El sexo, la muerte y Caperucita Roja - Raúl Argemí - E-Book

El sexo, la muerte y Caperucita Roja E-Book

Raúl Argemí

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Beschreibung

Nuevas versiones de los cuentos clásicos "Hansel y Gretel", "Caperucita Roja" y "Blancanieves y los enanos" en versiones para adultos. ¿Hansel y Gretel fueron dejados a propósito en el bosque? ¿Caperucita era una prostituta? ¿El Carnicero Mayor le confesó a Blancanieves el verdadero propósito que le habían encomendado? Con pluma notable, Raúl Argemí, nos da tres versiones diferentes e imaginativas de estos cuentos clásicos.

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El sexo, la muerte

y Caperucita Roja

Raúl Argemí

Colección Imaginerías

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El sexo, la muerte y Caperucita Roja

Raúl Argemí

El sexo, la muerte y Caperucita Roja / Raúl Argemi. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Daniel Adolfo Sorín, 2021.

Libro digital, EPUB Archivo Digital: descarga

ISBN 978-987-86-9808-3

1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título.    CDD A863

© 2021, Al Fondo a la Derecha Ediciones

José Cubas 3471 (C1419), Buenos Aires, Argentina.

www.alfondoaladerecha.com.ar

© 2021, Raúl Argemí

Diseño de tapa e interior:

Al Fondo a la Derecha Ediciones

Reservados todos los derechos.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor. Hecho el depósito que marca la ley 11.723.

Prólogo

Los escritores y los relatos escritos son un invento reciente, si consideramos que fueron precedidos por miles de años de narraciones orales. Cuentos que siempre tuvieron un mismo sentido, educar en determinada dirección, advertir de los peligros que aguardan en el camino del humano, al tiempo que entretener, que fueran una forma de diversión.

También es reciente, contando en calendarios completos, suponer que algunos de esos relatos son “para los niños”, al menos en el sentido de preservarles la inocencia. En rigor, siempre fueron destinados a quienes no conocían las normas a las que debían ajustarse; la edad es lo de menos. Con lo que el sentido último de un cuento poco ha cambiado. Puede sonar perverso que las narraciones de entretenimiento fueran el camino para educar con historias que incluían el horror o la muerte; pero se entiende, porque el tema más concurrido era domar la sexualidad. Los escritores y los relatos escritos son cosa reciente, pero el sexo no, y la muerte tampoco. Están allí, construyéndose el uno al otro desde la oscuridad de los tiempos.

Y, se me ocurre, cuando estoy escribiendo este prólogo, que ninguno de los relatos, incluyendo los que se están escribiendo ahora mismo, han perdido su identidad y objetivo original, moralizar. Tal vez en el futuro, dentro de varios siglos, pueda ser de otra manera, ayer y hoy son lo que son.

“Hansel y Gretel”, “Caperucita Roja” y “Blancanieves” concentraron mi atención porque fueron muchas veces narrados a la manera y las necesidades del momento, atenuando cada vez más la brutalidad de sus orígenes. Tantas veces fueron reescritos, que me decidieron a sumarme a la larga fila de sus narradores. Además, en esos tres podemos encontrar una representación de casi todos los existentes.

Como escritor de este tiempo no me reconozco en el papel de moralista, pero ese es mi problema, no el del lector. Si el lector encuentra en los relatos de esta trilogía un mensaje, un afán educativo o moralizante, será porque seguramente está allí. Pero, preferiría que no me lo cuente.

Raúl Argemí, Buenos Aires, 2015.

La verdadera historia de Gretel y su hermano

Por las banderolas, andrajosas, tiznadas de viejos humos y lamparones de grasa y sangre igualmente viejos supieron que eran soldados mercenarios de los suecos. Cuestión de costumbre, porque al fin y al cabo los ejércitos eran muchos, las razones para continuar esa guerra interminable, confusas, y la práctica, en lo que a ellos concernía, la misma: saquear, arramblar con lo que el terreno pudiera proveer para comer un día más. Y el terreno eran ellos, los campesinos del devastado Sacro Imperio Romano Germánico.

Padre y Madre vieron alejarse la mesnada, disputando unos con otros los pocos nabos que habían encontrado en su cabaña; mal pelándolos a puñal para masticarlos crudos, como jabalíes del bosque.

Madre y Padre cruzaron una mirada que no necesitaba de palabras y salieron arrastrándose de su escondrijo bajo la parva de pasto medio podrido, el sitio donde los saqueadores, ya fueran de un bando o de otro, que daba igual, nunca buscaban.

En su rabia por no poder apaciguar el hambre que mordía como un perro rabioso, porque el botín era menos que magro, los mercenarios suecos habían dado fuego al techado de la cabaña.

Pero bien fuera por descuido, porque la lluvia había impregnado la paja, o por cansancio de hacer siempre lo mismo, cuando se perdían en el bosque ya no había llamas; solo unas hilas de humo que podrían apagar si se movían rápido.

A Madre le costó un esfuerzo extra apalear la paja, mientras Padre trepaba a una escalera de palos mal avenidos para quemarse los dedos arrancando y echando al suelo puñados humeantes. La barriga de Madre, preñada, no era un obstáculo insuperable para una mujer acostumbrada a todo; una mujer joven que ya había perdido los dientes. Tan joven y tan gastada como cualquiera que hubiera nacido, como ella y Padre, cuando la guerra se había convertido en una presencia tan constante, impenetrable y devastadora como la convicción de que Dios, desde su trono, miraba, veía y aceptaba.

Padre arrojó la escalera a un lado y entraron en la choza. Todo estaba descalabrado, pero no mucho más que de costumbre, y el capazo de los nabos tumbado boca abajo y vacío.

Los nabos habían sido pocos para los soldados, pero para ellos eran casi todo.

—Buscando mucho, tal vez queden algunos en el campo —dijo Padre.

—Buscando mucho —ratificó Madre—. Pero no alcanzarán, y moriremos de hambre.

Padre enderezó el capazo de una patada sin poder evitar que una mirada de odio se clavara en la panza de Madre.

—Nacerá muerto, o harás lo que hay que hacer —dijo ella, con un rictus de dureza—. El problema son ellos. Comen demasiado.

—Hansel y Gretel —murmuró Padre.

—Para nosotros nunca habrá tiempos mejores. Dios así lo quiere —afirmó Madre.

—Nunca habrá...

—Que Dios haga justicia.

—¿Cómo?

—Los llevarás al corazón del bosque, lejos; y volverás solo.

Padre lo pensó un momento y luego asintió:

—Con los lobos sufrirán menos que con el hambre.

—Y tal vez nosotros… podamos encontrar algunos nabos, buscando mucho —dijo Madre, inclinándose con un quejido para comenzar a ordenar un poco la choza.

Padre salió al exterior, se metió dos dedos en la boca y lanzó un largo silbido. Por un momento todo siguió sin cambios. El sol del final del otoño calentando apenas el campo labrado, las ramas altas de los árboles del bosque que se movían en la brisa como un cerco de manos que amenazaran caer sobre ese lunar en el monte, sobre esa isla como otras islas de tierra y choza que marcaban la presencia humana. Luego hubo un movimiento donde comenzaban los pastos altos; Hansel y Gretel dejaron su refugio para volver a casa, al único sitio seguro que conocían, sin saber que ya la decisión había sido tomada. Al día siguiente serían abandonados a su suerte.

• • •

Habían caminado desde el amanecer, luego de aplazar el hambre con un fermento de granos y bayas, un caldo avinagrado y frío con unos pocos grados de alcohol. Siempre hacia el interior del bosque y cada vez más lejos de su casa.

Padre había sido escueto. Se hablaba poco. Para lo que servía era más que suficiente. Padre había dicho que necesitaba su ayuda para traer algo de comida desde una aldea donde tenía amigos, o parientes. Daba igual, lo importante era la comida.

A media mañana pisaban los restos carbonizados de lo que había sido un poblado, tal vez feliz, quizás convencido de estar a salvo de la guerra. La hierba asomaba del suelo ennegrecido y no había muertos a la vista. El desastre los había alcanzado hacía ya varios meses y los sobrevivientes se habían marchado luego de enterrar en algún sitio a sus muertos. Gretel miró a Hansel y como siempre se entendieron: Padre no parecía sorprendido ni disgustado. Como si eso fuera lo que había esperado encontrar.

Entre los restos del poblado no había nada que se pudiera comer, y siguieron adelante.

Con el sol alto asomaron a otro caserío, donde los recibieron con piedras y tuvieron que volver a internarse entre los árboles. Padre hizo un gesto, como si se hubiera equivocado de camino, y siguieron adelante. Hansel miró a Gretel y la pregunta quedó en el aire: ¿Cuándo llegarían a destino? ¿Cuál era el destino?

Por la tarde tuvieron que dar un rodeo porque un jabalí macho, de colmillos desafiantes y mirada maligna, que rebuscaba entre unos huesos desparramados entre harapos, se negó a huir, a darles paso. Fue un poco más adelante, en un sitio donde el sendero se diluía en el monte bajo, que Padre decidió un descanso. Y dijo:

—Me esperarán aquí. No quiero que nos reciban con piedras. Regresaré pronto.

Dio la vuelta y se perdió en el monte. Pero antes de desaparecer tuvo un gesto de contradicción y desprendió de su cintura un pequeño saco con bellotas tostadas al rescoldo, que les dejó como si se despidiera.

Gretel se sentó al pie de una encina, desató sus trenzas y con un peine de espinas que llevaba en su bolsa se entregó a la costumbre diaria de arrastrar los piojos. Los tomaba uno a uno y los trituraba entre los dientes.

Hansel, pese al cansancio, no podía quedarse quieto, y comenzó la búsqueda en círculos cuyo centro era la hermana; los ojos ávidos escrutando el suelo y las ramas. Tal vez alguna seta, tal vez alguna baya hubiera sobrevivido al final del verano.

Y así llegó la noche. Con los movimientos y las carreras sigilosas de las fieras en el bosque. Y el miedo.

No tenían con qué hacer fuego pero buscaron un árbol que les diera altura. Padre ya no volvería. Si no había muerto, igual ya no volvería. No valía la pena ni decirlo en voz alta.

En lo alto de una horqueta, con una rama larga, desgajada y con punta que pudiera herir a mano, Hansel se instaló para pasar la noche. La cabeza refugiada en las faldas de Gretel. Gretel, que tenía un perfume, un llamado de mujer en ciernes, un olor que lo turbaba.

Hubiera sido difícil aventurar cuántos años tenían. Los mellizos habían sobrevivido porque la guerra a veces parecía descansar un corto tiempo. Habían nacido en un momento de relativa bonanza.

Era difícil saberlo en una época de rigor que amojamaba los cuerpos y derrotaba el alma, convirtiendo en viejos a los jóvenes, pero los pechos flacos, los pezones en punta que empujaban el vestido de Gretel, y las urgencias de Hansel decían que en otras circunstancias habrían sido adolescentes.

Durmieron a saltos. Durante un tiempo interminable se mantuvieron alerta porque el fósforo verde de los ojos de un lobo solitario rondaba por debajo. A Hansel la rama afilada le temblaba en la mano.

Al fin el lobo desistió y sus ojos se borraron de la negrura en busca de una presa más fácil.

Ya estaba el sol arriba cuando descendieron, los cuerpos entumecidos, preguntándose cómo volverían a casa, y si valía la pena. No había mucho que hablar, y se pusieron en marcha siguiendo una pista, apenas visible, por la que alguna vez había transitado alguien. No tenían otra cosa a la que agarrarse.

De día, el bosque podía ser tan aterrador como de noche. Sabían, porque las historias que la gente contaba para acortar las noches de invierno hablaban de eso, que el bosque estaba habitado por seres que no eran humanos. Criaturas con poderes y mucha maldad que podían tomar cualquier figura para engañar, traicionar y casi siempre devorar a los incautos, a los que habían perdido el rumbo.

Por eso fue un alivio que, de pronto, el bajo monte se abriera a un sendero con rastros de ser transitado con cierta frecuencia. La opción era seguirlo en un sentido o en el otro, y tener la suerte de que al final hubiera una aldea, un caserío, un poblado al que pudieran acercarse sin ser vistos y robar algo para llevarse a la boca.

Pero no tuvieron que tomar la decisión porque un personaje extraño saltó de entre los arbustos como si los hubiera estado esperando.

No era un enano, no era un niño, pero podía ser las dos cosas.

Hansel y Gretel recordaron que, una vez, cuando Padre había tenido algo para vender en el mercado, habían visto un oso que bailaba al son de la flauta. Y el ayudante del amaestrador, el que pasaba un cuenco donde hacía sonar las monedas y los puñados de granos con que respondía el público, también era un hombre sin color, de una blancura de gusano de la harina.

El pelo transparente y los ojos colorados, que guiñaban ante la luz del día.

Sólo que aquel hombre blanco cantaba con voz áspera, y este otro, el que daba una voltereta sobre la tierra y con una rodilla en el suelo abría los brazos en un gesto de recibimiento y alegría no hablaba. De su boca salía una retahíla de sonidos como de pájaros extraños, una mezcla de silbidos y gritos desarticulados que terminaban de tener sentido con los gestos que los completaban.

Pero, lo más importante, lo que postergó el recelo a lo desconocido, fue que el hombre blanco desató una alforja que llevaba a la espalda y les tendió una hogaza y un pedazo de chorizo, invitándoles a compartir su comida.

Hansel y Gretel no dudaron. El hambre no deja lugar a las dudas, y durante un rato, mientras masticaban y tragaban, hicieron un esfuerzo por entender lo que el otro, el mudo, el enano blanco que abrió la boca con una risa para mostrarles el muñón que tenía en el lugar de la lengua, trataba de decirles.

Con sus silbidos, su extraño piar y un universo de gestos les decía que estaban a salvo. Que cerca, muy cerca, estaba su casa; y que en su casa había mucha comida.

Hansel pensó que si era un duende, un espíritu del bosque, igual no tenían nada que perder. Gretel se dijo que el hombre blanco la miraba como los hombres mayores cuando iba al mercado, y comprobó que las trenzas estuvieran en su sitio, arrepentida de no haberse pasado más el peine por el pelo.

El hombre blanco los señaló, se señaló a sí mismo, imitó el aletear de un ave, gorjeó un momento y premió con un aplauso a Hansel, cuando dijo:

—¿Pájaro?

Y rio más agudamente cuando insistió marcando su piel con un dedo para que Gretel llegara a la conclusión:

—Pájaro Blanco. Se llama Pájaro Blanco. Yo soy Gretel.

—Y yo Hansel.

No tardaron en ponerse en camino. Pájaroblanco los precedía, siempre saltando, siempre haciendo morisquetas que despertaban en los hermanos unas olvidadas ganas de reír; siempre avanzando en la dirección en la que el sendero se internaba en el bosque.

Cuando los árboles se abrieron a una pradera muy verde cruzada por un arroyo cristalino, el hombre niño, enano, blanco, Pájaroblanco había logrado que rieran, y hasta que trataran de repetir sus trinos, los gorjeos con que se comunicaba. Pero ellos se detuvieron en el límite del bosque y Pájaroblanco tuvo que volverse para instarlos a seguir adelante.

Hansel y Gretel no habían tenido muchas oportunidades de ver de cerca dónde vivía la gente rica, pero lo tenían claro, era un mandato que llevaban en los genes: había que mantenerse a distancia porque los apalearían como a animales sarnosos. Y esa era una casa de ricos. Grande, diez veces más grande que la choza de sus padres, apoyaba las espaldas en una colina de piedra desnuda, y el arroyo hacía meandros para regarle los jardines.

Casa de gente rica. Lo sabían porque no tenía techo de paja ni paredes del color del barro seco. Muy blanca y alta, con tejas de madera. El techo y las ventanas pintadas del color marrón de las bellotas maduras. Blanca, marrón y tan limpia que los hizo sentir sucios, una sensación desacostumbrada.

No había nadie a la vista, pero si Pájaroblanco vivía allí, había algo que no encajaba. Pájaroblanco no era rico. Como mucho podía ser el sirviente preferido de otra persona, aquel o aquella que los espantaría como a perros vagabundos.

El hombre de los trinos no les permitió retroceder. Los tomó de la mano y los arrastró hacia la casa. Más bien hacia un pequeño cobertizo pegado a uno de sus costados, que los recibió con una sombra bienhechora y el olor embriagante de la comida. De las vigas del techo colgaban ristras de chorizos y cecinas; y en los estantes que ocupaban las paredes se apilaban los quesos, los sacos de harina, cestas con granos, capazos con nabos, jarras de barro con aceites y vinos, y frutos y bayas del bosque.

Nunca, jamás, los hermanos habían pensado que existiera un sitio donde la abundancia estuviera al alcance de la mano, como no fuera en sus más famélicos sueños. Y tanto que Pájaroblanco los tuvo que obligar a sentarse en el suelo, para llenarles las manos con trozos de queso, galletas secas, y una jarra de cerveza ligera con que remojar las galletas y saciar su sed.

Si Hansel y Gretel pensaron que estaban soñando, no quisieron despertarse. Si algo malo tenía que suceder ya llegaría, en su momento; y no tuvieron ni siquiera un pensamiento para Padre y Madre.

—¿Dónde has encontrado a estos niños tan bonitos, Pájaroblanco? —dijo ella, y de golpe se sintieron en falta.

Expuestos.

La mujer era alta. Con los ojos muy azules y el pelo muy negro, como de seda, apenas jaspeado por algunas canas. Hansel reparó en que tal vez no era joven, pero tenía todos los dientes. Gretel vio con admiración que vestía con sencillez, pero se veía deslumbrante, y en el cinturón ancho que le ceñía la cintura brillaban unas piedras rojas como la sangre y azules como el agua del arroyo.

—¿Dónde has encontrado a estos niños tan bonitos, Pájaroblanco? —dijo ella, con una voz cálida y acogedora; un fuego de turba en los tiempos de nevadas.

Hansel y Gretel se pusieron de pie, inclinando la cabeza, prontos a pedir disculpas, pero en lugar de lo que esperaban la mujer les tendió la mano en ayuda y reconvino al hombre blanco: