El origen de la vida - Juan Antonio Aguilera - E-Book

El origen de la vida E-Book

Juan Antonio Aguilera

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Beschreibung

A lo largo de la historia, todas las culturas han desarrollado teorías que tratan de explicar la aparición de los primeros organismos en nuestro planeta. En los últimos años, los avances en biología y genética han abierto nuevas posibilidades. ¿Es posible descubrir nuestro origen? ¿Llegaremos a recrear la vida de manera controlada en un laboratorio? ¿Existe vida en otros lugares del universo? Recorrer el camino hacia el pasado es, al mismo tiempo, una mirada al futuro.

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© Juan Antonio Aguilera Monchón, 2017.

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2018. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF.: ODBO452

ISBN: 9788491873716

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

Introducción

La aparición de la vida en el cosmos

El camino hacia la vida

La evolución química de la sopa primordial

La génesis de las primeras células

El LUCA: características y evolución

El árbol (o bosque) de la vida

Bibliografía

Introducción

Dilucidar cómo fue y qué provocó el origen de la vida es uno de los grandes retos de la ciencia, y quizás el mayor de la biología. Así lo reconocen los propios científicos cuando se les pregunta sobre los principales misterios pendientes de resolver. En la actualidad, el desafío cobra más vigor que nunca debido a que parece que nos hallamos a las puertas de encontrar vida en otros planetas o satélites, solares o extrasolares, y a que cada vez estamos más cerca de recrear en el laboratorio al menos algunas de las etapas claves para su génesis a partir de moléculas sencillas.

La razón del persistente interés por el origen de la vida está, en primer lugar, en que necesitamos solucionar esa cuestión para profundizar en otra: «¿De dónde venimos?», una de las más profundas preguntas de la existencia, en buena medida porque va muy ligada al «¿Qué somos?» que ha inquietado siempre a los humanos. En segundo lugar, el enigma del comienzo de la vida nos seduce por la dificultad de explicar el inicio natural de las entidades más complejas que conocemos en el cosmos. Finalmente necesitamos saber hasta qué punto son probables otros orígenes, es decir, si estamos solos en el universo. Rastreando nuestro pasado, nos encontramos con que la aparición de la especie humana es, al fin y al cabo, solo un caso más en la historia de la vida. Si vamos mucho más atrás, llegamos a la aparición y evolución temprana del universo, y vemos que los físicos son capaces de detallarnos lo que previsiblemente ocurrió ¡hace 13800 millones de años! ¿Qué pasa entonces con el origen de la vida, algo aparentemente mucho más modesto, y más reciente que la Gran Explosión? Ocurre que lo que ha de dilucidarse no solo es también muy antiguo, sino especialmente complejo, y, en contraste con la aparición de la Tierra o de nuestra especie, en el caso del origen de la vida no tenemos de momento otros casos similares que estudiar y con los que comparar. A diferencia de lo que sucede, por ejemplo, con la conciencia, no tenemos ninguna vida «en menor grado», sino que toda la vida conocida está en su plenitud, y hasta la más simple exhibe una complejidad abrumadora.

Seguramente esas dificultades han alentado respuestas alejadas de la ciencia, en particular la de que la vida fue creada por algún dios. En primera instancia parece la solución más sencilla y, al estar ligada a muchas y extendidas religiones, es la idea sobre el origen de los seres vivos más popular del mundo —y tal vez la más antigua—. Pero más que una hipótesis es una creencia, sin fundamento, aunque algunos intenten disfrazarla con un envoltorio científico mediante la falacia conocida como «diseño inteligente».

Una posibilidad que mira al cielo, pero a un cielo real, es la de que la vida llegara a la Tierra desde otra parte. Se la conoce como panspermia, y la han defendido desde Anaxágoras en el siglo V a.C. hasta científicos modernos como el físico y premio Nobel de Química sueco Svante Arrhenius y el físico y biólogo molecular británico Francis Crick.

Aunque la panspermia es una hipótesis científica que tener en cuenta, parece probable que no haya que recurrir a ella para explicar la aparición de la vida en la Tierra. Todo apunta a que surgió en ella, pero para entender cómo pudo ocurrir se necesita la aportación de científicos de muchas disciplinas, tanto biológicas como físicas, químicas y geológicas, e incluso matemáticas e informáticas. Y es que, en un terreno tan escabroso, solo un esfuerzo multidisciplinar tiene posibilidades de éxito.

La reconstrucción del camino que condujo a la aparición de los primeros seres vivos se puede hacer yendo de atrás —el comienzo— adelante, o desde el presente hacia atrás, y se confía en recomponer entre los dos abordajes la historia completa de la vida.

El camino desde la Tierra primitiva hasta el presente empezaría en unas aguas —pues toda la vida conocida es una «vida acuosa»— con moléculas sencillas precursoras de las complejas que hoy nos constituyen; es decir, que la evolución biológica estuvo precedida de una evolución química. Y esta es susceptible de ser recreada en el laboratorio, como empezó a demostrarse de manera espectacular en la década de 1950 gracias al empuje entusiasta de Stanley Lloyd Miller, un joven científico apoyado en las hipótesis de quienes lo precedieron.

El avance en la comprensión de la vida conocida lleva a identificar en ella tres componentes: la celularidad, el metabolismo y la genética, y por ello se hacen intentos de tomar la generación primera de alguno de ellos como punto de partida. Pero ¿y si, después de todo, resultara más fácil generarlo todo a la vez, como apuntan algunos experimentos recientes?

Si intentáramos, ingenuamente, dar una respuesta personal al problema de nuestros últimos orígenes, empezaríamos por elaborar nuestro árbol genealógico, retrocediendo hasta los padres, abuelos, bisabuelos, tatarabuelos… Si tuviéramos los datos para seguir la indagación, en un centenar de generaciones estaríamos al comienzo de la conocida como Era Común (hace dos milenios). Mucho antes habríamos perdido la pista a nuestra rama familiar, pero sabemos que, si pudiéramos seguirla, en solo unas 250000 generaciones acabaríamos encontrando ancestros comunes con chimpancés y bonobos. Más atrás, nos encontraríamos con los antepasados que compartimos con todo el resto de los mamíferos; más atrás aún, emparentaríamos con las plantas... Finalmente, nos veríamos incluidos en el mismo tronco que todos los seres vivos. Pues bien, lo extraordinario es que ya disponemos de ese árbol genealógico universal.

Que tal árbol sea común para todos los seres vivos quiere decir que todos descendemos de un mismo antepasado, el denominado LUCA (por la sigla inglesa de «último antepasado común universal»). Por eso, para entender por qué somos como somos, intentamos averiguar cómo era el LUCA, y cómo consiguió progresar y diferenciarse hasta dar lugar a la maravillosa panoplia de seres vivos pasados y actuales.

Según diversos autores, la vida pudo aparecer en varios ambientes y por distintos mecanismos. Probablemente nunca podamos tener seguridad sobre el modo en el que ocurrieron realmente los hechos, pero ya es admirable que podamos saber cómo pudieron ocurrir con cierta o mucha probabilidad, basándonos en observaciones y experimentos rigurosos. Esa probabilidad es bajísima para algunos, como el bioquímico francés Jacques Monod, y muy alta para otros, como el químico belga de origen ruso Ilya Prigogine, pero hay que valorar que hubo un tiempo en el que se pensaba que el origen espontáneo de algo tan complejo como la vida era sencillamente imposible, una opinión que hoy solo mantienen personas poco instruidas o cegadas por sus creencias.

Arrhenius, Oparin, Crick, Monod, Prigogine… La lista de grandes científicos que se preocuparon o se preocupan por el origen de la vida es formidable. El mismísimo Charles Darwin se interesó por el asunto, pero fue consciente de que le faltaba información. Merece destacarse que en esa lista encontremos a varios premios Nobel de los ámbitos de la física (Schrödinger, Fermi, Gell-Mann, Salam), la química (Arrhenius, Urey, Eigen, Prigogine, Gilbert, Cech) y la biología (Crick, Monod, Wald, De Duve, Szostak), pues pone de manifiesto el carácter multidisciplinar del problema. No ocultaremos que la gran mayoría de ellos se interesaron por el origen de la vida… después de recibir el Nobel. Otro de los grandes, el biólogo sudafricano Sydney Brenner, declaró, precisamente después de obtener el Nobel de Medicina en 2002, que el gran reto de la biología es «reconstruir el pasado», y Francis Crick llegó a decir que «no manifestar interés por estos temas es ser verdaderamente inculto». Afortunadamente, el lector se encuentra a salvo de esta descalificación, por lo que lo invitamos a la aventura de buscar nuestros orígenes más remotos en la Tierra, empezando por investigar hasta qué punto es amigable para cualquier tipo de vida nuestra gran casa: el universo.

La aparición de la vida en el cosmos

En los años 2016 y 2017 tuvo un impacto mundial el hallazgo de nuevos planetas extrasolares, próximos a la Tierra en términos galácticos, y con posibilidades de albergar agua líquida y, por tanto, vida. En seguida nos asaltan preguntas de alcance. ¿Hasta qué punto es razonable ese «por tanto», esto es, hasta qué extremo la presencia de agua líquida garantiza, o al menos sugiere, que se haya originado vida? ¿Es posible que se desarrollen otras formas de vida basadas en químicas diferentes a la de los organismos terrestres, que ni siquiera necesiten agua?

Estos interrogantes sugieren otras posibilidades y nos hacen cuestionarnos qué es lo que buscamos; es decir, qué es la vida. Complicada pregunta, pues la definición de vida es uno de los problemas más controvertidos —y, por ello, recurrentes— no solo de la biología, sino de toda la ciencia.

En realidad, caracterizar la vida conocida es sencillo, pues toda ella está formada por células —o depende de ellas, en el caso de los virus—, y se basa en la actividad de dos tipos de moléculas: los ácidos nucleicos, ADN y ARN, responsables de las tareas genéticas, y las proteínas, que actúan a la manera de nanorrobots o «máquinas orgánicas», realizando múltiples trabajos. Uno de los más conocidos es el de acelerar el conjunto de reacciones químicas que tienen lugar el el cuerpo de cualquier ser vivo y que constituyen su metabolismo, y las proteínas que lo llevan a cabo se conocen como enzimas.

Cada célula está delimitada por una membrana en la que predominan los lípidos, compuestos orgánicos insolubles en agua que incluyen las grasas y el colesterol, entre otros. Las membranas desempeñan un papel esencial en el intercambio de sustancias entre el interior y el exterior de las células.

Pero si queremos una definición de vida que incluya a las formas vivientes surgidas eventualmente en otros mundos, no puede ser tan precisa. Se han realizado muchas propuestas, pero ninguna es plenamente satisfactoria para todos los científicos. No obstante, la definición de ser vivo más empleada y citada —aunque sea para criticarla e intentar mejorarla— es la de la NASA: «un sistema químico autosostenido capaz de experimentar evolución darwiniana».

Cabe hacerse varias preguntas. Si lo que condujo a la aparición de la vida en la Tierra no fue un suceso sino un proceso, ¿solo sería legítimo hablar de seres vivos cuando se pusiera en marcha el mecanismo de evolución darwiniana? En el neodarwinismo, versión moderna del darwinismo, se distingue entre las moléculas que transportan la información genética (el ADN) y las que hacen la mayor parte de los trabajos celulares (las proteínas). Sin embargo, en la hipótesis más acreditada del origen de la vida se propone una etapa de evolución sustentada en la selección natural pero sin esa distinción entre moléculas informativas y trabajadoras en la que la evolución no sería neodarwiniana. Del mismo modo, ¿no son posibles seres vivos, en otros mundos, basados en químicas diferentes, que tampoco diferencien entre esas moléculas, y que por tanto no se basen en la evolución neodarwiniana?

Pensando en estos y otros problemas, y en las posibilidades de otras químicas, se propone una definición amplia según la cual un ser vivo es un sistema material que intercambia materia y energía con el medio, se autorregula y se autoperpetúa, y es producto inmediato o secundario de la evolución por selección natural.

LA QUÍMICA DE LA VIDA EXTRATERRESTRE

Toda la vida terrestre se construye alrededor de un elemento químico: el carbono. Las características de sus átomos les confieren una gran capacidad de enlazarse con otros. Así, el carbono puede formar una enorme variedad de compuestos químicos, y moléculas de gran tamaño y complejidad, que son el objeto de estudio de la química orgánica. ¿Es posible una vida alternativa a la terrestre, no basada en la química del carbono y en un medio distinto al agua?

Se ha especulado mucho sobre la posibilidad de que el silicio desempeñe, en otros planetas o satélites, un papel similar al del carbono por su alta capacidad para formar enlaces con otros átomos, pero cuando se intenta concretar esa química siliciana, no aparece ni de lejos la exuberancia y «capacidad informativa» de la química orgánica, de modo que aquella no se desecha totalmente, pero queda como una posibilidad remota.

Algo similar cabe decir de los disolventes distintos al agua, como el amoniaco, los hidrocarburos, etc.; ninguno parece ofrecer el conjunto de ventajas del agua. Además, hay que considerar que tanto esta como los compuestos orgánicos son ubicuos en el universo, de modo que las razones de la mera abundancia también juegan a su favor. Es más, cuando se simulan las condiciones de un planeta primitivo, algunas moléculas orgánicas de «tipo biológico», en especial los aminoácidos, aparecen en medio acuoso con facilidad.

En definitiva, aunque no pueden descartarse totalmente otras químicas de la vida, lo más probable es que cualquier biología se sustente también sobre el carbono, acompañado, como en la Tierra, de otros elementos como el hidrógeno (H), el oxígeno (O), el nitrógeno (N), y presumiblemente el fósforo (P) y el azufre (S): en el universo abundaría la vida «CHONPS». Esa química es especialmente efectiva en un medio acuoso, donde es fácil que genere pequeñas burbujas, delimitadas por membranas muy sencillas, que son esenciales para la aparición y el desarrollo de la vida conocida. Por todo ello, la prioridad en cualquier búsqueda de condiciones propicias para los seres vivos en el espacio debe ser el hallazgo de materia orgánica y agua, acompañados de fuentes de energía adecuadas para alimentar el desarrollo de la vida.

A semejanza de lo que ocurre en la Tierra, en otros mundos la energía puede proceder, sobre todo, de las estrellas próximas a los cuerpos de interés (los planetas o sus satélites), y del propio interior de esos cuerpos, pero tampoco deben descartarse otras fuentes de energía.

¿HAY MÁS VIDA EN EL SISTEMA SOLAR?

A la hora de buscar vida fuera de la Tierra, parece lógico empezar por lo más cercano: otros astros de nuestro propio sistema solar. Hace cosa de un siglo la opinión general era que Marte estaba habitado, pero conforme se profundizaba en su estudio y crecía el conocimiento sobre él, se disipaban las expectativas de que albergase vida.

El «planeta rojo» es hoy un lugar muy inhóspito, debido a su escasísima atmósfera, rica en dióxido de carbono, y a su superficie carente de agua líquida permanente, con una temperatura media de –46 ºC. No obstante, hay una alta probabilidad de que Marte albergara en sus primeros mil millones de años gran cantidad de agua líquida en su superficie, por lo que pudo generar y sostener vida de forma paralela a la Tierra. Incluso cabe la posibilidad de que formas de vida originarias de la Tierra llegaran hasta Marte, o viceversa, merced a la expulsión de materiales tras el impacto de cometas o asteroides.