El peor de los dragones - Juan Eduardo Cirlot - E-Book

El peor de los dragones E-Book

Juan Eduardo Cirlot

0,0

Beschreibung

«Obviemos el prejuicio ante Juan Eduardo Cirlot como poeta maldito y difícil, y acerquémonos con reservas al prejuicio ante Cirlot como excepción en su tiempo. Esforcémonos por comprender su escritura desde el tiempo en el que se escribe: un país en dictadura, cerrado no ya a lo que ocurre en ese momento en un mismo continente o en una misma lengua, sino a lo que ocurrió en ese mismo espacio y en ese mismo idioma durante los años anteriores a la guerra. Esforcémonos por comprender a un poeta que recurre como fuente de sugestión a una experiencia alejada de la intimidad, y vinculada a la literatura y al arte y a la música y al cine, disciplinas que considera tan verdaderas y tan suyas como cualquier anécdota de la realidad; que aspira  a comprender una realidad que siente ajena; que mira al pasado porque lo entiende como explicación del presente, y que, quizá sin conciencia, seguro que con ambición, escribe para los lectores del futuro».Elena Medel La poeta Elena Medel plantea en esta antología una doble meta: la del reencuentro para aquellos lectores que ya han descubierto los versos del escritor barcelonés y, de manera esencial, la de la revelación para quienes desconozcan su obra.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 180

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Índice

Cubierta

Portadilla

Magia y papel vivo

El peor de los dragones

De Seis sonetos y un poema del amor celeste (1943)

De Oda a Ígor Strawinsky y otros versos (1944)

Diálogo infinito (1945)

Paisajes (1945)

De Árbol agónico (1945)

De En la llama (1945)

De Canto de la vida muerta (1946)

De Donde las lilas crecen (1946)

De Cordero del Abismo (1946)

Susan Lenox (1947)

De Elegía sumeria (1949)

De Diariamente (1949)

De Lilith (1949)

Carta sobre mis cosas (1950)

De Ontología (1950)

Confesión (1951)

De 80 sueños (1951)

De 13 poemas de amor (1951)

De Amor (1951)

De Libro de oraciones (1952)

En Dau al Set (1949-1953)

De Segundo canto de la vida muerta (1953)

De Tercer canto de la vida muerta (1954)

De El palacio de plata (1955)

De Cuarto canto de la vida muerta (1956)

De La dama de Vallcarca (1957)

No me sirve de nada creer en Dios (1961)

De Blanco (1961)

De Los espejos (1962)

De «Regina tenebrarum» (1966)

De Las oraciones oscuras (1966)

De Las hojas del fuego (1967)

De Oraciones a Mitra y a Marte (1967)

De Once poemas romanos (1967)

De Marco Antonio (1967)

Del ciclo Bronwyn (1967-1972)

De Bronwyn, V (1968)

De Bronwyn, VI (1969)

De Bronwyn, VII (1969)

De Bronwyn, VIII (1969)

De Bronwyn, n (1969)

De Bronwyn, z (1969)

De Bronwyn, x (1970)

De Bronwyn, y (1970)

De Con Bronwyn (1970)

De Bronwyn, permutaciones (1970)

De Bronwyn, w (1971)

De La quête de Bronwyn (1971)

En la tumba (1971)

Bronwyn en Barcelona (1971)

De La doncella de las cicatrices (1967)

De Dos poemas (1967)

A mis antepasados militares (1968)

De Anahit (1948-1968)

De El palacio de plata (2.ª versión)

Rojo rosa de blanco rosa rosa (1969)

De Poemas de Cartago (1969)

De El incendio ha empezado (1969)

De Hamlet (1969)

De Cosmogonía (1969)

De Del no mundo (1969)

De La sola virgen la (1969)

De Un poema del siglo VIII (2.ª versión) (1970)

De Denuncio la tortura (1970)

De Quinto canto de la vida muerta (1970)

Telas le pertenecen

De Los restos negros (1970)

De Orfeo (1970)

De Inger Stevens, «in memoriam» (1970)

De Inger, permutaciones (1971)

Momento (1971)

De 44 sonetos de amor (1971)

De Homenaje a Bécquer I y II (2.ª versión)

De «Non serviam» (1972)

De Perséfone (1973)

Un episodio de la Guerra de las Galias

Bibliografía

Notas

Créditos

Francesc Català-Roca, Retrato de Juan Eduardo Cirlot en su despacho (1954)

Magia y papel vivo

1

El hombre mira con fijeza. El hombre mira con fijeza en esa fotografía de 1954 —firma la imagen Francesc Català-Roca— en la que lo flanquean siete espadas. Late una clave, laten varias claves: el punto de equilibrio entre la atención y el asombro, la carga del número —los significados que sugieren más allá de la definición— y del propio símbolo que aúna la fuerza y la belleza. La esencia reside en la mirada: la mirada que se repite, fija y sorprendida y sabia, en las demás imágenes que le conocemos.

Muchos lugares comunes han lastrado —a mi juicio— la recepción de la poesía de Juan Eduardo Cirlot. Se trata del hombre que mira con fijeza: la misma actitud con la que después escribirá. Uno de esos tópicos lo sitúa como un poeta maldito, quizá por la permanencia de su obra en los márgenes —para sus coetáneos y para las generaciones posteriores, que relegaron sus libros a un paréntesis cuando rescataron discursos similares—, despojando con este término a su poesía de la finura que ofrece al lector. Otro dibuja la poesía de Cirlot como una escritura árida, hostil para el lector menos dispuesto; y resulta cierto que la obra cirlotiana rezuma exigencia, pero ocurre porque primero se exige en el reto del lenguaje. Ese rigor permite la revelación y permite el descubrimiento. No expulsa al lector: le desafía a replantear su vínculo con el propio entendimiento del poema, primero, y luego con los alrededores que conlleva, y que se ensanchan desde las circunstancias a la tradición.

Esa tradición —y su interpretación canónica— excluye propuestas singulares como la de Juan Eduardo Cirlot, lejos de las fotografías generacionales. Su escritura pública —aquella a la que disponemos de acceso los lectores— se inicia en el tránsito de la primera a la segunda etapa de posguerra. Un momento en el que —sopesado medio siglo más tarde— se realiza la transición de una poesía oficial, la de carácter neopopular agrupada en torno a la revista Garcilaso, a otra de espíritu más social, que —con reservas— recoge el espíritu de la revista Espadaña —en la que Cirlot publicó, no obstante— y lo depura, representada por la célebre imagen en Colliure en 1959. Un viraje temático que apenas representa, en cambio, un viraje estético: la palabra se mantiene clara, con intenciones diferentes, aunque con dejes —en cierto modo, con ciertas distancias— similares. Las excepciones —Antonio Gamoneda, Claudio Rodríguez, José Ángel Valente— se forjarán y reconocerán más tarde, pero esas fotografías —figuradas o ciertas— fijarán sus nombres a la historia: al canon. Ese canon excluye las poéticas marginales —Gabino Alejandro Carriedo, Ángel Crespo, Carlos Edmundo de Ory, Francisco Pino o los poetas de Cántico, con sus universos tan distintos— y entierra con el paso de los años propuestas aclamadas en su tiempo —y lejos en ética y en estética del discurso predominante— como las de Alfonsa de la Torre. Cirlot compartía algunos intereses con estos autores, pero no tantos —y no con tanto peso— como para «forjar», en cierto modo, un grupo de resistencia en alternativa al Grupo del 50. Toca mencionar otra figura recurrente, la del poeta como verso suelto, que sí es fiel a la realidad en este caso.

Obviemos entonces el prejuicio ante Juan Eduardo Cirlot como poeta maldito y el prejuicio ante Cirlot como poeta difícil, y acerquémonos con reservas al prejuicio ante Cirlot como excepción en su época. Esforcémonos por comprender su escritura desde el tiempo en el que se escribe: un país en dictadura, cerrado no ya a lo que ocurre en ese momento en un mismo continente o en una misma lengua, sino a lo que ocurrió en ese mismo espacio y en ese mismo idioma durante los años anteriores a la guerra. Esforcémonos por comprender a un poeta que recurre como fuente de sugestión a una experiencia alejada de la intimidad, y vinculada a la literatura y al arte y a la música y al cine, disciplinas que considera tan verdaderas y tan suyas como cualquier anécdota de la realidad. Esforcémonos por comprender a un poeta que aspira —a su vez, en un ejercicio de laberintos— a comprender una realidad que siente ajena: a un poeta que mira al pasado porque lo entiende como explicación del presente y que, quizá sin conciencia, seguro que con ambición, escribe para los lectores del futuro.

2

Según apunta Victoria Cirlot, los primeros poemas de Juan Eduardo Cirlot datan de 19361, año —durante los meses previos al Alzamiento Nacional— en el que el poeta realizará «ciertos descubrimientos» que definirán sus inquietudes artísticas: en el plano literario, asistirá a una conferencia de Paul Éluard, el poeta surrealista francés; más tarde acudirá a varios conciertos dirigidos por Ernst Krenek o Igor Stravinsky; y en esa época se forma, de manera autodidacta, en el ámbito de la egiptología y las civilizaciones antiguas. Por su parte, Clara Janés retrasa esta fecha hasta 1937. En ambas situaciones, el impulso de la escritura coincidiría con dos fechas que atraviesan la vida del poeta: el estallido de la Guerra Civil, si atendemos a la información que Victoria Cirlot facilita en su edición de Bronwyn, o la movilización de Cirlot por la República en el frente de Guadarrama, tal y como indica Janés. En cualquier paso, la revelación de la escritura tendrá lugar cuando el poeta tenga apenas veinte años, puesto que había nacido en Barcelona el 9 de abril de 1916.

En todo caso, la escritura de Cirlot nunca depende de su biografía —jamás la tildaríamos de «confesional», o no al menos según la interpretación actual del término—, y en cambio sí resulta profundamente personal: no me refiero a esa frase hecha que subrayaría la diferencia de su propuesta, sino a que todas sus obsesiones y recurrencias se respaldan y se entienden al analizar su biografía. El peso de la imagen en su escritura se origina, de manera explícita y quizá evidente en demasía, tanto por su fascinación surrealista como por su posterior labor profesional como crítico y editor de arte; y esos descubrimientos de 1936 —mientras trabaja en el Banco Hispanoamericano y aspira a triunfar como compositor— explicarían algunas de las decisiones posteriores de su escritura.

Al finalizar la contienda, Cirlot debe cumplir el servicio militar en Zaragoza. Su estancia de tres años —entre 1940 y 1943— en la ciudad le permitirá trabar amistad con Alfonso Buñuel, hermano del cineasta. Esta relación no sólo le abre las puertas de los círculos intelectuales de la ciudad, prefigurando la integración de Juan Eduardo Cirlot en determinados grupos artísticos a su regreso a Barcelona, sino que le brinda el acceso a la biblioteca de Luis Buñuel, exiliado por aquellos años en Estados Unidos. Gran parte de los títulos que su hermano conserva en España pertenecen al movimiento surrealista, estética que ya interesó al poeta que se iniciaba en la creación, y en cuyo ideario profundiza gracias a los hermanos Buñuel. Sabemos que Cirlot escribe en esa etapa, pero no sabemos qué: destruirá todos los poemas escritos entre 1936 y 1943.

A su regreso a Barcelona, Juan Eduardo Cirlot mantiene sus intenciones artísticas. Compone una pieza para quinteto, inicia su colaboración con algunas de las revistas literarias de la ciudad —en ellas publicará sus primeros poemas, invitado por Juan Ramón Masoliver, primo de Alfonso Buñuel— e instaura una pequeña tertulia surrealista en la taberna La Leona, junto a la Plaza Real. Junto a sus compañeros de grupo, Julio Garcés y Manuel Segalá —los únicos miembros fijos: a veces reciben, entre otros, a Ramón Eugenio de Goicoechea o César González-Ruano—, practica la escritura automática; firman sus poemas como Julio-Eduardo Cirlot Garcés u otros seudónimos que combinan sus nombres y apellidos, según la implicación y la autoría. La aventura de La Leona se extiende entre 1945 y 1949, época en la que Cirlot se asienta por fin en su ciudad natal.

Desde allí estrecha «La Amistad Celeste» y epistolar —tal y como ellos bautizaron a su relación— con Carlos Edmundo de

Ory, se casa con Gloria Valenzuela García —con quien tendrá dos hijas, Lourdes y Victoria— y abandona de forma paulatina los grises empleos de oficinista, gracias a un primer trabajo como librero y a su puesto —desde 1951 hasta su muerte— como editor en Gustavo Gili. En ese tramo final de la década de los cuarenta, Juan Eduardo Cirlot se convierte en una referencia del ámbito creativo en Barcelona gracias a sus múltiples facetas: sus críticas de arte y literatura aparecen en los periódicos y las revistas de la ciudad, se integra en el núcleo fundador del Círculo Manuel de Falla... Pero su interés por el arte y la literatura terminan venciendo a sus inclinaciones musicales. Tal y como ocurriera con sus poemas iniciales, pese a que algunas de sus piezas se han interpretado con éxito —gracias a lo cual se conservan algunas de ellas—, en 1947 decide atajar su crisis compositiva —iniciada, de manera paradójica, al regresar a Barcelona— y destruir todas sus obras musicales.

3

Si la década de los treinta se despide —antes de la Guerra Civil— con los «ciertos descubrimientos» de 1936, que revelan a un futuro compositor y poeta, la de los años cuarenta finaliza con las definiciones de su vocación: acabada su relación con la música, Juan Eduardo Cirlot se centra como creador en la poesía, y como crítico en el arte. Al repasar su biografía, no resultaría descabellado nombrar 1949 como otro año de «ciertos descubrimientos». En ese año publica su Diccionario de ismos, una de sus grandes obras como crítico de arte y ensayista, de consulta obligada todavía hoy y que resulta curiosa para acercarse a la propia poesía de Cirlot. A su integración en Dau al Set, el grupo vanguardista creado por Joan Brossa o Antoni Tàpies en torno a la revista del mismo nombre, se unen dos encuentros que afianzarán varias de sus militancias estéticas: en Barcelona con el etnólogo y musicólogo Marius Scheneider, que le dará a conocer las posibilidades de la psicología; y en París con el escritor André Breton, fundador y teórico del surrealismo.

«El simbolismo y el surrealismo», confesará Cirlot en 1957, al responder al cuestionario de Breton sobre L’Art Magique, «son los dos únicos movimientos ideológicos que han trabajado en este sentido [el del «descubrimiento de un nuevo sentido que incluya todos los precedentes»] y, por ello, les he dado mi adhesión, aunque los considere más como un punto de partida que como un horizonte». En efecto, Juan Eduardo Cirlot recurrió al surrealismo y al simbolismo como puntos de despegue. Esta primera etapa de su escritura, que se desarrolla entre 1943 y 1954, es la etapa más canónica de un poeta que fundó su propio canon: la etapa más clasificable de un poeta que se despega del surrealismo, por así decirlo, al conocer a los surrealistas. Dos escrituras marcarán la salida de Cirlot del movimiento estético: la publicación de Introducción al surrealismo (1953) y la escritura de Primer homenaje a Bécquer (1954). Un texto que destruirá, como tantos otros, pero que marcará el descubrimiento de la técnica permutatoria.

Saltamos en el tiempo: a principios de los años setenta, el escritor y crítico literario Leopoldo Azancot encargó a Juan Eduardo Cirlot una antología de su obra, realizada por él mismo, que habría recogido y popularizado su obra, autoeditada en una parte generosa. Existe amplia correspondencia entre Cirlot y Azancot, fechada sobre todo en Cirlot y 1973, aunque en este momento —retrocedemos hasta mediados de los años cincuenta— nos interesa la «Nota preliminar» que Cirlot redacta en 1970 para que anteceda a los poemas. En este texto, de prosa clarísima, el poeta aporta un buen número de claves para la comprensión de su obra: distingue entre periodos, confiesa influencias, revela temas y destaca obras. Con respecto al hallazgo de la técnica permutatoria, que ancla en cierto modo el final de una etapa y el comienzo de otra, escribe: «(...) en 1954-1955, realicé mi descubrimiento principal: la poesía permutatoria, debido a mis estudios de música, ya que consiste en una aplicación a la lírica de los métodos de Schönberg en su técnica de los doce sonidos (creación de un conjunto, producción del resto de la obra por variación de todos los elementos de ese conjunto, sin quitar ni agregar nada a él, conservando la métrica o variándola)». En 1971, en una carta enviada al poeta Antonio Bouza, precisará que se trata de «la aplicación inconsciente de los principios de la música llamada serial o dodecafónica a la poesía».

Juan Eduardo Cirlot escribe. Cirlot alcanza la conciencia sobre qué quiere escribir, y sobre cómo quiere escribir. Para esto, Cirlot calla.

4

O no.

Porque la segunda etapa de la poesía de Juan Eduardo Cirlot se califica de periodo de «crisis», aludiendo incluso a la elección del silencio frente a la escritura. Esta precisión obligaría a imaginar a Cirlot como a un escritor en barbecho, sin palabras durante ese lapso que media entre el descubrimiento de la poesía permutatoria —y su ensayo en un tributo a Bécquer, de quien le atrae más su imaginario que el propio discurso— y la revelación de Bronwyn, con la escritura de su ciclo extenso, inagotable. Sin embargo, aunque el ritmo de publicación desciende con respecto a su etapa anterior —Cirlot no recuperará su escritura prolífica hasta que prenda la mecha de Bronwyn, con el visionado de la película El señor de la guerra—, el poeta no se mantiene lejos de la creación durante este periodo.

Entre 1954 y 1966, Cirlot continúa escribiendo y publicando libros de poesía: a esta etapa pertenecen El palacio de plata (1955), en el que explora las posibilidades de la poesía permutativa, o Blanco (1961), además de La dama de Vallcarca (1957), el importante texto que anticipa el espíritu del ciclo de Bronwyn. Asumiendo una línea formal lejos de la experimentación, con un largo poema fragmentado en pequeños textos en prosa, La dama de Vallcarca parte de una fascinación que prefigura la que despertará su ciclo célebre. En el caso de La dama de Vallcarca —en el que invirtió dos años de trabajo—, aunque el título aluda a una mujer, a una de las misteriosas mujeres que con nombres distintos aparecen y reaparecen en su obra, el espacio se alza como auténtico protagonista del poema.

El compositor austriaco Arnold Schönberg residió en el barrio barcelonés de Vallcarca, en el distrito de Gràcia, durante los años 1931 y 1932. El fervor de Cirlot por la obra de Schönberg, de quien adopta el hallazgo de la permutación, conduce al poeta a visitar ese lugar que considera repleto de magia: la magia misma que inspiró a su héroe. El poema, que el propio Cirlot define como «lo mejor que un español ha escrito en ortodoxo surrealismo» —en una carta de 1956 a Juan Fernández Figueroa, director de la revista Índice de Artes y Letras, que lo publicará como La muerte en Vallcarca—, narra un soñado viaje a la idealizada casa de Schönberg. En él, la voz que descubre y escribe reflexiona sobre la muerte, y sobre la belleza de la muerte, en uno de los textos más misteriosos e inquietantes de Cirlot.

Este periodo de crisis permite a Juan Eduardo Cirlot tomar decisiones con respecto a su obra. Certifica el ya anunciado abandono del surrealismo, pese a algunos reintentos como el propio La dama de Vallcarca o los textos en prosa agrupados bajo el epígrafe Con los surrealistas, y conduce al autor a una escritura cada vez más preocupada por la forma —palabra y sonido— que por el significado —palabra e imagen—; durante estos años ensancha su discurso, al que incorpora elementos que se intuían, y que determinarán su escritura posterior. La amistad con el arquitecto e historiador del arte José Gudiol le brinda el hallazgo del arte gótico, y su relación con José Gifreda —apodado «el Alquimista de Barcelona»— le permitirá acceder a su biblioteca sobre astrología, esoterismo y simbología, una pieza fundamental en la preparación del Diccionario de símbolos (1957). El tiempo de la crisis poética, por tanto, tiene más que ver con el tiempo de la escritura pausada: a Cirlot le ocurre no tanto el gesto de la escritura, la disposición ante el poema, sino el rumiar de lo que se escribirá.

Esa apertura de Juan Eduardo Cirlot a nuevos conocimientos cuenta —incluso— con una repercusión geográfica: los viajes que realiza en 1960 a la ciudad cátara de Carcasona (Francia) y a distintas ciudades italianas —Milán, Venecia, Verona y Vicenza, entre otras—, y su regreso a París en 1962. La cidadela del Languedoc ejercerá en Cirlot un influjo similar al de la casa de Schönberg en Vallcarca: de nuevo el espacio extiende su invitación al sueño. Esta ciudad fortificada —que conserva elementos medievales y alcanzó su esplendor entre los siglos XIII yXIV, siendo abandonada hasta su restauración en el siglo XIX— despierta en Juan Eduardo Cirlot el recuerdo de civilizaciones que le inspiran por su tensión entre el esplendor pasado que se conoce, aunque no se distinga, y el presente arrasado que se muestra. En el imaginario de Juan Eduardo Cirlot, Carcasona equivale a Egipto, Cartago o Roma, y origina la escritura de un breve ciclo —no más de catorce poemas de pocos versos cada uno— que tiene que ver con el fragmento y el silencio, frente al discurso encendido de otros textos del autor.

En verano de 1966, Juan Eduardo Cirlot cumplirá con el ritual del espectador de cine: comprará su entrada, esperará sin paciencia a que se apaguen las luces, no le importará qué ocurra fuera de la sala durante las dos horas en las que se proyecte la película. Dentro, la magia: una película titulada El señor de la guerra, dirigida un año antes por Franklin J. Schaffner, y con Charlton Heston como protagonista. La desconocida Rosemary Forsyth interpreta a la hermosa Bronwyn. El hombre mira con fijeza. Todo ha cambiado.

5

Todo cambia en el instante en el que Forsyth invade la pantalla. Cirlot no toma conciencia en un primer momento, puesto que la historia de Bronwyn no reaparecerá hasta meses más tarde, en febrero de 1967, cuando escriba un artículo sobre la película y —sobre todo— cuando escriba los poemas del primer Bronwyn; sin embargo, esa historia de amor y lucha, que transcurre en la costa de Normandía durante el siglo XI, permanecerá con él durante años. En ella se narra la disputa entre el caballero normando Crisagón, gobernador del pueblo, y el druida Odins, jefe de la tribu, aliado con el enemigo frisón. El enfrentamiento entre el poder militar y el poder sagrado, entre lo que irrumpe y lo que —ancestral— se mantiene, ya poseería suficiente atractivo para Juan Eduardo Cirlot; a esta trama de carácter más histórico y político se suma el triángulo amoroso entre Crisagón, Marc —hijo de Odins— y la bella campesina Bronwyn, que se casa con Marc, pero a la que ama Crisagón. El secuestro de Bronwyn por parte del caballero, después de su noche de bodas, desencadena una batalla entre normandos y frisones.

La historia narrada en El señor de la guerra apenas influirá en los poemas en el ciclo de Bronwyn. Las guerras y las disputas no aparecerán en los poemas, que —si acaso— recuperarán algunos escenarios en los que se desarrrolla o cierto espíritu, de manera intensa en los primeros pasos del ciclo: «¿Mi señor me envió junto a las olas?/ ¿Mi ruido y mi armadura son su don/ necesario?». La importancia, como indica el título del ciclo, recae en el personaje femenino: en Bronwyn. Una figura que no resulta nueva al lector de Juan Eduardo Cirlot, puesto que su presencia recuerda en cierto modo a la presencia fantasmal de la dama de Vallcarca, y remite a las Ofelias que han aparecido ya en su obra. De hecho, la escritura de Bronwyn —el recuerdo de Bronwyn— la desata el visionado de Hamlet, en dos versiones diferentes: la de Laurence Olivier, estrenada en 1948 y con la que se había reencontrado el año anterior, y la dirigida por el soviético Grigori Kozintsev, estrenada en 1964 y que descubre en febrero de 1967. Cirlot relaciona el vínculo entre Hamlet y Ofelia con el vínculo entre Crisagón y Bronwyn. El poeta escribe sin la conciencia de lo que ocurrirá, guiado por una imagen que conduce a otra que conduce a otra que conduce a otra.