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Un hombre se suicida en Roma cortándose las venas en el baño. Una mujer salta desde una terraza en San Francisco. Dos acontecimientos dramáticos aparentemente distantes. En Roma, Betta intenta recomponer los pedazos de su vida cuando Mark se presenta en su puerta desde San Francisco con una noticia estremecedora: los dos suicidas, el marido y la hermana de este, tienen un denominador común. Parece que una especie de iniciador está detrás del acto desesperado: Dioniso. Intercepta y atrae a las personas más frágiles emocionalmente en las redes sociales y luego las lleva por un camino que conduce a la muerte. Ignorados por las autoridades, Betta y Mark, con la ayuda de la suicida Andrea, una ingeniosa hacker, inician una cacería privada que les llevará por toda Europa, siguiendo las pocas migajas que Dioniso ha dejado tras de sí. Al mismo tiempo, una fuerza oscura y tentacular les seguirá la pista, convirtiéndoles de cazadores en presas. Pero, ¿qué intereses se esconden tras la trágica muerte de dos personas? La respuesta a esta pregunta es tan inquietante como increíble. Algo que el mundo aún no estará preparado para aceptar.
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Seitenzahl: 259
Veröffentlichungsjahr: 2024
Imagen de portada:
Daniela Molisso
Traducción:
Gala de la Rosa
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada en un sistema de recuperación de datos o transmitida de ninguna forma ni por ningún medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo de sus autores.
Todos los derechos reservados
Copyright 2024 - Alessandro Riccardi
ALESSANDRO RICCARDI
EL TEMPLO
DE LAS SOMBRAS
Basado en un tema cinematográfico
escrito por:
Alessandro Riccardi y Laura Sinceri
A Laura,
sin la cual esta historia no habría visto la luz.
EDOARDO
El agrisado cielo de Roma tendía un velo de tristeza sobre la ciudad. La temperatura invernal había sido inusualmente alta aquel año, pero aquella tarde de febrero era claramente otra cosa. El frío y la humedad penetraban hasta los huesos y el piso del hombre parecía aún más frío que el exterior.
Miró por la ventana sintiéndose parte del paisaje gris e inútil, empeorado a diario por el humo y la suciedad. Se pasó los dedos por la barba sin ninguna intención concreta, concentrándose en la sensación que le acompañaba desde hacía tiempo, pero esta vez era más profunda, más dolorosa. Sus dedos también recorrieron su cabello oscuro y espeso, sucio por días de inanición, dejando un mechón erguido que en otro momento hubiera sido gracioso de mirar.
Dio un paso atrás y miró en dirección a la estantería. El tercer libro por la izquierda, El corazón delator. Con una tristeza que ni siquiera podía distinguir, agarró el borde del libro y tiró de él hacia sí. Escribió algo en una nota adhesiva que pegó en una página abierta al azar, y luego lo dejó sobre el escritorio.
Un chirrido llamó su atención y le hizo volverse hacia el monitor del ordenador, donde algo parpadeaba. Se acercó y se quedó mirando la pantalla, respirando hondo.
Su mirada se volvió ausente, o tal vez se centró en un universo lejano. Se dirigió al cuarto de baño, abrió el agua caliente de la bañera y empezó a desnudarse hasta quedar completamente desnudo. El agua estaba casi al punto. Cogió una cajita del armario del baño, se metió en la bañera y se tumbó. El agua acariciaba su piel, dándole una sensación de bienestar, pero el hombre no podía disfrutar de ella, apenas sentía el calor a su alrededor.
De la cajita sacó una cuchilla, de las que utilizaba para afeitarse. La sostuvo en sus manos durante unos segundos, mirándola como si fuera la primera vez que veía una, y finalmente se hizo una firme incisión en la muñeca, verticalmente, como le habían indicado.
El dolor se irradió por todo el brazo, pero el hombre no se detuvo hasta conseguir el resultado esperado. La sangre fluía copiosamente, el dolor empezaba a remitir, dando paso a un ligero ardor que resultaba casi agradable después de aquellas punzadas.
Consideró si debía hacer lo mismo con la otra muñeca, pero se dijo que no era necesario. Al fin y al cabo, nadie volvería a casa hasta la noche, tenía tiempo de sobra.
Se tumbó en la bañera, cerró los ojos y por fin se relajó.
MARY
La mujer tenía el pelo largo rubio y un rostro angelical. Al mirarla se habría dicho inmediatamente que era la típica californiana. En realidad, había nacido en Nueva Jersey y solo se había trasladado a California hacía unos diez años, cuando vendió sus primeros trabajos.
Desde las ventanas de su luminoso loft en la zona alta de San Francisco, disfrutaba de la fascinante vista que tantas veces había inspirado su obra.
En el lienzo que estaba pintando, se formaba un rostro femenino sobre un fondo oscuro e indistinto. La figura no tenía ojos y la mujer no parecía tener intención de ponerlos.
El pincel pasaba sobre el lienzo con precisión y lentitud, creando las formas deseadas por su propietaria con exactitud e intensidad.
Al lavar la punta y cambiar el color, una gota de rojo se abrió paso hasta el camisón blanco que había llevado la noche anterior y que ahora seguía vistiendo sin molestarse en cubrirlo con su habitual bata azul, ya coloreada por tantas salpicaduras. La mujer no bajó los ojos ni un instante para mirar la mancha que se estaba formando, tensa en la concentración de su creación.
Completó la imagen femenina y la miró fijamente, dando un paso atrás.
Aún le faltaban los ojos, lo que hacía la imagen bastante inquietante. La mujer volvió al lienzo y dibujó pequeñas espirales en lugar de los globos oculares, aumentando el nivel de inquietud.
El cuadro estaba terminado, estaba segura de que su agente de arte lo vendería bien, pero ni siquiera esbozó una sonrisa.
Un sonido estridente provino del ordenador encendido detrás de ella. No se giró. La tristeza, esa terrible compañera que había estado atenazando su estómago durante tanto tiempo, invadió todo su cuerpo. Supo que había llegado el momento tan esperado y colocó sobre la paleta el pincel que aún sujetaba entre los dedos.
Salió del loft como estaba, en camisón y descalza, encontrándose en el frío rellano. Miró un momento las escaleras que bajaban; para salir a la calle tendría que bajar ocho pisos, pero para llegar a la terraza del edificio solo tenía que subir uno. Se dirigió en esa dirección. Cuando salió al exterior, la golpeó un viento frío procedente del mar. Empezó a temblar, pero no le dio importancia. Caminó hasta la barandilla y echó un último vistazo al Golden Gate que se perfilaba a lo lejos.
Ese sería el lugar adecuado, pensó, pero sería una caminata muy larga, sentía que no disponía de tanto tiempo.
Ayudándose con los brazos, se subió a la cornisa y se mantuvo en equilibrio unos instantes más. Se volvió para mirar hacia dentro y echó un último vistazo a todo.
Luego cerró los ojos y se dejó caer hacia atrás.
MARTIN
El pub irlandés estaba inusualmente lleno de gente, a pesar de que era un día laborable y la persistente lluvia no estimulaba a salir.
Martin estaba sentado solo en la barra, tomando su tercera cerveza. Estaba muy cansado, pero muy satisfecho. Por fin las cosas iban por buen camino, iba a hacer grandes cosas y, sobre todo, iba a comprarse ese chalet en Salzburgo que había visto el verano pasado y probablemente también un yate.
Bajó la vista hacia su cerveza y luego se miró en el espejo que había detrás de la barra. No se gustaba, pero había aprendido a aceptarse. Al fin y al cabo, la apariencia de uno no era algo que se pudiera elegir. Desde luego, el aire modesto, el traje arrugado y la barba desaliñada no transmitían la imagen de éxito que Martin creía merecer.
A partir de mañana cambiaré, pensó, haciendo mentalmente una lista de cosas que hacer para mejorar su exterior, empezando por el sastre.
Permaneció un momento indeciso sobre si tomarse otra cerveza o no, y finalmente optó por volver al hotel. El día había sido largo y el siguiente lo sería aún más. Pagó y salió, agarrando con fuerza la correa de cuero que le había dado su tío cuando había empezado a trabajar, no hacía muchos años.
El invierno en Ginebra era duro, las calles solían estar blancas de nieve, pero aquella noche no. Miró la calle, limpia y ordenada, y volvió a pensar que le gustaba, pero que no podía amarla. Echaba de menos la parte divertida de la vida, aquella en la que gastaba mucho dinero en el barrio rojo de su ciudad.
Dejó ir esos pensamientos, se ajustó el abrigo y se dirigió en dirección a su hotel. Sacó el teléfono del bolsillo cuando oyó la única vibración, típica de un mensaje, repetida varias veces. Alguien le estaba enviando mensajes con insistencia.
Leyó los mensajes y frunció el ceño.
En ese instante, los faros de una moto grande se acercaron a él. En la moto iban dos personas, el conductor y un pasajero, ambos con chaqueta y casco negros, como una especie de uniforme. El pasajero alargó la mano para intentar arrebatarle la correa del hombro, pero Martin saltó instintivamente hacia atrás y consiguió escapar. Al menos eso creyó.
La moto dio una vuelta rápida y fue al ataque. Evidentemente quería su maletín a toda costa, pero Martin no estaba dispuesto a dárselo.
Empezó a correr, zigzagueando entre los coches aparcados para que los motoristas no pudieran alcanzarle, y luego se dirigió a toda velocidad hacia un coche de policía que vio a lo lejos. Los policías estaban parados en una esquina y, al ver al hombre que corría hacia ellos, se bajaron del coche. La moto se alejó a toda velocidad.
Martin alcanzó a los policías e intentó explicarles lo que le había sucedido, pero la falta de aliento por la carrera se lo impidió. Se apoyó en el coche con el corazón acelerado.
—Señor, ¿cuál es el problema? —preguntó el que estaba sentado en el asiento del conductor.
—Esos... los de la moto... —dijo Martin, señalando en dirección a una calle—. Han intentado robarme.
Los policías se volvieron hacia el lugar indicado por Martin, pero la moto había desaparecido.
—Hemos visto la moto, pero ya se han ido. —Martin asintió, aún respirando con dificultad.
—¿Se encuentra bien? —preguntó el agente, comprendiendo que el hecho de que Martin estuviera fuera de forma, sumado al frío de aquella noche, podía ser perjudicial no solo para sus pulmones, sino también para su corazón.
Martin volvió a asentir.
—Sí, sí, todo va bien. Gracias.
Se separó del coche, volvió a dar las gracias y saludó con la mano, alejándose. La adrenalina seguía corriendo por sus venas con entusiasmo y energía, pero sus pulmones y piernas no lo veían de la misma manera.
Ir al gimnasio, otra de las cosas que hay que hacer para mejorar.
Nunca había sufrido un intento de atraco o un robo en Ginebra, a pesar de que escuchaba constantemente las noticias sobre el gran aumento de la delincuencia en toda la ciudad.
En los suburbios de Ámsterdam, donde había nacido y crecido, la situación era mucho peor, pero el tema de la delincuencia no se trataba tanto como en Suiza.
Ahora imaginaba que de alguna manera encajaría en las estadísticas.
Tomó el camino que le llevaría al hotel donde solía alojarse, cuando un golpe en el hombro le lanzó contra la pared con un ruido sordo, mientras un dolor agudo se abatía sobre él un instante después.
Se tocó el hombro y vio su mano cubierta de sangre, sin darse cuenta de lo que había ocurrido. Levantó la vista y encontró delante de él a uno de los dos motociclistas con una pistola con silenciador en la mano, caminando hacia él.
Martin intentó escapar de nuevo con gran esfuerzo, pero dos disparos más le alcanzaron en el pecho y todo se volvió negro.
El cuerpo se desplomó en el suelo. El motorista volvió a guardarse la pistola en la cintura del pantalón, luego se acercó al cadáver y le agarró de la correa del maletín. El conductor de la moto estaba en la esquina, arrancó el motor y se acercó a él, permitiéndole saltar al asiento, antes de alejarse rápidamente.
Todo había durado apenas unos segundos.
BETTA
La sucursal del Crédit Agricole en la Tuscolana estaba bastante concurrida aquella mañana, así que Betta aguardó pacientemente sentada en la sala de espera, entreteniéndose con la ayuda del teléfono. Miró y observó fotos de ella abrazando a un niño y a un hombre, Edoardo.
Los dos últimos años de la vida de Betta habían estado llenos de dolor y tristeza, pero en medio de todo lo sucedido, seguía despertándose por las noches con la imagen de su marido desnudo en la bañera, con el agua completamente roja con su propia sangre.
La había dejado, la había abandonado. No solo la había obligado a seguir viviendo sola con el enorme dolor que ya sentía, sino que además había decidido darle un nuevo golpe.
Lo odiaba. Se dio cuenta de ese sentimiento poco después de enterrar el cadáver. Sí, ciertamente le quería, pero también le odiaba. Estaba muy enfadada. ¿Cómo se había permitido hacer lo que había hecho?
—¡Para bien o para mal, una mierda! —Se repetía a sí misma a pleno pulmón como una especie de mantra.
Bloqueó el teléfono y miró a su alrededor, pero sin prestar atención. De hecho, tardó un rato en ver la mano del director de la sucursal que la llamaba desde lejos.
Betta se levantó, se obligó a sonreír y entró en el despacho. El hombre, Daniele Bendoni, de unos cuarenta años y cara simpática y regordeta, la invitó a sentarse.
—Betta, ¿cómo estás? —preguntó, arrepintiéndose inmediatamente. Betta sonrió amargamente, pero no contestó, así que Daniele se apresuró a añadir.
—En realidad he hecho una pregunta estúpida. Es tanta la costumbre que sale automáticamente.
—Está bien, no hay problema. En general estoy bien... en la medida de lo posible.
Daniele asintió, luego inspiró largamente. Lo que tenía que decir no era fácil, pero era parte de su trabajo.
—Betta, ya son cinco los pagos de hipoteca que te has saltado. Intenté pedir una prórroga explicando... tu situación... pero por desgracia los bancos piensan en números, ya lo sabes.
—Me doy cuenta.
—Échame una mano para ayudarte. ¿No puedes pagar nada?
Betta bajó los ojos para mirarse las manos. Negó con la cabeza.
—Entonces, con tu permiso, me gustaría llamar a un par de nuestros clientes de inversiones inmobiliarias. Tal vez podrían comprar tu casa, así podrías pagar la hipoteca y quedarte con algo de dinero en el bolsillo para empezar de nuevo con más tranquilidad.
—Pagaré la próxima cuota en la fecha prevista. No quiero vender.
Daniele la miró con una mezcla de enfado y compasión.
—¿Y cómo vas a hacerlo?
—Ya se me ocurrirá algo.
—No tienes ninguna responsabilidad real —insistió el hombre en voz baja—. Deja que te ayude.
—Daniele, te lo agradezco, pero ya te he dicho que pagaré —concluyó secamente y se levantó, dispuesta a marcharse.
El director se echó hacia atrás en su silla y se puso las manos delante de la boca, como si quisiera suplicarle.
—El orgullo no te llevará a ninguna parte. Intento que no se dispare la hipoteca. No es algo agradable.
—Lo sé, pero no quiero vender... no puedo.
Los ojos de Daniele se humedecieron. Podía imaginarse el dolor que sentía aquella mujer; no podía evitar sentir lástima por ella.
Se sintió incómoda con lo que leyó en la mirada del director, así que se apresuró a salir, despidiéndose solo con un movimiento de cabeza.
Caminó hacia la salida, sintiendo la mirada del director clavada en ella.
MARK
El tren de alta velocidad Italo iba a 250 km/h en dirección a Roma, donde llegaría en una hora.
Mark estaba sentado al lado de la ventanilla y Teresa, la chica que estaba a su lado, aprovechando que él no podía moverse, se había colocado y no paraba de hablar.
—... y en pocas palabras le dije que tenía que dejar de molestarme, que me había cansado de él y que no quería saber nada más. Se le pusieron los ojos vidriosos y casi sale corriendo. ¿Te das cuenta?
Aunque el inglés de la chica era muy bueno, Mark no podía seguir la conversación, ni siquiera entendía de quién estaba hablando. Le hubiera gustado quedarse contemplando la vista por la ventana, intentando desconectar su cerebro todo lo posible para evitar el continuo e insistente corriente de pensamientos, dolor y culpa. En cambio, el incesante torrente de palabras de Teresa no hizo más que agudizar sus pensamientos.
La observó una vez más. Muy guapa, pelo castaño, delgada, vaqueros rotos por las rodillas y zapatillas de deporte de tacón. En sus ojos había toda la energía y la ingenuidad de los veinteañeros, de alguien que está convencida de saber mucho sobre la vida y aún no se ha dado cuenta de que no sabe nada de ella.
Por un momento la envidió. A él también le habría gustado volver a los veinte, a la universidad, a salir con los amigos, a trabajar en el bar, a las chicas que buscan experiencia. Habría dado cualquier cosa por un momento de despreocupación, pero sabía que Mary se la había llevado con su huida del último piso y probablemente nunca volvería.
—¿Y por qué vienes a Roma? —preguntó Teresa, que quizá se había quedado sin temas relacionados con sus amores.
—Asuntos de familia —respondió vagamente.
—Ah, ¿tu familia es romana? —casi se entusiasmó ella.
—No, no tengo parientes aquí en Italia. Estoy aquí... por asuntos familiares —aclaró él.
—¿Y qué clase de asuntos son esos? —insistió ella sin captar las indirectas.
—Asuntos privados.
Aquella respuesta la enfrió, pero no del todo. No estaba acostumbrada a dar rodeos. Asintió cortésmente, luego se volvió hacia el pasillo y anunció que iba a la máquina expendedora a por algo de comer.
Mark se relajó. Apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos. Repasó mentalmente los hechos y, como cada vez, sintió un escalofrío.
La parada en Milán no era una buena idea, pero tenía que hacerlo, tenía que conocer toda la trama. Aunque ahora supiera tanto como antes. Paciencia. Ahora esperaba que en Roma encontrara lo que buscaba.
Teresa volvió a su asiento con un bocadillo salado en la mano y una lata de Coca-Cola.
—¿Quieres un sorbo? —le preguntó, en un tono de exceso de confianza.
Mark volvió a abrir los ojos y se volvió hacia ella, negando simplemente con la cabeza.
—No está bien rechazar ofertas, ¿sabes? A los italianos nos importa —añadió en tono coqueto—. Si me ofrecieras algo, lo aceptaría.
La metáfora no tan sutil no se le escapó a Mark, que ya era consciente del interés de la chica por él desde hacía tiempo. Le venía ocurriendo desde niño, quizá por la combinación de pelo rubio y ojos verdes, o quizá por la hermosa sonrisa, o el físico delgado y atlético.
Sabía que si se levantaba y le ofrecía seguirle al baño, ella lo haría.
Se sintió halagado, pero se limitó a sonreír. No sería capaz de salir con una mujer en aquel momento.
—Si estás libre mañana por la noche, un amigo mío toca en un club. Es muy bueno.
—No creo que tenga tiempo, lo siento.
Teresa pareció entender que se trataba de una excedencia y comenzó a comer su bocadillo sin añadir nada más.
Mark se sintió aliviado.
PAOLO
Betta caminaba por Via La Spezia con la cabeza gacha, sin apenas percibir la multitud de gente que se arremolinaba a su alrededor. Gente feliz, gente triste, gente enfadada. Gente viva, en definitiva.
Tal vez esa fuera la razón principal por la que los sentía tan distantes, concentrada como estaba en la muerte.
De repente, una presión en el pecho la obligó a detenerse. Nadie le presionaba el pecho, pero seguía luchando por respirar. Agradeció tener cerca una pared en la que apoyarse mientras esperaba a que sus pulmones decidieran volver a hacer su trabajo. Abrió la boca jadeando, pero recordó que no debía inspirar con demasiada violencia y se obligó a hacerlo con calma. El peso sobre su pecho se debilitó lo suficiente como para permitir que el oxígeno comenzara a regresar. Aquella pequeña victoria le dio confianza y continuó como hasta entonces, respirando con calma.
Unos segundos después, apoyó toda la espalda contra la pared, feliz ante la idea de poder respirar con normalidad.
—¿Va todo bien? —le preguntó un hombre de mediana edad que se había detenido frente a ella. Betta le miró, iba vestido con sus mejores galas, y con un estilo tan vintage que parecía un poco fuera de tiempo.
—Todo va bien —respondió ella, luego se dio cuenta de que algo faltaba en su respuesta y concluyó—: Gracias.
El hombre vintage la miró sin convicción.
—¿Está segura? He visto que le costaba respirar... ¿no quiere que llame a la ambulancia?
—Solo ha sido un ataque de pánico —aclaró ella—. Ya estoy acostumbrada.
El hombre asintió, pero no se movió, siguió mirándola.
—¡No hay ningún espectáculo que ver aquí! —le atacó Betta incómoda.
El hombre aceptó el golpe amablemente, se disculpó y se marchó. Disculpe, quiso decir, pero ya estaba lejos. Sintió el consabido sentimiento de culpa por cómo había tratado a la única persona que se había comportado como un ser humano. A menudo no podía contenerse y era mucho más grosera de lo que le hubiera gustado.
Respiró hondo y reanudó la marcha.
Unos cientos de metros después, llegó frente a un edificio con muros cortina, junto a cuya puerta principal había un letrero plateado con las palabras Consultorio Familiare1. Dudó un momento, luego cruzó el gran umbral y entró.
Al primero que vio fue a Óscar, el portero. Un estudiante universitario que, para continuar sus estudios, había encontrado un lugar donde no tenía que hacer mucho, arreglándoselas para mantener sus libros abiertos incluso durante las horas de trabajo.
Betta había hablado varias veces con Óscar, le había parecido inteligente, quizá no especialmente brillante, pero educado y decidido. Era el único de su familia que había ido a la universidad y sus padres estaban dispuestos a hacer cualquier sacrificio para que él obtuviera un título, pero tenía que ayudarles, de lo contrario no lo habrían conseguido. Por eso estaba allí. Al fin y al cabo, estudiaba en la Facultad de Psicología, así que aquel ambiente le preparaba para lo que le esperaba en el futuro.
Cuando Óscar la vio, se sonrojó. Era obvio que quería decirle algo, hacía meses que no la veía y sabía lo que le había pasado, pero no podía hablar. Se limitó a saludarla con una inclinación de cabeza. Betta le devolvió la inclinación de cabeza y caminó por el largo pasillo, sintiéndose algo molesta.
Esta sensación empeoró considerablemente cuando se cruzó con dos compañeras que la saludaron rápidamente y con cara de dolor, y luego se despidieron haciendo gestos con las manos como diciendo “hablemos más tarde”. Tampoco ellas la habían visto desde hacía tiempo y cada una le había enviado un mensaje de condolencia, declarándose dispuestas a ayudar en cualquier momento, pero nada más. Ni una llamada, ni un mensaje, ni un gesto que mostrara interés. Nada.
Y Esas son psicólogas, pensó con amargura. Pero entonces, como siempre, pensó que de alguna manera debía de haber hecho algo mal, que no había sabido cultivar las relaciones con sus colegas y había llevado a aquellas mujeres a comportarse de aquella manera. Algo le pasaba, estaba segura.
Se detuvo ante la puerta de Paolo Colangeli, el director del centro, y llamó con cierta energía, esperando oír la voz de barítono del hombre gritando “¡Adelante!”. En lugar de eso, la puerta se abrió de golpe y el enorme cuerpo de Paolo se materializó en el umbral.
Abrió los ojos de par en par.
—¡Betta!
El rostro regordete estaba radiante y genuinamente feliz de verla de nuevo. Sus anchos hombros se alzaron para permitir que sus brazos se abrieran y dio medio paso hacia ella, luego se detuvo, leyendo en los ojos de la chica que no estaba contenta con la idea del contacto físico. Bajó los brazos y le puso las manos sobre los hombros.
Con su metro ochenta de altura y noventa y un kilos de tonificada estatura, sobresalía por encima de ella por completo. Sin embargo, nadie que lo viera podría pensar que era peligroso. Era claramente un hombre amable, un gigante gentil.
—¡Me alegro tanto de verte!
—Yo también me alegro —respondió ella con una sonrisa, descubriendo que era la verdad.
—Estábamos hablando de ti —dijo Paolo, moviendo su cuerpo a un lado para permitirle mirar dentro. Había un hombre sentado en el pequeño sofá del despacho, con aspecto de hombre de negocios de éxito, traje caro y Rolex en la muñeca. Su pelo canoso y ligeramente largo también le daba una imagen noble.
El hombre se puso en pie e hizo una media reverencia en dirección a la chica.
—Es para mí un gran placer volver a verte —dijo en un excelente italiano con marcado acento alemán.
—Hola Wilhelm, el placer es mío —respondió ella, sintiéndose inmediatamente incómoda. A diferencia de Paolo, Wilhelm Ring, el principal benefactor de aquella asesoría y director general para Europa de WNE, una multinacional con oficinas en todo el mundo e intereses en prácticamente todos los sectores, era un hombre que no desprendía buenas vibraciones. Aunque en realidad nunca había hecho nada que le diera la impresión de que no era una persona decente, ella sentía un enorme escalofrío tras los educados modales y los grandes gestos filantrópicos de los que era capaz. Muy a menudo había pensado que los directivos de ese nivel debían tener instinto asesino, como había oído con frecuencia en las películas americanas, así que era probable que dependiera de eso.
—Perdonad que os haya molestado —continuó Betta—. Puedo esperar tranquilamente a que termineis.
—No hace falta, ya me iba —dijo Wilhelm, acercándose a la puerta.
Una compañera de Betta, desde el pasillo, llamó la atención de Paolo con evidente urgencia.
—Por favor, disculpadme un momento —dijo el hombre, alejándose.
Wilhelm se acercó a Betta, que mientras tanto permanecía inmóvil.
—He intentado escribirte varias veces —empezó.
—Sí, lo sé, te pido disculpas... es un punto realmente... —No terminó la frase porque no sabía qué adjetivo utilizar.
—Claro, claro. —Wilhelm levantó las manos como para subrayar lo indescriptible de todo lo que había pasado—. Solo quería que supieras que me haría muy feliz que me dejaras ayudarte de alguna manera.
Betta asintió, incómoda.
—Gracias, siempre tan amable. —Wilhelm le puso suavemente una mano en el brazo y apretó ligeramente.
—No hay nada malo en pedir ayuda.
Betta volvió a asentir, era una frase que ella misma había dicho muchas veces a muchos pacientes.
—Disculpad, una pequeña urgencia. —Paolo volvió a prestarles atención.
—Tengo que irme, intentaré volver en los próximos días. —Wilhelm miró al gigantesco hombre que estaba en la puerta—. No te preocupes por esos ordenadores nuevos, yo me encargo.
—Gracias Wilhelm, de verdad.
El gerente asintió levemente, casi escudándose. Luego se despidió y se fue.
—Es un buen hombre —comentó Paolo.
—Sí —dijo ella, todavía incómoda.
El hombre señaló el pequeño sofá y le indicó que tomara asiento.
—Entonces, ¿qué me cuentas?
Betta se sintió animada por la sonrisa abierta de su jefe y empezó con lo que tenía que decir.
—Quiero volver al trabajo, Paolo.
El gigante bondadoso frunció el ceño.
—¿Te sientes preparada?
Betta asintió:
—Ya no soporto estar sentada en casa sin hacer nada, estoy lista para volver.
—“No aguanto más” no es una buena razón.
—Ya sabes lo que quiero decir. El periodo ha sido increíblemente difícil y estar en esa casa todo el tiempo obliga a mi cerebro a volver una y otra vez a los mismos pensamientos. Antes no podía pensar en otra cosa, pero ahora me siento preparada para retomar mi vida.
Paolo dio un largo suspiro y luego habló con calma.
—Me alegra mucho oír estas palabras, Betta... el problema es que no te creo.
Betta se quedó helada. Estaba convencida de haber interpretado bien su papel, pero era evidente que su jefe había visto mucho más allá. Sin embargo se mantuvo en su papel, sonrió y preguntó:
—¿Por qué?
—Las palabras que has elegido utilizar no son tus palabras. En tantos años nunca te había oído hablar tan formalmente, no es un pensamiento espontáneo, has construido una frase y te la has aprendido de memoria. ¿De verdad creías que no me daría cuenta?
Betta tragó saliva y apartó la mirada. No encontraba palabras para replicar.
—¿Por qué has venido aquí? —insistió él, aún tranquilo—. Dime la verdad.
La chica no encontró el valor para volver a mirar a Paolo, pero habló de todos modos:
—Necesito dinero.
Paolo cambió de posición en la silla y se acomodó mejor en el respaldo.
—Desde hace cinco meses solo cobro la mitad de mi sueldo, ya lo sabes. Fuiste muy amable al darme el sueldo completo durante tres meses, a pesar de la excedencia. Sabía que me lo reducirían a la mitad y también sé que a partir del mes que viene me lo volverán a reducir.
—Betta yo no... —Paolo sintió que tenía que justificarse, pero la mujer le interrumpió.
—No, no, por favor... No te estoy culpando de nada, al contrario. Hiciste lo que pudiste y fue mucho más de lo que hicieron otros. Lo mío no es una crítica... Solo necesito
volver a trabajar a tiempo completo, necesito pagar mi hipoteca, necesito pagar mis facturas atrasadas... —Las lágrimas comenzaron a correr por su rostro y se maldijo por ello. No quería dar lástima a nadie, y menos a Paolo.
El hombre se quedó pensativo unos instantes, con la mirada fija en las manos que tenía entrelazadas sobre el escritorio.
—Estaba pensando que podría pedirle a Wilhelm que nos echara una mano, ya sabes que siempre ha tenido debilidad por ti.
—No, por favor. No quiero caridad. Soy joven, sana y fuerte, solo he pasado por un período oscuro. Soy capaz de ganarme la vida, puedo hacerlo.
—No estoy seguro de que sea una buena idea... —comentó Paolo.
—No haré que te arrepientas.
—Sabes que aquí los ritmos son estresantes, el trabajo se multiplica.
—Sí, lo sé. No te preocupes, me las arreglaré.
Paolo asintió, indeciso pero sin valor para despedir a la mujer con las manos vacías.
—Entonces nos vemos mañana por la mañana, a la hora de siempre.
IMPRESIONES
Mark siguió las indicaciones de Google Maps hasta un edificio de color ámbar en pleno barrio de San Giovanni. Se acercó al interfono, pero dudó. Se sentía incómodo, había venido directamente de la estación, tenía la cara cansada y la ropa desarreglada. Desde luego, no era la mejor manera de presentarse a alguien que no conocía, sobre todo con las noticias que tenía que dar.
Necesitaba que le creyera y, como dicen en Estados Unidos, no hay una segunda oportunidad para causar una buena primera impresión.
Sintió que la ansiedad y la prisa se apoderaban de él, pero se armó de valor y se rindió. Giró sobre sus talones y se dirigió en dirección al hotel que había cogido, no muy lejos de allí.
A la mañana siguiente estaría mucho más presentable.
Betta cruzó la calle y vio alejarse a un joven muy apuesto con aire de haber recorrido medio mundo. Lo registró mentalmente y enseguida volvió a sumirse en sus preocupaciones.
Entró en el edificio con una sola cosa en la cabeza: prepararse para el día siguiente.
NUEVA OPORTUNIDAD
A las diez en punto, Betta estaba en su consulta de la asesoría. Sentada frente a ella estaba Caterina, una chica de quince años, cabreada con su familia, su exnovio y el mundo entero. Betta podía entenderla.
—Todavía no se lo he dicho a nadie —anunció la chica con aire molesto pero también culpable.
—¿Por qué razón?