Dos ciudades bajo fuego - Gerardo Bartolomé - E-Book

Dos ciudades bajo fuego E-Book

Gerardo Bartolomé

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Beschreibung

La primera invasión inglesa, de 1806, fue vencida gracias al enardecido pueblo de Buenos Aires. Pero luego de esa victoria el Virreinato debía enfrentarse a un ejército de un volumen nunca visto en el Río de la Plata. Santiago de Liniers, uno de los pocos con experiencia de batalla, era el encargado de formar y entrenar milicias populares que fueran capaces de lograr la improbable tarea de vencer a uno de los mejores ejércitos del mundo. La ciudad de Montevideo, si bien amurallada y artillada, parecía ser la primera presa de la fuerza invasora mientras que, en Buenos Aires, los criollos independentistas aun discutían si lo más conveniente para sus planes era enfrentar a los británicos o, por el contrario, unirse a ellos para expulsar a los españoles y luego negociar con los nuevos amos. Dos ciudades bajo fuego continúa la saga inaugurada con El tesoro de Buenos Aires donde personajes como Belgrano, Saavedra, Castelli y Pueyrredón van tomando los roles que los convertirán en actores principales de la emancipación del Río de la Plata.

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Gerardo Bartolomé

DOS CIUDADES BAJO FUEGO

La historia del bravo pueblo que enfrentó a la segunda invasión inglesa en 1807

Bartolomé, Gerardo Miguel

Dos ciudades bajo fuego: la historia del bravo pueblo que enfrentó la segunda invasión inglesa en 1807 / Gerardo Miguel Bartolomé. - 1ª ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Ediciones Históricas, 2024.

Libro digital, EPUB - (Historia Argentina Novelada / Gerardo Miguel Bartolomé; 2)

Archivo Digital: descarga

ISBN 978-631-90350-2-5

1. Invasiones Inglesas. 2. Historia de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. I. Título.

CDD A863

© 2023 GERARDO BARTOLOMÉ

Imagen de tapa: The storming of Montevideo, por el teniente George Robinson (1807).

Diseño y diagramación: Ricardo A. Dorr.

Todos los derechos reservados. Este libro no puede reproducirse, total o parcialmente, por ningún método gráfico, electrónico o mecánico, incluyendo los sistemas de fotocopia, registro magnetofónico o de alimentación de datos sin expreso consentimiento por escrito de los editores. Impreso en la Argentina en el mes de abril de 2023 por Docuprint, Parque Industrial Garín Lote 3, Provincia de Buenos Aires. Tirada de 1.000 ejemplares.

Aunque el autor y los editores han investigado exhaustivamente las fuentes para asegurar exactitud en los textos y fotos contenidos en este libro, ellos no asumen responsabilidad alguna por errores, inexactitudes, omisiones o cualquier inconsistencia incluida. Cualquier agravio a personas, empresas o instituciones es completamente involuntario.

A Paula, mi mujer, y Francisco, mi hijo, por su apoyo y paciencia.

Índice

Introducción

Principales personajes históricos de este libro

Capítulo 1. Conspiraciones y más conspiraciones

Capítulo 2. Están aquí

Capítulo 3. Un objetivo muy modesto

Capítulo 4. Un verdadero soldado

Capítulo 5. Una muralla

Capítulo 6. La brecha

Capítulo 7. El Virrey

Capítulo 8. La fuga

Capítulo 9. Una vergonzosa lección

Capítulo 10. El comandante menos esperado

Capítulo 11. La hora de la verdad

Capítulo 12. El Río Chuelo

Capítulo 13. Una nueva decepción

Capítulo 14. La esperanza

Capítulo 15. El plan

Capítulo 16. Del silencio al infierno

Capítulo 17. Santo Domingo

Capítulo 18. Negociaciones

Capítulo 19. Nada volverá a ser igual

Palabras finales del autor

Introducción

La primera invasión inglesa, de 1806, fue vencida gracias a que el enardecido pueblo de Buenos Aires se levantó en armas contra la pequeña fuerza invasora que se había apoderado de la ciudad. Pero luego de esa victoria el Virreinato debía enfrentarse a un ejército de un volumen nunca visto en el Río de la Plata. Los días corrían y parecían escasos para poder formar una fuerza militar capaz de hacerle frente. Santiago de Liniers, uno de los pocos con experiencia de batalla, era el encargado de formar y entrenar milicias populares que fueran capaces de lograr la improbable tarea de vencer a uno de los mejores ejércitos del mundo.

La ciudad de Montevideo, si bien amurallada y artillada, parecía ser la primera presa de la fuerza invasora mientras que, en Buenos Aires, los criollos independentistas aun discutían si lo más conveniente para sus planes era enfrentar a los británicos o, por el contrario, unirse a ellos para expulsar a los españoles y luego negociar con los nuevos amos.

Dos ciudades bajo fuego continúa la saga inaugurada con El tesoro de Buenos Aires donde personajes como Belgrano, Saavedra, Castelli y Pueyrredón van tomando roles en dirección a convertirse en actores principales de la emancipación del Río de la Plata.

Experimentados generales, altaneros nobles, comerciantes decepcionados, mujeres y hombres de sociedad y oportunistas se dan cita en este libro al que todos aportan creando una trama donde la realidad supera a la ficción, haciéndola aún más atractiva.

Hace ya mucho tiempo que me propuse escribir la historia de los años fundacionales de nuestro país en el estilo que me es más natural, el de la historia novelada. En ese sentido éste es el segundo libro de una larga serie en la que intentaré exponer la historia argentina como lo que es: una trama fascinante y muy nuestra. Espero lograrlo.

Gerardo Bartolomé

Principales personajes históricos de este libro

Álzaga, Martín de: Nacido en 1755 en Aramayona (España) llegado a Buenos Aires en 1766. Destacado comerciante y miembro del Cabildo de Buenos Aires, al que accedió en 1785.

Arce, Pedro de Arce o Arze (en la antigua grafía original): Militar español nacido en la región de Extremadura (circa 1860). Era Subinspector de Armas del Virreinato, al producirse el desembarco británico en 1806. artiGas, José Gervasio: Nació en Montevideo en 1764. Durante su juventud se dedicó a tareas rurales y en 1797 ingresó al regimiento de frontera de Blandengues. Fue apresado por los portugueses en varias oportunidades.

Auchmuty, Samuel: Nació en Nueva York en 1758. Al terminar su educación universitaria explotó la revolución independentista y Auchmuty, por influencia de su padre, decidió enlistarse del lado de los leales al Rey de Inglaterra. Con la victoria de los independentistas norteamericanos se vio obligado a dejar América y seguir una carrera militar en Inglaterra donde se destacó en cada misión.

Belgrano, Manuel: Nació en Buenos Aires en 1770. Su nombre completo era Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús Belgrano. Hijo de un rico comerciante italiano, cursó estudios de Derecho en España y volvió al Río de la Plata al ser nombrado Cónsul de Comercio, cargo que ostentaba en 1806. Desde sus estudios en Europa se inclinaba por las ideas republicanas y/o independentistas.

Beresford - Beresford, William Carr: Nació en Waterford, Irlanda en 1768. De familia noble, era hijo extra matrimonial del Conde de Tyrone. Militar británico de extensa foja de servicios. Fue ascendido al rango de General cuando fue puesto a cargo de las tropas del ejército en el ataque a Buenos Aires de 1806.

Castelli, Juan José Antonio: Nació en Buenos Aires en 1764. A través de su abuela materna era primo segundo de Manuel Belgrano. Formaba parte del núcleo de criollos republicanos independentistas.

Craufurd, Robert: Nació en Newark, Escocia, en 1764. De familia noble con gran tradición militar se unió al ejército a los quince años destacándose por su audacia en todos los cargos que ocupó. En 1800 se casó con la hermana de Lancelot Holland.

Elío, Francisco Javier de: Nació en Pamplona, España, en 1767. Era hijo del gobernador de esa provincia. Ingresó al ejército a los dieciocho años. Inicialmente fue destinado a África y luego a distintos puntos de Europa. Herido en varias oportunidades, tenía fama de audaz y altanero. Llegó al Río de la Plata en 1806 para hacerse cargo de las tropas de campaña de la Banda Oriental.

Gillespie, Alexander: Capitán del ejército británico. Entre otras funciones fue comisario de prisioneros de guerra españoles en el primer ataque a Buenos Aires en 1806. Llevaba un diario de sus vivencias.

Gower, John Leveson: Nació en Berkshire, Inglaterra, en 1774. Perteneciente a una influyente familia de la nobleza, ingresó al ejército a una temprana edad logrando rápidos ascensos. En su momento fue el general más joven del ejército de su país.

Gutiérrez de la Concha, Juan Antonio: Nació en Esles (España) en 1760. Marino español llegado al Río de la Plata en 1790. Estaba asignado al apostadero naval de Montevideo cuando ocurrió el ataque inglés.

Holland, Lancelot: Nació en 1781 en Beckenham, Inglaterra. Ingresó en el ejército de su país en 1798. Por su amistad con Robert Craufurd, su cuñado, se unió a su fuerza con el grado de coronel. Llevaba un diario sobre los acontecimientos.

Moreno, Mariano: Nació en Buenos Aires en 1778. Hijo de padre español y madre criolla. Estudió derecho en Chuquisaca y volvió a Buenos Aires en 1805. Su orientación política era el republicanismo independentista.

Lecocq, Bernardo: Nació en La Coruña, España, en 1734. Fue un ingeniero militar que desarrolló importantes trabajos en el Río de la Plata, especialmente en Montevideo.

Liniers, Santiago de: Su nombre completo era Jacques Antoine Marie de Liniers et Bremond. Noble francés nacido en Niort en 1753. Bajo el Pacto de Familia entre los borbones de Francia y España tuvo una extensa carrera militar en Europa y ostentaba la condecoración de la Cruz de los Caballeros de Malta. Se casó en 1783 con Juana Menvielle de la que enviudó en 1790. Se volvió a casar, con María Martina de Sarratea en 1791 y volvió a enviudar en 1805. Su carrera militar lo trajo a América en 1788 pero desde el año 1800 sus cargos militares en el Virreinato del Río de la Plata perdieron relevancia sin embargo, brilló al organizar la reconquista de Buenos Aires en 1806.

Pack, Denis: Nació en Irlanda en 1772. Con el rango de coronel estaba al mando del Regimiento 71 de Infantería de Escocia. Participó activamente en la toma de Ciudad del Cabo en 1806 y de Buenos Aires en ese mismo año.

Padilla, Manuel Aniceto: Nació en Cochabamba en 1780. Estudió derecho en la Universidad de Chuquisaca, y una vez recibido de abogado se trasladó a Buenos Aires, donde instaló un estudio.

Pedraza, Manuela: Nació en Tucumán en 1780. A poco de tener su primer hijo se trasladó a la ciudad de Buenos Aires, donde brilló por su valiente lucha en la reconquista de Buenos Aires en 1806.

Perichon - Marie Anne Perichon de Vaudeuil, o Ana Perichon: Nació en 1775 en las posesiones francesas de la Islas Mascareñas. En 1792 contrajo matrimonio con Thomas O’Gorman con quien tuvo tres hijos. Toda su familia debió abandonar la isla Mauricio y se embarcaron hacia el Río de la Plata en 1797. En 1806 era un secreto a voces que era amante de Liniers.

Popham - Sir Home Popham: Nacido en Gibraltar en 1862. Comodoro británico con una extensa experiencia militar. Autor del sistema telegráfico de señales por banderas que adoptó la Armada Real Británica en 1803. Estuvo a cargo de la flota británica que atacó Ciudad del Cabo en 1806 y Buenos Aires en el mismo año.

Pueyrredón, Juan Martín: Nacido en Buenos Aires en 1777. Era el sexto hijo, de once, del rico comerciante francés del mismo nombre. Vivió en Francia y España de 1795 a 1805 a cargo de ciertos negocios familiares. Una vez en Buenos Aires se conectó con el grupo independentista de criollos. Ante la invasión de 1806 organizó y solventó la creación de un regimiento de Húsares que participó de la reconquista de la ciudad.

Quintana - Hilarión de la Quintana: Hijo de José Ignacio de la Quintana, nació en Maldonado (actual Uruguay) en 1774. Ingresó a la vida militar muy joven. Se encontraba prestando servicios en Montevideo cuando los ingleses atacaron Buenos Aires.

Rodríguez Peña, Saturnino: Nació en 1765 en Buenos Aires. Estudió derecho en Chuquisaca. Luego, como comerciante, viajó a las Antillas y se conectó con varios británicos.

Ruiz Huidobro, Pascual: Nació en Orense (España) en 1752. Fue militar y político español arribando al Río de la Plata en 1777. En 1803 fue nombrado Gobernador Civil y Militar de Montevideo, cargo que desempeñaba cuando Buenos Aires fue atacada.

Saavedra, Cornelio: Su nombre completo era Cornelio Judas Tadeo de Saavedra. Nacido cerca de Potosí (actualmente Bolivia) en 1759. La familia se mudó a Buenos Aires en 1767. Desde 1797 ocupaba cargos de relevancia en el Cabildo de la capital Virreinal.

Sánchez de Thompson, Mariquita: su nombre completo era María Josefa Petrona de Todos los Santos Sánchez de Velasco y Trillo luego casada con su primo Martín Thompson. Nació en Buenos Aires en 1786. Se opuso al casamiento al que lo obligaba su madre y logró una dispensa del Virrey. De familia criolla con muchas vinculaciones, tenía una activa vida social que la mantenía al tanto de todo lo que acontecía en la ciudad.

Sobremonte - Marqués de Sobremonte - Rafael de Sobremonte y Núñez: nació en Sevilla en 1745. Era el noveno Virrey del Río de la Plata desde abril de 1804. Anteriormente había sido Gobernador Intendente de Córdoba del Tucumán entre 1783 y 1797 para luego ser Sub inspector general de las tropas veteranas y milicias (1797-1804).

Stirling, Charles: Nació en Londres en 1760. Miembro de una familia de larga tradición marina, siendo su padre almirante de la Royal Navy, él se unió a la fuerza con poco más de veinte años. Participó de varias batallas incluyendo la de Algeciras en 1801 y del Cabo Finisterre en 1805.

Thompson, Martín Jacobo: Nació en Buenos Aires en 1777. Su padre, inglés murió en 1787 y su madre, criolla, entró a un convento, por lo que quedó al cuidado de su padrino José Altolaguirre. Se casó con su prima segunda María (Mariquita) Sánchez en contra de los deseos de los padres de ella, en 1805.

White, William Porter: Nació en Massachusetts (EEUU) en 1769. Comerciante desde muy joven, conoció a Home Popham en la India. Luego de su paso por la Isla de Mauricio, en 1797 llegó a Buenos Aires donde amasó una fortuna con el comercio.

Whitelocke, John: Nació en Londres en 1757. Su familia era cercana a la familia Real desde hacía varios siglos. Ingresó al ejército a los veintiún años. Tuvo un rápido ascenso hasta que estuvo al mando de tropas para tomar la ciudad de Puerto Príncipe, actual capital de Haití, donde tuvo una actitud de negociación con el comandante francés de la que fue acusado de cobardía. A partir de entonces solo tuvo cargos administrativos hasta que fue asignado para la toma de Buenos Aires.

Capítulo 1. Conspiraciones y más conspiraciones

19 de agosto de 1806, siete días después de la reconquista de Buenos Aires

Varios oficiales ingleses se daban cita en la fonda Los Tres Reyes cerca de la plazoleta del Fuerte. Luego de la reconquista de Buenos Aires, por orden de Liniers, estos habían quedado con el estatus de prisioneros en libertad condicional, bajo juramento de no escapar. La mayoría se alojaba en casas de familias criollas y tenían una posición de destaque en la vida social porteña.

Mientras esperaban su comida la conversación se centraba en la salud de los heridos ingleses, especialmente en la de los oficiales. Uno de los más comentados era el caso del capitán Mackenzie quien, en estado delicado, estaba al cuidado de la familia Ezcurra. “O más bien al cuidado de las señoritas Ezcurra” dijo Gillespie y todos rieron con el comentario de Arbuthnot de que con ese “hermoso” cuidado a cualquiera le gustaría estar herido. “Herido de amor” acotó Denis Pack. Pero las risas cesaron cuando el general Beresford se sumó al grupo con una cara que delataba preocupación y enojo.

—Disfruten de su estadía en Buenos Aires porque no sé qué nos depara el futuro.

—¿Porqué? —le preguntó Pack, que era el único que tenía cierta familiaridad con el general—. ¿Liniers sigue sin honrar el acuerdo?

—¿Qué puede esperarse de un francés? —dijo Arbuthnot.

—¡Y menos aún de un francés al servicio de españoles! —agregó Gillespie.

—Me imagino que no nos van a liberar —dijo Pack—. Hace algunos días que está dando vueltas con eso.

—No sólo no nos liberarán —dijo Beresford que acababa de tener una reunión con Liniers—. Amenaza con mandarnos al interior.

La posibilidad de que eso ocurriera cayó como un baldazo de agua fría sobre el grupo que quedó varios segundos en silencio.

—¿Está seguro de eso? —preguntó Pack.

—No totalmente. Inicialmente serían enviados los soldados y no nosotros, los oficiales —aclaró el general—. Creo que lo que lo detiene es que está desesperado por conseguir el original del acuerdo que él firmó y también el cuaderno del señor Gillespie, donde está el listado de los que juraron no tomar las armas contra Inglaterra. Por ahora nos quiere aquí para sacarnos esos documentos.

—¿Y dónde están? —preguntó Arbuthnot.

—Es mejor que nadie lo sepa… —dijo Beresford con misterio.

—Es cierto. A mí me buscaron para matarme si no los entregaba —afirmó Gillespie.

A continuación contó con lujo de detalles como una turba, de la más baja calaña, concurrió a la casa donde él se alojaba. Lo buscaban a él y a todo su equipaje. Por suerte el dueño de casa, alertado de antemano, lo había escondido y enfrentó a los malvivientes con autoridad.

—Estoy seguro de que los mandaba Liniers para encontrar el famoso cuaderno —dijo Gillespie al terminar su narración.

—Pero este hombre es de linaje noble. ¿Cómo puede ser que no se atenga al código de honor? —preguntó Pack incrédulo—. ¿Acaso no es él el gobernador militar de la ciudad?

—Es que en la ciudad hay un vacío de poder —explicó Beresford—. Por un lado, está Sobremonte, que si bien se encuentra alejado sigue siendo el Virrey, por otro lado, está Álzaga, también está la Audiencia{1} y, como si eso fuera poco, están los criollos tratando de llevar agua para su molino.

—Los criollos… —dijo Pack—. Siempre pensé que se terminarían sumando a nosotros para sacarse a los españoles de encima.

—Sí, eso todavía puede pasar —aclaró el general—. Por eso debemos aprovechar que estamos alojados en sus casas para tratar de enemistarlos, aún más, con los españoles y darles esperanza de que Inglaterra apoyará su independencia.

—¿Es una esperanza real o ficticia? —preguntó Gillespie.

—Eso no importa. Lo importante es que ellos la crean real.

—¿Qué sabemos de Baird? —preguntó Pack.

El general Baird era el superior de Beresford y comandante en jefe de toda la expedición que había partido de Inglaterra para tomar la colonia franco-holandesa de Ciudad del Cabo, de la cual ellos se habían separado luego de su rápida victoria allí{2}.

Vista de Buenos Aires, por Charles Henri Pellegrini

—No sé absolutamente nada, pero imagino que no deberían tardar en llegar refuerzos desde El Cabo. Yo le escribí a Baird hace tres semanas describiéndole nuestro éxito inicial y nuestra urgente necesidad de refuerzos ante la creciente rebeldía de la ciudad a nuestro gobierno. Calculo que en estos días debe estar llegando a sus manos mi esquela y que en un mes más estarán por aquí.

—A eso se le suma la flota de Popham que sigue bloqueando la ciudad —dijo Arbuthnot con entusiasmo.

—Y las tropas que seguramente mandarán desde Inglaterra cuando llegue el tesoro —agregó Gillespie.

—Es correcto, pero aun así habría dos caminos que los españoles podrían tomar con nosotros. La primera es que, ante la amenaza, se decidan a negociar e intercambiar la paz por nuestra libertad.

—¿Y la otra alternativa cuál es? —preguntó Pack.

—Que, ante la amenaza, decidan mandarnos inmediatamente al interior —reconoció Beresford.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Gillespie.

—Tratar de ganar a los criollos para nuestro beneficio —respondió el general—. Cuanta más división haya, más posibilidades tenemos de una negociación.

* * *

Diario de una porteña

Se ha llevado a cabo un Congreso General en el edificio del Cabildo. El fiscal de Su Majestad intentó obtener la lealtad de todos hacia el Rey Carlos IV y al Virrey Sobremonte pero los gritos y los insultos no lo dejaron terminar su discurso. Afuera se había acumulado mucha gente enojada que parecía ser dirigida por Pueyrredón, quien cada tanto asomaba en el balcón y los enardecía. En la Sala de Acuerdos se terminó acordando impedir que el Virrey vuelva a la ciudad y que se le cediera a Liniers el mando de las armas.

* * *

Por la noche en una casa de la ciudad

—Señores, estamos de parabienes —dijo Saavedra al resto del grupo—. Hemos logrado aportar mucho más que un grano de arena para socavar el poder de España en este Virreinato.

Belgrano, Castelli, Pueyrredón, Thompson, Moreno y varios otros se felicitaron. Se habían puesto como objetivo lograr que el Congreso General{3} que había sido convocado pocos días después de la reconquista desafiara al poder de Sobremonte y, por ende, al de España.

—¡El Virrey suspendido! —exclamó Juan Martín de Pueyrredón—. ¿Quién hubiera pensado eso hace un par de años?

El grupo independentista se juntaba secretamente desde hacía varios años, sin lograr avances concretos en sus republicanas ideas hasta que… apareció la flota inglesa.

—Costó convencer a los peninsulares —dijo Castelli—. Pero claro… ¿Quién podía defender a Sobremonte?

—Álzaga parecía incómodo al tomar el mismo partido que nosotros —reconoció Belgrano—. Pero le sirvió para sumar un poquito más a su poder.

—Lo más importante es que lo que era una estructura de poder monolítica, se va resquebrajando —dijo Saavedra que parecía tener claro el camino que debían seguir—. Desconocer el poder del Virrey es el primer paso de un pueblo para terminar desconociendo el poder de España.

—Estamos lejos de eso todavía —acotó Mariano Moreno.

—Sí, claro. Pero por primera vez pudimos convocar a bastante gente y poner presión a favor de nuestra posición —dijo Saavedra, satisfecho—.

No es poca cosa.

—Además de Álzaga, el otro vencedor del Congreso General fue Liniers —apuntó Castelli—. Y si bien mi primo, el señor Belgrano, tiene buena relación con el francés, la verdad es que no sabemos cuáles son sus ideas. Quizás estemos entronando a alguien que, a la larga, vaya en contra de nuestros objetivos.

—Yo creo que puedo ayudar en eso —dijo Thompson.

Martín Thompson, hijo de inglés, pero educado por su tío criollo, estaba casado con una de las figuras más convocantes de la sociedad porteña: Mariquita Sánchez. Los padres de ella se habían opuesto a su unión, pero ella, de tan sólo diecisiete años, movió cielo y tierra hasta obtener de Sobremonte su emancipación y así poder casarse con Martín.

—Como ustedes saben, mi mujer, mantiene una fluida amistad con Ana de Perichon.

—La Perichona —corrigió Castelli con una sonrisa.

—Claro que lo sabemos. ¡Y lo mucho que nos sirvió esa amistad para sacarnos de encima el dominio de los ingleses! —aclaró Pueyrredón.

—Me alegro de que así lo entiendan —dijo Thompson, orgulloso del aporte de “su” Mariquita—. Ellas se siguen viendo y, como tendrán claro, el vínculo entre Anita y Liniers es cada vez más fuerte.

—Claro. Ya todos saben del amorío —dijo Castelli divertido de los detalles—. El Obispo está escandalizado. ¡Una mujer casada que casi a la luz del día se encuentra con el francés! “Inmoral” dice el cura.

—Nosotros no estamos libres de pecados… —dijo Belgrano.

Era un secreto a voces que Manuel había adquirido una enfermedad en una casa de mala reputación durante sus estudios en España. Por tal motivo ningún padre permitía que sus hijas se vieran con él. Se decía que fue ese el motivo de su rompimiento con la bella María Josefa Ezcurra.

—No nos vayamos por las ramas —cortó Saavedra—. Lo que nos dice

el señor Thompson es que a través de su mujer podemos influir en Liniers, ¿es eso?

—No sé si tanto como influir —dijo Martín—. Pero al menos saber qué es lo que piensa de distintos temas y hacia donde apunta.

—Eso es muy valioso.

—Hay otra cosa importante —interrumpió Saturnino Rodríguez Peña, quien rara vez tomaba la palabra—. No creo que debamos descartar lo que Beresford pueda hacer por nuestra causa.

—¡Por favor! —lo cortó Saavedra—. Eso ya lo hablamos muchas veces. Los ingleses no son confiables. Solo quieren enemistarnos con los peninsulares para sacar provecho.

—Debo decir que Guillermo White también me dice que Beresford nos puede ayudar —dijo Pueyrredón a quien lo unía una amistad con el polémico norteamericano, basada en los buenos negocios.

—White está bien donde está. Preso —remarcó Saavedra, para el que un norteamericano era lo mismo que un inglés.

—Preso en su casa y con mucha libertad para hablar y escribir —dijo Castelli que había confiado en los ingleses al punto de firmar fidelidad a ellos como constaba en el tan buscado cuaderno de Gillespie.

—Por favor, señores, paremos con esto —dijo Saavedra, empezando a enojarse—. Lo que tenemos que hacer es, con la excusa de que vienen más ingleses, crear un ejército de criollos. Si hacemos eso, habremos avanzado mucho. Y eso no lo logramos haciéndonos amigos de esos piratas.

—¿Vienen más ingleses? ¿Está confirmado eso? —preguntó Belgrano.

—Confirmado no, pero Beresford no tiene ninguna duda —contestó Rodríguez Peña—. Según él en cualquier momento llegarán refuerzos desde El Cabo.

* * *

Manuel salía de su casa rumbo a su despacho en el Consulado de Comercio cuando una música y gritos de “¡Viva!” lo hicieron prestar atención. Una formación de soldados, acompañados por una banda militar, ingresaba a la cercana iglesia de Santo Domingo que él acostumbraba visitar. Movido por la curiosidad se acercó y al ingresar en el espacio santo se dio cuenta que quien lideraba a los militares era Santiago de Liniers. Sin llegar a ser amistad, Belgrano sentía entre respeto y afecto por el francés. Recordaba cuando, durante los primeros días de ocupación británica, se habían encontrado en esa misma iglesia y el coronel le dio un consejo sincero que le resultó valioso. Manuel creía que el francés le dispensaba a él un trato diferencial y lo apreciaba por ello.

—Monsieur Belgrano, que agradable coincidencia.

—Buenos días coronel.

—Parece un “dejá-vu” como decimos en Francia cuando algo del pasado se repite.

—Recuerdo bien nuestro encuentro aquí hace unos meses…

—Justamente en aquella oportunidad vine a jurarle a la Virgen que si lograba recuperar la ciudad le ofrendaría las banderas tomadas al enemigo y hoy acabo de cumplir con esa promesa.

—¡Y lo bien que hace! Quizás volvamos a precisar de la ayuda de la Virgen.

—Precisamente. Yo hubiera pensado hacerlo en una ceremonia más vistosa, pero hay circunstancias que me obligan a cumplir mi promesa sin rodeos —dijo Liniers.

El misterio implícito en la respuesta del francés llenó de curiosidad a Manuel que, forzando un poco más la confianza que le deparaba el militar, le preguntó:

—¿Qué circunstancias son esas?

Liniers llevó a Belgrano a una de las capillas laterales para no ser oído por la gente cercana y en voz baja le explicó.

—Montevideo va a pedir que se les manden a ellos las banderas inglesas.

—¿Porqué? —preguntó Manuel con sorpresa e incredulidad.

—Recordará usted que la reconquista la inicié al desembarcar con algo más de mil soldados de la guarnición de esa ciudad. Ruiz Huidobro{4} corrió un gran riesgo al dejar que la mitad de su fuerza militar me la llevara, dejándolos a ellos casi indefensos —recordó Liniers—. Pues bien, ellos consideran que el honor de la reconquista les corresponde a ellos.

—¿Pero cómo? Si aquí se sumaron fuerzas mucho mayores que las que ellos proveyeron —se quejó el porteño.

—Aun así, ellos sostienen que las únicas tropas de línea eran las suyas y que sin estas nada se hubiera logrado. Debo decirle que estoy de acuerdo con bastante de lo que ellos dicen —aclaró Liniers.

—Y entonces ¿por qué trajo aquí las banderas?

—Porque estoy obligado a cumplir con mi promesa. Ellos pueden buscar recompensa a sus honores de otra manera, pero las banderas ya estaban comprometidas a la Virgen. Por eso me apuré a ofrendarlas. Voces amigas me avisaron del pedido que llegará próximamente y yo estoy en deuda con Ruiz Huidobro por el enorme gesto de confianza que tuvo conmigo. No le puedo negar las banderas, así como así.

—Entiendo —dijo Belgrano—. Usted se adelanta al pedido para que, cuando este llegue les pueda responder que las banderas ya están ofrendadas y no se le pueden quitar a la Virgen.

—Exactamente. Ningún cristiano osaría pedir eso —dijo el francés, alegre de que el porteño lo entendiera—. Como gesto de buena voluntad hacia Montevideo, les devolveré los regimientos suyos que todavía tenemos en la ciudad así ellos completan la dotación de su guarnición. Recuerde que todavía hay una flota inglesa en el Río de la Plata, como un león buscando a quien lanzarle un zarpazo.

—¿Quedaremos algo desprotegidos?

—No. Al menos no mientras no lleguen refuerzos ingleses. Pero deberemos formar nuevos regimientos. En estos días estaré publicando un bando llamando a la formación de milicias locales. Y en ese sentido, espero que usted se presente y busque algún cargo de relevancia.

—¿Un cargo de relevancia? ¿Yo? —dijo Belgrano, sorprendido—. Pero si no tengo ninguna experiencia militar. Ni siquiera estuve en la reconquista. Me debería presentar como soldado raso.

—Monsieur Belgrano. Usted preséntese, se lo pido yo. Tengo una función para usted. Preciso alguien con inteligencia y confiable. No hay muchas personas que reúnan esas dos cualidades. Lo preciso a usted— le dijo el francés mirándolo a los ojos para reforzar la sinceridad de su pedido.

Ambos hombres caminaron saliendo de la iglesia, mientras la formación de soldados los seguía a una cierta distancia.

—Le agradezco la confianza que tiene en mí, coronel. Voy a pensar en lo que me dice.

—No lo piense, Monsieur Belgrano, hágalo. Es un pedido casi orden —le dijo con una sonrisa—. Y una cosa más.

—Sí, claro.

—Le agradezco a usted y a sus amigos el apoyo que me dieron en el Congreso General del otro día —dijo Liniers cuando ambos estaban a la luz del sol en el atrio de la iglesia.

—Faltaba más. El cargo de Gobernador Militar no podía quedar en mejores manos…

—Como dije, agradezco el apoyo y la confianza, pero no quiero que usted y sus amigos piensen que por este motivo yo voy a ser cómplice de las ideas y objetivos de algunos de ellos.

—No sé a qué se refiere… —dijo Belgrano, sintiéndose descubierto.

—Au revoir, Monsieur Belgrano —dijo el francés con una sonrisa amistosa mientras se quitaba el sombrero a modo de saludo formal.

“¡Viva el Rey!” le gritó el coronel a sus soldados quienes respondieron con más fuerza aún: “¡Gloria al Rey!”

* * *

—Creo que nunca fui más feliz en toda mi vida.

Mariquita y Ana Perichon de O’Gorman habían forjado una amistad durante la ocupación inglesa. La criolla era la única confidente de los amores y sinsabores de la francesa. Su matrimonio fallido, sus amoríos secretos con Liniers y las extorsiones del sinvergüenza de su marido, asociado al inescrupuloso norteamericano White, que se había jugado completo a favor de los ingleses. Todo sabía la porteña que la aconsejaba en cuanto podía. Pero ni la mismísima Mariquita sabía si la simpatía que sentía por “La Perichona” era sincera o era interesada para sacarle información que sirviera al grupo independentista del que ella se sentía integrante, aunque por ser mujer, no formara parte de logia que los nucleaba.

—Me alegro muchísimo por ti, Anita.

La huida de O’Gorman con los ingleses había convertido al marido de La Perichona, en una de las personas más odiadas de la ciudad y, si bien nadie aprobaba amoríos extramatrimoniales, había una predisposición generalizada a hacer de cuenta que no sabían nada. Claro que la popularidad de Liniers había ayudado muchísimo a que sus amoríos pasaran desapercibidos. Así fue como, si bien la pareja de franceses nunca admitió su relación, lo cierto es que se dejaban ver juntos, aunque manteniendo el decoro. Cuchicheos había, pero nadie les faltaba el respeto. La Perichona no era una persona querida, pero era aceptada. Mariquita la invitaba siempre a sus tertulias y le prodigaba mucha atención.

—¿Y qué sabés de tu marido?

—Poco, pero mejor así. Lo único que me interesa de él es que esté bien lejos. Liniers dice que está en Río de Janeiro haciendo compras de víveres para Popham —dijo la francesa.

—Ah, bien. El en Río de Janeiro y White encerrado en su casa de Miserere. Así no hay nadie que te moleste.

—Por eso soy feliz de vivir mi vida —dijo Anita.

—¿Y, hablando de Liniers, que dice de su nombramiento? —preguntó Mariquita, tratando de no ponerse en evidencia sobre sus verdaderos intereses.

—Está feliz. Entiende que el nombramiento es un reconocimiento. No olvides que Sobremonte lo había mandado a Ensenada de Barragán. El decía que el “nada” de Ensenada estaba bien puesto ya que la importancia militar de ese puesto era justamente “nada”.

Las dos rieron.

—Por otro lado, la responsabilidad del cargo es grande. Está muy preocupado por la posibilidad de que los ingleses vuelvan.

—¿Puede pasar eso? —preguntó Mariquita.

—Va a pasar. El dice que es culpa de Álzaga.

—¿Porqué?

—Porque Álzaga lo obligó a no intercambiar prisioneros, que era lo que Jacques{5} quería hacer. El dice que los ingleses no pueden dejar más de mil prisioneros y decenas de oficiales, incluyendo un general, en manos del enemigo. Por eso van a volver. Si los hubiera intercambiado podría haber negociado la paz a cambio de una rendición honorable. Ese Álzaga, es detestable.

—Cómo se lleva Liniers con Álzaga —preguntó la porteña, con tono fingidamente desinteresado.

—La relación es cortés y amable, pero cada uno sabe que sus intereses personales van en contra el uno del otro. Claro que hoy se precisan.

—No entiendo, ¿por qué?

—El Congreso nombró a Jacques como gobernador militar y al Cabildo, es decir a Álzaga, como responsable político de la ciudad. Así es que precisa coordinar las decisiones para que no caigamos en un vacío de poder. Pero… —la francesa disfrutaba de hacerse la misteriosa— a la larga el Rey deberá nombrar un nuevo Virrey y seguramente será uno de ellos dos.

—Pero Liniers es francés, ¿Cómo podría ser nombrado Virrey?

—Es Borbón, nacido en Francia, igual que Felipe V, que fue Rey de España —aclaró Anita—. Pero Virrey o no Virrey, a la larga la ciudad, o el Virreinato deberá ser comandado por una única persona. El que sean dos es una solución de compromiso temporaria.

—Entiendo… —dijo Mariquita en tono pensativo—. Entonces Liniers debería buscar el apoyo de los criollos ya que los peninsulares apoyan todos a Álzaga.

—¡No! A los criollos no. Liniers quiere enfocarse en la defensa de la ciudad, ese ya es un tema enorme. Además, no confía en algunos criollos.

—¿No? ¿En cuál no confía? —preguntó Mariquita genuinamente interesada.

—En Saavedra.

—¡Ah, Saavedra! —exclamó la porteña aliviada—. Yo tampoco confiaría en él. Me parece un personaje oscuro.

—Igualmente, yo le digo a Jacques que busque apoyo, pero no entre los criollos.

—¿En quién, entonces?

—En Francia. No te olvides que Francia y España son aliados en contra de Inglaterra.

—Si, pero… desde el desastre de Trafalgar no creo que puedan ayudar mucho —dijo Mariquita dudando del razonamiento.

—El ya le escribió —dijo La Perichona, desafiante.

—¿A quién?

—¡Al mismísimo Napoleón!

—¡Qué bien! —exclamó Mariquita—. Te cuento que yo también estoy escribiendo.

—¿En serio? ¿Qué?

—Empecé a escribir un diario. Me parece que están ocurriendo cosas tan extraordinarias que me parece que es importante que alguien cuente lo que acontece desde el punto de vista de una persona común. Creo que, más adelante alguien le va a encontrar valor a lo que escribo.

—Ay Mariquita, vos siempre con ideas rara… Pero me encanta que tengas tanta iniciativa.

* * *

Fuerte de Buenos Aires, pocos días más tarde.

—Señores, espero que hayan tenido un buen viaje —dijo Liniers a sus visitantes de Montevideo—. Entiendo que la presión de la flota inglesas debe ser muy fuerte así que he decidido devolverles a los soldados de su guarnición que aún quedaban en Buenos Aires.

—Le agradezco coronel, pero no es eso lo que nos trae a esta costa.

Liniers conocía al enviado del gobernador de Montevideo de aquella reunión en la que él había sido sometido a una prueba. En aquella oportunidad tanto el propio Manuel Perez Balta, que estaba allí, como los demás miembros del consejo, lo habían desaprobado. Fue el propio Ruiz Huidobro quien tomó la decisión de encomendarle las tropas; decisión que los hechos demostraron ser acertada. Así que Liniers no esperaba simpatía de este enviado. Por suerte ya estaba preparado.

—¿Cuál es el motivo de su agradable visita, entonces? —dijo con sobreactuada cortesía.

—Vengo a llevarme las banderas conquistadas a los piratas ingleses. Las merece la valiente ciudad de Montevideo.

—Ya lo creo —dijo el francés deseoso de mostrar su apoyo al pedido—. Pero me temo que hay un problema…

Capítulo 2. Están aquí

Diario de una porteña

21 de agosto de 1806 —Comienzan a notarse algunos inconvenientes con las tropas montevideanas en Buenos Aires{6}. Al principio eran vitoreados cuando se los veía por la calle, pero luego se les notó cierta arrogancia y se supo de un pequeño verso que repetían que dice algo así: “Se ha conquistado / la ciudad de los guapos / que han disparado”. Se creen mejores y nos tratan con insolencia.

Ya nadie los quiere en Buenos Aires.

* * *

Cabildo de Buenos Aires

—Ayer tuve una visita un tanto extraña. Me parece que puede tener algunas derivaciones que a usted le pueden interesar —dijo Liniers entrando al despacho de Álzaga.

Ambos hombres se detestaban y desconfiaban mutuamente, pero el Congreso General había depositado en ellos responsabilidades distintas con un mismo objetivo: defender a ciudad de los agresores. Había conspiraciones por todos lados que intentaban ponerlos en contra el uno del otro, ellos lo sabían; para neutralizarlas ellos dejaban de lado, al menos temporariamente, su desconfianza y coordinaban sus acciones de gobierno.

—¿De qué se trata? —preguntó Álzaga, con poca paciencia para los rodeos del francés.

Liniers le contó sobre su reunión con el enviado de Ruiz Huidobro y que este reclamaba la entrega de las banderas tomadas a los ingleses. En la visión de los montevideanos, la ciudad de Buenos Aires había sido recuperada por sus tropas, aunque circunstancialmente estuvieran lideradas por el francés. En su visión las banderas inglesas capturada eran trofeos que les pertenecían. Liniers le explicó a Álzaga la incómoda posición en que se encontraba ya que había sido él mismo quien había pedido esas tropas a Ruiz Huidobro.

—En realidad, hubiera correspondido que se las solicitara al Cabildo de Buenos Aires. Seguramente lo fueron a ver a usted, justamente por esa especie de deuda que usted siente para con ellos —dijo Álzaga, sabiendo que el francés siempre buscaba complacer a sus interlocutores—. Obviamente yo se los hubiera denegado, pero no estuvo mal su estratagema de entregarlas previamente a la iglesia de Santo Domingo.

—El enviado quedó visiblemente contrariado, pero no osó sugerir que se retiraran del dominio de la Virgen. Sin embargo, sé que luego visitó la iglesia, según me lo dijo el párroco.

—Claro, fue a verificar que fuera cierto que allí estuvieran.

—Otro que fue a visitar las banderas es el coronel Denis Pack —dijo Liniers.

—¡Claro! Cómo debe sufrir el pirata al ver que los honores de su regimiento se exhiben cabeza abajo —rió el español.

Denis Pack era el comandante del otrora invencible Regimiento 71 de Escocia. Esta había sido la única oportunidad en que sus colores habían caído en manos del enemigo y Pack, si bien era un gran soldado, ostentaba el triste antecedente de haber sido el titular de dicho traspié y como tal quedaría en el historial de ese regimiento con esa negra mancha.

—El enviado de Ruiz Huidobro me informó que, como no contarían con las banderas originales, Montevideo le solicitaría al Rey que se las incluyera en su escudo.

—¡Por Dios! Qué necia esa gente —se indignó Álzaga.

—Enviarán un representante a las cortes para exponer y defender su caso.

—Eso será cuando los ingleses los dejen pasar… —sonrió el español—. Pero lo mismo deberíamos hacer nosotros. Sería inaudito que el honor recaiga en esa pequeña ciudad mientras nuestros ciudadanos dieron su sangre para echar al invasor.

—Lo que sí le prometí al montevideano, es que les devolveríamos inmediatamente sus tropas —explicó Liniers—. Ellos tienen a la flota de Popham frente a sus murallas y, es de esperarse, que cuando reciban refuerzos serán atacados.

—¿Y eso cómo nos deja a nosotros?

—Nos deja prácticamente sin fuerzas de línea.

Originalmente la ciudad de Buenos Aires tenía poco más de mil militares. Una fuerza muy pequeña porque siempre había sido Montevideo la más expuesta a ataques portugueses. Adicionalmente Sobremonte nunca había querido armar a criollos por la sospecha de que esas armas podrían eventualmente ser usadas con fines independentistas.

—¿Por qué eso?

—Es que los nuestros están casi todos juramentados —aclaró el francés.

Cuando Buenos Aires se rindió a los ingleses los soldados y oficiales españoles debieron jurar que no tomarían las armas en contra de Inglaterra. Faltar a su juramento, si volvieran a caer prisioneros, podía implicar el fusilamiento.

—Por eso no podemos contar con ellos.

—¿Y los soldados de Sobremonte? —preguntó el español.

El Virrey, ahora suspendido, había levantado un pequeño ejército en Córdoba.

—Como ha sido suspendido por el Congreso General de Buenos Aires, se llevará a su tropa a la Banda Oriental —respondió Liniers—. En estos días se estará embarcando para cruzar por las islas del Paraná.

—¡Qué hombre tan inútil, por Dios! ¿Entonces?

—Tengo pensado hacer un llamamiento a la población para formar nuevos regimientos. Los juramentados nos pueden servir para instruir a los novatos. Podemos llegar a sumar más de ocho mil hombres.

—Está bien eso. Lo que no me gusta es que tendremos miles de criollos armados. Me imagino que podemos estar armando al enemigo de mañana —dijo Álzaga.

—Es cierto eso, pero debemos correr el riesgo ya que antes de ocuparnos del enemigo de mañana debemos ocuparnos del enemigo que tenemos hoy.

—Si, es cierto. Avancemos con eso, pero… ¡Tengo tanta desconfianza de los criollos! Especialmente de uno.

Liniers hizo un silencio dramático, pero le preguntaba con el gesto.

—De Juan Martín de Pueyrredón —aclaró Álzaga.

—Ah claro —dijo el francés—. El levantó sus propios húsares y tomó su trabajo con gran gusto, cuando lo mandé frenar el ingreso de Sobremonte, a poco de la reconquista.

Álzaga se levantó súbitamente, impulsado por una idea.

—¡Creo que ya tengo una solución a dos problemas!

—¿Cuál sería? —preguntó el francés.

—Mandemos a Pueyrredón a defender el honor de Buenos Aires ante la corte del Rey. ¿Quién mejor para demostrar que el mayor esfuerzo para la reconquista fue de los locales? El levantó un ejército y luchó contra los piratas. Es la persona ideal para impedir que Montevideo se quede con el honor. Y de paso le sacamos el jefe a sus húsares que ya no podrá cambiar de bando si los ingleses les prometen espejitos de colores.

—Bien. Es bastante zorro. Deberemos endulzarle el encargo para que no lo pueda rechazar.

* * *

Diario del capitán Gillespie

Pocos días habían transcurrido desde nuestra rendición cuando un entusiasmo militar brotó en toda la escala social. Los jóvenes de las familias más respetables se apresuraron a enrolarse y someterse a las leyes de la disciplina. Patrullas de reclutas recorrían diariamente las calles, ganando voluntarios. Uno de los regimientos se vistió con uniformes colorados y se armaron con mosquetes tomados del prestigioso 71 del ejército británico.

* * *

Unos días más tarde Manuel Belgrano caminaba junto a su primo Juan José Castelli. Las calles estaban atestadas de gente y muchos parecían dirigirse al mismo lugar que ellos. Mientras avanzaban por entre la muchedumbre los dos hombres hablaban del fuertísimo aporte económico que se le había exigido a cada familia y a cada organización para poder conformar los cuerpos militares. Si bien ambos coincidían en la necesidad de la medida, les parecía una enormidad la cifra requerida. Les rondaba la idea de que Álzaga, el promotor del aporte, se había concentrado en cargar más a las familias criollas que a las peninsulares.

—Mirá quien está ahí —dijo Castelli—: Gillespie.

Belgrano apuró el paso y saludó al británico con un toque en su sombrero, evitando detenerse a un saludo más formal.

—¿Qué pasa que no lo querés saludar?

—No quiero que la gente ande rumoreando que soy amigo de los ingleses, y menos cuando estamos yendo a enrolarnos —se excusó Belgrano—. Hay gente muy mala a la que le encantan las habladurías.