El señor Avellaneda - Vicente Blasco Ibañez - E-Book

El señor Avellaneda E-Book

Vicente Blasco Ibanez

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Beschreibung

Tercer volumen de la obra folletinesca La araña negra, de Vicente Blasco Ibáñez. En ella se narra la conspiración de los jesuitas para acabar con una acaudalada familia española, con el fin de apropiarse de sus riquezas.-

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Vicente Blasco Ibañez

El señor Avellaneda

 

Saga

El señor Avellaneda

 

Copyright © 1930, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726509625

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

I

El hombre de la rue Ferou

Todos los vecinos del barrio de San Sulpicio, el distrito levítico de París, conocían en 1842 al extranjero que habitaba en la rue Ferou, casi desde tiempo inmemorial.

Largos años de residencia en la misma calle le habían dado en el barrio el carácter de una institución, y lo mismo las porteras y las vendedoras de esquina que los cocheros de punto en la plaza de San Sulpicio y los traficantes en imágenes y objetos de culto, conocían perfectamente a “monsieur l’espagnol” y podían dar cuenta de todo lo que hacía al día, pues su existencia, a través del tiempo, se desarrollaba con la impasible y mecánica exactitud de un reloj.

A pesar de esto, en los primeros años nadie sabía en el barrio a ciencia cierta el porqué de la estancia de aquel extranjero en París; pero todos presentían que aquella residencia en extraño suelo era forzosa y que algo había en su patria que se oponía a su paso y le cerraba las puertas de la frontera.

Como dice Víctor Hugo, “los volcanes arrojan piedras y las revoluciones hombres”.

Aquel hombre era una piedra que las convulsiones de España habían arrojado de su seno y que, errante por el espacio, fué a caer en París.

Nada más metódico que su vida.

A la una de la tarde remontaba con paso tardo, el cuerpo algo encorvado, las manos a la espalda y el aspecto meditabundo, la estrecha calle Ferou, no parando hasta el jardín del Luxemburgo, en una de cuyas alamedas más solitarias tomaba asiento en un banco, y allí, arrullado por el susurro del ramaje, el piar de los pájaros, los gritos de los niños que en las inmediatas plazoletas se entregaban a sus juegos, el monótono redoble del tambor de los teatrillos mecánicos y el rumor de la gran ciudad que semejaba el cansado resuello de un lejano monstruo, se dedicaba a la lectura de periódicos o permanecía horas enteras abstraído y meditabundo, siguiendo con vaga mirada los caprichosos arabescos que el sol, filtrándose a través del movible follaje, trazaba sobre el suelo.

La tarde entera permanecía el viejo en el Luxemburgo, y al llegar la noche volvía, siguiendo el mismo camino, a su vivienda de la rue Ferou, enorme caserón perteneciente en otros tiempos a un cortesano de la antigua nobleza, pero que en tiempos de la Revolución había venido a ser propiedad de un especiero.

En el último piso de dicha casa tenía el extranjero su habitación, compuesta de dos pequeñas piezas que, tres veces por semana, limpiaba la portera, vieja auvernesa, medio imbécil a fuerza de ser crédula y devota.

La única señal que daba a entender a los demás habitantes de la casa la existencia de aquel hombre metódico y misterioso, después de la vuelta del paseo, era la rojiza luz que bañaba los vidrios de las dos ventanas de su cuarto, en las cuales marcábase algunas veces la sombra angulosa del inquilino, moviéndose acompasadamente de un lado a otro.

Había en aquel hombre algo misterioso, capaz de excitar el olfato de la policía francesa, siempre en busca de conspiradores y revolucionarios, y de mover la curiosidad de las gentes del barrio; pero el extranjero tenía en su favor un aspecto de honradez y de noble humildad que desarmaba a los más tenaces en averiguar vidas ajenas.

A pesar de esto, en el barrio sabíase punto por punto todo cuanto hacía, así como ciertos detalles de su pasada existencia.

Una de las porteras, más hábil en llevar de memoria el registro de los sucesos ocurridos en el barrio de San Sulpicio, recordaba que el día de San Juan, de 1814, fué el primero que el español durmió en la casa que ocupaba, y que en aquella época, durante el imperio llamado de los Cien Días, una mañana salió a la calle, vistiendo un uniforme extraño, adornado con muchas condecoraciones extranjeras y, tomando en la cercana plaza un coche de punto, se dirigió a las Tullerías, donde Bonaparte recibía a sus amigos y defensores, en conmemoración de su vuelta victoriosa de la isla de Elba.

Este suceso fué muy comentado en el barrio, y agrandado convenientemente por la imaginación de sus habitantes, que eran furibundos realistas y enemigos del Emperador.

Pero, a pesar de esto, no dejó de darle cierto prestigio a los ojos de las porteras de la calle, que, por espíritu de compañerismo y por el honor de la vecindad, se empeñaron en considerarlo como a un elevado personaje caído en la desgracia.

Al quedar definitivamente restaurada la dinastía borbónica, la policía vigiló cuidadosamente a aquel extranjero que había tenido relaciones con el emperador, y que algunas veces escribía a José Bonaparte, ex rey de España; pero pronto se convenció de que poco se podía conspirar contra la legitimidad monárquica pasándose las tardes en el Luxemburgo, completamente solo, y las noches encerrado en la habitación, paseando o discutiendo con la portera la compra del día siguiente.

Algunas veces el hombre se decidía a romper la monótona uniformidad de su existencia, y en vez de ir al Luxemburgo, se encaminaba a Palais-Royal, después de almorzar, en cuyo jardín encontraba a otro extranjero, a otro español como él, cuyo traje estaba tan raído y era llevado con tan noble altivez como el suyo.

Aquel amigo desterrado tenía algunos años más; pero se mantenía robusto y con cierta frescura. En Palais-Royal era tan conocido de vista, por las niñeras y los muchachos, como el hombre de la rue Ferou en el Luxemburgo.

Algunas de las mujeres que se sentaban en los bancos inmediatos, a hacer calceta y a hablar de los tiempos de la Revolución, que habían presenciado, siendo niñas, le llamaban “monsieur Emmanuel”, y siempre miraban con cierta curiosidad una sortija de oro y brillantes que ostentaba, formando rudo contraste con su humilde traje.

Era, sin duda, un resto de pasada opulencia, que tenía la virtud de disipar las tristezas que a su dueño acometían en la miseria.

¿Quién era “monsieur Emmanuel”? Sin duda, otro hombre como el de la rue Ferou, arrojado de su patria por las convulsiones revolucionarias.

Las buenas comadres que diariamente concurrían a Palais-Royal, no recordaban, ciertamente, quién había creído descubrir el incógnito que rodeaba a aquel hombre misterioso; dudaban si fué un veterano que había sido ayudante, en Madrid, del mariscal Murat, o un emigrado español que había tenido que huir de Navarra, con el ilustre Mina, después de una tentativa en favor de la libertad; pero lo cierto es que, a mediados de 1818, circuló entre ellas la noticia de que aquel “monsiur Emmanuel” era el mismo Manuel Godoy, príncipe de la Paz, generalísimo de los ejércitos españoles, ministro universal, amigo inseparable de Carlos IV y amante consecuente de la reina María Luisa, el cual, desde la cumbre de la mayor grandeza, había sido arrojado a la más absoluta miseria, viéndose obligado a vivir en París de una pensión mezquina que le daba el rey de Francia y a remendarse por su propia mano los pantalones, para poder presentarse públicamente con aspecto decente.

Las viejas, claro está que no creyeron tal patraña. No porque el aspecto mísero de aquel hombre fuera impropio de un príncipe en la desgracia, sino porque era imposible adivinar a un ser, en otros tiempos omnipotentes, en aquel viejo alegre, simpático y con aire de rentista arruinado, que se pasaba las tardes viendo jugar a los niños y sufriendo, tranquilo y sonriente, sus inocentes impertinencias.

Aquellas buenas gentes ignoraban que la desgracia convierte en humildes a los orgullosos potentados y hace aparecer la sonrisa benévola en rostros antes contraídos solamente por el gesto del orgullo.

Cuando el hombre de la rue Ferou visitaba a su compatriota, los dos extranjeros parecían felices hablando de su patria, y, al separarse, después de algunas horas de conversación, llevaban en el rostro esa expresión bondadosa que produce una necesidad satisfecha.

Aquél era el único amigo que hasta 1818 se le conoció en París al español del barrio de San Sulpicio.

Otro detalle de su existencia era que, una vez al mes, la portera le subía una carta que, por las marcas exteriores, demostraba proceder de España.

Aquella tarde la pasaba el hombre en el Luxemburgo, leyendo innumerables veces dicha carta, y quedándose horas enteras con aire meditabundo; y, por lo regular, dos días después llevaba a la admistración de Correos del barrio un abultado pliego en contestación a la misiva.

Por la carta mensual sabían los vecinos que el señor español se llamaba don Ricardo Avellaneda, y sacaban la consecuencia de que no estaba solo en el mundo, pues en España había quien se interesaba por él y, sin duda, le remitía dinero.

En la época ya citada, el señor Avellaneda se mantenía en un estado físico aceptable.

Tenía cuarenta años, pero estaba algo envejecido por los disgustos, y su espalda encorvada y sus ademanes desalentados le daban cierto aspecto de decrepitud.

Era de mediana estatura, enjuto de carnes y moreno, hasta tener cierto tinte cobrizo. Llevaba el rostro totalmente afeitado, conforme la moda de su juventud, y sus cabellos, ahora canosos, pero, a trechos, de un negro brillante con reflejos azulados, se escapaban en rizada madeja por bajo las alas de su sombrero.

Tenía el rostro algo arrugado, pero sus ojos, grandes y negros, cuando no miraban distraídamente, brillaban con todo el fuego de la juventud.

El señor Avellaneda, tipo legítimo del rastro que en la población española dejó el paso de la raza musulmana, podía pasar en París por un hombre de hermosura original.

Si algunas veces, al salir del Luxemburgo, atravesaba el inquieto Barrio Latino, y se mezclaba en la inquieta población de estudiantes, ocurríanle lances que arrojaban una vivaz chispa en la sombra de su monótona existencia.

Un día, en el paseo, una griseta del barrio, con aficiones literarias a fuerza de rozarse con estudiantes y poetas, dijo, mirándole descaradamente, al mismo tiempo que tocaba en el brazo a su compañera:

—Ese hombre es viejo, pero tiene la cabeza artística. Mírale bien; parece Otelo; te digo que no tendría inconveniente en ser su Desdémona.

Estas cosas tenían la rara virtud de hacer sonreír un poco al melancólico señor Avellaneda.

II

La familia del señor Avellaneda.

El mismo año ya citado, el caballero español alquiló el piso principal del caserón que habitaba, y bajó a él los escasos muebles de su cuarto con honores de buhardilla, uniéndolos a otros, más nuevos y elegantes, que un almacenista del otro lado del Sena trajo en varios carromatos.

Aquello fué motivo de admiración y causa de interminables comentarios para la portera de la casa y sus congéneres de la calle, que, reunidas en el patio, veían pasar, con ojos codiciosos, las flamantes sillerías, las relucientes baterías de cocina, los espejos deslumbrantes y esas valiosas e inútiles chucherías de adorno que produce la industria parisién; entreteniéndose, a estilo de buenas y entremetentes comadres, en poner precio a cada uno de aquellos objetos.

Durante una semana entera fué motivo de todas las conversaciones, en la rue Ferou y las inmediatas, aquel cambio radical en las costumbres del señor Avellaneda, así como también la transformación física que éste había experimentado.

El emigrado parecía rejuvenecido, pues caminaba erguido, con la miraba brillante y sonriendo con expresión de hombre satisfecho.

Aquel aspecto desalentado, indolente y melancólico que le caracterizaba había desaparecido completamente.

Debilitábase ya la curiosidad, cesaban los comentarios y las aventuradas suposiciones, cuando una mañana, con gran acompañamiento de campanillas y cascabeles, chasquidos de látigo y chocar de ruedas, entró en la calle una empolvada silla de posta que fué a detenerse frente a la casa número 6, que era la habitada por el señor Avellaneda.

Cuando el zagal del coche fué a abrir la portezuela, ya había ocupado su puesto el inquilino de la casa, que, en traje bastante descuidado, salió corriendo del patio y, profiriendo algunas exclamaciones de sorpresa y alegría, tiró del dorado picaporte, asiendo inmediatamente una mano blanca y femenil.

Las numerosas caras que asomaban a las puertas, ansiosas de conocer quién iba en aquel coche que tan inesperadamente venía a turbar la tranquilidad de la calle, vieron saltar al suelo, con toda la pesadez de un cuerpo alto y robusto, a una mujer vestida con traje de viaje, y que inmediatamente se arrojó en brazos del señor Avellaneda.

Hubo besos y abrazos, pero los curiosos no pudieron contarlos, con gran pesar suyo, pues les llamó inmediatamente la atención una moza, de aspecto bravío y de rostro atezado, que vestía un traje tan pintoresco como desconocido en París, y que bajó torpemente del carruaje mirando a todas partes con azoramiento y asombro.

Las dos mujeres eran señora y criada. Formando un grupo la recién llegada y el señor Avellaneda, y llevando como apéndice a la asombrada sirvienta, que miraba a todas partes con alarma y parecía querer confundirse con las faldas de su ama, entraron en la casa, mientras la vieja auvernesa, sonriendo y haciendo señas de inteligencia a los curiosos, iba amontonando en el patio los paquetes que el postillón sacaba de la cubierta y del interior del carruaje.

Aquella misma tarde sabían los vecinos de la calle que la recién llegada era la esposa del señor Avellaneda, que había estado separado de él, por muchos años, por ciertas divergencias de carácter, pero que ahora iba a buscarle en la desgracia, dispuesta a vivir siempre con él.

Con el cambio de habitación y la llegada de su esposa, el señor Avellaneda mudó por completo de carácter.

En adelante, las gentes del barrio le vieron salir solo muy pocas veces, pues iba a todas partes llevando del brazo a su esposa, y no paseaba ya melancólicamente por el Luxemburgo.

Madama Avellaneda era de carácter muy distinto al de su esposo, y a los pocos meses consiguió trabar más relaciones en el barrio que su esposo en algunos años.

Hablando un francés detestable, pero procediendo con una franqueza distinguida, que le valía grandes simpatías, trabó amistad con los vecinos e hizo salir a su esposo de aquella existencia de hurón, en la cual su carácter melancólico le había sumido hasta poco antes.

Las costumbres de aquella señora gustaban mucho a los devotos habitantes del barrio de San Sulpicio, y ratificaban sus ideas sobre España, país altamente católico.

Todas las mañanas, ostentando una airosa mantilla de blonda, prenda entonces más desconocida en París que en el presente, iba a oír misa en la cercana iglesia de San Sulpicio, y dos veces al mes se confesaba con un cura español, emigrado, que en 1808 se había afrancesado reconociendo el Gobierno de José Bonaparte.

Esta religiosidad no impedía que el señor Avellaneda siguiera manifestándose tan impío como antes, y que a pesar de que mostraba empeño en no separarse un instante de su mujer, la dejara ir sola a la iglesia.

Madama Avellaneda no era hermosa a los cuarenta años, ni én la primavera de su vida había sido gran cosa, pero tenía una agradable presencia y cierta majestad realzada por el gracioso andar propio de una española.

Su esposo parecía amarla mucho, y en su presencia guardaba cierto aire de inferioridad, propio de un adorador.

Tomasa, la criada que trajo de Madrid madama Avellaneda, era un tosca aragonesa que no lograba aclimatarse en extranjero suelo, y que aun cuando mostraba una asombrosa facilidad para aprender un idioma extraño, tenía la cualidad de destrozarlo de un modo inverosímil, produciendo la risa de todas las sirvientas del barrio con su lenguaje híbrido, mezcla confusa de locuciones españolas y palabras francesas equívocamente pronunciadas.

Por tan dificultoso conducto las gentes del barrio fueron enterándose de que el señor Avellaneda era uno de los españoles llamados afrancesados, que por amor a las ideas de la gran Revolución se habían unido a la causa de Napoleón, y que en la corte de su hermano José había desempeñado altos cargos, llegando a ser su principal confidente y consejero.

Su esposa, en cambio, había sido defensora apasionada de la causa de la Independencia, y esto había motivado el rompimiento de relaciones entre los dos esposos, y la consiguiente separación.

Cuando los franceses y sus partidarios tuvieron que evacuar la Península ibérica, la señora de Avellaneda dejó que su esposo fuera completamente solo a sufrir las tristezas de la proscripción; pero le amaba tanto, que al poco tiempo, sabiendo que se hallaba en la miseria, no pudo menos de escribirle prometiéndole el envío de una cantidad mensual para atender a sus cortas necesidades.

Aquella mujer, a pesar de sus preocupaciones de patriota intransigente, y de su odio a los afrancesados, “gente perdida que quería la ruina de la religión”, no podía olvidar su amor, aquel amor que, quince años antes, le había hecho contraer matrimonio a ella, que era única heredera de una de las casas más ricas de Andalucía, con un pobre estudiante que salía de las aulas salamanquinas con el título de doctor en leyes y la cabeza atestada de las más originales ideas, pero que no tenía otro medio de vivir que un mísero sueldo en la Oficina de Interpretación de Idiomas, que dirigía el célebre Moratín.

La correspondencia mensual que sostenían ambos esposos fué poco a poco formalizándose.

Primero fué fría, indiferente, como de dos personas agitadas por antiguos resentimientos y que se tratan más por deber que por cariño; pero poco a poco la antigua pasión fué renaciendo, frases inocentes sirvieron para recordar pasadas felicidades, y si el señor Avellaneda pasó muchas noches en vela atenazado por el recuerdo de su esposa y deseando una reconciliación, su esposa, completamente sola en Madrid, y casi divorciada del trato social, no sintió con menos fuerza la necesidad de reunirse con su marido.

Poco a poco las antiguas diferencias fueron desapareciendo; la cantidad enviada mensualmente creció rápidamente, y, por fin, un día, doña María se decidió a escribir a su esposo que hiciese todos los preparativos necesarios para una decente instalación en París, pues ella iba a ponerse en marcha inmediatamente.

De este modo, después de diez años de separación, volvían a unirse aquellos dos seres que se amaban, pero a quienes habían divorciado las desdichas de la patria y sus caracteres independientes.

Transcurrió más de un año sin que nada viniera a turbar la felicidad de Avellaneda.

El infeliz había sufrido tanto en su época de soledad y abandono, que ahora, al verse acompañado del único ser a quien amaba, y rodeado de todas las comodidades que proporciona la riqueza, creía soñar.

Si alguna vez iba a Palais-Royal a hacer un rato de compañía a su amigo Godoy, aunque siempre solo, pues su esposa odiaba ferozmente al arruinado príncipe de la Paz, contemplaba con lástima al desgraciado personaje, y en su aspecto, miserable y desalentado, se contemplaba a sí mismo tal como era algún tiempo antes.

Parecía que la fortuna tenía empeño en resarcir a Avellaneda de lo mucho que había sufrido.

Un hijo era su eterno deseo. Cuando se veía pobre y solo y pasaba las horas reflexionando melancólicamente, en lo más desierto del paseo, se imaginaba la gran felicidad que le proporcionaría tener a su lado un pequeño ser, inocente y alegre, que disipara las tristezas del padre con infantiles carcajadas, y muchas noches se había dormido contemplando, con los ojos de la imaginación, una cabecita sonrosada, mofletuda y picaresca, coronada de blonda cabellera.

Ahora el desterrado iba a ver realizado su sueño. Ya no estaba solo; tenía a su lado a aquella esposa, algo dominante, pero en extremo cariñosa, y a aquella ruda sirvienta que, asustada de verse a tantas leguas de su patria, concentraba todo su cariño en sus señores; no se hallaba ya, como su amigo Godoy, solitario y abandonado, pero no por esto llegaba en mal hora el fruto de amor, ni resultaba extemporáneo el embarazo de doña María, pues el señor Avellaneda había sufrido demasiado y sentía tanta sed de cariño, que podía amar a dos seres a un mismo tiempo.

El embarazo de madama Avellaneda fué un suceso de importancia para el sacristán de San Sulpicio y el cura español que la confesaba, pues la opulenta señora, que por primera vez se veía en tan apurado trance, no vaciló en mostrarse rumbosa con la corte celestial, y pocos fueron los santos del almanaque que quedaron sin misas ni novenas, pagadas a buen precio.

Cuando llegó la hora del parto, don Ricardo encontróse padre de una niña que, aunque raquítica y débil, parecióle digna de ser tomada como modelo de belleza.

Aquel suceso produjo en la casa una verdadera revolución.

Como si la familia hubiese experimentado un considerable aumento, entraron en la casa dos criadas francesas, y Tomasa, la rústica aragonesa, tomó posesión de la niña, y de tal modo la retenía, que sólo cuando lloraba pidiendo el pecho, decidíase a soltarla.

La infeliz muchacha, por una absurda serie de ideas que se formaban en su imaginación, creía tener entre sus brazos a la lejana patria cuando agarraba a la niña; y hasta comenzaba a mirar con más simpatía a sus conocidas, las criadas del barrio, porque de vez en cuando, cuando ella sacaba a paseo a la pequeña Marujita, hacían alguna caricia a “mademoiselle bebé”.

En cuanto a don Ricardo, inútil es decir que se consideraba como un hombre feliz, puede ser que por primera vez en su vida.

III

¡Tú serás su madre!

Creció la pequeña María del mismo modo que las demás criaturas, y si, al tener cinco años, se distinguió en algo de las otras niñas que con ella jugaban en el Luxemburgo, fué en lo pálida y enfermiza.

Atendiendo a su cualidad de hija única, ya que sus padres estaban en edad madura, fácil es imaginarse los cuidados de que éstos la rodearían.

Tenía la pequeñuela en sus padres dos ayos insoportables, a fuerza de ser cariñosos y solícitos, y una esclava en la ruda Tomasa, a quien bastaba oir a la niña toser dos veces para pasar en vela toda una noche.

Apenas la pequeña pudo correr y sintió la necesidad de movimiento y agitación propia de todos los niños, el padre la llevó al Luxemburgo, con lo que fué cayendo poco a poco en sus antiguas costumbres.

A las dos de la tarde, cuando mayor era la agitación en el célebre paseo, gigantesco pulmón del Barrio Latino, compuesto entonces de callejuelas angostas y malsanas, atravesaba su verja el señor Avellaneda, erguido, con el rostro plácido y el paso lento, llevando de una mano a la pequeña María, y detrás, como indispensable apéndice atento y solícito, a la bonachona Tomasa, que ya comenzaba a encontrarse bien entre los “franchutes”, y de quien se decía (no sabemos con qué fundamento) que perfeccionaba sus conocimientos del francés, echando largos párrafos, al ir al mercado, por la mañana, con cierto gendarme bigotudo, que siempre salía a su encuentro.

Don Ricardo gozaba ahora de un Luxemburgo que en su pasada época de soledad le fué totalmente desconocido.

No iba ya a sentarse en las sombrías y desiertas alamedas que antes le eran tan conocidas, sino que se mezclaba entre la gente que se agolpaba alrededor del quiosco donde una banda militar conmovía el espacio con armoniosos acordes de sonora trompetería, o se colocaba en las inmediaciones del estanque, donde, con una alegría tan infantil como la de su hija, seguía con la vista la accidentada navegación de los veleros barquichuelos que arrojaban desde la orilla las turbas de bulliciosos muchachos.

El papá sentábase en una silla, confundido entre varias respetables señoras que, con el cestillo de costura sobre el regazo, hacían labores, acariciadas por los rayos del benéfico sol del invierno, mientras que sus niños jugaban, e inmediatamente Tomasa se alejaba con Marujita, ayudándola a voltear una gruesa pelota, a rodar un aro o a tirar de un carretoncito lleno de tierra que la niña arrancaba con su pala.

Doña María acompañaba pocas veces a su esposo y a su hija al paseo. Como si al haber dado a luz a la niña hubiese cumplido en la tierra toda su misión, la buena señora mostrábase quebrantada y aun algo huraña, habiendo desaparecido aquel carácter franco y resuelto que tan simpática la hacía.

Mientras la niña estaba en casa no se preocupaba más que de ella, pero apenas salía con su padre, doña María dirigíase a la cercana iglesia de San Sulpicio, donde pasaba las horas muertas, arrodillada en un reclinatorio que el cura párroco la había concedido para su exclusivo y privilegiado uso. Había que tener contenta a tan rumbosa parroquiana del buen Dios.

En aquella señora habían renacido con más fuerza que nunca las aficiones devotas, y a pesar de la tranquilidad que reinaba en su hogar, y del cariño con que la trataba su esposo, se consideraba infeliz y creía que tenía sobrados motivos para estar a todas horas solicitando la protección de Dios.

Doña María era una de las mujeres que necesitan para vivir de una continua preocupación, y, a falta de desgracias, inventarse una para poder condolerse de ella a todas horas. A guisa de buena católica, creía que a Dios le era repulsiva la felicidad de sus criaturas, y que una época de bienestar en la tierra era signo de próximos castigos, así es que temblaba, no por ella, sino por su esposo, que era un impío; que en más de veinte años no había entrado en una iglesia más que el día de su casamiento y el del bautizo de su hija, y solicitaba de Dios un milagro tan grande como era que abriese los ojos de don Ricardo a la luz de la fe.

Las aficiones religiosas de la madre pugnaban muchas veces con la indiferencia del padre en punto a la educación de la niña.

Tenía ésta poco más de tres años, y ya doña María la arrebataba muchas veces de manos de su esposo, que se disponía a llevarla al Luxemburgo, y la conducía a San Sulpicio, y algunas veces a la iglesia de Nuestra Señora, siempre que había gran fiesta religiosa. Allí pasaba la raquítica niña algunas horas, fastidiada y nerviosa de permanecer siempre inmóvil y en actitud encogida, tosiendo por el humo de los cirios y del incienso.

La pequeña María, hay que confesar, a pesar de las piadosas ilusiones que se hacía su madre, que se avenía mal a aquellas duras prácticas religiosas, y que, si bien le distraían un poco las doradas casullas y las imágenes sonrientes y brillantes, propias de la seductora industria francesa, una vez pasada la primera impresión, le resultaba molesto permanecer en aquel inmenso local, húmedo y oscuro, y pensaba con placer que, al día siguiente, iría con su padre a jugar en el lindo paseo, henchido de pájaros y flores.