El perseguidor - Carmen de Burgos - E-Book

El perseguidor E-Book

Carmen de Burgos

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Beschreibung

En El perseguidor, un narrador omnisciente noscuenta la historia de Matilde, una joven andaluza que, cansada de la vidaconstreñida que lleva en el seno de una familia típica patriarcal, se casaapenas se le presenta la oportunidad. Poco después enviuda y decide no regresaral hogar familiar o contraer nuevas nupcias para poder así iniciar una vidaindependiente con la herencia de su esposo. Esta nueva vida incluye mudarse a Madrid y viajar extensamente, aun a sabiendas de que sus planes difierensobremanera de las normas sociales del momento

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Seitenzahl: 53

Veröffentlichungsjahr: 2022

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EL PERSEGUIDOR

CARMEN DE BURGOS

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Tanto el contenido de esta obra como la ilustración de la cubierta son de dominio público según Real Decreto Legislativo 1/1996, de 12 de abril y el Convenio de Berna para la Protección de las Obras Literarias y Artísticas.

 

Por favor, respete nuestro trabajo.

 

Colección: mujeres literarias

nº1

 

ISBN: 978-84-15378-86-0

 

Edición digital v 1.0

 

© NoBooks Editorial, 2020

 

www.nobooksed.com

 

 

I

Aquella Nochebuena traía hacia Matilde todas las nostalgias del recuerdo. No podía sustraerse a la evocación de los aniversarios; tan fuertemente grabados en nosotros. Su espíritu, acostumbrado a pasar con ligereza de una impresión a otra, ávido de sensaciones y de emociones nuevas, parecía complacerse ahora en retrotraerse, hurtarse a lo real, para soñar con aquéllos: «en tal día como hoy», que le traían a la memoria escenas patriarcales de su vida española. Las fiestas de familia del hogar paterno, en una cortijada andaluza donde pasó sus primeros años. Su padre, cazador impenitente, los condenaba a pasar allí diciembre y enero, para gozar la época del celo del macho y cazar las perdices con reclamo.

Veía hacer con pena todos los preparativos para dejar la casa de Córdoba y enterrarse en aquel cortijo de la sierra. Aquellos viajes eran de las impresiones más fuertemente grabadas en su alma, Unos viajes tristes, una caravana que cruzaba los parajes más escuetos y desolados de la sierra, sobre mulos y burros aparejados con aguaderas y silletas, sobre los que iban: ella, su madre y los criados; todos rodeados de bultos de ropa, de provisiones, de objetos que embarazaban más la marcha. Alguna pobre sirviente pasaba todo el camino sin soltar de la mano la jaula del loro o el objeto frágil que se le confiaba. Un viaje de ocho horas, por el campo reseco, desolado, cansados todos, sin hablar unos con otros; los muleros pinchando a las bestias para hacerles andar, sin más descanso que la parada en la venta para darles agua y para comer todos.

Los manjares habían tomado un gusto enmohecido siempre, un gusto a camino; una cosa reseca que le impedía comer los pollos fritos, la tortilla y el jamón como si hubieran perdido su condición apetitosa para hacérsele insoportables; el vino tenía gusto a pez, y el agua de aljibe resultaba amargosa y dura.

Después de la comida, volvía a ponerse en marcha la caravana, previa la pesada ocupación de acomodar sobre los aparejos a las mujeres y se continuaba en silencio, adormilados, vencidos por los vapores de la digestión.

De vez en cuando una cruz sobre un montecillo de piedras surgía a la vera del camino. Los hombres se quitaban el sombrero y las mujeres se santiguaban.

Alguien ponía la leyenda:

—Aquí mató la Guardia civil al Gallina y al Pavo —decía uno.

—Ahí encontraron el cadáver del Covachuela —referían otra vez.

—En ese lugar mataron al Corregidor y sus dos hijos, los bandidos.

Se pasaba las estrechas gargantas decoradas por las cruces fatídicas, con el corazón oprimido, oyendo las historias de bandidos, de hechos audaces, de crímenes. Ella personificaba todas aquellas figuras en su memoria y las veía como una pesadilla a su alrededor.

El momento de satisfacción era al llegar a lo alto de la escarpada cuesta, a cuyo pie, en el fondo de un valle abierto entre las montañas, estaba su cortijo. Era una visión bella la de aquel pedazo de terreno abierto como un oasis en el verdor del valle, protegido por las montañas, como oculto en su regazo; resultaba poético el cortijo con su porche blanco, y su aspecto de casita de aldea.

Pero al llegar volvía a sentir la misma impresión de habitaciones enmohecidas, en las grandes estancias de suelo de traspol y techo de cañizo, reservadas para su familia.

La vida allí se le hacía insoportable. Pasaban los días lentos, largos, largos como días del Polo, interminables, iguales siempre.

Su padre, acompañado de tres o cuatro señores de la ciudad, que eran sus invitados a la cacería, se levantaba antes de la madrugada y reunidos todos en la gran cocina del cortijo, se calentaban por fuera con la gran llamarada de una ebulaya y por dentro, con la copa de aguardiente que les abrasaba el estómago y el paladar. Enseguida salían, bien abrigados en sus capotes, cada uno con un mozo que llevaba el pájaro a la espalda, y cargados con sus escopetas, su morral y la cartuchera al cinto. Tenían que andar varias leguas, cerro arriba, para llegar al lugar donde se les había construido el puesto, una especie de torreón de piedra, oculto entre atochas y palmas, frente al cual, sobre un acho o montón de tierra alto, se colocaba el reclamo, oculta la jaula entre plantas, y allí desde el alba estaban horas y horas en acecho para matar a las perdices.

Volvían al mediodía cansados, rendidos, para comer y acostarse. Por la noche en la velada se reunían todos, con las aparceras y mozas, junto al fuego. Entonces era cuando se veían.

La madre había pasado el día recibiendo visitas de los campesinos, que llegaban cada uno con su ofrenda: huevos, longaniza, espárragos, palomitos o pollos, y preparando las comidas, cada una de las cuales tenía honores de banquete para sus convidados.

La conversación era siempre la misma llena de quejas, de violencias, de disputas. Los vencedores, los que se habían emperchado aquella mañana unos pares de perdices daban la bigotera a los desgraciados, y se contaban episodios e historias que lo justificaban todo.

Unos afirmaban que, apenas lució el alba, su reclamo empezó a cantar bellas jácaras y a dar de pie, amoroso, pero que el monte no le contestó.

Otros se quejaban de la mudez del suyo, que no respondió a los que cantaban cerca, sin duda acobardado por la gallardía de los libres.

A veces se habían puesto los machos demasiado cerca, y uno de los reclamos había robado al otro, hartándose su dueño de disparar tiros a las perdices que escapaban del otro puesto.

En realidad, cada uno de aquellos pares de perdices eran un drama de amor y de falsía casi humanos.