El sonido de la tristeza - Raúl A. Victoriano - E-Book

El sonido de la tristeza E-Book

Raúl A. Victoriano

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Beschreibung

"La combinación de las alturas y el ritmo era tan triste que enlutaba todo el espacio, no había lágrimas suficientes para tolerarla, hacía temblar los pétalos de las flores en la oscuridad. Y, oyendo esa sinfonía celestial, Andrés se fue vaciando, sintió que la humedad que tenía en el alma se iba esfumando como la niebla, el corazón se le aquietaba, su espíritu entraba en la calma luego de la tempestad, las tinieblas de su interior se aclaraban, la hoguera de su cerebro daba paso a la pena leve y la hacía menos dolorosa; todo cedía." Con una narrativa interesada en sentimientos universales como la soledad, el amor, la tristeza, el autor teje con hebras de poesía la textura de su prosa. Los cuentos aquí reunidos poseen el encanto de los sucesos que funden la realidad con la fantasía en la medida que lo permite el ejercicio literario y buscan despertar en el lector las emociones más cercanas al corazón.

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Seitenzahl: 112

Veröffentlichungsjahr: 2017

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El sonido de la tristeza

y otros cuentos

Raúl Ariel Victoriano

El sonido de la tristeza

y otros cuentos

Editorial Autores de Argentina

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: [email protected]

Diseño de portada: Justo Echeverría

Ilustración de portada: Edgardo Rosales

Maquetado: Helena Maso Baldi

Corrección: Denise Lopretto

Raúl Ariel Victoriano

Buenos Aires, Argentina.

http://hastaqueelesplendorsemarchite.blogspot.com.ar/

[email protected]

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

Victoriano, Raul A.

El sonido de la tristeza / Raul A. Victoriano. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2017.

118 p. ; 20 x 14 cm.

ISBN 978-987-711-934-3

1. Antología de Cuentos. 2. I. Título.

CDD A861

A Liliana, Nadia y Pamela

Índice

Las imágenes oníricas13

Estacado17

Ellas bailan27

El sonido de la tristeza35

La calle de los pájaros45

El valle del sueño51

La mafia de los estorninos65

Llegué de la noche69

El llamador de ángeles73

Hasta que el esplendor se marchite81

Trinidad99

La calle del pecado107

Mariposas113

las imágenes oníricas

13

Las imágenes oníricas

Este invierno es desapacible. Afuera, el día está frío y la llo-vizna entristece la tarde. Recién he despertado y descubro con encanto otra de las magias que no te conocía. Luego me dirás que sí, que siempre sueñas doble, hilando dos historias al mismo tiempo. Pero solo sueles recordar una de ellas.

Estás enredada entre los hilos del despertar, un tanto perdida, pero, tal vez, un poco alerta todavía a los sonidos delgados y si-nuosos, a los leves golpeteos de las gotas de lluvia sobre el vidrio de la ventana. Hay hebras de humo recortadas en el fondo del cielo azul de tus ojos, esos que me miran ahora, detrás de tus párpados casi caídos.

Me arrimo a tu rostro observándote de cerca, por debajo de tus pestañas quietas. Son dos sueños, los puedo ver porque todavía duermes. Me acerco más y veo allí dos senderos que se bifurcan y te conducen a distintas fantasías.

Acostado a tu lado, te tomo la mano suavemente para acom-pañarte en los dos caminos que transitas desde tu mundo onírico hasta aquí, sin dejar de escudriñar, como un intruso, el fondo de tu mirada quieta.

Por la senda de más aquí, se te ve cómo vas gallarda en tu recorrido, al trotecito sobre una bestia de tiro, a paso lento por el piso polvoriento. Vas montada sobre el lomo firme de un caballo brioso que lleva un trote calmo. Tiene las crines blancas, y los cuatro cascos de sus patas retumban sobre el piso adoquinado y espantan a los pájaros que velan tu siesta.

Por la senda de más allá, en las profundidades del iris, veo una figura que descansa entre brumas y gira para sumergir la mano, el brazo, el codo y el hombro desnudo en un mar de vapores color ceniza. Vacila rotando todo su cuerpo y, al mismo tiempo,

Raúl Ariel Victoriano

14

baja. Me parece que este es tu sueño verdadero y la que des-ciende eres tú.

Vas, de este modo, hundiéndote en el viento como el ala de una gaviota que se acerca, casi rozando las crestas de las olas del mar. Así vas, así te veo, envuelta en túnicas de colores transparentes, volando sin aleteos, aspirando el aroma de sales marinas cuando pasas sobre el agua. Vas olfateando los aromas de los bosques, de los árboles de hojas y de los árboles de flores cuando pasas sobre las tierras.

Ves todos los colores de los estambres enhiestos que anuncian la llegada de la primavera y, con tu oído delgado, oyes los cantos de los pájaros de picos largos del trópico.

Se agita un poco tu mano cuando te escucho balbucear pala-bras que no entiendo. Algo dices en voz baja. Son sonidos disper-sos que salen de tu boca al sumergirte en las profundidades de tus pensamientos. Te arrullan los fluidos que transitan por los arroyos subterráneos, que hacen palpitar los hilos celestes de tus sienes. Tan cerca de tu rostro, puedo compartir todo lo que te sucede.

Me alejo un poco de ti porque comienzas a moverte. Te veo llegar a las costas de la vigilia. Entre las sábanas espumosas, todo tu cuerpo va dejando el desmayo de la siesta al borde del silencio de la tarde agonizante. Ya estás escuchando el rumor de nuestra habitación y abres tus pulmones al aire que respiramos juntos.

Este dormitorio levemente iluminado es tan grande como el Universo. Tu cuerpo sobre la sábana es tan mínimo como una semilla. Esa visión me despierta tanta ternura que quisiera acari-ciarte. Pero desisto, esperaré a que tengas la sonrisa plena, cuando mi presencia tenga sentido también para ti.

Ahora te suelto la mano y te miro de lejos antes de dejar la cama. Tu sueño ha terminado y lo he visto. Cuando despiertes totalmente, quizás no te diga nada, tal vez no te mencione que he compartido tu mágico secreto.

estacado

17

Estacado

El valle descansa sosegado entre las faldas de estas serranías y está por ocurrir un suceso extraño, aquí, en las afueras, en el caserío más retirado de la parte ajetreada de este pueblo, lejos de los ruidos, donde el descampado se va terminando antes de entrar en los dominios de la selva.

Francisco es un hombre grande, pero no es un viejo toda-vía. Está en esa etapa en que la reflexión de la madurez ya le empieza a borronear los pensamientos. Se pregunta cuántas veces más podrá empezar a lidiar con un nuevo día y de dónde obtendrá la voluntad necesaria para enfrentarlo. Algo pareci-do al temor a la Muerte lo va alcanzando de a poco. Su cuerpo alto y un poco encorvado le recuerda su edad y se lo hace saber con esa arruga horizontal que le cruza la frente adusta.

Cada amanecer le muestra el mismo paisaje, las mismas montañas, los mismos colores castaños de otoño, el mismo cielo recortado sobre los tejados del pueblo. Toda su vida cabe en la memoria de los prados de este valle. Vive en las afueras de La Cumbre, en la Provincia de Córdoba, cerca del Camino del Cuadrado. Su casa está en una calle de tierra. Es la última construcción solitaria, cercada por un alambrado en medio de terrenos baldíos. Entre ella y la espesura, solo distan unos metros; más allá, comienza el monte tupido. La vista pasa de la llanura al bosque denso en un abrir y cerrar de ojos. Como marcando una frontera, los troncos y las cabelleras de hojas verdes se elevan como la pared de un desfiladero. Si uno alza la mirada al cielo azul antes de internarse entre los árboles, observando hacia el este, se ven las cumbres blanquecinas del cerro peladas por la nieve.

Raúl Ariel Victoriano

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Francisco ya no espera nada nuevo, su existencia no ha sido traqueteada ni por viajes ni por mudanzas porque no ha salido nunca de este paraje aislado y, a su edad, ya no hay encanto que lo atraiga. Ha quedado arrinconado en este sitio natural-mente, sin nada que lo haya encadenado. Por eso la nostalgia no lo acosa, no tiene nada importante que haya perdido o deba recuperar. Sin embargo, la cercanía de su propia Muerte lo preocupa un poco, tal vez sea eso lo que ha estado sintiendo este último tiempo.

Ha vivido, se conoce; no se rinde todavía, algo lo impulsa. Será la presencia de esta mujer que lo acompaña en las rutinas de su casa, María, tan joven, mucho menor que él. Hace poco que están juntos. Dos soledades que se han unido por una mi-rada al azar, casi sin palabras de por medio, solo un deseo que sintieron ambos en el cuerpo cuando se vieron en una de esas tardes calurosas de verano. Él demoró su mirada en el modo en que la pollera se ceñía a las nalgas y ella se dio cuenta de que él se fijaba.

Ahora él advierte que, sin María, se siente un tanto perdido. Lo asalta un leve temor si se ausenta, queda agazapado como un animal que ha escuchado ruidos extraños entre el follaje. Sus ojos la buscan, gira la cabeza, recorre las habitaciones. Se desorienta si no ve los colores de los vestidos que ella luce o si no escucha la risa espléndida que estalla en su rostro moreno. Las sienes le laten un poco cuando no la tiene cerca, le parece que se ha marchado, las manos se le ponen inquietas porque necesita acariciarle los cabellos lacios con sus dedos ásperos para conservar la serenidad de su espíritu.

Dialogan poco, tal vez porque el silencio de este paisaje verde en el que solo se oyen los trinos de los pájaros se les ha incorporado como una respiración que conversa por ellos. Se sienten más a gusto con el lenguaje del gesto y las miradas:

El sonido de la tristeza

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andan callados por la casa, toman mate obviando las palabras, hacen el amor explicándose las sensaciones con jadeos. A ve-ces, rompen la rutina con alguna frase corta, respondiendo con monosílabos, pero los suficientes como para que él oiga sonar la música de la voz dulce en las cuerdas de la garganta de María y ella escuche vibrar los sonidos graves del tambor amplio que se infla en el pecho de Francisco cuando habla.

Él carga con la condena de su vicio: es adicto a la bebida. Se embriaga con vino o ginebra. No recuerda desde cuándo, le parece que desde siempre. No con frecuencia, pero, a veces, pierde el dominio y se desbarranca queriendo llenar el vacío sin fondo que lleva dentro, ese que siempre le pide más cegán-dolo, y le ata la lengua hasta perder la voz. Ella lo sabe des-de que lo conoció esa tarde cuando se cruzaron en una calle del pueblo y, desde entonces, lo ha tolerado porque lo quiere. Guarda la esperanza de que tal vez cambie.

Ya ha caído la noche en esta parte del valle y hay un algo de tristeza en el alma de Francisco, tal vez por los pensamientos que ha tenido acerca de la Muerte. Saca dos sillas al fondo, afuera de la casa sobre el patio de cemento al aire libre para que se sienten él y su mujer, y las arrima a una mesa que tienen en este lugar. Aquí está más fresco que adentro, el sol ha casti-gado el techo de chapas durante todo el día; pero, a esta hora, ya ha oscurecido y corre una brisa leve que trae la humedad de la vegetación del monte. Francisco se sienta y su figura queda iluminada con el foco de luz amarilla que está fijado a la pared trasera, una luciérnaga que no se apaga. Los pájaros se han callado. Tiene el codo izquierdo apoyado en la mesa y el puño de la mano derecha apoyado en la cadera.

—¡María! —grita desde el fondo de la vivienda.

—Sí…, estoy buscando el mate…, ya voy —le contesta ella, que está todavía dentro de la casa.

Raúl Ariel Victoriano

20

—Traeme un vaso cuando vengas.

—Sí, ya va.

Él ya ha traído la botella de vino tinto, la ha destapado y la ha puesto frente a sus ojos.

De pronto, se aturde con esas reflexiones sombrías que le asoman por debajo de la cáscara de la conciencia y la mirada se le pierde hacia la sombra callada de las plantas. La repeti-ción de los años, esa recurrencia ingrata, cada vez más cerca-na. «¿Será, entonces, que es en vano seguir con esto?», piensa, afirmando la idea con la cual se ha levantado hoy, al mismo tiempo que aprueba con la cabeza y se le dibuja un gesto leve en el rostro, una mueca que le tuerce los labios.

Ella ya se ha acercado, coloca el vaso sobre la tabla de ma-dera al lado de la botella, mira a Francisco en silencio, luego acomoda la pava y se sienta. Llena el primer mate, remueve la bombilla plateada, lo mira otra vez, se retira un mechón de pelo de la cara, se recuesta sobre el respaldo, se cruza de pier-nas, se alisa la pollera negra con la palma de la mano y espera.

Él comienza a tomar, no en forma atropellada, pero sí a grandes sorbos porque viene arrastrando una sensación que no puede dominar, como un cosquilleo, una inquietud que le genera ansiedad. Su adicción es un sabueso que siempre ter-mina por alcanzarlo.

Es un obrero de la construcción y está todo el día traba-jando con el cemento y la arena, entre el ruido de claveteos y martillos que golpean los encofrados. Antes de empezar a beber, se ha acordado de ese tiritar de sonidos y con el vino se le va aplacando. No es sed lo que tiene, sino necesidad de aplastar el fastidio de la sentencia que lo perturba, que le re-tumba en la cabeza, ese final que se acerca y al que todavía no está dispuesto a entregarse. A medida que va tomando, se le enturbia la sensibilidad, va entrando como en un sopor de

El sonido de la tristeza

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siesta que le trae descanso, y Francisco percibe que ese apa-ciguamiento lo tiene a su alcance, en el líquido rojo del vaso.

Ya queda