El sultán y la plebeya - Maya Blake - E-Book
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El sultán y la plebeya E-Book

Maya Blake

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Beschreibung

El recién coronado sultán Zaid Al-Ameen estaba decidido a acabar con la corrupción en su país. Desafortunadamente para Esme Scott, eso significaba detener a su padre por estafador, y obligarla a ella a alcanzar un acuerdo con quien lo mantenía prisionero. Zaid vio en Esme una oportunidad de oro como trabajadora social. Su país necesitaba reformas sociales en las que ella era experta. Pero trabajar a su lado despertó en él un anhelo insaciable y, tras un tórrido encuentro, descubrieron que Esme estaba embarazada. La poderosa sensualidad que Zaid avivaba en Esme la dejaba sin capacidad de resistencia. Jamás hubiera imaginado que llegaría a convertirse en la esposa de un sultán… hasta que las diestras caricias de Zaid la persuadieron de ello.

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Seitenzahl: 192

Veröffentlichungsjahr: 2019

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Maya Blake

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El sultán y la plebeya, n.º 2685 - febrero 2019

Título original: The Sultan Demands His Heir

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-501-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Esme Scott se despertó sobresaltada por la vibración del teléfono.

Como trabajadora social, recibía a menudo llamadas en mitad de la noche. Los problemas de sus tutelados y un sistema sobrecargado exigían atención las veinticuatro horas del día.

Pero instintivamente, supo que aquella llamada no estaba relacionada con su trabajo. Un instinto que en el pasado, en una vida mucho menos altruista que había dejado atrás, le había sido de mucha utilidad.

–¿Hola? –contestó.

–¿Esmeralda Scott?

Esmeralda. Oír su nombre completo le encogió el corazón. Solo su padre, con el que no hablaba desde hacía ocho años, lo usaba.

–Sí –contestó.

–¿La hija de Jeffrey Scott? –preguntó una voz grave, con un leve acento y un tono autoritario, que la puso alerta.

No, aquella no era una llamada cualquiera.

Se incorporó y encendió la lámpara de la mesilla.

–Sí. ¿Quién es usted?

–Me llamo Zaid Al-Ameen. Soy el fiscal general del reino de Ja’ahr –contestó el hombre en un tono implacable.

–¿Qué puedo hacer por usted? –preguntó Esme, haciendo uso del tono que usaba para calmar a sus tutelados más rebeldes.

Se produjo una breve pausa.

–La llamo para informarle de que su padre está en prisión. En un par de días será procesado y se presentarán cargos contra él.

Esme sintió que se le helaba la sangre al darse cuenta de que aunque hubiera querido olvidarse de él, su padre seguía teniendo el poder de sacudir los cimientos de su vida.

–En-entiendo.

–Ha insistido en utilizar su única llamada para localizarla, pero el teléfono que nos ha proporcionado no era el actual.

El hombre habló en tono especulativo, pero Esme no pensaba explicarle que había pedido que su nuevo número no apareciera en el registro precisamente con ese propósito.

–¿Cómo ha dado conmigo? –preguntó, con la cabeza repleta de toda una serie de preguntas que no pensaba hacer a aquel desconocido.

–Cuento con uno de los mejores cuerpos de policía del mundo, señorita Scott –dijo él con frialdad.

Por más que odiara hacerla, Esme no pudo posponer la pregunta que tenía en la punta de la lengua.

–¿De qué se le acusa?

–Los cargos son demasiado numerosos como para poder darle una lista. Nuestra investigación sigue sacando a la luz nuevos delitos –dijo el hombre–. Pero la acusación principal es de fraude.

El corazón de Esme se aceleró.

–Entiendo.

–No parece sorprenderla –en aquella ocasión el tono de escepticismo del hombre puso a Esme en guardia.

–En Inglaterra estamos en mitad de la noche, señor Al-Ameen. Comprenderá que me cueste asimilar la noticia.

–Soy consciente de la diferencia horaria, señorita Scott. Y aunque no estamos obligados a localizarla de parte de su padre, pensé que querría estar al tanto del incidente…

–¿Qué incidente? –preguntó Esme cortándole.

–Se ha producido un altercado en la cárcel donde está su padre…

–¿Está herido? –preguntó ella con el corazón en un puño.

–El informe médico habla de una leve contusión y algunos hematomas. Mañana podrá abandonar la enfermería.

–¿Para que puedan volver a atacarlo o va a hacer usted algo para protegerlo? –preguntó ella, levantándose de la cama y recorriendo su pequeño apartamento antes de que el hombre se dignara a responder.

–Su padre es un criminal, señorita Scott. No merece ni tendrá un trato especial. Considérese afortunada de recibir esta llamada. Como he dicho antes, el procesamiento tendrá lugar en un par de días. Usted decidirá si quiere asistir o no. Buenas noches.

–Espere, por favor –dijo Esme al ver que el hombre no colgaba. Tenía que pensar con serenidad, tal y como haría de tratarse de uno de sus tutelados–. ¿Tiene abogado? Asumo que tiene derecho a una defensa.

El tenso silencio que se produjo le indicó que había resultado ofensiva.

–No somos un país retrasado, señorita Scott, a pesar de lo que dice la prensa. Los bienes de su padre han sido requisados de acuerdo a la ley de enjuiciamiento, pero cuenta con un abogado de turno.

A Esme se le hizo un nudo en el estómago. En su experiencia, los abogados de oficio estaban sobrecargados de trabajo. Dado que su padre debía de ser culpable de los cargos que se le imputaban, las perspectivas eran sombrías.

El impulso de acabar la conversación en aquel momento y seguir como si no se hubiera producido fue seguido de un sentimiento de culpabilidad. Había cortado los lazos con su padre y reconstruido su vida. Pero no pudo evitar preguntar:

–¿Puedo hablar con él?

Se produjo un prolongado silencio.

–Está bien. Cuando los médicos le den el alta le permitiré hacer otra llamada. Esté disponible a las seis de la mañana. Buenas noches, señorita Scott.

El hombre colgó, pero su voz permaneció en Esme como una carga eléctrica. Dejó el teléfono con las manos temblorosas. Zaid Al-Ameen tenía razón: la noticia no la tomaba por sorpresa. De hecho, le extrañaba que hubiera tardado ocho años en producirse.

Cuando pasados diez minutos no consiguió apaciguar sus alteradas emociones, supo que no podría volver a dormirse y decidió trabajar para intentar olvidar los malos recuerdos que la habían asaltado.

Desde el momento en que había empezado a trabajar como trabajadora social, cuatro años atrás, tuvo la gratificación de que sus acciones produjeran resultados positivos. En ocasiones, apenas perceptibles; en otras, muy significativos. Pero ni una cosa ni otra lograba limpiar la mancha negra que ensombrecía su alma.

Contacto Global, era una fundación internacional que colaboraba con organizaciones locales para ayudar a los desfavorecidos, ofreciendo desde rehabilitación de toxicómanos a hogares de acogida.

Pero pensar en su padre le impidió concentrarse. Se obligó a terminar la documentación para realojar a una madre soltera con cuatro hijos; y un test de dislexia para el segundo de ellos. Programó una alarma para confirmar la cita con una llamada y cerró el archivo.

A continuación comenzó su búsqueda en Internet. Aunque durante las temporadas frenéticas que había pasado con su padre habían hablado del reino de Ja’ahr, nunca habían ido allí. No estaba en la «lista» de los destinos más deseables: Mónaco, Dubái, Nueva York o Las Vegas.

En cuestión de segundos, Esme comprendió por qué su padre lo había elegido como objetivo. El pequeño reino, situado en el extremo del Golfo Pérsico, había adquirido una fama merecida en las últimas décadas.

Una excelente administración de sus ricos recursos en petróleo, piedras preciosas, y la explotación de sus rutas de navegación habían proporcionado a sus clases dominantes una enorme riqueza, de la que no se beneficiaban las clases bajas. Esa división social era frecuente en aquellos países, pero en el caso de Ja’ahr parecía ser particularmente dramática.

Inevitablemente, el resultado de aquella división había sido la inestabilidad política y económica, con ocasionales estallidos de violencia que habían sido reprimidos sin piedad.

Esme mantenía una actitud crítica hacia la información de la red, pero los casos legales que se describían parecían veraces. Severas sentencias se aplicaban a pequeños crímenes, y los castigos para los reincidentes eran implacables.

«No somos un país retrasado, señorita Scott, a pesar de lo que dice la prensa».

Pero su sistema legal parecía propio de la Edad Media, lo que no era prometedor para su padre.

«Se lo merece. ¿No te acuerdas de por qué lo dejaste?».

Esme se irguió. Se había ido. Había reconstruido su vida.

Sonó el teléfono y lo contestó.

–¿Sí?

–¿Esmeralda?

Esmeralda cerró los ojos al oír la familiar voz.

–Sí, papá, soy yo.

Un suspiro de alivio fue seguido de una carcajada.

–Cuando me dijeron que te habían localizado pensaba que me tomaban el pelo.

Esme guardó silencio. Estaba demasiado ocupada intentando dominar sus emociones.

–Mi niña ¿estás ahí? –preguntó Jeffrey Scott.

Esme no supo si reír o llorar.

–Estoy aquí –dijo finalmente.

–Supongo que sabes lo que ha pasado.

–Sí –Esme carraspeó–. ¿Estás bien? Me han dicho que tenías una contusión.

Su padre rio, pero sin su habitual altanería.

–Eso es lo de menos. Lo que temo es que el jefe se salga con la suya.

–¿El jefe?

–El Castigador Real en persona.

–No sé a quién te refieres, papá.

–El fiscal general va por mí, Esmeralda. Me han denegado la fianza y ha solicitado que mi juicio se adelante.

Esme se estremeció al recordar la voz poderosa y profunda del hombre en cuestión.

–Pero tienes abogado, ¿no? –preguntó

Su padre rio con desdén.

–Si puedes llamar abogado a un tipo que dice que el caso está perdido y que lo mejor es que me declare culpable. Necesito que vengas, Esmeralda.

Esme se quedó petrificada

Su padre continuó precipitadamente:

–He averiguado que le dan mucha importancia a los testigos de carácter en los juicios. He pedido que tú seas el mío.

Esme sintió un escalofrío. ¿No había empezado siempre así? ¿Su padre pidiéndole en tono inocente que hiciera algo? ¿Ella sintiéndose culpable hasta que accedía a hacerlo?

Se tensó al recordar la última e imperdonable acción de su padre.

–Papá, no creo que…

–Puede marcar la diferencia entre que me muera en la cárcel o pueda volver a casa algún día. ¿Vas a negarme la posibilidad de salvarme?

Esme apretó los labios. Su padre añadió:

–Según mi abogado, El Carnicero,va a solicitar cadena perpetua.

Esme sintió el corazón en un puño.

–Papá…

–¿Tanto me odias?

–No te odio.

–Entonces, ¿vendrás? –su padre adoptó el tono esperanzado y engatusador al que Esme nunca lograba resistirse.

Cerró los ojos recordándose que al final sí lo había logrado. Que había sido lo bastante fuerte como para separarse de él. Pero no sirvió de nada. Porque lo quisiera o no, Jeffrey Scott era su única familia.

–Sí. Iré.

El alivio de su padre fue perceptible en su tono, pero Esme no escuchó la cascada de palabras de agradecimiento que le dedicó porque estaba demasiado angustiada con el compromiso que acababa de adquirir. Finalmente, musitó una despedida al terminar el tiempo que su padre tenía para la llamada.

En una nebulosa, Esme tecleó un nombre y se quedó sin aliento al ver la imagen del hombre al que apodaban El Carnicero. Ella ya sabía cómo sonaba su voz, pero el fiscal general de Ja’ahr tenía además un rostro que parecía tallado en granito; pómulos marcados y nariz aguileña. Llevaba el cabello peinado hacia atrás en suaves ondas brillantes, del mismo color azabache que sus cejas y sus pobladas pestañas. Pero lo que cautivó a Esme fueron sus sensuales labios. Y se preguntó si serían tan aterciopelados como parecían.

Esme se sobresaltó al darse cuenta de la dirección que tomaban sus pensamientos y movió el ratón, pero eso solo sirvió para revelar más de aquel hipnótico hombre. De anchos hombros y cuello fuerte, tenía una imponente figura, musculada hasta la perfección.

En la imagen, estaba plantado delante de la señal plateada de un bufete de abogados de Estados Unidos. Esme pensó que quizá había dado con la persona equivocada. Dio a otro link, pero salió el mismo hombre.

Aunque no era el mismo. Sus atractivas facciones y su mirada de águila resultaban aún más espectaculares envuelto de pies a cabeza en la indumentaria tradicional. El thawb era de un blanco refulgente con ribetes negros y dorados que se repetían en el keffiyeh que enmarcaba su rostro.

Dominada por una profunda agitación, Esme dio a otro link. Su exclamación resonó en el dormitorio cuando leyó la biografía de hombre de treinta y tres años apodado El Carnicero.

Pero quien la había despertado para darle malas noticias no era solo el fiscal general de un reino rico en petróleo. Era mucho más. Esme miró de nuevo con el corazón en un puño el rostro implacable de Zaid Al-Ameen, sultán y señor del reino de Ja’ahr.

El hombre en cuyas manos estaba la suerte de su padre.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Zaid Al-Ameen descansó la cabeza en el respaldo del asiento trasero del coche con ventanas tintadas que había tomado al salir del juzgado. Pero solo contaba con unos minutos de reposo. La carga de casos que tenía era enorme. Una decena estaban guardados en el maletín que tenía a su derecha, y muchos otros esperaban en su despacho.

Pero incluso eso era secundario al peso colosal de las responsabilidades de gobernante de Ja’ahr. Un peso que hacía que cada día pareciera un año en su batalla por rectificar los errores cometidos por su tío, el anterior rey.

Un gran número de sus consejeros en el gobierno se había asombrado de que pensara continuar con su profesión cuando volvió del exilio para ocupar el trono, dieciocho meses atrás.

Algunos habían aducido un posible conflicto de intereses, pero Zaid había acabado con las objeciones haciendo lo que hacía mejor: seguir la ley al pie de la letra y ganar los casos. Impartir justicia había sido la forma más rápida de empezar a acabar con la corrupción que había permeado todas las capas de la sociedad de Ja’ahr. Desde los yacimientos petrolíferos del norte al puerto de carga del sur, todas las empresas públicas habían pasado la inspección de su equipo de investigación. Inevitablemente, eso le había acarreado enemigos. Los veinte años de gobierno corrupto de Khalid Al-Ameen habían alimentado y engordado a peces gordos que se aferraban a su parcela de poder.

Pero en los últimos seis meses las cosas habían empezado finalmente a cambiar. La mayoría de las facciones que se habían opuesto a él por ser un Al-Ameen, como su tío, habían empezado a aliarse con él. Pero aquellos que no se acostumbraban a la severidad contra la corrupción seguían promoviendo protestas en su contra.

La amargura que le había provocado que su tío escapara a la justicia al morir de un ataque al corazón, se había disipado. Eso no podía cambiarlo. En cambio, sí podía cambiar la profunda miseria en la que Khalid había sumido a su pueblo.

Zaid había sufrido de primera mano los crímenes y la codicia del poder. Que hubiera sobrevivido era en sí mismo un milagro. O eso se rumoreaba. Solo Zaid sabía qué había pasado la aciaga noche en la que sus padres habían muerto. Y no había sido un milagro, sino un mero acto de supervivencia.

Algo que había despertado en él culpabilidad, rabia y amargura a partes iguales. Era lo que le había llevado a dedicarse al derecho y a la búsqueda de la justicia con una férrea voluntad.

Solo así su pueblo saldría de la oscuridad en la que lo habían sumido.

Perdido en los recuerdos del pasado, no se fijó en su entorno hasta que el coche aminoró la marcha. Un grupo de manifestantes se había reunido en un parque donde se celebraban conciertos y obras de teatro. Algunos se habían situado delante de su comitiva. Las manifestaciones eran incómodas, pero formaban parte del proceso democrático.

Zaid miró a su alrededor al tiempo que sus guardaespaldas intentaban hacer retroceder a la muchedumbre.

La ciudad de Ja’ahr estaba espectacular en abril. Grandes esculturas e impresionantes monumentos rodeados de jardines de flores exóticas, flanqueaban las diez millas de la vía central que conducía del juzgado al palacio.

Pero como con el resto del país, se trataba de un despliegue de riqueza cultivado para engañar al mundo. Bastaba con desplazarse unos metros a un lado o a otro para descubrir la verdadera situación.

El sombrío recordatorio del abismo que separaba las clases sociales en su reino, hizo que Zaid volviera su atención a la muchedumbre y a la gran pantalla en la que se veía a una periodista rodeada de un puñado de manifestantes.

–¿Por qué está hoy aquí? –preguntó ella, adelantando el micrófono.

La cámara se volvió hacia la persona entrevistada

Zaid no supo por qué apretaba los puños al ver a la mujer. Durante su vida en Estados Unidos había tenido relaciones con mujeres más hermosas que la que en aquel momento aparecía en la gigantesca pantalla del parque.

No había nada extraordinario en sus facciones o en el cabello rubio que se recogía en un moño bajo. Sin embargo, la combinación de sus labios voluptuosos, una nariz respingona y grandes ojos verdes era tan impactante, que los dedos de Zaid se movieron por propia voluntad hacia el botón que bajaba la ventanilla. Aun así, seguía sin saber por qué le había provocado aquella sacudida, aunque tal vez se debiera a la indignación que centelleaba en sus ojos en forma de almendra.

O más aún, se debía a las palabras que salían de su boca. Palabras de censura expresadas con una voz ronca que amplificaban los altavoces y en las que Zaid no conseguía concentrarse.

La voz le resultaba familiar; la había oído en mitad de la noche; aquella voz había hecho despertar su parte más masculina.

–Mi padre ha sido atacado dos veces en prisión durante la semana pasada mientras estaba bajo supervisión policial.

–¿Está usted acusando a la autoridad? –preguntó la periodista.

La mujer se encogió de hombros. Zaid deslizó la mirada desde su rostro a su cuello y hombros; a la curva de sus senos.

–Tenía entendido que la policía aquí era de las mejores del mundo y sin embargo no es capaz de proteger a la gente que está bajo su custodia. Encima parece que no podré ver a mi padre hasta el juicio o hasta que ofrezca un incentivo económico para lograrlo.

Los ojos de la periodista brillaron.

–¿Se refiere a un soborno?

La mujer vaciló antes de decir:

–Eso me insinuaron.

–¿Quiere decir que tiene una mala opinión del gobierno de Ja’ahr?

La mujer sonrió con sorna,

–Eso es una manera suave de decirlo.

–Si pudiera decir algo a quien está al mando, ¿qué le diría?

La mujer miró a la cámara con gesto de determinación.

–Que no creo que el problema sea solo la policía. Y la gente que está aquí, claramente tampoco. En mi opinión, un pez se pudre de la cabeza hacia abajo.

La periodista se puso nerviosa.

–¿Está insinuando que el sultán Al-Ameen es directamente culpable de lo que le ha pasado a su padre?

La mujer se mordió el labio inferior.

–Da la sensación de que algo no funciona en el sistema. Y puesto que él está al cargo, supongo que la cuestión es qué piensa hacer al respecto –dijo en tono retador.

Zaid dio al botón para subir la ventanilla al tiempo que sonó el telefonillo.

–Alteza, mil disculpas por lo que acaba de presenciar –le llegó la voz de su asesor principal, que viajaba en el coche que seguía al suyo–. He contactado con el director de la televisión. Vamos a dar instrucciones para prohibir la emisión del programa inme…

–No va a hacer nada de eso –lo interrumpió Zaid.

–Pero, Alteza, no podemos permitir que ese tipo de opiniones se aireen…

–Podemos y lo haremos. Ja’ahr debe de ser un país que defienda la libertad de expresión. Si alguien intenta impedirlo, tendrá que vérselas conmigo en persona. ¿Está claro?

–Por supuesto, Alteza –se apresuró a contestar el asesor.

Al pasar la caravana junto a los últimos manifestantes, Zaid vio de nuevo a la mujer en una pantalla más próxima. El sol iluminaba su rostro y sus cautivadoras facciones y Zaid volvió a sentir una sacudida eléctrica.

–¿Quiere que averigüe quién es, Alteza?

Zaid sabía perfectamente quién era: Esmeralda Scott.

La hija del delincuente al que pensaba encausar y poner tras las rejas en el futuro inmediato.

–No es necesario. Pero tráigamela inmediatamente –ordenó.

Apartó los pensamientos relativos a la reacción que la mujer despertaba en él y se concentró en su críticas a todo aquello por lo que él estaba luchando en su país: la integridad, el honor, la rendición de cuentas.

Esmeralda Scott tendría que contestar unas cuantas preguntas. Tras lo cual, él tendría el placer de señalarle sus errores.

 

 

Esme se estiró la falda mientras el coche negro con cristales tintados la llevaba a un destino desconocido. La única razón por la que contenía su nerviosismo era el hombre con gafas de aspecto tranquilo que se sentaba frente a ella y que le había explicado que, tras la entrevista que había dado a la televisión, se le había concedido una audiencia en favor de su padre.

–¿Dónde vamos? –preguntó por segunda vez.

–Lo verá por usted misma en cuanto lleguemos.

La respuesta no la tranquilizó. Miró por la ventanilla y vio que el paisaje era de una opulencia creciente.

–El hospital penitenciario de mi padre está en el otro extremo de la ciudad –comentó.

–Lo sé, señorita Scott.

Esme se puso en guardia.

–No me ha dicho por qué sabe mi apellido –ella solo había dado su nombre a la periodista.

–Efectivamente, no se lo he dicho.

Esme abrió la boca pero la cerró al ver que el coche tomaba una rotonda, se acercaba a una gran verja dorada y aminoraba lo bastante la marcha como para que los guardas les dieran paso.

–Este… es el palacio real –musitó, sin poder contener un escalofrío al contemplar la inmensa cúpula azul.

–Así es –respondió el hombre, impasible.

El coche se detuvo y Esme fue súbitamente consciente de que la llevaban al palacio después de que acabara de criticar en público al gobernante del rey.

–Me han traído por lo que he dicho sobre el sultán, ¿verdad?

Un mayordomo abrió la puerta del palacio. El asesor principal bajó e hizo una señal a alguien que quedaba oculto a ojos de Esme, antes de dirigirse a ella:

–No me corresponde a mí contestar esa pregunta. Su Alteza ha reclamado su presencia. No debemos hacerle esperar.

Antes de que Esme reaccionara, el hombre se alejó caminando por el suelo de mármol que llegaba a las escaleras que accedían al palacio.