El retrato del tiempo - Natalia Villavicencio - E-Book

El retrato del tiempo E-Book

Natalia Villavicencio

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Beschreibung

¿Por qué es importante estudiar los ecosistemas del pasado? ¿Cuáles eran las características de los ambientes y megafaunas desaparecidas hace miles o millones de años? ¿Debiesen los científicos ocuparse de restablecer ambientes y permitir que especies extintas ronden nuevamente el planeta? ¿Es posible lograr algo así? ¿Es éticamente correcto?

Indagando estas y otras preguntas, la paleocóloga Natalia Villavicencio profundiza sobre los paisajes extintos —especialmente desde la última edad del hielo hasta milenios más recientes— para acercarnos a las preguntas más inquietantes de nuestra época: ¿Qué información pueden darnos estos retratos del pasado para entender las crisis de los ecosistemas actuales? ¿Qué rol toma la ciencia a la hora de enfrentar la pérdida actual de biodiversidad?

El retrato del tiempo es un libro entretenido y asombroso destinado a todo público. Un recorrido fascinante que satisface curiosidades científicas y abre preguntas sobre los problemas más atingentes que agitarán las próximas décadas.

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¿Por qué es importante estudiar los ecosistemas del pasado? ¿Cuáles eran las características de los ambientes y megafaunas desaparecidas hace miles o millones de años? ¿Debiesen los científicos ocuparse de restablecer ambientes y permitir que especies extintas ronden nuevamente el planeta? ¿Es posible lograr algo así? ¿Es éticamente correcto?

Indagando estas y otras preguntas, la paleocóloga Natalia Villavicencio profundiza sobre los paisajes extintos —especialmente desde la última edad del hielo hasta milenios más recientes— para acercarnos a las preguntas más inquietantes de nuestra época: ¿Qué información pueden darnos estos retratos del pasado para entender las crisis de los ecosistemas actuales? ¿Qué rol toma la ciencia a la hora de enfrentar la pérdida actual de biodiversidad?

El retrato del tiempo es un libro entretenido y asombroso destinado a todo público. Un recorrido fascinante que satisface curiosidades científicas y abre preguntas sobre los problemas más atingentes que agitarán las próximas décadas.

Natalia Villavicencio

El retrato del tiempo

Un viaje al pasado para entender el futuro cantidad

La Pollera Ediciones

Índice de contenido
El retrato del tiempo
Capítulo 1 | El lugar más árido del mundo no siempre fue así
Capítulo 2 | Un viaje al Chile central de la última Edad del hielo
Capítulo 3 | Un mundo perdido
Capítulo 4 | Conjeturas bien fundamentadas
Capítulo 5 | ¿Dónde estamos? Fantasmas de milenios pasados
Capítulo 6 | ¿Hacia dónde vamos? ¿Hacia dónde podemos ir?
Agradecimientos
Referencias bibliográficas
Notas al pie de página

Para Tomás, Julieta, Martina, Roberto, Analía, Joaquín, Esperanza y Alex: las y los jóvenes y niños en mi vida. Estudiamos el pasado para que el futuro sea de ustedes.

Capítulo 1

El lugar más árido del mundo no siempre fue así

En septiembre del año 2007, yo era una estudiante de pregrado viviendo su primera campaña larga de terreno. Dos semanas de acampada en el extremo sur del desierto de Atacama, en el norte de Chile, como parte de un grupo de estudiantes de Ciencias Biológicas y profesores de Ecología que dejó de lado las celebraciones de fiestas patrias para adentrarse en la cordillera de los Andes en busca de un preciado registro: paleomadrigueras de roedores.

El desierto de Atacama se extiende desde el norte de la región de Coquimbo en Chile hasta la costa sur del Perú y es conocido a nivel global como el lugar no polar más árido del mundo. La aclaración de «no polar» responde a que, efectivamente, hay valles en la Antártica –polo sur– en donde jamás llueve y la humedad del aire es tan baja que presenta un carácter de hiperaridez, tal como en los desiertos. Aun dicho esto, la fama del desierto de Atacama como uno de los lugares más secos del planeta está más que merecida. Aquí los pluviómetros –aquellos instrumentos que colectan y miden las lluvias caídas en un lugar– ubicados en el corazón del desierto, suelen marcar 0 mm de agua al año. Es decir, básicamente no llueve nunca. Pero en las altas laderas orientales de la cordillera de los Andes algo de lluvia cae. En la parte norte del Atacama, por ejemplo, la lluvia llega durante los meses de verano producto del invierno altiplánico o invierno boliviano. Y en el extremo sur, por su parte, llega durante el invierno de Chile central. En la costa del Pacífico, a su vez, la neblina provee de agua a los farellones costeros que descienden desde la cordillera de la Costa directo al mar. Como se ve, el desierto más árido del mundo no es completamente árido en toda su extensión.

La ausencia o presencia marginal de lluvias es la mayor característica abiótica –no viva– del desierto de Atacama y determina todos los ecosistemas que allí se pueden encontrar. Un ecosistema se compone de todos los organismos vivos que habitan un lugar y del medio físico en donde estos se desarrollan y con el cual interactúan. En el caso del desierto de Atacama, la escasez de agua determina dónde y qué organismos vivos encontraremos.

Para nuestra expedición del año 2007 viajamos por tierra desde Santiago a la ciudad de El Salvador, punto de partida hacia los valles cordilleranos andinos. El Salvador se ubica a 2400 metros sobre el nivel del mar (m.s.n.m.) y ha sido un centro de explotación minera desde tiempos precolombinos. Hoy es una ciudad de 8700 habitantes que persiste en medio del desierto principalmente con la finalidad de extraer mineral de cobre. Si se la observa desde el aire, es posible apreciar la ausencia absoluta de vegetación natural en el entorno de la ciudad. De hecho, lo único verde que resalta es el pasto de la cancha de fútbol del estadio El Cobre, sede del Club de Deportes Cobresal. Esto se debe a que El Salvador se ubica en el límite sur del llamado «desierto absoluto», aquella extensión de desierto en donde las precipitaciones no son las suficientes como para sostener la presencia de plantas. La vida vegetal es prácticamente inexistente.

Tras este paréntesis, vuelvo a centrarme en la búsqueda de la expedición: las paleomadrigueras de roedores. ¿Qué es esto?

Principalmente, son las acumulaciones de material orgánico posibles de ser encontradas en cavidades en las rocas, como cavernas o aleros rocosos. (Y cuando digo «material orgánico» solo estoy optando por una manera elegante de decir que son tortas firmes y duras compuestas por feca y orina, trazas de plantas, huesos, insectos y otras cosas afines). Estas madrigueras se preservan muy bien en ambientes secos como el del desierto de Atacama y son formadas de la siguiente manera: los pequeños roedores nativos que habitan las laderas de los cerros buscan refugio en pequeñas cavernas en las rocas. Allí, protegidos de los depredadores –aves rapaces, zorros–, forman su hogar. Durante el día, estos roedores dejan su refugio solo por breves momentos y recorren distancias cortas en el entorno inmediato de su madriguera, colectando plantas que utilizan tanto para alimentarse como también para abrigo. Todo este material vegetal, sobre todo al entender que pasan la mayor parte del tiempo guarecidos dentro de la caverna, orinando y defecando ahí mismo, se va acumulando dentro de su refugio y pasa a ser parte del mismo. Y la acumulación no se detiene ahí: los huesos de los mismos roedores muertos, amén de insectos y otros animales curiosos que entran a la madriguera, pasan a ser parte de estas estructuras. Con el tiempo, y gracias a las áridas condiciones del ambiente, la orina se seca y forma una sustancia de color ámbar, cristalina y pegajosa, que encapsula toda esta torta de desechos y ayuda a su preservación por cientos y miles de años.

En Chile, los ratones del género Abrocoma –comúnmente llamados rata chinchilla por su parecido físico con estas–, y en específico las especies Abrocoma bennetti y Abrocoma cinerea, son uno de los animales que forman este tipo de registro. Otros conformadores de madrigueras –al menos que sepamos hasta ahora–, son los pequeños ratones orejudos del género Phyllotis, con cuatro especies descritas en Chile, siendo la más común la de Phyllotis darwini y la más famosa, Phyllothis xanthopygus, que corresponde al mamífero encontrado a mayor altitud de todo el mundo: habita por sobre los 6700 metros, cerca de la cima del volcán Llullaillaco, en la región de Antofagasta. Todo un récord de montañismo.

Imaginemos ahora que hace cinco mil años un grupo de roedores del género Abrocoma ocupó un alero rocoso en alguna ladera andina del desierto de Atacama. Allí colectaron y comieron las plantas que había en el entorno –unos 40 metros a la redonda–, las acumularon junto a otros materiales y todo esto fue preservado por las condiciones ambientales. Luego, el mismo alero fue ocupado una y otra vez por sucesivas generaciones de roedores a través del tiempo, pero, sigamos imaginando, solo otra madriguera, esta vez una formada por un grupo que vivió allí hace unos mil quinientos años, también fue preservada. Lo más correcto sería suponer que el entorno del alero de hace cinco mil años fuese bien distinto al de hace mil quinientos años, y distinto al actual. Una escala temporal de miles de años suele no ser suficiente para generar nuevas especies, con morfologías drásticamente distintas entre unas y otras, como, por ejemplo, que los ratones Abrocoma del pasado fueran completamente diferentes a los de hoy. Pueden presentarse diferencias de tamaño, de grosor de su pelaje y, también, de comportamiento, pero su estructura ósea –por ejemplo, el número de dientes–, se mantiene sin cambiar. Además de esto, su distribución –el área geográfica en donde podemos hoy situar su hábitat–, pudo haber variado mucho durante estos milenios. Y esto es algo que pasa bastante en los animales, y también en el caso de las plantas, que si bien no caminan de forma libre, sí pueden desplazarse significativamente en escalas de cientos y miles de años.

Volviendo al alero que nuestros roedores escogieron como su madriguera, y sin olvidar que las plantas pueden cambiar su distribución, es muy posible y factible suponer que la diversidad de especies de plantas que recolectó el grupo que vivió allí hace cinco mil años sea distinta a la recolectada por aquellos que vivieron hace mil quinientos. Y esta diferencia debiese reflejarse en los elementos vegetales que se han mantenido allí con el pasar de los siglos. Así, cada paleomadriguera funcionaría como una fotografía del entorno según el momento en que se formó. En este caso, la primera es una es una fotografía de hace cinco mil años; la segunda, de hace mil quinientos. Ambas fueron tomadas desde la misma ubicación.

Este era, precisamente, el anhelado registro que buscábamos aquel mes de septiembre: fotografías del desierto de Atacama en distintos momentos de su historia. ¿Por qué? Para permitirnos conocer, por medio del estudio de los elementos que conformaban las paleomadrigueras, los distintos componentes que creaban los ecosistemas del desierto de Atacama en diferentes momentos de su pasado.

Este simple ejercicio de investigación que estudia los ecosistemas y ambientes del pasado es lo que llamamos paleoecología. El prefijo «paleo» significa viejo, antiguo, y «ecología», refiere al estudio de las relaciones entre los organismos vivos y de estos con su entorno.

De forma simple, al hablar de paleoecología nos estamos refiriendo a la ecología del pasado, al estudio que nos lleva a reconstruir los ecosistemas que existieron hace miles y millones de años atrás y que nos permite conocer sus componentes vivos y no vivos y a especular, en base a esta información, sobre las interacciones entre estos. Con ello, los profesionales de la paleoecología alrededor del mundo buscan estudiar aquellos ambientes hoy desaparecidos, sea uno de hace quinientos millones de años atrás, cuando aún no había animales que caminaran fuera del agua, hasta aquellos que se remontan a tan solo unos siglos de historia.

¿Con qué herramientas se cuenta? Todo estudioso de ambientes pasados debe apoyarse sí o sí en el registro fósil y sedimentario para poder realizar sus investigaciones. La definición más amplia posible de fósil –aun cuando saque ronchas entre los colegas científicos– corresponde a cualquier registro de vida pretérita, sean restos de animales y plantas, como huesos, conchas y madera, sean trazas y huellas del paso de organismos vivos por ciertos lugares y las improntas que dejan hojas o almejas al ser sepultadas por limos y sedimentos para luego descomponerse[I].

Existe una diferencia, en la que a los expertos les gusta hacer hincapié, y refiere a la de fósil y subfósil. De forma general, el primero corresponde a restos de organismos pasados que han sido sometidos a procesos de fosilización con cambios químicos importantes en las moléculas que conforman sus estructuras alguna vez vivas, y el segundo, es aquel registro de ser vivo cuyo material orgánico aún conserva sus propiedades estructurales, aun cuando date de varios siglos, milenios o incluso millones de años de antigüedad. Según esta distinción nuestras madrigueras serían un subfósil, pero personalmente prefiero referirme a un fósil en su más amplia definición, como cualquier rastro –fosilizado o no– de vidas pasadas.

Una vez instalados en El Salvador, nuestro itinerario incluía diversas paradas, pero aquí mencionaré solo dos: la Quebrada de Agua Amarga y la Quebrada de Doña Inés Chica. La primera se ubica prácticamente en el desierto absoluto, a unos 2300 m.s.n.m., y en su entorno actual solo es posible encontrar nada más que a dos o tres especies de plantas. Animales no vimos ninguno. La segunda, la Quebrada Doña Inés Chica, está ubicada entre los 2700–3200 m.s.n.m. Por ello, al estar a mayor altitud, recibe algo de lluvia y nieve, lo que desencadena a su vez en una mayor presencia de especies vegetales y animales.

En la campaña del año 2007 recorrimos ambas localidades explorando los aleros rocosos en busca de paleomadrigueras. No es tarea fácil. Hay que caminar por horas bajo el sol, subir y bajar cerros, entrar a pequeñas cavernas e intentar remover, con ayuda de martillos y cinceles, las madrigueras. Muchas veces estas cavernas están llenas de frutos de cactus. Sus espinas son pequeñísimas, es cierto, pero se pegan al cuerpo y solo pueden ser vistas y sacadas a la luz directa del sol. En aquella expedición yo era la más pequeña en tamaño del grupo y más de alguna vez me tocó ser «la elegida» para arrastrarme en cavernas en donde nadie más entraba para recuperar así nuestro preciado subfósil.

Al tiempo que recorríamos las distintas laderas, también se hizo un catastro de las especies actuales de plantas y se registró cuántas y cuáles estaban presentes y se tomaron un par de ellas para llevar de regreso al laboratorio.

Después de dos semanas de frías noches bajo los cielos más limpios del planeta, de calurosos días de subir y bajar cerros en el desierto más árido del mundo y una sola oportunidad de ducharnos durante toda la campaña, regresamos a Santiago con varios kilos de fecas y orina embalados en grandes cajas.

Este trabajo de recolección es solo el primer paso que luego deriva en varios meses de trabajo de procesamiento de muestras y otros tantos más de análisis e interpretación de resultados. Pero antes de llegar a eso, ¿qué se hace con una torta dura de fecas y orina? ¿Cómo remover los componentes que nos interesan para nuestras investigaciones paleoecológicas?

Primero se debe disolver la madriguera y separarla en sus elementos, y para ello se le sumerge en agua por varios días, a veces incluso por semanas. Luego, una vez disuelta, se lava, se seca y se tamiza a fin de separar todos sus componentes: plantas, insectos, huesos y fecas. Todo este trabajo de separación se hace bajo la lupa y exige muchas horas por madriguera.

Hay dos características muy importantes en todo fósil o subfósil: la localidad en donde fue colectado y su edad o antigüedad. Nuestro siguiente paso en torno al registro de nuestras madrigueras era, por tanto, datar la antigüedad de estas. Por fortuna hoy existen diversos métodos de datación que entregan una estimación bastante precisa de la edad en que fueron formados los distintos registros utilizados en paleoecología. Su precisión va de una muy acertada respecto a edades más recientes –en escalas de cientos, miles y unos pocos millones de años de antigüedad–, y va poco a poco perdiendo precisión a medida que avanzamos más y más atrás en el tiempo. La mayoría de estas técnicas de datación se basan en las propiedades físicas y químicas de los elementos que componen los fósiles y el uso de una u otra técnica depende del tipo de registro o material a datar y la antigüedad estimada de los depósitos.