El sonámbulo - Margarita Karapanou - E-Book

El sonámbulo E-Book

Margarita Karapanou

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Beschreibung

En una isla de Grecia donde los lugareños conviven con un peculiar grupo de artistas extranjeros de repente aparece Manolis: un nuevo mesías enviado por Dios que, cansado y hastiado de la humanidad, decide destinarlo a la tierra para que todas sus criaturas reciban lo que se merecen. Inconsciente de su papel y forzado a investigar una serie de asesinatos, Manolis poco a poco transformará esta paradisíaca isla en un estrambótico y singular apocalipsis. Con un estilo único que combina realismo y onirismo, Margarita Karapanou parodia los grandes mitos de la Biblia en un relato donde se entremezclan lo mejor y lo peor de la condición humana. La misma autora realizó la traducción de esta novela al francés que ganó el Prix du Meilleur livre étranger.

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Índice
Escalones
Créditos
Margarita Karapanou
Traducción de Julia Osuna
El sonámbulo

Escalones,

18.

Título original:Ο υπνοβάτης

© Margarita Karapanou, Ο υπνοβάτης (Ο ypnovatis), Kastaniotis Editions S.A., Athens, 1997, 2005, 1st edition 1991

Edición digital: junio 2023

© de la traducción: Julia Osuna, 2023

© de la presente edición: La Fuga Ediciones, 2023

© de la foto de la autora: Kostis Charalambis

© de la imagen de cubierta: Chini, 2023

Corrección: Olga Jornet Vegas

Revisión: Iago Arximiro Gondar Cabanelas - Leticia Clara Cosculluela Viso

Diseño gráfico: Joan Redolad

Maquetación: Iago Arximiro Gondar Cabanelas

ISBN: 978-84-127258-4-1

Esta publicación ha sido financiada por el Ministerio Helénico de Cultura y Deporte y la Fundación Helénica para la Cultura en el marco del programa GreekLit.

Este libro forma parte del proyecto Cien Años de Humor en la Literatura Europea que cuenta con la financiación de la UE a través del programa Europa Creativa.

Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación sin el permiso expreso de los titulares del copyright.

Todos los derechos reservados:

La fuga ediciones, S.L.

Passatge Pere Calders 7, 1º 2ª

08015 Barcelona

[email protected]

www.lafugaediciones.es

Margarita Karapanou

Atenas 1946 – 2008

Margarita Karapanou nació en Atenas. Tras el divorcio de sus padres cuando tan solo tenía un año, se trasladó con su madre, la novelista Margarita Liberaki, a París donde estudió filosofía y cine. Su primera novela, Casandra y el lobo, obtuvo un gran reconocimiento por parte de la crítica y el público. A pesar de su corta producción, Karapanou es considerada como una de las grandes autoras de la literatura griega.

Este libro ha sido traducido por:

Julia Osuna

Julia Osuna (1981) ha traducido más de 160 libros de literatura de expresión inglesa, francesa, griega e italiana desde 2005. Con el tiempo se ha especializado en literatura anglosajona actual escrita por mujeres, así como en géneros como la novela negra o la comedia británica. Algunas de las autoras que ha traducido son Miriam Toews, Vivian Gornick, Tana French, Bernardine Evaristo, Emmanuel Guibert o Riad Sattouf. El griego fue su primer idioma de traducción gracias a los profesores de Griego Moderno de la facultad de tradudcción de Málaga. De Margarita Karapanou ha traducido también Casandra y el lobo (Ardicia, 2017). Más en www.lamujercambiante.es.

Margarita Karapanou

El sonámbulo

Traducción de Julia Osuna

Para mi querido amigo y editor Yannick Guillou.

1.

Dios estaba cansado.

Se había tumbado en una roca en lo alto del cielo y le había vuelto la espalda a la Tierra. Por primera vez sentía desconsuelo y un profundo tedio. Veía a los seres humanos —esos a quienes en su lengua llamaba «criaturas»— pequeños, ridículos incluso, y se apoderaba de él una rabia tremenda cuando pensaba en el amor que había puesto al crearlos. Hacía tanto tiempo de eso, sin embargo, que no se acordaba de nada. Y ahora ya era viejo. También su amor le parecía viejo y echaba de menos la pasión que había sentido cuando había soñado el mundo.

Recordó cuando había lanzado sobre la Tierra recién hecha los primeros animales, los pájaros, y cómo había reído orgulloso al verlos correr y volar y, luego, por la noche, dormir en sus cuevas sin dejar de pensar en él. Y ahora veía su Tierra y en lo que se había convertido. Se preguntó si quizá, al envejecer él, había envejecido ella a su vez, y así el tedio, ese gran vacío que lo atormentaba, pasó a ser también de ella. Pensó si tal vez no había sido fruto de un arrebato de trasgresión y por eso estaba marcada por los estigmas del error. Por momentos, momentos de un deseo inefable, prohibido, se sentía un forajido de sí mismo. Temía que la Tierra hubiese sido concebida en uno de esos momentos, hija del deseo y no de la ley. Él mismo no era más que un hijo pequeño también cuando la creó; jugaba con el universo, desliaba un carrete, regalo de algún Padre desconocido, y sondeaba las profundidades celestiales. En esa época tenía un sueño extraño y turbio, que duraba justo siete días: formas con el encanto de la verdad, rostros con la refulgencia del error, movimientos ágiles sin propósito alguno. Y ahora temía que, jugando de esa manera, hubiera hecho realidad aquel sueño y hubiera surgido así la Tierra. Siempre había querido alumbrar algo, había veces en que se sentía mujer y quería un hijo propio, pero su gravidez no alcanzaba la alegría del parto y temía ahora haber dado a luz sin querer a aquel sueño imperfecto pero tan sensual, el sueño de su trasgresión.

¿Qué más daba, sin embargo? Era todo tan viejo, estaba tan deslavazado en su recuerdo. Así y todo, como hija suya que era, la Tierra debería ahora devolverle la vida y la pasión que en su momento él le había brindado, y que pudiera él, ya anciano, sentarse en su roca y contemplarla orgulloso para no caer en ese aburrimiento. Los humanos habían acabado con él. Su Tierra lo había traicionado. Y la maldijo.

Y, con esas, decidió mandar a la Tierra a un nuevo Dios, uno al que reconocerían y adorarían desde el principio, un Dios a su imagen y semejanza, el Dios que se merecían. Un Dios que haría enemigos y no fieles. Un Dios bello, porque solo eran capaces de adorar la belleza. Un Dios de caderas estrechas, hombre y mujer, puesto que ninguno respetaba ya las leyes. Apretó los dientes y se levantó. Se llevó las manos a la cintura, se dobló sobre la Tierra y vomitó. Y los cielos se abrieron y se escuchó un gran rugido.

Manolis estaba durmiendo arriba en el monte. Se llevó las manos a la cara para protegerla del líquido espeso y maloliente que azotaba los arbustos y las espigas. En cuanto abrió los ojos, sin embargo, comprendió que era un sueño y que el vómito era lluvia.

Se levantó. Pero no reparó en la presencia de Dios, que estaba inclinado sobre él y lo miraba, su boca, un agujero espumoso, los ojos, dos bóvedas negras. Tampoco sabía que lo que había visto no era un sueño, que la lluvia era vómito y que lo habían vuelto a bautizar como Emmanuel.

Caminaba por el monte, era ya allí amo y señor, lo obedecían los cuatro elementos de la naturaleza, los animales agachaban la cabeza a su paso, y la tierra temblaba bajo sus pies, y él no sabía nada. Y así empezó el nuevo Culto y la nueva Ley.

2.

Mark se despertó.

«Es de día. Es de día y tengo que levantarme, hacer como que abro los ojos, que me desperezo, que sonrío con picardía al pensar en mi trabajo, que me lavo los dientes, que me hago un café.»

Volvió a dormirse. Cuando abrió los ojos, había anochecido.

«Es de noche. Es de noche y quedan dos horas para ir a casa de Maggie. Tengo que hacer como que aguanto, dos horas solo, yo puedo.»

Se levantó, se desperezó, sonrió, se lavó los dientes, echó una gota de café en un vaso de vodka. Tenía en la mesa siete vasos de vodka listos para beber, los preparaba todos los lunes para que le duraran toda la semana, salvo porque el martes ya no quedaba ninguno, por eso para él las semanas terminaban los martes por la noche. «Nos vemos el sábado», le decía Alex, y Mark cogía y se presentaba el martes por la noche a jugar al póker en su casa y Alex lo echaba: «Vete a trabajar, anda».

La casa estaba a oscuras, conectó solo el foco del caballete, se sentó en una silla, se encendió un cigarro y se quedó mirando el cuadro. Había corriente, era febrero, «El peor mes porque está en medio —pensó— aunque ¿en medio de qué medio?». Sintió un vahído, el mar se escuchaba a lo lejos, le pareció que las olas trepaban por las rocas, galopaban por la montaña, saltaban las tapias, rodeaban la casa y le lamían los pies. «Febrero. El peor de todos.» Se puso en pie, también fuera soplaba el viento y parecía dibujarle círculos cada vez más cerrados alrededor de la garganta, se tomó otro vodka, volvió a sentarse ante el caballete. El retrato llevaba allí dos años, sin terminar, sin cara, tan solo un cuerpo de caderas estrechas y una mano que llevaba un cigarro hacia una boca invisible. Se parecía a alguien, pero era incapaz de recordar a quién, y así, el retrato se había quedado descabezado pero con el cuerpo acabado. Dejaba todos sus retratos sin rostro —y los demás decían que era eso lo que los hacía únicos—, pero en realidad él los dejaba así porque empezaba siempre por los pies y, para cuando llegaba al cuello, estaba borracho. Con todo, aquel retrato sí que quería acabarlo. Puso un poco de rojo con el pincel en la punta del cigarro, se bebió otro vodka y empezó a correr por el cuarto cantando:

—En mi casa hace frío, en mi casa hay humedad, en mi casa hay mugre, my dear lady, pero esta noche quisiera pintar vuestra blanca apostura, a vos quiero y no a este hombre que su rostro me niega. Sí, tengo a menudo sueños con muchachitos, niños pequeños a los que desnudo, tiendo sobre la alfombra, les beso en la boca y luego pinto… Ay, cuánto deseo esas sonrisas inocentes y pícaras, mientras que este de aquí del caballete tiene algo insufriblemente viril, voy ciego perdido, my dear lady, y os quiero a vos esta noche, ayer os vi en el bar, tenía frío y estabais tan blanca y redonda, quise echarme encima de vos y calentarme, me agarré a la silla para no abalanzarme, en febrero siempre me entra necesidad de grasa femenina, los muchachitos son para la primavera. Febrero, oscuridad infinita, días breves, tengo frío, tengo un frío insoportable. —Mark se enjugó las lágrimas con el trapo de los pinceles, se tomó la última copa, se echó en la cama—. Llevo unos días sumido en un pánico mudo. Cómo me gustaría sentarme de una vez por todas en mi trasero hecho añicos y descansar.

Cerró los ojos. Había pasado otro día. Se había salvado.

● ○

Luca se despertó.

Alana se había meado en la última página de su libro, que estaba en blanco, como todas. Cogió en brazos a la perra, bajó a la cocina, preparó el café, le puso al animal un cuenco de leche con cereales, Alana se hizo caca encima del sofá, volvió a subir con la perra en brazos, era una cachorrilla y todavía no podía subir y bajar sola. Luca llevaba tres días sin calefacción ni luz, llamó por teléfono a Rebucos, el electricista, y lo cogió su mujer, que le dijo que qué perdida que andaba, que por qué no iba a su casa, que había hecho una fruta en dulce muy rica, pero que Yanis no estaba, que no volvía ni para comer, andaba liado con una instalación en la piscina de Dandy, el banquero, «Tú sabes quién te digo, Luca, ese que se parece a Elvis Presley, muy joven, muy joven, pero banquero de pro».

—¿Se hace usted cargo, mi querida señora, de que llevo tres días sin luz ni calefacción?

—¡Tú imagínate, Luca! La piscina bajará por la colina y llegará hasta abajo, a los últimos olivos, hablamos de kilómetros, tendrá climatización y pendiente, se mete uno por lo bajo y no tiene ni que nadar, se deja resbalar y, fiium, aparece en lo hondo, y es Yanis quien está instalando todo, hablamos de millones, Luca, la mujer de Dandy quiere incluso poner medusas de plástico, puede que una mielga también, para divertir a los invitados en las fiestas, Mark hará los bocetos. Luca, ¿cuándo te vas a pasar a tomarte un licorcito y nos vemos?

Esta colgó con fuerza el auricular. Subió, se sentó a escribir, empezó a sonar el teléfono, cogió a Alana en brazos, bajó corriendo, era Rebucos.

—Despreocúpate, la avería no es tuya.

—Rebucos, amigo, ¿y a mí qué? Vivo congelada y con una vela en la mano.

—Te digo que te despreocupes, que no es culpa tuya. Llama a la DEI, es una avería de la central. Te volverá la electricidad en cuanto el equipo vuelva de la montaña. No sé exactamente cuándo, porque han subido al monasterio, va con ellos Cornaros, que es el que se encarga de los empalmes, y es también cantante y se ha llevado a todo el equipo con él para tirarse la noche cantando. Hoy es Santa Valentina y su ayudante, Costas, quiere casarse y le pidió a Cornaros que le cantara himnos nupciales, porque solo funcionan la noche de Santa Valentina. Quiere casarse con María, que quiere casarse con Yorgos, que quiere a Matina. Y con las prisas por subir al monte, le dieron a un botón sin querer y han dejado a media isla sin luz.

Luca volvió a subir, se sentó al escritorio. «Tengo que escribir.» Llevaba en la isla desde el verano, ya era febrero, no había escrito ni una palabra. Se levantaba a las cinco de la mañana, a veces a las cuatro, saltaba de la cama con unas ganas tremendas de escribir, en su interior el libro estaba listo, cada capítulo, cada frase, cada coma, estaba todo en su sitio, perfectamente ordenado, y se sabía capaz porque su primer libro lo había escrito allí mismo cinco años antes. Sin embargo, en cuanto se sentaba al escritorio, el papel en blanco se volvía espejo y solo veía su cara. «Tengo que escribir», decía cien veces y luego lo decía otras cien, y algunos días, a la enésima vez, se equivocaba y tenía que empezar desde el principio, y pasaban los días y pasaban los meses, y el papel blanco se volvía más blanco, «Tengo que escribir», y el otoño se volvió invierno, «¡Tengo que escribir!», gritaba Luca en la casa vacía y era ya febrero y el mar a su alrededor como un cerco. En cuanto se sentaba al escritorio, el libro se volvía reflejo, color verde, huevo redondo, cara que la miraba, cogía el bolígrafo, y la frase se elevaba ante ella como las olas que golpeaban el muelle, el papel se alejaba y la mano luchaba por agarrarlo, como un náufrago que intenta aferrarse a las rocas.

Luca recordó que su primer libro lo había mandado a Estados Unidos desde la oficina de correos de la isla. Era también febrero y no había nadie, y el empleado le dijo: «Ábrelo para que lo vea, no sé qué significa “manuscrito”». Y Luca lo abrió y vio de nuevo las frases que viajarían solas tan lejos. Luego, sin embargo, esas mismas frases, en aquellas manos sucias y gordas, se volvieron obscenas, porque estaba leyéndolas él, y tomaron el significado que él les daba al volver las páginas y leer. «Luca, querida, y yo que te tenía por una chica seria…». «Los manuscritos son todos así», le respondió ella. «Bueno, entonces lo mandamos, ¿qué le vamos a hacer?» Y el hombre escupió en los sellos, el sobre se humedeció con su saliva. Luego, al salir, estaba lloviendo, no había ningún bar abierto ni nadie a quien decirle: «He mandado mi libro a Estados Unidos». Se sentó en el suelo, al lado de un pescador que cosía sus redes.

—He mandado mi libro a Estados Unidos.

—¿Me ayuda usted a enhebrar la aguja? No veo nada con esta dichosa lluvia.

—Sí —dijo Luca llorando—. Encantada.

Y ahora de nuevo ante el mismo papel, con la perra meando donde pillaba, y con el mismo frío, y el libro de sus adentros quebrándose y pudriéndose, cogió en brazos a Alana, destapó el bolígrafo, echó la cabeza hacia atrás, se lo llevó a la boca y chupó toda la tinta, y el libro desapareció.

● ○

Plácido y Ron se habían pasado la noche haciendo el amor, más por frío que por gusto. A Plácido se le había repetido el sueño de siempre: se afeitaba y, en cuanto se llenaba la cara de espuma, creía tener detrás al fantasma de su padre, que lo miraba desde el espejo, sonriéndole, y entonces no se atrevía a mirar ni en el espejo ni hacia atrás, se limpiaba rápidamente la espuma con la toalla y, cuando por fin se atrevía a volverse para verlo, se despertaba. Siempre tenía este sueño a las cuatro de la mañana y luego se quedaba desvelado y pensando cosas horribles en español. Era a la única hora del día que pensaba en su idioma, porque con Ron hablaba en inglés y los sueños los tenía en inglés. Menos mal que el fantasma no hablaba en el sueño porque los fantasmas no hablan, aunque Plácido estaba convencido de que, de hablar, su padre hablaría en inglés, y eso sería más aterrador aún, porque el padre solo sabía español. «Mientras el fantasma no hable, podré acostumbrarme», pensaba Plácido, y en plena noche el problema con los idiomas se volvía irresoluble, lo pensaba todas las madrugadas de cuatro a ocho y lo aterraba más que el propio sueño, había imaginado al padre hablándole en inglés de mil formas distintas, y una noche soñó que Ron le hablaba en español y el padre le respondía «fuck you», y del susto no se despertó como suele pasar, el sueño siguió, hasta que el padre le dijo «filthy faggot» y acto seguido se vistió de mujer y se fue a tomar el té con unas señoras en Londres, en la plaza de Princess Gate, frente a una escuela Montessori.

Se despertó a las once y vio a Ron sentado con el camisón puesto y haciendo punto.

—El fantasma ha vuelto a hablar —dijo Plácido.

—¿En español?

—No. En inglés, me temo.

—No me hables. Estoy haciendo planes para los siguientes tres años de mi vida.

—¿Es mucho trabajo?

—Sí. No me hables. Trabaja tú también.

Plácido levantó en alto la máscara que llevaba haciendo desde el verano para contemplarla. Le recordaba a alguien, pero ¿a quién? ¿Y cómo iba a terminarla si no lo sabía? Le pintó un poco de colorete por las mejillas con el pincel. Después metió un Camel en la boca de la máscara. Sí, seguro que fumaba Camel, pero ¿quién?

● ○

Maggie llevaba cocinando desde por la mañana.

Todos los días se levantaba y, con los tres recetarios bajo el brazo, se encerraba en la cocina y se ponía a guisar con Vivaldi de fondo. Los libros eran: Cocina isabelina, Los banquetes de Platón y Aliños y salsas del Renacimiento. Era así como por las noches todos viajaban juntos con el paladar: masticaban y se convertían en antiguos griegos cuando comían cosas complejas y ligeras, o se sentían bárbaros de la Edad Media cuando comían carnes ensangrentadas, o, por qué no, creían escuchar una mandolina cuando se les pegaba a los dientes un trocito de alguna hierba aromática que desconocían. Cada noche era una sorpresa, no iban por la comida, sino para saborear una época desconocida, y solo entonces, alrededor de la mesa, se sentían por fin en alguna parte.

Maggie había ido a la isla para escribir un superventas y hacerse rica. La primera noche que se puso a construir el armazón de la obra, le pareció tantísimo trabajo que lo tiró a la chimenea junto con la primera frase: «Le pidió que bailara un vals con él. Ella lo miró y del amor que sintió se le erizó hasta el último pelo de la cabeza». Había algo que no funcionaba en la frase, no le recordaba a los amores de los superventas, le recordaba a King-Kong, y así fue como el libro se detuvo en la primera frase y la primera noche. Ahora Maggie cocinaba todo el día escuchando a Vivaldi y tenía otro libro en mente, que seguro que se convertiría, ese sí, en un superventas: Las primeras recetas del homo sapiens. Se vistió rápidamente, se maquilló —era incapaz de cocinar sin maquillarse—, fue a la cocina y decidió que esa noche comerían isabelino.

El primero en llegar fue Mark. Siempre se presentaba algo temprano, sobre las ocho menos diez. Todas las noches en su casa se juraba que llegaría a las ocho en punto, pero acababa saliendo antes de la cuenta y, por mucho que intentaba ir despacio, a medio camino echaba a correr y llegaba a la puerta sin aliento. «Para que no se me haga de noche —decía, a pesar de que anochecía a las cuatro—. Es que se me ha vuelto a olvidar la linterna.» Se sentaba delante de la chimenea, ponía las manos casi encima de las llamas, pedía vino. «He dejado de beber —decía rezumando vodka—, solo bebo por las noches, just social drinking, darling», se excusaba ante Maggie con manos temblorosas.

A las ocho y cinco llegaron Ron y Plácido. Este último llevaba una bandeja con limones, cada fruta adornada con un lacito rojo. «Maggie, querida, es un dessert surprise, lo abrimos después de comer.»

A las ocho y cuarto llegó Luca, con Alana metida en una cestita, seguida de Stanley y Boris. Todos se sentaron alrededor de la chimenea, acercaron las manos a las llamas, Mark se quedó un poco más atrás, con el vaso entre las manos, el cigarro se le había terminado y mantenía en alto la colilla para que no se le cayera la ceniza, miraba el cuello de Luca, y Luca a su vez miraba las llamas y pensaba en Mark. «Está tan solo, es tan inocente, tan malvado, tan puro. Es libre porque ya no le queda nada que perder, por eso pinta como pinta, mientras que yo por eso no puedo escribir ni una palabra, porque yo quiero a mi perra, y adoro algunas mañanas, y las tiropitas de la panadería, y no quiero morir todavía.» Luca solo pensaba en ello cuando tenía al lado a Mark. Mientras miraba la ceniza creciente del cigarro del otro, iba escribiendo en su cabeza, y todas las noches en casa de Maggie, mientras Mark encendía y apagaba cigarros, se elevaban ante ella imágenes, paisajes, cuerpos, el libro se escribía solo, serena, lentamente, se tendía a sus pies como un perro y ella se agachaba y lo acariciaba, luego abría la cola como un pavo real y sus mil colores se convertían en palabras, frases, párrafos, capítulos y, en cuanto volvía a su casa y cerraba la puerta, el libro se esfumaba.

—Hay momentos que pareces un niño —le susurró Mark al oído riendo—. Si fueras un niño, me enamoraría de ti. —Nadie más lo oyó—. Maggie, anda, un poco más de vino, una gotita. —Se encendió el enésimo cigarro de la noche—. Cuando no vengo aquí por las noches, voy al bar y luego vuelvo borracho a casa, siempre son las cuatro de la mañana, enciendo el magnetófono y hablo, me echo en la cama y escucho mi propia voz. Puedo soportar cualquier cosa menos el silencio a las cuatro de la mañana después del bar. No es por soledad, ya no me siento solo, a veces me siento solo pero también siento muchas otras cosas… No, lo que no soporto es el silencio, cuando la casa a mi alrededor me asfixia con su silencio, me vuelvo como un agujero que se llena de tierra, piedras, como si cayeran escombros y se quedaran atrapados dentro de mí, como si fuera una casa que se construye sola, dentro de mí, me quedo cada vez más inmóvil, petrificado y, de repente, como el vértigo, la casa se derrumba dentro de mí, como la casa esa de la loca en lo alto de la montaña, que se derrumbaba para dentro, como si también la casa estuviera loca, anoche volví del bar, estaba borracho, ni recuerdo haber encendido el magnetófono y hablar, y en la cama, cuando le di al botón, me sorprendió mi propia voz, era limpia, una pronunciación perfecta y decía: «Me gustaría entrar en la pirámide de Keops. Sentarme justo en medio de piernas cruzadas, encenderme un cigarro… and spend some time». Mi casa es pequeña, recogida. Pinto sentado. El gato me la tiene jurada porque ya no lo quiero.

Mark tiró el cigarro al fuego.

—À table! —gritó Maggie.

Llevaba una capa de terciopelo negra con capucha, un antifaz negro que le ocultaba los ojos, guantes también negros hasta los codos.

—¡Isabelina! —gritaron todos entre aplausos.

Plácido la seguía llevando una fuente con un cochinillo tendido bocarriba, naranja en boca y lazo al cuello, hundido en ciruelas.

Maggie hizo una reverencia.

—My lords, my ladies, take a seat!

Plácido apagó las luces, encendió las velas, puso música barroca.

—¡Con las manos! —ordenó Maggie quitándose ya los guantes.

Todos arrancaron trozos enormes, las salsas y la sangre chorreándoles por las barbillas, desgarraron la carne con los dientes, emitiendo gruñidos que se confundían con la música, los festines isabelinos los clavaban ya, bebían vino tinto y se miraban en silencio porque en esa época los señores cenaban sin hablar, la conversación no empezaba hasta que llegaba la fruta, y, cuando terminaron, Maggie llevó agua de rosas y se lavaron las manos, Ron eructó como un Tudor, Boris le dio un beso en la boca a Stanley, todos dijeron: «Thank you, Lord» y estallaron en risas, se había acabado el juego. Llegó el café y el té y los cigarrillos aromáticos de la India. Volvieron a sentarse al lado de la chimenea.

—Conversation time —anunció Maggie.

Ron sacó el punto. Guardaba la lana en latas vacías de café, Grandos Café Espresso, una lata por color, esa noche tocaba rosa, y se puso a hacer punto a una velocidad tremenda, con un cigarro en la boca.

—Llevo haciendo este jersey desde el verano y no pienso en otra cosa. Por las noches, mientras Plácido sueña con su padre, yo me levanto a hurtadillas y hago una vuelta. No sabía cómo cerrar el cuello y fui a ver a doña Cula y me lo cerró en redondo cuando en realidad yo lo quería cuadrado, así que he dejado el cuello por ahora y estoy haciendo el pavo real del pecho, el rosa de las alas, me he traído también la lata con la lana verde por si intento empezar la cola… —Ron hacía punto, fumaba y hablaba cada vez más rápido, estaba sudando.

Mark le puso una mano en el hombro y le dijo:

—No te pongas así, que seguro que terminas tu pavo real.

—Sí —dijo Ron y paró abruptamente, las lágrimas saltadas.

—Cada vez que paso por delante de casa de Sue por la noche, veo un murciélago —contó Mark—. Vuela lento alrededor del techo, hace varios círculos delante de la puerta, es el mismo todas las noches. Un día vi a Sue montándose en el barco rápido, que justo zarpaba, y, esa noche, cuando pasé delante de la casa, el murciélago había desaparecido. Sue estuvo varios meses fuera y ni rastro del murciélago. Hasta que ella volvió un buen día. Pues bien, esa noche allí estaba el murciélago. Me quedé de piedra.

—Me ha contado Alex —terció Luca— que la isla está en un mapa secreto donde se encuentran todos los lugares que se consideran mágicos, esas tierras que destilan magia o están tocadas por ella. Por lo visto los une una línea roja que empieza en los Cárpatos y se pierde por Asia. Y la isla entera está dentro.

—Chorradas —dijo Mark—. Chorradas —repitió y miró enfadado a Luca porque se acordó del retrato que lo esperaba en casa, de aquel cuerpo descabezado que lo perseguía por las noches en sueños.

—¿Qué habéis hecho hoy? —Maggie preguntaba siempre lo mismo a la misma hora, las diez en punto.

—Yo me he levantado a las cuatro y he terminado la máscara para la exposición —dijo Plácido—. A las seis he parado cinco minutos, me he bebido un té de menta, después he trabajado en el jarrón con los motivos españoles hasta las dos, en total, diez horas de trabajo, luego le he hecho una ensalada de arroz a Ron, a las tres me he echado y me he puesto a leer La rama dorada hasta las ocho.

—Nosotros nos hemos quedado en cama —dijo Stanley mirando con ojos tiernos a Boris.

—Yo he escrito sin parar —contó Luca—. Me he zambullido de cabeza en la segunda parte, nunca he trabajado mejor, la mano me corre sola por el folio, nunca me…

Mark le sonrió. Ella dejó la frase sin terminar, se puso colorada y bajó la mirada.

—Yo me dedico a hacer planes y proyectos —intervino Ron—. Me levanto por las mañanas y hago planes. Planes de tres años, planes de cinco años, los días que me siento muy descansado hago planes incluso de diez años: dónde estaré, quién seré, qué andaré haciendo por entonces. Es mucho trabajo y me cansa. Por las tardes me echo la siesta y luego hago un plan general de todos los planes. Calculo que para primavera habré llegado al plan ciento cincuenta y seis, que será: dónde estaré, quién seré, qué hare cuando tenga noventa años.

Mark se echó a reír.

—No me río de ti. Me recuerdas a mi primera mujer, Beth. Era una beoda, pero ella también se pasaba el día haciendo planes. Yo el único plan que he hecho en mi vida fue verla como mi ex desde el primer momento en que la vi. Con todo y con eso, estuvimos veinte años viviendo juntos.

—No le veo la gracia —dijo Boris.

—Yo tampoco —dijo Mark.

—Entonces ¿por qué te ríes?

—No sé.

Era las once y cuarto, la hora de jugar al Monopoly. Era una modalidad particular por la que compraban y vendían toda la isla. Luca ganó la mansión de Tombasis y la oficina de correos, Ron perdió el bar, Mark perdió dos tabernas en las calas de Kaminia y el banco.

A las doce en punto bebieron chocolate y jugaron, como todas las noches, al Asesino. Cada uno cogió una carta del sombrero y el asesino le tocó a Mark, que apagó las luces mientras los demás corrían a esconderse. Se quedó solo, el salón iluminado tan solo por el fuego de la chimenea, se encendió un cigarro, le gustaba ser el asesino, «Quizá fui verdugo en la época isabelina». Las noches que le tocaba ser asesino no se daba prisa en ir en busca de los demás; en los pocos minutos que se sentaba solo al lado del fuego, cogía fuerzas, despejaba la cabeza, eran momentos preciados, de calma, los únicos que tenía ya. De repente revivía, como si mudara de piel, como si nunca hubiera existido, «¡Que voy!», gritaba, pero se quedaba inmóvil en el sillón, fumaba, se terminaba el cigarro, pasaba el tiempo, se levantaba. Subía las escaleras e iba odiándolos porque le robaban esos momentos, y así hacía perfectamente de asesino, «¡Aquí huele a carne humana!», gritó y todos se echaron a temblar, había llegado ya al desván, alguien jadeaba bajo la cama.

Se sentó en el colchón, se encendió un cigarro, se agachó, cogió un brazo. Era Luca. Ninguno de los dos dijo nada, Luca no gritó «¡Socorro!», como manda el juego, se calló. Mark se arrodilló y le acarició la muñeca, fue subiendo por el brazo con la mano y, con ternura, dulzura, le apagó el cigarro en una vena que le brillaba en la oscuridad. Y el cuarto olió igual que la chimenea y Mark apoyó los labios en la herida sin llegar a besarla, los apoyó y los olvidó, y así se quedaron un buen rato y Luca cerró los ojos y vio de nuevo su libro, la boca de Mark se lo ofrecía, se lo susurraba por la herida, y el libro se le colaba por la sangre y buscaba salida una vez más, como un torrente, buscaba que lo escribieran.

Se quedaron así hasta que los demás salieron de sus escondites, Luca se tapó la herida con el jersey. Era la una y media, la hora a la que siempre se iban, se dieron las buenas noches, bajaron por la colina, otra vez «buenas noches» en el cruce y cada uno para su casa.

3.

Luca iba todas las tardes a casa de su vecina Anesula para darle un masaje. Había descubierto por pura casualidad que tenía unas manos con propiedades mágicas, «Y ya que no puedes escribir, querida, ¿por qué no me arreglas la pierna?», le había dicho hacía tres meses Anesula. Y si bien su vecina la adoraba, se alegraba enormemente de que Luca no escribiera, la quería el doble cuando la veía venir con los ojos arrasados en lágrimas.

—¿Has escrito hoy? —le preguntaba.

—No —respondía Luca.

Y a Anesula se le iluminaban los ojos.