El sentido de un final - Frank Kermode - E-Book

El sentido de un final E-Book

Frank Kermode

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Beschreibung

Desde tiempos inmemoriales, la creación de ficciones ha estado estrechamente relacionada con la idea de caos y crisis, convirtiéndose en uno de los mayores enigmas de la cultura. A través de la obra de escritores tales como Platón y Sorokin, Homero y Robbe-Grillet, San Agustín y William Burroughs, el autor muestra cómo han impuesto sus «ficciones» a la eternidad y el modo en que estas han reflejado el espíritu apocalíptico. El desarrollo de la tesis central del libro muestra que en el paradigma, como en la literatura, la representación de un final es necesaria para que veamos sentido al mundo. En la oposición de las diferentes visiones apocalípticas del devenir o en la descripción de cómo la ficción degenera en mito, Kermode despliega una asombrosa erudición, llena de agudeza y fuerza expresiva, que convierte este libro en una obra maestra en su género.

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EL SENTIDO DE UN FINAL

Estudios sobre la teoría de la ficción

Frank Kermode

Título del original en inglés: The Sense of an Ending

© Oxford University Press Inc.

Traducción: Lucrecia Moreno de Sáenz

Montaje de cubierta: Juan Pablo Venditti

Primera edición en esta colección: abril de 2023

Derechos reservados para todas las ediciones en castellano

© Editorial Gedisa, S.A.

http://www.gedisa.com

«Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura, Ministerio de Cultura y Deporte».

ISBN: 978-84-9784-687-5

Queda prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio de impresión, en forma idéntica, extractada o modificada, en castellano o en cualquier otro idioma.

Índice

Prefacio

I. El fin

II. Ficciones

III. Un mundo sin Final ni Principio

IV. El apocalipsis moderno

V. Ficción literaria y realidad

VI. Reclusión solitaria

IN MEMORIAMJ.P.K.1894-1966

Prefacio

Esta obra está constituida por las lecciones de la serie Mary Flexner dictadas en Bryn Mawr College durante el otoño de 1965. Después de haberme conferido el honor de dictar dichas lecciones, la universidad tuvo la gentileza, más allá de toda posibilidad de retribución, de brindarme su hospitalidad durante las seis semanas de mi permanencia allí. Al presidente, al cuerpo docente y a los estudiantes (que tanto contribuyeron a los debates) deseo dirigir, por tanto, este pequeño gesto de gratitud y sé que nadie entre ellos se sentirá menoscabado si menciono en especial el sentimiento de gratitud y amistad que mi mujer y yo abrigamos hacia Mary Woodworth.

Existen otras deudas contraídas en fecha anterior. El hecho de reconocerlas aquí no las hace menores, como tampoco que cumpla con mis acreedores. Gran parte de las lecturas preliminares, la reflexión y las conversaciones tuvieron lugar durante una permanencia idílica en el Centro de Estudios Avanzados de Wesleyan University. Su director, Paul Horgan, no requiere a mi juicio mayores seguridades de mi afecto y gratitud. Tampoco las necesitan mis amigos en dicha universidad. Debo mencionar a otros dos, porque lucharon con mis primeros borradores y los corrigieron; R.J. Kauffman, de Rochester University, y J.B. Trapp, del Warburg Institute.

Como el objeto de este libro era hacer sugerencias, provocar el debate más que dilucidar ninguno de los problemas que plantea, tuve ciertas dificultades cuando debí preparar el material para la publicación. Mi intención inicial había sido preparar extensas notas y apéndices, en parte para destacar mejor la influencia de determinadas obras y en parte para referirme a muchas otras que probablemente influyeron en mi manera de pensar, pero que frente al análisis quedaron eliminadas. Veo ahora que tal curso de acción debilitaría la fuerza de penetración que puedan tener estas exploraciones. En consecuencia, mi mejor política debía ser mantener las notas en un nivel mínimo y llevar a cabo las investigaciones más extensas que estuviesen dentro de mis posibilidades, en algún otro lugar. He revisado, pues, el texto, sin introducir mayores cambios. Mis lecciones son aquí algo más largas, pero en todo sentido son las que dicté en Bryn Mawr en octubre y noviembre de 1965. El título original de la serie era The Long Perspectives. Espero que las autoridades de Bryn Mawr aprueben el cambio.

Bristol

Diciembre de 1966

F.K.

I

EL FIN

...comienza entonces el Juicio Final, y su Visión es contemplada por el Ojo Imaginativo de Cada Uno según la situación que ocupe.

BLAKE

podemos tan solo caminar por Londres la moderada, nuestra educada ciudad, deseando gritar con tanta libertad como quienes murieron en la Edad de la Fe. Tenemos nuestra soledad y nuestro remordimiento con los cuales levantar una escatología.

PETER PORTER

No se espera de los críticos, como se espera de los poetas, que nos ayuden a hallar sentido a nuestra vida. Les corresponde tan solo intentar la hazaña menor de hallar sentido a las formas en que intentamos hallar sentido a nuestra vida. Esta serie de lecciones tratará sobre dichos intentos y sé muy bien que ni los buenos libros ni el buen criterio han logrado eliminar de ellos la ignorancia ni la visión opaca, pero me reconforta el convencimiento de que el tema tiene un interés seguro, sobre todo en un momento de la historia en que puede ser más difícil que nunca aceptar precedentes de buscar sentido, creer que pueda ser suficiente cualquier forma anterior de haber satisfecho nuestra necesidad de conocer la forma de la vida en relación con las perspectivas del tiempo.

Recordarán ustedes el pájaro dorado del poema de Yeats: cantaba de lo pasado, lo presente y lo por venir y así llegó a interesar a un emperador hastiado. Para lograrlo, el pájaro tenía que estar «fuera de la naturaleza». Hablar en términos humanos de devenir y de saber es tarea del ser puro y este se representa humanamente en el poema por medio de un pájaro artificial. El «artífice de la eternidad» es una notable perífrasis para «forma», para las formas que sirven de consuelo a las generaciones moribundas. En este sentido no tiene mucha importancia —aunque sí hasta cierto punto— que creamos que la edad del mundo es de seis mil años o de cinco mil millones de años, que el tiempo se detendrá o que el mundo es eterno. Hay la necesidad de hablar humanamente de la importancia de una vida en relación con él, una necesidad en el momento de la existencia de pertenecer, de estar relacionados con un principio y con un fin.

El médico Alcmeón observó, con la aprobación de Aristóteles, que los hombres mueren porque no pueden unir el principio con el fin. Lo que ellos, los hombres que mueren, pueden hacer es imaginar para sí mismos una significación en estos hechos no recordados, pero imaginables. Una de las formas en que pueden hacerlo es crear objetos en los que todo, en la medida en que existe, está en concordancia con todo y ninguna otra cosa es, lo cual implica que esta disposición refleja los designios de un creador, real o posible:

...como las Formas Primitivas de todo

(si comparamos las grandes cosas con las pequeñas)

que se encuentran sin Discordia o Confusión

En ese extraño Espejo de la Deidad.

Estos modelos del mundo hacen tolerable nuestro paso entre el comienzo y el fin o al menos nos mantienen como al emperador, aburridos pero despiertos. Hay otros profetas además del pájaro dorado y somos capaces de establecer si son falsos u obsoletos. Me ocuparé no solo de la persistencia de las ficciones sino también de su verdad y su decadencia. Existe asimismo el problema de nuestra cada vez mayor suspicacia frente a las ficciones en general, aunque al parecer seguimos teniendo necesidad de ellas. Nuestra pobreza —ese rico concepto de Wallace Stevens— es lo bastante grande, en un mundo que no es el propio, como para que necesitemos preocuparnos continuamente de la ficción que cambia.

Comienzo por considerar las ficciones relacionadas con el Fin, las formas en que, bajo diversas influencias existenciales, hemos imaginado diversos fines del mundo. Ello proporcionará, según creo, claves en cuanto a las formas en que las ficciones, cuyos fines están en consonancia con sus orígenes y de acuerdo, por inesperado que sea esto, con sus precedentes, satisfacen nuestras necesidades. Comenzamos, pues, por el Apocalipsis, que termina, transforma y está en concordancia.

En términos generales, el pensamiento apocalíptico es más propio de las visiones del mundo rectilíneas que de las cíclicas, si bien esta no es una distinción muy clara. Y aun en el pensamiento judío no existió la verda­dera apocalíptica hasta que falló la profecía, ya que la apocalíptica judía pertenece a lo que los especialistas denominan el Período Intertestamentario. Básicamente, sin embargo, cabe pensar en una serie ordenada de hechos que terminan no en un gran Año Nuevo, sino en un sabbat final. La importancia de dichos hechos deriva de un sistema unitario, no de su correspondencia con hechos registrados en otros ciclos.

Esto cambia los hechos mismos y las relaciones temporales entre ellos. En Homero, según nos cuentan,1 los episodios de la Odisea están relacionados por su correspondencia con un ritual cíclico: el tiempo que los separa es insignificante, o bien nulo. Virgilio, al describir el paso de Eneas desde la destruida Troya hasta una Roma símbolo de un imperio sin fin, está más próximo a nuestra apocalíptica tradicional y es por esta razón que su imperium se ha incorporado a la apocalíptica occidental como un modelo de la Ciudad de Dios. Además, en el viaje de Eneas los episodios tienen relaciones internas: todos existen bajo la sombra del fin. Erich Auerbach apunta términos semejantes en el primer capítulo de su Mimesis, cuando contrasta la historia de la cicatriz de Odiseo con la historia del sacrificio de Isaac. La segunda historia debe sufrir constantes modificaciones mediante la referencia a lo conocido del plan divino desde la Creación hasta los Últimos Días. Constantemente está abierta a la historia, a la reinterpretación —recordemos lo fundamental que era esta historia para Kierkegaard— en términos de nuevas formas humanas de referirse a la forma única del mundo. La Odisea no es, en este sentido, abierta. Virgilio y el Génesis pertenecen a nuestras ficciones determinadas por un fin. Sus historias se ubican en lo que Dante llamaría el punto donde todos los tiempos están presentes, il punto a cui tutti li tempi son presenti, o dentro de su sombra. Esto da a cada momento su plenitud. Y si bien para nosotros el Fin ha perdido quizá su ingenua inminencia, su sombra se proyecta todavía sobre las crisis de nuestras ficciones: podemos referirnos a ella como inmanente.

Esta es una posición que trataré de justificar en el curso de mi segunda lección. Entretanto, deseo asumirla desde ya. En términos generales, nuestras ficciones se han apartado, por cierto, de la simplicidad del paradigma: se han vuelto más «abiertas», pero tienen aún y continuarán teniendo, dentro de lo que cabe prever, una relación real con ficciones más simples sobre el mundo. El Apocalipsis es un ejemplo radical de tales ficciones y una fuente de otras. Me referiré a él como tipo y como fuente. En vista de mis propias limitaciones y de que el fin de nuestra propia lección es siempre algo inmanente, me veré obligado a efectuar grandes abreviaciones, pero si me concentro en los aspectos del tema que son importantes en mi tesis, lo haré, espero, sin introducir un elemento de falsedad en los demás aspectos.

La Biblia es un modelo conocido de historia. Comienza con el principio («En el principio...») y termina con una visión del fin («Amén, sí, ven, Señor Jesús»). El primer libro es el Génesis, y el último, el Apocalipsis. En términos ideales, es una estructura enteramente concordante, con un fin en armonía con el medio, y un medio, con el principio y el fin. El fin, el Apocalipsis, se considera tradicionalmente como el resumen de toda la estructura, cosa que puede lograr tan solo por medio de figuras que predicen aquella parte que no ha sido revelada históricamente. El libro de la Revelación se abrió camino solo con gran lentitud en el canon —sigue siendo aún inaceptable para la Ortodoxia Griega—, tal vez a causa de una erudita desconfianza frente a las interpretaciones excesivamente literales de las figuras. Pero una vez establecido, mostró y continúa mostrando una vitalidad y riqueza de recursos que sugiere su consonancia con nuestros requerimientos más ingenuos en cuanto a la ficción.

Los hombres, al igual que los poetas, nos lanzamos «en el mismo medio»,2in medias res, cuando nacemos. También morimos in mediis rebus, y para hallar sentido en el lapso de nuestra vida requerimos acuerdos ficticios con los orígenes y con los fines que puedan dar sentido a la vida y a los poemas. El Fin que imaginan los hombres reflejará sus irreducibles preocupaciones intermedias. Lo temen, y dentro de lo que podemos juzgar, siempre lo temieron. El Fin es una figura para su propia muerte. (También lo son, quizá, todos los finales en la narrativa, aun cuando se representen, como lo hace por ejemplo Kenneth Burke, como descargas catárticas).

Algunos argumentan a veces —como lo hacen críticos tan dispares como D. H. Lawrence y Austin Farrer—3 que detrás de la Revelación existe una serie de mitos totalmente inexplicables, superpuestos mediante aplicaciones tópicas posteriores sobre el tema. Pero, ¿qué necesidad humana puede ser tan profunda como la de humanizar la muerte común a todos? Cuando sobrevivimos, forjamos pequeñas imágenes de los momentos que nos parecieron finales, nos nutrimos de las épocas. Fowler hace la austera observación de que si siempre nos refiriésemos con seriedad al «final de una época» viviríamos en incesante transición. En fecha reciente Harold Rosenberg4 ha afirmado con igual seriedad que lo estamos. Los intelectuales sienten afinidad por la época, y los filósofos —sobre todo Ortega y Gasset y Jaspers—5 han tratado de dar definición al concepto. Sin duda la cuestión se halla enteramente en nuestras manos, pero nuestro interés en ella refleja nuestra honda necesidad de Fines inteligibles. Nos proyectamos —unos pocos, humildes elegidos, quizá— más allá del Fin, de manera de ver entera la estructura, algo imposible de lograr desde nuestra posición dentro del tiempo en el mismo medio.

El Apocalipsis depende de la concordancia entre el pasado imaginativamente registrado y el futuro imaginativamente predicho, alcanzada en nombre de nosotros, los que permanecemos en el «mismo medio». Sus predicciones, si bien figurativas, pueden tomarse literalmente, y a medida que el futuro avanza sobre nosotros nos cabe esperar que se conforme a las figuras. Tal expectativa crea muchas dificultades. Nos formulamos preguntas tales como, ¿quién es la Bestia de la Tierra? ¿La Mujer Vestida del Sol? ¿Dónde, en el cuerpo de la historia, debemos buscar las cicatrices de ese reinado de tres años y medio? ¿Qué es Babilonia, qué el Caballero Fiel y Verdadero? Podemos tener la certeza de saber descifrar desde nuestra especial posición las divisiones de la historia de acuerdo con estas figuras y de estar en lo cierto, aunque solo sea porque la condición del mundo indica con tanta claridad que está próximo el Segundo Advenimiento, donec finiatur mundis corruptionis. La gran mayoría de las interpretaciones del Apocalipsis presuponen que el Fin está bastante próximo. En consecuencia, es necesario revisar continuamente la alegoría histórica, por cuanto el tiempo le resta credibilidad. Y esto tiene importancia. Es posible no confirmar el Apocalipsis sin restarle credibilidad, lo cual explica su extraordinaria longevidad. También es posible absorber intereses que cambian, apocalipsis rivales, como por ejemplo, los escritos sibilinos. Soporta bien los cambios y las sutilezas de la historiografía, acepta su difusión combinada con otras variedades de ficción —la tragedia, por ejemplo, los mitos de Imperio y Decadencia— y a pesar de ello puede sobrevivir bajo formas muy ingenuas. Diría que hasta el más sofisticado de nosotros es capaz de tener a veces reacciones ingenuas frente al Fin.

Consideremos por unos momentos algunos rasgos del apocaliptismo ingenuo. Los primeros cristianos iniciaron la experiencia de la falta de confirmación de las predicciones literales. Se ha afirmado que las apostasías del siglo II fueron la consecuencia de esta «desesperación escatológica», como la llama Bultmann.6 Pero la falta de confirmación literal sufre la oposición de la tipología, la aritmetología y tal vez la capacidad de sobrevivir de los quiliastas en general. Así, es posible atribuir una predicción errónea a un error de cálculo, ya sea en aritmética o bien en alegoría. Y si insistimos en que Nerón es el Anticristo o Federico II el Emperador de los Últimos Días, no hay motivo para sentirnos demasiado desalentados cuando nuestro elegido muere demasiado pronto, ya que en este nivel de abstracción histórica siempre podemos creer que volverá en un momento oportuno, y aún encontraremos textos sibilinos que nos apoyen.

Dada esta libertad, este poder de manipular los datos con el fin de obtener la consonancia deseada, es posible, desde luego, disponer que el Fin se produzca en casi cualquier fecha deseada, pero el más famoso de los Fines anunciados es el del año 1000 E.C. Hoy se piensa que los primeros historiadores exageraron los «Terrores» de aquel año, pero no cabe dudar que produjo una característica crisis apocalíptica. La opinión de san Agustín de que el milenio era los primeros mil años de la Era Cristiana brindó sustentación al sentimiento de que el mundo tocaba a su fin y que los hechos del Apocalipsis, que poseían ya una forma iconográfica memorable, habrían de producirse. Los Terrores y la Decadencia son dos de los elementos recurrentes de la estructura apocalíptica. En general la Decadencia se asocia con la esperanza de renovación. Otro aspecto permanente de dicha estructura se ilustró con la crisis del año 1000 y lo denominaré «escepticismo clerical». La Iglesia veía con malos ojos las predicciones precisas del Fin. Una de sus protestas se manifestó en el Libellus de Antechristo de Adso, un monje que en el año 954 argumentó que no es posible predecir el fin del mundo y que de cualquier manera no puede producirse hasta el total restablecimiento del Imperio (en definitiva, una doctrina sibilina). Puede tener lugar solo después de que el emperador franco, luego de un apacible reinado universal, haya depositado su cetro en el Monte de los Olivos. La Iglesia trató con insistencia de desmitologizar el Apocalipsis, aunque obviamente Adso quitaba credibilidad a las ficciones aritmetológicas al reemplazarlas por lo que para nosotros son ficciones imperiales igualmente fantásticas. En realidad la mitología del Imperio y del Apocalipsis se relacionan estrechamente. En cualquier caso, existía algo que podríamos calificar como escepticismo entre los sabios, el reconocimiento de que las predicciones aritméticas del Fin inevitablemente no se confirman.

Al llegar el año 1000 se produjeron algunos portentos y también una entente breve, pero sibilina, entre Emperador y Papa (Otón III y Silvestre II, tan odiado por los historiadores del protestantismo). Se confeccionaron sellos con leyendas imperiales: uno tenía una figura alegórica de Roma con la inscripción renovatio imperii Romani. La túnica de coronación del emperador llevaba bordadas escenas del Apocalipsis. Y Henri Focillon, en su obra L’An Mil,7 puede afirmar que ese año fue en realidad importante y marcó una época, aun a pesar de haber terminado sin una catástrofe universal. Como es natural, había quienes pensaban simplemente que los cálculos estaban equivocados y que quizá correspondería contar mil años partiendo de la Pasión y no de la Natividad, de modo que el Día llegaría en 1033. Es algo que ocurre, por otra parte, con toda regularidad en la literatura. Los comentaristas protestantes solían contar desde la última de las persecuciones, a veces, desde la conversión de Constantino, con el objeto de postergar aquella fecha significativa, la liberación de la Bestia, hasta un momento en que fuese posible identificarla con alguna presunción papal intolerable o con un papa particularmente vicioso. Los cálculos más complejos, basados en los Siete Sellos o el período pasado por la Mujer Vestida del Sol en el desierto podían dar origen a otras fechas tan próximas como se desease del momento más conveniente para cada uno.

La visión de Focillon del año 1000 refleja su interés por la forma en que no solo el milenio, sino también el siglo y otras divisiones cronológicas fundamentalmente arbitrarias —podríamos llamarlas por el simple nombre de saecula— deben soportar el peso de nuestras angustias y esperanzas. Son, como dice él, «intemporales», pero las proyectamos a la historia, haciendo de ella «un calendario perpetuo de la angustia humana». Nos ayudan a descubrir fines y comienzos, explican nuestra caducidad, nuestras renovaciones. Aun cuando las asociamos con un imperio, estamos celebrando nuestra aspiración a géneros de orden humano. Cuando hallamos objeciones racionales a ellas, ejercemos nuestros poderes de censura racionales sobre tales cuestiones y cuando nos resistimos a que las predicciones no confirmadas nos desalienten, no hacemos más que afirmar una necesidad permanente de vivir según el patrón más bien que según el hecho, como en verdad debemos hacerlo.

Existieron saecula famosos. Fines de los que todos tenemos conciencia y de los cuales podemos obtener un complejo consuelo, como el fin de siècle del siglo XIX, donde existen a la vez y en forma clara todos los elementos del paradigma apocalíptico. Pero hay otros menos famosos para señalarnos qué elemento fundamental en nuestro pensamiento acerca de la estructura del mundo tiene que ser esta reflexión sobre el apocalipsis. La Biblia y los oráculos sibilinos mezclados con las especulaciones neoplatonistas y con cualquier otro dato misterioso de que dispongamos pueden proporcionarnos cualquier fecha para el Fin, y siempre cabe contar, además, con elementos de juicio en su apoyo. El año 195 de la era cristiana fue una conjetura sibilina. Otros son 948, 1000, 1033, 1236, 1260, 1367, 1420, 1588 y 1666. Debemos contar a Dante y tal vez a Shakespeare entre los grandes poetas interesados en los signos del apocalipsis histórico, y entre los matemáticos, a Napier y a Newton. Y como lo observa Focillon, el mundo parece colaborar a veces con nuestro apocalipsis. Los estudiosos del siglo XVI en Inglaterra recordarán que las novae, en especial la observada en Casiopea en 1572 y el eclipse solar registrado en los últimos años del siglo parecieron confirmar que sobre hombres que consideraban estar viviendo sobre «la escoria del tiempo» habían caído ya «los signos del inminente advenimiento del Señor para juzgarlos». También recordarán a los escépticos de la época para reflexionar que después de tantas consideraciones sobre la caducidad de la vida tendría lugar muy pronto un gran renacimiento de quiliasmo renovador. Tal vez reflexionen asimismo en cuanto a la interesante resurrección de mitologías imperiales tanto en la corte francesa como en la corte inglesa de dicha época.

Existe un ejemplo de la forma en que se desarrollan simultáneamente mitos de fin de siècle sin aparente relación entre sí. Sin embargo, hay un elemento importante en esta estructura apocalíptica que hasta ahora solo he mencionado al pasar. Me refiero al mito, si podemos darle este nombre, de la Transición. Antes del Fin existe un período que no pertenece exactamente al Fin ni al saeculum que lo precede sino que posee sus propias características. Este período de Transición no parece haber sido definido hasta finales del siglo XII, pero la definición alcanzada entonces —la de Joaquín de Fiore— ha dado pruebas de ser sumamente durable. Su origen se encuentra en el reinado de tres años y medio de la Bestia que, en las Revelaciones, precede los Últimos Días. Joaquín, muerto en 1202, dividió la historia en tres fases, división basada en la Trinidad. La última transición debía comenzar en 1260, fecha obtenida mediante la multiplicación de cuarenta y dos por treinta, el número de años en cada generación entre Abraham y Cristo. Entonces se consideraba que esta cifra correspondía al advenimiento del Anticristo, y por lo tanto de la figura llamada el Caballero Fiel y Verdadero, fidelis et verax, identificado con el último emperador. Estas profecías tuvieron larga vida.8 No solo Dante, al final del siglo, sino también Hegel y otros las tomaron en serio mucho después. A mediados del siglo XIII las profecías eran de suma urgencia. Federico II representaba a la Bestia, o bien fidelis et verax, según se fuese adherente de una facción o de la otra. Los benedictinos argumentaban que la figura que correspondía para la tercera edad, a Adán y Abraham en la segunda, era san Benedicto. Los franciscanos espirituales afirmaban que era san Francisco. El emperador era una figura importante en todas las interpretaciones. Era la edad del Dies Irae, en la cual la Sibila se une a David como testigo autorizado de los Últimos Días.

La muerte de Federico, ocurrida diez años antes, en 1250, no logró detener la especulación joaquinista. En 1260 se la condenó y posteriormente prosperó solo en contextos no ortodoxos. Su evangelium aeternum fue transmitido por los Hermanos del Libre Espíritu, por los Anabaptistas y por Boehme, por la Familia del Amor y por los Declamadores. El Jesús del Evangelio Eterno de Blake9 es el Cristo de la tercera fase de Joaquín. Algunos aspectos de este tipo de apocalipsis subsisten aún en D. H. Lawrence.10 En una dimensión más peligrosa, la ideología del Nacional Socialismo adoptó algunos de los elementos joaquinistas. El «Tercer Reich» es en sí una expresión joaquinista. La noción de una era de transición dominada por un fin se ha incorporado a nuestra conciencia y modificado nuestra actitud frente a los sistemas históricos. Según la observación de Ruth Kestenberg-Gladstein: «La tríada joaquinista hizo inevitable que el presente se transforme en una “simple etapa de transición” y deje en los hombres una sensación de estar viviendo en un momento decisivo del tiempo».

El Apocalipsis, resumen de la Biblia, proyecta sus ordenados e ingenuos patrones hacia la historia. Aunque ello implique simplificar y omitir mucho de aquello sobre lo que tenía una gran tentación de explayarme, deseo decir ahora algunas palabras sobre las doctrinas apocalípticas de crisis, decadencia e imperio y sobre la división de la historia en fases y transiciones con mutua significación, incluyendo una breve consideración sobre la falta de confirmación, destino inevitable de ciertas predicciones escatológicas detalladas.

El aspecto imperial es objeto de gran clarificación en la obra de Norman Cohn The Pursuit of The Millenium,11 con su relación de la supervivencia popular de los cultos sibilinos del emperador. La tradición de aquellos apasionados profetas artesanos que asumieron el papel del Emperador de los Últimos Días y condujeron a sus seguidores libres de espíritu en busca de la Nueva Jerusalén perduraba aún durante el siglo XIX, como especie de paralelo proletario del imperialismo más perfec­cionado de las clases dirigentes en Alemania e Inglaterra. El libro de Eric Hobsbawm Primitive Rebels12 estudia varios de estos movimientos. Lazzaretti, por ejemplo, profetizó la aparición de un monarca que reconciliaría a la Iglesia y el pueblo. Más tarde se proclamó a sí mismo el Mesías y predicó un joaquinismo modificado, según el cual habían existido Reinos de Gracia y de Justicia y estábamos en el período de transición entre el segundo y el tercer Reino, el del Espíritu Santo. Dio como fecha de la crisis el año 1878 y ese año murieron Víctor Manuel I y el papa Pío IX. Lazzaretti se movilizó para reemplazar a ambos y perdió la vida en el intento. Así, una rebelión popular de hace solo noventa años repite el modelo discernible en las relaciones entre papa y emperador en el año 1000, relación a la vez sibilina y joaquinista. Hobsbawm llega a añadir que la tentativa contra Togliatti en 1948 fue tomada por algunos comunistas italianos como el signo de que había llegado el Día. Eran miembros sobrevivientes del movimiento de Lazzaretti, que contra todo lo esperado se mantenían en la clandestinidad, presumiblemente con una fecha resultante de nuevos cálculos.

El estudio del apocalipsis puede llegar a embriagarnos. Por ejemplo, en 1963 apareció una obra de Fray Cyril Marystone llamada The Coming Type of the End of the World,13 dedicada a la Mujer Vestida del Sol, «la madre de Cristo y de la Iglesia», perseguida por el Gran Dragón Rojo. El autor divide la historia futura en tres períodos: el actual, «moderno y anticristiano»; el «Período de la Victoria Universal de la Iglesia Cristiana en la Tierra», y el «Período de la Gran Apostasía». Publicada en 1963, la obra predice la guerra atómica y la victoria mundial para el comunismo en 1964. El Gran Monarca llegará en 1966 y en consorcio con el Gran Papa alcanzará la victoria mundial, la reforma de la Iglesia, la conversión de los cismáticos y un Sacro Imperio Romano universal. Más tarde tendrá lugar la Gran Apostasía y el Anticristo reinará durante tres años y medio, al cabo de los cuales sobrevendrán los Últimos Días.

En un mundo donde no dejan de abundar las sectas demenciales, y que quizá no necesita de falsos apocalipsis, una obra como la citada podría parecer inmerecedora de nuestra atención. Merece reflexión, no obstante, aunque solo sea en su expresión total de este potente mito imperial. Es una obra bien escrita, con un análisis de excepcional valor de las profecías apocalípticas del pasado, y bien cabría considerarla en términos tradicionales como la expresión de un sentido de crisis ampliamente compartido. Shakespeare y Spenser habrían comprendido su lenguaje. El Padre Marystone es enteramente capaz de contemporizar racionalmente con las predicciones del marxismo doctrinario y está familiarizado con formas más perfeccionadas del apocaliptismo moderno, tales como la de Berdyaev. Pero este explora la veta del apocalipsis ingenuo. Su lista de profecías incluye las de Hrabanus Maurus y las de Adso, quienes sostenían que el último de los emperadores debía ser un rey franco. En lugar de afirmar que se equivocaron, arguye que esta figura tiene que ser el heredero actual del trono de Francia, y con la mayor insistencia, ya que queda poco tiempo, se une a la antigua conjetura acerca de quién podría ser. El libro —la mitad del cual se presenta bajo la forma de apéndices agregados con apresuramiento, ya que no hubo tiempo de reorganizar el material al aparecer otro nuevo— es el paradigma de la crisis, de una manera de pensar sobre el presente que los teólogos califican como totalmente dirigido a un fin. Podemos estar seguros de que el hecho de que en 1964 ni aún, por ahora, en 1965 no se haya registrado la guerra atómica ni el incendio de París no puede desalentar al autor, ya que su obra está fundada en siglos de predicciones apocalípticas no confirmadas.

Esta indiferencia frente a los hechos no confirmados ha sido tema de interesantes investigaciones, hace unos años, por parte del sociólogo norteamericano Festinger.14 Luego de encontrar una secta con vitalidad, logró infiltrar en ella a algunos de sus investigadores jóvenes. Este grupo creía que el fin era inminente y que ellos serían transportados por aire en platillos volantes instantes antes del cataclismo. Los estudiantes concurrían a todas las reuniones y se retiraban todas las noches a su hotel a escribir sus informes. Estuvieron presentes durante la cuenta regresiva final, el Día, y pudieron observar que para la mayoría de los miembros de la secta la no confirmación del hecho esperado fue seguida casi sin solución de continuidad por nuevas ficciones y nuevos cálculos sobre el fin. Festinger había observado con anterioridad que era típico en este género de sectas buscar restablecer el modelo de la profecía antes que renunciar a ella. Sobre la base de sus conclusiones, Festinger erige una doctrina general muy interesante para el tema que nos ocupa, sobre lo que denomina «consonancia».

En realidad, este deseo de consonancia en los datos apocalípticos y nuestra tendencia a burlarnos de él ofrecen para mí igual interés. Cada uno de ellos se manifiesta en presencia del otro en nuestra mente. Todos estamos preparados para mostrar escepticismo frente al Padre Marystone, pero la mayoría nos inclinamos a cierta forma de «misticismo del siglo» cuando no a prácticas apocalípticas aun más insólitas. En mi cuarta lección habré de considerar este punto. Los hombres situados en el medio mismo hacemos considerables gastos imaginativos en pautas coherentes que, al proporcionar un final, hacen posible la consonancia satisfactoria con los orígenes y con el medio. Es por ello que nunca es posible falsear permanentemente la imagen del fin. Pero además, en estado consciente y de equilibrio, sentimos la necesidad de mostrar un marcado respeto por las cosas tales como son. Existe así la necesidad recurrente de efectuar ajustes en nombre de la realidad tanto como del control.

Este hecho tiene relación con los argumentos literarios, imágenes de la grandiosa consonancia temporal, y cabe observar que existe una igual coexistencia de aceptación ingenua y de escepticismo, aquí como en la apocalíptica. En términos amplios, la historia popular es la que más estrechamente se ajusta a las convenciones establecidas. Las novelas que los literatos llaman «importantes» tienden a variarlas, y a hacerlo en mayor medida con el correr del tiempo. Pienso referirme a este punto en forma pormenorizada más adelante, pero es oportuno incluir aquí ciertas ilustraciones. Me referiré principalmente a un aspecto de la cuestión: el falseamiento de nuestras expectativas acerca del fin.

La narración, que se ha desarrollado con sencillez hasta su final obviamente predestinado, podría encontrarse más próxima al mito que a la novela o al drama. La peripeteia, que ha sido llamada el equivalente, en la narrativa, de la ironía en la retórica, aparece en todas las narraciones con un mínimo de complicación estructural. Ahora bien, la peripeteia depende de nuestra confianza en el final de la obra. Es una falta de confirmación seguida por una consonancia. El interés de que se falseen nuestras expectativas tiene obvia relación con nuestro deseo de llegar al descubrimiento, o el reconocimiento por una vía inesperada y reveladora. No tiene absolutamente nada que ver con ningún tipo de resistencia nuestra a llegar efectivamente a ese fin. Así, al asimilar la peripeteia efectuamos el ajuste de nuestras expectativas frente a un final que es rasgo tan notable de la apocalíptica ingenua.

Hacemos más que esto. Desde otro punto de vista de la cuestión, reproducimos el conocido diálogo entre la credulidad y el escepticismo. Cuanto más osada la peripeteia, más intensamente podemos sentir que la obra respeta nuestro sentido de la realidad y con mayor certeza sentiremos que la narración que consideramos es de aquellas que, al alterar el equilibrio habitual de nuestras expectativas ingenuas, nos descubre algo, algo real. El falseamiento de una expectativa puede ser terrible, como en la muerte de Cordelia, una manera de descubrir algo frente a lo cual, en nuestros recorridos más convencionales hacia el desenlace, habríamos cerrado los ojos. Es obvio que no sería eficaz si no existiese cierta rigidez en la disposición de nuestras expectativas.

Este grado de rigidez es un punto de profundo interés en el estudio de la narrativa literaria. Como caso extremo hallaremos una novela, probablemente contemporánea nuestra, en la cual la desviación de un paradigma básico, la peripeteia en el sentido en que yo me refiero a ella, parece comenzar con la primera oración. De inmediato se desalienta toda expectativa del lector en cuanto al aspecto esquemático. Puesto que por definición buscamos la máxima peripeteia (en este sentido ampliado) en la narrativa de nuestra propia época, el mejor ejemplo que puedo citar es el de Alain Robbe-Grillet.15 Robbe-Grillet se niega a hablar de su «teoría» de la novela. Son los escritores tradicionales quienes hablan de la necesidad de una trama, caracterización, y demás, los que tienen las teorías. Y sin ellas es posible alcanzar un nuevo realismo y una narrativa en la que le temps se trouve coupé de la temporalité. II ne coule plus. Tenemos así una novela donde el lector no obtendrá nada de la satisfacción derivada de la falsa temporalidad, la falsa causalidad, la falsa descripción concreta, la trama ostensible. La nueva novela «se repite, se bisecta, se modifica, se contradice, sin acumular nunca un volumen suficiente para constituir un pasado, y con ello una “historia” en el sentido tradicional del término». No se ofrecen al lector satisfacciones fáciles, pero se le proporciona, en cambio, un desafío a su colaboración creativa.

Cuando Robbe-Grillet escribió Las gomas