El silencioso ruido de la letra H - Estefanía Aragón Pozo - E-Book

El silencioso ruido de la letra H E-Book

Estefanía Aragón Pozo

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Beschreibung

En la actualidad, los dioses griegos llevan una vida tan mundana como el resto de los humanos. Ese es el caso de Hera, deidad que trata de darle sentido a sus monótonos días. A raíz de un breve reencuentro con quien fue su marido, sufrirá una crisis de identidad que la impulsará a reflexionar sobre su existencia para superar sus miedos y aceptarse a sí misma. El lugar indicado para ello será el Museo del Prado, donde el arte le hará recordar su pasado, valorar el presente y decidir su futuro.

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El silencioso ruido de la letra H

Estefanía Aragón Pozo

ISBN: 978-84-19611-64-2

1ª edición, septiembre de 2022.

Editorial Autografía

Calle de las Camèlies 109, 08024 Barcelona

www.autografia.es

Reservados todos los derechos.

Está prohibida la reproducción de este libro con fines comerciales sin el permiso de los autores y de la Editorial Autografía.

A mi madre, por poseer la virtuosa capacidad de unión.

Nota de la autora

Esta novela no nace de la sabiduría exquisita, sino del humilde aprendizaje. Surge de un conocimiento incipiente que anhela crecer, impulsado por la hermosa curiosidad de una estudiante que se siente atraída por las enseñanzas que recibe. En el curso 2017-2018, durante mis estudios de grado, tuve la oportunidad de leer las Metamorfosis de Ovidio. Era lectura obligatoria de la materia «Bases grecolatinas de la cultura occidental: Arte y Literatura». Su apasionante contenido y el talento de sus docentes me hicieron disfrutar de unas sesiones en las que, además de leer y debatir otras tantas composiciones que me resultaron inspiradoras –como The Penelopiad de Margaret Atwood–, se nos invitaba a relacionar los mitos narrados en la mencionada obra con manifestaciones artísticas. Ambos elementos, mitología y arte, son los pilares en los que se sustenta esta creación a la que has decidido darle una oportunidad.

Las Metamorfosis de Ovidio es, en efecto, lectura obligatoria para todo aquel que sienta fascinación por la cultura grecolatina o por la belleza de la palabra. Conforme me sumergía en sus páginas, no solo sentía admiración por la grandiosidad de la obra –y la calidad de su traducción–, también me asaltaban dudas sobre cómo serían las emociones y pensamientos de un personaje concreto con tendencia al resentimiento y la venganza. Hera, la reina de los dioses, se me presentó como un enigma que debía resolver, un misterio al que mi inquieta imaginación deseaba dar forma. Este proyecto, por tanto, nace también de mi necesidad por entender a Hera, por descubrir y crear a la mujer que considero que ella podría haber sido –o es, ¿quién sabe?– en la actualidad.

No soy una experta en mitología, ni en arte. No obstante, la escritura de este proyecto requería de ciertos conocimientos que debía adquirir en una fase previa de documentación. En relación a la primera área mencionada, seleccioné con detalle los mitos que interesaban para el desarrollo de mi personaje principal y me informé sobre ellos; una investigación sencilla de suponer.

El estudio de la segunda materia fue más emocionante y, por ende, más atractivo de narrar. En la historia que alberga este libro, Hera recordará momentos clave de su existencia gracias a las obras de temática mitológica que se hallan en el Museo del Prado. Pues bien, ese mismo recorrido que Hera realiza se corresponde con la disposición real del Museo. O al menos con aquella que lo estructuraba en 2018. Un viaje a Madrid me permitió recorrer, durante horas, el Museo del Prado con el objetivo de anotar todas las obras de arte que pudieran transportar a Hera a su época dorada. Un tiempo después, el contenido de esa interminable nota del móvil se volcó en los planos del Museo que amablemente aparecen en su página web. Esto me permitió definir la ruta que Hera seguiría, es decir, establecer con coherencia espacial –en el Museo– y temporal –en el argumento– el orden en el que se abordarían los mitos escogidos.

El silencioso ruido de la letra H es un ejercicio creativo que, si bien toma narraciones destacadas de la mitología grecolatina como acontecimientos esenciales para el argumento, no persigue en ningún momento reflejar con absoluta fidelidad lo que otros autores clásicos ya han contado con una magia literaria que supera con infinitud a la mía. Ese propósito sería absurdo, pues tendrías entre tus manos un burdo intento de reproducción literaria, en lugar de una obra que plantea su desarrollo desde unas fuertes raíces que afianzan parte de nuestra cultura.

De hecho, lo que esta novela pretende ofrecer es una versión actualizada, rejuvenecida, amena y reflexiva de los mitos y personajes que en ella aparecen. Pese a que dichos componentes fantásticos parecen alejar la narración de la realidad, lo que propician es su acercamiento a la misma. La estética mágica no es el núcleo de El silencioso ruido de la letra H, sino el recurso que empleo para abordar cuestiones humanas desde un enfoque peculiar y realista. Esta original perspectiva se moldea desde la visión de una diosa digna de una segunda oportunidad para limpiar su nombre. Esa deidad solo podía ser la atormentada Hera, cuya historia merece escapar del silencio y ser escuchada.

Tras el intenso periodo de exigencia académica que supuso el último año del grado, me embarqué en la aventura del Máster en Escritura Creativa. El curso 2019-2020, pese a finalizar en unas extrañas circunstancias, fue el que me concedió las herramientas necesarias para culminar el proyecto que había diseñado con tanta ilusión. Un ambiente propicio, un fuerte impulso personal y el tiempo que antes no lograba encontrar me permitieron trabajar en el proceso de escritura hasta su desenlace.

No hay mucho más que añadir. Solo quería que supierais, querido lector, querida lectora, una pequeña muestra de lo que se esconde tras la creación de esta novela. El silencioso ruido de la letra H no es más que un modesto homenaje, una suerte de oda narrativa a la mitología grecolatina, a las obras del Museo del Prado y, por supuesto, a todas las mujeres que, como su protagonista, luchan contra la adversidad para convertirse en la mejor versión de sí mismas.

Gracias por leerme. Y por contribuir al fortalecimiento de mi mejor versión.

I

No sabemos lo próximos que estamos al abismo, a la oscuridad, hasta que observamos la negrura y su caída infinita desde cerca. Nuestras existencias transcurren de manera tranquila, siguen el son de la monotonía que se encarga de camuflar nuestros demonios, sometiéndolos a la rutina o, mejor dicho, al aburrimiento. No concibamos este aburrimiento como algo negativo; una existencia aburrida implica una normalidad, una estabilidad que nos asegura un bienestar permanente salpicado con días felices, días tristes y, en el caso de hoy, días que una prefiere relegar al olvido. Son días destructivos que agitan los pilares de la seguridad que tanto nos hemos esforzado por construir y nos hacen preguntarnos si todo lo que hemos creado, conseguido y creído que somos es real.

Lo he visto.

Hoy lo he visto, después de siglos evitándolo. Esta tarde, tomando un café, acompañado de una muchacha pelirroja. Me costó reconocerlo unos segundos. Estaba muy diferente en comparación a la última vez que conversamos, lo que no es de extrañar dada su tendencia a remodelar su aspecto. Nuestras miradas apenas se han cruzado un segundo, pero ha sido suficiente para desestabilizarme y hacerme ver que nunca me alejé del abismo: solo me puse una venda en los ojos y fingí que ya no existía.

Me ha visto y me ha reconocido. He observado cómo la animada charla decaía y se congelaba hasta distinguir confusión en el rostro de la joven. He vislumbrado en su expresión la intención de levantarse y venir hasta mí. Recordarlo me da pánico.

No le di la oportunidad. Me llevé el café a la barra; pedí que me cobrasen y me lo pusieran para llevar. Sabía que me seguía observando, que sus pupilas estaban clavadas en mí. No soporté más la situación. Me marché sin mi café de las tres de la tarde y sin la vuelta del billete de diez que había utilizado para pagar. El café más caro de toda mi existencia. Y eso ya es decir.

Camino con pasos rápidos, casi corriendo, hasta mi lugar preferido de la ciudad. Busco relajación en un intento de reducir mis pulsaciones por segundo. Sentada en mi banco de siempre, procuro concentrarme en el paisaje para apartarme de lo sucedido. Saco un cigarrillo y agradezco no haberme bebido el café. Mi sistema nervioso estaría aún más disparatado.

Cuando me altero fumo de manera compulsiva. Mis pulmones deberían estar negruzcos y podridos. La cajetilla siempre me advierte que fumar mata y yo respondo a su advertencia con una irónica sonrisa. Si no me matan los años y los disgustos, el tabaco tampoco va a hacerlo.

Con el segundo cigarrillo ocurre lo que estaba esperando. Un pavo real aparece de entre los arbustos del parque dando un pequeño saltito. Picotea dos o tres veces el suelo y se pasea cómodamente a pesar de mi proximidad. Siente que está con una amiga; al igual que yo me siento más segura y calmada cuando tengo la fortuna de verlo. Sabedor de mis emociones, extiende sus fantásticas plumas para mí; crea un espectáculo del que soy la única testigo. El abanico de ojos me contempla, me reconoce y me reconforta. La hermosura de estas aves nunca deja de sorprenderme.

Su plumaje brillante e hipnótico no tarda en atraer más público. Unos niños, que no respetan su espacio vital, se aproximan demasiado, maravillados por su belleza. El ave duda, permanece quieto. Cuando aparecen a paso ligero las madres de los críos, el pavo real recoge su cola. Antes de marcharse, tengo la sensación de que me dirige una última mirada para despedirse. Los niños se quejan de que se haya ido y a mí me entran ganas de explicarles de manera despiadada que ellos son los culpables de su partida.

Termino el tercer cigarrillo. Sin mi fiel compañero, aquí ya hay poco que hacer. Pongo piloto automático a casa mientras el cuarto cigarrillo se consume entre mis labios.

II

En momentos de tensión inicio un tonto mecanismo mental que actúa como sistema de defensa contra las adversidades. Es una actividad memorística básica que no me supone ningún esfuerzo, pero que resulta útil para mantenerme concentrada y distraída. Consiste en enumerar, por orden cronológico, los nombres de los que me he apropiado desde los inicios de mi existencia hasta hoy. La principal función de este listado es recordarme que soy un ser celestial, superior a cualquiera de los problemas mundanos que me ocasionan angustia.

Supongo que este truco no funciona cuando la causa de mi ansiedad es otro ser celestial capaz de generar conflictos celestiales. Por ello, en esta ocasión, solo consigo mencionar mis primeros nombres y contraponerlos al actual. Tal enfrentamiento supone un violento impacto que me obliga a preguntarme en qué he desperdiciado mi interminable tiempo. Al fin y al cabo, parece que mis emociones con respecto a él no han cambiado desde la última vez que nos vimos, acontecimiento que se me antoja lejano.

Empecé siendo Hera, también Juno… depende de una orientación más griega o romana. He sido llamada de muchos otros modos a lo largo de la Historia. Ahora me hago llamar Helia. Me gusta cómo suena. Es delicado y misterioso a la vez. Combina mi pasado con mi presente; tiene un toque de frescura y vivacidad adornado con recuerdos de antaño. La H simboliza mi época divina y el resto la transición desde ese periodo hasta el día de hoy; el proceso de humanización al que todos y cada uno de los dioses nos hemos visto obligados a someternos con el paso de los siglos.

Desde hace ya bastante tiempo, la situación de los dioses es muy distinta. Antes de tomar una nueva vida y un nuevo aspecto, escogemos una nueva palabra que nos represente y nos acompañe en la construcción de nuestra siguiente identidad. Esta pseudoidentidad es una construcción ficticia que mostramos a los humanos para integrarnos en su colectivo y que, a su vez, nos modifica y determina como seres inmortales. Debido al desencuentro, no logro extraer un resultado concluyente de la suma de todas mis identidades, no puedo afirmar con certeza en quién me he convertido. No obstante, sí tengo claro las preguntas a las que puedo responder: quién fui y quién intento ser.

Existe una serie de conceptos inherentes a mi yo inicial, es decir, al relativo a la cultura grecolatina. El primero de ellos es «reina de los dioses», cargo dotado de incalculable épica que generaba en torno a mi figura un halo de expectativas que nunca estuve capacitada ni para soportar, ni para cumplir. El segundo —o quizás el primero, dependiendo de lo que el autor de dicha fuente de información desee empoderarme— es «esposa de Zeus». Este término funciona como complemento del anterior, justifica el magnífico estatus que se me ha concedido. Reconozco que haber sido su mujer es una de las cosas más significativas de toda mi existencia, pero también he sido otras cosas que merecen la pena ser reconocidas antes que la mera asociación a otra deidad.

El tercero es «diosa del matrimonio», una categoría que a día de hoy me resulta tan dolorosa como irrisoria. Si bien es cierto que los elementos interesantes, como el sol o la tierra ya habían sido asignados cuando yo nací; no puedo negar que la elección del matrimonio como núcleo de mi divinidad fue desacertada e irónica. No era mi objetivo ejercer mi poder sobre la humanidad a través de la abominable fortaleza del matrimonio, solo pensaba que era un símbolo hermoso y digno de representar. Con el tiempo me arrepentí de aquella decisión. Dejé de creer en lo que tanto había defendido y, por consiguiente, dejé de tener fe en mí misma.

Por último, «rencorosa» y «vengativa» son dos epítetos que se me atribuyen con fidelidad. No tengo derecho a lamentarme; soy la única culpable de que esos desagradables adjetivos sean característicos de cualquier definición de Hera que se precie, aunque durante mi tiempo como reina de los dioses no siempre fui así. Un suceso, a lo que los humanos llaman mito, causó que mi divinidad experimentase una serie de mutaciones y reformas internas que no quedan recogidos en ninguna obra literaria, manual o investigación académica. Intenté reconstruirme, curar mis heridas y arrancar de raíz mis impulsos emponzoñados.

Esos fueron los inicios de lo que intento ser ahora y de lo que he intentado ser durante aproximadamente dos milenios. Mi existencia tras la época dorada puede resumirse en una serie de acciones con las que he pretendido redimirme o entretenerme. Pese a ser cometidos loables, se convierten en pequeñeces en comparación con los que realizan los humanos. Ellos son frágiles, efímeros. Yo, por el contrario, carezco de mérito porque mi exposición al riesgo es inferior. Puede que un trágico evento me provoque un sufrimiento psicológico con el que deberé convivir por toda la eternidad; pero el físico, por brutal que sea, no llegará a nada. Mis movimientos no ponen en peligro mi vida porque no tengo la capacidad de perderla.

Estos últimos siglos he formado parte de movimientos pacifistas, luchado a favor del sufragio femenino, cuidado de enfermos terminales, organizado campañas de recogida de productos para países en vías de desarrollo, trabajado en comedores sociales y presenciado la transición a varias democracias. He viajado por todo el planeta intentado desentrañar los misterios de la raza humana, pero con cada cambio de lugar y de época he descubierto que la humanidad es un enigma irresoluble, hermoso y adictivo que, al mismo tiempo que se daña a sí misma, intenta repararse.

He dedicado mi mente a ampliar mis conocimientos. Soy una experta en todo lo relativo a Filología, Filosofía, Psicología, Sociología y Ciencias Políticas. Siendo Helia, mi colaboración con el mundo ha tomado un matiz intelectual y social: me dedico especialmente al ámbito de lo psicológico. He impartido clases y mítines en diferentes universidades europeas, tratado a jóvenes con crisis de autoestima y adicción y organizado grupos de terapia para mujeres que han sido víctimas de maltrato, acoso o violencia.

Recuerdo con exactitud todo lo que he hecho en cada una de mis vidas —la memoria de los dioses es perfecta— y, aun así, no logro identificar ninguna de ellas como determinante en la construcción —o deconstrucción— de mi ser. Ninguno de mis nombres tiene más sentido que el anterior… a excepción del primero. Tras siglos siendo la iracunda Hera que los humanos conocen, me propuse florecer como una nueva versión de mí misma, libre de podredumbre. Conseguí rescatarme, renacer del dolor. Por desgracia, ya era tarde para hacerle entender a la humanidad que la motivación de mi existencia no se centraba en el resentimiento ni en la frustración.

Esa luminosa faceta de Hera quedó relegada a un silencio tan triste como al que está condenada la inicial de mi nombre en algunas lenguas. En episodios críticos como el de esta tarde incluso yo la hago callar, olvido los pasos agigantados que he logrado avanzar en este interminable camino. Al igual que la letra H, mi metamorfosis está ahí. Debo concienciarme de que es real; de que se alza con ímpetu a pesar de su sometimiento. A partir de hoy, mi silencio débil y cauteloso se tornará ruidoso y confesará toda la verdad. Necesito solventar dudas, saber quién soy. Y el único modo de concretar todos los aspectos del presente es sumergirme en el pasado, aunque la rememoración de mis recuerdos acabe destruyéndome.

III

Aunque no pegue ojo —como ha ocurrido esta noche—, me gusta despertarme con las primeras luces de la mañana; sentir cómo el tímido comienzo del día se expande más y más por mi cuarto con cada minuto transcurrido. Cuando no le queda ningún rincón por conquistar, me levanto y comienzo la jornada. Sigo la rutina a la que me he acostumbrado y acomodado como Helia. Siempre en el mismo orden: hago la cama, me doy una buena ducha y, ya equipada con mi bata, me preparo el desayuno, al cual soy fiel: zumo de naranja recién exprimido, café solo y tostadas integrales con mantequilla y mermelada. A veces cambio el sabor de la mermelada por probar algo distinto, pero siempre acabo volviendo a la de fresa. Me encanta seguir patrones predecibles; me proporcionan tranquilidad y bienestar. Procuro organizar mis tareas diarias para que, en el caso de que se produzca un imprevisto, pueda volcar en él toda la atención necesaria para resolverlo.

El móvil comienza a vibrar justo cuando estoy tomando el último sorbo del zumo. Deslizo el dedo para aceptar la llamada lo más rápido posible, sin comprobar de quién se trata.

—¡Feliz cumpleaños!

Compruebo en el calendario de mi nevera que la exclamación entusiasta de mi hijo es cierta. Cuando adquiero una nueva identidad, no suelo elegir unos nuevos datos básicos al azar. En el caso del cumpleaños, establezco como tal el día y el mes en el que me convierto en otra persona. Efectivamente, hoy Helia cumple cuarenta y cinco años. Se me ha olvidado por completo. El intenso ritmo de trabajo de estas últimas semanas y el inesperado encuentro de ayer han mantenido mi mente ocupada con asuntos más importantes que mi hipotético cumpleaños. Si siguiera respetando mi fecha de nacimiento originaria, se me habría olvidado de igual manera. No es que fuera un episodio feliz; así que prefiero ignorarlo.

—Oh, buenos días, Hefe. Eres el primero en felicitarme.

—Como todos los años desde hace más de no sé cuántos siglos, madre. —Suelta una risilla irónica. Ambos sabemos que lleva razón—. Los cuarenta y cinco son motivo de celebración. Hace tiempo que no nos reunimos, ¿verdad? —Ese verbo me resulta peligroso. Permanezco callada, a la espera de que me revele sus intenciones—. Te he organizado el mejor cumpleaños posible, madre. Una lujosa cena con tus hijos en un fantástico restaurante de la capital española. He reservado una suite para ti en un cinco estrellas que se encuentra en el centro de la ciu…

—¿Con todos mis hijos?

La última vez que nos reunimos al completo, hace cinco años, fue un desastre. Ahora que necesito más tranquilidad de lo habitual, no sé si me apetece volver a repetir dicha experiencia. De hecho, creo que prefiero verlos por separado para evitar conflictos y tratar con cada uno de una forma más directa.

—Sí, con todos tus hijos. —Distingo pesadumbre en él, es consciente del espectáculo de la última vez—. Queremos que pases un buen rato con tu familia, madre. Y compensarte por lo ocurrido. Ya va siendo hora de que mi hermano y yo superemos nuestras diferencias… y también las rencillas del pasado. Por eso me he encargado de que el reencuentro sea perfecto. He reservado habitaciones para ti y para las chicas en el hotel en el que suelo hospedarme cuando viajo a España por negocios. También he comprado los vuelos para que las tres vengáis para acá este fin de semana. Yo ya estoy en Madrid porque tenía unas cuantas citas relacionadas con la empresa. Las chicas y yo solo podremos estar hasta el domingo por cuestiones de trabajo, pero tú puedes quedarte todo el tiempo que quieras. Como sabes, Ares está asentado en Madrid, es una buena oportunidad para que os veáis más veces. Tus gastos correrán de mi cuenta y no admito ni una réplica con respecto a ese asunto.

Abro la boca para intentar responderle, pero solo consigo proferir una diminuta y extraña onomatopeya. Nunca me gustó mi cumpleaños. Y aunque es sabedor de ello, Hefesto siempre se esfuerza en organizarme buenas celebraciones y colmarme de regalos. Creo que lo que pretende es hacerme sonreír y sustituir los episodios negativos en torno a mi nacimiento por bonitos recuerdos. También sé que este gran foco de atención que centra en mí por mi cumpleaños es la manera que tiene de compensarme por no dedicarme más tiempo el resto de los trescientos sesenta y cinco días que componen el año. No puedo culparle; es un hombre ocupado que ha encontrado la felicidad en su trabajo. Entiendo su situación, ambos somos independientes y nos cuesta alimentar las relaciones que se salen de nuestro ámbito del día a día.

—Entonces… ¿te espero este fin de semana en Madrid?

Me resulta algo precipitado e incómodo marcharme de viaje este viernes. Por otra parte, debo admitir que la próxima semana no tengo ningún gran compromiso laboral, por lo que rechazar su proposición no tendría ningún fundamento. Al fin y al cabo, lo que necesito es poner un paréntesis en mi existencia que me permita resolver mis dudas. Tan solo espero que este cambio de aires aclare mis pensamientos, no que los haga aún más confusos.

Apoyo el móvil en mi hombro y enciendo un cigarrillo.

—De acuerdo, allí estaré. —Doy la primera calada e intento sonreír en una muestra de alegría, como si mi hijo me estuviera viendo.

—Estupendo —Su voz emana entusiasmo y satisfacción—, esta tarde te mandaré las tarjetas de embarque. Vaya, estoy recibiendo una llamada importante. Tengo que colgarte. Muchas gracias, madre. Me alegra mucho que vayas a venir.

—Gracias a ti, Hefe.

Mis sentidas palabras se pierden en la música ambigua del molesto pitido telefónico. Me temo que no ha llegado a escucharme.

IV

Acabo de llegar al aeropuerto Madrid-Barajas. El viaje ha transcurrido con normalidad; apenas me he percatado de las dos horas de vuelo. El desayuno estaba incluido, así que gracias al muffin de chocolate, el café, los catálogos duty free y las vistas, he estado entretenida. Aunque estoy acostumbrada a moverme en avión, este medio de transporte nunca dejará de maravillarme. Creo que es una de las muchísimas cosas que los humanos no aprecian. Para ellos volar es un elemento que está implícito en sus vidas, como si viajar por el cielo a bordo de un armazón metálico fuese algo natural de su especie. En cambio, yo siento los vuelos como una experiencia. Cada vez que tengo que coger un avión intento elegir la ventanilla para maximizar las sensaciones.

En mi época divina, Helios era el único que gozaba de este fantástico privilegio sin tener que metamorfosearse. También su hijo, Faetón, tuvo la oportunidad de dirigir las riendas del carro solar una vez. Pese a que extender la luz por toda la faz de la tierra era una labor muy dura, Helios estaba enamorado de su trabajo y lo hacía con gusto. Tampoco es que tuviera demasiada elección: cuando decidió ponerse en huelga debido al asunto de su hijo, todos los dioses se le echaron encima y lo obligaron a volver al trabajo. Resulta irónico que tuviera que abandonar su preciada labor: la ciencia descubrió el funcionamiento del sistema solar, los humanos dejaron de creer en él y prescindieron de sus servicios.

He viajado sentada al lado de una pareja muy enamorada con la imperiosa necesidad de mantener un continuo contacto físico. Por lo que he oído, su luna de miel por España comienza en Madrid y se pasarán el resto del mes descubriendo otras ciudades del país de una forma algo precaria e improvisada. Ninguno parecía tener un nivel básico de español, pues estuvieron todo el rato bromeando con las palabras «¡olé!», «paella» y «siesta». Tampoco es que sus escasas capacidades comunicativas les preocupasen. El entusiasmo producido por su mutua compañía les transmitía energía y concedía el don de obviar los posibles inconvenientes.

Mis pensamientos sobre la pareja aventurera me arrastraron de manera inevitable a mis propias vivencias. Solo he estado casada una vez durante toda mi existencia. Hace muchos siglos decidí que con los disgustos y la separación traumática de mi primer matrimonio tenía suficiente para toda la eternidad. No le deseo a nadie una relación tan tóxica como la mía y por eso lucho para que otras mujeres no pasen por lo mismo. Otra decisión que tomé fue que no tenía necesidad de sufrir por la muerte de un humano al que amase, al menos, de un modo íntimo. Así que restringí mis relaciones con los mortales a un ámbito amistoso y cortés. Quiero y aprecio a muchas personas, pero siempre desde la distancia. Tampoco me estoy sometiendo a ningún voto de castidad. Las diosas, por muy etéreas que parezcamos, también disfrutamos de los placeres carnales. El problema es que una no puede confiar en que los humanos siempre estarán ahí. Pueden morirse en cualquier momento.

Mi casamiento fue espectacular. Si volviera a celebrarlo en la actualidad, estoy segura de que saldría en uno de esos programas de bajo coste con nombre ridículo sobre bodas que se salen de presupuesto. No hubo ni una deidad que faltase a la ceremonia —sin contar aquellas enemistadas con mi marido—, ni una que se presentase con las manos vacías. Todos tenían cumplidos para complacer mis oídos y sonrisas que obsequiarme, además de sus presentes. Mi favorito fue el manzano con frutos de oro que me regaló la Madre Tierra. Tan solo con cerrar los ojos soy capaz de evocar los sentimientos de aquel día. En esa fiesta, rodeada de abundancia, observada por miradas poderosas, agarrada del brazo de mi marido, me sentía querida. Admirada. Respetada. Completa.

Me creí la reina de los dioses.

Nuestra noche de bodas tuvo lugar en Samos y duró demasiado como para rememorar siquiera los sucesos más destacados. Disfrutamos de la compañía del otro y no nos privamos de ningún lujo. A veces me costaba trabajo salir de nuestro lecho debido al insaciable deseo sexual de mi marido, que yo atribuí a la fogosidad del reciente matrimonio. Luego, descubrí que era inquieto y ardiente por naturaleza y que no requería de mí para apagar sus fuegos. Aquella etapa fue hermosa mientras duró; eso es innegable. Prometíamos ser una pareja fuerte e imparable, digna de denominarse reyes. Un equipo capaz de luchar contra adversidades basándose en la reciprocidad.

Esos pensamientos fantasiosos no fueron invención mía; no surgieron de la idealización de nuestra relación. Él me mostraba que esa era nuestra realidad. Solo existíamos el uno para el otro, la pareja perfecta de dioses en el mundo perfecto del Olimpo. El problema nació cuando ambos comenzamos a albergar sentimientos incompatibles. Mientras que mi amor por él avanzaba in crescendo, el suyo fue experimentando una parálisis terminal. Hubo una temporada en la que pensé que me había castigado, convirtiéndome en un simple personaje secundario. Ahora siento que siempre lo fui, que nunca jugué un papel protagonista en su existencia. De un modo u otro, ese papel positivo, más o menos relevante que tenía adjudicado, se acabó transformando en el rol de la antagonista.

«HELIA WALSH»

Mi nombre me reclama. Un joven sonriente vestido con traje de chaqueta sostiene una hoja de papel plastificada. No se percata de que me dirijo a él hasta que estoy delante. Eso le sobresalta y provoca que sus mejillas se tinten de rosa. Coge mis maletas y se presenta como mi chófer en un inglés pulcro aunque forzado. Dado el esfuerzo que está haciendo por comunicarse conmigo en otro idioma, no sé si hablarle en el suyo. Opto por seguirle el juego; no quiero que se sienta incómodo por haberme soltado una perorata en inglés sobre el clima de Madrid cuando puedo entenderle a la perfección en español.

No esperaba que Hefesto viniera a recogerme al aeropuerto. Supongo que tiene cada minuto destinado a un asunto concreto y que no disponía de tiempo para recogerme. Tampoco creo que se lo haya dicho a su hermano. Habrá tenido que producirse cierta comunicación entre ellos para la celebración del cumpleaños, aunque no más de la estrictamente necesaria.

De camino al hotel pasamos por la Plaza de Cibeles. La estatua de la diosa, con su orgulloso porte, me saluda con aires de superioridad. Yo viajo en coche; ella en un carro tirado por humanos metamorfoseados en leones. Cuando llegamos a mi destino, el chófer saca las maletas y me desea una agradable estancia en Madrid. En recepción me dan la tarjeta junto con una nota que Hefesto ha dejado a mi nombre. Me dispongo a descubrir la preciosa habitación que mi hijo me ha prometido. Todo parece ir a juego. No solo por las tonalidades frías, sino también por las dimensiones. Tiene una cama que podría disfrutar con compañía y una bañera-jacuzzi en la que parece posible bucear. Dejo mi equipaje frente al escritorio y me siento en el borde de la cama para leer la nota.

Buenos días madre,

Espero que hayas tenido un buen viaje. Eres la primera en pisar la ciudad, las chicas llegarán esta tarde, unas horas antes de la cena. Reservé tu vuelo por la mañana temprano porque supuse que te gustaría disponer de tiempo para acomodarte. Yo también estaré ocupado hasta nuestra cita, así que siéntete libre de hacer lo que quieras.

Si necesitas algo, llámame.

Relájate y disfruta.

Hefesto

Una sonrisa atraviesa mi rostro sin permiso. Hefesto me conoce muy bien. Dejo la carta sobre la mesa. A su lado, unos folletos culturales reposan de forma ordenada; intentan llamar mi atención. El menos vistoso de ellos lo consigue. Una imagen oscura y ampliada se expande por la superficie reducida del papel. Un cuerpo encorvado de vastas dimensiones es el núcleo de la escena. Su expresión demente me congela la sangre. Sus terribles acciones me producen náuseas. Veo la sangre encerrada entre sus dedos y uñas, escucho el crujido de los huesos, huelo la carne muerta y saboreo la repulsión. Amontono los folletos, coloco este el último para eliminarlo de mi campo de visión.

Doy un par de vueltas por la habitación, casi chocándome con los muebles, caminando a paso ligero. Suspiro. Expulso el aire que me mantiene tensa. Me detengo. Tengo que combatir mis recuerdos.

Saco el folleto del montón. Ya sé adónde voy a ir.

V

Dado que el hotel está muy cerca de la Gran Vía, no me importa caminar hasta mi destino. Ir a pie es agradable, siempre y cuando sea a un ritmo ligero y con cigarrillos a mano. Resulta irónico que siendo inmortal me irrite tanto andar despacio. El tiempo es valioso aunque vivas miles de años. No soporto desperdiciarlo.

Mientras me deslizo entre las calles de la gran ciudad saludo a algunos de los míos. Me encuentro a Apolo y a mi barbudo hermano, Poseidón; ambos magníficos y rodeados de agua. Las representaciones de mis dos compañeros se me antojan señales divinas: están apuntando la dirección a la que debo ir. A pesar de que tengo acceso directo al edificio desde donde vengo, avanzo unos metros más para admirar la construcción. Me ubico en el centro de sus seis poderosas columnas, justo delante del monumento a Velázquez.

El Museo del Prado me hace sentir insignificante. No por su elegancia ni por su tamaño, pues he visto otras obras arquitectónicas más colosales. Es su contenido el que me inquieta. Gracias a otras visitas anteriores, conozco las pinturas que acoge y soy consciente de que algunas de ellas pueden ocasionar efectos drásticos en mí. He sido capaz de admirarlas con templanza en etapas de mi existencia más estables —e ingenuas—, en las que observaba mi pasado como una serie de acontecimientos ajenos a mi actual identidad, con la intención de distanciarme del dolor. Esta ocasión es diferente, no pienso fundirme con la máscara que he confeccionado para mimetizarme con los humanos. Dejaré a un lado la mesura a la que me he ceñido durante los últimos siglos y permitiré que mis sentimientos fluyan.

El vaho y el humo que expulso de mis labios danzan en el aire, entremezclándose. Tomo una nueva calada para prepararme. Los petrificados ojos de Velázquez me sugieren que no debo postergar más la visita.

Regreso al punto de venta para comprar mi entrada. Quedan unos minutos para la apertura del museo, pero ya hay algunas personas en la cola. Cuando consigo mi ticket, cojo en recepción un plano de las instalaciones. Suerte que el museo está bien organizado y yo tengo claro por dónde comenzar mi recorrido. De lo contrario, me pasaría la mañana entera buscando la obra que me ha impulsado a venir. Aunque mi mirada no puede evitar admirarse por las composiciones que la rodean, avanzo hacia la sala número sesenta y siete sin detenerme. Comienzo el recorrido de la estancia por la izquierda. Mi movimiento es lento pero decidido. Examino los cuadros a sabiendas de que aparecerá en cualquier momento y que no tendré más remedio que afrontarlo.

Ahí está. Saturno devorando a su hijo. De nuevo mi cuerpo experimenta sensaciones repugnantes. Hago un esfuerzo por contener las ganas de vomitar. Tras unos instantes, la parte racional de mi mente logra vencer a los impulsos y me hace tener presente que lo que se encuentra ante mí es solo arte. Pura maldad y genialidad plasmada en óleo.

Albergo la ilusión de ser una visitante más, una amante del arte español. Mi cuerpo se halla frente al Saturno. Mis pensamientos, distanciados del presente que me rodea. Me hallo en la oscuridad de mis inicios. La interpretación que el autor realiza sobre los orígenes de mi existencia resulta interesante, cómo plasma el cuerpo despedazado, la sangre, la locura incontrolable y otros rasgos tétricos. Sin embargo, como ocurre con la mayoría de los mitos, la visión del autor no encaja, al menos, no en su totalidad, con los verdaderos acontecimientos.

Nada más nacer, mi querido padre me engulló en una muestra de amor algo peculiar. Pero fue de un solo bocado. En su interior crecimos mis hermanos y yo, rodeados de negrura interminable. Aunque estuviéramos todos en el mismo terrorífico no-lugar, era imposible vernos o comunicarnos. Estuvimos forzados a una mera existencia hasta que el menor de nosotros, que no fue devorado —mi madre tardó cinco hijos en darse cuenta de que era una buena idea evitar que su marido devorase a su descendencia—, consiguió liberarnos de nuestra prisión infinita.

El que sería mi futuro esposo nos recibió de vuelta a la vida. Se mostró ante nosotros como un héroe que había venido a rescatar a sus queridos hermanos en apuros de las garras de un tiránico padre que, a su vez, seguía los pasos de un tiránico abuelo, que había cometido una atrocidad similar. Era innegable que se estaba comportando como un salvador, con el pequeño matiz de que a él se le había concedido la posibilidad de serlo. Había recibido una ayuda vital para cumplir con su cometido. Si Rea, nuestra madre, nos hubiese cambiado a mí o cualquiera de mis otros hermanos por una piedra envuelta en unos paños, quizás hubiéramos podido enfrentarnos a Crono mucho antes.

En aquel momento yo no le di mayor importancia a ese diminuto detalle de la oportunidad. Mis ojos apenas vieron la luz antes del cautiverio, así que mi hermano se me presentó más divino y perfecto que cualquier otra deidad. Nos había sacado del interior de nuestro padre y se había propuesto castigarlo por su maldad. Nos animó a que nos uniéramos a su empresa. La sed de venganza despertó en nuestros corazones una intensa furia que desembocó en una cruenta guerra. Liderados por el revolucionario y con la participación de otras criaturas que mi padre había encadenado en el Tártaro, derrotamos a Crono tras diez duros años de batalla.

Oscuridad y guerra. Mi juventud no es precisamente hermosa y agradable de recordar. No conocí el amor de una madre, ni el calor de un padre. Océano y Tetis cubrieron aquellas primeras faltas sentimentales que sufrí. No todos los hijos de Crono participamos en la contienda contra él. En mi caso, fui confiada a esta pareja de Titanes, que me protegieron y criaron. La época que permanecí con ellos fue gratificante. Océano y Tetis se convirtieron en mis referentes paternales. Discutían con bastante frecuencia, eso sí, nada comparado con lo que discutiría yo con mi marido.

Alcanzada la paz, desarrollé un pánico terrible a quedarme a oscuras. Por las noches no podía pegar ojo si no tenía a mi pequeña lucerna, protegiéndome con su tenue fuego, susurrándome con su calidez que nunca más volvería a pasar por ese calvario. Lo que en aquel entonces no imaginaba era que, por mucho que me obsesionara con evitar lo terrible de la noche, mi existencia estaría marcada por una negrura constante que no podría verse combatida ni con la mismísima luz del sol.

Mi marido nunca entendió este temor. Creo que nunca se esforzó por comprenderlo. La idea de ponerse en mi piel o en la de cualquiera de sus hermanos le infundía respeto. Cuando me sugería que el brillo de la lucerna no tenía ningún sentido, yo le contestaba que él no había estado «ahí dentro». Entonces se callaba y me daba un beso en señal de perdón. Durante la primera fase de nuestro matrimonio, en la que yo le amaba y él fingía que me correspondía, soportaba esa mínima iluminación en nuestros aposentos. Nuestra relación se fue enfriando y lo mismo le ocurrió a la lámpara. Una madrugada, enfadado conmigo, estampó la lucerna contra el suelo, haciéndola añicos. «Tienes que superar tus miedos».

No tuve valor para rebatirle. Estuve semanas, meses, años sin dormir. Acabé superando la locura y la ansiedad. Aprendí a afrontar mis demonios relacionándome con ellos. Me volví dura como el acero y guardé la luz de la lucerna en el único lugar donde estaría a salvo, en mi interior.

Hoy vuelvo a tener miedo. Quizás esta noche deje la lámpara encendida.

VI

He perdido la noción del tiempo frente al cuadro, pero he conseguido despejar mi mente lo suficiente como para escapar de su absorción. Huyo de las emociones negativas que me infunde. Giro varias veces para cambiar mi trayectoria y alcanzo una estancia redonda que conecta con una mayor. En esta primera, me encuentro con bustos de emperadores como Adriano y estatuas de deidades compañeras, entre otras Dionisio y Afrodita.

En Venus del delfín