieja. La Graciela se cagó en las patas con la profecía de Oxala y les dio una estampita de Changó para que los protegiera. ¿Lo conocés a Changó? Mi vieja cree en estas boludeces. Es el oriyá de la justicia, una especie de dios, Ramoncito. Miralo, acá lo tenés.” Y le mostró una imagen de una figura africana que tenía colgada del espejo retrovisor.

“A mí la religión me salvó, Ramoncito. La umbanda me salvó cuando tenía ocho años, sabés. El Hospital de Niños me dejó morir, decían que no se podía hacer nada. Cuatro días vomitando y quemándome con cuarenta grados de fiebre. Me acuerdo de que estaba todo el tiempo mojado, loco. La Graciela firmó una papeleta haciéndose responsable de no sé qué bondis y me llevó a un lugar llamado Templo del Jefe. Era la casa de Sebastián, Sebastián Araujo. Sebastián era el jefe umbanda en la villa. Sebastián era el pai, ¿entendés? Me desperté subido a las rodillas de Graciela, mi vieja todavía no era mai pero andaba cerca. El pai empezó a tirar los buzios. Me tocaba las manos y me decía que me quedé tranquilo, que todo iba a estar bien. Los buzios son una especie de caracoles miniaturas, con los nombres de cada santo que van develando el futuro. En un momento me quedé dormido. Me desperté en los brazos de mi vieja. Tenía miedo, la guacha. Me contó que me iban a trocar. Era su primera troca de vida, la primera troca de vida y justo con uno de sus hijos, pobre Graciela. Primero que nada había que preparar los animales, un chivito, palomas y tres gallinas. Y también trajeron un muñeco con mi ropa, porque al ser muy chico no podían derramar la sangre de los animales sobre mí, ¿entendés, Ramón? Nada de sangre sobre mi cuerpo. Y cuando trajeron todo ese zoológico, el pai dijo que había llegado el momento de la troca de vida. Los tambores sonaban, y Mai Iemanjá, que es la reina del mar, ingresaba en forma de espíritu dentro del cuerpo de mi vieja. Yo estaba acostado a un lado del muñeco, escuchando los gritos de los animales que estaban degollando, y veía cómo la sangre caía encima del pai. A mí me pareció como un año, pero fueron minutos. La fiesta estaba por terminar, la reina del mar se retiró. Sólo había que esperar. Quedé tres días adentro del cuarto santo, rodeado de bocha de imágenes, Pai Bara, que es el San Cayetano; Pai Ogum, el San Jorge; Pai Yango, ese es San Miguel Arcángel, y otros que no me acuerdo. Estuve tres días como drogado. Al cuarto día me desperté y no me dolía nada, Ramón. Nada de nada. Pero estaba cagado de hambre y de sed. ‘Quiero yogurt’, grité y todos salieron corriendo al kiosco. ¡Una locura, chabón! Así me salvaron. A la semana me hicieron el batuque, que es una fiesta para llamar a los santos del lado bonito. Ese día me bautizaron en la religión umbanda, Ramón.”

Kevin contaba esto con una sonrisa tierna en su boca. Parecía haberse transformado en ese pibito de ocho años que la Mai Graciela había salvado. Ramón también parecía sonreír. Pero la boca no era visible desde el espejo retrovisor. Tal vez fue sólo eso, una sensación, porque Ramón seguía optando por guardar silencio.

“Pero bueno, eso fue hace una bocha. Como te decía, mi vieja les dio una estampita de Changó a mi viejo y a mi hermano. Un 4 de diciembre de 1995 les entregó unos muñequitos iguales a este que tengo colgado, porque el 4 de diciembre es el día del dios Changó, Ramón, yo te explico. Se ve que Changó cumplió su labor, porque a mi viejo y a mi hermano los ajusticiaron. A los dos meses cayeron en un laburo. Ustedes los ajusticiaron. A la mierda la familia Herrera. La bala fue de la bonaerense, de los federicos, de los gendarmes, ponele el nombre que quieras”, algo se le atragantó en la garganta al Kevin. Carraspeó y logró controlar las lágrimas que estaban por salir.

“Pero ustedes, manga de hijos de puta, no se conformaron con matar a toda mi familia. Éramos quince en la canchita de fútbol hace quince años. De esa época los únicos que quedamos vivos fuimos el Chori y yo. Y mejor ni te cuento la historia del Tarugo. Ese pibe es jailánder, hermano, nació en La Carcova y se nutrió con bolsas de basura desde chiquito, loco, y la bonaerense ni siquiera lo dejaba comer basura porque tenía que pagar para entrar al basural. ¡La de veces que lo cuetearon el Tarugo! No entiendo cómo pudo sobrevivir a tantas balas ese pibito. Balas de ratis, siempre de ratis soretes como vos, Ramón.”

Ramón estaba quieto. Siempre fue un bicho calculador. Frío y calculador.

“La guita fácil te agiló, Ramoncito. Por eso te secuestramos tan fácil. Hace unos años nos hubieses reventado a tiros, nadie se te podía acercar, pero ahora estás agilado. Sos un gil, vos te olvidaste de quién fuiste y te la creíste. Te creíste tus últimos cinco años, que te la pasaste de puticlub en puticlub con putas caras y sábanas de seda. Te agilaste fácil porque nunca sufriste la escuela de Olmos. Vos no sabés lo que es la tumba y mucho menos sabés lo que es salir de ahí y llegar a tu casa. Los que pasamos años encerrados valoramos la libertad. ¿Sabés lo que hice la última vez que salí de Olmos?”

Al Kevin le empezaron a brillar los ojos.

“Te cuento. Me esperó el Chori subido a alta nave. Me llevó a una parrillita cheta de Lanús y me quiso regalar el postre en un puticlub copado de Adrogué. Adrogué, Ramóncito, ¿te imaginás a dos negros como nosotros paseando en el conchetaje de Adrogué? ¿Sabés lo que le dije? Le dije que ni en pedo. Le dije que me llevara al departamentito donde nos guardábamos. Le dije que quería dormir con sábanas sin chinches ni cucarachas. Eso le pedí y eso hizo el Chori. Me llevó, entré y encontré el departamentito re cheto, como sabía que me lo iba a dejar el Chori. Encontré una king size con sábanas perfumaditas, Ramón. Me bañé en un baño que no tuve que compartir con nadie. Me tiré y dormí quince horas de corrido, Ramón. No me quería levantar más, sabés. Pero al otro día quise volver a dormir así de lindo y no pude, no pude porque a mitad de la noche busqué la faca debajo de la almohada y no la encontré. Entré en pánico. ¿Podía dormir sin faca debajo de la almohada? Al ratito me di cuenta de que estaba en una casa re piola y que la faca no la necesitaba. Pero durante cuatro meses me levantaba todo transpirado a las tres de la mañana buscando la faca. ¿Sabés cómo solucioné ese bondi? No fue yendo al psicólogo, Ramón. Agarré una cuchilla grande y afilada y la puse en la cabecera de la cama, entre el colchón y la madera, ahí nomás de mi mano. Hasta el día de hoy duermo con una faca grosa y pulida, Ramón.”

Ramón mantenía la vista fija hacia adelante. Era imposible saber lo que pensaba.

“Otra cosa que nos hace superiores a los chorros de la gorra es que sabemos que estamos jugados por siempre. Ustedes, como son asesinos oficiales, son los asesinos del Estado, siempre saben que pueden llorarle la carta a un juez o a un periodista y capaz que con un buen boga queman el expediente que los encana. A nosotros nadie nos escucha, Ramón. Y si nos escuchan, no nos creen, por la sencilla razón de ser negros de mierda, y al negro de mierda no se le cree y el día que nos crean se van asustar tanto que van a mentirse y decir que es mejor olvidarlo, porque la gente blanca no quiere enquilombarse con nosotros y con nuestros derechos. ¡Qué quilombo se armaría si empezáramos a tener derechos, boludo! ¡Qué miedito le agarraría a doña Rosa!”

Nuevo volantazo y nuevo cabezazo de Ramón contra el asiento delantero. Rebotó como roca y volvió a acomodarse en forma recta con una nueva acelerada del Corsa. El Kevin seguía hablándole como si nada.

“En eso tenía razón la Bruja Gutiérrez. Lo conocés a la Bruja, ¿no? Obvio que lo conocés. A ese antichorro hijo de puta lo conocen todos los taqueros. Pero a diferencia tuya, la Bruja tenía huevos. Cuando estuvo de director en Olmos, a fines de los ochenta, todos los viernes a la tarde entraba a los pabellones más picantes del primer y segundo piso y nos invitaba a pelear. La Bruja entraba solo y peleaba solo. Era cinturón negro de taekwondo y organizaba solito peleas mano a mano contra el que quisiera pelearle. La Bruja estaba zarpado de merca cuando peleaba, pero nosotros también, y en esos mano a mano nos cagaba a palos. Yo era re pibito en esa época pero me le paraba de manos. Tres veces me le paré y las tres veces cobré.”

El Kevin iba subiendo el tono de voz. Ahora casi gritaba. Ramón parecía no amedrentarse frente a su interlocutor.