El penúltimo matrimonio del doctor Rodolfo Guibaudo - Adrián Clerc - E-Book

El penúltimo matrimonio del doctor Rodolfo Guibaudo E-Book

Adrián Clerc

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Beschreibung

Alejados de cualquier mirada complaciente, los relatos de esta antología abordan algunas de las caprichosas interacciones de los vínculos familiares, donde lo afectivo se ve contaminado por el inevitable mandato cultural que los atraviesan. Roles que se confunden, ausencias notorias, presencias absolutas, reacciones intempestivas y búsquedas obsesivas de respuestas son parte de los temas que sobrevuelan estas historias. Cada texto propone la necesaria complicidad entre narrador y lector, para que, con imaginación, ironía y tal vez un poco de humor, descubran, a través de ciertas situaciones y determinados personajes, sentimientos que pueden resultar agradables, incómodos o brutalmente ajenos.

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Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Corrección de interior: María Laura Cerrella

Clerc, Adrián Alberto

El penúltimo matrimonio del doctor Rodolfo Guibaudo / Adrián Alberto Clerc. - 1a ed. - Córdoba : Tinta Libre, 2024.

136 p. ; 21 x 15 cm.

ISBN 978-987-824-903-2

1. Cuentos. 2. Relatos. I. Título.

CDD A860

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor.

Está también totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución por internet o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidadde/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2024. Clerc, Adrián Alberto

© 2024. Tinta Libre Ediciones

A Laura, a Nazarena, a Baltazar y a Ángeles: mi universo.

Al recuerdo de Betty y Víctor: mi esencia.

Necesitaba mi cono de sombra, mi traba en la puerta, mi intimidad, aunque sólo fuera para estar en silencio.

Pedro Mairal, La uruguaya

… y a mí me gusta, cada tanto, contar cosas que a la gente le interesen.

Samanta Schweblin, Siete casas vacías

Índice

El Chompi Heredia Pág. 15

Mientras pensabas cómo resolverlo Pág. 29

El juego y la Generala Pág. 33

Uno al uno Pág. 33

Seis al tres Pág. 33

Cuatro al dos Pág. 34

Full Pág. 35

Escalera servida Pág. 35

Taché la doble Pág. 36

Dieciocho al seis Pág. 37

Póker Pág. 38

Generala Pág. 38

Gerente de circunstancias Pág. 41

Redención Pág. 47

Subcomisión de fútbol infantil Pág. 53

El furgón Pág. 65

Puzle Pág. 69

I- Chacarera (la música de aquellos domingos) Pág. 69

II- Ave nacional Pág. 74

III- Flores en el dormitorio Pág. 78

Affectio societatis Pág. 83

Parpadeo Pág. 89

Emilia Pág. 93

I Pág. 93

II Pág. 96

III Pág. 99

Vínculos, ausencias y otras penas de cumplimiento efectivo Pág. 101

La última vez Pág. 105

El penúltimo matrimonio del doctor Rodolfo Guibaudo Pág. 113

Intruso Pág. 121

(El) Poder (de) escribir Pág. 129

Alejados de cualquier mirada complaciente, los relatos de esta antología abordan algunas de las caprichosas interacciones de los vínculos familiares, donde lo afectivo se ve contaminado por el inevitable mandato cultural que los atraviesan.

Roles que se confunden, ausencias notorias, presencias absolutas, reacciones intempestivas y búsquedas de respuestas son parte de los temas que sobrevuelan estas historias.

Cada texto propone la complicidad entre narrador y lector para que, con imaginación, ironía y tal vez un poco de humor, descubran, a través de situaciones y personajes, sentimientos que pueden resultar agradables, incómodos o brutalmente ajenos.

El penúltimo matrimonio del doctor Rodolfo Guibaudo 

Y otros cuentos

El Chompi Heredia

La habitación del hospital parecía decorada como para una fiesta de cumpleaños o una comunión. No solo había globos y carteles con letras de colores, sino también estampitas de santos y vírgenes pegadas por todos lados.

Era el quinto día desde el acto heroico que había dejado a Rómulo Jorge Heredia, el Chompi, al borde de la muerte. Las cadenas de oración de amigos, conocidos y comedidos se dividían en turnos de tres horas.

A las dos de la mañana de ese 4 de enero, el Chompi movió sus labios e intentó abrir los ojos con un extraño parpadeo. A su lado, doña Ema pegó un grito, mezcla de sorpresa y angustia, que movilizó a medio hospital. Al amanecer, todo el pueblo sabía que había despertado. Se congregó una muchedumbre ruidosa en la puerta exterior del edificio público. Muchos querían verlo, agradecerle y algunos, solo pedirle perdón. Entre los más apurados para entrar, se destacaba un hombre de figura corpulenta, rasgos toscos y piel oscura. Los que lo conocían lo miraban con recelo y asombro. “¿Qué hace Betún acá metido?”, se escuchó claramente una voz femenina desde el anonimato del fondo de la fila.

La puerta blanca con el número 125 estaba entreabierta. El médico de guardia cumplía con su tarea de chequear al paciente. Aparentaba estar todo bien: los signos vitales, los reflejos y la ubicación en tiempo y espacio.

En la cama el Chompi se sentía raro y tenía mucho dolor de cabeza. Los recuerdos del perro aparecían como un flash que lo obligaba a abrir los ojos y mirar a su izquierda, por la ventana, como para asegurarse de que eso no estuviese pasando otra vez. Quiso decir algo, pero su boca reseca y la inflamación en su garganta, por los días que había estado intubado, no permitieron que saliera sonido alguno. Una enfermera que vio el intento se aproximó y, tocándole la frente, le dijo que se calmara. Se volvió a dormir.

Despertó sobresaltado, sin noción del tiempo transcurrido. Frente a él, sentada en su silla de ruedas, estaba su mamá, llorando con un rosario entre las manos; junto a ella, el doctor Galporda lo miraba con cara de preocupación.

Entre todos le fueron contando la historia de cómo en el galpón se había escuchado el terrible grito del hijito de tres años de Betún Peralta. Y luego, la escena con la que se habían encontrado los peones al llegar, donde él, cubriendo al pequeño con todo su cuerpo, recibía las mordeduras del perro de la estancia en su cabeza, sus brazos y sus piernas; hasta que con un palo habían podido alejar al animal, para luego matarlo de un escopetazo.

***

La mamá del Chompi se llamaba Betina Juanita Heredia y había sido jefa de enfermeras en el hospital durante dieciocho años. Para Betina el trabajo era su vida; la sala de enfermeras, su hogar, y el doctor Galporda, su mentor. Nunca había tenido marido ni novios estables, pero todos en el pueblo sabían quién era el padre de su hijo.

Rómulo Jorge Heredia había venido al mundo un 12 de abril a las siete de la mañana, rodeado de enfermeras y médicos. Había nacido con el paladar hendido y el labio leporino. La cicatriz en el labio, su dificultad en el habla y el escudo protector maternal habían sido los materiales con los que se había ido armando la personalidad de aquel chico.

La crueldad de sus compañeros en los primeros años de escuela primaria solo se podía mitigar de dos formas: con métodos violentos o con inteligencia. Arrepentida del primer nombre que había elegido para su hijo, y para evitar apodos hirientes, Betina había decidido que lo llamaría Chompi; el término lo había escuchado en una telenovela mexicana.

Las maestras eran conscientes del poder que tenía Betina en la comunidad por ser la jefa de enfermeras del hospital más importante de la zona. Por eso, y a la vista de las dificultades de Rómulo para expresarse verbalmente, evitaban ponerlo en evidencia con lecciones orales. Por otra parte, el Chompi no se esforzaba mucho por estudiar y su mamá tampoco se hacía problemas por eso.

Con el correr de los años, Betina había logrado que su hijo se insertara en la vida social del pueblo. Esquivando miradas burlonas o compasivas, era un pibe más de los que jugaban al fútbol en la canchita. Nadie podía decir que había escuchado a Betina quejarse de su destino de madre soltera. Nunca había pedido ayuda para criar a ese pequeño introvertido y flacucho. Betina era la mamá del Chompi y la mano derecha del doctor Galporda.

Apenas había terminado séptimo grado. Alentado por su madre, el Chompi había conseguido un trabajo como peón de albañil. Quería tener su propia plata y no pisar nunca más un aula. Su empleador, el Pelado Cabrera, le había ido enseñando pacientemente el oficio. En poco tiempo y con una habilidad innata para los detalles finos, se había convertido en especialista en pegar cerámicos y revestir paredes. Sus compañeros de trabajo no solo lo apreciaban, sino que también lo respetaban.

***

Cada tanto surgía la famosa anécdota de cómo había logrado entrar al baile de la Sociedad Rural. Era el primer sábado de diciembre y la noche se presentaba perfecta para un evento al aire libre. El Pelado les había pagado esa mañana, pero el Chompi guardaba hasta el último centavo para cumplir su sueño de comprarse una moto.

Llegaron antes de que se armase el clásico amontonamiento de gente. El Chino relató que, viendo como todos se disponían a hacer la fila para ingresar al predio, mientras el Chompi se mantenía alejado con sus manos en los bolsillos, propuso hacer una “vaquita” para ayudarlo a pagar la entrada de setenta pesos.

“¡No se preocupen por mí, ustedes vayan, nos vemos adentro!”, les había dicho.

Los muchachos lo dejaron allí parado, al costado de las filas dispuestas para que los organizadores fuesen cobrando y cortando los respectivos tickets.

A las once de la noche, justo cuando más gente se acumulaba en el ingreso, ante el inminente inicio del espectáculo musical, apareció junto con sus compañeros, con una botella de cerveza en cada mano.

—¿Quién te dio la plata? —preguntó Carlitos.

—Un muchacho de la entrada —respondió el Chompi con una sonrisa plena.

—¿Te la regaló? —dijo el Chino mirándolo extrañado.

—Cuando se amontonó mucha gente, me metí en el medio con cara de sufrimiento por los empujones que recibía. Uno de los muchachos de la puerta me reconoció y me preguntó: “¿Que hacés acá, Chompi?”. Y yo le dije: “Estoy esperando el vuelto de los cien pesos”. Así que, como todo el mundo gritaba y empujaba para entrar, me dio treinta pesos y me dejó pasar.

***

Aquel día había amanecido con una llovizna tenue. El Chompi se encontraba mezclando el pegamento para los cerámicos de una cocina. Estaba enojado porque esa noche “Los muchachos del Pelado” tenían programado un partido de fútbol del torneo comercial organizado por la cooperadora de la escuela secundaria y, si seguía lloviendo, se suspendería la fecha.

Frente a la casa en construcción, paró la ambulancia. A nadie le llamó la atención porque siempre en el barrio se contactaban con el hospital para algún traslado o alguna consulta a domicilio. El conductor bajó apurado y se acercó a hablar con el Pelado Cabrera. Sin saber por qué, el Chompi dejó sus herramientas en el piso y se asomó por un hueco destinado a una futura ventana para tratar de oír lo que decían. Alcanzó a escuchar: “Betina” y “Yo ahora trato de explicarle”. Un dolor en el estómago y la sensación de que todo estaba mal hicieron que saliera corriendo hacia su bicicleta, que se encontraba apoyada contra el tronco de un árbol.

Llegó a la sala de espera mojado y asustado. Su madre había tenido un derrame en una venita de la cabeza. La doctora de guardia, que se llamaba Luana Quiroga, le dijo que se tranquilizara y esperara.

El doctor Galporda apareció corriendo por la entrada principal. Las luces de las balizas de su auto, mal estacionado, quedaron marcando el ritmo de la tensión que se percibía. Cuando Rómulo, que nunca había hablado con Galporda, lo vio entrar, sintió una mezcla de esperanza y enojo.

El reloj en la pared parecía burlarse del Chompi; eran las dos menos cuarto de la tarde todavía. La figura de Galporda, vestido de médico, apareció como un fantasma.

“Tu madre no se va a morir —le dijo y continuó—: Por lo pronto, veremos si, aparte de las piernas, le afectó alguna otra función. ¡Podés pasar a verla!”.

No pudo comprender si esas palabras eran para consolarlo o solamente dichas al aire a modo de discurso, “como hablan siempre los médicos”, pensó.

Se levantó sin decir nada y entró a la habitación. Lo que encontró fue una maraña de cables, televisores y tubos conectados a una anciana parecida a su madre. Su reacción inmediata fue cerrar los ojos, volver sobre sus pasos y salir corriendo.

***

Más allá de sus cualidades como médico cirujano, Ariel Enrique Galporda tenía el don de generar confianza en sus pacientes. Por su consultorio pasaba mucha gente que necesitaba, además de sus servicios profesionales, un desahogo para sus problemas cotidianos. El doctor Galporda daba consejos, consuelo y, a veces, soluciones.

El dicho popular sentenciaba que, en el consultorio de Galporda, se hacían más negocios de venta de campos que en las escribanías e inmobiliarias de toda la zona. Así fue como el doctor había adquirido la estancia San Romano. Su predilección por los rodeos de cría había hecho que no escatimara en gastos a la hora de invertir en genética. El objetivo era que su cabaña se convirtiese en la más prestigiosa, de la raza Hereford, en la Argentina.

Galporda había logrado que el más importante de los hospitales públicos de la zona lo tuviese como director; ese cargo cerraba el círculo perfecto. Por sus instalaciones y su potestad, debía pasar todo el mundo sin distinción de clases sociales. El doctor Galporda coordinaba campañas de vacunación, partos, urgencias, abortos, tratamientos oncológicos, internaciones psiquiátricas y derivaciones hacia las mejores clínicas del país.

Se había casado con Alicia Mantegani, la hija de un reconocido industrial santafesino. La pareja había tenido algunos años de enamoramiento, durante los cuales habían nacido dos hijos, pero luego sus caminos se habían bifurcado. Alicia había armado una vida dentro del hogar, criando a los chicos sin ninguna restricción presupuestaria, y el doctor Galporda había concentrado toda su energía en el hospital haciendo sus tareas de médico, empresario y amante discrecional.

“En este lugar está prohibido fumar porque cuidamos su salud”, sentenciaba un cartel amarillento y mal enmarcado que había recibido a Betina en su primer día de trabajo. Ella había obtenido ese puesto, como enfermera e instrumentadora quirúrgica, a través de un interesante currículum que incluía la experiencia de haber trabajado cinco años en hospitales de Rosario y de San Nicolás.

En menos de una semana, sus compañeros ya la habían puesto en un lugar de liderazgo. Aquel decrépito cartel había sido reemplazado por otro, que ella misma había hecho colgar, con la siguiente leyenda: “En este lugar ponemos todo nuestro esfuerzo para cuidar la salud de la comunidad”.

Contaban que el doctor Galporda se había enojado muchísimo, presumiblemente por interpretar que su autoridad había sido cuestionada. Había convocado a Betina a su consultorio y habían discutido sobre el rol de cada uno en el establecimiento.

Ella era joven, inquieta, independiente, y una enfermera totalmente comprometida con su vocación.

Ese día Betina se había hecho respetar.

Ese día habían hecho el amor por primera vez.

Ese día se había convertido en la mujer de confianza del doctor.

Ese día ella había entendido que nunca formaría una familia porque el doctor ya tenía una.

La relación había sido una alegría para muchos en el hospital. El doctor había suspendido sus cacerías amorosas y Betina había tomado el protagonismo que todos esperaban de ella. Habían sido meses luminosos, de una plenitud muy parecida a la felicidad. Luego, la irresponsabilidad disfrazada de soberbia, junto a una pasión salvaje que no conocía de límites ni de lugares ni de días ni de horarios, habían conspirado contra aquella intensa y casi perfecta relación.

Después de veinte días de atraso, el test había dado positivo. Como era previsible, cuando el doctor se había enterado, le había pedido que no lo tuviera. Ella, otra vez, se había hecho respetar: había tomado la situación como un mandato irrenunciable, íntimo, más allá de cualquier otro deseo en la vida.

No había habido reproches, promesas, ni sensiblerías. Ese niño los separaba definitivamente; sin embargo, durante el embarazo y luego en el parto, Galporda había estado siempre presente y atento. Él mismo fue quien había realizado la cirugía reparadora en el labio del bebé.

Como consecuencia del accidente cerebrovascular, Betina se había convertido en algo que nunca hubiese imaginado. Alguna vez, en sus noches de insomnio, había conjeturado sobre el dolor de envejecer sin poder ver a su hijo formar una familia. Se imaginaba a sí misma protegiéndolo, durante toda su vida, de los ataques de una sociedad cruel e indolente.

Su hijo era suyo y de nadie más. Pero los roles se habían invertido. Era ella quien dependería para siempre de los cuidados de Rómulo. Se había arrepentido de su falta de voluntad para dejar de fumar a pesar de los constantes rezongos del doctor Galporda. Cuando le habían dado el alta médica, había salido del hospital con su silla de ruedas, una jubilación por invalidez y la promesa de un trabajo estable para su hijo.

***

—¡Mamá, el Pelado Cabrera me dijo que me iba a aumentar el sueldo de la semana! ¡No quiero trabajar en el campo! —suplicó el Chompi esa mañana.

—Hijo, va a ser lo mejor para los dos. Si algo malo me pasara, vas a tener obra social, tus aportes jubilatorios y hasta un lugar donde quedarte si quisieras vender o alquilar esta casa —respondió Betina desde la cama, con su voz afectada por la angustia.

—¿Quién me va a explicar lo que tengo que hacer?

—¡Quedate tranquilo! El doctor Galporda me dijo que se encargó de todo.

—Para colmo, tengo que esperar a que me lleven y me traigan. ¿Mirá si necesitás algo y yo estoy a diez kilómetros de acá?

—¡Rómulo! Ya lo hablamos. Tenés que mirar para adelante y ser un hombre —insistió Betina entre sollozos.

Bajó la mirada y, resignado, salió a la vereda.

Prendió un cigarrillo. Había empezado a fumar la primera noche que había dormido solo, luego de la internación de su madre. Sabía dónde ella guardaba los paquetes para cuando el kiosco estaba cerrado. Pitaba en la vereda para que los vecinos lo vieran.

La camioneta blanca con doble cabina y la leyenda “Estancia San Romano” pintada en la puerta se detuvo frente a la casa, y el Chompi subió por una de las puertas traseras.