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Todos sabemos qué es el oxígeno. Hemos estudiado que es uno de los componentes del aire, que lo consumimos durante la respiración y que son los organismos fotosintéticos los que lo restituyen a la atmósfera. Sin embargo, solemos ignorar que este compuesto tiene un papel fundamental en el desarrollo de enfermedades de carácter neurodegenerativo como el Alzheimer o el Parkinson, que ha dado forma a figuras legendarias como los vampiros o que se puede utilizar para eliminar tumores con una precisión microscópica. Conocer el lado más exótico del oxígeno nos permite darnos cuenta de la complejidad de nuestro organismo y del limitado conocimiento que tenemos de él. Y es que, para desentrañar los secretos de un compuesto químico, hace falta recorrer sus límites y pasear por su lado más extremo, penetrar en las rarezas que tiende a esconder. Y, en este sentido, no hay mayor rareza que las conocidas como especies reactivas del oxígeno. A ellas va dedicado este libro.
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Seitenzahl: 253
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Directora de la colección:
Carolina Moreno
Coordinación:
Soledat Rubio
Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
© Del texto: Álvaro Martínez Camarena, 2021
© De la presente edición:
Unitat de Cultura Científica
i de la Innovació de la Universitat de València
www.valencia.edu/cdciencia
Publicacions de la Universitat de València, 2021
www.uv.es/publicacions
Producción editorial: Maite Simón
Interior
Diseño: Inmaculada Mesa
Maquetación: Celso Hernández de la Figuera
Corrección: David Lluch
Cubierta
Diseño original: Enric Solbes
Grafismo: Celso Hernández de la Figuera
ISBN: 978-84-9134-835-1 (ePub)
ISBN: 978-84-9134-836-8 (PDF)
Edición digital
Para José Luis, Rosa, César y Neus: «arrel i ales»
Premios Literarios Ciutat d’Alzira 2020
Esta obra obtuvo el XXVI Premi Europeu de Divulgació Científica Estudi General, instituido por la Universitat de València y el Ayuntamiento de Alzira. Formaban parte del jurado Teresa Ferrer, Ismael Mingarro, Carolina Moreno, Pere Puigdomènech y María Dolores Real.
PREFACIO
CAPÍTULO 1. SOBRE LAS DIFERENTES FORMAS DE CREAR LUZ
QUÍMICA EN LA ERA ESPACIAL
EN LA MEZCLA ESTABA LA CLAVE
UNA HISTORIA DE LUZ Y DE JABÓN
ESPECIES REACTIVAS EN LA PIEL
CAPÍTULO 2. LAS HAZAÑAS DEL HONORABLE DR. JEKYLL
LA QUÍMICA DE LO NATURAL
CUÁNTO LE DEBEMOS A LA SÍFILIS
ACTIVAR EL OXÍGENO
EN LA MENTE DE POLIDORI
TRANSPORTADORES DE OXÍGENO
LA MORTALIDAD DE LO COTIDIANO
LOS ENTRESIJOS DE UN COLOSO
APÉNDICE: EL PODER CURATIVO DE LAS ZANAHORIAS
CAPÍTULO 3. CURAR CON LUZ: LA TERAPIA FOTODINÁMICA
ENTRE LAS PÁGINAS DELMOFRADAT AL ADWIYA
CURAR CON LUZ
LA SERENDIPIA Y LA CIENCIA
EL CISPLATINO
DESVENTAJAS DEL CISPLATINO Y SUS DERIVADOS
EL SER HUMANO TOMÓ EL CONTROL SOBRE EL OXÍGENO SINGLETE…
… Y LO UTILIZÓ EN BENEFICIO PROPIO
ARMAS DE DOBLE FILO
THE BRIGHT SIDE OF ROS
CAPÍTULO 4. VENTAJAS PARA LA SALUD DE LOS PASEOS MATUTINOS
CASO I
CASO II
PATRONES
JAMES PARKINSON: VIDA Y CONTEXTO DE UN CIENTÍFICO
LA MALADIE DE PARKINSON
ÉXITOS Y FRACASOS
DIVERGENCIAS Y PUNTOS EN COMÚN
EL BAILE DE SAN VITO
EN EL OTRO EXTREMO DEL HILO: EL ALZHEIMER
LA TRINIDAD
PLACAS, AGREGADOS Y PROTEÍNAS PEGAJOSAS
PUNTUALIZACIONES
SOLUCIONES QUE ACABARON CONVIRTIÉNDOSE EN CREMAS
CAPÍTULO 5. HACIA DÓNDE NOS DIRIGIMOS
UN PUENTE ENTRE LA FÍSICA Y LA BIOLOGÍA
UNA CARRERA DE OBSTÁCULOS
¿CON QUÉ HERRAMIENTAS CONTAMOS?
LA QUÍMICA SUPRAMOLECULAR
MÁS ALLÁ DE LAS MÁQUINAS MOLECULARES
LA NANOTECNOLOGÍA
LA NANOTECNOLOGÍA Y LAS ENFERMEDADES NEURODEGENERATIVAS
CAPÍTULO 6. TODAS LAS CARAS DEL OXÍGENO
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
ÍNDICE ANALÍTICO
El sujeto del caso que describo a continuación lo encontré por casualidad en la calle. Era un hombre de unos 65 años, con un notable porte atlético. La agitación de sus extremidades –e incluso de la cabeza y el cuerpo entero– era tal que se había convertido en un temblor general. Era completamente incapaz de caminar; tenía el cuerpo tan encorvado, y la cabeza tan echada hacia delante, que le obligaba a avanzar en una especie de carrera continua, empleando su bastón cada cinco o seis pasos […]. Según decía, había sido marinero, y atribuía su enfermedad a haber estado confinado en una prisión española varios meses, durante los cuales había dormido sobre la tierra húmeda y desnuda. […] Ahora era un pobre mendigo, necesitado de unos cuidados médicos que no se podía permitir.
De esta forma f ue como se documentó por primera vez en el Ensayo sobre la parálisis temblorosa la enfermedad de shaking palsy, que les afectará aproximadamente al 1 % de ustedes, queridos lectores, que sostienen este libro entre sus manos.
Aunque, bien mirado, es normal que este nombre no les suene de nada. La terminología original no tardó en abandonarse y sustituirse por el apellido de su británico descubridor –médico por profesión, agitador político por vocación–. Con el tiempo, el shaking palsy sería más conocido como la enfermedad de Parkinson.
Lo que este médico nunca llegó a saber es que su trabajo, publicado en el Londres previctoriano de 1817, estaba íntimamente relacionado con el descubrimiento que unas pocas décadas atrás Scheele, Priestley y Lavoisier habían dado a conocer al mundo.
Cuarenta años antes de que James Parkinson publicara su ensayo, y a las puertas de la Revolución francesa, tres experimentos realizados en paralelo en distintos países y con distintos procedimientos dieron lugar a una de esas raras coincidencias que de vez en cuando se dan en la historia. Cada uno de los ensayos condujo a un mismo resultado: la obtención de un nuevo gas, incoloro, pero extremadamente inflamable. Sin pretenderlo, acababan de descubrir un nuevo elemento químico; un elemento llamado a tener una importancia fundamental en la enfermedad de Parkinson. Entre 1771 y 1775, el farmacéutico sueco Scheele, el clérigo británico Priesley y el revolucionario francés Lavoisier identificaron por primera vez, y de forma –más o menos– independiente, lo que denominaron «aire de fuego», «aire desflogisticado» u oxígeno.
Tendrían que pasar todavía dos siglos hasta que se pudiese trazar un hilo que conectase ambos conceptos: el oxígeno, a pesar de su importancia biológica, puede ser también una especie extremadamente tóxica. Y es esta toxicidad la que, en caso de actuar sobre el tejido cerebral, puede llegar a causar enfermedades de tipo neurodegenerativo tales como el Parkinson.
* * *
De un libro que trata sobre la molécula de oxígeno se esperaría que empezase hablando sobre su descubrimiento, sobre su origen. Sobre cómo los trabajos de Lavoisier desmentían a Aristóteles y sus cuatro elementos, sobre cómo alguno de sus descubridores murió negando su existencia –Priesley– o sobre cómo llenaba los huecos –de otra forma inexplicables– el hecho de que existiese un gas ignorado hasta el momento, y que acabaríamos conociendo como oxígeno.
No es ese el caso del libro que el lector tiene entre las manos. Aquí no se explicará su historia. Y no porque el origen de este elemento no tenga interés o porque su descubrimiento no tuviese la mínima trascendencia, más bien al contrario: su hallazgo fue clave en el abandono definitivo de la alquimia y en el nacimiento de la química moderna. El oxígeno fue a la química lo que el efecto fotoeléctrico o la caja negra fueron a la física cuántica: germen de una nueva ciencia.
El motivo para ignorar esta historia es, más bien, que la aspiración de este libro es llegar a convertirse en un compendio de rarezas del oxígeno molecular, a modo de un dieciochesco gabinete de curiosidades. Dar luz a aquellos rincones que han quedado escondidos del estudio general. Dar peso a aquellas investigaciones, aquellos tratamientos médicos que dan un vuelco a aquello que creemos saber. Mostrar lo extraordinario que esconde una de las moléculas más comunes que podemos encontrar.
Desde la escuela, todos conocemos qué es el oxígeno. En mayor o menor medida, todos hemos estudiado que es un gas, que constituye cerca del 21 % de la composición del aire que respiramos, que lo consumimos durante la respiración y que son los organismos fotosintéticos, como las plantas o el fitoplancton oceánico, los encargados de restituirlo a la atmósfera.
Puede que nos resulte más desconocido su origen en nuestro planeta: originalmente la atmósfera no contenía tal cantidad de oxígeno, sino que este es en su mayor parte de origen biológico. De hecho, los primeros dos mil millones de años de vida en la Tierra (aproximadamente) tuvieron lugar en ausencia de este compuesto. Fue a través de la fotosíntesis oxigénica (llevada a cabo por cianobacterias y, posteriormente, por plantas y algas) como el oxígeno fue acumulándose y acabó alcanzando más o menos las concentraciones que hoy podemos encontrar.
Lo que no solemos conocer es hasta qué punto este compuesto juega un papel fundamental en el desarrollo de enfermedades como el Alzheimer o el Parkinson, cómo ha moldeado nuestro imaginario mediante la reconstrucción de figuras mitológicas como los vampiros o de qué manera lo podemos utilizar –en combinación con máquinas de tamaño molecular– para eliminar tumores con una precisión para la que el calificativo de «quirúrgico» se queda corto.
Sucede que, en ocasiones, para conocer de verdad un compuesto, una sustancia química, no cabe ir directamente a su «tuétano» ni tampoco basta con ver su lado más corriente, el que suele mostrar habitualmente. Por el contrario, se deben recorrer sus límites y pasear por su lado más externo. Para conocerlo de verdad se le debe tentar y poner a prueba. No basta con conocer la imagen que suele mostrar, su perfil más común, sino que se debe penetrar en las rarezas que tiende a esconder. Y, en este caso, no hay mayor rareza que las conocidas como especies reactivas del oxígeno. A ellas va dedicado este libro.
16 de julio de 1969. Costa atlántica de Florida, Estados Unidos. Bajo una atmósfera enrarecida por el humo del tabaco, unas decenas de hombres prestan atención en perfecto silencio al reloj que, frente a ellos, inicia una cuenta atrás. Tres minutos. Al fondo de la sala de control de la misión Apollo 11, aquella que llevaría por primera vez al ser humano a pisar su satélite, el supervisor del lanzamiento enumera en voz alta los diferentes parámetros que se deben comprobar. Como respuesta a cada frase, el técnico correspondiente responde con un simple «ready».
En la parte noble de la sala, en la zona más elevada y a las espaldas del resto de técnicos, los responsables de la misión están empapados de un sudor frío en medio del caluroso julio semitropical. Entre ellos, en segunda fila, un alemán. Hijo de los barones de Wirsitz y antiguo miembro de las Schutzstaffel nazis –las SS–, ahora es el director del Centro de Vuelos Espaciales Marshall de la NASA. Su mirada, como la del resto, está centrada en la enorme pantalla que preside la sala y que muestra el cohete que elevará a Aldrin, Collins y Armstrong. Pero sus ojos miran la nave sin verla, su atención está fijada unos metros más abajo, en el enorme misil que deberá alzar la cápsula con los astronautas.
El Saturno V. Uno de los colosos de mayores proporciones jamás creados por el hombre. El cohete que debía permitir a Estados Unidos, por fin, superar a la Unión Soviética en la carrera espacial, alcanzar a las sondas Sputnik, a la leyenda de Yuri Gagarin, de Valentina Tereshkova. Con 110 metros de altura, 10 de ancho, 3.000 toneladas de peso, era un titán capaz de llevar hasta 118 toneladas a la órbita terrestre baja: una de las máquinas más impresionantes de la historia humana.
El Saturno V era el cohete impensable. Pocos se habían atrevido a concebirlo, y menos aún habían tenido el arrojo de intentar construirlo, y todo ello pese a ser una necesidad para poder liderar la carrera espacial. Pero por encima de quienes lo intentaron y fracasaron, y más allá de quienes lo consiguieron demasiado tarde, acabó destacando una figura. Aquel 16 de julio, las tres palabras que forman el nombre del alemán acabarían grabándose en la historia de la aeronáutica y emborronando con ello el recuerdo de todos aquellos que, antes que él, habían fracasado: su nombre era Wernher von Braun.
Pocas personas son capaces de concebir ideas situadas justo en la frontera de la imaginación, allá donde lo absurdo y lo posible estiran sus dedos hasta rozarse. A quienes lo consiguen se les suele llamar visionarios. Y, de entre ellos, menos aún tienen la capacidad de llevarlas a cabo. Ellos son los genios, y a ellos les pertenece la historia.
Durante siglos fue imposible construir la cúpula del Duomo de Florencia. No había árboles suficientes en toda la Toscana con que montar los andamios, dinero con que financiar la locura, ni diseño que pudiese soportar aquel peso. Il Duomo, simplemente, se quedaría incompleto por siempre.
Hasta que apareció un ingeniero, un hombre enjuto de carnes, de cabello ralo y corto de estatura. Un arquitecto que, además, dominaba las matemáticas. Allí se plantó Filippo Brunelleschi, con apenas 41 años, ante el comité de nobles florentinos, arrastrando un modelo hecho en madera que planteaba la solución imposible. La propuesta impensable que, al mismo tiempo, lo resolvía todo.
La idea de aquel genio tardaría diecisiete años en construirse. El 25 de marzo de 1436, el día de Año Nuevo según el calendario florentino, el papa Eugenio IV consagró Santa Maria del Fiore y, bajo su inmensa cúpula, dio misa. Seis siglos después, esta cúpula sigue siendo una de las mayores obras de ingeniería jamás ideada por la humanidad.
A la altura del diseño de esta cúpula está –literalmente– el del Saturno V, el coloso de los cielos. Y como la primera, también la idea del cohete fue obra de un genio.
La concepción del Saturno V se fraguó en la mente de una figura mítica de la aeronáutica, el doctor Von Braun, un hombre obsesionado con el diseño de cohetes. En los años cuarenta ideó los misiles con que el Ejército alemán bombardeó Londres durante la Segunda Guerra Mundial, los V-2. Veinte años después, trabajaba para Estados Unidos diseñando los cohetes de su programa espacial. Al fin y al cabo, cohetes y misiles son sinónimos cuyo uso varía en función del contexto.
Con el Saturno V, Von Braun solucionó uno de los grandes –y numerosos– problemas que planteaba la misión encargada por John Fitzgerald Kennedy, 35.º presidente de los Estados Unidos de América, en su famoso discurso de 1962. «Elegimos ir a la Luna».
El desafío era inmenso. Un proyecto como pocos en la historia.
Si les digo, conciudadanos míos, que vamos a enviar a la Luna, a unos 384.400 km de la estación de control de Houston, un cohete gigantesco que mide más de 90 m de alto (la longitud de este campo de fútbol americano), fabricado con nuevas aleaciones de metales, algunas de ellas todavía sin inventar, capaz de soportar temperaturas y tensiones que multiplican varias veces las que se han experimentado hasta ahora, con piezas ensambladas entre sí con una precisión superior a la del reloj de pulsera más perfecto, que llevará en su interior todo el equipamiento necesario para propulsión, orientación, control, comunicaciones, alimentación y supervivencia, en una misión sin ensayar, a un cuerpo celestial desconocido, y lo devolveremos sano y salvo a la Tierra, tras volver a entrar en la atmósfera a velocidades superiores a los 40.000 km por hora, provocando un calor cuya temperatura es más o menos la mitad que la del Sol (casi tanto calor como el que hace hoy aquí), y que lo haremos, y lo haremos bien, y lo haremos los primeros antes de que termine esta década… entonces tenemos que ser osados.
No se elegía la Luna por ser un desafío sencillo, sino por su dificultad. Por una dificultad que lo convertía en un proyecto casi imposible de cumplir.
Al éxito de esta misión contribuyó de forma decisiva el Saturno V, aunque no solo por su diseño. En su interior, un inmenso trabajo de investigación química resplandecía con luz propia.
El reto: encontrar una sustancia cuya combustión permitiese elevar 3.000 toneladas de peso hasta más allá de la atmósfera terrestre. En otras palabras, se debía idear un combustible que, al ser quemado, liberase tal cantidad de energía que permitiese al coloso escapar de la atracción terrestre.
Se gastaron millones en la investigación. Cientos de mezclas fueron probadas. Químicos de veinte países trabajaron juntos en una gesta que, como tantas otras, quedaría eclipsada por el tamaño del proyecto y el éxito que alcanzaría. Al final, la solución se mostró clara ante sus ojos.
El combustible elegido fue un refinado del queroseno, una forma extremadamente pura de petróleo. Y en combinación con este, el elemento clave, aquel que hizo realmente eficaz la combustión, el que permitió el despegue: el oxígeno líquido. Trescientos mil litros de oxígeno líquido.
A las 13.32 horas (GMT) del 16 de julio de 1969, los motores del Saturno V hacían ignición. La mezcla de queroseno y oxígeno en llamas, el despegue de la bestia, sacudió la tierra con tal intensidad que su temblor pudo sentirse a decenas de kilómetros a la redonda. Pocos segundos después, el cielo de aquel miércoles de julio fue cortado por una llama de centenares de metros de longitud y miles de grados de temperatura.
De esta forma fue como un equipo de ingenieros dirigidos por un alemán de cincuenta y siete años, exmiembro de las SS, segundo hijo de una familia de barones del derrotado Imperio alemán, puso al hombre donde antes tan solo había podido soñar con estar.
Usar oxígeno líquido como combustible. No parece a priori una idea demasiado ortodoxa, y de hecho a pocos se les ocurriría citar este compuesto en la lista de los combustibles más comunes. Pero lo cierto es que, de una forma u otra, la mezcla de oxígeno y queroseno viene usándose desde los años cincuenta en la aeronáutica espacial. Los primeros satélites artificiales fueron elevados allá por los cincuenta con la ayuda de oxígeno líquido, las Soyuz rusas que a principios del siglo XXI pusieron en órbita los satélites de posicionamiento Galileo (el GPS europeo) se impulsaron con oxígeno líquido e, incluso hoy en día, la empresa de transporte espacial de Elon Musk (SpaceX) usa este compuesto en sus Falcon.
Pero ¿por qué oxígeno líquido? ¿Qué hace que este compuesto sea tan especial?
Está claro por qué usamos el queroseno: es de este de donde extraemos la energía. Este compuesto almacena una gran cantidad de energía contenida en cada una de sus moléculas, que funcionan como diminutos depósitos energéticos. Al romperlas, se libera todo el calor que concentran.
Pero entonces, ¿en qué punto participa el oxígeno? Lo cierto es que, pese a considerarse como uno de los combustibles usados, este compuesto no forma parte de lo que se quema, sino que, en cierto modo, es lo que quema. Expliquémonos.
Como se ha mencionado, el queroseno –como la gasolina, la nafta o el gas natural– es en realidad una mezcla de moléculas de longitud variable. Cada una de estas moléculas se puede entender como una cadena de átomos unidos entre sí mediante enlaces. Pero lo interesante es que cada uno de estos enlaces funciona a modo de un minúsculo depósito de energía, y en caso de que el enlace se rompa, la energía es liberada. La conclusión es evidente: cuanto mayor sea la longitud de la cadena de átomos que forme la molécula de combustible, más energía contendrá en su interior.
Cuando quemamos queroseno en los propulsores espaciales, gasolina en nuestro coche o gas natural en nuestras cocinas lo que en realidad estamos haciendo es romper estas moléculas. Y al despedazarlas, la energía que guardaban se libera en forma de calor. En otras palabras, el fuego que vemos en los fogones no es más que el producto de romper millones de moléculas al mismo tiempo, de partir los enlaces que las constituyen.
Y ¿qué usamos para romper estos enlaces? Efectivamente, el oxígeno. Este es el proceso que llamamos habitualmente combustión, o quema, aunque en jerga química se le conoce como oxidación (no nos juzguen, hay demasiadas reacciones que nombrar y la imaginación llega donde llega).
En definitiva, el oxígeno no es más que la herramienta que usamos para partir las moléculas.
Al cocinar, el oxígeno que hay en el aire nos basta y nos sobra para hacer arder el gas natural; al fin y al cabo, una cuarta parte de nuestra atmósfera está formada por este compuesto. Pero cuando queremos elevar una nave espacial la historia cambia. En este caso necesitamos quemar una cantidad tan elevada de combustible en un intervalo de tiempo tan reducido que con el oxígeno que nos proporciona la atmósfera no es suficiente; necesitamos un flujo de este mucho mayor. Y por ello es necesario tener un tanque con 300.000 litros de oxígeno líquido, un gas condensado a alrededor de 200 grados bajo cero.
La combustión a gran escala de queroseno con oxígeno líquido que llevó al hombre a la Luna en realidad se diferencia bien poco, desde el punto de vista químico, de la quema de carbón que posibilitaba el movimiento de las locomotoras de vapor o, incluso, de las fogatas que mantenían con vida al Homo sapiens primitivo en las cuevas de Cromañón, en el suroeste francés.
Es más, la diferencia es mínima incluso cuando lo comparamos con la forma en que nosotros mismos extraemos la energía de los alimentos. También nosotros utilizamos el oxígeno, en el interior de minúsculos reactores situados dentro de cada célula, denominados mitocondrias, para oxidar (o quemar) los azúcares.
De esta forma es como obtenemos la energía necesaria para llevar a cabo la mayoría de los procesos biológicos. Es por ello, de hecho, por lo que respiramos: para introducir oxígeno en nuestro organismo y continuar con la obtención de energía. La oxidación, en definitiva, es una reacción de lo más corriente.
En estos cuatro ejemplos usamos el oxígeno para romper la materia orgánica y obtener así la energía necesaria, bien sea para elevar una nave de 3.000 toneladas, bien para que un tren pueda transportar mineral de hierro de la mina a la siderurgia o bien, simplemente, para levantar una pierna. Y ello tan solo es posible por una característica fundamental de este compuesto: su enorme –y potencial– reactividad, su inmenso poder para destruir todo lo orgánico, la materia viva.
Espera un segundo –podría saltar alguien–, ¿cómo va a ser eso posible? ¿«Enorme reactividad del oxígeno»? ¿Pero no acabas de decir que la cuarta parte de nuestra propia atmósfera es oxígeno? ¡Nosotros mismos estamos nadando en oxígeno! ¿Si fuese tan reactivo no deberíamos estar en llamas ahora mismo?
Bien, eso sería así si no fuese por la segunda característica que, en combinación con la primera, hace único al oxígeno: su estabilidad. Su enorme –y bendita– estabilidad. Con un ejemplo se entenderá mejor.
Enormemente reactivo y muy estable. Curiosa combinación, aunque ¿no encierra en sí misma una contradicción? ¿Cómo puede un mismo compuesto, una misma sustancia, ser muy reactiva, pero al mismo tiempo no reaccionar? Bien, todo depende de a qué estemos prestando atención.
En 1999 David Fincher estrenaba El club de la lucha, película basada en el libro homónimo de Chuck Palahniuk. En ella, un jovencísimo Brad Pitt acabado de salir de ¿Conoces a Joe Black? encarnaba a Tyler Durden, un particular vendedor de pastillas de jabón. «Tyler vendía el jabón en los grandes almacenes a 20 dólares la pastilla. Dios sabe a cuánto lo venderían ellos. Era maravilloso. Le revendíamos a las mujeres ricas sus propios culos celulíticos».
El caso es que estas pastillas, de rosa intenso, fabricadas con la grasa desechada de las clínicas de liposucción se convertirían en una imagen icónica del film. Con ellas se cerraba una especie de círculo irónico: las víctimas de la denominada teoría de la perfección a la que se opone el protagonista acababan utilizando para su cuidado personal los propios desechos que previamente se les habían extirpado en las clínicas. Y, a la vez, los beneficios de la venta servían para financiar el club. Lo dicho, un círculo perfecto.
Aunque si debemos escoger una referencia del film que ha pasado a la cultura pop esta es, sin duda, la primera de las normas que enuncia Tyler: no hablar nunca del club de la lucha. No hablemos pues más de él y centrémonos en uno de los elementos que más llaman la atención de esta película: el uso de la química. Y es que en El club de la lucha lo que más les interesa a Tyler y compañía del negocio del jabón no son los lucrativos beneficios que reporta –aunque tampoco les hacen ascos, todo sea dicho–, sino uno de los subproductos de su síntesis: la glicerina.
Con grasa y sosa se produce jabón, pero también se genera un deshecho conocido como glicerina. Lo que –a diferencia de Tyler– poca gente sabe es que, con esta y un poco de gracia para la química, tenemos en nuestras manos un famoso explosivo: la nitroglicerina. Un compuesto cuya volatilidad todos conocemos por mil referencias cinematográficas, pero cuyo origen en las grasas y el aceite es más bien insospechado.
¿Quién podría intuir que tras la grasa se esconde este explosivo? Tan solo es necesario partir una molécula de aceite por el sitio adecuado para obtener el precursor de un potente explosivo. Es decir, aplicando los cambios adecuados, transformamos un compuesto estable e innocuo en otro sumamente reactivo.
De la misma forma sucede con el oxígeno: mediante una ligera transformación química podemos pasar del oxígeno molecular (estable, muy poco reactivo, atóxico) al radical hidroxilo o al superóxido (tóxicos a rabiar). Tan solo hace falta añadir algún hidrógeno, introducir algún electrón de más. Aplicando un mínimo cambio en su estructura, liberamos todo su poder.
Fig. 1. Esquema de la reacción de saponificación de una grasa o un aceite con sosa. Haciendo reaccionar un triglicérido (un tipo de grasa) con hidróxido de sodio se obtienen dos compuestos: ácidos grasos, que usamos como componente principal de los jabones, y glicerina –o glicerol–. Es a partir de este último compuesto como se puede sintetizar la nitroglicerina, el famoso explosivo. Fuente: Elaboración propia.
Aunque, a decir verdad, no hace falta modificar su esencia para ser testigos de su potencial. El propio oxígeno puede contener las dos propiedades (estabilidad y reactividad) al mismo tiempo: con un sencillo toque, sin adición química ninguna, el oxígeno molecular asimismo se puede transformar en su opuesto. Y también en este punto la glicerina nos puede resultar de utilidad. Retomemos, pues, la historia de la nitroglicerina, cuyo origen se remonta a mediados del siglo XIX.
El nacimiento de la nitroglicerina tiene mucho que ver con una época de inmensa expansión de la química industrial. Por toda Europa se extendía el uso de tintes orgánicos sintéticos, se mejoraba el tratamiento químico de los minerales; se sucedía el descubrimiento de nuevos elementos químicos, de nuevos compuestos con nuevas propiedades.
Es en este contexto en el que un químico italiano, Ascanio Sobrero, dio con el frágil explosivo en su laboratorio de Turín allá por 1847. Y lo hizo, en primer lugar, debido a su reactividad: tras agitar suavemente un tubo de ensayo con un poco de aceite de nitroglicerina en él, este estalló frente a su cara. Ascanio Sobrero luciría un rostro surcado de diminutas cicatrices de por vida.
Inmediatamente después de su descubrimiento, y pese a su inestabilidad, la nitroglicerina se expandió por el mercado sustituyendo a la pólvora en la perforación de minas, la apertura de túneles o el derribo de edificios en general. Uno de los ejemplos más conocidos es la construcción de la Central Pacific a través de Estados Unidos. Esta red ferroviaria, que unió la costa pacífica de California con el corazón de Utah a mediados del siglo XIX, fue haciéndose hueco a través de Sierra Nevada, Eldorado y Yosemite a golpe de nitroglicerina (e inmigrante). ¿La pega? La misma que observó bien temprano –y en su propia piel– su italiano descubridor: su inestabilidad.
Esta misma inestabilidad fue la que llevó a Alfred Nobel, un ingeniero sueco especializado en la industria de los explosivos, a investigar cómo hacer más seguro su uso. Una búsqueda que se convirtió en un asunto personal con la muerte de su hermano, fallecido tras una explosión accidental de nitroglicerina en una fábrica de Estocolmo. Era 1864. Tres años después patentaba la fórmula.
El 14 de julio de 1867, una pequeña multitud de curiosos y periodistas se acumulaban en torno a una de las minas a cielo abierto que pueblan el condado de Surrey, a pocos kilómetros al sur de Londres. Allí les había convocado Alfred Nobel para realizar una de sus famosas demostraciones. No era en absoluto un ingenuo o un filántropo, ni tampoco llevaba a cabo el espectáculo con un afán divulgativo. Al contrario, sabía que, si la demostración era un éxito, esta le abriría las puertas a la boyante industria minera británica. Aunque también es cierto que, si salía mal, quien más perdería sería él mismo. Había que jugarse el todo por el todo.
Entre la multitud que se agolpaba en el límite de la mina, un muchacho joven –el ayudante de Nobel– sostenía entre sus manos un cesto, una canasta repleta de unos extraños tubos de cartón. Desde el fondo del cráter de la mina, a una veintena de metros bajo los pies de su ayudante, Alfred Nobel anunciaba para su público el contenido de los tubos: nitroglicerina. El estupor inicial de los curiosos dio paso en pocos segundos a una carrera para alejarse de esa canasta, y en especial de su contenido. En torno al muchacho se formó un vacío tan puro como el silencio que se adueñó del lugar.
Acto seguido, bajo la mirada atónita de los espectadores, el ayudante dejó caer la cesta sobre el cráter en que se hallaba el maestro. Dos segundos conteniendo el aliento, esperando la explosión inevitable y…, nada. Los tubos cayeron al suelo, rebotaron y salieron despedidos en veinte direcciones opuestas. Ninguno de ellos explotó.
A continuación, el químico sueco encendió una cerilla, cogió uno de los cartuchos y prendió la mecha que sobresalía de uno de sus extremos. Lanzó el tubo al interior de la mina. A los pocos segundos, un estruendo ensordecedor destruyó el túnel y se adueñó del lugar. Una vez despejado el humo, todos pudieron ver la sonrisa que iluminaba el rostro de Alfred Nobel. Acababa de mostrar al mundo por primera vez su nuevo explosivo: la dinamita.
Su invento había consistido en empapar tierra de diatomea, una roca inerte y muy porosa, con nitroglicerina, hasta generar una especie de arcilla. Una vez introducida en los tubos de cartón, esta pasta se podía transportar sin ningún peligro. Había convertido un explosivo extremadamente inestable en un material que se podía manejar sin dificultad, que se podía caer, tirar o incluso quemar sin peligro de que explotara. Y todo ello sin restarle potencia explosiva. En otras palabras, había creado un explosivo enormemente reactivo, pero muy estable.
Como es conocido, la invención de la dinamita se tradujo en una fortuna que aún hoy en día continúa reportando beneficios. Y, de hecho, constituye la base económica de los premios que llevan el nombre de su creador, los Nobel.