El siglo que se nos fue - Francisco Gil Craviotto - E-Book

El siglo que se nos fue E-Book

Francisco Gil Craviotto

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Beschreibung

Dicen que la mujer de Lot, al huir de Sodoma, cometió la imprudencia de mirar hacia atrás y, al instante, se convirtió en estatua. El autor de esta obra, sin miedo a que tal maldición pudiera caer sobre sus espaldas, se ha parado a contemplar el siglo XX y el resultado ha sido el libro que el lector tiene en las manos. Sin prisas se ha detenido en los siete momentos que le han parecido más significativos: la resaca de la pérdida de las colonias, la dictadura del general Primo de Rivera, la guerra civil, los inicios del franquismo, la década de los cincuenta, la emigración española por las ciudades de Europa —en este caso, París— y, ya en plena democracia, los años finiseculares. Los personajes que pueblan cada una de estas historias —protagonistas y acompañantes— aman, sufren y disfrutan el momento histórico que les ha tocado vivir y, a través de ellos, el lector también lo revive. Un estilo moderno y diáfano ayuda a que cada uno de estos relatos pueda llegar a todo tipo de lector.EL AUTORFrancisco Gil Craviotto hizo sus primeras armas periodísticas en el desparecido diario Patria. Posteriormente, descontento con el ambiente granadino de la época, se marcha a París. Allí permanece 30 años, se licencia en Letras (Universidad de París IV), ejerce la docencia y la traducción y, en 1993, regresa a Granada, donde reside en la actualidad. Con excepción del teatro y el guión cinematográfico, ha cultivado todos los demás géneros literarios que emanan de la prosa —novela, relato, biografía, semblanza, ensayo, cuento, viñeta…— y ha colaborado con artículos y crítica de libros o de arte en numerosos periódicos y revistas literarias.

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PRÓLOGO

LA CIRCUNSTANCIALIDAD DEL MOMENTO HISTÓRICO EN FRANCISCO GIL CRAVIOTTO

Prologar un libro de relatos es siempre una tarea compleja, dado que hay que buscar la manera de enlazar las palabras lanzadas desde la actividad teórica con la interpretación de todos los cuentos que componen el libro a modo de conjunto. Esta coyuntura rompe continuamente la posibilidad de establecer esquemas teóricos, que son mucho más sencillos de elaborar a partir de una obra homogénea. En definitiva, hay que rescatar de los textos todas las claves comunes que los mismos puedan ofrecer e incardinarlas de manera casi artesanal hasta llegar a establecer un mosaico que pueda ser tomado como reflejo de la obra literaria presentada.

Siguiendo el título establecido en este prólogo observo en la obra un procedimiento técnico que aúna las distintas narraciones en una misma dirección teórica: la circunstancialidad del momento histórico. Con esta idea quiero expresar la manera en la que el autor sumerge al lector en las diferentes historias contadas. En todos los relatos que aquí se presentan destaca el interés por acotar la Historia y traducirla en breves momentos con los que poder trabajar mejor. Es mucho más concreto un momento histórico que la Historia (en general), porque el momento permite describir circunstancias de la vida real en vez de circunstancias históricas, las cuales siempre serían mucho más vagas e incluso abstractas. Por eso no podemos hablar en esta obra de relatos de tipo histórico, sino de relatos a los que el momento histórico afecta en tanto que las circunstancias de sus personajes se ven afectadas por esos momentos concretos.

Esta idea está muy en consonancia con el estilo literario de este autor en cuanto a la elaboración de su prosa. La narrativa de Francisco Gil Craviotto supone una continua indagación en la dimensión psicológica y social del ser humano. Su preocupación fundamental es la observación, desde el plano ficcional, de cómo se conjugan estas dos dimensiones en el hombre, y cómo las mismas establecen una jerarquía de poder que mantiene interrelacionadas las diferentes capas de la sociedad. Esta indagación antropológica tan profunda requiere que el autor sitúe sus historias en comunidades pequeñas, con pocos personajes que puedan ser arquetipo de todo un país y de una época. El libro, como ya se ha dicho anteriormente, se sitúa en varios momentos de la Historia de España. Así podremos contemplar la circunstancialidad del momento histórico en torno a la pérdida de la colonia de Filipinas, el reinado de Alfonso XIII, la dictadura de Primo de Rivera, la proclamación de la República, la Guerra Civil, la posguerra, los años 60, el inicio de la democracia y la consolidación de la misma.

El siglo que se nos fue está compuesto por siete relatos, los cuales se presentan a modo de paseo por la condición humana situada dentro de épocas diferentes del siglo XX en España. Así, en “La filipina”, el autor se centra en el Desastre del 98 y los primeros años del siglo. En “El Astillita”, el relato se desarrolla fundamentalmente durante la dictadura de Primo de Rivera. “Rufina” es una historia ambientada en su parte central en los primeros años de la Guerra. Con “Mariquita Pérez” nos encontramos una ambientación de posguerra, al igual que con “Dos maestros” y “Teresica”. Finalmente, “Pepe el Gallina” sitúa su acción principal en un París receptor de inmigrantes españoles.

Gil Craviotto, con esta exposición de múltiples temporalidades, consigue enfatizar aún más la idea de desarrollo antropológico de su aproximación a las diferentes historias, pues las circunstancias influyen en el desarrollo de muchas de las acciones de la historia, pero no en el cambio de la categoría moral de los personajes.

El momento en el que transcurre la mayor parte de los relatos es, como se ha podido observar, la posguerra. No en vano el autor nos dice en su “Aviso al lector” que ha tratado de “rememorar, a través de unos personajes que aman, sufren, y a veces rozan la felicidad, aquel tiempo para siempre perdido y acaso, como diría Proust, un instante ‘retrouvé’”. Gil Craviotto busca apresar el tiempo de su infancia mirándolo a la vez con los ojos del niño de entonces y de la persona madura de ahora. Por eso hay tantos saltos temporales hacia momentos distintos, porque parte de las circunstancias y acciones que expresa el autor corresponden a los recuerdos infantiles que posibilita la memoria, y otras partes corresponden al desarrollo ficcional y conscientemente construido del hombre maduro que analiza muchos años después aquellos momentos.

Todas las narraciones desarrollan sus historias y argumentos en un mundo anclado en un feudalismo rural de carácter premoderno. El mundo urbano que aparece es bien Granada, bien París, que representa verdaderamente la modernidad. Aunque incluso en el París de Pepe el Gallina no dejamos de asistir a esa ambientación rural, pues vemos cómo la miseria del mundo rural que nos describe Gil Craviotto llega a la modernidad de París. Es la dimensión psicológica del personaje la que recrea el ambiente de los diferentes relatos. Así, la historia de España nos aparece siempre como una nebulosa psicológica que bien se pega a los personajes, bien los condiciona desde la propia raíz de su dimensión humana. Por tanto, no podemos considerar en ningún momento que la historia sea un mero marco en el que situarlos. Esta es la razón por la cual del hecho histórico se habla poco, dado que la preocupación fundamental del autor es la de describir las circunstancias de la intrahistoria (dicho en términos unamunianos) que suceden durante el momento concreto en donde se ambienta el argumento del relato. A lo largo de un mismo cuento podrán suceder temporalidades diferentes que se describirán sucintamente a través de datos mínimos de la historia del país. La idea es que podrán cambiar las circunstancias y estas podrán posicionar a los personajes en un lado u otro, pero la moral está por encima de estas circunstancias y, quien era de una manera determinada en un momento, lo sigue siendo igual por mucho que sus circunstancias hayan cambiado. Pero ese cambio de circunstancias históricas y personales no es suficiente para transformar el carácter de los personajes porque lo impide la jerarquización impuesta por el feudalismo rural. Es como si la modernidad no hubiera llegado nunca a las conciencias de los españoles del siglo pasado.

Con todo lo que se ha dicho hasta ahora, creo que se puede afirmar que el interés real del autor es exponer la condición humana desde diferentes puntos de vista. Para ello, Gil Craviotto huye de los arquetipos fáciles y moralistas de ‘buenos’ y ‘malos’, y se centra en el análisis de las estrategias mediante las cuales el poder jerarquizado del mundo rural impide la emancipación de los miembros de una sociedad. Nos encontramos una idea de poder muy semejante a la que maneja Ayala en toda su cuentística, es decir, el poder como una usurpación que unos hombres hacen de la libertad de los otros.

La idea de usurpación de la libertad individual hay que entenderla dentro de este contexto desde un punto de vista no sólo político, sino también moral; usurpación como sometimiento, subordinación o apadrinamiento interesado. Es en esa usurpación en la que Gil Craviotto centra la vida psicológica de los personajes y a partir de la cual hace girar todas sus circunstancias. En este sentido nos vamos a encontrar en casi todos sus relatos con dos figuras principales en torno a las cuales van a girar los diferentes mundos que nos retrata el autor: un detentador del poder que puede ser el cacique (como representante del poder social y político), el cura (como representante de la Iglesia). Por otro lado nos encontraremos con la figura del rebelde, del que trata de escapar de las manipulaciones urdidas por el detentador del poder, figura que puede venir representada por un maestro, un médico, un antiguo soldado… Ahora bien, existe un tercer personaje que nos hace reflexionar: el inmoral. Este personaje es el que trae sobre el relato el mundo de lo miserable; es el personaje que traiciona, castiga o mata por dinero o por estar al lado del poder social, político o eclesiástico. Lo más interesante de este establecimiento jerárquico y triangular es que Gil Craviotto nos impide interpretar de manera fácil a sus personajes, porque todos desarrollan acciones múltiples que no podrán ser juzgadas de una forma maniquea. Así el Astillita (hijo del cacique) ejercerá su poder social para arrastrar a Lola hasta un viejo caserón y gozar de ella; pero ella mostrará su interés no sólo en lo económico, sino también en cuanto a la atracción sexual, que le hará llegar al enamoramiento. El Capitán del relato “Rufina” sacará a Manolico de la cárcel, pero nunca se interesará ni preguntará porqué lo metieron allí, con lo cual Manolico morirá sin respuesta a esa pregunta. Doña Remedios se negará a seguir indagando acerca de la muerte de su marido a manos de las brigadas negras, por miedo a encontrarse con que el cura o el cacique puedan estar implicados en la misma. Teresica, en aras de su carácter de educadora social, justificará el intento de violación o el bestialismo, dado que el agresor no es capaz de discernir el bien del mal.

El autor consigue esta sensación de dificultad en el juicio del personaje gracias a la introspección psicológica tan profunda que realiza para exponer en toda su dimensión la miseria humana. Las acciones que realizan los distintos personajes resultarían increíbles si nos fijamos sólo en lo aparente. Incluso se podría decir que en algunos momentos muchos de los personajes y las acciones llegan a rozar lo absurdo (si no tenemos como referente esa introspección psicológica de la que vengo hablando). Habitualmente estamos acostumbrados a comprender a los personajes y, gracias a esa comprensión, poder calificarlos moralmente y, dependiendo de ello, identificarnos en mayor o menor medida con los mismos. Los personajes de Gil Craviotto no permiten esta identificación fácil, porque el mundo que plantean no es positivo ni negativo sino algo que va mucho más allá: miserable. La influencia de autores como Victor Hugo, Octave Mirbeau y Kafka se pone de manifiesto en cada uno de los acercamientos a la construcción psíquica del personaje. Por otro lado, la idea kafkiana del poder está presente en muchos de estos relatos. Se nos plantea un mundo en el que los personajes no hacen nada y, sin embargo, sufren consecuencias que realmente no les corresponden, al menos siguiendo una sucesión lógica de los hechos.

Como habrá podido apreciar el lector a lo largo de las palabras que componen este prólogo, nos encontramos ante un conjunto de relatos muy críticos con algunas estructuras morales y de poder que han construido los seres humanos. Son relatos de difícil posicionamiento como lectores, pues Gil Craviotto no se dedica a repetir los esquemas de lo ‘políticamente correcto’ del momento histórico que ahora estamos viviendo. No nos enfrentamos a una literatura de simple distracción, sino con algo que parece hoy día, más que nunca, olvidado: la reflexión acerca de la condición humana, realizada desde un punto de vista meramente filosófico, pero utilizando como recurso de presentación una literatura de alta calidad estética.

Ahora, lector, abre tu mente para volver a cuestionar la matriz existencial del ser humano durante el siglo que se nos fue.

Antonio César Morón Espinosa Universidad de Granada

Granada, 2010

Aviso al lector

Los varios relatos que integran este libro tienen una nota común que los aúna y hermana: la acción en todos ellos transcurre en el siglo XX. Fue un siglo ingrato de guerras, muertes y dictadores, pero también, sobre todo para los que vivimos la infancia y adolescencia en aquellos tiempos difíciles, con sus encantos y remansos de paz: juegos, canciones, atardeceres, los senos de Lolita, los besos y caricias del primer amor… Todo un mundo de miserias y dichas que ahora, diez años después de fenecido el siglo, vuelve nimbado de nostalgias. Ya lo dijo Machado: se canta lo que se pierde. En las páginas que siguen he tratado de rememorar, a través de unos personajes que aman, sufren y a veces rozan la felicidad, aquel tiempo para siempre perdido y acaso, como añadiría Proust, un instante “retrouvé”.

A la memoria de aquellas personas queridas que se llevó para siempre la barca de Caronte.

Y pasa el siglo con sus vagas derrotas y sabidos prodigios, dejando por nosotros su estela inalcanzable, dolorosa hasta el alma.

LA FILIPINAI

Hacía más de siete años que el Gustavo entró en quintas -había tenido la mala suerte de que le tocara Filipinas- y, cuando en El Aljibe del Marqués -un pueblo que ni tenía aljibe ni entre sus habitantes figuraba ningún marqués-, todo el mundo lo daba ya por muerto, un buen día corrió la buena nueva de que el Gustavo había regresado la noche anterior. Muy pronto, enredada a esta noticia, llegó otra aún más sorprendente: el Gustavo se había traído de la excolonia a una filipina.

En un pueblo tan falto de distracciones y novedades el retorno del Gustavo, con al aditivo de la Filipina, muy pronto se convirtió en la comidilla de mentideros y comadres. Todo el mundo quería ver a la tagala. Sobre todo la población masculina, aunque no estuviera en su camino, todos procuraban pasar por la puerta, siempre pensando en que tal vez el azar pudiese regalarle la ocasión de verla por primera vez. Algunas personas, al ver a los padres del Gustavo entrar o salir, muy cortésmente y con grandes muestras de alegría, le preguntaban por él. La respuesta siempre era la misma: “Está tan cansado, después de un viaje tan largo, que está descasando”. Algunos volvían a insistir: “¿Y ella?”“Ella, más cansada todavía”. Ante esta situación no cabía más que echarle paciencia al asunto. Antes o después ya lograrían verla.

Muy pronto estas primeras novedades se completaron con otra aún más sorprendente: según contaban vecinas y comadres, al día siguiente de llegar, a la hora de las compras, Gustavo acompañó a su madre a la tienda de Jorge. Cuando, después de llenar la cesta -esta vez bastante más repleta que de costumbre-, llegó la hora de pagar, el tendero le hizo a la buena mujer la pregunta de siempre:

-¿Va a pagar o se lo apunto?

-Me lo apunta -respondió ella.

Pero, al instante, Gustavo echó mano a la cartera y pagó hasta el último céntimo de la deuda acumulada. Tanto la madre como el tendero se quedaron con la boca abierta. Nadie comprendía en el pueblo cómo podía ser que un hombre que se marchó pobre a la mili volviese ahora con la cartera llena.

Dos días después era domingo y la misa de doce, también llamada misa mayor, tuvo un lleno como no se conocía desde hacía muchos años. Todo el mundo -y muy especialmente los hombres-, quería conocer a la filipina y, como todo el mundo suponía que el Gustavo la llevaría ese día a la misa mayor, el lleno fue excepcional. Una manera como otra -pensaban- de presentarla -quizás sería mejor decir exhibirla- a sus paisanos. Mucho antes de que sonaran las campanadas del último toque ya había varios corrillos de hombres apostados en la puerta de la iglesia esperando el gran acontecimiento. En todos ellos el tema de conversación era la filipina y cómo podía ser que el Gustavo hubiese podido llegar con ella desde tan lejos.

En el corrillo más próximo a la puerta del templo todos los allí reunidos estaban de acuerdo en que el Gustavo desde zagalón había sido muy mujeriego y que, por eso de que era alto y bien plantado, siempre le fue bien con las mujeres; pero lo que nadie podía aceptar es que, después de varios años novio de la Carmela, que hasta le había guardado luto y le había pagado una misa por el eterno descanso de su alma, llegase ahora al pueblo casado con otra. Eso no estaba bien y hasta los que más lo estimaban tenían que reconocerlo. Alguien contó que, cuando corrió la voz de que Gustavo había vuelto, Carmela, loca de alegría, se puso su mejor vestido y, justo en el momento en que iba a abrir la puerta de su casa para salir corriendo a ver a su novio, la madre le paró los pies.

-No vayas -le dijo.

-¿Por qué?

-Porque es mejor que no vayas.

-¿Y eso?

-Viene con otra.

Carmela notó que le fallaban las piernas, se sintió desfallecer y cayó al suelo. El soponcio le había costado dos días de cama y, si al fin aquel día se había levantado, fue para ir a misa.

Un poco más allá, en otro corrillo, se hablaba sobre todo de la Filipina. El tío Manolico, un vejete bien entrado en años pero aún dispuesto a correrse más de una juerga, peroraba sobre el tema.

-Las mujeres orientales, sobre todo las japonesas, las chinas y las filipinas, son mucho más dulces y cariñosas que las españolas. El que jamás se ha acostado con una mujer oriental no sabe lo que es echar un polvo de verdad.

-¿Es cierto -le preguntó un joven apodado el Garduño- que tienen muy poco vello y que esto hace que siempre parezcan medio niñas?

-Así es -respondió Manolico-, como también es cierto que son más estrechas que las españolas y tienen poco tetamen: justo lo que cabe en una mano, ni una onza más.

-Pues yo -agregó el tío Pepe-, en cuestión de tetas, prefiero que se me sirva con más generosidad y, cuanto más, mejor.

-Eso va en gustos.- agregó el Paco.

-Pero lo mejor de todo -siguió perorando Manolico-, es, como ya he dicho, lo dulces y cariñosas que son. Yo hice la mili en Madrid y no demasiado lejos del cuartel había una casa de putas. Entre las ocho o diez chicas que tenía el burdel había una chinita. ¿Queréis creer que era la que todos los reclutas preferíamos?

Interrumpió la charla el Sebastián, que tenía fama de beato.

-¿No os parece, amigos, que en la puerta de la iglesia y esperando la misa mayor, hablar de putas y tetas no es el mejor tema de conversación?

-Ya salió el hijo del sacristán.

-Luego vas y se lo cuentas al cura.

-Yo no voy a contarle nada al cura; sólo propongo cambiar de conversación.

No tuvieron necesidad de hacer tal cambio. En ese preciso momento comenzó a sonar la campana. Era el último toque y, aunque el Gustavo y la Filipina aún no habían aparecido, todos fueron entrando en el templo.

II

Iba algo más que comenzada la misa cuando un leve quejido de las bisagras de la cancela indicó a todos los feligreses que alguien entraba o salía de la iglesia. En efecto, en ese momento entraban en el templo Gustavo, sus padres y la Filipina. Unos segundos después, justo en el instante en que el cura se volvía hacía los fieles para decirles “Dominus vobiscum, (“el Señor sea con vosotros“), los dos hombres buscaban asiento en los bancos de la izquierda y las dos mujeres en los de la derecha. Algunas personas aprovecharon el instante para volver con disimulo la cabeza; otros se limitaron a mirar a los recién llegados con el rabillo del ojo. Quien no levantó los ojos fue Carmela: prefería hacerse la tonta a que sus paisanos vieran que estaba llorando. Continuó la misa y, cuando llegó el momento del sermón, el cura recordó con breves y sentidas palabras el regreso de Gustavo.

-Hoy -dijo-, tenemos que dar gracias al Señor por el regreso de un hijo de este pueblo, Gustavo López García, que ha estado en las lejanas tierras de Filipinas defendiendo el honor de España. Las guerras, hermanos míos, unas veces se ganan y otras se pierden, pero lo más grave no es perder una guerra, sino perder el honor. Sobre ese particular podemos estar seguros de que, gracias al sentido del deber de nuestros marinos y soldados, una vez más, el honor de España ha estado a la altura que todos deseamos y la Patria se merece.

Dio por terminado el sermón y comenzó a bajar las escaleras del púlpito. Fue entonces cuando, en los bancos de las mujeres, se oyó que, muy en voz baja, alguien comentó:

-Pues tampoco es tan guapa.

Otra voz añadió:

-Si parece que tiene los ojos “chuchurríos”.

Y una tercera concluyó:

-¡Con los ojazos que tiene Carmela!

Más allá otra voz terció:

-¿Y los pelos? ¡Lacios, como la cola de una yegua!

Un prolongado “Pssss…”, volvió el templo al silencio.

Cuando terminó la misa, como siempre, los hombres salieron antes que las mujeres. Fue entonces cuando el Gustavo recibió la lluvia de saludos y parabienes. Tampoco le faltaron al padre.

-Vaya, Eduardo, estarás contento, que ya lo tienes aquí.

-Os podéis hacer una idea.¡Siete años esperándolo!

-Y sin un rasguño, que es lo mejor.

-Vaya, vaya… ¿Y cómo es que no has venido antes?

-Nos tuvieron presos esos hijos de la gran puta. Yo creí que nos mataban de hambre.

-¿Y cómo es que han dejado que te traigas a tu mujer en el barco?

-Tuve que darle al cocinero la mitad de mis ahorros para que la escondiera en la despensa.

Cuando al fin llegó el final de parabienes y preguntas, casi en volandas, se llevaron a padre e hijo a la taberna de Agapito, donde les esperaba otro triunfal recibimiento.

-¡La primera ronda -gritó el tabernero en cuanto los vio aparecer-, la paga la casa!

A esa primera ronda siguió otra y otra y otra…. Un día es un día, solían repetir unos y otros. Alguien, en medio del jolgorio, le preguntó a Gustavo cómo se las había arreglado para traerse a su mujer desde tan lejos.

-Tuve que darle al cocinero un dineral para que la escondiera en la despensa.

-¿Cómo puede ser que siendo tu esposa no la dejaran salir?

-Cuestión de papeleo. Si esperamos los papeles todavía estaríamos allí.

La sombra de una duda cruzó por la mente de Sebastián. ¿Sería la Filipina la esposa de Gustavo o tan sólo su amante?, se preguntó. Todos los demás aceptaron la odisea que él, acompañado por el aliciente del vino, les estuvo contando.

Cuando al fin volvieron a casa, en lugar de almorzar, padre e hijo fueron a sus respectivas camas y, sin siquiera quitarse los zapatos, se dejaron caer en ellas.

III

Fue al final de la tarde cuando, después de dormir la mona, el Gustavo llevó a la Filipina a conocer lo más vistoso del pueblo: las ruinas de un castillo y un aljibe que en otro tiempo debieron proteger el poblado y de los que apenas quedaban en pie unas pocas piedras. Para llegar hasta allí había que salvar una respetable subida por un camino no demasiado cuidado; pero, una vez en la cima de la colina, la panorámica era magnífica. En el altozano donde en otro tiempo estuvo el castillo, las pocas piedras que quedaban en pie estaban rodeadas de hierbas y matojos. Los animales del monte habían instalado allí sus reales y, en cuanto veían aparecer algún ser extraño, desaparecían a la carrera. María la Filipina no pudo evitar un “¡ay!” al ver saltar a unos pocos metros de sus pies, una enorme liebre que desapareció a la carrera monte abajo. Poco más allá alzó el vuelo una lechuza o mochuelo. Imposible distinguirlos a esa distancia. Había surgido de la única altura que aún quedaba en pie en el castillo: parte de lo que debió ser una torre a la que aún se podía subir por unas escaleras milagrosamente casi intactas.

-Le dicen la torre de las brujas -le informó Gustavo.

-¿Por qué?

-Porque cuentan que, desde esta torre, se lanzaban las brujas con una escoba y se marchaban volando.

-¿No se mató ninguna?

-Ninguna.

-Pues yo no me atrevería a hacer la prueba.

-Con una buena escoba…

-Ni con diez escobas.

-¿Subimos?

-No merece la pena.

Siguieron explorando el lugar, hurgando entre las matas y las piedras.

-¿No hay serpientes? -preguntó.

-Sólo inofensivas culebras.

Se sentó en una de las muchas piedras que había diseminadas por lo que antes debió ser castillo. Desde allí la panorámica era impresionante. Si miraba a un lado tenía debajo el pueblo, con sus casitas blancas, sus chimeneas humeantes y la torre de la iglesia en el centro; si miraba al otro, era todo un inmenso lienzo de cortijos y sembrados, entre los corría un río pequeño y que sinuoso que, a través de alamedas y castaños, bajaba de las cumbres de la sierra formando una pequeña y bien cuidada vega.

-¿Cómo puede ser que, teniendo un río tan cerca, construyeran un aljibe?

-En caso de cerco del enemigo de poco le iba a servir a la gente del castillo el agua del río. Siempre que ponían sitio a una fortaleza lo primero que hacían era cortarles el agua.

-¿Y cómo lo llenaban?

-Parece que tenían dos maneras de llenarlo: una era el canalillo que viene del río (todavía quedan algunos retazos cubiertos de tierra y maleza), y la otra las aguas de la lluvia de los tejados del castillo que, a través de cañerías, iban a parar al aljibe. En caso de sitio no les quedaba más que esta última solución.

-Debía ser muy dura la vida en el castillo.

-Era dura, pero mucho menos que lo fue la vida de los soldados españoles en tu tierra.

Él le ofreció una ramita de espliego silvestre y ella se lo agradeció con un beso. Por las colinas del oeste el sol comenzaba adeclinar. Unas nubes algodonadas, que por esa parte del horizonte hasta ese momento habían permanecido blanquecinas, comenzaron a irisarse de colores que iban del rojo refulgente al morado, pasando por el rosa aterciopelado y el amarillo.

-¡Qué hermosura de paisaje y de tarde! -murmuró María.

-Sí, es hermoso este atardecer. -respondió Gustavo

-Es la hora del amor -continuó María-. ¡Ámame!

-Sí, te amo.

-Ámame aquí y ahora mismo.

Él la besó con ardor.

-Sigue adelante y haz realidad ese amor.

Se fueron despojando de sus ropas y, en la soledad del atardecer, sin más testigos que los pájaros y las alimañas del monte, vivieron su éxtasis de amor. En el momento en que empezaron a vestirse también comenzaba a anochecer. Les quedaba un buen trecho para llegar al pueblo. Ya habían iniciado el camino de regreso cuando vieron en el cielo la primera estrella de la noche.

-¡Mira! -gritó María-. El lucero de la tarde.

-Sí, como nos descuidemos se nos va a hacer de noche en el campo.

Fue lo que al fin sucedió. En cuestión de minutos cerró la noche

-¿Hay aquí alimañas peligrosas? -preguntó María.

-No. El único peligro es partirse una pierna.

El pueblo los recibió con los quinqués y candiles encendidos y una jauría de perros que ladraban detrás de cada puerta. Cuando entraron en la casa ya habían cenado los viejos.

-Ha venido Paca la del Molino -le informaron-, en busca tuya. Dice que don Juan quiere verte.

-¿A mí?

-Sí, a ti. Parece que es algo muy importante.

IV

Era más de media mañana cuando se presentó en la casa del cacique. Fue Paca la del Molino la que le abrió la puerta.

-Como parece que don Juan quería verme…

-Sí, pasa. En seguida le aviso.

La criada lo pasó a una salita, pequeña y con recias cortinas, en cuyo testero principal lucía una Inmaculada de tamaño reducido. Unas flores, ya ajadas, languidecían a sus pies. Apenas había terminado de sentarse cuando volvió Paca.

-Dice que pases. Está en su despacho.

Paca lo acompañó hasta la puerta. Antes de llegar a ella Gustavo oyó la voz del cacique.

-¡Adelante! ¡Adelante!

Don Juan saltó del sillón frailuno en donde estaba sentado y abrazó con efusión al recién llegado.

-Mi bienvenida a un héroe de la patria.

Luego se quedó mirándolo.

-¡Coño! Pero si vienes más joven de lo que te fuiste. Bienvenido. No sabes lo que te echábamos de menos.

Era un hombre ya entrado en los cincuenta. Pelo ceniciento invadido por amplias entradas, mirada inquisitiva y dominadora, carrillos gordezuelos y cuerpo que ya iniciaba su imparable carrera a la obesidad. Un insolente bigotillo completaba su retrato. Invitó a Gustavo a sentarse en el sofá y él ocupó el sillón que estaba al lado. Esta deferencia ya indicaba una señal de aprecio. Lo normal era que el visitante ocupase una silla y él el sillón frailuno que tenía detrás de la mesa.

-¿Qué quieres tomar? -preguntó el cacique.

-Me da igual. Lo que usted tome.

-Yo a esta hora suelo tomar una copita de jerez.

-Pues una copita de jerez, pero por mí no se moleste.

-No es ninguna molestia. Es la celebración del regreso de un héroe.

Llamó de nuevo a Paca. No debía estar muy lejos, pues llegó en seguida.

-Nos pones una copita de jerez y unas tapas de jamón.

-Sí, señor. Ahora mismo.

-Vaya, vaya… Aquí diciendo misas por el eterno descanso de tu alma y tú por ahí seduciendo a chiquitas filipinas. Dime ahora en confianza: ¿A cuántas has desvirgado?

Gustavo respondió con una carcajada.

-Usted siempre tan bromista. Veo que sigue igual.

Justo en ese momento llegaba Paca con las copitas y la botella de jerez.

-Las tapas las está preparando Remedios. En seguida las traigo.

Iba a llenar las copas, pero don Juan la detuvo.

-No te molestes. Me ocupo yo.

Mientras Paca se alejaba el cacique volvió al tema de Filipinas.

-Lo que allí seguro que no teníais -dijo al tiempo que llenaba las copas- es un vino como éste: jerez de la mejor calidad.

-Allí -respondió Gustavo-, la mayor parte del tiempo la hemos pasado prisioneros de esos hijos de puta, y hubo un momento en que yo creí que nos iban a dejar morir de hambre.

-Más vale olvidar todo eso. Ya lo pagarán antes o después.

Ambos alzaron la copa.

-Por tu regreso a España.

-Por este nuevo encuentro.

Justo en ese preciso momento volvía Paca con la bandeja de jamón. También traía un cuenco con aceitunas aliñadas.

-¿Has encontrado el pueblo muy cambiado?

-No mucho, esa es la verdad. He sabido que ha muerto doña Carmen y, aunque no me gusta hablar de cosas tristes, me apresuro a darle mi más sentido pésame.

-Muchas gracias, hombre. ¡Ya ves! No somos nadie.

-Cuando yo me fui estaba delicada, pero, vamos, nadie podía imaginar una cosa así.

-El corazón, amigo mío, el corazón.

El cacique llenó de nuevo las copas. Gustavo estaba cada vez más intrigado. Seguro que el cacique no lo había llamado a su casa para tomar unas copitas de jerez y degustar unas tapas. Otra debía ser la razón.

-Me han dicho que vienes casado…

-Sí, vengo casado.

-¿Una tagala?

-Sí, una tagala.

-Tienen fama de guapas.

-Hay de todo.

Empezaba a vislumbrar la razón de la llamada, pero aún no estaba del todo clara. El cacique fue a llenar de nuevo el vaso.

-No, muchas gracias. Es un vino exquisito, pero se sube a la cabeza.

-Lo que tú digas. ¿Un cigarrito?

-Sí, muchas gracias.

Le pasó la petaca. Luego, con esmero y parsimonia, ambos fueron confeccionando sus respectivos cigarros. Los encendieron y, con la primera bocanada de humo, el cacique le lanzó su pregunta clave.

-¿Tienes ya trabajo?

-¿Trabajo? Pues la verdad es que todavía no me he puesto a buscarlo. Sólo hace tres días que llegué al pueblo y…

-Pues no busques. Yo tengo trabajo para ti y además también para tu mujer.

-¿Para mi mujer también?

-Sí, cocinera. ¿Qué te parece?

-Pero si mi mujer apenas sabe freír unas patatas.

-No te preocupes: lo que no sepa se lo enseñará Remedios.

-Tanto ella como yo lo vamos a pensar. De momento queremos descansar unos días.

-Comprendo que queráis descansar unos días. Es normal después de tantos padecimientos y un viaje tan largo. Entre tú y ella elegís la fecha. No hay ninguna prisa.

-Muchas gracias, don Juan.

Se despidieron. Cuando Gustavo se vio de nuevo en la calle no pudo evitar la carcajada. Cocinera, cocinera, se decía entre risas, que comienza en la cocina y termina en la cama. ¡No, gracias! Para ese viaje no necesito alforjas.