El otro mundo - Cyrano de Bergerac - E-Book

El otro mundo E-Book

Cyrano De Bergerac

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Beschreibung

El otro mundo es sin duda uno de los libros más sorprendentes de todos los tiempos, fruto de la imaginación de Cyrano de Bergerac. A través de la utopía, el viaje fantástico y la ciencia ficción, Cyrano fustiga los vicios de su época y toma partido por las concepciones entonces más avanzadas en la ciencia y la filosofía.

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Akal /Básica de bolsillo/ 238

Serie Utopías

Director de la serie

Ramón Cotarelo

Cyrano de Bergerac

El otro mundo

o Los estados e imperios de la Luna

Los estados e imperios del Sol

Estudio preliminar, traducción y notas:

Ramón Cotarelo

Diseño cubierta: Sergio Ramírez

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Título original: L’Autre Monde

© Ediciones Akal, S. A., 2011

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-3646-3

Estudio preliminar

El hombre

¿Quién no conoce la figura de este estrafalario espadachín matasiete, delicado poeta, dotado de una prodigiosa nariz que lo forzaba a batirse en duelo con frecuencia y le impedía declarar abiertamente su amor al amor de su vida, viéndose obligado a hacerlo a través de un tercero más afortunado que él? En resumen, éste es el meollo del drama que estrenó Edmond Rostand en París en 1897 con un clamoroso éxito que lo catapultó a la fama. Hasta cuarenta y dos veces hubo de alzarse el telón aquella noche hasta que director y autor lo dejaron por imposible (Luján, 1984, p. 38). De la historia se han hecho varias versiones cinematográficas, las más conocidas la de Michael Gordon en 1950, con José Ferrer, y la de Jean Paul Rappenau en 1990, con Gérard Depardieu. Pero en lo esencial todas reproducen el modelo forjado por Rostand que, sin embargo, tiene poco que ver con la realidad. Hasta tal punto es así que cabe decir que bajo el nombre de Cyrano de Bergerac conviven dos personajes muy distintos: el legendario, un héroe romántico al estilo de Vigny, Dumas o Gautier, y el real, un escritor vanguardista, erudito, sagaz polemista, bohemio antes de tiempo y nada adaptado a las convenciones y miserias de su época. Un hombre de una personalidad tan fascinante como el personaje teatral, pero de muy otro calado.

Rostand dio forma a un personaje que ha encontrado un eco fabuloso, muy superior al que jamás alcanzó el Cyrano real, quien sin embargo lo buscó precisamente como autor dramático; igual que Rostand, aunque de más calidad a mi entender. Edmond Ros­tand escribió mucho teatro, pero de él sólo se recuerda el Cyrano de Bergerac, en tanto que este último sólo escribió dos obras, una de juventud, Le pédant joué y la otra de relativa madurez, La mort d’Agrippina. Relativa madurez porque Cyrano murió con treinta y seis años, que no es una edad a la que de ordinario se adjudique una madurez plena. Rostand era un autor de éxito en su tiempo mientras que, de las dos obras de Cyrano, sólo tenemos constancia de que se estrenara una de ellas en vida suya, La muerte de Agripina, y fue preciso retirarla rápidamente de cartel bajo la acusación de blasfemia. Eso mismo, sin embargo, hizo que el texto se agotara en las librerías porque todo el mundo estaba deseoso de adquirir un ejemplar tentado por las «monstruosidades que contenía» (Lefèvre, 1929, p. 206).

A partir de su muerte en 1655, Cyrano, «que fue todo y no fue nada», según el epitafio de la obra de Rostand, cayó en el olvido y las obras que se reeditaron de él, especialmente Los estados e imperios de la Luna y Los estados e imperios del Sol (ambas por lo demás póstumas) fueron ediciones expurgadas, censuradas, incompletas. Y ello sin contar con que Los estados e imperios del Sol se juzga obra inacabada, aunque con Cyrano nunca se sabe y hasta es posible que el truncamiento final haya sido un efecto buscado a propósito para dar idea de viaje inacabado.

El autor Cyrano de Bergerac pasó a ser conocido gracias a la fama que alcanzó su personaje. Pero más tarde, a comienzos del siglo XX, habrá un resurgir sorprendente del Cyrano histórico, sobre todo a raíz de que en 1910 y 1921 se publicaran, en Dresde por un lado y en París por el otro, los dos manuscritos de Los estados e imperios de la Luna (de ahora en adelante, Luna) íntegros, sin expurgar, que se habían encontrado en las bibliotecas de Múnich y Nacional de Francia, en París. De Los estados e imperios del Sol (de ahora en adelante, Sol) no hay manuscrito alguno, de forma que viene dándose por buena la edición llamada de Sercy de 1662, atribuida a los cuidados de su hermano.

La censura que sufrió la primera obra, de la Luna, lo fue por mano de Henri Lebret, clérigo y amigo íntimo de Cyrano –quizá su mejor amigo y, desde luego, de toda la vida– y a quien el autor encomendó la edición de la obra. Debe decirse que Lebret, que era hombre leal, hubiera publicado el texto íntegro de Cyrano por mucho que algunos pasajes lo escandalizaran. Pero como contemporáneo sabía que, en el estado en que el autor dejó la obra, no pasaría la censura y debió de considerar preferible que su amigo fuera conocido, aunque desfigurado, a que quedara sin publicar. Por ello censuró los pasajes ateos y más claramente libertinos y adjudicó al título el adjetivo «cómico» (Historia cómica de los estados e imperios de la Luna fue el primer título), tratando de encajarla en la moda de historias livianas, «cómicas», como la célebre Historia cómica de Francion, de Sorel, que tanto influyó sobre Cyrano.

El prólogo que puso Lebret al libro de la Luna, en el que da noticia de la vida de su amigo, ha sido hasta la fecha la fuente principal de información sobre la biografía de Cyrano y muy utilizada a medida que la figura de nuestro autor ha ido emergiendo del olvido y perfilándose como la de uno de los más interesantes escritores franceses del Grand Siècle, autor de raro ingenio, drama­turgo, utopista y filósofo libertino, esto es, librepensador, hombre de insobornable independencia, que le hacía preferir una vida de estrecheces a la sumisión al mecenas de turno. Esa figura ha ido creciendo de tal modo que si cabe decir que Cyrano fue conoci­do gracias a Edmond Rostand, un siglo después Edmond Rostand es conocido gracias a Cyrano.

Por lo demás, todo en la vida de Cyrano de Bergerac aparece envuelto en controversia. Él mismo, que vivía en un mundo de fantasía, amaba los equívocos y jugaba con los pseudónimos, de los que usó varios; al hacerse llamar de Bergerac (por una propiedad que su padre había ya vendido), aunque había nacido en París, alimen­tó la leyenda de que era Gascón e incluso de origen español (Magy, 1927, p. 13). Actualmente, en el pueblo gascón de Bergerac luce un busto de Cyrano, quien jamás estuvo allí.

El joven Savinien de Cyrano, por el nombre del registro, siendo el Cyrano de origen sardo, tuvo una educación rígida, propia de la época, primero con un cura de aldea y luego en un colegio mayor de París regido por un tieso pedagogo de nombre Grangier, a quien su alumno ridiculizó más tarde inmisericordemente en Le pédant joué bajo el nombre de Granger. En los años de la mocedad alternó sus estudios con frecuentes visitas al Pré aux Clercs, límite entonces entre St. Germain y el campo, en donde «nobles, burgueses, escolares […] estudiantes o doctores, ladrones o gente togada podían asistir a duelos diarios a espada de gentes de todas condiciones» (Mourousy, 2000, p. 105).

Lebret insinúa que apartó a Cyrano de unas tendencias homosexuales y lo convenció para que se enrolaran juntos en la com­pañía de cadetes de Carbon Casteljaloux, toda ella de gascones (Cardoze, 1994, p. 103), lo que vino a confirmar la leyenda. Era tam­bién la compañía en que sirvió el después legendario D’Ar­tagnan, si bien Cyrano no llegó a tratar con él, que era diez años mayor (Addyman, 1988, p. 62). Ello no impidió que Paul Feval explotara con éxito una saga de literatura de cordel a fines del siglo XIX en la que se narraban las hazañas conjuntas de Cyrano y D’Artagnan.

La mala fortuna hizo que en junio de 1639 una bala de mosquete atravesara a Cyrano en el sitio de Mouzon y en agosto de 1640 un sablazo en el cuello estuviera a punto de matarlo en el sitio de Arras, contra los españoles. Por cierto, fue en ese sitio don­de se decidió el destino del caballero Cinq-Mars, convertido luego en héroe romántico con algo de Cyrano (Vigny, 1970).

Con secuelas de por vida, Cyrano cambió las armas por las letras y es entonces cuando parece haber entrado en el círculo de Gassendi, filósofo epicúreo, libertino, antagonista de Descartes, «cura rabelaisiano» (Spens, 1985, p. 53), que tuvo una influencia determinante en su vida y su obra. Allí se hizo sus mejores amigos, con quienes hablaba «de todas las cosas cognoscibles y de algunas otras» (Mongrédien, 1964, p. 41): Lamothe Le Vayer, Tristan L’Hermite (a quien ensalza sobremanera en la Luna), Lignières, Dasoucy, etc., los principales libertinos de la época y con los que mantuvo relaciones tempestuosas que iban desde amores con alguno (Cardoze, 1994, p. 127) hasta «provocar la amenaza de las espadas unas contra otras de aquellos que se habían jurado amistad definitiva» (Mourousy, 2000, p. 326). Cuando en 1649 Cyrano hizo circular el manuscrito de la Luna, nadie se ofreció a escribir un prólogo, lo cual lo entristeció y lo enfureció al mismo tiem­po (Lefèvre, 1929, p. 186).

De estos años son las más famosas aventuras de Cyrano, las que recoge y dramatiza Rostand: la prohibición de actuar al famoso cómico Montfleury y el enfrentamiento de Cyrano solo con cien matones a los que puso en fuga en la torre de Nesle por defender a su amigo Lignières. También de la época es el episodio bufo en que Cyrano ensarta por error un mono del titiritero Brioché (Cardoze, 1994, p. 46).

Su vida disoluta, su ausencia de medios, una sífilis que contrajo y tuvo que ver probablemente con su extraña muerte, le forzaron por imposición de sus amigos a aceptar el mecenazgo del Du­que d’Arpajon, a cuyo cargo se imprimieron (con una dedicatoria impropia del orgullo ciranesco) unas Oeuvres diverses (Mongrédien, 1964, p. 95), así como Le pédant joué, del que se sirvió Molière para sus Fourberies de Scapin, y se costeó el estreno de La muerte de Agripina. El escándalo que provocó la pieza enfrió las relaciones con d’Arpajon, que se interrumpieron del todo cuando Cyrano cayó víctima de un golpe que lo llevaría a la tumba catorce meses más tarde.

Así como su nacimiento fue motivo de controversia, su muerte aún lo fue más. Hasta hace poco se ha venido aceptando que Cyrano murió al caerle una viga sobre la cabeza. El debate era si el hecho fue accidental o intencionado. Lebret sostiene que fue un accidente, pero el propio Cyrano creía que los jesuitas lo perse­guían y pretendían asesinarlo. Una de sus cartas satíricas, Contre un j… assassin et médisant (Mourousy, 2000, p. 332) así permite verlo. Cierto parece que los jesuitas se la tenían jurada, cosa nada de extrañar si se tiene en cuenta que, además de sus propósitos libertinos, Cyrano tenía golpes que escocían, como sostener que la Compañía de Jesús había de ser la de los dos ladrones en la cruz (Spens, 1985, pp. 86-87). Otras versiones atribuyen la muerte a la locura producida por la sífilis. Voltaire les daba crédito y Tallemant des Réaux en sus Historietas decía: «Un loco llamado Cyrano escribió una obra de teatro titulada La muerte de Agripina en la que Sejano decía cosas horribles contra los dioses» (Réaux, 1961, II, p. 886). Pero otros biógrafos sostienen que se trató de un asesinato, entre ellos Paul Lacroix y Jacques Denys, quien considera a Cyrano un «mártir del libre pensamiento» (cit. en Magy, 1929, p. 47). El propio Magy (1927, p. 52) habla de asesinato. Y, según los datos más recientes, asesinato fue, si bien no a causa de la caída de una viga sino de un atentado con arma de fuego en principio contra el duque d’Arpajon y su séquito, en el que se encontraba Cyrano, quien recibió un tiro de mosquete en la cabeza, falleciendo de ello catorce meses después (Addyman, 1988, pp. 243-244). Madeleine Alcover, sin duda la mejor especialista en Cyrano, a quien ha dedicado toda una vida de minuciosa investigación, respalda la hipótesis del atentado en una calle de París, aduciendo como prueba que de él informa una publicación periódica de la época, La Muze historique, noticia en la que no se menciona específicamente a Cyrano, pero se da cuenta de la muerte de uno de los asaltantes y las graves heridas de uno del séquito del duque (Alcover, 1990, pp. 29-30).

La época

La vida de Cyrano (1619-1655) es casi coincidente con la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) en la que combatió. Ese turbulento periodo de la historia de Europa es uno de los más característicos del continente. En la Paz de Westfalia (1648), con la que termina, muchos estudiosos ven el origen del Estado moderno (Sorensen, 2010, passim). Cierto, en la medida en que con dicha paz se consagra la máxima algo cínica del cuius regio eius religio y se plantean dos puntos esenciales en la modernidad posterior: por un lado, la supremacía del poder civil sobre el eclesiástico, especialmente en los países en alguno de los cuales, como Inglaterra, el rey es la cabeza de la Iglesia; por otro, la justificación de la razón de Estado, magníficamente teorizada por Friedrich Meinecke (Meinecke, 1925).

Se trata de una época de consolidación de las monarquías absolutas, que se organizan a base de validos, primeros ministros to­dopoderosos que gobiernan en nombre de los reyes, sobre todo si, como fue el caso en Francia con Luis XIII y Luis XIV, hubo largas minorías de edad del monarca. Personajes como el Conde-duque de Olivares en España, los cardenales Richelieu y Mazarino en Francia, Buckingham en Inglaterra responden a un tipo humano común: primero su propio poder y luego los intereses del Estado. Dice Vigny que Richelieu mandó redactar un decálogo sobre la monarquía que obligó al rey a memorizar y cuyo primer mandamiento era: «Un príncipe debe tener un primer ministro y este primer ministro tres cualidades: 1.ª) que no tenga otra pasión que su príncipe; 2.ª) que sea hábil y fiel; 3.ª) que sea eclesiástico» (Vigny, 1970, p. 113). La más típica exigencia en la época era que la razón de Estado estuviera por encima de las convicciones religiosas de los gobernantes. Con motivo de la guerra entre Francia y los Austrias por la sucesión mantuana, dice Weg­wood que fue «el punto de inflexión de la Guerra de los Treinta Años porque aceleró la división de la Iglesia católica, enemistó al papa con los Austrias e hizo posible moralmente que las potencias católicas se aliaran con los protestantes para mantener el equilibrio» (Wegwood, 1961, p. 239).

Treinta años de guerra con alianzas cambiantes en la que se heredaba la contienda civil religiosa francesa del siglo XVI entre católicos y hugonotes, con episodios como la matanza de la noche de San Bartolomé en 1572. Este conflicto, pacificado por el Edicto de Nantes de 1598 se recrudeció a raíz de su revocación en 1626 (Luis XIII) y 1685 (Luis XIV). Todo el poder era del rey y la razón de Estado su único criterio. En 1639 se publican las Con­sideraciones políticas sobre los golpes de Estado, de Gabriel Naudé, bibliotecario de Mazarino, perfecto reflejo de la época, relativista para quien sólo cuenta el poder aquí y ahora ya que el tiempo todo lo arrasa: «las monarquías, las religiones, las sectas, las ciudades, los hombres, los animales, árboles, piedras y todo lo que se comprende y encierra en esta Gran Máquina» (Naudé, 1639, p. 140); el mismo espíritu con el que Cyrano ridiculiza en la Luna las guerras de su tiempo: «El asunto es importante ya que se trata de ser el vasallo de un rey que lleva gorguera o el de otro que lleva golilla». Treinta años también que ven el cenit del poderío español y el comienzo de su decadencia, así como el ascenso de Francia, que saldría de la guerra como potencia dominante en Europa.

El proceso de consolidación de las monarquías absolutas tropieza con resistencias distintas según los países, especialmente la antigua nobleza territorial. En el Imperio alemán ese estamento, fragmentado en unas trescientas unidades políticas distintas, secu­lares o eclesiásticas, estaba acostumbrado a coexistir bajo la autoridad nominal del emperador. La Guerra de los Treinta Años vendría en parte porque tal estamento se fracturó en una parte católi­ca, los Austrias, y otra protestante, los llamados «príncipes». En Francia, en cambio, la vieja nobleza territorial, también dividida, se sublevó contra la pretensión centralista de los Borbones en la Fronda. Una de las cuestiones interesantes es en qué media fue Cyrano frondeur. Se le sigue atribuyendo la autoría de siete Mazarinades esto es, siete panfletos en contra de Mazarino de los que por entonces se publicaban a cientos. Lo desconcertante era que luego había que dar cuenta de una carta Contre les frondeurs de autoría tan cierta como incierta es la de las Mazarinades. Como siempre ha sido Madeleine Alcover la que ha puesto en claro, tras minuciosa investigación, que las tales Mazarinades son «paternidades putativas» (Alcover, 1990, pp. 94-114), pero parece que su posición no tiene mucho eco. Su lectura de la carta contra los frondeurs se basa en la ironía y afirma que cuando Cyrano habla de la «imagen de Dios» de Luis XIV, se está riendo (Alcover, 1990, p. 90). Es una observación que hace justicia al espíritu libertino, sobre todo al de Cyrano.

Por la Paz de Westfalia la religión pierde fuerza en el siglo pues con titubeos empieza a abrirse camino la separación de la Iglesia y el Estado. Pero eso no es óbice para que, tras centurias de poder omnímodo de la Iglesia, las gentes sigan recordando con terror las torturas, las ejecuciones por herejía, blasfemia, brujería. Estaba fresca la memoria de casos horripilantes como el de Giulio Vanini, a quien cortaron la lengua y quemaron vivo en 1619 por enseñar que el alma es mortal (Addyman, 1988, p. 172), justo lo mismo que decía Cyrano, o también, aun no tan recientes, los de Théophile de Veau o Geoffroy Vallée, ahorcado y quemado por orden del Parlamento de París en 1574 por blasfemia (Addyman, 1988, p. 181).

Es también la época que hereda el escepticismo de Montaigne (otra poderosa influencia en Cyrano) y que aprende a convivir con el relativismo y la fe en la razón merced a dos hechos que confluyen en una misma dirección: la sucesión de descubrimientos geográficos a partir del de América que amplía el mundo conocido hasta la fecha, y la lucha por imponer el giro copernicano frente a la astronomía ptolemaica. Es en ese contexto de lucha por la razón, contra la superstición, la escolástica aristotélica, los privilegios de la Iglesia en el que Cyrano escribe sus dos obras principales, tomando siempre partido, como por instinto por las teorías más avanzadas y las que únicamente se defendían ante los ojos de la razón.

Para ello recurre a la forma acrisolada desde la Antigüedad y muy frecuente en el Renacimiento de los diálogos, diálogos filosófico-teológicos. Pero utiliza un artificio literario con una venerable tradición recién refrescada con la publicación de dos obras decisivas, la de John Wilkins The Discovery of a New World; Or, a Discourse Tending to Prove, That It Is Probable There May Be Another Habitable World in the Moon, de 1638, y la de Francis Godwin, The Man in the Moone, también de 1638, ambas traducidas al francés en el decenio de 1640. Es decir, se lleva los diálogos y la materia explosiva sobre la que se dialoga fuera de la Tierra, primero a la Luna y luego al Sol y, además, hace participar en ellos a personajes inverosímiles pero que demuestran gran cultura clásica y bíblica: el profeta Elías, el demonio socrático, el alma de Campanella, los árboles de Dodona o el pájaro rey de los pájaros, todo para impedir que su escrito pudiera utilizarse lue­go como un alegato en contra suya en un posible proceso inquisitorial.

Y el ardid literario funciona. Para poder reírse del paraíso terrenal y ridiculizar las leyendas del Génesis, Cyrano se lleva el Edén a la Luna y allí se encuentra con el anciano Elías quien acaba echándolo con cajas destempladas, como Dios hizo con Adán. Es más, el viaje a la Luna concluye cuando, siendo arrastrado por el diablo que lleva al blasfemo hijo del anfitrión a sepultarlo en el averno, se le ocurre invocar la jaculatoria ¡Jesús, María! y se encuentra sin solución de continuidad tumbado en un prado de Italia, en una escena pastoril y, sobre todo, «purificado». Lo que pasó en la Luna, en la Luna se quedó, y a él ya sólo le ladran los perros que son los únicos que saben de dónde viene porque siempre ladran a la Luna.

El escritor

Cyrano es un escritor barroco con un estilo abigarrado en el que abundan las figuras literarias, «la metonimia, la catacresis, la sinécdoque, la antítesis y el oxímoron» (Comparato, 1997, p. 26). Tiene especial afición por las figuras que llama pointues, esto es, por la pointe, muy del gusto de los escritores de la época y que viene a ser la agudeza de Baltasar Gracián, otra de las muchas influencias españolas en Cyrano, cuyos Entretiens pointus, obra de juventud y no de las mejores, revelan la influencia del jesuita español. De hecho, es el autor más citado en un ensayo sobre Cyrano y el arte de la agudeza (Goldin, 1973, passim).

Cyrano hace gala de ese estilo literario rebuscado y elegante en especial en sus Cartas (Cardoze, 1994, p. 64) de las que, por cierto, hay una magnífica traducción española reciente debida a Mauro Armiño (Bergerac, 2009), lo que tampoco le impide ridicu­lizarlo cuando lo encuentra exagerado, como se prueba por el hecho de que, en la provincia de los amantes en los reinos del Sol, se prohíbe a un personaje que recurra a la hipérbole bajo pena de muerte.

Cyrano hace muy frecuente uso de la ironía (Comparato, 1998, p. 54). El otro mundo, dice Prévot, «es una novela irónica por excelencia» (Prévot, 1977, p. 112). Una ironía que no siempre es fácil de detectar en mitad de un recurso permanente a ar­tificios literarios, que juegan con la atribución de los puntos de vista para evitar consecuencias desagradables con los guardianes de la fe. En la conversación de Cyrano con el hijo del anfitrión en la Luna es éste quien defiende los puntos de vista del Cyrano real (especialmente la inexistencia de Dios y la mortalidad del alma), mientras que el personaje Cyrano simula defender los pun­tos de vista ortodoxos de la Iglesia, aunque de modo rutinario y sin mucha esperanza.

En el aspecto literario, las influencias que se detectan en Cy­rano son, entre otras, la de Rabelais, la de Sorel y las de los au­to­res españoles, entonces en boga en Europa. Es cierto que Cy­rano participa en una gran cantidad de duelos aunque, según aclarará él mismo como «padrino» o second, que se decía entonces, y cuyo cometido consistía en batirse con los seconds del enemigo. Para justificar sus frecuentes participaciones en duelos sos­tiene Cyrano que «el honor mancillado sólo se lava con sangre» (Spens, 1989, p. 58), lo mismo que dice el celoso don Gutierre al rey en El médico de su honra (1639), de Calderón de la Barca: «El honor, Señor, con sangre se lava». De la influencia de Gracián ya se ha hablado. De la de Lope de Vega basta con recordar cómo Le pédant joué está inspirada en El rapto de Helena, del Fénix de los ingenios. Quedaría por ver la de Cervantes; pero ésta no sería difícil, ya que el autor del Quijote influyó sobre todos los escritores de la época. Por ejemplo, el episodio de la hija del rey de la Luna que quiere escapar con Cyrano recuerda mucho la novela del cristiano cautivo que se narra en la primera parte del Quijote, salvando todas las distancias, por supuesto, pero en los dos casos aparece como una historia intercalada.

Igualmente es curioso averiguar quiénes acusaron a su vez la influencia de Cyrano. Los autores que más claramente han bebido en la obra ciranesca son Fontenelle (con su idea sobre la pluralidad de los mundos), Swift (algunos de cuyos viajes de Gulliver se parecen mucho a las aventuras en la Luna) y Voltaire (con su Micromégas). Igualmente defendidble, aunque nunca mencionada, es la influencia en Laurence Sterne, cuyo Tristram Shandy comparte mentores intelectuales con Cyrano: Rabelais, Montai­gne y Cervantes.

Resulta interesante calibrar en qué medida se valoró a Cyrano una vez que dejó de cubrirlo el injusto manto del olvido. Su rehabilitación como gran escritor y espíritu original e independiente se abre paso en 1831 con Charles Nodier quien, aun siendo legitimista y reaccionario, supo apreciar en Cyrano su profunda originalidad, quejándose de que no se valorara suficientemente a quien «ha abierto tantas vías al talento y que se ha adelantado a sí mismo en todos los caminos que ha hecho» (Calvié, 2004, p. 117). Definitivo fue Théophile Gautier, quien hace un semblante muy elogioso de nuestro autor en sus Grotesques, publicadas en 1844 y reconoce en Cyrano a su capitán Fracasse (Calvié, 2004, p. 134). De hecho, vuelve a mencionarlo en su obra principal, al hablar de la prodigiosa nariz de uno de sus personajes (Gautier, 1961, p. 318). La cuestión quedaría zanjada cuando Rémy de Gourmont publicó su semblanza de Cyrano en el Mercure de France, en 1908: «la audacia filosófica de Cyrano tiene algo de increíble. Sus ideas en el año 1650 están exactamente a la altura de las que quepa profesar hoy día» (Calvié, 2004, p. 212). Y, añadimos nosotros, también hoy, siglo XXI, más de cien años después de que se escribiera lo anterior.

En cuanto a sus concepciones filosóficas, ya se ha señalado que Cyrano es discípulo de Gassendi, lo que quiere decir que bebe de Demócrito, Epicuro y muy especialmente Pirro el escéptico (Platow, 1902, p. 34). Todo ello orientado través de la obra de Lucrecio, De rerum natura, que tanto se leyó en su siglo y cuyos temas aparecen constantemente en la Luna, en la medida en que los de Campanella aparecen en el Sol. Basta recordar cómo Lucrecio se considera a sí mismo en repetidas ocasiones en lucha contra las supersticiones de la época y cómo insiste siempre en el razonamiento correcto orientado solamente a la búsqueda de la verdad racional, como también lo hacía Cyrano y, con él, todos los libertinos a los que cabe considerar los precursores de la Ilustración.

No obstante, aunque interesado en la filosofía y la ciencia, debe señalarse que Cyrano no es propiamente hablando un filósofo ni un científico, aunque esté al tanto de lo más avanzado en su época (Alcover, 1970, p. 9), participe en los debates eruditos y adopte una posición teórica nítida al suscribir el materialismo y el ateísmo (Alcover, 1970, p. 132). Cyrano es un poeta, un dramaturgo, un novelista; un escritor que hoy llamaríamos «comprometido» en lo que entiende es una lucha entre el viejo orden representado por la Iglesia, por la fe y el nuevo, representado por la ciencia, por la razón, por Copérnico, Gassendi, Galileo, Descartes, cuyo partido toma vehementemente, si bien tratando de que esta defensa no le cueste una de esas muertes horribles que la Iglesia deparaba por entonces a quienes contradecían sus dogmas o se apartaban de sus caminos.

Corresponde dar cuenta de la influencia que sobre nuestro autor ejerció Tommaso Campanella, de quien habla en la Luna y a quien dice haber encontrado en el Sol, en donde, por cierto, nos enteramos de súbdito que el autor se ha rebautizado como Dyrcona, un anagrama evidente de Cyrano D(e Bergerac), beneficiándose del hecho de que el dominico le sirva de guía al modo que lo hizo Virgilio con Dante. Pero esa comparación no es muy afortunada. Sin duda Cyrano quería rendir tributo al heroísmo y capacidad de resistencia de Campanella, quien pasó veintisiete años en las mazmorras de la Inquisición, pero los dos hombres tienen pocas cosas en común, aunque algunas tienen. Campanella cree que el alma es inmortal y Cyrano piensa que es mortal. Tampoco LaCiudad del Sol del monje calabrés (una utopía metódica concebida como una teocracia) influyó mucho en la de Cyrano, igual que no lo hizo apreciablemente la de Tomás Moro, publicada en 1643. Hasta puede defenderse que, con toda la deferencia con que Dyrcona trata a Campanella, en realidad su diálogo muestra su rivalidad al extremo de que aquél, a título de venganza, al final, hace que Campanella no llegue a encontrarse con Descartes, a quien sólo ve aproximarse (Alcover, 1970, p. 140).

En las sociedades lunar y solar la política cuenta poco y los gobiernos menos. En la Luna, los habitantes son gigantescos cuadrúpedos racionales regidos por una especie de monarquía benévola. Esos cuadrúpedos se niegan a reconocer en Cyrano a un hombre como ellos y lo consideran y lo tratan como un mono e, incluso, creyendo que es del género femenino, pretender aparearlo con otro hombre que tiene la reina como mascota y es un español que había llegado a la Luna antes que él y del que hablaremos luego. Todo el episodio permite a Cyrano hacer una parodia de los procesos inquisitoriales, incluidas esas profesiones públicas de fe (las llamadas enmiendas deshonrosas) que dejan intacta la con­vic­ción interna del profeso y que a su vez son la caricatura del proceso de Galileo.

En el Sol, en donde se expande el animismo ciranesco, hay una gran variedad de habitantes porque se cuentan muchas más provincias y reinos. Hay árboles que hablan griego porque son descendientes de los robles del bosque del santuario de Dodona, pájaros que cuentan historias y tienen un reino con tribunales e instituciones que es de organización ultrademocrática, porque el rey responde de sus actos hasta con su vida ante el menor de sus súbditos y animales primordiales, casi telúricos, de cuyos formidables combates depende luego el destino de los otros seres vivos.

Probablemente, lo que más atraía a Cyrano de Campanella era el decidido antiaristotelismo del monje, que éste había recogido de Bernardino Telesio (Comparato, 1997, p. 34) y que está muy presente en la obra del francés porque era asimismo uno de los leitmotive de Gassendi: acabar con el predominio de la autoridad en la búsqueda de la verdad y defender la primacía absoluta de la razón que tomaba de Descartes. Las dos obras de Cyrano son al respecto como dos elencos de los temas de discusión filosófica y científica de la época, en los cuales nuestro autor adopta siempre la actitud más avanzada. Su espíritu, en línea con Gassendi, está siem­pre empeñado en la lucha contra la escolástica y el aristotelismo e investigando las condiciones para el verdadero conocimiento científico sobre la base de los datos de la experiencia y en una concepción claramente materialista. En la obra de Cyrano, «no hay evolución alguna en el sentido del espiritualismo. Por el contrario, lo que en ella se encuentra es una tendencia, difícil pero constante, a explicar el universo exclusivamente a partir de la materia, rechazan­do cualquier espiritualismo» (Alcover, 1970, p. 132). Es este criterio el que lo lleva a presentir las teorías del transformismo y el evolucionismo, de Lamarck y de Darwin (Mongrédien, 1964, p. 165), cosa que se apunta en varias ocasiones en sus dos obras mayores.

El punto principal en entredicho entonces, a más de un siglo de la publicación de la obra de Copérnico, es el debate entre la hipótesis geocéntrica y la heliocéntrica. De hecho, Los estados e imperios de la Luna arranca precisamente con una especie de apuesta a favor de la hipótesis heliocéntrica. En este contexto Cyrano defiende asimismo la eternidad e infinitud del mundo (Alcover, 1970, pp. 32-33). Una idea ésta de los mundos infinitos que com­partía con Giordano Bruno (Comparato, 1997, p. 33), cuyo fin no es preciso recordar ahora.

En contra de lo que enseña Descartes, Cyrano defiende ardorosamente la existencia del vacío de acuerdo con la tradición de la filosofía atomística, e igualmente anticartesiana es su posición de que los animales no son meras máquinas sino que están dotados de razón y también de alma (Rossellini y Constentin, 2005, p. 188) en lo que es una defensa de una concepción vitalista (Comparato, 1997, p. 16). Asimismo sostiene que los animales poseen una especie de lenguaje originario que los hombres han olvidado ya y no comprenden, si bien él mismo se jactaba de entender el lenguaje de los pájaros e incluso de ser capaz de hipnotizarlos (Spens, 1989, p. 205). Estos aspectos son elementos esenciales de su concepción filosófica y artística o donde las dos vienen a unirse. La parodia en la Luna acerca del alma de las coles se complementa con la historia de la República de los Pájaros en el segundo volumen y que tanto muestra la influencia de Aristófanes y de Rabelais. Y ambos tienen un elemento en común decisivo: la relativización de la importancia del ser humano en el conjunto de la creación. El hombre, cuya existencia en el mundo es experimentada como una maldición por las otras especies animales y vegetales, no solamente no ocupa el centro de la creación, como pensaban los antiguos en su desmedido orgullo, sino que no tiene apenas relevancia alguna y su importancia es puramente casual, como la del oscuro patán iluminado por azar por la antorcha de la carroza del rey que pasa de largo.

La cuestión que más se ha discutido a propósito de la filosofía de la Luna y el Sol es en qué medida ambos textos son coherentes o se observa un cambio de perspectiva del autor, que pasa de ser gassendista en la Luna a admitir elementos cartesianos en el Sol. Quien de nuevo más ha hecho por esclarecer este asunto ha sido Madeleine Alcover, para quien está claro sin duda alguna que en los dos aspectos decisivos de la existencia del vacío y el ateísmo, Cyrano mantiene su anticartesianismo a lo largo de las dos obras (Alcover, 1970, p. 168). Esta seguridad de la estudiosa viene acompañada de otra que no nos parece tan defendible: la idea de que, en contra de las apariencias, Cyrano no fue nunca un escéptico, sino un defensor decidido de las posibilidades de la ciencia (Alcover, 1970, p. 154). Esto no solamente minimiza la importancia de Pirro en el pensamiento de nuestro autor, sino también su costum­bre –que la misma Alcover señala– de valerse de posiciones filosóficas diversas, aunque no siempre sean enteramente congruentes, es decir, de hacer en filosofía lo que, según se cuenta, hacía Molière en el arte a la hora de servirse de los hallazgos ajenos: prendre son bien là où il le trouve.

A pesar de su falta de originalidad filosófica, la obra de Cyrano es tan compleja en su mezcla de factores que ha podido presentársela al mismo tiempo como la muestra de un pensador cabalístico, dado al esoterismo y el hermetismo, y como un ejemplo de modernidad en cuanto al uso de la razón y los criterios experimentales, es decir, un adelantado del método científico en la permanente querella entre los antiguos y los modernos. La primera idea tiene ya cierta historia. Es conocida la interpretación que de la obra ciraniana hace Fulcanelli, el patriarca del esoterismo occidental en Las moradas filosofales, en donde, entre otras cosas, cita extensamente el combate entre la salamandra y la rémora que se encuentra en el Sol, atribuyéndole un valor iniciático (Fulcanelli, 1973, pp. 348-352), y esoteristas posteriores consideran a Cyrano como el gran pensador hermético de los tiempos modernos (Vled­der, 1976, p. 61), esos tiempos científicos a los que tan bien se adaptan el escepticismo constructivo de Cyrano así como su relativismo que caracterizan su actitud «moderna» en lucha contra la autoridad y el dogmatismo (Harth, 1968, pp. 138-139). Aunque Alcover niegue tajantemente en su primera obra que Cyrano fuera ocultista y mucho menos alquimista (Alcover, 1970, p. 147), no debe sin embargo entenderse que haya en Cyrano una contradicción inexplicable o insalvable entre los intereses esotéricos y la preocupación por el método científico. Hay incluso quien sostiene que El otro mundo sólo es «una larga operación de alquimia» (Armand, 2005, p. 123). Conviene recordar que en el siglo XVII era habitual que los sabios dedicaran tanto esfuerzo a investigaciones experimentales que hoy consideraríamos indudablemente científicas como a la búsqueda de la piedra filosofal. ¿No compaginaba Newton sus estudios e investigaciones científicas con la alquimia?

La obra

Hay quien dice que la obra de Cyrano no es propiamente hablando una utopía, por cuanto faltan en ella algunos de los requisitos de este género literario, especialmente la idea de una sociedad perfecta situada en algún lugar ignoto del planeta, en un «no lugar», como falta la preocupación por los aspectos organizativos de la sociedad y la crítica a la de su tiempo. Es cierto que las dos obras de Cyrano apenas hacen referencia a las cuestiones políticas tanto en la Luna como en el Sol (Alcover, 1970, p. 174). Hay en esta última una vaga alusión a una comunidad de mujeres, de larga prosapia en la literatura utópica y al hecho de que en la República de los Pájaros no se escoja por rey al más fuerte sino, por el contrario, al más débil. Pero todos los demás elementos del viaje utópico están presentes aquí y con creces: las sociedades imaginadas no son perfectas (el pirronismo de Cyrano no le dejaría imaginar nada así), pero en muchos aspectos son mejores que la terrestre, y en cuanto a la crítica contemporánea, precisamente las dos aventuras no son otra cosa que diálogos que además de su carga filosófica abordan cuestiones culturales, morales, de creencias, en los que se ponen en solfa las ideas de la época. A título de ejemplo, algunas costumbres de la Luna le sirven para criticar de­cididamente los usos y creencias de su tiempo; por ejemplo, el trato que en la Luna reciben los ancianos a manos de los jóvenes y el que éstos consideren a aquéllos como criados, casi como esclavos, revela la inconveniencia de lo que juzga que es el respeto excesivo que su época tributaba a la vejez, etapa de la vida que, cuando se tienen los treinta años que tenía Cyrano al escribir la Luna, casi resulta incomprensible, sobre todo si se tiene en cuenta que el joven Cyrano había experimentado siempre como una tortura las arbitrariedades de su anciano padre. Por otro lado, la reproducción en bronce del miembro viril que los selenitas lucen en la ingle también sirve el autor para lanzar un ataque crítico a la falsa moral sexual de su tiempo, que, con una actitud pacata, se avergüenza de los órganos de la generación, de los que debiera enorgullecerse.

En lo que hace a los viajes en sí mismos, el de Cyrano se incluye en una larga serie de viajes fantásticos y, más concretamente, en el subgénero de los «viajes filosóficos». El hecho de que sea a la Luna tiene un significado claramente filosófico, porque la Luna es el límite entre los dos mundos aristotélicos, el sublunar y el supralunar. Entre los viajes a la Luna más famosos de la literatura, y que, asimismo, sin duda el propio Cyrano conocía y cuya influencia se nota mucho en el suyo, caben destacar el muy primero y padre de todo el género, el de Luciano de Samosata, que en la Historia verdadera llega a la Luna en un barco arrastrado por una tormenta; el de Dante en La divina comedia, en el que la Luna es la primera escala del viaje al cielo, ya en compañía de Beatriz; el que hace Astolfo en el Orlando furioso montado sobre el hipogrifo para traer un brebaje que haga que Orlando recobre la cordura; el muy poco conocido pero extraordinario y temprano Somnium, de Juan Maldonado, escrito en 1532, cuando el de Astolfo, y publicado en 1542 (Avilés, 1981); el otro Somnium de Johannes Kepler, en el que figura un viaje a la Luna, llamada Lavania por arte de magia (1634), y unos años después, los ya mencionados de Francis Godwin, The Man in the Moone, y el de John Wilkins. Los dos fueron determinantes en el de Cyrano, pero el más visible es el de Godwin, puesto que Saviniano tiene la humorada de ir a encontrarse en la Luna con el héroe de Godwin, el español Dominique Gonzales, que ha llegado allí antes que él en una nave tirada por gansos. Este español, harto, dice a Cyrano, de que en España lo persigan por sus opiniones científicas, ha decidido alcanzar la Luna, entre otras cosas para probar la certeza de la hipótesis coper­nicana (Godwin, 1996, p. 19). Igualmente, es en esta obra donde Cyrano ha tomado prestada la idea de que los selenitas hablen musicalmente (Godwin, 1996, p. 30).

A propósito de esta costumbre tan frecuente en el siglo XVII (y anteriores) de que unos autores tomaran inspiración y más que inspiración en otros, hay que notar que, aunque Cyrano se quejara a veces amargamente de que lo hubieran plagiado, lo cierto era que el plagio no estaba del todo mal visto, y Cyrano lo practicaba más o menos con los demás como los demás pudieron practicarlo con él. Además de la presencia de Gonzales en la Luna, Cyrano copia la idea de Sorel en Francion del «dinero poético» (Sorel, 1979, p. 196). Si bien generalmente al tratarse de préstamos, Cyrano cita la fuente o lo hace como una especie de homenaje. Es con referencia a otras partes de su obra en donde se da mayor intertextualidad en Cyrano, esto es, cuando Saviniano reproduce textualmente párrafos enteros de sus cartas o de alguna de sus obras de teatro.

Si por utopismo se entienden asimismo las curiosidades e invenciones que un autor acumule en su obra, raro será el que pueda decir que haya superado a Cyrano en audacia, fertilidad e imaginación. La lista de inventos y ocurrencias que adornan los dos viajes de la Luna y el Sol es prolongada y algunos artilugios realmente remiten a nuestra época. Solo en el viaje a la Luna encontramos cuatro máquinas para volar al satélite: una, la primera, que se basa en la idea de que la Luna atrae el rocío; una segunda que asciende gracias al supuesto de que la luna creciente absorbe el tuétano de los huesos de los que se ha impregnado Cyrano, la tercera, que se basa en el hecho de que el aire caliente asciende llevando a Enoch, y la cuarta mediante la cual Elías ha llegado a la Luna, se basa en el principio de la atracción magnética, aunque de una forma que recuerda bastante al barón de Munchhausen. Y eso sin contar con los famosos gansos de Gonzáles, sobre los que Cyrano se permite alguna ironía. Además de este verdadero parque de máquinas espaciales, en uno u otro momento del relato vemos que a Cyrano o a Elías les ocurren cosas que permiten pensar en que nuestro autor ha predicho los globos aerostáticos y hasta el paracaídas.

Igualmente encontramos en la obra ciudades ambulantes, que se desplazan cientos de kilómetros en busca de climas más benignos con un sistema de velas y fuelles, y otras que se protegen de las heladas hundiéndose en la tierra mediante un procedimiento de un gigantesco tornillo con su tuerca. Los selenitas no comen en el sentido terrestre del término, puesto que no mastican los alimentos sino que se limitan a olerlos, ya que la comida como tal consiste en los efluvios olfativos de los manjares, cosa que procede de la Historia verdadera de Luciano de Samosata. La iluminación nocturna está garantizada con luciérnagas encerradas en vasijas y, cuando éstas fallan, el demonio de Sócrates las sustituye por otras en las que ha encerrado sendos rayos de sol a los que primeramente ha hecho inofensivos a base de impedir que puedan abrasar, sólo lucir. La gente no lee, sino que escucha los libros. Algunos autores sostienen que Cyrano ha predicho aquí los audiolibros y, asimismo, los libros electrónicos. Cyrano es un utopista tecnológico y muchos lo consideran el fundador de la ciencia-ficción.

A su vez, en el viaje al Sol que se concentra más en los aspectos filosóficos y puramente fantasiosos y menos en el orden práctico de la peripecia ciranesca, encontramos una cuarta máquina para el viaje lunar, un icosaedro a base de espejos, un reloj de viento y un ojo de cristal para ver por la noche.

Por último, mención aparte merece el hecho de que en los dos viajes de Cyrano haya referencias frecuentes a otros libros, hasta el punto de que su obra casi no hace otra cosa que «hablar de otros libros por las boca de sus personajes» (Armand, 2005, p. 124), es decir, en definitiva, que se trata de un libro de libros o de un libro que remite a una larga serie de ellos. También este aspecto ha sido tratado con bastante fortuna por Prévot (1977, 1978) y, sobre todo, de modo sistemático por Armand (2005), quien da cumplida cuenta de todos los libros y referencias librescas que hay en la Luna y el Sol, de forma que su obra es casi una guía de libros de Cyrano; desde el primero, con el que se abre la narración de la Luna, el tratado de Cardano sobre la Sutilidad, hasta aquel con el que se interrumpe la del Sol, esto es, la Física (es decir, el libro II de los Principios de filosofía) de Descartes, el lector los irá encontrando por el camino, expresa o tácitamente mencionados. Hay todo tipo de referencias.

La relación más curiosa es la que se mantiene entre las dos partes de la obra, porque la misión de la segunda, entre otras cosas, es la de dar cuenta de la primera que, según se nos informa al comienzo del Sol ya se ha vendido por pliegos en la ciudad de Tolosa. Es decir, sucede como con la segunda parte del Quijote, en la que ya se sabe que la primera anda rodando por ahí como libro. Sólo que en el caso de Cyrano, es una invención. Pero una invención que le sirve para fabular la historia de un proceso inquisitorial en la época: a cuenta de ese libro imaginario, Cyrano es denunciado por un clérigo ruin y mendaz, detenido y encerrado en un siniestro calabozo, de donde sólo le sacan primero sus amigos y lo libera luego su imaginación, el único elemento de la obra que permite «ir más allá de la duda» (Armand, 2005, p. 107).

La traducción

Para la versión al castellano nos hemos valido de la edición de las Oeuvres complètes preparada por Jacques Prévot y publicada en la Librairie Belin, París, 1977, que se considera la más fidedigna y sigue el texto del manuscrito de París. La edición Belin carece de aparato crítico. Para remediar esta carencia, hemos tenido a la vista diversas ediciones críticas, sobre todo de la Luna y a veces también del Sol, en especial la clásica de Paul Lacroix (P. L. Jacob, bibliophile), de 1858, que incluye ambos viajes, reeditada por las ediciones Galic en 1962 y que, además del estudio crítico introductorio del propio Lacroix, canónico durante mucho tiempo y hoy ya bastante superado, incluye el famoso prólogo biográfico de Henri Lebret. Igualmente, la impresionante edición crítica de la Luna, hecha por Madeleine Alcover y publicada por la Librairie Honoré Champion, de París, en 1977, y la también valiosísima del Sol, hecha por B. Parmentier para Garnier-Flammarion, París, 2003, y algunas otras de menor valía, como la de Willy de Spens o de Maurice Laugaa, que trae una introducción y una cronología, pero no aparato crítico. Por descontado, cuando hemos recurrido a las notas críticas ajenas, especialmente las de Lacroix (que a veces dejan que desear) o las de Alcover, lo hemos señalado.

No son escasas las traducciones de la Luna al castellano, sí en cambio del Sol en correspondencia con lo que también sucede con los originales. Hemos manejado la de Aguilar de 1968, que trae la Luna y el Sol, si bien encomendados a traductores distintos: Emilio Sempere la Luna y Juan Martín Ruiz-Werner el Sol; la de Fontamara de 1981 (debida a Emilio Olcina Aya) y la de Anaya de 1987 (debida a Pollux Hernúñez). Proponemos una traducción nueva, íntegra y fidedigna porque, por lo general, las existentes acusan el problema de la falta de investigación en el conjunto de la obra de Cyrano, y aunque todas ellas tengan elementos aprovechables, dan una impresión de dejadez e improvisación, como si, como dice Alcover de las ediciones de la obra en francés, con Cyrano se pudiera hacer cualquier cosa. No obstante, sí debe señalarse que si bien la edición de Fontamara afirma en «Nota a la edición» en la página 7 que «publicamos en este volumen, naturalmente, ambos textos en su versión íntegra», ello no es cierto, puesto que los dos textos (la Luna y el Sol) han sufrido cortes tan extensos que, en realidad, la edición representa menos de la mitad de la obra original. Y esos procedimientos no pueden quedar sin mención.

Las reglas de escritura en el siglo XVII eran bastante inseguras y así se recoge en la edición Balin. Hemos seguido el criterio de unificar según el estilo contemporáneo de organizar diálogos, parlamentos largos y descripciones. Sorprendentemente, la obra no tiene muchos arcaísmos aunque, en donde aparecen, hemos tratado de conservarlos. Los tratamientos personales también son erráticos e igualmente hemos considerado oportuno uniformarlos en torno a la forma castellana del voseo, propia de la época. Todas las notas a pie de página son del traductor.

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