El oro de Mussolini - Manuel Aguilera Povedano - E-Book

El oro de Mussolini E-Book

Manuel Aguilera Povedano

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En 1937, tras un año de guerra civil, el gobierno de la república activó la Operación Schulmeister con el objetivo de lograr la retirada de la ayuda de Hitler y Mussolini al bando nacional, para lo cual se planteó la cesión de territorios como las Baleares, Canarias o el Marruecos español. Dada la importancia del botín en juego, las grandes potencias desplegaron un juego diplomático con espías, empresas pantalla y testaferros para controlar el Mediterráneo occidental. A pesar de la posterior oposición de Franco a la enajenación de Mallorca, Mussolini compró la tercera finca en extensión de la isla con el fin de colonizarla y de establecer una cabeza de puente para el futuro. En 1950 la exministra republicana Federica Montseny señaló «Aún es demasiado pronto para escribir toda la historia». En 2022, tras quince años de investigaciones en siete ciudades de cuatro países diferentes, Manuel Aguilera nos desvela el secreto mejor guardado de la Segunda República. Lo hace con un pulso narrativo propio de la novela, pero con un apoyo documental férreo. Estamos ante el explosivo descubrimiento de un episodio desconocido de la guerra civil que levantará ampollas

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MANUEL AGUILERA POVEDANO

(Palma, 1978) es periodista y doctor en Historia con premio extraordinario. Trabaja como profesor de Periodismo en Mallorca y ha publicado dos ensayos históricos centrados en la guerra civil en esa isla: Compañeros y camaradas. Las luchas entre antifascistas en la Guerra Civil española y Un periodista en el desembarco de Bayo. Desde 2017 es codirector del proyecto de investigación Espais de la batalla de Mallorca. El proceso de investigación para redactar El oro de Mussolini ha ocupado sus sueños durante los últimos quince años.

 

En 1937, tras un año de guerra civil, el Gobierno de la República activó la Operación Schulmeister con el objetivo de lograr la retirada de la ayuda de Hitler y Mussolini al bando nacional, para lo cual se planteó la cesión de territorios como las Islas Baleares, Canarias y el Marruecos español.

Dada la importancia del botín en juego, las grandes potencias desplegaron un juego diplomático con espías, empresas pantalla y testaferros para controlar el Mediterráneo occidental.

A pesar de la posterior oposición de Franco a la enajenación de Mallorca, Mussolini compró la tercera finca en extensión de la isla con el fin de colonizarla y de establecer una cabeza de puente para el futuro.

Sobre ello, en 1950 la exministra republicana Federica Montseny señaló: «Aún es demasiado pronto para escribir toda la historia». En 2022, tras quince años de investigaciones en siete ciudades de cuatro países diferentes, Manuel Aguilera nos desvela el secreto mejor guardado de la Segunda República. Lo hace con un pulso narrativo propio de la novela, pero con un apoyo documental férreo.

Estamos ante el explosivo descubrimiento de un episodio desconocido de la guerra civil.

EL ORO DE MUSSOLINI

Manuel Aguilera Povedano

EL ORO DE MUSSOLINI

Cómo la República planeó venderparte de España al fascismo

El oro de MussoliniCómo la República planeó venderparte de España al fascismo

© 2022, Manuel Aguilera Povedano© 2022, Arzalia Ediciones, S. L.Calle Zurbano, 85, 3.º-1. 28003 Madrid

Diseño de cubierta, interior y maquetación: Luis Brea

ISBN: 978-84-19018-13-7

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotomecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso por escrito de la editorial.

Producción del ePub: booqlab

www.arzalia.com

Índice

  1. Una colonia a cambio de la victoria

  2. Las actas de la negociación

  3. La maniobra más arriesgada de la República

  4. La conquista de Baleares

  5. Un portaviones imposible de hundir

  6. El generalísimo de Mallorca

  7. La gran estafa diplomática

  8. Las confesiones de Mussolini

  9. Las actas perdidas

10. La colonia secreta

11. Conclusiones

ANEXO: Las memorias del teniente Mancini

Fuentes

Bibliografía

Notas

A mis padres, siempre.

1

Una colonia a cambio de la victoria

Mónaco, 7 de marzo de 1937

La Estación de Ventimiglia está rodeada de verdes montañas. Frente a la entrada, hay una pequeña fuente y, en seguida, el mar. En domingo, el trasiego de viajeros ofrecía una apariencia muy distinta de la de sus veranos dorados y su feria medieval, con sus concurridos bares y el tráfico de turistas italianos y franceses. Aquel día apenas había movimiento, solo unos cuantos taxistas hablando en la puerta. Un mástil con una gran bandera verde, blanca y roja avisaba de que allí terminaba la Francia democrática y empezaba la Italia fascista.

José Chapiro llegó en coche cuando en el campanario de la iglesia sonaban las tres de la tarde. Era bajito y muy moreno. Para camuflar, en parte, esos rasgos típicamente españoles, se puso el sombrero. Miró al horizonte, encendió un cigarrillo y esperó. En seguida, un hombre alto y calvo enfundado en un abrigo verde se acercó hasta él: «¿Schulmeister?». Chapiro asintió y se fijó en el vehículo de su interlocutor. Era un Mercedes cubierto de polvo y barro, como si hubiera hecho un largo viaje. Pensó que vendría directamente de Roma, pero algo le extrañó: la matrícula era suiza.

—Prefiero que vayamos a otro sitio en mi coche, si le parece bien —propuso—. ¿Entiende el español?

—Perfectamente. ¿Dónde quiere ir?

—Aquí al lado.

Chapiro apagó el cigarrillo y ambos pusieron rumbo a Mónaco, a solo treinta kilómetros. Prefería poner tierra por medio el fascismo porque temía ser detenido. De hecho, Mussolini le había citado en Roma, pero él se opuso tajantemente. Tocar suelo enemigo era muy arriesgado, así que planteó quedar en la misma frontera. Era una de esas personas apátridas que han vivido un poco en cada sitio. Nació en Kiev, estudió en París y Berlín, se casó con una mujer acaudalada de Salzburgo y, cuando llegó la II República a España, se trasladó a Madrid. Hablaba perfectamente varios idiomas, sobre todo alemán, español y francés. Se doctoró en Filosofía y trabajaba como periodista y traductor. En su condición de judío, le horrorizaba el ascenso del nazismo, y pronto comenzó a frecuentar los ambientes de izquierdas en el agitado Madrid republicano. Allí conoció a un veterano dirigente del PSOE, Luis Araquistáin, que en septiembre de 1936 le fichó como agente secreto de la embajada de España en París.

El espía Chapiro era una persona comprometida, fiable, aplicada y con contactos en muchos países. Su fallo era la arrogancia. Era uno de esos tipos pedantes que para dar cualquier noticia sin importancia le cuentan a uno que comen y cenan con ministros o se tutean con los jefes de Estado, y consideran que debemos quedarnos todos con la boca abierta. Esta vez, sin embargo, su misión iba mucho más allá de cualquier alarde: la reunión podía suponer un auténtico vuelco para el desarrollo de la guerra en España.

La idea había partido de Araquistáin y contaba con la aprobación del presidente del Gobierno, Largo Caballero. La ayuda rusa era insuficiente y Francia y Reino Unido no querían saber nada de la deriva revolucionaria del bando republicano. En enero de 1937, la República perdía la guerra y solo quedaba una salida. Usando las propias palabras del viejo socialista, aquello era «el huevo de Colón». El embajador envió una carta a Caballero y se lo dijo claramente: «Creo que es la única solución: hay que comprar la no intervención en España». Cuando recibió luz verde, contactó con su homólogo italiano en Londres, Dino Grandi, y concertaron una reunión. Araquistáin bautizó la operación con el alias de su mejor agente, «Schulmeister», que quedó encargado de la negociación. El apodo lo había copiado de un agente doble austríaco que trabajó para Napoleón.

Los dos espías llegaron a Mónaco en poco más de media hora. Sortearon las colinas y descendieron sus pendientes convertidas en lujosas calles. A la izquierda, el Casino de Montecarlo, el más famoso del mundo, y enfrente, el paseo marítimo cargado de tiendas y cafés representativos de la opulencia europea. El ambiente era de una insólita frivolidad ante el conflicto español y la amenaza de guerra mundial. Fiestas, risas, tranquilidad, felicidad… Qué lejos quedaban los bombardeos de Madrid y la Barcelona revolucionaria.

El italiano propuso detener el coche en el mismo paseo, frente a un tea-room llamado Vecchia Firenze. El local era estrecho y alargado, con dos filas de mesas, sillas de colores y cocina al fondo. A esa hora solo había una familia francesa tratando de que los hijos se acabaran una pizza. Eligieron el lugar más reservado: la mesa del fondo. El camarero solo hablaba francés, pero, al percatarse de su acento, acertó a saludarlos en español. Chapiro pidió un té y su interlocutor un café y un vaso de agua.

—Antes de nada, quiero decirle que estoy al corriente de todo —comenzó avisando el agente de Mussolini—. Me es indiferente si alguno de sus ministros no está al tanto. Le creo capaz de llevar a cabo el proyecto. Conozco sus amistades.

—Perfecto. Eso nos ahorrará tiempo —contestó Chapiro disimulando su inquietud.

—Le advierto de que esta discusión no responde a ningún temor o duda sobre el resultado de la guerra. La victoria será de Franco. Italia se ha comprometido a fondo y el Duce no es un hombre que ceda. Si hemos acudido a esta cita, es para saber si podemos concluirla antes y con menos gasto.

—Entiendo. Nuestras intenciones son opuestas y a la vez idénticas a las suyas. Opuestas, porque estamos convencidos de que la victoria final será para la República. Hemos contenido el avance enemigo y ahora el tiempo corre a nuestro favor. Pero, como ustedes, también queremos acelerar el fin de la guerra, y mi proyecto consiste en pagarles una suma equivalente al gasto en que Italia incurre con su participación en la contienda, si cumplen el pacto de no intervención y se retiran inmediatamente.

—A nosotros no nos basta con un arreglo puramente económico. Y perdone, pero, respecto a las posibilidades militares de la República, creo estar mejor informado que usted; acabo de llegar de Madrid y conozco la situación. Sé dónde está su casa, tengo amigos en la misma calle y siempre me alojo muy cerca.

Chapiro respiró hondo antes de reposar la taza. El fascista se movía con soltura por el Madrid republicano y parecía saber mucho sobre él. Detestaba aquella misión. Odiaba la idea de comprar al enemigo, pero además se encontraba ante un agente más arrogante y preparado que él. La negociación iba a ser muy difícil.

—Le aseguro —continuó el italiano— que este encuentro les beneficia mucho más a ustedes que a nosotros. Italia no se bate por simpatía o en favor de nadie. Italia solo sacrifica a sus hijos cuando su vida nacional está en peligro. Por eso, el Duce no se decidió a intervenir hasta que vio el alcance internacional de esta lucha, cuando Francia y Rusia se decantaron por la República. No queremos que España sea una aliada de estas potencias porque Italia quedaría estrangulada en el Mediterráneo. La participación alemana tiene otras razones, yo creo que puramente económicas: quiere el mineral de hierro de España.

—Si Alemania tiene ese interés —interrumpió Chapiro—, continuará con su intervención e incluso podría paliar su ausencia si ustedes se retiran.

El italiano suavizó el gesto y usó un tono más conciliador.

—Mire, Hitler no puede hacer nada sin nosotros. Si nos vamos, Alemania seguirá el ejemplo.

—Dígame, entonces, cuáles son las condiciones de Mussolini.

—Italia y España son dos pueblos latinos de historia estrechamente ligada al Mediterráneo. Debemos entendernos. Por eso, nuestra condición central es esta: admisión de una emigración de doscientos mil italianos, la mitad de los cuales iría a Baleares y el resto, a la Península. Además, una o dos bases aéreas en Baleares; las navales nos interesan menos.

Chapiro se recostó sobre la silla y dio una calada a su cigarro para sopesar lo que acababa de oír. Era obvio que Italia estaba interesada en Mallorca, donde ya tenía un contingente de la Aviación Legionaria y numerosos buques, pero aceptar la oferta convertiría, de facto, a uno de cada cinco residentes en italiano. Aquello suponía un salto cualitativo: querían crear una nueva colonia.

—Está pidiendo demasiado. Incluso si accediéramos a ello, hay dos obstáculos insuperables. Primero, las islas no tienen espacio ni trabajo suficiente para absorber de golpe a cien mil italianos, y eso sin hablar de la hostilidad de la población local; y segundo, Inglaterra y Francia se opondrían con violencia a una concesión de semejante envergadura. Si me lo permite, es más razonable pensar en las posibilidades que ofrece el Marruecos español.

—Ya hemos pensado en esas objeciones. El Gobierno italiano ha decidido adquirir en Baleares, pagándolas al contado, extensas propiedades agrícolas para instalar en ellas a sus emigrantes, como ya hizo en Túnez. Si lo desea, podría mencionarle incluso de qué terrenos se trata. El Marruecos español crearía más complicaciones porque tiene frontera con Francia. En cambio, Baleares es un territorio formado por islas alejadas. Sobre las potencias occidentales, no se preocupe, son muy transigentes con las decisiones de su Gobierno.

—Me temo que no será suficiente.

—Además, hay otras condiciones de carácter económico: un zollverein o libre cambio durante veinticinco años para ciertos productos como la seda, la pasta y los automóviles, y un pago de cien millones de dólares en un máximo de dieciocho meses para compensar el gasto de la guerra. Esto es evidente que debe añadirse. No obstante, le aviso de que la única razón por la que Italia dejaría de apoyar a Franco es la aceptación de la primera de estas condiciones, es decir, las Islas Baleares.

2

Las actas de la negociación

San Francisco, 26 de julio de 2005

La Universidad de Stanford ocupa una extensa llanura al sur de la bahía de San Francisco. Si vas en coche desde la ciudad, asoma después de cincuenta kilómetros por la autopista 101, justo pegada a la zona residencial de Palo Alto. El nombre suena muy simple en castellano, así que la gente le ha puesto otro más sofisticado: Sillicon Valley, ‘el valle del silicio’, porque allí se fundaron grandes empresas tecnológicas como Apple y Google. Esta universidad es la segunda mejor del mundo, después de Harvard, y reúne a la élite académica y deportiva de Estados Unidos. Por sus aulas han pasado ochenta y un premios Nobel y doscientos setenta medallistas olímpicos.

El campus es uno de los más grandes del mundo. Justo en el centro, rodeado de una marea de facultades y residencias, sobresale una torre de noventa metros de altura y de estilo español —su arquitectura está inspirada en el campanario de la catedral nueva de Salamanca— que protege, como si fuera una atalaya, un tesoro: el archivo histórico de la Hoover Institution on War, Revolution and Peace. Lleva el nombre del trigésimo primer presidente de Estados Unidos, Herbert Hoover, exalumno de la universidad.

Unos meses antes de aquel verano yo no sabía nada de Stanford ni de su archivo. Todo ocurrió por casualidad. En 2005 llevaba un año de doctorado en la Universidad CEU San Pablo de Madrid investigando las luchas internas entre antifascistas durante la Guerra Civil española. Recorría los archivos recopilando noticias sobre asesinatos entre comunistas y anarquistas, cuando un día, en el sindicato CNT de Villaverde, el archivero me dijo: «Te voy a enseñar el mejor libro de la Guerra Civil». Se acercó a la estantería y sacó un ladrillo de mil páginas firmado por Burnett Bolloten. Lo estudié a fondo. Este historiador inglés había cubierto la guerra como periodista y dedicó el resto de su vida a escribir sobre las disensiones internas del bando republicano, justo el tema de mi tesis. Durante cuarenta años se carteó con los principales líderes y, en la última etapa de su vida, vendió su valioso fondo a la Hoover Institution. El hispanista Stanley Payne dice que su legado es uno de los tres mejores del mundo para el estudio de la Guerra Civil, así que decidí plantarme allí en mi mes de vacaciones y comprobarlo por mí mismo.

Una estancia en la Universidad de Stanford en pleno verano suena tan atractivo como caro. El CEU me concedió una beca de mil doscientos euros que cubrió solo una tercera parte del coste. Yo trabajaba como mileurista coordinando cursos online en la universidad, y tuve que recurrir a mi padre para comprar el billete de avión. Así, con 26 años y un nivel básico de inglés, recorrí nueve mil kilómetros para conocer unos hechos relacionados con la historia de mi país.

La idea de bucear en un archivo poco explorado me despertaba una ilusión infinita. Soñaba con encontrar algo desconocido y arrojar luz donde siempre ha habido sombras. Esa es mi motivación. Suena un poco cursi, pero es lo que me enseñaron en la carrera de Periodismo: descubrir la verdad para que el mundo sea más libre. De hecho, para eso están las universidades. Lo dicen sus propios lemas: el de Harvard es Veritas(‘verdad’); el de Yale, Lux et veritas (‘luz y verdad’) y el del CEU, In veritate libertas (‘La libertad está en la verdad’).

La segunda motivación, y no por ello menos importante, es pasármelo bien. Me gusta estar sentado en una mesa viendo papeles antiguos, pero no soy idiota: cuando viajo también quiero conocer gente, salir por ahí y vivir nuevas experiencias; engancharme a cualquiera que me enseñe el día y la noche del lugar. El lema de Stanford encajaba perfectamente con eso: Die Luft der Freiheit weht (‘Sopla el viento de la libertad’).

Mi interés en la Guerra Civil no tenía nada de personal. No había heredado ningún trauma familiar ni nada por el estilo. Simplemente, me apasionaba leer libros sobre el tema. Mis abuelos votaban a la derecha, y su pequeño pueblo —Zamoranos, en Priego de Córdoba, en el centro de Andalucía— se quedó en zona franquista solo por unos metros. Allí ocurrió lo mismo que en tantas aldeas de España: un bando mató al cura y el otro, al maestro. El 18 de julio cogió a ambos en el lado equivocado de la carretera. Mi familia siguió trabajando en su bar, sufrió bombardeos y muchas veces tuvo que evacuar ante las embestidas republicanas. Mi abuela Nati lo pasó muy mal porque estuvieron a punto de fusilar a su hermano Custodio, maestro de izquierdas. Ella siempre recordaba cómo iba todos los días a rogar por él.

No he conseguido saber mucho más. He interrogado a mis padres y tíos, y apenas tienen información porque nunca se interesaron. La posguerra en Andalucía fue tan dura, se pasó tanta hambre en esa zona, que sobrevivir lo era todo y el pasado, nada. Déjenme contarles una anécdota muy gráfica sobre esto. Un 23 de febrero apareció gente en la televisión contando qué estaba haciendo durante el golpe de Estado de Tejero. En 1981 mi padre tenía cuarenta años y yo, dos, así que le pregunté.

—¿Dónde iba a estar? Trabajando —me contestó.

Mi padre se ha dedicado toda la vida al sector de la alimentación. Empezó de dependiente en un colmado de Madrid y acabó de director de una cadena de supermercados en Mallorca. Trabajaba todos los días, a todas horas. Solo lo veíamos algunas noches antes de acostarnos. Su único día libre era el domingo, pero lo primero que hacía incluso el domingo era volver al supermercado para revisar las cámaras de frío. Yo aprovechaba para acompañarlo y correr a oscuras por aquellos maravillosos pasillos llenos de productos.

—¿No fuiste a casa por si pasaba algo?

—No, tenía que trabajar.

—¿Y si triunfaba el golpe y volvía la dictadura?

—Con dictadura o democracia, yo sabía que al día siguiente, a las seis de la mañana, tenía que estar en el trabajo.

No fui el primer español en andar por la Hoover Institution. El catedrático y maestro de historiadores Santos Juliá estuvo allí en 1974 gracias a una beca Fullbright. Él cuenta que pasó dos años en un cubículo de aquella torre española leyendo libros y prensa de los años treinta. ¿Estaba ya todo revisado? No lo sabía. Confiaba en la suerte y estaba dispuesto a ensuciarme las manos más que los demás.

Mi madre se llevó una enorme sorpresa cuando, a pesar de mi escaso conocimiento del inglés, conseguí llamarla por teléfono desde el Lejano Oeste. La residencia Xanadú del campus de Stanford estaba en el número 558 de la Mayfield Avenue, pero los Nokia no tenían geolocalizador. Me perdí y estuve horas arrastrando la maleta por calles a oscuras. No sé cómo acabé en una calle desierta llamada Junípero Serra Boulevard, el nombre del santo mallorquín que evangelizó California. Nunca había estado tan cerca y tan lejos de casa. Gracias a su providencia, acabé encontrando mi destino: un edificio marrón de tres pisos con pista de baloncesto. Mi habitación era la 24. Era muy amplia. Había dos camas y tres ventanas. Al día siguiente conocí a mi compañero de cuarto: Kenneth, un profesor de inglés de cuarenta y ocho años que venía de Washington y logró que ascendiera al nivel First de inglés con una paciencia infinita. Le apasionaba tocar la guitarra y releer los libros de C. S. Lewis —se trajo toda la colección de Las crónicas de Narnia—. Él también investigaba en la Hoover, así que compartimos desayunos, comidas y algún que otro ron. Cada mañana me decía andiamo —siempre confundía italiano y español — y recorríamos aquella inmensa ciudad universitaria con hospital y estadio de fútbol. Las distancias eran tan amplias que hasta los profesores iban en bicicleta o monopatín. Ahí me di cuenta de que había acertado al encajar mis patines en línea en la maleta. Kenneth me dijo: «En California, nunca eres demasiado mayor para patinar». Los sábados exploraba la zona con mis Bauer comiendo pipas. «Ahora sí que eres totalmente californiano», sentenció. Observaba las entonces semivacías fraternidades de estudiantes, esas con letras griegas en la puerta, y me imaginaba cómo sería Stanford en invierno: «¿Montarían las fiestas que salen en las películas?».

Una noche, al regreso de una cena, oí jaleo en una fraternidad y propuse a los compañeros del Xanadú que intentáramos colarnos. Tocamos a la puerta y nos abrió un chico algo sorprendido. «Aquí no hay ninguna fiesta», contestó, mientras al fondo volaban vasos y los graves hacían temblar los cimientos de la calle. Nos marchamos cabizbajos mientras dos chicas sentadas en las ventanas bebiendo cerveza nos gritaban frases incomprensibles para mí.

Las horas en el archivo eran mi espacio en español: allí podía leer en mi idioma la correspondencia de Bolloten con los ministros republicanos y hablar con una becaria de madre rusa y padre chileno. Se llamaba Tanya, aunque su nick del MSN Messenger era Miss Teen Iowa. Su piel era blanca eslava y el pelo negro latino. Tenía dieciocho años y trabajaba en el archivo para pagarse la carrera de Derecho en Berkeley. El viernes me atreví a invitarla a cenar y fuimos en su coche a la pizzería Delfina de Palo Alto. En el trayecto sonaba Just what I needed de The Cars, y las calles cambiaban de color a nuestro paso. Aquella noche, pasear por la meca universitaria del mundo con Miss Teen Iowa al volante me hizo tocar el cielo con las manos.

—Sabes que la Hoover Institution es muy republicana, ¿no? —me alertó Tanya mientras rebañaba con una cucharilla su helado de chocolate. Ya me había deslizado varios comentarios en contra de George Bush.

—Ah, ¿sí?

—Sí, está controlada por Condoleezza Rice.

—Bueno, a mí solo me interesa el archivo.

—Los fondos son excelentes. El que se sienta delante de ti es un ruso que hace la tesis sobre la Perestroika y los de atrás son argentinos que investigan el peronismo.

Esperaba que Tanya me llevara un día a la playa, pero nuestra relación se enfrió en seguida y al final quedó limitada a una serie de aspavientos que expresaban su firme oposición al tabaco cada vez que me veía fumar en la puerta del archivo. Y yo que pensaba que no podía ser casualidad que se llamara igual que la novia del Che Guevara…

Pasé los días recopilando una información valiosísima con la ayuda del programa Microsoft Access de bases de datos. Cada caja representaba una esperanza: la de encontrar un tesoro con el que poder publicar un reportaje o un artículo académico. Así, una mañana de miércoles, me encontré con los informes de Luis Araquistáin y José Chapiro sobre la Operación Schulmeister. Eran unos cien folios con los detalles del encuentro en Mónaco y otras ciudades. Los leí con espanto. Aquello era una prueba de la negociación del Gobierno republicano con el enemigo y del plan colonial de Mussolini en Baleares. El líder fascista quería comprar propiedades en las islas y trasladar allí a cien mil italianos, además de mantener las bases aéreas. Me llamó la atención no haber leído nunca nada sobre este tema, ni siquiera en el libro de Bolloten. Revisé bien la signatura y vi que eran copias de unos papeles que se guardaban en Madrid: «Archivo Histórico Nacional. Fondo de Luis Araquistáin. Legajo 70». Abandoné mi mesa y me senté en uno de los ordenadores comunes con acceso a internet, esos que exhibían el letrero Reserved for bibliographic searches. Abrí mi correo Yahoo y pedí a mi amigo Alfonso, que estaba en Madrid, que hiciera una copia de los originales.

Las tardes las ocupaba entre las visitas a la Green Library, el aburrimiento y las pachangas de fútbol donde defendía los colores de España frente a italianos y mexicanos. También iba a correr por el Lake Lagunita, un descampado rodeado de árboles, próximo a la residencia, que alguna vez incluso acumuló agua. Por el día, aquel lago seco me recordaba a Salinger y sus patos exiliados; por la noche, a la Matanza de Texas.

En el ecuador de mi estancia conocí a mi gran camarada: Luca, un italiano que llevaba cinco años allí investigando terremotos. Vivía también en el Xanadú y me ganó con su aire de estudioso despreocupado y rebelde. Un día me lo encontré comiéndose una manzana en la terraza del Axe & Palm y le pregunté: Are you fishing? Siguió mirando al infinito con sus gafas de sol, en una exhibición de serenidad con el españolito que le preguntaba si estaba pescando por no vocalizar correctamente finishing.

Otro día, estaba yo en la puerta de la residencia fumando, cuando se acercó una chica que venía de hacer deporte y me llamó la atención por estar «muy cerca del edificio». Allí obligan a los fumadores a guardar cierta distancia de las viviendas, así que solo pude responder Thanks for the information. Ella me amenazó con avisar a la directora de la residencia, así que contesté lo mismo: Thanks for the information. Era de lo que mejor me salía en inglés. Se marchó airada con un portazo. Luca, que había presenciado la escena, me comentó indignado: «Por estas cosas odio este país».

Tras el hallazgo en el archivo, me surgieron mil preguntas. Las principales eran cómo transcurrió la negociación, si la República había hablado también con Hitler y si todo el Gobierno estaba al corriente. La respuesta la encontraría milagrosamente allí mismo. Cuando Tanya me trajo la caja 7, encontré en su interior una carta de la exministra de Sanidad Federica Montseny del 31 de mayo de 1950, con una delicada confesión. La anarquista catalana, conocida por su incontinencia verbal, había reconocido a Bolloten que su Gobierno se planteó «iniciar diálogo con el propio Hitler, cediéndole las Baleares o las Canarias, a cambio del cese de toda ayuda a Franco». Le avisaba de que todo era secreto, razón por la cual no se había incluido en el acta del Consejo de Ministros. Se negaba a revelar quién era el autor de la propuesta y «el conducto por quién vino». Yo ya sabía que venía del embajador en Francia, Araquistáin, o su interlocutor directo, el presidente Largo Caballero. Bolloten había preguntado a la ministra sobre la posible cesión de la «zona española de Marruecos» y esta fue la respuesta de Montseny1:

En aquellos días hubo varias iniciativas dirigidas a buscar soluciones diplomáticas al problema español, a cuál más peligrosa y osada, de las que no se hizo estado en acta ni en nota alguna —incluso una tendente a iniciar diálogo con el propio Hitler, cediéndole las Baleares o las Canarias, a cambio del cese de toda ayuda a Franco—. Tenga usted extrema reserva y cuidado al tratar este asunto, pues no quiero citarle ni el autor de la proposición ni el conducto por quién vino y adquirió estado extraoficial en el Gobierno. Aún es demasiado pronto para escribir toda la historia.

Las islas a cambio de salir de la guerra; un pedazo de tierra española por la victoria… Como mallorquín, me pareció escandaloso. Tras leer la carta de Montseny, salí del archivo para hacer una llamada. Encontré una cabina y allí, mientras Tanya me miraba fijamente sorbiendo un granizado, expliqué todo a mi director de tesis, Alfonso Bullón de Mendoza.

—Tengo la prueba del plan colonial de Mussolini en Mallorca. Creo que voy a venderlo como reportaje.

—Es un tema excelente, don Manuel. ¿Y Franco qué contestó?

Bullón es el hijo del marqués de Selva Alegre y me hablaba siempre con un tono aristocrático. Aunque nos conocíamos desde que me dio clase en la carrera, nos hablábamos de usted, y yo no veía el momento de tutearle.

—Mussolini no lo planteó a los franquistas, sino a los republicanos, a través de Araquistáin. Justo cuando empezaba la batalla de Guadalajara contra los fascistas italianos, ambos bandos estaban negociando en Mónaco. Además, también abrieron consultas con Alemania, y en el Consejo de Ministros se llegó a plantear ceder Baleares o Canarias a Hitler.

—Esto no es un reportaje. Tiene algo demasiado importante. Investíguelo a fondo y escriba un libro.

Informe del agente José Chapiro, alias Schulmeister, sobre la negociación con un agente italiano en Mónaco (9 de marzo de 1937). Madrid. Archivo Histórico Nacional. Archivo de Luis Araquistáin Quevedo. Legajo 70.

Esta página del informe original tiene borrada la mitad del escrito. Seguramente lo eliminó el propio Araquistáin cuando lo cedió al archivo debido a sus expresiones comprometedoras.

Carta de la ministra Federica Montseny a Burnett Bolloten donde le confiesa la propuesta de cesión de Baleares o Canarias a Hitler (31 de mayo de 1950). Stanford. Archivo de la Hoover Institution. Bolloten Collection, Caja 7, Carpeta 4.

3

La maniobra más arriesgada de la República

Madrid, 8 de septiembre de 2006

La Biblioteca Nacional es el lugar más tranquilo del centro de Madrid. Ocupa una manzana pegada a la plaza de Colón, con el ruido del tráfico y el trasiego de compras de la calle Serrano, pero una vez que atraviesas su entrada solo está la paz de los libros. Es la única biblioteca con depósito legal en España. Allí se guardan casi todas las letras del país. En concreto, todo lo publicado en los últimos dos siglos, incluidos los más de treinta mil libros que hay sobre la Guerra Civil, así que cualquier investigación sobre Historia Contemporánea de España debe empezar allí.

En 2006 yo vivía en un pisito en el norte de Madrid, en Valdeacederas, y mi trayecto hasta la biblioteca era comodísimo por una razón: podía aparcar gratis en la puerta. Tenía siempre mi plaza, como si fuera un ministro. La razón era que no tenía que pagar el tique de la zona ORA. Reconozco que suena raro, pero entonces los coches con matrícula de Mallorca no pagaban las multas de tráfico de la capital. Se ve que los líos burocráticos impedían que llegara la sanción. Me pusieron más de un centenar y todavía no he recibido ninguna.