El sueño de Gargantúa - Antonio José Antón Fernández - E-Book

El sueño de Gargantúa E-Book

Antonio José Antón Fernández

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Recordamos la utopía desde una sola mirada: sociedades paritarias y felices sin diferencias ni clases sociales. Si hubo futuros trazados desde posiciones liberales, no se nos ocurre otra forma que la distopía: futuros de pesadilla, sin libertad y con diferencias de clase abismales. Pero esto no explica su fertilidad e influencia. Si el liberalismo hizo de los sueños de la izquierda una distopía, ¿pudo ser porque quien soñaba era él? En estas páginas se analizan esas promesas, para aclarar el ocaso neoliberal de todo futuro, y de nuestro capitalismo sin horizonte. "Todos deberían leer El sueño de Gargantúa: si ignoras su moraleja, tarde o temprano pagarás el precio en tus propias carnes." Slavoj Žižek

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Akal / Pensamiento crítico / 84

Antonio J. Antón Fernández

El sueño de Gargantúa

Distancia y utopía liberal

Epílogo: Slavoj Žižek

Recordamos la utopía desde una sola mirada: sociedades paritarias y felices sin diferencias ni clases sociales. Si hubo futuros trazados desde posiciones liberales, no se nos ocurre otra forma que la distopía: futuros de pesadilla, sin libertad y con diferencias de clase abismales. Pero esto no explica su fertilidad e influencia. Si el liberalismo hizo de los sueños de la izquierda una distopía, ¿pudo ser porque quien soñaba era él?

En estas páginas se analizan esas promesas, para aclarar el ocaso neoliberal de todo futuro, y de nuestro capitalismo sin horizonte.

«¿Qué experiencias jalonan la conformación de los mitos que integran la utopía liberal y qué conexiones posibles hay entre ellas? ¿Desde dónde revocar esos mitos? Algunas respuestas en este ensayo, cuyo músculo intelectual es inapelable.»

Noelia Adánez

«En un pasmoso recorrido por la historia del pensamiento moderno, este libro nos explica cómo y por qué el triunfo del capitalismo no ha sido tanto en la extensión de la mercancía como en la profundidad con que ha calado en nuestras conciencias la utopía liberal que acompaña a la promesa del mercado.»

Fernando Broncano

«El sueño de Gargantúa propone un viaje alucinógeno al inconsciente colectivo del liberalismo. Antonio Antón nos guía en un recorrido fascinante por la contrahistoria tumultuosa y bizarra de nuestra normalidad capitalista y saca a la luz la pulsión milenarista de la utopía del mercado libre.»

César Rendueles

«¿Y si estamos viviendo la utopía de otros? En este libro Antonio J. Antón Fernández nos propone un análisis crítico fascinante sobre cómo las utopías liberales funcionan, y acerca de cómo sus relatos atraviesan, peligrosamente en ocasiones, nuestra vida cotidiana.»

Alberto Santamaría

«Todos deberían leer El sueño de Gargantúa: si ignoras su moraleja, tarde o temprano pagarás el precio en tus propias carnes.»

Slavoj Žižek

Antonio Antón es filósofo y traductor. Editor de Antonio Gramsci y John Reed, ha traducido a autores seminales como Perry Anderson, Giuseppe Vacca, Slavoj Žižek, Luciano Canfora, Alain Badiou, Toni Negri o Domenico Losurdo. Entre sus publicaciones destacan Slavoj Žižek. Una introducción (2012) y Crónicas del neoliberalismo que vino del espacio exterior (Akal, 2015).

Diseño de portada

RAG

Motivo de cubierta

Antonio Huelva Guerrero

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© Antonio J. Antón Fernández, 2021

© Ediciones Akal, S. A., 2021

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4893-0

INTRODUCCIÓN

(y agradecimientos)

En las tumbas del pasado se solían encontrar, esparcidas junto al cuerpo e incluso en otras partes del terreno ceremonial, semillas de mostaza, avena, zanahoria o amapola. Allí donde se han encontrado estas últimas, una posible interpretación atribuiría su presencia al efecto narcótico que tiene su ingesta: las semillas de amapola se habrían colocado allí con el objetivo de asegurar el sueño plácido del muerto.

Esa es la parte tranquilizadora. Sin embargo, la constante en muchas culturas es que el sueño del muerto debe ser plácido, sí, pero sobre todo eterno. Hay, hubo, un miedo a los «aparecidos», un miedo a que el sueño se interrumpa y reaparezca lo que se pensaba ya definitivamente enterrado. Por ello, esa eternidad es de hecho una garantía para los vivos. No obstante, si esta hipótesis es relevante para el caso de las semillas de amapola, ¿qué hay del resto de semillas?

Lo que se repite en numerosas culturas no tiene que ver con las propiedades de la semilla, sino sobre todo con su cantidad. El objetivo es que, si el cuerpo inerte despertara de su sueño, amenazando así la vida de la comunidad, ese «aparecido» o «vampiro» quedaría atrapado en la tumba, obligado a contar las semillas. Porque el monstruo, la amenaza no-muerta, tiene una compulsión irrefrenable: debe contar. Nada que esté a su alcance puede quedar sin contabilizar. Démosle, pensaban nuestros antepasados, ítems suficientes para que su ejercicio contable sea inacabable. El mismo efecto protector se podía lograr colocando redes de pesca en las tumbas o en las puertas de las casas, pues para contar el no-muerto tendría además que ir deshaciendo, uno a uno, todos los nudos[1].

El «vampiro» o «aparecido» griego o macedonio, llamado vrykolakas, también tiene esta manía irrefrenable de contar, y el motivo de que los vestidos se adornaran con flores de muchos pétalos en varias festividades mediterráneas –contaba en 1903 un viajero y periodista inglés–[2] tendría que ver con esa obsesión numérica, esta vez ampliada a todo tipo de peligrosas criaturas mágicas. En una situación de emergencia, la flor podría arrojarse a la criatura, para que esta tuviera que detenerse a contar los pétalos o estambres. No es este un descubrimiento antropológico reciente: ya en la literatura médica del siglo XIX se menciona la aritmomanía como una explicación psicopatológica del surgimiento de leyendas como la del vampirismo[3].

Lo curioso es que la primera traducción al inglés del término «vampiro» apareció en 1733 en la obra de Charles Forman, precisamente para describir a los que se lucraban con la deuda nacional[4]. A partir de aquí la historia es bien conocida: un siglo y medio después, la versión de Bram Stoker destaca cómo en el forcejeo entre Harker y el vampiro, un golpe fallido del cuchillo en el torso del no-muerto abre una brecha por la que cae un reguero de billetes y oro. Como nos recuerda Franco Moretti, a diferencia

del Drácula histórico y otros vampiros anteriores, [al Drácula de Stoker] no le gusta derramar la sangre: necesita sangre. Chupa tanta como sea necesaria y nunca desperdicia una gota. Su fin último no es destruir las vidas de otros a capricho, echarlas a perder, sino usarlas. Drácula, dicho de otro modo, es un ahorrador, un asceta, un defensor de la ética protestante […] un empresario racional […] impelido a un crecimiento continuo, una expansión ilimitada de sus dominios[5].

Esta versión de 1897, afirma Moretti, es la del «vampiro monopolista», el «producto final del siglo burgués y también su negación». Es una proyección de la amenaza que para el ámbito británico suponía la importación de un nuevo desarrollo capitalista foráneo, el capitalismo de monopolios, opuesto a la «mentira ideológica del capitalismo victoriano, un capitalismo avergonzado de sí mismo» que en realidad no quería ver en esta forma extranjera su plena continuación lógica.

Así, entre aritmomanía y monstruos devastadores, podríamos acabar esta introducción, culminándola con alguna cita de Marx sobre el carácter vampírico del capitalismo. Pero han pasado muchos años y su vigencia está precisamente en los cambios que ha traído la profundización de su lógica: el monstruo ha ampliado sus dominios. Dicho de otro modo: el vampirismo se ha propagado. Así que en este punto nos puede resultar más útil citar a Sadie Plant, que nos ofrece un análisis de su actual estadio epidemiológico:

El capitalismo hace de todos nosotros «aritmomaníacos» avanzados: nosotros también, como los vampiros, intentamos correr, pero nos retiene la necesidad de contar y dar cuenta de todo. La vida en una economía capitalista es una cuestión de cálculo constante: empleamos nuestro tiempo en pesar pros y contras, memorizar códigos pin y contraseñas, haciendo presupuestos y evaluaciones, rindiendo cuentas. Calorías, colesterol, niveles de azúcar en sangre, recuento de células, de polen, de precipitaciones, temperatura, likes, amigos, seguidores: no hay límite a lo que puede contarse, ni límite para lo que cuenta[6].

La lucha entonces debería ser principalmente contra el número, al menos en esta forma «aritmomaníaca»: trasladar a prosa los cálculos que pretenden privarnos de voz y rescatar aquellas cifras que desmienten los discursos de segregación y austericidio. En palabras de Groys: «en el capitalismo, la confirmación o refutación definitiva de toda acción humana no es lingüística sino económica: no se expresa con palabras sino con números […] la revolución comunista es la transcripción de la sociedad del medio del dinero al medio del lenguaje»[7]. El medio contable en su versión maníaca es la manifestación de esa destrucción temida por los antiguos pueblos mediterráneos: el no-muerto, sin semillas que lo distraigan, solo puede abandonarse a su necesidad vital de extraer nuestra sangre, hasta la última gota.

Podríamos continuar con la metáfora: recordemos la ciudad de Flint, Michigan, en 1989, retratada en aquella escena de Roger and Me, en la que varios jóvenes explican a Michael Moore cómo malviven vendiendo su propia sangre. Treinta años después, una de las profesoras en huelga de Oklahoma confesaba a la periodista Amy Goodman que para llegar a fin de mes su marido debía vender su plasma, mientras ella limpiaba centros comerciales[8]; en un artículo-publicitario online de ese mismo año, la «Branded Content Editor» de una revista digital nos recomendaba unirnos a aquella profesora y su marido, dejarnos chupar la sangre, y ganar así hasta 70 dólares a la semana «más galletas gratis»[9].

Sin embargo, si bastara con un análisis metafórico del funcionamiento del capitalismo, la lucha política, y libros como este, serían superfluos. La metáfora vampírica explica algunas cosas, pero desde luego no nos ofrece demasiadas pistas sobre el modo en que este sistema económico ha logrado seducir a millones de personas (mientras coaccionaba o no dejaba alternativa a todas las demás). Esto es, ¿cómo es que el vampiro ha logrado mostrarse como un joven seductor, cargado de promesas convincentes de bienestar futuro? ¿Cómo ha sido capaz de convencernos de que no conviene nunca mirar hacia atrás?

Una respuesta, fértil y en absoluto secundaria, ha consistido en centrarse en el modo en que, como sujetos, como trabajadores, hemos percibido la relación entre esas «promesas» y nuestra vida cotidiana. Si quebramos esa percepción cotidiana (nos decimos) se mostrará en toda su fealdad el engaño –o si volvemos a la metáfora, el elegante seductor no-muerto quedará privado de su máscara, o de su tapadera, y lo veremos como realmente es, un ser sediento de sangre.

No me aventuré, desde el comienzo de este trabajo, a discutir esta concepción.

Lo que sí estaba claro es que ha habido, desde hace demasiado tiempo, una tenaz obsesión por ignorar la primera parte de esa relación entre las promesas y la realidad. La falsedad de una promesa puede establecerse de tres maneras: desde la experiencia acumulada, en las contradicciones presentes en su enunciación, o a partir de su resultado futuro. El capitalismo contemporáneo, con los epítetos que decidamos ponerle según la disputa de moda (neoliberal, posmoderno, etcétera), ha tenido un éxito incuestionable en eliminar la primera vía. Sin Historia, sin memoria, o mejor: sin un tiempo estable en el que apoyar ambas, el registro de los engaños acumulados queda inutilizado.

Esto tiene que ver con el fracaso de los dos otros enfoques: hoy somos todos expertos en desentrañar las contradicciones del presente; y pese a todo la estructura socioeconómica del campo en el que las discutimos nos lleva a la invención constante de nuevas tendencias, nuevos conceptos, nuevas modas en nuestro propio estudio del capitalismo en sus microtendencias presentes. (Por no hablar del cortocircuito entre vida laboral «intelectual» y el desarrollo teórico marxista, que también imponen las circunstancias económicas actuales: no sólo es que el ambiente incite a las y los intelectuales marxistas a la creación y seguimiento de nuevas modas teóricas, sino que, para encontrar su hueco como analistas, tienen que crear su propia «marca» de análisis del capitalismo. De este modo, nos encontramos con que «la clave definitiva» para el análisis del capitalismo presente está primero en un estilo musical, y luego en una moda lingüística, y después en un término importado de otro contexto sociopolítico, o en una nueva aplicación de móvil, etcétera, etcétera.) Sin embargo, incluso a pesar de esta proliferación infinita de análisis, que bloquea más que resuelve, podríamos decir que andamos sobrados de teoría. O al menos tenemos más que suficiente para apañárnoslas. Excepto en lo que respecta al tercer ámbito: el del futuro.

Carentes de pasado, y estando todos centrados en cada forma de «nueva explotación» o «nuevo rostro del capitalismo», se nos escapa el modo en que una y otra vez las promesas liberales se apoyan en un futuro siempre inasible, y por eso, irrefutable. Aquí comenzó la andadura de este libro: ¿y si la utopía que deberíamos estar estudiando no es otra que la liberal?[10].

Una vez empieza a contemplarse el desarrollo histórico del capitalismo y su legitimación liberal con estos anteojos, muchas preconcepciones bien ancladas en la tradición de la izquierda deben quedar, como mínimo, en suspenso: ¿no hay acaso un hilo utópico común, y previo, al liberalismo y a los primeros experimentos socialistas?

La respuesta, que antecede y proseguirá a la redacción de este libro, trae consigo muchos problemas y sorpresas que aquí no podían abordarse. En primer lugar, respecto a la izquierda llama la atención la pertinaz manía de disputar un campo, el utópico, que como ya han señalado otros estudios[11] es tan antiguo como la literatura, y tan viejo como Ur. Y es especialmente chocante en la medida en que la novedad acaso más potente del marxismo fue la ruptura teórica (cuando no retórica) con el pensamiento utópico. En segundo lugar, y partiendo de ahí, llama también la atención que se haya pasado por alto hasta qué punto la matriz utópica originaria[12], que podríamos empezar a perfilar a partir del Poema de Gilgamesh[13], el Pentateuco, y varios diálogos de Platón, tiene tantos puntos en común con lo que se suele considerar un subconjunto de ella. Me refiero a la modalidad que, por resumir, podríamos denominar a partir de una de sus formas más reconocibles, la robinsonada (aunque la ampliemos para incluir sus referentes inmediatamente anteriores). Desde Nicolás de Oresme hasta Harriet Martineau; desde Defoe hasta el Marqués de Sade, podría trazarse perfectamente una historia de la utopía literaria cuyo cauce nos llevara con más claridad hasta Voltaire o Ayn Rand (u Horatio Alger, como veremos más adelante) que hacia H. G. Wells o Bogdánov.

En todo caso, parecía claro que la utopía liberal era un objeto de estudio en un incomprensible estado de abandono, que merecía ser retomado. Sin embargo, esto me llevó a algunos callejones sin salida: el estudio del liberalismo, como señala Pierre Rosanvallon, arroja varias conclusiones que nos impiden un estudio directo de algo así como una «utopía liberal» o «capitalista»:

Resulta claro que no hay unidad doctrinal del liberalismo. El liberalismo es una cultura, no una doctrina. De allí los rasgos de lo que atañe a su unidad y de lo que entreteje sus contradicciones […] Su unidad es la de un campo problemático, de un trabajo, de una suma de aspiraciones[14].

Este inexistente «liberalismo absoluto» o «completo», por tanto, es una de las primeras cosas que se disuelven entre los dedos del que se acerca a estudiarlo: más problemático si cabe ha resultado identificar una utopía. Pero no está todo perdido. De hecho, lo que espero que se aclare con la lectura de este libro es que hay toda una cadena, un «hilo» de fragmentos y relatos utópicos, entrelazado con otros tantos momentos mitológicos y sin duda también teológicos, que sostiene el edificio capitalista.

Habría que matizar la expresión «fragmentos y relatos». En un primer lugar, descartando el concepto originario de mitema, y aunque me resultara tentador recuperar el concepto vichiano de «universali fantastici», pareció adecuado partir del análisis de «utopemas» siguiendo el ejemplo de Alain Pessin[15]. Sin embargo, su definición específica del utopema merecía una discusión en profundidad que resultaba demasiado tediosa para un libro como este, en el que se trata de abrir una discusión nueva y sugerir o retomar sendas, más que cerrarlas. Aun así, en los capítulos siguientes emplearé el término en unas pocas ocasiones, pero siguiendo una definición puramente interna a este libro: se trataría de las matrices narrativas fundamentales alrededor de las cuales se reagrupan varios discursos teóricos o movimientos intelectuales y sociales que vamos a abordar en los diferentes capítulos. Así, por ejemplo, el utopema de la salvación por la máquina; o el del poder invisible que garantiza nuestra felicidad futura.

Y, sin embargo, por las razones anteriores, no se encontrará esto explicitado en el índice, ni justificado exhaustivamente. En general, podría haber sido interesante desarrollar su definición contrastándola con la de «biografema», según la recuerda Fran­çois Dosse a partir de Barthes: «pequeños detalles que por sí solos pueden decirlo todo», un «rasgo sin unión que remite a la singularidad de los gustos y los cuerpos», que «trazan líneas de fuga» a partir de la forma mínima «me gusta, no me gusta»[16]. Así, podríamos abordar la historia de los liberalismos como la biografía de un cuerpo deseante y contradictorio, pero sobre todo dominante, azaroso y lleno de caprichos casi personales: esta visión tendría un componente materialista indudable, en la medida en que bajaría esa ideología del mundo puro de las teorías y las discursividades, a las vicisitudes de la vida histórica concreta. Pero aparte del origen estructuralista demasiado explícito del término biografema, que requeriría un comentario y explicación específicos, resulta menos adecuado para este desmontaje biográfico del liberalismo que los consejos que da el propio Dosse, alejándose del relato construido a partir de biografemas: «preservar la indistinción, la indeterminación y el carácter mixto de temporalidades diferentes … el orden de la cotidianeidad y del fantasma»[17].

En definitiva: no busco un único relato, narración o mito al que el liberalismo dio forma para legitimar su funcionamiento «vampírico», sino constatar una pluralidad de ellos. O más exactamente, la cuestión no es que el liberalismo ofrezca uno o varios contenidos mitológicos fundadores, o una o varias promesas teo-teleológicas dadas de una vez por todas y acotables en periodos históricos. Lo que veremos, es que los utopemas se solapan y se suceden, son «emergentes» y luego «residuales», o se hibridan primero para aparecer después, repentinamente, de forma individual y dominante.

De hecho, si estos utopemas se alternan, es porque bajo todos ellos, si retiramos una a una, pacientemente, todas las capas fantásticas, en su mismo corazón, no hay una utopía: obviamente (pues no se defiende aquí una lectura idealista de la historia) en última instancia no encontraremos un relato o una idea, sino un choque real y efectivo, una tensión. Se llama lucha de clases, pero en la medida en que esencialmente es una tensión material, puede declinarse de muchas formas. Para que haya choque, debe haber una división. Por ejemplo, como la que constantemente mantenemos entre nuestro ambiente industrial y el limitado mundo que habitamos: sobre esa división, alzamos una tapia para no ver la destrucción de un planeta cuya habitabilidad reducimos día a día[18]. También podría verse como esa pared invisible de leyes o requisitos que no nos permiten acceder a una vivienda, o nos alejan de una vida como ciudadanos de pleno derecho, sea por nuestra piel, o por nuestro pasaporte; un escudo de silencio que impide que «los propietarios» den explicaciones o compensaciones reales por los despidos[19]. Un muro: una valla.

No obstante, algo debe haber en esa tensión última, que permite su encaje con las estructuras utópicas, y el engarce de los utopemas entre ellos o con otros que puedan venir. Quizás, si el capitalismo es una gran máquina de producción de divisiones, de escisiones y exclusiones; si el capitalismo es pura reproducción de antagonismo, quizás, entonces, el liberalismo sea, en su razón última, distancia.

[1] A. Löwenstimm, Aberglaube und Strafrecht, Berlín, 1897, p. 96, y P. Barber, Vampires, Burial and Death, New Haven, Yale University Press, 1988, p. 55.

[2] G. F. Abbott, Macedonian Folklore, Cambridge, Cambridge University Press, 1903, pp. 218-220 y notas.

[3] E. Dupouy, Medicine in the Middle Age, trad. ing. de T. C. Minor, Cincinnati Lancet Press, 1889, p. 35.

[4] Citado en S. D. Moore, Swift, The Book and the Irish Financial Revolution, Baltimore, John Hopkins University Press, 2010, p. 173.

[5] F. Moretti, «The Dialectic of Fear», New Left Review 136 (noviembre-diciembre 1982), pp. 67-85.

[6] S. Plant, «Compelled to count», ensayo del catálogo de la exposición de Susan Morris en el Centre PasquArt, Biena (Suiza), 2017, accesible en http://www.sadieplant.com.

[7] B. Groys, The Communist Postscript, trad. ing. de T. H. Ford, Verso, Londres, 2009, pp. xv-xvi [ed. cast.: La posdata comunista, Buenos Aires, Cruce, 2015].

[8] Cfr. Michael Moore: Are We Going to Be Like the «Good Germans» Who Let Hitler Rise to Power?, 21 de septiembre de 2018, entrevista accesible en democracynow.org.

[9] Este detalle –y muchos consejos y charlas durante la redacción de este libro– se lo debo a Daniel Bernabé.

[10] Fue mi editor, Tomás Rodríguez, quien me propuso esta vía, que por supuesto no habría podido transitar sin su ayuda y la de la editorial Akal. Tampoco, es obvio, sin el apoyo de Arantza, ni de mis (y sus) padres y hermanos.

[11] Especialmente el de M. Spariosu, Modernism and Exile: Liminality and the Utopian Imagination, Basingstoke, Palgrave Macmillan, 2015; y naturalmente el clásico de Frank E. Manuel y Fritzie P. Manuel, Utopian Thought in the Western World, Cambridge, Massachusetts, Belknap Press, 1979.

[12] Spariosu (véase nota supra) la denomina «exílica-utópica».

[13] Precisamente investigando este punto estuve muy cerca de caer en aquella «locura babilónica» de la que fue víctima J. M. Keynes al estudiar la historia de la moneda. En estas cosas quizás puedo encontrar simpatía en libreras de referencia como Silvia Broome (su “alias” en redes sociales), Carlos, Eva, Alfonso, Santiago, o el tristemente desaparecido José Luis, cofundador de la librería Metalibrería, que me vendió un espléndido librito de poemas babilónicos y, regalándome otros, se negó a poner precio a una –corta– amistad.

[14] P. Rosanvallon, El capitalismo utópico, trad. de V. Ackerman, Buenos Aires, Nueva Visión, 2006, p. 13.

[15] A. Pessin, L’imaginaire utopique aujourd’hui, París, Presses Universitaires de France, 2001.

[16] Una «biografemática» mutua de este tipo sí he construido en estos años con Jorge Diezma (ya veremos quién retrata antes al otro); algunas ideas para este libro surgieron, sin duda, gracias a la oportunidad que me brindó de escribir el texto de presentación para su exposición en el Jardín Botánico de Madrid, junto a las notas que tomé en la preparación para un texto nunca acabado alrededor de la exposición Adverbios Temporales, comisariada por Cristina Anglada, que pese a todo me agradeció el intento. Lamentablemente, de haber incorporado a este libro todas las notas, el último capítulo habría sido inabarcable. Así que, si el público lector tiene a bien, quizás las incluya en alguna reedición.

[17] F. Dosse, La apuesta biográfica, trad. de J. Aguado y C. Miñana, Valencia, PUV, 2007, pp. 306-308 y 310.

[18] Finalmente, no he titulado esta introducción «Agradecimientos ecológicos», porque podría entenderse mi obediencia a los consejos de Alberto Olmos («¡Soy artista, no me toques una coma!», El Confidencial, 23-01-2019) como una frivolidad. Efectivamente, he intentado reducir al mínimo ese marginal pero real gasto en papel que suponen las páginas de agradecimientos, incluyéndolos en las notas. Por supuesto, más papel se gasta en mala literatura, o en esos mismos agradecimientos publicados en papers, revistas de economía o tesis doctorales publicadas en Estados Unidos (por nombrar al mayor destructor ecológico per capita). Pero es un gesto mínimo que no me suponía un gran esfuerzo (nótese cómo me acerco a traicionarlo según aumenta la extensión de esta nota). Sí suponen un esfuerzo todos los «gestos mínimos» que se le están exigiendo diariamente a los trabajadores, cada vez más insistentemente, por parte de un emergente pseudoecologismo patronal. Todo sea por no cambiar un sistema que sí es el principal enemigo de la vida en el planeta. En esta dirección iban mis consultas a Jorge Riechmann durante la redacción del libro, que atendió con su paciencia y amabilidad habituales. Lamento no haber podido profundizar en la línea que le anuncié, esto es, avanzar en una crítica más sistemática de la literatura liberal desde el punto de vista ecologista: sigue habiendo un hueco en ese aspecto, que espero se llene pronto. Jorge y Yayo Herrero siguen marcando el camino. Por cierto, junto con activistas anónimos como mi amigo Raúl, «Ramsey».

[19] En estas luchas, por supuesto, están amigas, lectoras y compañeras sin las cuales el libro me habría sido materialmente imposible de escribir, y/o la vida menos soportable. Sin repetir nombres: Jaime, Marga, David, Mara, Álvaro, Fátima, Dulce, Tizón, Lucas, Gasch y Josemi (mi triple agradecimiento a ellos dos, y saben por qué), Eddy, Yolanda, J. Manuel, Fernando, Pepe, Tamara, Tote, Gonzalo, Sîan, Paco, Alberto, Javier, Juana, Juan, Antonio, Olaya, Carlos, Jara, Alejo, José Luis, David, Ricardo, Miguel, Miguel Ángel, Sara y Jorge, Maxi, Leonor, Bea, Ana, Pedro, Adoración (de su invitación a hablar de mi anterior libro en la universidad también se han alimentado algunos párrafos e ideas de este).

CAPÍTULO I

De la Ciudad de Dios a la ciudad del Mercado

USOS LIBERALES DEL LIBRO

Con los contrafuertes abiertos, la celda se ha iluminado al salir el sol. Los graznidos han llamado la atención del ilustre huésped, que se asoma al ventanal. Entre los barrotes de la parte inferior puede ver por fin los barcos que fondean la costa holandesa, y el vuelo de los pájaros que se alejan del castillo, dejando atrás el amplio foso y los muros.

Lo cierto es que el preso –Hugo– no tiene con qué comparar su estancia (creció en una familia más que acomodada y, aunque su padre se dedicara entre otras cosas a la especulación inmobiliaria, las estancias en prisión nunca estuvieron dentro de su apretado y acelerado programa de estudios)… pero apenas logra encontrar algo de su agrado, por no decir algo que no le aterre hasta la médula. Es verdad; su amigo y referente político, Johan, corrió peor suerte. Pero por momentos esta estancia, un ultraje en toda regla a su persona, le ha llegado a parecer peor que el cadalso. ¿Para esto se hace uno socio de la compañía más próspera del mundo conocido?

Es cierto que esa membresía suele abrir muchas puertas, pero el embrollo que le ha traído hasta la cárcel tiene que ver con alambicadas disputas políticas y religiosas más allá de su capacidad monetaria. En cuanto a la religión, el asunto se había dirimido entre gomaristas (calvinistas) de un lado, y arminianos del otro. Y en el centro de la disputa, al menos en su vertiente teológica, la Caída. En ella, arminianos como él habían visto la clave para la comprensión de la naturaleza humana, el libre albedrío… y también el origen de la propiedad privada.

Merced a la Caída (del Edén), los «remonstrantes» o «arminianos» defendían que los hombres quedaban corrompidos y alejados de la imagen divina, pero, a diferencia de lo que afirmaban los calvinistas, el Espíritu Santo podía recuperar la semejanza con Dios, que podría no haberse perdido del todo (una posibilidad abierta por el propio Calvino). La «gracia precedente» (o «preventiva») borraba parcialmente el pecado adánico y hacía a los individuos capaces de responder al llamado de Salvación. Esta «capacidad» abría el campo para el libre albedrío, sostenido siempre por la Gracia divina:

La providencia divina se subordina a la creación; y es necesario, por tanto, que no afecte a la creación, cosa que haría si inhibiera u obstaculizara el uso del libre albedrío en el hombre[1].

Así, los hombres ejercen su libre albedrío aceptando o rechazando la Gracia, del mismo modo en que la expiación de los pecados que trae Jesucristo sólo se produce para aquellos que aceptan el llamado divino. La (famosa y «weberiana») calvinista doctrina de la elección, por tanto, queda para los arminianos abierta a la respuesta de los humanos. Esa respuesta, es verdad, está ya registrada en la omnisciencia divina, pero para el arminianismo era válida la sutilísima diferencia entre esta predestinación «débil» y la predestinación «fuerte» del calvinismo (en la que, desde la creación del mundo, ya están asignados los destinos de condenados y salvados). Además, tanto para Arminio como para nuestro primer protagonista, la predestinación calvinista atribuía el Mal a la acción divina, mientras que para ellos el origen del mal estaba en el libre albedrío, aunque también este sea la fuente del bien: todo dependía del uso que se diera a esa libertad.

Y bien, ¿en qué había empleado esa libertad nuestro taciturno preso? En apoyar a Johan Van Oldenbarnevelt –arminiano y a la sazón Gran Pensionario de las provincias– en un intrincado juego de poder político y religioso con el estatúder Mauricio de Nassau (desde su punto de vista, un golpista que había roto la autonomía de las provincias a la hora de regular sus disputas político-religiosas). La respuesta de Mauricio de Nassau fue contundente, y el juicio –ilegítimo, según los abogados– acabó con la ejecución y los arrestos.

Así, una mañana más, y de pie tras los barrotes, Hugo de Groot, conocido como Grotius o Grocio, vuelve a tener la tentación de comunicarse con su compañero de prisión. Quizás Rombaut esté asomado a la ventana de su celda, que da también a este lado del foso: quizás no haga falta ni siquiera gritar, y baste con llamarle a un volumen discreto. Pero sería una estupidez, y hacerlo precisamente hoy, 22 de marzo, traería demasiadas complicaciones. La situación podría empeorar: ¿quién sabe si habrá desdichados que corran peor suerte? Le parece difícil de imaginar, pero al fin y al cabo él está en la tercera altura del torreón: hay celdas por debajo de él, y los vanos de esos pisos apenas podrían considerarse ventanas, o acaso respiraderos. Sí, quizás hay quien viva peor. Su celda es amplia, su comida ha sido más o menos de su gusto: copiosa, pero tosca.

Ahora mismo la habitación en la que cumple condena está atestada de libros: en la mesilla, para empezar, las poesías de Janus Secundus, que le hicieron llegar a él y a Rombaut como parte de un encargo para su traducción al holandés. Sus versos son del agrado de Hugo, pero su lectura no parece muy oportuna en esta situación. Mucho menos para Rombaut, anciano y demasiado árido como para apreciar la poesía. Maria, la esposa de Hugo, tuvo que insistir para que ambos se interesaran repentinamente por la lírica neolatina. Hugo cedió antes, y pudo descubrir en el interior del volumen que varias páginas se habían sustituido por instrucciones detalladas sobre el proceso judicial y otras cuestiones[2]. Sin embargo, el viejo Rombaut Hogerbeets se hizo tanto de rogar que los guardias sospecharon y toda la operación llegó a las autoridades locales. Pero, junto a otras incomodidades, esta también pudo solucionarse con un oportuno soborno.

En definitiva: en el suelo, en la mesilla, en el escritorio de la celda se amontonan los volúmenes. La Historia de Eusebio y Adversus hereses, de Epifanio; Clemente de Alejandría, Tertuliano, Plutarco. También se encuentran en la celda la Physica y las Eclogae ethicae de Estobeo, junto con las Fenicias de Eurípides, ya que entre otros quehaceres Hugo ha podido dedicarse a traducirlos del griego al latín. Pero su labor más urgente, al menos en lo que al estudio se refiere, queda patente en los libros de Erasmo, Beza, Drusius, Casaubon y Calvino que también ocupan espacio en la celda. Y por supuesto, un par de copias de la Biblia.

De la Biblia, el estudio de Grocio (durante toda su vida) se centra especialmente en la Caída. De aquí surge tanto su defensa del libre albedrío individual como su reconstrucción del concepto de propiedad privada, así como su defensa del derecho y obligación para los cristianos de tomar botines de guerra. En su obra De Jure Praedae se apoyará para esto en Génesis, 14. Y precisamente aquí se encuentran otras de las argumentaciones de Grocio que pueden ser más interesantes.

En esa obra la Ley Natural («la ley principal de las naciones») se define de modo que en ella no cabe la propiedad privada… en principio. Aunque parezca extraño en uno de los precursores del liberalismo clásico, en realidad esto sólo era una concesión inicial al campo de estudio en el que se estaba moviendo, el exegético. Para Grocio no hay salida posible al hecho de que las escrituras dejan claro que «todas las cosas eran propiedad común en aquellos días distantes [y por tanto] no había transacciones co­merciales»[3]. Este argumento reaparece en la historia de la teología cristiana, pero, como veremos, lo último que le interesa a Grocio es dar completamente la razón a san Basilio de Cesarea y san Ambrosio (y por consiguiente a san Agustín): si lo hiciera tendría que admitir que el mandato divino, tras la redención de Cristo, sería el de conservar la «propiedad común» de la que se habla en Hechos, 2:44-45 … Es decir, tendría que admitir eso, y a la vez conservar el carnet del club «capitalista» de la Compañía neerlandesa de las Indias Orientales.

En realidad, la jugada de Grocio es mucho más arriesgada: bajo la guía de la naturaleza, y mediante un proceso gradual, el uso de aquellos elementos necesarios para la vida se habría hecho inseparable de su propiedad privada. Al comer del Árbol en el Jardín del Edén, Adán y Eva no sólo acceden al ámbito de la prudencia, sino también al mundo «del trabajo y de la industria»[4].

Sin embargo, la propiedad privada la ha derivado Grocio de principios ya presentes antes de la Caída; el uso mismo está ya vinculado a la propiedad (en términos que serán útiles no sólo para hablar de propiedad personal, sino también de propiedad capitalista). Así que, ¿cómo puede subsistir la propiedad privada tras la Caída? ¿No se recuperaría tras la redención de Cristo? En un primer momento Grocio desplaza la ruptura de la caída del Edén a otros momentos bíblicos «posteriores» (Génesis 9:3, o 21), después, en varios requiebros a lo largo de su obra, suavizará la diferencia o introducirá un desarrollo gradual. Así, la exégesis bíblica, terreno importantísimo de disputa teológica y política para Grocio, en realidad acabará subordinada a la defensa de la propiedad privada (de los «suyos»), siendo esta el pivote alrededor del cual gire el análisis[5].

Pero, en lo que concierne a sus intereses más conscientes, ¿por qué da Grocio este rodeo, reconociendo la molesta cuestión de la «propiedad común», que podría haber ignorado? Porque todas las sutilezas que presenta alrededor de las diversas formas de propiedad no-individual le permitirán conservar un espacio de bienes «no divisibles» ni apropiables: el mar, medio de negocio y disputa entre la Compañía neerlandesa de las Indias y, entre otras, las naves portuguesas, cuyo dominio había que quebrar.

Por otro lado, la «ocupación» y la «adquisición» de lo que antes pudo ser propiedad común (o privada, de otro individuo o compañía) y que ahora resultara ser «útil para la vida» deja de ser para Grocio un «robo», y queda en un terreno debatible, donde –desde luego– tendrían que entrar las leyes. Y si estas deben entrar es porque la cuestión ya no está tan clara. Además, según la propia definición doble que Grocio establece del acto de posesión, aparte de la posesión física de los bienes muebles, en lo que atañe a los bienes inmuebles el acto de posesión depende de la «actividad referente a la construcción o definición de límites»; es decir, que esta actividad es la que permite hablar de propiedad en el caso de esos bienes inmuebles. Sin embargo por definición esto último es imposible cuando se trata de los mares (y al declarar los mares como un ámbito no apropiable, se invalidaba toda pretensión portuguesa de dominio sobre ellos, sancionando con ello la legitimidad jurídica de la captura neerlandesa de la nave Santa Catarina).

Al paso de esta última argumentación, por cierto, aparece una cuestión que puede resultar interesante: para Grocio el mar no por ser «propiedad común» es «propiedad de todos», sino que más bien es «propiedad de nadie»[6]. El resultado en el contexto específico de la Compañía neerlandesa de Indias no es diferente del antes mencionado, pero merece la pena anotarlo. En todo caso, ¿quién forma ese «todos», esa sociedad? En Grocio hay una contradicción fundamental entre interés propio y «un exquisito deseo de sociedad». La razón y la justicia median entre ellas, pero siempre como resultado de la semejanza (nunca perdida, recordemos) entre Dios y su creación, aunque Grocio, en algunos pasajes –por ejemplo en De jure Praedae– tenga dificultades en domeñar el irrefrenable deseo de poder que adjudica a los hombres libres: «Lo que cada individuo ha indicado como su voluntad, es ley para él». De aquí que lo que en Grocio (y hasta los liberales de hoy) es una indomable voluntad de autodominio, acaba siendo una indomable voluntad de posesión: «todo hombre es el gobernante y árbitro de los asuntos relativos a su propiedad».

Y por encima de cada criatura (pero no de algunos hombres), predominan dos instancias colectivas superiores, a veces superpuestas: la nación y la Compañía. Retomando los argumentos de Francisco de Vitoria (dándoles la vuelta en su favor), y apoyándose en su concepción de la libertad de los mares, Grocio declarará el derecho «sacrosanto» (ius sanctissimum) a viajar y comerciar libremente; la Compañía neerlandesa de las indias orientales estaría cumpliendo así con una historia teológica de salvación universal, frente a los obstáculos portugueses y españoles. La libertad de los mares es un principio de origen y fundamento teológico que no obstante se alza sobre toda instancia política o incluso espiritual[7]: nada puede oponerse a la competición salvífica en asuntos comerciales, nada puede impedir el designio divino que preparó el mundo para el comercio global.

El naciente cóctel liberal casi está completo: sólo falta añadir que, para Grocio, un derecho lo ejerce y posee un individuo que tiene el poder y medios suficientes. Cuenta por tanto como propiedad privada, arrancada del común y cercada legalmente[8]. Por supuesto esto está lejos de la idea de que los derechos son «inalienables», y de hecho los coloca en el mercado. Además, hay que señalar que entre estos derechos para Grocio está el de «demandar lo que se le debe a uno»[9].

La lectura bíblica y la argumentación jurídica de Grocio sobre los derechos, desde presupuestos abstractamente universales y en realidad excluyentes, como ocurrirá en el desarrollo del liberalismo, llevan a un punto más oscuro: no sólo el etnocentrismo rampante de su obra arroja sombras en los luminosos debates sobre el libre albedrío. Sus análisis bíblicos del acto de posesión, y su defensa de la apropiación en el ámbito naval, se combinan con la defensa de la esclavitud de guerra (mientras no sea entre cristianos); la razón, como don otorgado por Dios en virtud de la semejanza prelapsaria entre el Señor y su creación, arranca en Grocio apenas una tímida denuncia del clásico argumento aristotélico de la esclavitud «por naturaleza», y desemboca sin embargo en la defensa de la esclavitud contractual «por tiempo determinado». Sus pasajes acerca de la vida en las primeras comunidades cristianas contrastan paradójicamente con su aceptación de la esclavitud como pena por delito[10].

Todos estos son motivos más que suficientes para que Hugo de Groot, en su prisión, y aun estando a miles de kilómetros de donde se ponían en práctica todos estos «derechos», se sintiera más cerca que nunca de ese mundo terrible y lejos de la adinerada comodidad de su hogar. Así que volvamos a la tarde del 22 de marzo. Entre los montones de papeles de la celda de Grocio están todavía los borradores de una carta a su hermano sobre las Tragedias de Séneca, y un catequismo en verso, en flamenco para su hija Cornelia y en latín para su hijo, acompañados de ochenta y cinco preguntas y respuestas.

Clásicos grecolatinos, libros de teología, biblias, borradores de cartas y estudios… En definitiva, una descomunal cantidad de documentos (que no eran ligeros), transportados en grandes y pesados cofres. Algo podía esconderse ahí, y de hecho uno de sus jueces, Muys van Holj, había ordenado revisar el material, con poco éxito (aparte de los mensajes incluidos en aquellos versos neolatinos). En esas inspecciones no ayudaba el poco interés teológico de los guardias, y mucho menos que entre los libros se incluyese la ropa interior del profesor. Esta, junto a los libros, se llevaba hasta el pueblo vecino de Worcom, para ser ahí lavada y repuesta. Otra comodidad más respecto a los otros reos, desde luego. Pero esta no sería seguramente la opinión del propio Grocio que, por supuesto, ansiaba recuperar su libertad.

Así, cada cierto tiempo los cofres entraban y salían de la celda. Y Grocio leía. Aunque no lo suficiente: eso le dijo Maria van Reigersbergen, la esposa de Grocio, a la mujer del comandante del castillo de Loevensteyn, aprovechando un viaje de este a Heusden. La visita, para acordar un mejor servicio de biblioteca y mayores cuidados para su marido, pareció poco más que un galante e inocente intercambio de pareceres entre dos damas de buena posición. Pero en un momento de descanso, Maria y dos ayudantes corrieron a la celda de Grocio (la facilidad de esta operación da cuenta del laxo régimen de encarcelamiento) e introdujeron a Hugo en el cofre de los libros, convenientemente provisto de respiraderos.

Maria abandonó el castillo, y poco después también lo hicieron dos porteadores y el cofre, que no fue inspeccionado, pues la esposa del comandante –engañada– había certificado que se trataba una vez más de libros y ropa interior. Vistiéndola, iba también en el cofre el ilustre jurista Hugo de Groot, alias Grocio.

Unos días después finalizaba una de las primeras escapadas carcelarias patrocinadas. La Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales volvía a tener a su gran defensor en libertad.

¿CUÁNTO PESA UNA BRUJA?

Según nos consta hoy, la biblioteca de John Locke (dividida y reunida varias veces) pudo componerse de hasta 3.641 volúmenes[11]. Puede que algún lector, ya sea historiador, filósofo, bibliófilo, o admirador liberal de Locke, se nos distraiga y comience a soñar con transportarse a ella (de estar toda reunida en un sólo edificio y ciudad, se entiende[12]), pero como el magín es libre, de poco nos servirá advertirle, así que nos toca viajar con él como acompañantes.

Y darle ánimos: pues uno tras otro, los volúmenes que va sacando de los estantes no se ajustan a sus expectativas. Efectivamente, la biblioteca de Locke está compuesta, en abrumadora mayoría, por libros que de un modo u otro tendríamos que colocar bajo la etiqueta «Teología». Nuestro soñador compañero está a punto de desanimarse, pero tras un rato encuentra por fin un libro diferente. Sin embargo, no es de filosofía; nada de Aristóteles, ni siquiera Sexto Empírico o quizás una rara edición de Filmer o Hobbes. Por la ilustración del frontispicio parece un diario de viaje. Mala suerte. Retomamos la búsqueda, y tras este último otros tantos libros de teología se apilan ya sobre el suelo de la biblioteca que estamos asaltando. Finalmente, bajamos del anaquel un libro sin grandes motivos eclesiales, ni santos o Padres de la Iglesia en la portada. Por fin un hallazgo para la historia de la filosofía.

…Pero no hay suerte. Una vez más, el libro es otro de esos denostados y aburridos diarios de viajes (o eso parece pensar quien nos acompaña en este allanamiento bibliófilo). Este donoso escrutinio imaginario podría continuar un trecho sin grandes resultados. Pero quizás no tarde mucho más en dar sus frutos, y finalmente vayan apareciendo libros que le restituyan la fe en la definición de diccionario que tenemos del gran filósofo y «empirista» inglés: así, poco a poco irán apareciendo las obras que leyó de Gassendi, Descartes, Bacon, Boy­le, etcétera.

Podemos atribuir la decepción inicial al azar, aunque según continuemos vaciando los anaqueles, la sorpresa continúa. Y sin embargo la estadística corrobora nuestra experiencia: de los 3.641 libros censados por los investigadores, Locke «sólo» poseyó 269 que pudiéramos catalogar como filosofía. De hecho, tenía más libros de viajes: 275.

Desde la Edad Media este género había recobrado la popularidad de tiempos de Heródoto o Pausanias, pero también comenzó a labrarse la fama que ha llegado hasta nosotros: libros fantásticos, delirantes, llenos de superstición o, según se mire, un fascinante encanto literario. En uno de los que hemos encontrado en la biblioteca de Locke, la portada reproduce un barco que navega cerca de una costa blanca, bajo unas flores de lis. El título reza: Viaje a los países septentrionales, y está escrito por el Sr. De La Martinière, publicado en París, en 1682. En él «se ven las costumbres, manera de vivir y supersticiones de los noruegos, lapones, kilopes, borandianos, syberianos, samoyedos, zemblianos, islandeses».

Locke podría parecer un «lector omnívoro», que coleccionaba lecturas a las que dedicaba un interés desigual, pero en realidad era voraz y muy selectivo respecto a los libros de viajes[13]. Los utilizaba como material valioso de investigación y referencia. En el libro de Martinière se narraba, entre otras, la historia de un capitán de barco que en tierras finesas había comprado una cuerda anudada por un «nigromante» local[14]. Cuando el capitán desató los dos primeros nudos, el navío pudo viajar tranquilo, impulsado por vientos favorables. Sin embargo, al desatar el tercer nudo, tormentas y oleajes inusitados hicieron peligrar la travesía. Por supuesto, esta era para el autor del libro una de tantas «supersticiones» que poblaban la mente del capitán y la población escandinava: el suceso, por supuesto, no se debía al poder mágico del nigromante, sino al «castigo divino» por creer semejantes patrañas heréticas. Un castigo del «científico» y «escéptico» Dios cristiano y protestante, quiérese decir.

La pasión inconfesable de Locke: estas historias le fascinaban. Pero, a diferencia de lo que afirman biógrafos y académicos actuales, el detalle antes citado no tiene por qué confirmar un escepticismo (entendido en sentido contemporáneo) por parte de Locke o sus autores preferidos, sino una distancia respecto a la explicación del otro «salvaje». Es decir, una distancia respecto a la creencia del pagano, no respecto a la reconstrucción racional del civilizado pensador cristiano. Esa racionalidad cristiana, hay que añadir, era la misma que en ese momento, en Inglaterra, iba de la mano de la alquimia, del uso de la magia en la práctica médica, o –tal y como como acreditaba entonces el Royal College of Physicians– de la brujería como causa de patologías fisiológicas[15]. La brujería era una posibilidad real para Glanvill, para Henry More, e incluso para Boyle. No la supersticiosa «nigromancia» finesa, ¡por Dios!; estamos hablando de algo serio: la comprobada obra del Diablo.

De modo que, del Milione de Marco Polo hasta los viajes de Mandeville o Martinière, todo este mundo «oculto» estaba muy presente en la vida de Locke. Para empezar, en su correspondencia. A su amigo William Allestree lo instó a informarle de este tipo de encuentros con lo fantástico en sus viajes por Suecia. Textos como el Geographia Universalis habían hecho famosos a los lapones como brujos y amos de los elementos, y sobre la brujería en Suecia los informes eran ya innumerables. La curiosidad de Locke era insaciable: pedía constantemente a su corresponsal que le enviara entrevistas, dibujos, e incluso objetos mágicos –como unas botas laponas, que se perdieron en el envío, para desesperación de Locke[16]–. La tendencia en las investigaciones recientes es minimizar su interés, y en eso ayuda que la correspondencia esté incompleta, y especialmente (de manera harto conveniente) la parte que incumbe a las peticiones de Locke y no a las respuestas de sus corresponsales. No obstante, hay cartas que apuntan en dirección contraria; sin ir más lejos, en la correspondencia con Allestree las supuestas peticiones y preguntas de Locke son tan insistentes que acaban con el destinatario recomendándole otras personas que puedan satisfacer aún mejor su curiosidad.

Volviendo de nuevo a la petición de las botas «mágicas», el corresponsal de Locke en Laponia, Allestree, le explica que estas se hundieron junto al barco que las transportaba. «Aunque sus portadores fueran brujos –afirma Allestree en la carta– las botas debían estar limpias [de brujería] pues se hundieron.» Este comentario venía a cuento de la práctica, aún difundida en el siglo XVII, del «Swimming of a Witch», práctica sancionada por el mismísimo James I de Inglaterra en su Daemonologie (1597), y descrita por el archirrival de Locke, Robert Filmer, en su texto de 1653 An advertisement to the jury-men of England touching witches. En este folleto, más o menos crítico, se descartan los «dieciocho signos o pruebas de brujería» aportados por otros eruditos, y se informa de cómo se realizaba el «baño» probatorio:

Esto es, tal como Wierus lo interpreta, cuando el pulgar de la mano derecha se ata al dedo gordo del pie izquierdo, y el pulgar de la mano izquierda al dedo gordo del pie derecho: [tanto Perkins como Delrio argumentan] contra este juicio de agua, y contra [la prueba consistente en] la incapacidad de una bruja para derramar lágrimas (según el Rey James)[17].

La práctica prescribía bañar desnuda a la «sospechosa», con las ataduras antes descritas, tres veces. Si se hundía (sobreviviera o no), era considerada inocente; si flotaba, era considerada culpable. Esta fue la práctica común, que fue extinguiéndose sólo a comienzos del siglo diecinueve, aunque hay casos registrados en 1825, 1829, 1865 o 1870.

En todo caso, algunos intérpretes leen el comentario de Allestree como un «chiste»; de ahí deducen la distancia escéptica de Allestree respecto a la creencia en la brujería… y –sin prueba documental, pues carecemos de la otra parte de la correspondencia– se acaba deduciendo un igual escepticismo por parte de Locke. Sin embargo, la opinión no es compartida por otros investigadores:

Sólo basta con considerar los comentarios de John Locke sobre espíritus, repartidos por sus obras, para ver que la brujería no era descartada por la nueva epistemología. La concepción lockeana del entendimiento humano podía usarse, como hizo Boulton, en apoyo de la creencia en las brujas […] pero en términos políticos, podemos ver por qué la teoría de la brujería podría haber tenido poco atractivo para aquellos orientados hacia ideales lockeanos […][18].

El interés iba más allá de las brujas y sus juicios; en 1679 obtuvo de otro corresponsal un informe sobre una casa encantada en Canterbury, y en la correspondencia podemos encontrar muchas más peticiones. En general, Locke «preguntaba con asiduidad a amigos y conocidos que viajaban por el extranjero, pidiéndoles que investigaran en su nombre sobre posibles sucesos de brujería», además de apariciones de espíritus e invocaciones demoníacas[19]. Por un lado, estas peticiones podrían parecer destinadas a «refutar historias similares» que ocurrieran en Inglaterra; pero esto nunca ocurrió. Locke «nunca dejó claras sus posiciones respecto a la brujería, en privado o en público», y «parece no haber llegado a tener una posición clara sobre el tema. Sin duda Locke podría haber permanecido indeciso», «sin descartar del todo» que existiera realmente la brujería «en el mundo pagano», allí donde «el demonio se aparece»[20].

Aunque no podamos despejar definitivamente el interrogante, queda claro que Locke tenía un interés especial en estos asuntos. No sólo como lector, ni como interesado en las manifestaciones más extrañas del poder espiritual, sino, además, como devoto cristiano. No es para menos, ya que gran parte de las argumentaciones más delicadas de su obra, en especial aquella dedicada a cuestiones políticas, giraban alrededor de, y se sustentaban en, la fe cristiana y reformada de Locke[21]:

Las sagradas escrituras son para mí, y siempre serán, la guía constante de mi consentimiento; y siempre nos atendremos a ellas, en la medida en que contienen verdad infalible, respecto a las cuestiones de la más alta importancia[22].

Una fe, por cierto, que llega incluso a las bases mismas del contractualismo de Locke, introduciendo en el corazón de una de las obras más valiosas del liberalismo político los límites religiosos de la tolerancia:

Finalmente, no han de ser en absoluto tolerados aquellos que nieguen la existencia de Dios. Las promesas, pactos y juramentos que son vínculos de la sociedad humana, no pueden tener valor o santidad para un ateo. Apartar a Dios, incluso en el mero pensamiento, disuelve todo[23].

El punto central para entender la concepción política y económica de Locke es, una vez más, el Génesis, y en concreto, la Caída. Pero en su caso la lectura estaba llena de trampas: había que proceder con cuidado, ya que pisaba terreno bien conocido por su adversario teórico, del que ya hemos hablado: Robert Filmer. A diferencia de Filmer –que ve en Adán al primer Rey– Locke lee la historia de la caída como la aparición de la muerte para la humanidad, y junto a ella, el trabajo, inseparable de la propiedad y la libertad. No obstante, fue Adán, y no nosotros, quien nació plenamente libre, quedando para el «resto de la humanidad» (por supuesto, ese «nosotros» lo forman adultos varones blancos, anglosajones, protestantes, y plenamente facultados[24]), la tarea de hacer efectiva esa libertad en potencia: libertad dentro de los límites de la Ley Natural, por supuesto.

Esta ley natural, sostenida por Dios, y descodificada por la razón, exige de los hombres que eviten dañar las posesiones delprójimo, especialmente la vida, la salud y la libertad. Poco a poco, según va ganando terreno la necesidad de sociedad, los seres humanos consienten en ser gobernados y entregar ciertas libertades en perjuicio de otras. Así, navegando por estos espinosos temas centrales para la filosofía política moderna, entre sus Dos tratados y el libro posterior La racionalidad del cristianismo, Locke da con el equilibrio contractual más adecuado a la razón de los sujetos políticos: entregamos igualdad, libertad absoluta y poder, para asegurar la autopreservación, la propiedad, y ciertas libertades[25].

Estamos muy cerca del homo oeconomicus, pero aún no hemos llegado: al margen de la contradicción en la que Locke se encuentra respecto al don de la razón antes y después de caer del jardín del Edén, su ejercicio debe realizarse en conjunción con el seguimiento del verbo divino. Para Locke, de haber un contraste entre razón y revelación, a lo largo de su obra la balanza se irá inclinando más hacia la segunda. En todo caso, según leemos en su primer Tratado, el interés propio es «el primero y más fuerte deseo que Dios implantó en los hombres»[26]. Un interés que está dirigido, por tanto, a la preservación (y los dos conceptos van ahora juntos) del derecho a la propiedad.

Con algún que otro salto, la lectura del Génesis[27] arroja para Locke el siguiente resultado: mortalidad, trabajo duro y propiedad privada. Respecto a los dos últimos, ya que «ahora, la maldición de la tierra los ha hecho necesarios», es natural que en la historia humana surjan ricos y pobres; ambición, y corrupción. Más aún, cuando en la noción de propiedad de Locke hay elementos que permiten la «subordinación de otros hombres»: la «inclusión» (o «conclusión», sic) de unos hombres en la propiedad de otros[28]. Pero, ¿cómo se ha hecho necesaria la propiedad privada?

Si bien Dios dio el mundo a los hombres en propiedad común, «también les dio Razón para hacer uso de él según más les convenga en la vida»[29], y si deben usarlo –argumenta Locke– para ello tienen antes que apropiárselo (ellos mismos, desde luego, pero también sus sirvientes, en su nombre[30]). ¿No se aplicaría esta lógica al uso de cualquier ítem dentro del Jardín del Edén, y por tanto la propiedad privada estaría presente antes y después de la Caída? Puede ser, y forma parte de las contradicciones de su exégesis bíblica, que no nos interesa tanto como la siguiente deducción a partir de este concepto de propiedad: la tierra usada (trabajada) se convierte en propiedad privada, pero ese trabajo se hace sobre una tierra que deviene «anexa a algo que era su propiedad, que ningún otro podía reclamar, ni pudiera apropiarse sin perjudicarle»[31]. El primer hombre fue un emprendedor lord inglés. Lo dice Génesis 1:28, es decir: Dios.

ESTAMPAS TURÍSTICAS (I)

Si se buscan lugares de peregrinación liberal, rodeados de bucólicos paisajes, en el norte de Francia se puede visitar todavía hoy el castillo situado en Pinterville. Para los católicos bien informados el nombre será reconocible, pues ahí, a mediados del siglo XIX, ejerció durante un tiempo el cura y misionero Laval, beatificado hace no mucho tiempo por el papa Juan Pablo II. En el castillo de la villa, dice alguna hagiografía reciente, el padre Laval acostumbraba a cenar de vez en cuando, si bien «cuando se veía obligado a ir, comía pan seco antes de acudir, para no dejarse llevar por el hambre ante una mesa tan copiosamente servida». Por supuesto: no fuéramos a pensar que el legendario misionero disfrutaba pecaminosamente de la aristocrática cocina del castillo. De hecho –continúa el relato hagiográfico– cuando sus hermanas lo visitaban, a veces la cena tardaba demasiado en llegar a la mesa:

—¡Cómo! ¿A estas horas, todavía no has preparado la sopa?

—El señor cura está todavía en la iglesia. Lo pasa muy mal. Vivimos en un país de fábricas y hay tantos infelices… que hasta tres veces ha dado su desayuno a los pobres… ¡a veces hasta la cena![32].

Desde su profesada preocupación por los pobres, Laval parecía intuir el valor simbólico del castillo, y en consecuencia, pensando en su legado, se distanciaba prudentemente (él, o sus biógrafos). Hoy el castillo está lleno de esculturas: unas pocas del siglo XVIII, alguna anterior, pero la mayor parte obras contemporáneas. Por el jardín trasero desfilan unas hormigas gigantes; cerca de un cobertizo encontramos extraños seres humanoides en plena danza, y mientras, en el interior del castillo, las paredes de mármol y los relojes barrocos se ven acompañados de obras minimalistas, figuras totémicas, cuerpos contorsionados por el dolor, caballeros espectrales, e incluso la escultura de una pareja feliz conduciendo un descapotable. Toda una instalación artística que trae la globalización capitalista a la campiña normanda. Como si el curator de esta exposición hubiese querido retratar la pesadilla del misionero y a la vez el sueño dorado del habitante más ilustre del castillo, el «fundador de la escuela liberal france­sa»[33]: Nicolas Le Pesant de Boisguilbert.

Del Señor de Boisguilbert nos ha llegado una única frase a la altura del ingenio y malicia de la vida cortesana francesa: los príncipes –dijo en una de sus obras más polémicas– «apenas pueden aprender nada con perfección aparte de montar a caballo, puesto que sólo las bestias osan contradecirles». Lo dejó escrito, por cierto, en una obra con un título que omitimos en su totalidad, pues ocupa un párrafo entero[34], y no es de extrañar: entre otras cosas, uno de los defectos más citados de este aspirante a consejero del rey es la oscuridad y tediosidad de su prosa. Un barroquismo combinado, además, con una vehemencia inusitada. En este fragmento de 1704 uno de los padres del liberalismo francés nos habla… de economía:

En una palabra, la plaga, la guerra y hambruna, o todas las maldiciones de Dios en la mayor cólera de los cielos, o los más bárbaros conquistadores en sus pillajes, nunca produjeron más que una vigésima parte de los males que han causado los impuestos[35].

La ciencia lúgubre, decían. Pero no nos dejemos llevar por todas las apariencias; pese a la maldad citada más arriba, Boisguilbert no era un republicano, sino todo lo contrario: respetaba enormemente a los altos funcionarios de la corte; defendía en sus escritos al rey y a sus ministros, «bienintencionados» e «íntegros», aunque a menudo «sorprendidos» por las circunstancias[36]. Y no sólo en los pasajes más mundanos de sus libros, o en la correspondencia: en su obra queda patente que para él la única garantía de paz y unión del reino es el monarca absoluto, que para él no es en modo alguno un tirano[37]. Del mismo modo, cuando en una de sus citas más conocidas afirmaba que el dinero «es el monstruo que debe ser derrocado hoy, golpeándolo con tanta fuerza que nunca más pueda levantarse tras su caída», no hay que ver en él a un precursor de Saint-Simon, Proudhon o Sismondi, sino al primer gran defensor del libre comercio. Preocupado, sí, por la circulación monetaria y la estabilidad de los precios; pero convencido de que «una sociedad próspera puede nacer del egoísmo y del amor propio de los seres humanos», lograda a través de «la libertad del trabajo, de los precios y del comercio, y de la bajada de impuestos»[38].

Aunque sea poco conocido, se atribuye a Boisguilbert la formulación más temprana del laissez faire, y «en rigor, la primera aparición de la propuesta liberal en sus aspectos principales»[39], pero, para mayor desazón de los apologetas actuales del mercado, el contexto no es el más cómodo: el fondo teórico del que surge es una ecléctica mezcla de Bodin, Richelieu, Descartes, Nicole, Domat, y san Agustín. Volvemos, una vez más, al libro del Génesis: tras la Caída del Jardín del Edén, el «estado natural» del hombre es una sociedad sin clases; en poco tiempo, la mancha de corrupción que trae consigo la descendencia de Adán genera la aparición de una clase improductiva, los rentistas;