El tesoro de Buenos Aires - Gerardo Bartolomé - E-Book

El tesoro de Buenos Aires E-Book

Gerardo Bartolomé

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En 1806 Buenos Aires era una pacata y pequeña ciudad que parecía totalmente aislada del drama que carcomía Europa: las Guerras Napoleónicas. Para la sociedad porteña, las noticias de grandes batallas, de ciudades sitiadas por ejércitos extranjeros, de reyes prisioneros o muertos, de países que desaparecían y de tantas otras calamidades, parecían una lejana ficción cuando eran leídas en periódicos que llegaban a esta lejana esquina del mundo luego de una larga navegación. Nadie, absolutamente nadie, imaginaba que un coletazo de ese conflicto continental golpearía a esta tranquila capital virreinal para dar por terminada la larga era colonial del Río de la Plata. Sin embargo, el germen de este cataclismo estaba ya dentro de la propia ciudad. Un tesoro, una sociedad dividida por injusticias y una incipiente idea republicana-independentista fueron el combustible que una escueta carta hizo explotar. Experimentados soldados, soberbios enviados reales, altaneros nobles, comerciantes decepcionados, mujeres y hombres de sociedad, esclavos y oportunistas se dan cita en este libro al que todos aportan creando una trama donde la realidad supera a la ficción, haciéndola aún más atractiva.

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Gerardo Bartolomé

EL TESORO

DE BUENOS AIRES

La Invasión inglesa de 1806.

Un ataque que cambió el destino

de la tranquila capital colonial.

Bartolomé, Gerardo Miguel

El tesoro de Buenos Aires : la invasión inglesa de 1806 / Gerardo Miguel Bartolomé. - 1ª ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Gerardo Miguel Bartolomé, 2021.

256 p.; 22 x 15 cm. - (Historia Argentina Novelada / 1)

ISBN 978-987-86-9791-8

1. Narrativa Histórica Argentina. 2. Historia Argentina. 3. Invasiones Inglesas. I.

Título.

CDD A863

© 2021 GERARDO BARTOLOMÉ

ISBN 978-987-86-9791-8

Imágenes de tapa: Santiago de Liniers, por Rafael del Villar; William Carr Beresford, por Richard Evans; la Plaza Mayor de Buenos Aires, por Leonie Matthis.

Diseño y diagramación: Ricardo A. Dorr.

Todos los derechos reservados. Este libro no puede reproducirse, total o parcialmente, por ningún método gráfico, electrónico o mecánico, incluyendo los sistemas de fotocopia, registro magnetofónico o de alimentación de datos sin expreso consentimiento por escrito de los editores.

Aunque el autor y los editores han investigado exhaustivamente las fuentes para asegurar exactitud en los textos y fotos contenidos en este libro, ellos no asumen responsabilidad alguna por errores, inexactitudes, omisiones o cualquier inconsistencia incluida. Cualquier agravio a personas, empresas o instituciones es completamente involuntario.

Índice

Prólogo

Principales personajes históricos de este libro

Capítulo 1. La infidencia

Capítulo 2. La oportunidad

Capítulo 3. ¡Triunfar o triunfar!

Capítulo 4. Están aquí

Capítulo 5. Un río traicionero

Capítulo 7. La hora de la verdad

Capítulo 8. Soldados británicos

Capítulo 9. Un puente demasiado lejos

Capítulo 10. La marcha de los gaiteros

Capítulo 11. Una nueva joya en la corona del Rey

Capítulo 12. La búsqueda del tesoro

Capítulo 13. Los conspiradores

Capítulo 14. Los aljibes

Capítulo 15. Doña Clara

Capítulo 16. Anita

Capítulo 17. El teatro y El Perdriel

Capítulo 18. La Tormenta

Capítulo 19. Un último intento

Capítulo 20. El ataque

Capítulo 21. La falsa paz

Epílogo

Palabras del autor

A Paula, mi mujer,

y Francisco, mi hijo,

por su apoyo y paciencia.

Prólogo

En 1806 Buenos Aires era una pacata y pequeña ciudad que parecía totalmente aislada del drama que carcomía Europa: las Guerras Napoleónicas. Para la sociedad porteña, las noticias de las tragedias que ocurrían en el viejo continente parecían una lejana ficción al ser leídas en este lejano rincón del mundo. Nadie, absolutamente nadie, imaginaba que un coletazo de ese conflicto continental golpearía a esta tranquila capital virreinal para dar por terminada la larga era colonial del Río de la Plata. Sin embargo, el germen de este cataclismo estaba ya dentro de la propia ciudad. Un tesoro, una sociedad dividida por injusticias y una incipiente idea republicana-independentista fueron el combustible que una escueta carta hizo estallar.

Siempre me fascinó ese extraño evento histórico llamado las Invasiones Inglesas porque fue el desencadenante de una independencia gritada con furia cuyos ecos atravesaron desiertos, cruzaron cordilleras y derribaron un imperio de más de trescientos años. Con las Invasiones Inglesas se empezaron a escribir las páginas de nuestra historia, de las que más nos enorgullecemos.

Experimentados soldados, soberbios enviados reales, altaneros nobles, comerciantes decepcionados, mujeres y hombres de sociedad, esclavos y oportunistas se dan cita en este libro al que todos aportan creando una trama donde la realidad supera a la ficción.

Hace ya mucho tiempo que me propuse escribir la historia de los años fundacionales de nuestra historia en el estilo que me es más natural, el de la historia novelada. En ese sentido éste será el primero de una larga serie de libros donde intentaré sucesivamente exponer la historia argentina como lo que es: un relato verdadero, fascinante y muy nuestro. Espero lograrlo.

Gerardo Bartolomé

Principales personajes históricos de este libro

Álzaga, Martín de: Nació en Aramayona, España en 1755. Llegado a Buenos Aires en 1766. Destacado comerciante y miembro del Cabildo de Buenos Aires, al que accedió en 1785.

Arbuthnot, Robert: Nació en Irlanda en 1773. Era capitán del Regimiento 20 de Dragones Ligeros del ejército británico.

Arce, Pedro de Arce o Arze (en la antigua grafía original): Nació en la región de Extremadura circa 1860. Militar español, era Subinspector de Armas del virreinato al producirse el desembarco británico.

Azcuénaga, Miguel de: Nació en Buenos Aires en 1754. Militar criollo, era comandante del Batallón de Voluntarios de Infantería de Buenos Aires al momento del ataque inglés.

Baird, David: Nació en Escocia en 1757. General del ejército británico con diversas campañas en la India y Medio Oriente. Estuvo a cargo de la expedición que tomó por la fuerza a la colonia franco-holandesa de Ciudad del Cabo.

Barreda, Mariana Sánchez de: Nació en Buenos Aires en 1790. Era hija de Valeriano Barreda.

Barreda, Valeriano: Comerciante porteño que habiendo vivido en Inglaterra hablaba inglés.

Belgrano, Manuel: Nació en Buenos Aires en 1770. Su nombre completo era Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús Belgrano. Hijo de un rico comerciante italiano, cursó estudios de Derecho en España y volvió al Río de la Plata al ser nombrado Cónsul de Comercio, cargo que ostentaba en 1806. Desde sus estudios en Europa se inclinó por las ideas republicanas y/o independentistas.

Beresford, William Carr: Nació en Waterford, Irlanda, en 1768. De familia noble, era hijo extra matrimonial del Conde de Tyrone. Militar británico de extensa foja de servicios. Fue ascendido al rango de general cuando fue puesto a cargo de las tropas del ejército en el ataque a Buenos Aires de 1806.

Castelli, Juan José Antonio: Nació en Buenos Aires en 1764. A través de su abuela materna era primo segundo de Manuel Belgrano. Formaba parte del núcleo de criollos republicanos independentistas.

Clara o Doña Clara: También conocida como Mary Clarke era una exconvicta inglesa escapada en el motín del buque Lady Shore, que se asentó en Buenos Aires.

De la Quintana, Hilarión: Nació en Maldonado (Uruguay) en 1774. Era hijo de José Ignacio De la Quintana. Ingresó a la vida militar muy joven. Se encontraba prestando servicios en Montevideo cuando los ingleses atacaron Buenos Aires.

De la Quintana, José Ignacio: Nació en Buenos Aires en 1736. Era el padre de Hilarión De la Quintana. Como militar, tuvo una destacada actuación en las Guerras Guaraníticas. Ostentaba el cargo de brigadier a cargo del Fuerte de Buenos Aires cuando sucedió el ataque inglés.

Gillespie, Alexander: Capitán del ejército británico. Entre otras funciones fue comisario de prisioneros de guerra españoles en el primer ataque a Buenos Aires en 1806. Llevaba un diario de sus vivencias.

Gutiérrez de la Concha, Juan Antonio: Nació en Esles, España, en 1760. Marino español llegado al Río de la Plata en 1790. Estaba asignado al apostadero naval de Montevideo cuando ocurrió el ataque inglés.

Kennet, George: Capitán británico y edecán del general Beresford durante la ocupación inglesa de Buenos Aires.

Mackenzie, Alexander: Capitán del Regimiento 71 de Infantería de Escocia.

Moreno, Mariano: Nació en Buenos Aires en 1778. Hijo de padre español y madre criolla. Estudió derecho en Chuquisaca y volvió a Buenos Aires en 1805. Su orientación política era el republicanismo independentista.

Mordeille, Hipólito: Nació en Toulon, Francia, en 1758. Su nombre completo era François-de-Paule Hippolyte Mordeille. Corsario inicialmente bajo bandera francesa, arribado al Río de la Plata en 1804 donde continuó en esa función, pero bajo bandera española.

Liniers, Santiago de: Nació en Niort, Francia, en 1753. Su nombre completo era Jacques Antoine Marie de Liniers et Bremond. Pertenecía a la nobleza francesa. Bajo el Pacto de Familia entre los borbones de Francia y España tuvo una extensa carrera militar en Europa y ostentaba la condecoración de la Cruz de los Caballeros de Malta. Se casó en 1783 con Juana Menvielle de la que enviudó en 1790. Se volvió a casar, con María Martina de Sarratea en 1791 para enviudar nuevamente en 1805. Su carrera militar lo trajo a América en 1788 pero desde el año 1800 sus cargos militares en el Virreinato del Río de la Plata perdieron relevancia.

O’Gorman, Thomas: Nació en Irlanda en 1760. Fue militar al servicio de Rey de Francia y fue enviado a la isla de Mauricio donde se casó con Ana Perichon. La Revolución Francesa implicó un cambio político en la isla que lo obligó a dejarla y, junto con su familia política, se embarcaron, en 1797, con rumbo al Rio de la Plata donde su tío, Miguel O’Gorman, era un médico muy reconocido.

Pack, Denis: Nació en Irlanda en 1772. Con el rango de coronel estaba al mando del Regimiento 71 de Infantería de Escocia. Participó activamente en la toma de Ciudad del Cabo en 1806.

Patton: El coronel Robert Patton era gobernador de la isla de Santa Elena cuando la flota inglesa se dirigía al Río de la Plata.

Perichon, Marie Anne Perichon de Vaudeuil, o Ana Perichon: Nació en 1775 en las posesiones francesas de la Islas Mascareñas. En 1792 contrajo matrimonio con Thomas O’Gorman con quien tuvo tres hijos. Toda su familia debió abandonar la isla Mauricio y se embarcaron hacia el Río de la Plata en 1797.

Popham, Sir Home Popham: Nacido en Gibraltar en 1862. Comodoro británico con una extensa experiencia militar. Autor del sistema telegráfico de señales por banderas que adoptó la Armada Real Británica en 1803. Estuvo a cargo de la flota británica que atacó Ciudad del Cabo en 1806 y Buenos Aires en el mismo año.

Pueyrredón, Juan Martin: Nació en Buenos Aires en 1777. Era el sexto hijo, de once, del rico comerciante francés del mismo nombre. Vivió en Francia y España, de 1795 a 1805, a cargo de negocios familiares. Una vez en Buenos Aires se conectó con el grupo independentista.

Riega (Obispo Benito Lué y Riega): Nació en Asturias, España, en 1753. En su juventud fue militar, pero al enviudar se inició en la carrera eclesiástica. En 1803 fue designado Obispo de Buenos Aires, cargo que ocupaba cuando Buenos Aires fue atacada.

Ruiz Huidobro, Pascual: Nació en Orense, España, en 1752. Fue militar y político español arribando al Río de la Plata en 1777. En 1803 fue nombrado Gobernador Civil y Militar de Montevideo, cargo que desempeñaba cuando Buenos Aires fue atacada.

Russell, Roger: Marino escocés que trabajaba como práctico del Río de la Plata.

Saavedra, Cornelio: Nació cerca de Potosí (Bolivia) en 1759. Su nombre completo era Cornelio Judas Tadeo de Saavedra. La familia se mudó a Buenos Aires en 1767. Desde 1797 ocupó cargos de relevancia en el Cabildo de la capital Virreinal.

Sánchez de Thompson, Mariquita: Nació en Buenos Aires en 1786. Su nombre completo era María Josefa Petrona de Todos los Santos Sánchez de Velasco y Trillo. Casada con su primo Martín Thompson. Se opuso al casamiento al que lo obligaban sus padres y logró una dispensa del virrey. De familia criolla con muchas vinculaciones, tenía una activa vida social que la mantenía al tanto de todo lo que acontecía en la ciudad.

Sarratea, Martin Simón de: Nació en Oñate, España, en 1731: Era comerciante y responsable de la Compañía de Filipinas en Buenos Aires. Era suegro de Liniers ya que su hija estuvo casada con este, muriendo pocos años antes del ataque inglés.

Sobremonte, Rafael, Marqués de Sobremonte: Nació en Sevilla en 1745. Su nombre completo era Rafael de Sobremonte y Núñez. Era el noveno virrey del Río de la Plata desde abril de 1804. Anteriormente había sido Gobernador intendente de Córdoba del Tucumán entre 1783 y 1797 para luego ser Subinspector general de las tropas veteranas y milicias (1797-1804).

Thompson, Martín Jacobo: Nació en Buenos Aires en 1777. Su padre, inglés murió en 1787 y su madre, criolla, entró a un convento, por lo que quedó al cuidado de su padrino José Altolaguirre. Se casó con su prima segunda María (Mariquita) Sánchez en contra de los deseos de los padres de ella, en 1805.

Wayne, Thomas: Comerciante y marino norteamericano dedicado al comercio de esclavos.

White, William Porter: Nació en Massachusetts, EEUU en 1769. Comerciante desde muy joven, conoció a Home Popham en la India. Luego de su paso por la Isla de Mauricio, en 1797 llegó a Buenos Aires donde amasó una fortuna con el comercio.

Capítulo 1. La infidencia

Fuerte de Buenos Aires, enero de 1806.

Si bien la puerta estaba abierta el hombre la golpeó como para anunciarse.

—¿Me mandó llamar, Su Excelencia? —dijo con un marcado acento francés.

—Señor Liniers. Adelante. Gracias por venir. Siéntese por favor —lo invitó el Marqués de Sobremonte.

Los dos hombres se trataban con mucha cortesía, pero ambos se tenían recelo. Liniers tenía una pobre opinión de los conocimientos militares del virrey. Años antes, cuando aquél era Subinspector de Tropas, había promovido la creación de numerosos cuerpos de milicia{1} pero sin proveerles ni equipamiento ni adiestramiento. En los papeles, durante su gestión, se había aumentado sustancialmente la capacidad bélica en el virreinato, pero la verdad es que eso sólo era cierto en los informes que el entonces Subinspector preparó para Sevilla. Le sirvió de mucho porque, ante la muerte del anterior virrey Joaquín del Pino y Rozas, el nombramiento como su sucesor recayó sobre su persona. Había que reconocer que el hombre tenía talento para todo lo administrativo, en Córdoba había hecho muy buen gobierno y era querido por la gente de allá. Pero en el centro del virreinato no había ninguna hipótesis de conflicto, en cambio en el Río de la Plata estaba siempre latente la amenaza portuguesa, cuando no la inglesa o la francesa. En definitiva, Rafael de Sobremonte era muy bueno administrando, pero ciertamente no era un hombre de acción. Sabedor de su debilidad, el virrey estaba permanentemente preocupado por su autoridad. Acostumbraba a impartir órdenes sin sentido cuya única finalidad era verificar la subordinación de su gente. En ese sentido Liniers no era su mejor subalterno, como responsable de la seguridad naval del virreinato, le discutía cada vez que se le ordenaba un sinsentido. Trataba de racionalizar su posición lo que exponía los desatinos del virrey enfureciéndolo.

Para Sobremonte, Liniers era un típico noble francés, es decir, soberbio y haragán. Sin duda tenía una enorme y probada experiencia militar, pero en esta pacata esquina del mundo no tenía mucho sentido la efectividad bélica. El francés tendía a dedicarse a la vida social y era muy bueno en ello. Había enviudado hacia un par de años y no faltaban señoritas, y no tan señoritas, que le sonrieran asiduamente. Para evitar eso y también como castigo por ser impertinente, lo había trasladado a Ensenada de Barragán, desde donde su pequeña flotilla debía patrullar las aguas exteriores de este gran río. Pero en esta oportunidad, Sobremonte precisaba la opinión sincera y certera de alguien con conocimientos militares y sentido común.

—Disculpe haberlo hecho venir desde tan lejos.

—Por favor, Su Excelencia. No solo es mi deber, sino que también me gusta estar en Buenos Aires —dijo en un tono que podía interpretarse como de reproche.

—Me imagino que se queda en la casa de su suegro para estar con sus hijos —Liniers había enviudado de la hija de Martín de Sarratea, un importante directivo de la Compañía de Filipinas.

—Así es.

—De lo que le quiero hablar también le interesará a su suegro. Excluyéndolo a él, que es una persona de mi confianza, le voy a pedir que no comente esta información con nadie más.

El virrey le entregó una carta al francés que la leyó atentamente. La letra retorcida y el hecho de que fuera en portugués le hicieron más complicado entenderla.

—¿Por qué le escribe el gobernador de San Salvador de Bahía, una colonia portuguesa? —preguntó el francés.

—Eso no es lo importante —lo interrumpió—. El buen señor tuvo una discusión muy fuerte con el comandante inglés y habrá sentido que, por su lealtad hacia la princesa Carlota Joaquina, debe advertirnos de este peligro. Al fin y al cabo, somos súbditos de la misma princesa{2}. Pero lo importante es lo otro.

—Sí, correcto. Lo importante es saber a dónde va esta flota inglesa de más de cien navíos.

—Exacto. Por lo que dice, estuvieron reaprovisionándose en esa bahía por casi un mes. Y fíjese bien que llevan una tropa de alrededor de cinco mil hombres. ¡Cinco mil hombres! ¿A quién van a atacar?

Rafael de Sobremonte, óleo de Ignacio de Cavicchia

—Comprendo su preocupación. Esta carta es de noviembre, hace dos meses. Si esa flota estuviera destinada a invadir el Río de la Plata o bien ya estaría aquí o por lo menos ya habría una avanzada inglesa relevando el río. Una flota con barcos de guerra y transporte, de gran tamaño, tendría mucha dificultad para navegar en aguas tan poco profundas. Los ingleses lo saben. Hasta ahora no hemos visto ninguna actividad en ese sentido.

El virrey no se tranquilizó por el comentario sino todo lo contrario. La pasividad del francés ante su preocupación lo ponía cerca de perder el quicio.

—¿A dónde cree que podría estar destinada esta inmensa flota?

—Solo puedo adivinar. Inglaterra está en guerra con medio mundo. Pero… —se tomó unos segundos para pensar—. Podría ser la India donde sé que hubo un levantamiento… Otro destino podría ser el Cabo.

—¿La colonia holandesa del Cabo de Buena Esperanza?

—Claro. Como Napoleón anexó a Holanda, técnicamente esa colonia es francesa y no holandesa y Francia es el gran enemigo de Inglaterra —dijo vanagloriándose de sus conocimientos de la política europea—. Por otro lado, si apuntaran a una colonia española creo que buscarían atacar a Veracruz o Santo Domingo, que son territorios más ricos y útiles desde el punto de vista del comercio.

—Es que hay algo que no le dije…

Ahora era Sobremonte el que disfrutaba de hacerse el misterioso. Para aumentar el suspenso se tomó unos segundos y sirvió agua para los dos. Liniers se mantenía imperturbable, aunque por dentro ansiaba saber de qué se trataba.

—Hay algo que no le dije —retomó el virrey—. Aquí en el fuerte hay acumulado un cuantioso tesoro. En parte está compuesto por los caudales públicos que debemos rendir a Sevilla, pero la mayor parte de él corresponde a la Compañía de Filipinas, que aguarda para embarcarlo a España. La guerra europea y la presencia de Inglaterra en los mares hace difícil el envío, por lo que los fondos se han ido acumulando.

—Entiendo —dijo Liniers sin mostrarse perturbado—. Todos recordamos el caso de la fragata Mercedes, cuando murieron la esposa de don Diego de Alvear y varios de sus hijos. Una tragedia.

—¡Un acto de piratería de los ingleses! Atacaron una flotilla que transportaba gente y llegaron a hundir esa nave para quedarse con el tesoro que terminaron repartiéndose los comandantes y la Corona de Inglaterra.

—Entiendo que por ese antecedente se tomen muchos recaudos para el envío de estos caudales. Seguramente habrá que esperar el momento oportuno, mientras tanto están bien resguardados aquí.

—¡Eso es lo que yo pensaba hasta que llegó esta carta! — exclamó el virrey—. Pero ahora que recibo esta advertencia me preocupa si el objetivo de esta flota no es este tesoro.

Liniers se levantó para mirar por la ventana. Ahora era él el que sacaba un pequeño provecho de esta situación, ya que el verdadero sentido de esta reunión era que Sobremonte precisaba de sus conocimientos militares.

—Verá, Su Excelencia, me parece que mover una flota de ese tamaño no puede relacionarse con estos caudales. Una cosa es abordar una nave en búsqueda de un tesoro, de lo que estos filibusteros ingleses sí son capaces de hacer, pero llevar adelante una invasión de toda una región para lograr un botín que fácilmente se les podría escapar, no parece lógico. Para mí, esta flota está destinada a un objetivo militar, no oportunista. Pero estoy de acuerdo con su preocupación. Es absolutamente razonable y debemos tomar en cuenta este factor que yo desconocía.

—Bien, gracias por entenderme —dijo Sobremonte—. Le creo que es más probable que esta flota de invasión esté destinada a tomar o atacar el Cabo o la India. A eso le agrego que no hay manera de que los ingleses sepan que tenemos este tesoro aquí. Pero le pido que hagamos el ejercicio mental de pensar como sería la situación si su objetivo militar fuera el Río de la Plata. ¿Cómo se desarrollarían los eventos?

Liniers se sentó y pensó unos segundos.

—En primer lugar, como dije antes, deberían mandar un par de naves a hacer reconocimiento de calado. Teniendo una idea de cómo y por dónde se puede navegar este río, el primer lugar a atacar debería ser Montevideo.

—¿Por qué no Buenos Aires?

—Primero porque a Buenos Aires nunca llegarían con sorpresa, sabríamos que navegan el río bastante antes. Además, Buenos Aires es una ciudad de cincuenta mil habitantes que debería estar protegida por una fuerza militar tan o más numerosa que la de ellos. En cambio, a Montevideo podrían llegar navegando aguas profundas, de manera rápida y sorpresiva.

—¡Pero es una ciudad amurallada! —protestó Sobremonte.

—Sí. Amurallada pero aislada. Fácilmente se la puede cercar y esperar hasta que se entregue, en cambio Buenos Aires puede recibir suministros del interior sin que un bloqueo la pueda afectar —dijo el francés con autoridad—. Si yo estuviera en su lugar, empezaría por Montevideo para luego avanzar sobre Colonia y recién cuando estuvieran bien asentados, atacarían Buenos Aires.

—En ese caso tendríamos tiempo suficiente para enviar los caudales a Córdoba donde estarían a salvo —se tranquilizó el virrey.

—Pero atención. Más allá de que, en los papeles, tengamos efectivos como para hacerle frente a una fuerza invasora de cinco mil hombres, la verdad es que apenas tenemos mil o mil quinientos verdaderamente entrenados y en condiciones de entrar en combate.

—Entiendo a dónde apunta su comentario —Sobremonte lo tomó como una crítica—. Es absolutamente cierto lo que usted dice. Pero como representante de la Corona me resisto a armar a los criollos. Hoy nos pueden defender de los portugueses o ingleses, pero mañana pueden apuntar sus armas contra España. Si no, mire lo que pasó en las colonias inglesas de Norteamérica. Prefiero tener pocos hombres, bien adiestrados, y cien por ciento leales hacia el Rey.

—Es decir, tropas peninsulares, no americanas. Es una decisión difícil pero razonable —dijo el francés.

—Pero bueno… volviendo a lo nuestro. ¿Usted que recomendaría?

—Reforzar Montevideo y rastrillar el río identificando a todos los barcos.

—Perfecto. Ya mismo doy órdenes para el envío de tropas a la Banda Oriental y le pido que vuelva cuanto antes a Ensenada de Barragán y coordine con Ruiz Huidobro el patrullaje del río.

* * *

Todos dormían en la casa, o casi todos. El hombre se vestía tratando de no hacer ruido.

—Tu t’en vas, dejá? (¿Ya te vas?) —preguntó la joven mujer.

—Tengo que partir hacia Ensenada muy temprano —se disculpó él.

—Pero unos minutos más seguro que te podrás quedar.

—Sí, claro.

Ana Perichon era una francesa muy atractiva, de unos treinta años oriunda de la Isla de Mauricio, una posesión de Francia en el océano Índico. Muy jovencita, se había casado con un inglés. Ya con tres niños viajaron a Buenos Aires donde vivían los padres y hermanos de aquel. Para entonces su matrimonio había fracasado y, al poco tiempo su marido, Thomas O’Gorman se embarcó por negocios y no se supo de él por años. Ana y sus hijos recibían ayuda de sus padres y de los de su desaparecido esposo, de esa manera podía llevar adelante su casa.

Hacía poco más de un año Ana había empezado una relación secreta con el francés más conocido de Buenos Aires: Santiago de Liniers. Ambos se esforzaban para que su vínculo no se hiciera público ya que la sociedad repudiaba enérgicamente los amoríos de mujeres casadas. De saberse él podría perder su cargo y ella sería enviada a un convento hasta el fin de sus días.

Santiago de Liniers, imagen de autor desconocido

exhibida en el Museo Naval de Madrid

Pocos días antes había ocurrido algo que los conmovió: Thomas O’Gorman había regresado de su largo y misterioso periplo.

—¿Él no sospecha nada? —preguntó Liniers.

—Ya te dije que no, además no me gusta hablar del tema —dijo ella, visiblemente disgustada—. Lo eché de casa, está en lo de su padre. El muy asqueroso está infectado por una enfermedad venérea por acostarse con rameras. Es increíble que la gente ande hablando por ahí en contra de mí, que soy malvada bla-bla-blá. Un hombre se puede acostar con mujerzuelas y no hay ningún problema, en cambio, se sospecha de una mujer ¡y zas! Encerrada de por vida.

—Siempre ha sido así —dijo él tratando de calmarla. —Me da mucha rabia. ¡Lo odio!

—Lo importante es que ni él ni nadie sospeche nada.

—¿No hay nada que se pueda hacer? —le dijo ella al oído.

El francés entendió hacia dónde apuntaba. Siendo él hombre de armas ella sugería una manera terminante de sacarse de encima a su marido, pero cuando le fue a contestar ella lo calló con un ardiente beso.

—Realmente me tengo que ir.

Ella lo acompañó hasta la puerta de la calle.

—¿Por qué tienes que salir tan temprano?

—Hay una flota inglesa navegando el Atlántico sur. Quizás venga en esta dirección. De ser así tenemos que detectarlos con tiempo. Sobremonte me pidió que organice un patrullaje intenso.

—¿Ingleses, por acá? —dijo ella con incredulidad—. ¿Y qué verían de interesante en esta ciudad tan chata y pobre?

—Hay un gran tesoro de la Compañía de Filipinas en el fuerte que no puede ser embarcado a España. Sobremonte se preocupa más por el tesoro que por los habitantes de la ciudad.

—¿Un tesoro? —preguntó ella interesada—. ¿Cuánto?

—No deberías saber nada de esto.

—¡Como si nosotros no tuviéramos secretos! Ja ja.

—Tienes razón… No sé el monto exacto, pero son alrededor de veinte cofres. Es más valioso que lo que los piratas capturaron cuando hundieron la Mercedes.

Se despidieron y ella cerró la puerta. Pero desde la oscuridad de una esquina del vestíbulo le llegó la voz de un hombre con acento inglés.

—Muy bien Anita —dijo su marido con tono irónico.

—Cómo te odio —respondió ella.

—¿Por qué? Nuestro acuerdo es perfecto. Tú sigues con tu francés y yo me quedo con el oro y la plata que generen tus infidencias. La alternativa no es buena para ninguno de los dos. Sería el convento para ti y la pobreza para mí, además de que todos comentarían mis cuernos.

—¡Te odio a ti y me odio a mí misma por haber caído en esta situación!

—Seamos prácticos Anita. Muy interesante la información de una flota inglesa y ¡ni hablar de lo del tesoro! Seguro que White va a saber cómo sacarles provecho a estos datos.

—¡White! Otro que aborrezco.

—Él también te aprecia mucho. Bueno… me voy a mi otra casa. Me podrías despedir de la misma manera que lo despediste a él, ¿no? —le dijo acariciando sus curvas descaradamente.

—Te odio.

Capítulo 2. La oportunidad

Ciudad del Cabo, marzo de 1806.

El comodoro Popham se apoyó sobre la baranda del HMS Diadem, el buque insignia de la flota inglesa, admirando la vista frente a él. La pequeña colonia holandesa, o mejor dicho excolonia holandesa, se emplazaba entre el mar y las laderas de una interesante montaña con forma de meseta. No pudo evitar sonreír al recordar lo mucho que había acontecido en las últimas semanas. La partida de Gran Bretaña, la larga navegación al mando de una flota inmensa, una tormenta que hundió uno de los barcos, el paso por el sorprendente Brasil, la llegada al sur de África, el desembarco, la fácil victoria y la anexión de la colonia franco-holandesa. Un éxito total que le sumaría muchísimo a su carrera militar y, posiblemente, le abriría las puertas a una promisoria carrera política.

La actitud de la población local fue buena. Para la mayoría holandesa, pasar de la soberanía francesa a la inglesa no era una tragedia, casi se diría que preferían depender de los británicos. Popham, como responsable naval, y Baird, como responsable de las fuerzas terrestres, se abocaron fuertemente a prepararse para un seguro intento de Francia por recuperar la colonia. Imposible que Napoleón permitiera que le sacaran una posesión si podía impedirlo. Pero entonces llegó la noticia de la enorme victoria inglesa en Trafalgar que dejó a Francia y España sin flota de guerra. El triunfo se vio algo agriado porque en la batalla murió el almirante Nelson, una leyenda.

Con esa victoria naval se sepultó la posibilidad de que los franceses intentaran recuperar el Cabo; simplemente no tenían con qué hacerlo. Si a eso se le agregaba el fin de la guerra contra los marajás de la India, Popham y Baird se encontraban al mando de una fuerza militar sin ningún objetivo próximo. Popham veía frente a sí un futuro promisorio. Su amistad con Pitt, el primer ministro de Gran Bretaña, seguramente le permitiría lograr un mando de relevancia en la guerra contra el Emperador. Y luego de esa victoria quizás el Rey quisiera intentar recuperar las colonias de Norteamérica.

Y hablando de Norteamérica… estaba esperando al capitán de un barco de ese país que se dedicaba al detestable comercio de esclavos. Popham despreciaba a ese tipo de gente, pero este hombre le había mandado una nota diciendo que lo enviaba un viejo amigo, otro estadounidense, William White.

Un bote se acercaba al Diadem. Seguramente era él.

* * *

—¿Popham?

—Sir Home Popham, para usted.

—¡Oh! Perdón. Cierto que ustedes, los británicos, son más formales —dijo el norteamericano.

—Más formales y más leales al Rey que ustedes.

—Claro, claro… Por eso hicimos una guerra y la ganamos. Pero no estamos aquí para discutir eso, ¿no? —el norteamericano no estaba dispuesto a ofenderse, era un hombre de negocios—. Mi nombre es Thomas Wayne.

—Bienvenido a bordo del HMS Diadem, señor Wayne — dijo Popham dándole la mano—. Pasemos a mi camarote.

Popham guió a Wayne por un laberinto de pasillos atestados de gente que iba y venía. Los barcos de guerra tienen mucha actividad aun en tiempos de paz.

—¿A qué debo su visita, señor Wayne?

—Tengo una carta de un amigo en común.

—Sí claro, el señor William White. Entiendo que él está en Buenos Aires. ¿Viene usted de allí? No sabía que hubiera trabajo para el comercio de esclavos en esa ciudad.

—Lo hay. No hay tanta necesidad de piezas africanas como en las plantaciones del Brasil, pero igualmente hay una necesidad.

—Piezas africanas… Veo que han buscado un nombre elegante para no decir “esclavos”. Pero bueno… Veamos la carta de mi amigo.

—Aquí la tiene —dijo Wayne, dándole un sobre cerrado y sellado—. White me dijo que me quedara mientras usted la leía porque seguramente tendría preguntas que yo le podría responder.

Popham abrió con cuidado el sobre y comenzó a leer el contenido de la carta. Había conocido a White en la India. En aquel entonces Popham había dejado la Marina para intentar hacerse rico con el comercio. Le fue muy mal y White lo ayudó a recuperarse financieramente tras lo cual volvió al servicio de Su Majestad. La carta arrancaba recordando aquella época, pero no lo hacía con nostalgia sino para remarcarle que aún tenía una deuda muy importante por saldar. White le había prestado mucho dinero que nunca había podido devolver. Pero parecía que se presentaba una oportunidad de hacerlo.

La carta se ponía interesante. White tenía información confidencial de que había un tesoro muy importante en Buenos Aires esperando la oportunidad de ser embarcado hacia España. El norteamericano estaba al tanto de que, por las leyes británicas, las tropas que incautan valores de potencias enemigas se pueden repartir un octavo del botín, debiendo mandarle a la Corona los siete octavos restantes. En este caso el tesoro era muy valioso por lo que White proponía una acción militar y luego repartir el dinero saldando, así, la vieja deuda.

El plan parecía sumamente audaz, no era alocado. Se estaban dando una serie de situaciones que hacían que esta oportunidad mereciera ser meditada.

—Señor Wayne, ¿cómo supo que me encontraría en el Cabo si en Buenos Aires no pueden haber llegado aún novedades de esta toma?

—De alguna manera White sabía que había una flota inglesa en el Atlántico sur y dedujo que el objetivo sería el Cabo. Como yo venía a África, por motivos obvios, me pidió que me desviara para tratar de encontrarlo. ¡Y así fue!

—No sé de dónde saca White la información, pero claramente la fuente es muy buena. ¿Sabe usted el contenido de esta carta?

—En términos generales sí. White me dijo que hay un tesoro en Buenos Aires y que la idea era convencerlo a usted para tomarlo y repartirlo. Me dijo que me pusiera a su disposición para darle toda la información que poseo de la navegación por el Río de la Plata y otras preguntas que usted pudiera tener. A cambio White compartirá conmigo parte de los beneficios.

—Mi pregunta es si usted sabe qué fuerzas militares españolas hay en el Río de la Plata.

—Muy pocas. No más de dos mil hombres, una parte de la guarnición fue enviada a Montevideo.

—Ya veo… —dijo Popham pensativo—. Pero habrá otras ciudades en el virreinato que podrían aportar tropas en caso de ataque, ¿no es así?

—El territorio es inmenso y casi totalmente despoblado. Hasta que llegaran tropas de refuerzo podrían pasar un par de meses.

—Interesante… Señor Wayne, voy a meditar el tema y estudiarlo. Le pido que durante los próximos días se mantenga cerca porque, seguramente, le estaré haciendo varias preguntas antes de tomar una decisión.

—Por supuesto —dijo el norteamericano con entusiasmo.

* * *

Dos días más tarde.

El bote dejó a Popham en el muelle. Se veía gran actividad en el puerto del Cabo. Había marinos ingleses, pescadores, comerciantes y esclavos, todos hablando un sinnúmero de idiomas europeos y africanos. Su vistoso uniforme de comodoro generaba respeto por lo que se hacía más fácil abrirse paso entre la multitud que ocupaba el muelle. Caminó por las calles de la pequeña ciudad, donde los holandeses lo miraban con resquemor. Siguió las instrucciones que le habían dado hasta que encontró la sede de gobierno donde, desde hacía poco tiempo, flameaba la bandera británica.

Los soldados de la guardia le abrieron paso respetuosamente y un oficial lo acompañó hasta el despacho del general Baird, el comandante en jefe de la expedición militar.

—Señor Popham, ¡qué alegría verlo! —dijo el general—. ¿Qué trae a un viejo lobo de mar a tierra firme?

—Señor Baird, me encanta caminar por la última joya que hemos agregado a la corona de Su Majestad —respondió el marino con una sonrisa al tiempo que tomaba el vaso de coñac que le alcanzaba el general.

—Una aventura más que se agrega a las muchas que hemos vivido juntos, ¿no? ¿Recuerda aquellos días en la India?

—Cómo olvidarlos. ¿Y la marcha en Egipto? Recuerdo verlos desembarcar para iniciar una larga marcha por el desierto.

—Aquella marcha nos hizo muy populares en Londres — dijo Baird con nostalgia—. Pero esta vez es más gratificante porque, como usted lo dijo, efectivamente le hemos agregado territorio y recursos a Gran Bretaña. Brindemos por nuestro éxito.

Ambos hombres chocaron sus vasos con alegría. Baird era general del Ejército y Popham comodoro de la Marina, pero para esta expedición el gobierno inglés había determinado que el comandante de toda la expedición fuera Baird, por lo que Popham estaba, circunstancialmente, subordinado al general.

—Creo que tenemos una oportunidad de agregarle otra joya a la corona —dijo Popham llevando la conversación al tema de su interés.

—Lo escucho con atención.

Popham le contó de la visita del norteamericano Wayne haciendo énfasis en que se daban especiales circunstancias por las que la ciudad de Buenos Aires se encontraba desguarnecida, aunque evitó hacer mención al tesoro. Prefería guardarse esa información para el último momento, de manera de negociar mejor el potencial reparto.

En lo que se esmeró, el comodoro, fue en explicar los antecedentes políticos de la conveniencia de ocupar el Río de la Plata.

—Recordará que soy muy cercano al primer ministro Pitt —dijo.

—Creo que nunca pasan quince minutos sin que usted lo mencione —bromeó Baird.

—Pues bien, hace tres años Pitt me convocó a una reunión con un español de Sudamérica, un tal Francisco de Miranda. El hombre traía una propuesta que iba en línea con los objetivos de la Corona.

—¿Cuál era ese objetivo?

—Lo de siempre, debilitar a Francia.

—¿Pero cómo se conectaba lo de Miranda con ese objetivo? —preguntó Baird.

—Sabemos que Francia tiene amenazada a España por lo que esta paga regularmente un tributo a Napoleón. La riqueza de España proviene de sus colonias de América. La propuesta de Miranda era que Gran Bretaña ayudara a generar la independencia de la América española. Esto haría que el oro de América no llegara más a las arcas de España y de allí a Francia.

—Entiendo —dijo el general—. ¿Y cómo se relaciona eso con nosotros?

—A eso voy. La propuesta era que Inglaterra facilitara medios para que independentistas iniciaran dos revoluciones. Una en el Virreinato de Nueva Granada{3} y otra en el Virreinato del Río de la Plata. El propio Miranda se encargaría de Nueva Granada ya que él es oriundo de allí. Pedía buques y armas para equipar a un grupo de criollos y con ellos iniciar la revolución.

—¿Y en el Río de la Plata?

—En Buenos Aires había un partido independentista, pero para iniciar la revuelta sería necesario una intervención militar de Inglaterra que anulara el poder de España. Nada muy importante. Estaba estudiado. Me encargué personalmente de conseguir la información de inteligencia por medio de innumerables comerciantes ingleses afincados allí que confirmaron los dichos de Miranda. Hicimos un completísimo informe que elevamos a Pitt a fines de 1804 recomendando la acción armada en el Río de la Plata. Le he traído una copia del informe para que usted lea. Aquí están todos los fundamentos de lo que le adelanté.

Popham le entregó una gruesa carpeta que Baird ojeó rápidamente, pero en seguida la dejó a un costado para leer más tarde.

—Este informe es de hace un año y medio. ¿Por qué no se ejecutó?

—La guerra con Napoleón se fue complicando y se dio prioridad a ocupar directamente colonias francesas, que es lo que nosotros hicimos. Pero iniciar la revolución de las colonias españolas sigue siendo una acción prevista para el futuro cercano. De hecho, cuando nosotros partimos de Cork, Miranda estaba iniciando su propia expedición con apoyo inglés.

Baird sirvió algo más de coñac a cada uno y se volvió hacia la ventana mirando las calles de la ciudad.

—En estos días —continuó Popham— me acaba de llegar una carta de uno de mis contactos en Buenos Aires diciendo que habían entrado en pánico porque pensaron que nuestra expedición, al salir de Brasil, se dirigía al Río de la Plata. Y el mismísimo virrey dijo que no tenían ningún medio para oponerse a nosotros, a lo que mi contacto agregó que los locales estaban dispuestos a rebelarse apenas nosotros apareciéramos.

—Entiendo. Pero nosotros estamos destinados al Cabo, no al Río de la Plata. Tenemos instrucciones de prepararnos para un posible intento de Francia de recuperar su colonia.

—¡Pero esa información es vieja, señor Baird! Desde que recibimos esas instrucciones el almirante Nelson liquidó a toda la flota francesa en Trafalgar. No hay posibilidad de que vengan. Al quedarnos aquí hasta nuevas órdenes estamos privando a Su Majestad de hacer un uso racional de esta poderosa fuerza militar durante varios meses.

—Estoy de acuerdo con usted, pero yo no siento que tenga la autoridad de disponer, así como así, de todos estos recursos para cumplir una misión que me es ajena.

—Pero…

—Entiendo que su posición es muy distinta, señor Popham, ya que es amigo del primer ministro, pero yo no puedo poner en riesgo mi carrera y mi prestigio actuando sin instrucciones precisas. Yo soy del Ejército y usted de la Marina. No se sienta atado por mis limitaciones. Usted puede actuar por su cuenta. Seguramente logrará el objetivo de generar la revolución con la mera presencia de sus naves frente a Buenos Aires.

Flota inglesa frente a Ciudad del Cabo en 1806

Las cosas no iban bien. Popham se tomó unos segundos para pensar. Tendría que jugar la carta que tenía guardada.

—Hay algo que todavía no le dije.

—Ah… Es usted una caja de sorpresas —ironizó Baird.

—En la carta, mi contacto en Buenos Aires me informa que hay un inmenso tesoro en el fuerte de Buenos Aires a la espera de ser embarcado hacia España. Recordará usted que la legislación permite que las tropas que se alcen con caudales enemigos se repartan un octavo del valor. En este caso es una verdadera fortuna.

Baird lo miró durante varios segundos sin decir nada. Dos reacciones casi opuestas peleaban dentro de su cabeza. Una era enojarse con Popham por esconderle ese importantísimo dato y la otra era la alegría que le generaba la codicia.

—Señor Popham, eso cambia notoriamente la reunión. ¿Es verdaderamente confiable su fuente de información?

—Muy confiable. La persona en cuestión, un norteamericano llamado White, tiene un interés especial en nuestra participación. Yo tengo con él una fuerte deuda de mis tiempos en la India y él ve esto como una oportunidad para que esa deuda sea saldada. El dato es bueno, créame.

—Entiendo… su posición es bastante comprometida, señor Popham. Ahora entiendo que precisa usted del ejército. Solo con sus buques no conseguiría sacar el tesoro del fuerte.

—¿Recuerda usted el caso de la fragata española cerca de Cádiz?

—Por supuesto. La Marina se alzó con un importante tesoro.

—Ese tesoro venía de Buenos Aires. Varios de mis compañeros de promoción se hicieron ricos con el reparto de ley. Este tesoro de ahora no llegará nunca a España. Si no lo hacemos nosotros lo interceptará otro barco de Su Majestad y habremos visto pasar un destino de riqueza frente a nosotros sin actuar —dijo Popham en un esfuerzo supremo por convencer al general.

—Lo entiendo perfectamente. No sólo de prestigio vive el hombre —bromeó—. Le pido un par de días para pensarlo bien. Es mucho lo que está en riesgo.

* * *

Al salir del despacho de Baird, Popham se encontró con un oficial del ejército que conocía con anterioridad y del cual tenía muy buena impresión.

—Señor Gillespie. ¡Que gusto encontrarlo! —dijo el comodoro—. Lo veo escribiendo con mucho esmero. ¿De qué se trata?

—Estoy llevando unos apuntes de esta expedición, señor. Creo que en un futuro pueden resultar interesantes para quienes deseen saber cómo son estos viajes y las aventuras que corremos. Me han dicho que podría publicarse como libro.

—¿Interés en aventuras? Espero poder darle aventuras para que escriba sobre ellas, capitán.

* * *

Diario del capitán Alexander Gillespie.

Por haber desempeñado un empleo civil en tierra durante nuestra permanencia en el Cabo, es mi deber reconocer las muchas atenciones recibidas. El clima es saludable pero los vinos mediocres. Hay numerosas fondas donde se puede comer suntuosamente por un duro, pero, al pedir vino extranjero se lo debe pagar extra.

Hay muchas casas de hospedaje tenidas por familias respetables por precios moderados con dormitorios particulares donde además se puede comer en una mesa elegante en la que los dueños de casa se sientan con las visitas. La manera de comer en Ciudad del Cabo fomenta, sin duda, la corpulencia de sus habitantes. No es raro ver que una dama come pescado flotando en las grasas usadas para freírlo y luego siga con una tanda de bifes con cebolla y luego una copa de ginebra.

* * *

A bordo del Diadem, dos días más tarde.

—Señor Baird, gracias por la visita.

Popham daba por sentado que la presencia del general lo acercaba un paso más a su objetivo del Río de la Plata, o mejor dicho… al tesoro que lo esperaba en el Río de la Plata.

—Buenos días, señor Popham. Como usted se imagina, mi visita se relaciona con la conversación que mantuvimos recientemente —dijo Baird con tono grave—. Por un lado, estuve estudiando casos y jurisprudencia, y es cierto que el gobierno otorga un amplio grado de libertad para que, comandantes de expediciones como la nuestra, puedan tomar decisiones y aprovechar oportunidades que de otra manera se perderían, ya que cuando aparecen oportunidades no hay tiempo para consultar a Londres.

—Estamos de acuerdo.

—Por otro lado, considero que no cuento con información fidedigna que me permita evaluar el caso. Entiendo que usted sí cree en la carta que ha recibido, pero debo remarcar que desconozco la fuente. Tampoco conozco los antecedentes políticos que usted tiene, según los cuales hay un interés genuino tanto en fomentar la independencia de las colonias españolas, como de interceptar sus caudales para evitar que caigan en manos de Napoleón. Nuevamente es usted mi única fuente de información al respecto por lo que me considero en inferioridad de condiciones para discutir su veracidad.

Baird se detuvo para tomar un sorbo de agua. Popham intentó aprovechar para dar su opinión, pero el general lo detuvo con la mano.

—Sin embargo, no soy necio ni tonto, señor Popham. Yo tampoco quiero perderme la oportunidad de lograr una pequeña fortuna, ni el prestigio de un logro histórico. En ese sentido lo he meditado profundamente y he decidido aceptar el reto, pero… —nuevamente lo detuvo a Popham— …he plasmado en esta nota mis condiciones para avanzar.

Baird le alcanzó un papel que Popham tomó nerviosamente. Lo primero que buscó con la vista eran números. Lo que vio le resultó decepcionante pero aceptable. Luego advirtió que había una larga lista de cláusulas que no le agradaban pero que eventualmente podría aceptar.

—Señor Baird, es injusto que exija que la parte a repartir entre los miembros del Ejército sea muy superior a la parte de la Marina. Le recuerdo que soy yo el que aportó la información y…

—Señor Popham —lo paró Baird— usted es amigo de Pitt, no corre ningún riesgo. Si la expedición fracasa el primer ministro verá de dibujar la situación para que usted salga bien parado. En cambio, yo no tengo ninguna garantía. Cualquier error significará el fin de mi carrera militar. Le agrego otro justificativo. Aquí hace falta tomar una ciudad por las armas. Se perderán vidas. Perderemos soldados. Mis oficiales se expondrán a las balas mientras los suyos observan con catalejos desde la borda de sus barcos.

—Es injusto que…

—Además, déjeme que le sugiera algo… En una acción de bloqueo naval la Marina puede decomisar carga comercial de barcos españoles y ese botín no lo tiene que compartir con el Ejército. Es decir que usted podrá recomponer su parte.

Popham se dio cuenta que Baird tenía el tema bien pensado y que la decisión estaba ya tomada. No tenía sentido discutirlo.

—Déjeme hacer algunas cuentas antes de darle mi respuesta —dijo Popham simulando dudas.

—Está en todo su derecho.

—Por otro lado, veo que usted no piensa venir.

—Claro que no —respondió Baird con firmeza—. No podemos dejar al Cabo en manos de subalternos. El principal y único objetivo de nuestra expedición era y sigue siendo, ocupar la colonia del Cabo de la Buena Esperanza. No debemos, o mejor dicho, no podemos poner en riesgo este logro en búsqueda de nuestra propia fortuna. Por ese motivo yo me quedaré aquí con el grueso de la fuerza militar y le cederé el mínimo de soldados que le permita capitalizar la oportunidad tal como sugiere la carta que recibió. Si la operación requiere una fuerza más importante, entonces no la ejecutaremos.

—No hay problema con eso, entiendo perfectamente que usted delegue el mando de las fuerzas del ejército en otra persona, pero… ¿en Beresford?

—Sí. ¿Qué problema hay? Él tiene mucho criterio para tomar decisiones. Es una persona sensata con muy buena llegada con la tropa.

—Pero Beresford no tiene experiencia en acciones militares. Lo hablamos y hasta no reímos de eso un par de veces —se quejó Popham.