El siglo de los videojuegos - Jorge Morla - E-Book

El siglo de los videojuegos E-Book

Jorge Morla

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Beschreibung

Un ensayo perspicaz y convincente que acerca tanto a gamers como a analógicos al medio cultural que más impacto económico y social tiene en el mundo: los videojuegos. ¿A qué se debe el magnetismo que los videojuegos ejercen sobre los jóvenes? ¿Existen razones objetivas para mirar con condescendencia al entretenimiento digital? ¿Ha desplazado irremediablemente a otras formas de cultura? ¿Es quizás el arte más importante de nuestro tiempo? Nos guste o no, hay un hachazo generacional que separa a quienes han recibido impactos culturales casi de forma hegemónica del mundo digital y quienes, anclados en estereotipos superados y sin una prensa que les traduzca la idiosincrasia de los videojuegos, van quedándose rezagados en el ecosistema cultural que se va imponiendo. Borja Vaz y Jorge Morla, periodistas expertos en el mundo digital, establecen con este libro un doble diálogo. Por un lado, con las nuevas generaciones, para reivindicar y fiscalizar el potencial artístico de los videojuegos; por otro, con las generaciones desconectadas del medio interactivo, para revelar su potencial creativo y el modo en que está cambiando sus vidas. El futuro se parecerá a un videojuego, y lo mejor es tener las claves para ganar la partida.  La crítica ha dicho...  «Un estupendo mapa del medio más pujante y ambicioso de nuestro tiempo. Imprescindible para todo aquel que quiera saber por dónde van los tiros de la cultura actual». Juan Gómez-Jurado «Un libro necesario, orientador, claro y objetivo. Si la cultura es el conjunto de marañas antropológicas que nos ocultan (lo inhóspito de) la realidad, el arte es la parte de la cultura que oculta la realidad fingiéndola. Hoy en la vanguardia de este fingimiento se encuentran los videojuegos. Y este libro explica el porqué». Gregorio Luri «Mi completa admiración por este libro y este arte ultracontemporáneo para todas las edades. Me parece que es un campo magnético idóneo para la experimentación de lenguajes y una llave maestra para el cerebro del futuro». Alfonso Armada

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EL SIGLO DELOS VIDEOJUEGOS

 

 

 

© del texto: Borja Vaz y Jorge Morla, 2023

© de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L.

Primera edición: mayo de 2023

ISBN: 978-84-19558-15-2

Depósito legal: B 8592-2023

Diseño de colección: Enric Jardí

Diseño de cubierta: Anna Juvé

Maquetación: Compaginem Llibres, S. L.

Producción del ePub: booqlab

Arpa

Manila, 65

08034 Barcelona

arpaeditores.com

Reservados todos los derechos.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.

Borja VazJorge Morla

EL SIGLO DELOS VIDEOJUEGOS

SUMARIO

INTRODUCCIÓN. EL PRIMER PASO DEL VIAJE

PRIMERA PARTE. MAPA DE SITUACIÓN

  1   Las resistencias externas

  2   El problema interno

  3   De oligopolios y dictaduras

SEGUNDA PARTE. MAPA CULTURAL

  4   La nueva casa de las narraciones y la emoción

  5   La revolución transmedia: videojuegos que se salen de los videojuegos

  6   Los grandes creadores merecen portadas

  7   Una relación modesta, incompleta y parcial de obras absolutamente imprescindibles

TERCERA PARTE. MAPA GENERACIONAL

  8   Barreras a la entrada y hachazo generacional

  9   Congresos, élites y fricciones

CUARTA PARTE. MAPA DE LOS PUNTOS OSCUROS

10   El primer campo de batalla de la guerra cultural

11   El lado oscuro

CONCLUSIONES

 

 

 

«La madurez del hombre es haber vuelto a encontrar la seriedad con que jugaba cuando era niño».

FRIEDRICH NIETZSCHE

INTRODUCCIÓN

EL PRIMER PASO DEL VIAJE

La cultura ha muerto. Viva la cultura

No importa lo largo que sea el camino: siempre se inicia con un pequeño primer paso. Siempre hay una primera novela que atrapa al futuro novelista, un cuadro que hechiza al próximo pintor, una melodía que despierta al amante de la música. En nuestro caso esos nombres propios que inician una senda fueron Indiana Jones and the Last Crusade, el primer juego al que jugó Borja Vaz, alrededor de 1993, y The Legend of Zelda: A Link to the Past, el primero al que jugó Jorge Morla, más o menos por las mismas fechas. Fue la primera vez que utilizamos el ordenador, la primera vez que tuvimos una videoconsola, el primer paso de un camino destinado a cambiar muchas cosas. En nosotros y en el mundo.

Aquel encuentro prácticamente casual con lo que entonces era una extravagancia tecnológica fue en realidad nuestra visualización de un terreno digital que poco a poco se ha ido posando sobre el mundo, permeando las formas y los fondos de las redes laborales, sociales y culturales. Las cifras no mienten: el mercado de los videojuegos factura al año más que el del cine y la música juntos (unos 180.000 millones de euros en 2021, por 25.000 millones de la música y 40.000 del cine), una brecha económica que crece cada año y que no tiene visos de revertirse a la vista de las preocupaciones, inquietudes y gustos de las nuevas generaciones, estableciendo un marco cultural muy diferente al de hace tan solo unas décadas. Así, los juegos van comiendo cada año que pasa un poco más del terreno que antes ocupaban otras formas culturales en los medios, las conversaciones y los ratos de ocio de la humanidad.

A cualquiera que le interese la cultura y la creación humana le ha pasado. A lo largo de la vida los diferentes impactos culturales y los distintos relatos comunes de la humanidad le han llegado a través de diversos medios: novelas, películas, discos, museos o funciones teatrales. Más recientemente, series de televisión. Pero desde aquel ya lejano 1993 se abrió también algo más importante: una vía de entrada a un mundo, el digital, que daba sus primeros pasos; una vía de entrada a lo que sería la forma cultural predominante tres décadas más tarde. Si algo pretende ser este libro, ante todo, es una carta de amor a los videojuegos y su certificación, a través de un análisis profundo de sus potencialidades, obras e impacto, como un medio artístico pleno. Ese es el mundo en el que vivimos e ignorarlo (a veces incluso esforzarse por ignorarlo) no lleva a ninguna parte.

Porque en paralelo, y aunque resulte francamente difícil de entender, el desconocimiento de ese universo digital (el desconocimiento de su vigencia, de su importancia y de la profundidad de gran parte de sus contenidos) es igual de grande en un sector de la población distanciado del mundo interactivo. Un distanciamiento impuesto, principalmente, por la edad. Es decir: el mundo se halla inmerso en una suerte de hachazo generacional difícilmente salvable que se ha establecido entre las generaciones ancladas en la cultura analógica y aquellas que nacen ya inmersas en un mundo digital. Este libro quiere, también, analizar las causas de esa brecha y dar claves a los más analógicos para que puedan comprender, analizar y entrar de lleno dentro del fenómeno de los videojuegos.

Porque si no, toda esa gente amante de la cultura tradicional corre el riesgo de perder el tren de la cultura que está por venir.

Una verdad incómoda

Ojalá todas las formas culturales pudieran coexistir en paz, pero la realidad es la que es: la literatura viva. Aún así, los cambios formales que experimentó durante el siglo pasado no se están replicando en este, siendo hoy las novelas que son construidas como artefactos las que resultan más vendidas en detrimento de la literatura más experimental, que ni por asomo tiene el impacto y predicamento que tuvo en el siglo XX. Además, hay demasiado ruido editorial: recordemos que en España se publican 90.000 libros al año, lo que hace que con los índices de lectura actuales vender unos 3.000 ejemplares sea aceptable y superar los 5.000 constituya un relativo éxito. Por todo ello se deduce que la paradoja de la elección atenaza al sector editorial a la hora de construir impactos culturales relevantes.

Sigamos. La poesía oscila entre el ostracismo más absoluto y el éxito fulgurante e inane. En el cine pasa tres cuartos de lo mismo: las grandes superproducciones pensadas para el consumo intergeneracional se llevan la mayor parte del pastel de la atención mientras que las películas que se atreven a ser rupturistas o arriesgadas permanecen, en su mayoría, desconectadas del gran público (unas copan los cines y el resto engorda los catálogos de las plataformas digitales donde, muchas veces, pasan desapercibidas). En la música también se da una situación similar, con la promoción de las canciones ya indisolublemente ligada al ocio y al consumo y con canciones que pretenden emocionar a través de su forma recluida en un nicho reducido o trasvasada a otros formatos (como el cine o los propios videojuegos). Podríamos hablar del teatro o de la danza, pero baste esa pincelada anterior para transmitir el sentimiento de que, en general, lo que siempre se ha considerado arte, lo que siempre se han considerado obras artísticas, son hoy meros artefactos para el consumo rápido, más centradas en la evasión y el disfrute puntual que en dejar una huella emocional en el consumidor, y que se esfuerzan más en entretener que en perdurar.

Pero no queremos aquí enmendar la plana a la cultura del mundo. Es decir, sirva todo lo anterior no para desmerecer a las demás artes y medios de transmisión cultural, sino para señalar la evidencia de que no vivimos precisamente un momento de efervescencia creativa en las artes canónicas. Y es aquí donde entran los videojuegos. En un mundo cultural dominado por lo que calma, los videojuegos poseen esa inquietante chispa que presiona al lector/espectador/jugador/ oyente, esa fuerza que empuja al receptor a cuestionarse las cosas que le rodean y que desde tiempos inmemoriales ha sido la raíz de lo que llamamos cultura. Si este libro tiene un mensaje final es el de que el relativo acomodamiento de las artes tradicionales es inversamente proporcional al que está experimentando el mundo interactivo, con obras que cada año que pasa se hacen más atrevidas, experimentales en su forma y en su fondo, osadas a la hora de redefinir su propio género y capaces de abrazar todas las posibilidades que ofrecen los soportes digitales para crear títulos estupendos, críticos, exorbitadamente creativos, rupturistas, valientes e inconformistas. Todos requisitos fundamentales a la hora de crear arte.

¿Es el videojuego un arte?

Porque la gran pregunta sigue en el aire. ¿Qué es el arte? Del arte se han dado tantas definiciones y tan variadas que no es de extrañar que cada cierto tiempo surjan cánones nuevos que contradigan a los anteriores. ¿Es el videojuego un arte? ¿Acaso importa? Si asumimos que sí, que importa, vamos a proponer una definición de arte propia para poder ver si los videojuegos caben en ella o no, entendiendo el descaro que supone y si se nos perdona el atrevimiento. Creemos que el arte es una forma de conocimiento emocional a través de un medio formal. Así de simple. Cuando decimos «conocimiento emocional» nos referimos al crecimiento personal. Decía Thomas Mann que escribir bien es importante porque el que escribe bien piensa bien y el que piensa bien, generalmente, actúa bien. Esto significa que el arte nos hace mejores personas porque o bien nos hace empáticos, o bien nos asaetea con sentimientos nuevos que debemos descifrar (y pararse a pensar en lo que uno siente ya es un paso en el buen camino), o bien nos hace sentir cosas que ya habíamos sentido, pero en otro contexto, preparándonos para una vida compleja y llena de matices. Esto es lo que queremos decir con «conocimiento emocional». O también, ya puestos, podemos hablar de refinamiento espiritual. Eso es lo que los grandes pensadores llevan siglos diciéndonos que es lo que el gran arte puede conseguir en las personas. Precisamente esto es lo que lleva años pasando con el mundo de los videojuegos. Lo repetimos de nuevo: somos inmensamente afortunados de vivir en esta época de explosión artística en lo digital.

Por su parte, con «medio formal» nos referimos al dominio de un determinado camino estético, esto es, la sublimación de las características formales acerca de una determinada belleza. En la literatura se consigue a través de la prosa, en la música con la melodía y en el arte pictórico a través de la propia pintura y su técnica. Si el videojuego alcanza la categoría artística no es por saber alimentarse de las potencialidades de las demás artes (narrativa y teatro, melodía y atmósfera sonora, fragmentos cinematográficos), sino porque consigue explotar su propia potencialidad, aquello que lo hace único y que solo puede desarrollarse dentro del medio interactivo: las mecánicas y la simulación.

Resulta innegable que los videojuegos son artefactos culturales cargados de significado, y que algunos de ellos tienen grandes aspiraciones artísticas. Pero ese arte no viene dado de los retales de otras formas artísticas como el cine o la música, sino que va desarrollando su propia especificidad, su propio lenguaje: el aspecto mecánico. Esto es, sencillamente, un nuevo medio de crear artefactos emocionales, un nuevo medio que va desarrollando su propia caligrafía artística y que cada año, honestamente, se supera.

Tomemos un ejemplo entre muchos. No es el más representativo, no es el mejor, no es una obra maestra ni es un videojuego que suponga un parteaguas en la historia del arte. Pero es un caso que ejemplifica las posibilidades del medio. Desarrollado por GoodbyeWorld Games, Before Your Eyes salió al mercado en 2021. Se trata de un juego narrativo con un estilo visual cartoon que nos pone en los ojos de un recién fallecido que recuerda su vida en el viaje que realiza en barca hacia el más allá. El juego se juega frente a una webcam que permanece atenta a nuestros ojos y la mecánica principal es tan audaz como sorprendente: cada vez que parpadeamos, el recuerdo del que somos espectadores salta en el tiempo. Pueden ser minutos o años, pero el caso es que la historia de descubrimiento y pérdida, música y amistad de Benjamin Brynn (así se llama el protagonista) sufre un corte en su continuidad. La conclusión es simple: el jugador / espectador se esfuerza por no parpadear, concentrándose en seguir el hilo de la narración de la misma manera que el personaje se esfuerza por rememorar y valorar su vida. Como espectadores, participamos de un proceso formal absolutamente brillante y creativo, y como escritores, los firmantes de este libro asistimos a un descubrimiento radical, que sirve como ejemplo de las posibilidades del medio interactivo y que no podemos dejar de señalar. Es un ejemplo, pero no una excepción. A lo largo de este libro, iremos desgranando hallazgos similares, tanto en el fondo como en la forma, que un puñado cada vez mayor de videojuegos lleva proponiendo en los últimos años y que sirve como medida de lo que el sector interactivo puede alcanzar en los años que están por venir.

¿Es el videojuego un arte? ¿Es quizás el arte más importante que se está creando hoy en día, o se trata más bien de un arte en ciernes, un arte en potencia? Esta será otra de las cuestiones fundamentales de estas páginas.

Puente generacional

Con todo, este volumen tiene un doble propósito, pues no busca solo celebrar al medio interactivo (y criticarlo cuando toque, porque tocará criticar muchos aspectos de los videojuegos, de las empresas que los desarrollan e incluso de las propias comunidades de jugadores), sino que también pretende descifrar una paradoja que cada día que pasa se hace más difícil de justificar: ¿por qué, si los videojuegos no solo son un fenómeno social sin precedentes, sino que justifican un interés cultural pleno, no se les concede en el ámbito público la relevancia que merecen? ¿Por qué la capa de ostracismo que los cubre impide que permeen en el imaginario cultural colectivo, sobre todo en determinados grupos sociales? ¿Por qué no tienen el espacio que deben tener en suplementos culturales, en programas de televisión o en la propia literatura?

Habrá tiempo para desgranar estas cuestiones, pero queremos señalar algo inesquivable: el hachazo generacional que existe entre unas generaciones que viven absolutamente desconectadas del mundo de los videojuegos y otras, las más nuevas, imbuidas y formadas por los impactos culturales que han recibido a través de ellos. Y no, no podemos hablar solo de rechazo o falta de interés de los más adultos por un sector que está revolucionando gran parte del mundo. También tenemos que hablar de un sector cultural y de una prensa que durante los últimos años no le ha prestado la atención suficiente al medio.

Cuando pensamos el nombre del libro, se nos ocurrió al principio este: Un iceberg en el horizonte, en clara alusión al fenómeno inevitable al que se dirige, en rumbo de colisión, el barco de la cultura. Pero la metáfora ártica no se queda en esa figura. Si no comenzamos a tomar en serio este asunto, el sector cultural corre el riesgo de quedarse desconectado, como el oso subido en un pedazo de hielo desgajado del Ártico y que poco a poco se va alejando, con cara triste, del mundo real. Del mundo que viene. Del mundo que está en ciernes y que se terminará de imponer por pura decantación temporal cuando las personas inquietas de las futuras generaciones reclamen una información de calidad, y una crítica a la altura, sobre el mundo digital. Y es que fiscalizar el mundo interactivo y el mundo digital es imprescindible para sanear el ecosistema cultural del futuro. El mundo de los videojuegos se impondrá de forma inevitable —es un hecho—, y si no hay periodistas culturales ni instituciones formadas que pongan el ojo en el discurso de los videojuegos de una forma honesta y rigurosa, serán otros agentes (las multinacionales, la gente anónima de las redes sociales, los trolls de internet, los influencers que a veces son rigurosos y a veces no) los que impondrán el discurso que quieran. Los que, en definitiva, moldearán el relato del mundo a su antojo. Sirvan estas páginas como llamada de atención, porque esa fiscalización rigurosa, holística y honesta del sector es algo que no se está haciendo, en general, y en España en particular. También queremos, con este libro, profundizar en las causas de por qué esto es así.

La era de la suspicacia

La lista de obras que han tenido que esperar años para ser tomadas en serio es larga, de las pinturas de Van Gogh a los libros de Chaves Nogales. Ha pasado con el teatro, con el cine o con las sucesivas rupturas formales que han vivido el mundo del arte y de la arquitectura. En la música existen ejemplos a patadas. Las tres fases por las que pasaba una verdad según Schopenhauer son perfectamente aplicables al mundo de las artes: «Primero es ridiculizada; segundo, sufre una oposición violenta; y tercero, es finalmente aceptada como evidente».

Hoy los videojuegos son la Torre Eiffel que tantas suspicacias levantó antes de convertirse en símbolo nacional de Francia. Son el Stevenson reivindicado por Borges, el Hitch-cock que al principio es tomado como mero entretenimiento hasta que los Truffaut de turno vienen a decir que no, que el emperador no está desnudo, sino que es la quintaesencia del arte. Y no solo el medio en sí merece ser reivindicado, sino que también debemos posar nuestros ojos sobre los que conforman el medio. Es decir, el mundo merece también poner cara y nombre a los desarrolladores más importantes de la actualidad: creativos de primer orden que moldean los imaginarios y las mitologías del presente y que muchas veces son opacados tanto por el sector de la cultura como por las propias multinacionales para las que trabajan. De la misma manera que los directores de cine eran al principio me-ras fichas intercambiables para los estudios; de la misma manera que antes de mediados del siglo pasado los dibujantes de cómics no eran autores de sus personajes, que pertenecían a las editoriales, nos encontramos precisamente en esa época que funge de parteaguas y en la que toca encarar la realidad y defender a los autores de videojuegos como padres de sus creaciones. Toca juzgar y reconocer a los creadores de juegos que tienen voluntad de trascender como artistas, a los creadores que son capaces de expresar a través del mundo digital las inquietudes de los hombres y los comentarios sobre el mundo que habitan que durante otras épocas se vertieron a través de las novelas, la poesía, el teatro, el cine o la pintura.

Además, hay que señalar otro movimiento tectónico: independientemente de su valor como obras, los videojuegos entendidos como medio serán un punto de encuentro de profesionales artísticos de toda índole. Ya lo son y el fenómeno irá a más cada vez. En los años venideros, toda suerte de escritores y guionistas, pintores y diseñadores, músicos, actores o arquitectos encontrarán en el medio virtual, de la mano de diseñadores y programadores, un medio de ganarse la vida y, casi más importante, un ecosistema donde poder verter su talento y desarrollar su creatividad.

Por último, hay que analizar el momento en el que estamos, en el que son los videojuegos los repositorios de historias y personajes que van conformando el imaginario colectivo a partir de préstamos transmedia. Porque de la misma manera que durante la década pasada fueron los cómics ese pozo del que sacar historias, ahora mismo están gestándose una decena de películas y series de primer nivel que adaptan obras del medio digital y que acapararán la cultura popular de la década próxima. Vamos a reivindicar la importancia troncal de los videojuegos en el mundo en el que vivimos, pero también, claro, a señalar los puntos oscuros del medio y de la industria. Para dejar a un lado las obsesiones de ciertos medios amarillistas y centrarnos en los problemas reales (esquemas de monetización abusivos, apropiación cultural, monopolios tecnológicos, falta de crédito a los desarrolladores o fomento de conductas compulsivas) a los que deberá enfrentarse la industria digital si quiere prosperar de forma honesta. También habrá tiempo de hablar de informes médicos y de los beneficios cognitivos que muchas veces trae asociado el acto de jugar a videojuegos, porque al contrario que los que vinculan videojuegos y violencia, los estudios que vinculan videojuegos con mejoras cerebrales sí existen, se apoyan en la ciencia y son concluyentes.

En definitiva, este libro nace para señalar, con megáfono si hace falta, que los videojuegos son la piedra angular del ocio y la cultura de este siglo, que sobre ellos se ha extendido una capa de rechazo o suspicacia que queremos revertir y que si queremos una sociedad sana con respecto al mundo digital no vale con ponerse de lado, sino que debemos coger el toro por los cuernos y realizar una fiscalización efectiva del sector interactivo, que además tiene los mimbres para convertirse en la gran incubadora artística que está por venir. Sirvan estas palabras como profecía y este libro como análisis de un mundo que ya está aquí, aunque no lo veamos: las musas no han muerto, solo se han mudado a los verdes pastos del mundo digital.

A modo de manual de uso

Dado que el mapa es, desde los primeros tiempos del mundo interactivo, un elemento fundamental en todo tipo de videojuegos, lo que ofrecemos aquí es precisamente eso: un mapa orientativo del estado de la cuestión. O mejor aún, varios mapas que tracen los contornos de las diferentes islas que forman el archipiélago digital: el mapa de situación, que analiza el sector desde dentro, desde fuera y en clave geopolítica; el mapa cultural, que pone en valor el camino artístico que los videojuegos han conseguido y muestra el camino que pueden seguir; el mapa del choque generacional que muchas veces ha impedido que los videojuegos tengan un análisis objetivo y el mapa de los puntos oscuros y peligros que el ocio interactivo también contiene.

Lo dijimos al principio y lo volveremos a decir: la cultura ha muerto. Viva la cultura.

Cojan sus mandos. Comienza la partida.

PRIMERA PARTE

MAPA DE SITUACIÓN

Panorámica interna, externa y geopolítica del momento actual de los videojuegos como industria y como sector cultural

1

LAS RESISTENCIAS EXTERNAS

El advenimiento de un nuevo medio nunca está exento de dolores de parto. Ni siquiera sus creadores son conscientes de las posibilidades que esconde desde un primer momento y generalmente se requiere una multitud de artistas para investigar, experimentar y diseñar un lenguaje específico. El cine tuvo una evolución acelerada, una carrera de relevos que partió de los hermanos Lumière y el ilusionista George Méliès para luego pasar el testigo a David Griffith y Sergei Eisenstein. Los avances en apenas tres décadas fueron asombrosos, así como su éxito comercial. Sin embargo, el cine se enfrentó a los miramientos y la condescendencia de las élites culturales de la época, que lo consideraban una forma de entretenimiento popular muy alejada de los valores y estándares de medios más arraigados como el teatro o la ópera. El discurso teórico de aquellos primeros años se vio confinado a los círculos académicos o revistas especializadas de alcance muy limitado. Los primeros críticos de cine no tuvieron continuidad en los medios generalistas hasta mucho más tarde, con James Agee en la revista Time y Manny Farber en The New Republic ya en los años cuarenta, en plena época dorada de Hollywood. La Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas diseñó su propia reivindicación en 1929 con los Premios Oscar, con el salto a las talkies ya establecido y dando así el pistoletazo de salida a la Época Dorada de la industria americana. De todo ello se concluye que los medios —la crítica cultural de renombre— fueron muy por detrás de las audiencias, los teóricos y hasta de los propios artistas. Muchas de las obras maestras de esas primeras décadas obtuvieron una recepción inicial tibia o negativa precisamente por la ausencia de voces autorizadas en la esfera pública capaces de poner en valor los méritos de esas películas. ¿Cuántas obras se perdieron en aquellos caóticos tiempos? ¿Cuántos artistas pasaron al olvido por la incapacidad de los medios de entonces de destacar sus obras?

Se pueden establecer muchos paralelismos entre el cine y el videojuego. Ambos son producto de un innegable avance tecnológico y ambos fueron despreciados por las élites culturales de la época como una forma de entretenimiento popular sin ningún valor intrínseco. Sin embargo, todos los infortunios que asolaron al cine han sido más acusados en el caso del videojuego. Para empezar, los tiempos, que han sido mucho más dilatados. Tennis for Two (1958) y Space-war! (1962) son considerados como dos de los primeros videojuegos de la historia, pero su alcance fue profundamente limitado. Realmente no fue hasta Pong (1972) y la irrupción de Atari y los salones arcade cuando los videojuegos penetraron en el imaginario colectivo y se asentaron en el espacio público. Luego vendrían los primeros ordenadores personales, las consolas domésticas, los conatos narrativos con las aventuras conversacionales, el crash de 1983 y la salvación que vino del país del sol naciente. Fueron años convulsos en los que los videojuegos se movieron rápido y rompieron cosas, tantas que casi se cargan su propia industria (infame el episodio del entierro de miles de copias del juego de E.T. [1982] en el desierto de Nuevo México). Con todos los tropiezos que se le puedan achacar al recién nacido, salieron adelante, aunando perspectivas diferentes, innovando de manera constante, construyendo un lenguaje propio y afinando su identidad visual.

Violencia contagiosa

En los años ochenta, la preponderancia de Nintendo en el mercado de las consolas vinculó el medio a la industria juguetera. Sega plantó cara a Mario con Sonic, un erizo azul mucho más cool e inconformista. Los juegos de PC iban por otros derroteros, más cerebrales y complejos, pero ¿quién tenía un ordenador a finales de los ochenta o a principios de los noventa? Poca gente, y casi todos con buenos trabajos de oficina y buenos sueldos. A nadie se le ocurriría identificar los videojuegos como un nuevo medio de expresión cultural, con sus píxeles y sus sprites, pero tampoco molestaban a nadie… hasta que llegó la iconoclastia de los noventa. Los juegos de disparos hicieron su irrupción. Llegaron Wolfenstein 3D (1992) y Doom (1993). La violencia se hizo explícita. Apareció Mortal Kombat (1992). Estalló el pánico moral. Las audiencias congresuales y la exigencia de autorregulación, so pena de que el Gobierno entrara a sangre y fuego e impusiera sus propios criterios, llevaron a la creación de la Entertainment Software Rating Board para establecer advertencias de contenido y una clasificación por edades. La masacre de Columbine, en la que dos adolescentes mataron a trece personas e hirieron a otras veinticinco en un instituto de Colorado en 1999, fue la excusa perfecta para demonizar al medio. El periodista David Kushner lo relata de manera exhaustiva en el libro Masters of Doom (2003), especialmente cómo los creadores del juego, John Carmack y John Romero, vivieron toda la controversia, los intentos de boicot y cómo se puso a los videojuegos en la diana.

En España tuvimos algo parecido con el asesino de la katana, José Rabadán, que el 1 de abril de 2000 mató a sus padres y a su hermana de nueve años con síndrome de Down con una espada japonesa y un machete. El caso conmocionó a la opinión pública y algunos medios rápidamente vincularon el crimen con la influencia que los videojuegos habían ejercido sobre la mente del joven de dieciséis años. Concretamente, el videojuego Final Fantasy VIII (1999). Se publicaron varias fotos comparando la apariencia del asesino con la de Squall Leonhart, el protagonista. Un periódico español llegó a titular: «El parricida de Murcia mató como lo hacía su héroe virtual». La idea parecía clara: el videojuego había poseído de alguna forma al adolescente impresionable y le había impulsado a asesinar a su familia. Cuando unos pocos años más tarde pudimos jugarlo, nos sorprendimos de que los medios hubieran hecho tanta sangre con un título de aventuras basado en una épica historia de amor. Squall era un personaje reservado y taciturno, sí, pero se iba abriendo poco a poco en el transcurso de la trama gracias al carácter amistoso de Rinoa. En ningún momento mataba a su familia, tan solo era huérfano. Había crecido en un orfanato con varios personajes más antes de pasar a estudiar en una academia militar. Si hubieran encontrado un ejemplar de Oliver Twist en la habitación de Rabadán, ¿habría culpado ese periódico a Dickens del triple asesinato?

Sicarios en los medios

Los videojuegos llevan más de veinte años sobreponiéndose a un clima de maltrato por una serie de actores con aviesas intenciones. Columbine dio pie a toda una serie de imitadores en Estados Unidos, generando intensos debates sobre el control de armas y la Segunda Enmienda. La Asociación Nacional del Rifle ha invertido cantidades ingentes de recursos en desviar la atención y en proponer a los videojuegos violentos como chivo expiatorio propicio. En los círculos periodísticos, muchos han seguido incurriendo en la misma cobertura sensacionalista que atribuye al medio capacidades corruptoras sorprendentes, poniendo como ejemplos los casos más extremos y, sobre todo, tratando a los niños como disminuidos mentales incapaces de comprender el pacto de ficción. Todo esto ha llevado a un atrincheramiento de las posiciones muy notable y ha coartado la progresión natural de los videojuegos en la esfera pública hacia la construcción de un discurso crítico que penetre en todas las capas de la sociedad como sí llegó a hacer el cine. Los videojuegos se han visto exiliados a las publicaciones especializadas, mayoritariamente dirigidas a un público adolescente y maleable de gratificación rápida, poco reflexivo y propenso a participar en escaramuzas infantiles. Y en el caso de que por empeño de algún redactor llegaran a rondar los dominios de los medios generalistas, fueron condenados al ostracismo de las incipientes páginas de tecnología, con una cobertura casi indistinguible del último modelo de teléfono móvil o cachivache ingenioso.

Es innegable que después de medio siglo de historia, de evolución constante y de depuración sistemática de todas las limitaciones tecnológicas que dificultaban su potencial para convertirse en artefacto cultural de pleno derecho —cargado de significado y vehículo propicio de expresiones artísticas y narrativas profundas— el videojuego no ocupa el lugar que merece en las páginas de cultura de los principales periódicos o revistas nacionales e internacionales. Evidentemente, se están haciendo cosas, pero resulta asimismo innegable la prevalencia de los prejuicios en las redacciones, la doble vara de medir y en general la idea de que es un producto menor que no merece una exégesis más ambiciosa que las guías de consumidor de las páginas especializadas. A pesar de que es un producto objetivamente caro (un juego nuevo de PlayStation 5 puede costar 80 euros), del medio siglo de historia a sus espaldas y de la multiplicidad de géneros y temáticas de los que hace gala, en el imaginario colectivo, los videojuegos todavía están asociados a la niñez, a la superficialidad y a la inmadurez. Un pasatiempo adolescente sospechoso a la vez que inevitable del que los jóvenes se desprenden cuando descubren las verdaderas dádivas de la vida: el alcohol, las mujeres, las competiciones deportivas. Porque claro, estas interpretaciones son, además, netamente machistas y ni siquiera conciben que el medio pueda apelar a las mujeres.

¿Por qué perduran estas mentalidades añejas? ¿Es solo una mezcolanza de desinterés e ignorancia? En parte sí, pero no solo. En mayo de 2019 tuvo lugar el V Congreso de Periodismo Cultural en Santander, donde se congregó la élite cultural española para tratar el tema de los videojuegos bajo el título «Game over: entretenimiento, arte, negocio, realidad virtual, violencia y adicción en los videojuegos». Fue concebido por su director como una hoguera de las vanidades, oficiando él mismo de Savonarola extemporáneo. En cierta manera, le salió el tiro por la culata. Invitó a muchos expertos y académicos en videojuegos que defendieron de manera muy competente los méritos del medio. Al mismo tiempo, ofreció el atril de ponentes a perfiles cuando menos discutibles para hablar de videojuegos. Por ejemplo, un psicólogo con una clínica especializada en desintoxicación de nuevas tecnologías que mezclaba juegos, tragaperras, pornografía o redes sociales en el saco de trampas digitales. Lo primero que hizo fue proyectar conversaciones de WhatsApp con madres desesperadas que ingresaban a sus hijos adolescentes en la clínica para curarlos de su adicción: móviles, redes sociales, internet, videojuegos, un poco de todo. Luego pasó a desarrollar su tesis, muy sencilla en el fondo: los videojuegos hay que prohibirlos. Los móviles, internet y las redes sociales tampoco le gustaban mucho, pero parecía entenderlos como un mal necesario. A los videojuegos no. Si él tuviera un botón para destruir cincuenta años de historia y una industria donde trabajan cientos de miles de personas para entretener a miles de millones alrededor del mundo, lo pulsaría. En otro capítulo profundizaremos en lo que acaeció aquellos días de mayo en Santander, pero por ahora nos vamos a detener en lo que este emprendedor de la psicología representa, que no es otra que la brocha gorda, la simplificación y la incitación al pánico moral enmascarada en supuestos argumentos de autoridad.

La técnica Ludovico

Durante años se han esgrimido todo tipo de estudios científicos para intentar demostrar una conexión entre videojuegos violentos y el fomento de la agresividad en niños y adolescentes. La realidad es que, aunque hay conclusiones para todos los gustos, la mayoría de los estudios con un mínimo rigor tienden a señalar la falta de evidencia científica que vincule ambos fenómenos. Es realmente difícil sacar conclusiones definitivas sobre algo que no se puede aislar en un laboratorio y cuyas consecuencias se tienen que medir en años, pero hay dos aspectos que deberíamos tener en cuenta. El primero es que llevamos, de una forma u otra, más de treinta años jugando a videojuegos violentos en las sociedades occidentales, circunstancia que no ha derivado en un aumento exponencial de los crímenes violentos entre la población. Más bien al contrario. En 2008, los registros de la Oficina de Justicia Juvenil y Prevención de la Delincuencia de Estados Unidos indicaban que los arrestos por crímenes violentos habían decrecido desde principios de los noventa, algo que coincide con el aumento de la prevalencia de videojuegos violentos. El segundo es que, a pesar de los denodados esfuerzos de los tabloides, los responsables de los crímenes más horripilantes e impactantes, como tiroteos masivos, no se han revelado de manera sistemática como jugadores acérrimos de juegos violentos. Adam Lanza, el asesino de la masacre de Sandy Hook (2012), jugaba a World of Warcraft y, de manera obsesiva, al simulador de baile Just Dance. En un mundo donde juegos bélicos como Call of Duty y fantasías delincuenciales como Grand Theft Auto