El origen de la vida - Alexander Ivánovich Oparin - E-Book

El origen de la vida E-Book

Alexander Ivánovich Oparin

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La historia nos muestra que el problema del origen de la vida ha atraído la atención de la humanidad ya desde los tiempos más remotos. No existe un solo sistema filosófico o religioso, ni un solo pensador de talla, que no haya dedicado la máxima atención a este problema, lo que ha ha constituido el centro de una lucha acerba entre dos filosofías irreconciliables: el idealismo y el materialismo. Hasta los inicios del siglo xx, las ciencias naturales habían sido incapaces de encontrar una solución racional y científica a este problema, atrapadas como estaban en el callejón sin salida al que llevaba el principio de la generación espontánea. Los estudios de Oparin, cuyos primeros resultados publicó en la presente obra, fueron pioneros en su época y, pese a la fuerte oposición inicial que recibieron, serían base y estímulo para la investigación en este campo.

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Akal / Básica de bolsillo / Serie Ciencia / 303

Alexander Oparin

El origen de la vida

La historia nos muestra que la explicación del origen de la vida ha atraído la atención de la humanidad ya desde los tiempos más remotos. No existe un solo sistema filosófico o religioso, ni un solo pensador de talla, que no haya dedicado la máxima atención a esta cuestión, lo que ha constituido el centro de una lucha acerba entre dos filosofías irreconciliables: el idealismo y el materialismo. Hasta los inicios del siglo xx, las ciencias naturales habían sido incapaces de encontrar una solución racional y científica a este problema, atrapadas como estaban en el callejón sin salida al que llevaba el principio de la generación espontánea. Los estudios de Oparin, cuyos primeros resultados publicó en la presente obra, fueron pioneros en su época y, pese a la fuerte oposición inicial que recibieron, serían base y estímulo para la investigación en este campo.

Diseño de portada

Sergio Ramírez

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

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La versión al español de esta obra se basa en la traducción utilizada por Ediciones en Lenguas Extranjeras, Moscú, 1955, que constituye la única versión expresamente autorizada por Mezhdunarodnaia Kniga.

Título original

Возникновениежизни

© Ediciones Akal, S. A., 1979

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-5000-1

Capítulo I

La lucha del materialismo contra el idealismo y la religión en torno al problema del origen de la vida

¿Qué es la vida, cuál es su origen? ¿Cómo han surgido los seres vivos que nos rodean? La respuesta a estas preguntas constituye uno de los problemas más grandes de las ciencias naturales. Consciente o inconsciente, todos los hombres, cualquiera que sea el nivel de su desarrollo, se plantean estas preguntas y, mal o bien, les dan una respuesta. Sin responder a estas preguntas no puede haber ninguna concepción del mundo, ni siquiera la más primitiva.

El problema del origen de la vida viene preocupando el pensamiento humano desde tiempos inmemoriales. No hay sistema filosófico ni pensador famoso que no haya concedido a este problema la mayor atención. En las distintas épocas y en los diferentes grados del desarrollo cultural, al problema del origen de la vida se le daban soluciones diversas, pero siempre se ha entablado en torno a él una encarnizada lucha ideológica entre los dos campos filosóficos irreconciliables: el materialismo y el idealismo.

Al observar la naturaleza que nos rodea, solemos dividirla en mundo de los seres vivos y mundo inanimado o inorgánico. El mundo de los seres vivos está representado por una variedad enorme de especies animales y vegetales. Mas, a pesar de esa variedad, todos los seres vivos, desde el hombre hasta el microbio más minúsculo, tienen algo de común, algo que los hace afines y que, a la vez, distingue hasta la bacteria más simple de los objetos del mundo inorgánico. Ese «algo» es lo que denominamos vida, en el sentido más sencillo y elemental de esta palabra. Pero, ¿qué es la vida? ¿Es de naturaleza material, como todo el mundo restante, o su esencia reside en un principio espiritual inaccesible al conocimiento basado en la experiencia?

Si la vida es de naturaleza material, estudiando las leyes que la rigen podemos y debemos modificar o transformar conscientemente y en el sentido deseado a los seres vivos. Ahora bien, si todo lo vivo ha sido creado por un principio espiritual, cuya esencia es incognoscible, deberemos limitarnos a contemplar pasivamente la naturaleza viva, impotentes ante fenómenos que se suponen inaccesibles a nuestro conocimiento y a los que se atribuye un origen sobrenatural.

Los idealistas siempre han considerado y siguen considerando la vida como manifestación de un principio espiritual supremo, inmaterial, al que dan el nombre de «alma», «espíritu universal», «fuerza vital», «razón divina», etcétera. Considerada desde este punto de vista, la materia en sí es algo inanimado e inerte. No sirve más que de materia para la estructuración de los seres vivos, pero estos sólo pueden originarse y existir cuando el alma inculca vida a ese material y le da la forma y la armonía de su estructura.

Este concepto idealista de la vida constituye la base de todas las religiones del mundo. A pesar de su diversidad, todas ellas están de acuerdo en afirmar que un ser supremo (Dios) proporcionó un alma viva a la carne inanimada y perecedera, y que precisamente esa partícula eterna del ser divino es lo vivo, lo que mueve y mantiene a los seres vivos. Cuando se desprende, no queda más que la envoltura material vacía, un cadáver que se pudre y descompone. La vida es una manifestación del ser divino, y por eso el hombre no puede conocer la esencia de la vida ni, mucho menos, aprender a regularla. Tal es la conclusión fundamental de todas las religiones sobre la naturaleza de la vida, y no se concibe ninguna doctrina religiosa que no llegue a esa conclusión.

El problema de la esencia de la vida es abordado en forma totalmente distinta por el materialismo, según el cual la vida, como todo el mundo restante, es de naturaleza material y no necesita para su explicación el reconocimiento de ningún principio espiritual supramaterial. La vida no es más que una forma especial de existencia de la materia, que se origina y se destruye de acuerdo con determinadas leyes. La práctica, la experiencia objetiva y la observación de la naturaleza viva constituyen el camino seguro que nos conduce al conocimiento de la vida.

Toda la historia de la ciencia de la vida –la biología– nos muestra lo fecundo que es el camino materialista en el estudio de la naturaleza viva sobre la base de la observación objetiva, de la experiencia y de la práctica social histórica; de qué modo tan completo nos descubre ese camino la esencia de la vida y cómo nos permite dominar la naturaleza viva, modificarla conscientemente en el sentido deseado y transformarla en beneficio de los hombres que construyen el comunismo.

La historia de la biología nos ofrece una sucesión ininterrumpida de victorias de la ciencia, que demuestran la plena cognoscibilidad de la vida, y una sucesión ininterrumpida de derrotas del idealismo. Sin embargo, durante mucho tiempo ha existido un problema al que no se había podido dar una solución materialista, constituyendo, por esa razón, un buen refugio para las elucubraciones idealistas de todo género. Ese problema era el origen de la vida.

A diario observamos que los seres vivos nacen de otros semejantes. El ser humano nace de otro ser humano; la ternera, de una vaca; el polluelo sale del huevo puesto por una gallina; los peces nacen de las huevas puestas por otros peces análogos; las plantas salen de semillas que han madurado en plantas semejantes. Pero no siempre ha debido de ser así. Nuestro planeta, la Tierra, tiene un origen, tiene que haberse formado en cierto periodo. ¿Cómo aparecieron en ella los primeros antepasados de todos los animales y de todas las plantas?

De acuerdo con las ideas religiosas, todos los seres vivos habrían sido creados originariamente por Dios. Este acto creador del ser divino habría hecho aparecer en la Tierra, de golpe y en forma acabada, los primeros antepasados de todos los animales y de todas las plantas que pueblan actualmente nuestro planeta. Un acto creador especial habría dado origen al primer hombre, del que descenderían todos los seres humanos de la Tierra.

Así, según la Biblia, el libro sagrado de los judíos y de los cristianos, Dios habría creado el mundo en seis días, con la particularidad de que al tercer día formó las plantas, al quinto los peces y las aves, y al sexto las fieras y, por último, los seres humanos, primero al hombre y después a la mujer. El primer hombre, Adán, habría sido hecho por Dios, de un material inanimado, de barro; después le habría dado un alma, convirtiéndolo así en un ser vivo.

El estudio de la historia de la religión demuestra que estos cuentos inocentes acerca del origen repentino de los animales y de las plantas, que aparecen hechos y derechos, como seres organizados, descansan en la ignorancia y en una interpretación simplista de la observación superficial de la naturaleza que nos rodea.

Esta fue la razón de que durante muchos siglos se creyese que la Tierra era plana y se mantenía inmóvil, que el Sol giraba en torno a ella, levantándose por el oriente y ocultándose tras el mar o las montañas, por el occidente. Esa misma observación superficial, muchas veces, hacía creer a los hombres que distintos seres vivos, como, por ejemplo, los insectos, los gusanos, e incluso los peces, las aves y los ratones, no sólo podían nacer de otros animales semejantes, sino también surgir directamente, generarse de un modo espontáneo a partir del fango, del estiércol, de la tierra y de otros materiales inanimados. Siempre que el hombre tropezaba con la generación repentina y masiva de seres vivos, los consideraba como una prueba de la generación espontánea de la vida. Y aún ahora, cierta gente inculta está convencida de que los gusanos se engendran en el estiércol y en la carne podrida y que diversos parásitos caseros surgen espontáneamente a partir de los desperdicios, las basuras y todo género de inmundicias.

Su observación superficial no percibe que los desperdicios y las basuras no son sino el lugar, el nido donde los parásitos depositan sus huevos, que más tarde dan origen a nuevas generaciones de seres vivos.

Antiguas teorías de India, Babilonia y Egipto nos hablan de esa generación repentina de gusanos, moscas y escarabajos que nacen del estiércol y de la basura; de piojos que se engendran en el sudor humano; de ranas, serpientes, ratones y cocodrilos procreados por el fango del Nilo, de luciérnagas que se consumen. Estas fantasías acerca de la generación espontánea se relacionaban en tales teorías con las leyendas y tradiciones religiosas. Las apariciones repentinas de seres vivos eran interpretadas únicamente como manifestaciones parciales de la voluntad creadora de los dioses o de los demonios.

En la antigua Grecia, muchos filósofos materialistas negaban ya esa explicación religiosa del origen de los seres vivos. Sin embargo, el curso de la historia hizo que en los siglos siguientes se desarrollase y llegase a predominar una concepción enemiga del materialismo: la concepción idealista de Platón, filósofo de la antigua Grecia.

Según las ideas de este filósofo, la materia vegetal y animal, por sí sola, carece de vida, y sólo puede vivificarse cuando el alma inmortal, la «psique», se aloja en ella. Esta idea de Platón desempeñó un gran papel negativo en el desarrollo ulterior del problema que estamos examinando. Hasta cierto punto, se reflejó también en la doctrina de otro filósofo de la antigua Grecia, Aristóteles, convertida más tarde en base de la cultura medieval y que dominó en el pensamiento de los pueblos durante casi dos mil años.

En sus obras, Aristóteles no se limitó a describir numerosos casos de seres vivos que, según le parecían a él, surgían espontáneamente, sino que, además, dio a este fenómeno cierta base teórica. Este filósofo consideraba que los seres vivos, lo mismo que todos los demás objetos concretos, se formaban por la conjugación de cierto principio pasivo, la materia, con un principio activo, la forma. Esta última sería para los seres vivos la «entelequia del cuerpo», el alma. Ella era la que daba forma al cuerpo y la que lo movía. Resulta, por consiguiente, que la materia carece de vida, pero es abarcada por esta, se forma armoniosamente y se organiza con ayuda de la fuerza anímica, que inculca vida a la materia y la mantiene viva.

Las ideas aristotélicas ejercieron gran influencia sobre toda la historia ulterior del problema del origen de la vida. Todas las escuelas filosóficas posteriores, tanto las griegas como las romanas, compartieron plenamente esta idea de Aristóteles acerca de la generación repentina de los seres vivos. A la vez, con el transcurso del tiempo, la fundamentación teórica de la generación espontánea y repentina fue adquiriendo un carácter cada vez más idealista y hasta místico.

Este último carácter lo adquirió, en particular, a comienzos de nuestra era, entre los neoplatónicos. Plotino, jefe de esta escuela filosófica, muy difundida en aquella época, enseñaba que los seres vivos habían surgido en el pasado y surgían aun cuando la materia se animaba por el espíritu vivificador.

Parece ser que fue Plotino el primero en formular la idea de la «fuerza vital», que pervive aún hoy en las doctrinas reaccionarias de los vitalistas contemporáneos.

Para explicar el origen de la vida, el cristianismo primitivo se basaba en la Biblia, la cual, a su vez, lo había copiado de las leyendas místicas de Egipto y Babilonia. Las autoridades de la teología de fines del siglo IV y principios del V, los llamados padres de la Iglesia, fundieron estas leyendas con las doctrinas de los neoplatónicos, elaborando sobre esta base su propia concepción mística del origen de la vida, íntegramente mantenida hasta nuestros días por todas las doctrinas cristianas.

Basilio de Cesárea, obispo que vivió a mediados del siglo IV de nuestra era, en sus prédicas acerca de que el mundo había sido creado en seis días, decía que, por voluntad divina, la Tierra había engendrado de su propio seno las distintas hierbas, raíces y árboles, así como también las langostas, los insectos, las ranas y las serpientes, los ratones, las aves y las águilas. «Esta voluntad divina –dice Basilio– sigue manifestándose hoy día con fuerza indeclinable».

El «beato» Agustín, contemporáneo de Basilio y una de las autoridades más influyentes de la Iglesia católica, trató de fundamentar en sus obras, desde el punto de vista de la concepción cristiana del mundo, la generación espontánea de los seres vivos.

Agustín consideraba que la generación espontánea de los seres vivos era una manifestación del arbitrio divino, un acto mediante el cual el «espíritu vivificador», las «invisibles semillas espirituales» daban vida a la materia inanimada. Así fue como Agustín sentó la plena correspondencia de la teoría de la generación espontánea con los dogmas de la Iglesia cristiana.

La Edad Media añadió muy poco a esta concepción anticientífica. En el medioevo, las ideas filosóficas, cualquiera que fuese su carácter, sólo podían subsistir si iban envueltas en una capa teológica, si se cubrían con el manto de tal o cual doctrina de la Iglesia. Los problemas de las ciencias naturales quedaron relegados a segundo plano. Para poder juzgar la naturaleza circundante, no se recurría a la observación ni a la experiencia, sino a la Biblia y a los textos teológicos. Procedentes de Oriente, llegaban a Europa solamente escasas noticias sobre problemas de las matemáticas, de la astronomía y de la medicina.

Del mismo modo, y a través de traducciones a menudo muy desfiguradas, llegaron a los pueblos europeos las obras de Aristóteles. Al principio, su doctrina pareció peligrosa, pero luego, cuando la Iglesia comprendió que podía utilizarla con provecho para muchos de sus fines, elevó a Aristóteles a la categoría de «precursor de Cristo en los problemas de las ciencias naturales». Y según la acertada expresión de Lenin, «la escolástica y el clericalismo no tomaron de Aristóteles lo vivo, sino lo muerto»[1]