El otro Occidente - Marcello Carmagnani - E-Book

El otro Occidente E-Book

Marcello Carmagnani

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Beschreibung

Examen del encuentro entre Europa y América, y las transformaciones ocurridas mediante un proceso que comenzó con del descubrimiento y continúa hasta el presente siglo XXI. El autor muestra el tejido de las relaciones entre diversos modos de vida, creencias, organizaciones sociales, leyes y costumbres, políticas y economías, que originan así un nuevo modo de civilización Occidental.

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SECCIÓN DE OBRAS DE HISTORIA

FIDEICOMISO HISTORIA DE LAS AMÉRICAS

Serie Ensayos

Coordinada por

ALICIA HERNÁNDEZ CHÁVEZ

El otro Occidente. América Latina desde la invasión europea hasta la globalización

Traducción de

JAIME RIERA REHREN

MARCELLO CARMAGNANI

EL OTRO OCCIDENTE

América Latina desde la invasión europea hasta la globalización

EL COLEGIO DE MÉXICO

FIDEICOMISO HISTORIA DE LAS AMÉRICAS

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

Primera edición, 2004 Segunda edición, 2011     Primera reimpresión, 2015 Primera edición electrónica, 2016

Diseño de portada: Laura Esponda Aguilar Imagen de portada: Los cuatro continentes, en Atlas Maior, Cosmographia Blaviana, Joan Blaeu, editor, Ámsterdam, 1662

Los cuatro continentes, en Atlas Maior, Cosmographia Blaviana, Joan Blaeu, editor, Ámsterdam, 1662.

© 2003, Einaudi Ed. Título original: L’Altro Occidente: L’America Latina dall’invasione europea al nuovo millenio

D. R. © 2004, Fideicomiso Historia de las Américas D. R. © 2004, El Colegio de México Camino al Ajusco, 20; 10740 México, D. F.

D. R. © 2004, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F. Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-4077-2 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

ÍNDICE

Presentación

Introducción. América Latina en la historia mundial

I. La inserción

1. La invasión

Los amerindios; Los ibéricos; La primera invasión ibérica; Invasión y conquista

2. La búsqueda de nuevas interacciones

Las Américas en la monarquía ibérica; El origen de la colonización; Las nuevas instituciones

II. El mundo iberoamericano

1. Contexto internacional y contexto ibérico

La soberanía de los Estados y la declinación ibérica; La renovación de las monarquías ibéricas

2. Los componentes del mundo iberoamericano

Mestizaje, territorialidad y sociedad estamental; Transformaciones de los espacios económicos; Transformaciones sociales y culturales; Virajes políticos y nueva cotidianidad

III. La reactivación

1. El contexto internacional: continuidad y discontinuidad

La libertad política; La difícil integración internacional de los nuevos Estados; Hacia una nueva colocación económica internacional

2. Los nuevos Estados

La última revolución del siglo XVIII; La independencia; Flexibilidad comercial, rigidez productiva y dificultades fiscales; Continuidad y discontinuidad social; Instituciones y política

IV. El mundo euroamericano

1. Del concierto europeo al concierto internacional

2. América Latina en el orden internacional

Consolidación de la soberanía; Políticas de potencia

3. América Latina en la economía internacional

Participación en el comercio internacional; La formación de la economía financiera; Modernización económica

4. Hacia una nueva organización social

Migraciones y comportamientos sociales; Surgimiento y consolidación de las redes urbanas; Diferenciación y pluralización de los actores sociales; La redefinición de los grupos sociales

5. El orden político liberal y republicano

Nuevos protagonistas y nuevas formas políticas; Condición de ciudadano, sistemas de representación y partidos políticos; Gobiernos, presidentes y congresos

V. La occidentalización

1. Del desorden internacional a la nueva diplomacia

Nacionalismo y soberanía nacional; El subsistema interamericano; La participación en el sistema de Naciones Unidas; Las tendencias policéntricas; América Latina en el orden multilateral

2. Las áreas latinoamericanas en la economía internacional

La economía populista; Las décadas del optimismo; Nuevos desequilibrios económicos; La reorientación del desempeño económico y la productividad; Ahorro e inversiones; Vulnerabilidad de la economía financiera

3. Hacia la secularización social

Los vectores principales; La sociedad urbana

4. La occidentalización de la política

Las opciones políticas; Ciudadanía, clase política y partidos; Constitucionalismo e instituciones; Centralización, federalismo y presidencialismo

Conclusión. Formas y trayectorias de las áreas latinoamericanas en la historia mundial

Bibliografía

PRESENTACIÓN

El fideicomiso historia de las américas nace de la idea y la convicción de que la mayor comprensión de nuestra historia nos permitirá pensarnos como una comunidad plural de americanos, al mismo tiempo unidos y diferenciados. La obsesión por definir y caracterizar las identidades nacionales nos ha hecho olvidar que la realidad es más vasta, que supera nuestras fronteras, en cuanto se inserta en procesos que engloban al mundo americano, primero, y a Occidente, después.

Recuperar la originalidad del mundo americano y su contribución a la historia universal es el objetivo que con optimismo intelectual tra taremos de desarrollar en esta serie de Ensayos, que en esta ocasión presenta una trilogía de textos sobre historia económica: Mecanismo y elementos del sistema económico colonial americano, siglos XVI-XVIII, de Ruggiero Romano; Las políticas de desarrollo en la región latinoamericana, 1930-2000. Otro siglo perdido, de Víctor L. Urquidi, y el que el lector tiene en sus manos, de Marcello Carmagnani. La finalidad de esta serie es promover investigaciones en historia económica y social y fue patrocinada por el Fideicomiso Historia Económica de Banamex, fundado en 1989, gracias al interés de don Antonio Ortiz Mena, entonces director general del Banco Nacional de México. Al banco y a don Antonio Ortiz Mena les expresamos nuestro reconocimiento.

El Colegio de México promueve y encabeza este proyecto que fue acogido por el gobierno federal. Al estímulo de éste se suma el entusiasmo del Fondo de Cultura Económica en la producción editorial y la difusión de nuestras series de Ensayos y Estudios que entregamos al público.

ALICIA HERNÁNDEZ CHÁVEZ

Presidenta

Fideicomiso Historia de las Américas

Introducción

AMÉRICA LATINA EN LA HISTORIA MUNDIAL

La finalidad de este libro es rescatar el papel de los países latinoamericanos en la historia mundial. En este sentido, considero que el análisis histórico ofrece elementos que arrojan luz, a lo largo del tiempo, en torno a cómo, cuándo y por qué cada una de las áreas latinoamericanas participan activamente en los asuntos mundiales y acerca de cómo se articulan en una red de relaciones e instituciones de colaboración entre el subcontinente y con el resto del mundo.

Las constantes en la modalidad de la participación de Latinoamérica en la historia mundial son las interconexiones, es decir, los nexos que generan formas de colaboración o negociación entre las áreas latinoamericanas y las otras partes del mundo. Tales interconexiones son fundamentales porque permiten visualizar las acciones nacionales e internacionales y comprender las formas de interactuar de las regiones americanas en el sistema mundial.

El lector encontrará en esta introducción una presentación de las interconexiones internacionales, así como de las formas de colaboración, conflicto y mediación entre las áreas del mundo. En la conclusión, en cambio, se precisan, con base en la interacción existente entre información y teoría, las formas históricas de participación de las áreas latinoamericanas en el sistema internacional. En consecuencia, este volumen no es una historia general o sintética de América Latina, como tampoco lo es por áreas o temas de cada país. Mi propósito es distinto: mostrar que Latinoamérica es parte integral de la historia mundial y que, justamente por ello, ubicándola en su dimensión mundial deviene más comprensible.

1. LOS MOTORES DE LA HISTORIA MUNDIAL

Considero que las interconexiones —de orden económico, social, político, jurídico y cultural entre las áreas latinoamericanas y el resto del mundo— son los motores que ponen en movimiento las formas de participación, amén de reorientar y modificar el rumbo de dicha participación. A lo largo de cinco siglos de interconexiones entre dimensiones internas —las americanas— y externas —las mundiales—, podemos reconocer que éstas mudan con el devenir histórico. Tiempo y circunstancia confieren a la relación mutua una pluralidad de formas de articulación, de participación; tales formas históricas tienen una vida de larga duración, secular, antes de transformarse dando vida a otra modalidad de relación mutua.

Las interconexiones —independientemente de su naturaleza— son de tipo formal o informal. Las primeras son institucionales, como los cuerpos administrativos de las monarquías española y portuguesa a lo largo del periodo colonial, o como las instituciones republicanas y monárquicas constitucionales que nacen a partir de las naciones soberanas latinoamericanas del siglo XIX. En cambio las segundas, las informales, son respuestas naturales y espontáneas de gobierno de parte de los actores sociales en distintos territorios acordes con su tradición histórica, o una respuesta jurídica a vacíos institucionales. En la vida cotidiana se entreveran las resoluciones institucionales de gobierno, en particular las de justicia, con el derecho consuetudinario, los usos y costumbres locales. Son todas respuestas que buscan el consenso y la reducción del nivel de conflicto. Lo que vuelve aún más complejo el nudo de relaciones es el hecho de que norma y praxis se adecuan continuamente en consonancia con las múltiples formas de reciprocidad, de asociacionismo, hermandades, grupos de ayuda mutua, tanto antiguas como contemporáneas, que perviven en los espacios latinoamericanos, particularmente en el medio rural.

Desde el siglo XVI al presente se han acelerado y multiplicado las interconexiones entre las comunidades humanas latinoamericanas y de éstas con las comunidades norteamericanas, europeas, africanas y asiáticas. Del estudio de los distintos momentos destacamos que las conexiones se multiplican y se vuelven más complejas con el pasar del tiempo. Justamente es la complejidad de la relación mutua la que imprime una dinámica a la interconexión, dotándola de creciente fluidez para relacionar las dimensiones nacionales y locales con las internacionales.

La exploración de la relación entre las áreas del mundo, su difusión y permeabilidad, sus vínculos, sus nudos, permite superar una limitación bastante difundida en los países latinoamericanos y que sobredimensiona las condicionantes nacionales. Este tipo de análisis nacional, tanto latinoamericano como de otras latitudes, otorga escasa importancia a la comunidad de intereses y problemas entre los hombres del mundo, a los paralelismos, a la simultaneidad o a la convergencia de los procesos históricos. Éste es un grave prejuicio que se traslada al estudio de las comunidades humanas del continente latinoamericano y que ocasiona que incluso se haga caso omiso de lo que históricamente identifica a la comunidad iberoamericana. Si quienes rescatan un pasado común afirman que la historia de cada país se explica por el ascendiente de la religión, de una lengua y una cultura originaria comunes, olvidan que la comunicación y las redes entre actores históricos de distintos países constituyen el fundamento viviente de una historia en común.

No debemos, sin embargo, caer en la trampa de pensar que una historia común a una pluralidad de Estados y naciones conlleva una evolución única, un destino compartido. La historia en común se refiere al hecho de que múltiples países en distintas áreas del mundo responden —en una era específica— a desafíos similares con base en experiencias conocidas o recorridas por los distintos países del mundo. Desafíos que pueden ser ecológicos, económicos, sociales, políticos, culturales y tecnológicos. Precisamente estas experiencias compartidas conducen a la comunicación que genera formas de sociabilidad y de relación entre espacios nacionales e internacionales.

Una vez asentadas estas premisas básicas debemos aproximarnos de modo diferenciado a la historia de la comunidad humana en Latinoamérica. Su estudio puede ser como comunidad abierta al mundo o en su dimensión hemisférica común, reconociendo sus vasos comunicantes, sus historias compartidas. Sólo así podremos ofrecer al lector una doble perspectiva: la hemisférica y la mundial.

La historia hemisférica permite comprender el significado, el cómo y el cuándo logra el hombre latinoamericano trascender sus fronteras naturales, su ámbito local o nacional, y entrar en contacto con otras áreas latinoamericanas. La óptica mundial arroja luz en torno al cómo, al cuándo y al significado de la interrelación entre las áreas latinoamericanas con las europeas, norteamericanas, africanas y asiáticas. Baste un botón de muestra. El nexo entre América y África genera —además del tráfico de esclavos y del comercio triangular con Europa— una historia rica en procesos de mestizaje cultural, social y étnico. La perspectiva histórica lleva a ver la emigración latinoamericana contemporánea como el resultado de varios elementos: uno como consecuencia del proceso de globalización y del incremento de la pobreza general, y el otro como el resultado de la construcción de una inédita pluralidad y compleja interconexión social, política y cultural latinoamericana con la comunidad humana europea, norteamericana y canadiense.

Al ubicar las áreas latinoamericanas en su dimensión global rescatamos la centralidad del actor individual cuando se manifiesta en colectividad, y nos aproximamos a una narrativa histórica que valoriza la acción del hombre. Lo anterior lleva a superar la interpretación del “sistema mundo” que —como la ofrecida por Immanuel Wallerstein en El moderno sistema mundial (1998)— da excesiva importancia a las estructuras subyacentes a la acción humana. Esa interpretación —como todas las de orden estructuralista— concede escasa libertad al hombre individual, a las unidades familiares, y desdeña la espontaneidad y el ingenio de cada colectividad para discernir cuáles nexos le convienen al relacionarse con otras colectividades. En suma, desconoce o menosprecia el potencial humano de colectividades específicas para incrementar y desarrollar sus capacidades y los recursos de su entorno.

Los estructuralistas confieren demasiada importancia a la situación geográfica y económica de cada área en el orden mundial. En particular, Wallerstein reconduce la capacidad expansiva de la actividad internacional de las comunidades humanas a una dominación de éstas por parte de un sistema muy estructurado, capaz de ejercer su fuerza de coerción en todas las áreas y regiones del planeta. En tal sistema mundo, toda sociedad, nación, clase social o individuo se ubican y se desenvuelven exclusivamente a partir de su posición en la división internacional del trabajo —que según Wallerstein se afirma con el capitalismo desde el siglo XVI—, dando así vida a un sistema jerárquico internacional de la desigualdad, de la asimetría.

El sistema mundo se impone y comanda las diversas áreas y países, asignando a unas pocas regiones la exclusiva centralidad en el sistema, en tanto que a las áreas semiperiféricas les reconoce beneficios parciales, y a las periféricas, que son las más, sólo desventajas. La concepción rígida, unidimensional y repetitiva implícita en el sistema mundo condena eternamente a las áreas y los países del mundo a la condición en que fueron ubicados; su destino inmutable, impuesto por una realidad abstracta —el sistema mundo—, es inmune a toda decisión autónoma tomada por los actores históricos.

De esta interpretación emerge una versión ad hoc para las áreas latinoamericanas: la denominada “teoría de la dependencia”, cuyos promotores consideran que la participación del subcontinente es pasiva y por tanto los actores latinoamericanos no tienen, no han tenido y tal vez no tendrán nunca la posibilidad de incidir en los destinos del mundo. En suma, las áreas del denominado Tercer Mundo tienen, en el mejor de los casos, un papel subalterno en la historia de los últimos cinco siglos. Esto significa que viven al margen de la historia, de la “gran” historia, que es la que viven las metrópolis, las naciones industrializadas (Andrew Gunder Frank, 1976 y 1998).

Una nueva y atenta lectura en torno a las interconexiones entre colectividades humanas permitirá a los llamados pueblos subalternos rescatar los momentos en que los países de Latinoamérica actuaron decididamente en la definición de su historia (Eric R. Wolf, 1991). Sólo así lograremos comprender cómo distintos pueblos se esfuerzan para acrecentar su presencia en el sistema internacional, aprovechar sus ventajas y minimizar los efectos negativos de su participación en dicho sistema. En su actuar cotidiano los actores sociales no son anulados ni sometidos por el peso de la estructura o de los condicionamientos externos. De tal actuar, el gran literato austriaco Robert Musil nos ofrece, en su novela de formación El hombre sin atributos, una posible clave interpretativa al sostener que junto con “el sentido de la realidad”, que “existe, y nadie puede poner en duda que su existencia esté justificada”, existe también el “sentido de la posibilidad”. Sentido de la posibilidad “que podría definirse como la capacidad de pensar todo aquello que podría igualmente existir”, ser, devenir.

Si aceptamos que los actores históricos ejercen su libre albedrío y actúan transformando su realidad, debemos conceder esa característica a todo ser humano, a toda colectividad humana, ya sea subalterna o periférica. El análisis dicotómico hasta ahora empleado: tradición-modernidad o desarrollo-subdesarrollo, impide una comprensión de la historia mundial en su complejidad y de las transformaciones vividas en los últimos cinco mil años. Si se quisiera dejar atrás tal dicotomía se debe reflexionar que a lo largo de la historia todas las sociedades han experimentado periodos de florecimiento, crecimiento, estancamiento y crisis.

En cambio —y a pesar de que los estructuralistas lo nieguen o lo dejen de notar—, si nos centramos en las interconexiones y la comunicación entre las distintas áreas del mundo, notamos que todas las áreas latinoamericanas y sus actores históricos, sin exclusión ni distingo, manifiestan una capacidad de actuar con ingenio en todos los ámbitos: local, nacional e internacional. De lo contrario, al verse obstaculizados, frenados, los actores históricos actúan como free riders, es decir, al margen de las normas y las instituciones. El contrabando colonial ampliamente difundido fue la respuesta de los latinoamericanos al comercio monopólico peninsular. Otra expresión del free rider es la mano de obra sujeta al latifundio o al fundo minero, la cual logra migrar para recrear un nuevo hábitat y un modo de subsistencia en las fronteras no colonizadas latinoamericanas. Es probable que la aparición de asociaciones no gubernamentales internacionales como Amnistía Internacional sea, en los albores del siglo XXI, la respuesta ciudadana a los gobiernos autoritarios latinoamericanos por la violación de derechos humanos, civiles y políticos.

En consecuencia, una vez reconocida la capacidad del hombre individual de actuar colectivamente, de responder a los retos que el contexto nacional y mundial le presenta, se puede también aceptar su capacidad para transformar su entorno. Por lo mismo, todo hombre o colectividad dispone de conocimiento, de un capital social, necesario para acompañar cualquier proceso de cambio interno e internacional y para frenar, desarticular o diluir su impulso. Las colectividades humanas responden de modo diferenciado —con base en su haber histórico— a los contextos mundiales: ciertos países o regiones se montan sobre la cresta de la transformación, como ocurrió en el siglo XX con los países asiáticos —Asia, Corea del Sur, Taiwán, Singapur y la propia China—, y otros actúan con mayor reserva o incluso a destiempo, como fue el caso de los Estados latinoamericanos aún cautivos por el modelo estatista-nacionalista.

Contrariamente, al despuntar el siglo XIX los países latinoamericanos abrazaron el nuevo constitucionalismo, las formas republicanas y liberales, así como la libertad de comercio y el potencial de la diplomacia internacional; a la inversa, Japón, China y otros países asiáticos se mostraron más refractarios, reacios al cambio.

La participación diferenciada de los distintos países incide en la historia mundial, primero porque el proceso no es lineal, y, segundo, porque la participación de cada país no es continua ni ascendente. La historia particular de los países condiciona la forma de convergencia internacional, así como su estabilidad, sus resultados particulares y generales. Lo cierto es que la historia muestra que los países líderes mundiales no siempre han sido los mismos. Lo fueron España en el siglo XVII, Holanda en el XVIII y Gran Bretaña en el XIX. Una vez alcanzado el clímax de su potencia, su plena madurez, perdieron terreno para dejar espacio al ascenso de nuevos países. Esa alternancia no debe pensarse exclusiva de las grandes potencias, dado que un futuro escenario para 2050 postula como naciones líderes a Brasil, México y China.

Tampoco es el destino de los países acompañantes mantener su posición subordinada. Baste recordar que si bien Gran Bretaña fue un país acompañante a lo largo de casi toda la era moderna (1500-1800), para el siglo XIX era potencia líder. Asimismo, la historia mundial enseña que durante el bajo medioevo declinaron las ciudades italianas para dar paso a la era de los grandes imperios del siglo XVI (España y Portugal); a su vez, las potencias ibéricas cedieron ante el cambio histórico que dio vida a los Estados nacionales. Cambios similares ocurrieron en las áreas latinoamericanas: del siglo XVI al XVIII los principales dominios eran el virreinato de la Nueva España (México) y el virreinato del Perú; en el siglo XIX lo fueron Argentina, Brasil y Chile, y a la vuelta del siglo XIX y en especial a partir de la primera Guerra Mundial, los Estados Unidos de Norteamérica se convirtieron en la gran potencia mundial.

2. EL SISTEMA INTERNACIONAL. AUTONOMÍA RELATIVA Y FORMAS DE COLABORACIÓN

El primer paso para la mejor comprensión de la geometría variable del sistema mundial es reconocer el mecanismo de las interconexiones entre los países y entre las regiones del mundo. Desprendernos de estereotipos y determinismos que el análisis estructuralista nos impuso, y que ahora el deconstruccionismo posmodernista quiere imponernos, exige reconocer la flexibilidad, la espontaneidad y la impredecibilidad de los procesos históricos, aceptar la multiplicidad de los mecanismos de interconexión material e inmaterial que genera el actuar colectivo.

En cuanto a la interconexión, ésta puede ser intermitente o perdurable. En el primer caso están los vikingos o los chinos, que arribaron a América antes que los europeos, sólo que los vikingos no lograron asentarse de modo estable y duradero en las costas de Nueva Inglaterra, como tampoco los chinos en las costas del Pacífico. Así se explica que la historia mundial retenga los vínculos permanentes que generan una interacción mutuamente benéfica y duradera en el tiempo.

El beneficio de una colaboración sostenida por largos periodos entre actores históricos se reconoce en las múltiples maneras de representar al mundo. La imagen del orbe de la Cosmografía blaviana —publicada en 1662, en Ámsterdam—, que está presente en la portada del libro, muestra los cuatro continentes con proporciones idénticas, sin predominio de ninguna de sus partes, pues en lo alto impera el principio divino organizador garante de la colaboración entre las regiones del mundo. Casi un siglo más tarde, en 1753, en el cielo del salón de baile del palacio de un gran mercader veneciano, en la Ca’Rezzonico, se reproduce una imagen del mundo donde aparecen los cuatro continentes —Europa, Asia, América y África— en distancia y proporción equidistante; al centro impera la divinidad, símbolo del supremo poder organizador de una convivencia ordenada del mundo. Una vez más, resalta una concepción equilibrada y ordenada entre áreas del mundo.

En Trieste, puerto del Mediterráneo abierto hacia el exterior, constatamos la secularización del principio organizador del mundo. En su plaza principal, centro de la vida mercantil, se yergue la fuente de los Cuatro Continentes (1751-1754). Ésta tiene cuatro estatuas que representan los continentes y que vierten agua en unas conchas que simbolizan el destino común de los continentes: la colaboración. La fuente representa las formas de tal colaboración internacional porque la ornamentación de las cuatro estatuas es profusa en naves, instrumentos, cordeles, pacas de algodón y granos; todo fruto y símbolo de un comercio que organiza la colaboración intercontinental. Corona este monumento la Fama, símbolo de la unión y la rectitud de todo nexo entre comunidades humanas. Fama y comercio sugieren una pluralidad de voluntades, tanto individuales como colectivas, que interactúan para dialogar y participar en los asuntos del mundo sin renunciar a sus particularidades locales y nacionales.

Si me detuve en el simbolismo de la representación del mundo fue para insistir en sus características esenciales: competencia y colaboración entre colectividades humanas en el ámbito continental e intercontinental. En dicho ámbito se desenvuelve la historia mundial, que de ninguna manera es una sumatoria de historias nacionales.

Por el contrario, la historia mundial explica por qué y cómo se desenvolvió un país o un área en relación con otra. Por ejemplo, preguntémonos acerca de las circunstancias que provocaron que se diera una divergencia entre China y Europa en el siglo XVIII y que determinaron una situación distinta de las dos grandes áreas en la historia económica mundial contemporánea (Kenneth Pomeranz, The Great Divergence. China, Europe, and the Making of the Modern World Economy, 2000).

Hoy comprendemos las razones por las cuales Europa llegó a ser la región más rica del mundo; circunstancia que se debió no sólo a factores de índole económica, sino también política. Si comparamos el desenvolvimiento de China con el de Europa, mientras en la primera predominó la forma imperial de gobierno, en Europa la existencia de distintos Estados nacionales en un territorio compacto condujo a la competencia, al intercambio de experiencias.

Los ejemplos citados son sólo una muestra de otra perspectiva de análisis que permite dejar atrás los estrechos cauces que delinea la historia nacional o las ideas de una primacía europea. El eurocentrismo conduce a la pretendida universalidad de la cultura europea, y la historia nacional se extravía en la búsqueda de una originalidad congénita.

La insistencia en la colaboración entre áreas y países del mundo de ninguna manera soslaya el conflicto, la guerra, las disputas, lo cual permite subrayar, una vez más, que las dimensiones internas y mundiales están constantemente en interacción. De ahí que las interacciones constituyan el argumento central de la historia mundial. A diferencia de la historia de las relaciones internacionales, que estudia los mecanismos bilaterales y multilaterales de las relaciones entre Estados, la historia mundial hace hincapié en las interacciones entre todas las dimensiones nacionales e internacionales.

La historia mundial reconoce las relaciones entre Estados, pero su óptica es más amplia: rescata los actores históricos nacionales, regionales y locales con capacidad para interactuar en el ámbito internacional. Me refiero a los emigrantes, las empresas multinacionales, los comerciantes, los sistemas bancarios y financieros, las organizaciones humanitarias, las organizaciones no gubernamentales. La historia mundial no es entonces una mera prolongación de la historia de las relaciones internacionales, o una nueva denominación de la historia universal. La historia mundial tiene su propia dimensión, pues parte de la idea de que tanto lo nacional como lo internacional poseen una autonomía relativa, lo cual los obliga a convivir, a impulsar la colaboración.

Ahora bien, ¿cómo rastrear la autonomía relativa del ámbito internacional? Sin duda a partir de la aparición del principio esencial de la convivencia internacional: el equilibrio de potencias. Este concepto surgió a partir del Congreso de Westfalia (1645) y los tratados de Utrecht, Rastaff y Baden (1713-1714); se rige por la necesidad de individuar contrapesos que impidan que una potencia domine a otra. El principio del equilibrio entre potencias se difunde gracias al adelanto del derecho de gentes, que distingue la ley común o natural a cada pueblo, de la ley que norma las relaciones entre comunidades humanas distintas. El derecho de gentes precede al internacional y es, a su vez, resultado de la superación de la idea de la unidad cristiana, de herencia medieval. Por su capacidad de regular las acciones de las potencias y, en general, de los Estados soberanos, el nuevo derecho internacional favorece la resolución de conflictos entre países y potencia la autonomía relativa de la dimensión internacional.

Una aceleración de la autonomía relativa de la esfera internacional acontece en el curso del siglo XIX, como resultado de la aparición de los nuevos Estados americanos y europeos, y en el siglo XX, con los nuevos Estados africanos y del medio y extremo Oriente. El nacimiento de la diplomacia multilateral, visible en la expansión de las organizaciones internacionales, refuerza al día de hoy la autonomía del orden internacional. Se trata de una autonomía que se potencia gracias a la conformación de una nueva economía internacional que integra instituciones informales (empresarios, multinacionales y mercado de capitales) e instituciones formales (Banca Mundial, Fondo Monetario Internacional, World Trade Organization).

La autonomía relativa de la dimensión internacional es por tanto el resultado de la interacción de una pluralidad de actividades humanas, de la política a la diplomacia, de la cultura a la economía. Se va así hacia la construcción de una red integrada por normas codificadas y no codificadas que regulan las formas de colaboración entre los Estados y entre éstos y las organizaciones internacionales, así como la resolución de conflictos entre los países. Se puede así pensar que el potenciamiento y la autonomía de la dimensión internacional son producto de un proceso histórico que se activa por la voluntad de los individuos de expresarse colectivamente, lo cual favorece una regular y constante interacción entre la dimensión nacional y la internacional.

Karl Polanyi (La gran transformación: los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo, 1992) es seguramente el primer estudioso que ya en 1944 propuso que el sistema internacional es el resultado de una pluralidad de interacciones entre las dimensiones nacional e internacional y debería, por tanto, aparecer entre los fundadores de la historia mundial. Polanyi permite comprender la imposibilidad de una interpretación economicista o culturalista de la historia mundial. El economicismo tiende, como he dicho en relación con el “sistema mundo”, a dar una visión determinista y reduccionista del sistema internacional.

Por su parte, el culturalismo o posmodernismo ofrece una interpretación superficial porque insiste especialmente en las percepciones y no toma en cuenta que los fenómenos históricos, como todas las manifestaciones humanas, tienen una historicidad. De allí que el estructuralismo y el posmodernismo culturalista no creen obras originales, pues conjuntan arbitrariamente elementos dispersos de la historia.

3. CONTENIDOS Y ORGANIZACIÓN DEL VOLUMEN

A partir de las consideraciones que acabo de exponer, articulé este volumen en cinco capítulos que delinean los cambios ocurridos en las formas de colaboración y conflicto entre las áreas latinoamericanas y el mundo. En todos los capítulos ilustro las conexiones que hicieron posibles las convergencias y las divergencias entre el mundo americano y el europeo; busco reconstruir las lógicas subyacentes a estos procesos, y finalmente, presento las características de la participación de las áreas latinoamericanas en el sistema internacional. Para lograr estos objetivos tomo en cuenta tanto los estudios históricos como las contribuciones ofrecidas por otras ciencias sociales, porque la historia mundial requiere un conocimiento multidisciplinario.

Los argumentos del primer capítulo, “La inserción”, se relacionan con el descubrimiento y la conquista de América y se concentran especialmente en la organización establecida en el Nuevo Mundo luego del choque y encuentro entre dos comunidades humanas con experiencias muy diferentes: la hispánica y la india. Para enfocar la problemática fue necesario cambiar la periodización habitual que ubica la etapa de la conquista entre 1492 y 1570 y la colonización prácticamente hasta la independencia. Así, en este capítulo integré la fase de la conquista (1492-1570) con la fase de la primera colonización (1570 y 1630), para ilustrar hasta qué punto la colaboración interétnica favoreció la primera participación del subcontinente en los asuntos mundiales.

Al cambiar la periodización se logra destacar el proceso por el cual las áreas latinoamericanas ingresan en los asuntos mundiales, y cómo los actores históricos indios y americanos pudieron superar —gracias a la integración de las aportaciones europeas— las condiciones adversas de la primera mitad del siglo XVI, en especial la catástrofe demográfica. De allí que en el primer tercio del siglo XVII el Nuevo Mundo emerja como una realidad diferente tanto de las metrópolis ibéricas como de las preexistentes organizaciones estatales y tribales americanas.

El ingreso de las áreas latinoamericanas en la historia mundial se lleva a cabo merced a una reelaboración en territorio americano de las tradiciones ibéricas e indias, la cual dio nacimiento a una forma inédita de convivencia interétnica, no exenta de conflictos y contrastes. Sin la existencia de los actores regionales y locales americanos no habría sido posible el comienzo de un proceso interactivo que permitiera a los latinoamericanos conectarse con los actores internacionales, los comerciantes ibéricos y no ibéricos, los funcionarios metropolitanos, la Iglesia y las instituciones de las monarquías ibéricas.

En “El mundo iberoamericano”, el segundo capítulo, ilustro la construcción del Nuevo Mundo americano entre el segundo tercio del siglo XVII y la primera mitad del XVIII. Durante este periodo adquieren fuerza y se definen —modificando incluso la forma inicial— las conexiones que se dan tanto al interior como al exterior de los espacios americanos. En el curso de esta nueva modalidad de participación del subcontinente en los acontecimientos mundiales, los nexos entre los componentes latinoamericanos se amplifican por efecto del mestizaje, al tiempo que se expanden y potencian los contactos entre las comunidades americanas y las ibéricas y no ibéricas.

En este capítulo se ofrece una visión de la dinamicidad y creatividad que caracterizan el mundo iberoamericano, muchas veces presentado como una realidad estática. Insisto, en efecto, en la capacidad de los actores americanos de elaborar estrategias complejas para superar las constricciones coloniales y reforzar la autonomía que habían conquistado en el periodo de la inserción, sin renunciar a los vínculos de lealtad contraídos tanto con los monarcas como con la religión católica.

Las conexiones de las áreas latinoamericanas con el mundo permiten comprender la importancia que tuvo la política en las decisiones de los actores históricos ibéricos e iberoamericanos en los siglos XVII y XVIII. Las formas de autogobierno de los colonos y de los indios ayudan a comprender la capacidad desarrollada para frenar las tendencias absolutistas de las monarquías ibéricas en las áreas latinoamericanas.

Las problemáticas referentes a la autonomía relativa de los componentes latinoamericanos y a las conexiones formales e informales con el mundo europeo son ilustradas en los capítulos segundo y tercero del volumen. En ellos se ilustra la capacidad de adecuar, reelaborar y renovar las ofertas del mundo europeo, sin las cuales no es posible comprender cómo las áreas latinoamericanas individualizan su participación en el orden internacional del siglo XIX. En efecto, el concierto europeo restaurado por el Congreso de Viena (1814) no puede ignorar los nuevos Estados soberanos nacidos de la revolución americana y latinoamericana.

El tercer capítulo, “La reactivación”, analiza la forma en que el mundo latinoamericano reorientó su participación en el sistema internacional. El análisis se esfuerza en superar la visión de las historias nacionales que presentan a sus países como acechados por amenazas externas. Se trata, en cambio, de mostrar cómo las áreas latinoamericanas buscan establecer una nueva relación con los Estados europeos y con los Estados Unidos, bajo la condición de ser reconocidos como Estados soberanos y tratados como tales.

El cuarto capítulo, “El mundo euroamericano”, presenta la internacionalización acontecida entre la segunda mitad del siglo XIX y el primer tercio del XX. Trato de poner en evidencia cómo el subcontinente responde a los nuevos desafíos planteados por las transformaciones del comercio internacional, la segunda revolución industrial, el nuevo colonialismo europeo y americano y la necesidad de reforzar la defensa de la soberanía nacional. Trato, además, de mostrar cómo las ventajas potenciales de la internacionalización fueron aprovechadas por el subcontinente y cuáles fueron las políticas nacionales implementadas para contener los factores negativos derivados de las nuevas relaciones internacionales.

A lo largo del análisis del mundo euroamericano insisto en la importancia del Estado nacional y de su capacidad de proyectarse como un actor internacional. Hago hincapié en el control que ejercen los gobiernos sobre su espacio geográfico con el fin de favorecer la convergencia entre los diferentes grupos étnicos en una comunidad humana, con intereses comunes, capaz de dar vida al Estado nacional con presencia internacional. De esta forma, las áreas latinoamericanas comparten la historia común de todos los Estados soberanos del siglo XIX y del primer tramo del XX: favorecer la proyección internacional de los actores nacionales, lo que conlleva riesgos inéditos tanto para los actores como para los mismos gobiernos.

El último capítulo, “La occidentalización”, reconstruye el camino de la occidentalización definitiva de las áreas latinoamericanas. Se trata de un análisis que utiliza muchos de los resultados ofrecidos por los estudios internacionales, económicos, sociales, políticos y culturales, los cuales permiten plantear algunas hipótesis fundadas de un proceso iniciado hace casi un siglo y todavía no concluido.

El análisis insiste en las tendencias reconocibles a partir de 1930. La primera, entre 1930 y 1970, se caracteriza por un reforzamiento del Estado nacional gracias a su capacidad de contrarrestar y seleccionar los elementos ofrecidos por un contexto internacional conflictivo. El resultado es una contraposición entre los Estados nacionales y las dimensiones internacionales que tuvo importantes recaídas en la convivencia latinoamericana e internacional.

A partir de los años setenta se desarrolla una nueva tendencia caracterizada por la multiplicación de la presencia, en los escenarios nacionales y mundiales, de nuevos actores que independientemente de sus orígenes nacionales llevan a cabo acciones de carácter trasnacional. Se desarrollan nuevas redes de conexión entre las dimensiones nacional e internacional, visibles en la intermediación financiera, en las organizaciones no gubernamentales, en el reforzamiento de la opinión pública internacional gracias a las nuevas formas de comunicación, las migraciones e incluso en los movimientos que se autodefinen como “no globales”. Todos los nuevos actores trasnacionales reivindican una autonomía de sus Estados de origen.

Una parte significativa de este último capítulo reconstruye la participación de los actores latinoamericanos en la globalización. No ha sido una empresa fácil por la casi total divergencia de interpretación entre partidarios y opositores a la globalización. He tratado de superarla discutiendo si la globalización es una recuperación de la internacionalización bloqueada por el desorden internacional acontecido entre las dos guerras mundiales, o si consiste en una nueva modalidad de participación de las áreas latinoamericanas en el sistema internacional.

La conclusión presenta una reflexión sobre la participación de América Latina en la historia mundial, caracterizada por ser una constante interacción de las comunidades humanas latinoamericanas con otras comunidades mundiales. Esta interacción entre el subcontinente y el resto del mundo multiplica las conexiones que dan vida a formas diferenciadas de su participación internacional a lo largo del tiempo. Esto significa que la participación internacional de las áreas latinoamericanas depende de la voluntad de los actores latinoamericanos y de otros continentes de querer potenciar sus acciones a través de sus capacidades de articular las dimensiones materiales con las inmateriales o culturales.

Este libro fue escrito gracias al intercambio de ideas con mis colegas historiadores pero también con antropólogos, economistas y politólogos en Italia, Europa, los Estados Unidos y América Latina. Un agradecimiento sincero a mis estudiantes de la Universidad de Turín y de El Colegio de México, que con sus preguntas estimularon mis reflexiones sobre la internacionalización y la globalización.

Deseo dedicar este libro a mi esposa Alicia Hernández Chávez y a mis hijas, Paola y Elena Carmagnani, quienes me han acompañado en esta empresa. Mis agradecimientos a Alicia por motivarme a completar este libro con sus frecuentes críticas y acertadas sugerencias.

I. LA INSERCIÓN

La inserción de las áreas americanas en el mundo occidental es producto de un proceso que, a mediano plazo, o sea desde el descubrimiento de América en 1492 hasta la culminación de su nueva formación ibérica en el último tercio del siglo XVI, puede ser visto como una violenta destrucción de las civilizaciones indias existentes. Si, en cambio, se analiza un lapso de tiempo más prolongado, que abarque desde el descubrimiento hasta el comienzo de la colonización en el primer tercio del siglo XVII, se le puede considerar como un proceso histórico en que, precisamente a causa de la rápida disminución de la población nativa, los ibéricos e indígenas estaban prácticamente obligados a entablar una inédita forma de colaboración. Los conquistadores se ven conquistados por una pluralidad de formas indias, mientras los conquistados impulsan un movimiento de reconstrucción creativa que acabará por acercarlos culturalmente a los ibéricos.

Puesto que nuestro interés consiste en relatar cómo las áreas americanas se occidentalizaron a partir del descubrimiento, arrancamos de la base de que la inserción de las Américas en el área occidental, que hace asumir a éstas inicialmente el carácter de áreas iberoamericanas, es el resultado de un doble movimiento: el choque inicial entre indios e ibéricos en el curso del siglo XVI y la colaboración entre ellos, rasgo crucial que define la fase de colonización de los territorios entre fines del siglo XVII y el primer tercio del siguiente. En la fase inicial de desencuentro se verifica además un momento de exploración y de prueba en el que ambos grupos no atinan a reorientar con presteza sus puntos de referencia históricos y culturales, una situación sin una salida clara, dado que a comienzos del siglo XVI los ibéricos y amerindios no son más que potencialmente conquistadores y conquistados.

Si en la actualidad consideramos a Europa y las Américas como un conjunto de experiencias nacionales con una proyección continental no puramente geográfica, sino sobre todo cultural, hay que tener en cuenta que en el curso del siglo XVI y a comienzos del XVII los ibéricos y los indios no llegan a utilizar puntos de referencia culturales para interpretar sus propias experiencias, ya que ambos grupos poseen una tradición histórica esencialmente local o regional.

Durante las fases de contraste y colaboración que caracterizan la inserción de las áreas latinoamericanas en la historia de Occidente, los españoles, portugueses e indios comienzan gradualmente y sobre la base de sucesivas pruebas y errores, a percibir la existencia de relaciones entre las diversas regiones del Nuevo Mundo y entre éste y las áreas ibéricas de donde vienen los conquistadores. Puesto que la invasión ibérica y europea no se agota en los episodios militares y exige la utilización de instrumentos culturales y recursos organizativos, consideramos oportuno iniciar nuestra narración revisando los antecedentes amerindios e ibéricos a fin de identificar los posibles puntos de contacto entre quienes serán conquistados y quienes serán los conquistadores.

Dado que la espontaneidad es el rasgo distintivo tanto del desencuentro como del encuentro entre ambas civilizaciones, la inserción de las áreas americanas en las monarquías ibéricas no fue una empresa fácil ni mucho menos un hecho seguro. De hecho hacia el último tercio del siglo XVI se van perfilando en las áreas americanas algunas tendencias contradictorias. Con la realidad de carácter señorial representada por los conquistadores y sus descendientes coexisten los municipios ibéricos que gozan de numerosos privilegios reales que entran en conflicto con las tendencias señoriales y con la monarquía misma. Las organizaciones amerindias, por su parte, se siguen reproduciendo en numerosas áreas americanas, gracias a la existencia de las señorías étnicas y la nobleza india, las cuales neutralizan la propensión milenarista de la población indígena al retorno a la situación prehispánica, que al manifestarse puede generar revueltas y rebeliones.

Las Indias occidentales, por tanto, no se dejaban gobernar tan fácilmente por los funcionarios reales, ni a nivel político-administrativo ni desde el punto de vista económico y financiero. Así, durante la invasión y la primera colonización se pusieron en marcha nuevas interacciones destinadas a garantizar la permanencia del Nuevo Mundo en el orden monárquico ibérico.

1. LA INVASIÓN

Los amerindios

Antes de ser invadidas y conquistadas por los ibéricos, las distintas sociedades amerindias contaban con una historia plurimilenaria, que comenzó hace casi veinte mil años con las migraciones de pueblos procedentes de Asia que entraron en el Continente Americano pasando por el estrecho de Bering, y de pueblos de Oceanía, que llegaron cruzando el océano. En comparación con los otros continentes, América presenta dos rasgos peculiares: es el último continente que registrará presencia humana y el único en el que las culturas evolucionan sin ningún contacto con el mundo europeo y asiático, hasta la llegada de los europeos en el siglo XV.

En el curso de esta historia milenaria, se verifica en las áreas americanas una acentuada diferenciación de la población así como una pluralidad de formas culturales, todo ello acompañado de una escasa comunicación e intercambio entre las diversas áreas del norte, centro y sur. La pluralidad americana constituye un dato relevante, ya que, precisamente gracias a ella, los europeos, comenzando por el mismo Cristóbal Colón, logran llevar a cabo la invasión del continente entre 1492 y 1570. Si no se otorga la debida importancia a estas notables diferencias lingüísticas, ecológicas, económicas, culturales e incluso organizativas, se corre el riesgo de olvidar que la identidad de una población llamada “india” no es más que el producto de una racionalización ibérica que agrupa y unifica a pueblos muy diferentes entre sí.

La simplificación de esta idea la podemos ver en el mapa I.1, que muestra la distinción entre amerindios nómadas, semisedentarios y sedentarios. A partir de esta clasificación puede afirmarse que uno de los factores que determinaron la diferenciación de las sociedades amerindias fue la domesticación de algunas plantas y algunos pocos animales. Entre el 5000 y el 3000 a.C. las áreas americanas experimentaron una revolución neolítica similar a la de los demás continentes, y gracias a ella algunas sociedades entraron en la fase de la agricultura, desarrollando ciertas actividades alimenticias y culturales que de manera parcial encontramos aún hoy en estas áreas.

En el área mesoamericana (desde México hasta Centroamérica) tiene lugar la domesticación del maíz, la papa, la mandioca, el chile, la quina, el frijol, la calabaza y el aguacate, y de animales como el perro, el pavo, la llama y el cui; en el área caribeña y tropical la mandioca y la batata (papa dulce); en el área andina (desde Ecuador hasta el norte de Argentina) la patata y la llama.

El hallazgo de la agricultura constituye un fenómeno cultural, además de material, ya que supone el paso del grupo nómada de cazadores-recolectores —formado por no más de 150-200 personas, conducidas por un jefe o un chamán— a la organización tribal de cazadores-recolectores que cultivan plantas y cuentan con una base estable como la aldea, la cual es al mismo tiempo un centro ritual dotado de una compleja organización política y religiosa. Esta transformación se verifica a lo largo de por lo menos dos milenios, puesto que sólo hacia 3000-2500 a.C. se da el tránsito de las tribus que cultivan plantas a las comunidades de agricultores sedentarios. Algunos de estos señoríos o principados darán origen, a partir del año 200 a.C., a las grandes civilizaciones que conocemos con los nombres de azteca, maya, chibcha e inca.

Como constatamos en esta síntesis, todas las sociedades indias, desde los grupos de cazadores-recolectores hasta las culturas más altas, son sumamente complejas y dinámicas, y las transformaciones que se verifican en algunas de ellas no dependen de mayores o menores capacidades intelectuales. La evolución amerindia, como ocurre en las antiguas civilizaciones europeas, es resultado de opciones dictadas por razones de oportunidad o necesidad, opciones que se expresan, por ejemplo, a nivel lingüístico, elemento fundamental de una cultura, en cuanto refleja un sistema de categorías, una estructura que el espíritu humano construye hablando a los objetos y con los demás seres. Precisamente por ello ningún lenguaje es elemental, como sugiere con una paradoja Jacques Soustelle cuando escribe: “de los indios de América que he conocido, los menos civilizados son los más complejos”.

Si volvemos a observar el mapa I.1, podemos constatar que aun contando con el mismo potencial evolutivo, no todas las civilizaciones amerindias transitan desde la organización por grupos a la forma tribal y luego a la forma estatal. De hecho, las civilizaciones mesoamericanas y andinas llegan a ser grandes culturas no sólo a consecuencia del crecimiento demográfico, los cambios tecnológicos (riego, caminos, silos, etc.), o el intercambio de bienes y la gestión administrativa de los recursos, sino también como resultado de la elaboración de un imaginario colectivo, que incluye el calendario y la configuración de marcadas jerarquías religiosas y políticas. Todo ello llevará a la formación de complejas organizaciones estatales gobernadas por ciudades de arquitectura refinada, como podemos aún constatar en Teotihuacan, Chichén Itzá, Tikal y Cuzco.

Se puede apreciar mejor el panorama examinando la relación entre la población (estimada) de las diferentes áreas y el tipo de organización predominante, con lo que será más clara la importancia de las diversidades culturales en el mundo americano al momento de la llegada de los europeos (véase cuadro I.1).

A pesar de lo fragmentario de la información, es posible formular algunas consideraciones. A finales del siglo XV una buena mitad de la población americana vive en organizaciones estatales complejas, y alrededor de tres cuartos de ella ha experimentado la revolución neolítica. El mundo americano poseía ya una complejidad y un dinamismo antes de la llegada de los europeos; la idea que presenta a América como una sociedad estática se difunde a partir de la conquista por razones políticas e ideológicas y será reemplazada posteriormente por la versión actual —igualmente ideológica— según la cual las sociedades indias, a diferencia de las coloniales, eran armónicas e igualitarias.

Precisamente por ser sociedades dinámicas, todas las organizaciones deben crear mecanismos de disciplina social, lo cual nos demuestra la exis tencia de tensiones y conflictos internos. Los grupos de cazadores-recolectores poseen una organización basada en la familia ampliada con residencia matrilocal y se desplazan constantemente por un vasto territorio en pos de alimento, llevando consigo arcos, flechas, redes, alimento y pieles de los animales capturados. Estas últimas constituyen el principal objeto de intercambio y sirven además como instrumento que refuerza los vínculos internos del linaje mediante la entrega del cuero a las mujeres para que fabriquen vestidos.

También las sociedades tribales se organizan sobre la base de familias ampliadas, aunque son muy comunes en estas sociedades las aldeas compuestas de dos o más linajes, fenómeno estimulado por la actividad agrícola y por la existencia de recursos generados por la agricultura, la caza y la recolección de alimento. Gracias a dichos recursos, las personas mayores son liberadas del trabajo, ya que la edad es un símbolo de estatus y prestigio social y se vuelve el fundamento de la autoridad del jefe-chamán al interior de la tribu. Al momento de la llegada de los europeos existían dos imperios: el azteca y el inca, los cuales, a su vez, ejercían su dominio sobre numerosos señoríos estatales. Había asimismo señoríos estatales en América Central, Colombia, Venezuela, Ecuador, norte de Chile, noroeste de Argentina y algunas zonas amazónicas.

Todas estas organizaciones son resultado de una prolongada historia de transformaciones internas, migraciones y contactos interculturales, que han dejado sus huellas en el arte, la astronomía, las matemáticas, la arquitectura y la ingeniería. Es muy interesante notar que gracias a la experiencia y a las numerosas tentativas y errores, los imperios y señoríos lograron mantener un equilibrio muy eficiente entre ecologías muy distintas y fueron capaces de gobernar a una población numerosa mediante múltiples y complejos mecanismos de disciplina y jerarquización que imponían un acceso diferenciado a los bienes y servicios de la comunidad.

A diferencia de los grupos y tribus, los imperios y señoríos fueron capaces de absorber el impacto de la invasión europea, precisamente porque consiguieron reforzar la organización de clanes típica de la población americana. Cabe detenerse, pues, en dos de estas organizaciones, el calpulli del área mesoamericana y el ayllu del mundo andino, las cuales no sólo no se disuelven durante el periodo colonial, sino que siguen existiendo hasta hoy en numerosas regiones mexicanas, colombianas, ecuatorianas, peruanas y bolivianas.

Hemos dicho que la revolución neolítica da origen a las aldeas agrícolas que permiten la convivencia en un mismo territorio de dos o más linajes familiares. La versión mesoamericana de esta conformación de clanes no presenta una sola dimensión económica y social, sino también política y cultural, puesto que el calpulli reúne a un determinado número de familias ampliadas y nucleares emparentadas entre sí a condición de que todas ellas reconozcan una divinidad única protectora de todo el clan. Se trata del reconocimiento debido a la divinidad que ha enseñado a los miembros del calpulli un oficio, una profesión o una habilidad que, además de ser útil al conjunto del clan, debe transmitirse a los hijos.

El fundamento religioso del calpulli supone que el clan dispone de todos los recursos locales, ya sean de tierra o de agua. Son las autoridades del clan quienes asignan a los miembros del calpulli no sólo las parcelas de tierra sino también la cantidad de agua necesaria para los cultivos, y controlan además las tierras no asignadas a las familias, cuyo producto está destinado al sustento de los nobles, los sacerdotes, el señor o el emperador. El mecanismo de asignación de recursos a la autoridad imperial o señorial, así como a los funcionarios, se basa en el tributo, una institución preexistente a la formación del imperio azteca, surgida seguramente en la fase de sedentarización definitiva de la población con la configuración de una red de aldeas enlazadas mediante el intercambio de bienes. El calpulli es al mismo tiempo un elemento básico de la vida material e inmaterial de las comunidades de aldeas, además de constituir el primer escalón de una más vasta organización política, señorial y, luego, imperial.

También el ayllu andino presenta esta doble connotación, pero otorga una mayor importancia a la dimensión territorial. El ayllu es una agrupación de familias que se consideran descendientes de un antepasado común en una determinada localidad geográfica. Antes de la conquista de distintos señoríos andinos llevada a cabo en la segunda mitad del siglo XV, los mismos incas no eran otra cosa que un señorío territorial asentado en las cercanías de Cuzco, en los Andes meridionales, que abarcaba once ayllu. También esta organización presenta una dimensión religiosa, representada por el ceque o línea imaginaria que vincula el ayllu a un lugar sagrado.

Rasgo común de todas las organizaciones amerindias es, pues, la estrecha vinculación entre religión y sociedad. En el mundo mesoamericano maya y azteca, esta asociación se manifiesta en la idea de que los hombres no son más que la expresión de una doble voluntad divina: la que gobierna la esfera superior —el cielo— y la que gobierna lo inferior —la tierra—. Y no son muy diferentes las creencias del mundo andino, según las cuales la interacción entre lo material y lo inmaterial define los principios esenciales de la organización social: la tripartición, el dualismo y la organización decimal imperial. La tripartición establece la relación entre los principios sagrados y los criterios profanos que se manifiestan en la división territorial de los barrios; el dualismo sanciona la idea de la integración de las partes desiguales de un ayllu mediante matrimonios exogámicos; el principio decimal define la organización político-administrativa del imperio, especialmente el sistema tributario.

Resulta entonces evidente que las sociedades americanas no son fáciles de describir o interpretar. Podemos constatar, de todos modos, que a medida que las culturas amerindias se van aproximando al modelo imperial se vuelven cada vez más jerárquicas y levantan estructuras en las cuales se va reforzando el temor reverencial a los superiores, sean éstos el anciano, el responsable del calpulli, el sacerdote local, el mercader, el guerrero u, obviamente, el señor étnico. Los señores étnicos, o sea los tlatoani en México central, los batab en Yucatán, los kuraca en las regiones andinas, denominados genéricamente por los conquistadores ibéricos como caciques, expresan la ritualización de un proceso cultural, político y social iniciado algunos milenios antes de la invasión europea. El rasgo distintivo de las sociedades americanas es, pues, la organización jerárquica, lo que resulta evidente en la distinción entre nobles y plebeyos e incluso entre diferentes tipos de nobles y plebeyos. La característica disciplina social de los pueblos americanos está arraigada en una concepción religiosa según la cual sólo la divinidad es eterna, frente al hombre y la naturaleza frágiles y efímeros.

Si bien la organización jerárquica generó cambios significativos en el sistema productivo y permitió un mejor uso de los recursos para mantener a una población creciente, fue también causa de muchas tensiones y conflictos. Sabemos de etnias arrasadas por rebelarse contra la dominación imperial, de desplazamientos forzados de miles de personas, de luchas intestinas por sustituir a unos jefes étnicos con otros. Las variadas formas de servidumbre y los sacrificios humanos demuestran que las sociedades americanas, como todas las sociedades históricas, encierran pulsiones que las conducen tanto a la convivencia pacífica como al conflicto.

Los conflictos, que se desencadenan tanto en los grupos de nobles como en la plebe, adquieren particular importancia, puesto que favorecerán puntuales alianzas con los invasores. En México es un señor indio, de la etnia zapoteca, en Oaxaca, quien propone una alianza a Hernán Cortés con el objetivo de someter a un potente señorío mixteco, y no hay que olvidar que gracias a la alianza entre los conquistadores y los tlaxcaltecas Cortés logra expugnar Tenochtitlan, la capital del imperio azteca. No es muy diferente la situación en el imperio inca, donde los escasos españoles mandados por Francisco Pizarro y Diego de Almagro aprovechan en 1532 la oportunidad de intervenir en el complejo juego político entre Atahualpa y Huáscar por la sucesión al trono del emperador Huayna Cápac, que había muerto en 1527. En general los acuerdos y alianzas fueron más frecuentes de lo que se suele pensar. Otro ejemplo es el de los señores de Hatun Xauxa en el altiplano peruano, quienes en 1561 reivindican ante las autoridades españolas la devolución de los bienes entregados a Pizarro en pago de la alianza para derrotar a Atahualpa en Cajamarca.

Los conflictos al interior de las organizaciones indígenas incitan a los conquistadores a entablar alianzas no sólo con los señores, sino también con los jefes de tribus indias. Gracias a este tipo de acuerdos, los franceses y portugueses pudieron instalarse en Brasil, y la victoria de los portugueses sobre los franceses se obtuvo gracias al entendimiento con los tupinambos. De la misma manera, el asentamiento de los españoles en Chile, y en concreto la fundación de Santiago, fue posible por el entendimiento entre el capitán de conquista Pedro de Valdivia y el jefe de las tribus de aquella región.

El hecho de que los amerindios posean habilidades que los capacitan para elaborar estrategias tan complejas como las que planifican los invasores europeos explica la variedad de formas que la penetración europea adquiere en las áreas americanas. Demostración de ello son la aceptación por parte indígena de la coexistencia con los europeos y la necesidad ibérica de adaptarse constantemente a las distintas realidades americanas. En última instancia, no habría que considerar la invasión y conquista del mundo americano sólo como un proceso de destrucción y violencia, sino también como la configuración de una nueva realidad que supone un cruce, no necesariamente simétrico, de dos experiencias colectivas.

Los ibéricos

El bagaje cultural de los invasores ibéricos, cuyo fundamento de acción política y social es la religión, desempeña un papel no secundario en la interacción entre conquistadores y conquistados. Se puede sintetizar dicho fundamento en la idea de Respublica Christiana y en la concepción de un imperio que supone la coexistencia entre la unidad de trono y altar y los distintos aspectos lingüísticos, culturales, políticos y sociales propios de los diferentes territorios de la monarquía. Cabe tener presente que la penetración europea en América se lleva a cabo durante el imperio de Carlos V, que representa en muchos aspectos la transición de la monarquía medieval a la monarquía moderna.

Así como los amerindios no eran esos salvajes bárbaros destinados a ser convertidos por españoles y portugueses a la verdadera fe, según la imagen propagada por los católicos del siglo XVI, tampoco hay que ver a los invasores ibéricos como rudos ignorantes y oscurantistas supersticiosos, tal como los presenta la propaganda antiespañola a partir de ese siglo. Estas dos imágenes perfilan una visión simplista de la invasión ibérica, haciendo hincapié exclusivamente en la violencia y los atropellos de los invasores, que fueron ciertamente muchos, pero que no deben ocultar los fenómenos de coexistencia entre ibéricos e indígenas.

Tanto los capitanes de conquista como los jefes y el pueblo indio disponían de un acervo cultural que utilizarán, una vez superada la sorpresa inicial, para elaborar nuevas estrategias de adaptación y desarrollar mecanismos que generarán nuevos códigos de comportamiento y formas de vida. Este patrimonio cultural de los ibéricos se explica por el hecho de que en su gran mayoría proceden de Castilla y del sur de Portugal, es decir de las áreas más densamente pobladas y dinámicas de la península. De extracción social tendencialmente no campesina y muy influidos por la cultura urbana, la mayoría de los ibéricos arribados a América es gente que sabe leer y escribir. Algunos capitanes de conquista, como Hernán Cortés y Pedro de Valdivia, además de la casi totalidad de los donatarios portugueses en Brasil, poseen un notable nivel cultural y constituyen ejemplos del nuevo hombre del Renacimiento.

Cabe recordar, por otra parte, que los invasores formaban un contingente a fin de cuentas no muy numeroso: menos de cien mil ibéricos des embarcaron en las áreas americanas durante el siglo XVI, 75% de los cuales procedía de Castilla y el resto de Portugal. Entre 1506 y 1560 arribaron a América apenas 1 558 ibéricos cada año. Éstos representan, pues, un porcentaje minoritario respecto a la población amerindia de 60 millones al momento de la conquista (probablemente menos de la mitad en el último tercio del siglo XVI).

¿Quiénes eran estos pocos miles de europeos, cuáles eran sus tradiciones culturales, su universo mental, su modo de afrontar la diversidad de las sociedades indias? Se dispone de pocos datos para delinear un cuadro exhaustivo al respecto. Si se excluye a los funcionarios reales, quienes llegan después y poseen una cultura jurídica universitaria, y a los eclesiásticos, formados en los colegios de las distintas órdenes y que fueron siempre pocos respecto a las necesidades de la evangelización, el único dato realmente seguro es que la gran mayoría de los ibéricos se declaran hidalgos o fidalgos, lo que significa poseer algún tipo de posición social heredada y estar exentos de pagar impuestos personales.