2,99 €
Aquella pequeña necesitaba un hogar… y él estaba dispuesto a dárselo. El ranchero texano Clay Callaghan no tenía la menor idea de cómo cuidar de un bebé, pero jamás le daría la espalda a nadie de su misma sangre. Como responsable de sus hermanos pequeños, la abogada Daniella de la Cruz podía dar consejos sobre leyes y sobre niños. Pero era evidente lo que quería de ella aquel guapísimo vaquero. Y bueno, Daniella, jamás negaría su ayuda a un niño necesitado. Ni tampoco a un sexy padre soltero…
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 232
Veröffentlichungsjahr: 2018
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2006 Judy Duarte
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El último adiós, n.º 1672- enero 2018
Título original: Rock-A-Bye Rancher
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-9170-779-0
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
Río Seco, México
—Pobrecita —dijo el sacerdote Luis Fernando mientras se asomaba a una canastilla donde había un bebé dormido—. Tres meses de vida y no tienes ni nombre. No te preocupes, pequeña. Yo encontraré un hogar para ti donde estés rodeada de gente que te quiera.
Hacía un rato que uno de los monaguillos había ido a hablar con él.
—Padre, tenemos que hacer algo. El bebé no está a salvo —había dicho el niño.
La niña estaba al cuidado de una vieja viuda. Algunos de los parroquianos consideraban a la mujer una loca y los monaguillos pensaban que era bruja.
En opinión de Luis, aquellos comentarios sólo se debían al aspecto huraño de la señora, y no tenían ningún fundamento. No obstante, tenía que admitir que se había sentido inquieto cuando se había enterado de la muerte de la madre del bebé y de que aquella señora solitaria se había hecho cargo de la criatura.
—Manuela dice que Dios ha castigado a Catalina por sus pecados, y que por eso murió tras el parto. Y dice que el bebé también debería haber muerto —le había explicado el monaguillo en voz baja.
Aquello había bastado para que el cura hubiera decidido ir a visitar a Manuela. Cuando había visto en qué condiciones se hallaba el bebé, había convencido a la anciana para que le entregara a la niña.
No habían discutido. Manuela había colocado al bebé en un cesto y se lo había entregado junto con los efectos personales de la difunta madre.
Luis se había arrepentido de no haber acudido antes a la casa. Antes de que la madre hubiera muerto.
Catalina Villa, una adolescente oriunda de un pueblo situado a cien kilómetros al sur, había manchado el nombre de su familia al quedarse embarazada. Los familiares se habían sentido tan avergonzados de que fuera a convertirse en madre soltera, que habían decidido ocultarla y la habían enviado a casa de Manuela, la hermana de la abuela.
Luis, quien conocía la opinión de Manuela acerca del pecado y del castigo, dudaba que hubiera avisado a una comadrona o a un médico cuando Catalina se había puesto de parto.
El funeral había sido en privado y sólo habían asistido Manuela y el bebé, quien había sido la única en derramar una lágrima por la difunta.
Ya de vuelta en la iglesia, el cura tomó un libro de misa que estaba dentro del cesto y una hoja de papel se cayó.
Luis desdobló la hoja y comenzó a leer.
Estimado señor Callaghan:
Usted no me conoce, pero yo quería mucho a su hijo Trevor. Cuando murió, pensé que no podría vivir sin él. Y cuando me enteré de que llevaba una hija suya en mis entrañas, me alegré pero también me sentí triste.
Mis padres son muy estrictos y piensan que les he fallado. Me han echado de casa avergonzados. Le escribo para preguntarle si yo y mi bebé podríamos ir a vivir con usted al rancho en Texas.
Ya sé que usted y Trevor no estaban muy unidos, pero si usted pudiera abrir su corazón y aceptarnos como parte de su familia…
La carta no estaba ni terminada ni firmada.
Luis rezó una oración por aquella madre que había muerto dejando a su hija en manos de una mujer fría y dura. Observó al bebé, quien carecía del tono rosado propio de los niños saludables. Sus ojos castaños no eran vivos y se notaba que nunca había recibido el amor que había necesitado. Si bien había sido alimentado con leche de cabra, no había recibido el calor de un abrazo ni una palabra bonita.
Quizás la familia del padre fuera más cálida que la de la madre.
Luis descolgó el teléfono. Veinte minutos después, tras varias llamadas, logró localizar a Clay Callaghan, quien vivía en un rancho a las afueras de Houston.
Mientras esperaba a que el servicio le pasara con el señor Callaghan, Luis miró al bebé. La niña estaba dormida y parecía aún más vulnerable.
—Por favor, Dios. Abre el corazón del señor Callaghan. Esta niña necesita a alguien que la quiera. Necesita un hogar —suplicó mirando al cielo.
Justo en aquel momento, una voz de barítono respondió al otro lado del teléfono.
—Clay Callaghan al habla —dijo la voz.
—Señor, soy el padre Luis Fernando, párroco de Río Seco, una aldea a las afueras de Guadalajara. Una de mis parroquianas me ha entregado a un bebé huérfano. Tengo razones para pensar que el padre era Trevor Callaghan.
Se hizo un silencio tal que parecía que se había cortado la línea.
—¿Señor Callaghan? ¿Me escucha? —insistió Luis.
—Trevor murió en un accidente de tráfico el año pasado —respondió el hombre.
—Sí, ya lo sé. En México. Estudiaba en la Universidad de Guadalajara, ¿verdad? Pero antes de que muriera, engendró una hija con Catalina Villa, una joven lugareña. Creo que pensaban casarse, pero su hijo murió antes de que pudieran llevar a cabo sus planes.
—¿Y qué ha pasado con la madre de la criatura? —preguntó el señor.
—Catalina era una chica brillante de una aldea muy pobre. La gente del pueblo y sus padres reunieron el dinero suficiente para que fuera a la universidad. Esperaban que su formación pudiera contribuir al desarrollo de la aldea. Cuando sus padres se enteraron de que estaba embarazada se enfadaron y se avergonzaron de ella. La escondieron con una pariente en Río Seco. Y aquí nació la niña. Me temo que tras la muerte de su hijo, no tenía a quién recurrir.
—Me ha dicho que la niña es huérfana.
—Sí. Catalina murió justo después del parto y la niña se quedó al cuidado de la tía abuela, quien ya es muy mayor y no puede hacerse cargo de ella. Si usted no acepta a la niña, me veré forzado a entregarla a un orfanato.
—¿Cómo averiguó que mi hijo era el padre? —preguntó el señor Callaghan después de un silencio.
—Lo he deducido tras examinar los efectos personales de la madre, pero podríamos hacer análisis de sangre que lo probarían He encontrado varias fotografías de su hijo, así como un anillo de compromiso.
—¿Dónde puedo ir a buscar al bebé? —preguntó tras aclararse la voz.
El párroco le dio las señas de la iglesia.
Ojalá el abuelo estadounidense fuera más cariñoso con la criatura de lo que lo había sido la tía abuela.
Daniela de la Cruz estaba sentada en su despacho, situado en la planta diecisiete de uno de los principales edificios de Houston. Estaba hablando por teléfono con su hermana pequeña, de catorce años, quien no paraba de quejarse.
—No es justo. No quiero ser una niñera encerrada en casa todo el día mientras todas mis amigas disfrutan del verano haciendo lo que les da la gana.
La vida no era justa, Dani ya había aprendido la lección. Sin embargo, se contuvo y no se lo recordó a su hermana Sara.
Dani tenía veinticinco años y llevaba poco tiempo trabajando en la firma Phillips, Crowley y Norman. Era la abogada más joven. Estaba trabajando muy duro en su carrera profesional para ganarse un nombre y una posición. En lo alto de aquel rascacielos parecía que su único límite era el cielo. Pero no era así. Tenía un obstáculo que no compartía con ninguno de los abogados que estaban en su misma posición. Dani compaginaba el trabajo con la gestión del hogar.
—¡Marcos! —gritó Sara al otro lado de la línea telefónica—. Deja eso, vas a romper la lámpara.
—¿Qué está haciendo nuestro hermanito? —preguntó Dani tratando de hacer caso omiso al dolor de cabeza que le estaba levantando la llamada de Sara.
—Está jugando con el bate de béisbol dentro de casa. Y más le vale soltarlo ahora mismo o voy a empezar a gritar —dijo Sara.
—Sara es mala. Odio pasarme el día pegado a dos niñas estúpidas —gritó Marcos tan fuerte en el salón que se le oyó por el teléfono. Tenía diez años.
—Yo no soy estúpida —contestó la pequeña Delia lo suficientemente fuerte como para que también se la oyera.
Si Dani no se hubiera hallado en el trabajo y no hubiera estado intentando mantener en secreto su situación familiar, le habría dicho cuatro cosas bien claras a Sara.
¿Acaso no podía entender que ella estaba esforzándose para que no les faltara alimento, ropa y un techo?
Dani cada vez se sentía más frustrada y más incapaz de hacer frente a las disputas familiares, que eran habituales durante el verano, ya que los niños no iban al colegio.
Mientras trataba de calmar a Sara, recibió una llamada por otra línea.
—Espera un momento, Sara —le pidió.
Dani dejó a un lado su papel de hermana mayor y adoptó el de abogada. La llamaba su supervisor.
—Sí, Martin.
—Daniela, ¿puedes venir a mi despacho un momento? —preguntó Martin.
—Claro, estaré allí en un momento.
Volvió a conectar la línea por la que había estado hablando con su hermana, quien continuaba quejándose.
—… y todas mis amigas van a ir al centro comercial. Pero, claro, yo no. Yo estoy aquí, encerrada en casa cuidando de unos pequeños ingratos.
Dani asintió con la cabeza y suspiró exasperada. Ella era quien mejor podía entender las quejas de su hermana porque se había tenido que hacer cargo de sus hermanos desde el momento en el que su madrastra se había muerto. Cuando su padre había fallecido, dos años atrás, Dani había tenido que asumir toda la responsabilidad definitivamente y se había hecho a la idea de que se había convertido en madre soltera de la noche a la mañana. No había tenido otra opción. Había asumido la custodia y había tratado de crear el mejor hogar para ellos. No obstante, a veces era complicado.
En el tercer año de carrera había estado a punto de dejar los estudios, pero un profesor la había convencido para que no lo hiciera.
Quería mucho a los niños, pero compaginar su atención con el nuevo empleo, se estaba convirtiendo en una tarea más compleja cada día.
—Escucha —le dijo a Sara—. Veré qué puedo hacer para encontrar a alguien que te ayude con los niños este verano. Pero ahora mismo necesito que te hagas cargo de todo. No puedo marcharme del trabajo para ir a calmar la situación en casa, pero trataré de salir un poco antes. Quizás pueda llevarme a Marcos y a Delia al cine y así tú podrás salir un rato con tus amigos, ¿vale? Es todo lo que puedo hacer.
—Vale, ¿pero qué se supone que tengo que hacer ahora con Marcos? Me está volviendo loca con ese bate entre las manos.
—Deja que hable yo con él —contestó Dani. Su hermano se puso al teléfono y le contó el plan que le esperaba aquella tarde si se portaba bien.
—Vale, ahora mismo me voy afuera a jugar. ¿Pero podemos ir a ver La venganza de los zombies? —preguntó el niño.
—Ésa no es una película apropiada para Delia —contestó Dani.
—Bueno, pero si vamos a ir a ver una historia tonta de princesas, yo rompo nuestro trato—añadió Marcos.
—Encontraremos algo que nos guste a todos. Ahora sal fuera con el bate y deja de molestar a las chicas —dijo Dani harta de negociar con un niño de diez años.
—Vale —aceptó él finalmente.
Soltó un largo suspiro tras haber logrado apaciguar la situación en casa, al menos momentáneamente. Se puso en pie y se estiró la falda.
Desde pequeña Dani había querido ser abogada y en aquel momento, en el que había comenzado su carrera profesional, quería dar la talla. Aunque siempre surgía algún contratiempo que obstaculizaba su camino.
Cuando entró en el despacho de su jefe, éste no estaba solo. Había también un hombre de unos cuarenta años, fuerte y de pelo oscuro. Iba vestido de modo peculiar, con unas botas altas, pantalones vaqueros y un cinturón de hebilla ancha. La camisa se ajustaba perfectamente a su torso musculoso. Tenía un aspecto que imponía.
Dani se dio cuenta de que despertaba un interés en ella que iba más allá de lo profesional.
Al verla entrar en el despacho, él se levantó para saludarla y su presencia invadió toda la sala.
—Clay —le dijo Martin a su cliente—, ella es Daniela de la Cruz, nuestra nueva abogada. No te dejes engañar por su juventud, es muy competente. Daniela, él es Clay Callaghan. Nuestra compañía se encarga de todos su asuntos legales.
Dani no había conocido hasta entonces a Clay Callaghan en persona, aunque sabía que era uno de los principales clientes de la firma. Era el dueño de un rancho de ganado impresionante, así como de varios negocios en plena expansión. Su aspecto de vaquero no se correspondía con la imagen de un hombre de negocios. Ni traje elegante ni sonrisa radiante. Era un hombre curtido, acostumbrado a estar en el campo.
Clay le tendió la mano y sus ojos de un color verde profundo se clavaron en los de Dani. Aquella mirada la había pillado desprevenida, así como el cálido contacto de su mano. Dani sintió cómo una oleada de calor le subía hasta el corazón y se dio cuenta de que se le había acelerado el pulso.
—¿Qué tal estás? —le preguntó Clay con una voz profunda y cautivadora.
En cuanto soltó la mano de Dani, ella se la llevó directamente al corazón sin apartar la vista de aquellos ojos. La intensidad de la mirada de Clay la había dejado sin palabras.
—Martin me ha dicho que hablas castellano —añadió Clay. Dani se aclaró la garganta antes de contestar.
—Sí. Tengo un buen nivel —repuso ella.
Clay asintió con gesto de aprobación y ella se sintió aliviada.
Quizás fuera porque estaba tratando con uno de los clientes más importantes del despacho, pero Dani se había puesto nerviosa. Había algo en aquel hombre que le atraía. Quizás fuera su pose de vaquero. O la forma en la que la había mirado cuando había entrado en el despacho. Le gustaba el hecho de que no alardeara de su riqueza y su éxito.
Le debía de sacar quince o veinte años, pero no importaba. No era un obstáculo para trabajar juntos.
—Hace un año, Trevor, el único hijo de Clay, murió en un accidente de tráfico cuando estudiaba en Guadalajara —le explicó Martin a Dani.
—Lo siento —dijo ella mientras apreciaba el dolor en el rostro de su cliente.
El señor Callaghan no contestó y dejó que Martin prosiguiera.
—Hace un par de horas ha recibido una llamada desde México y le han dicho que Trevor tuvo una hija allí. Quiere volar allí esta misma tarde para recoger a su nieta huérfana. Va a necesitar un abogado así como un intérprete —dijo Martin. Dani asintió—. ¿Cuánto tardarías en hacer tu equipaje?
Dani trató de recomponerse para parecer una profesional de veinticinco años soltera y sin cargas familiares.
Quizás debiera sugerirle a Martin que escogiera a otro abogado. En primer lugar, porque a ella le aterrorizaba volar. Y en segundo lugar, porque no podía marcharse sin más y dejar solos a los niños. Sin embargo, si ponía cualquier objeción, estaría entorpeciendo su carrera profesional.
Martin carraspeó poniendo de manifiesto que no estaba nada satisfecho ante su falta de entusiasmo.
—¿Tienes algún problema para viajar esta tarde, Daniela?
—No, no tengo ningún problema. Sólo necesito un poco de tiempo para… preparar el viaje —contestó Dani tragándose la ansiedad.
—¿Cuánto tiempo necesitas? —preguntó el vaquero—. Quiero salir cuanto antes.
—Una hora o dos. Me daré prisa —dijo ella.
—Pues márchate ya. El piloto de Clay está llenando el depósito de gasolina y ya tiene la ruta preparada —añadió Martin.
—Si me das tu dirección, te podré recoger en tu casa. O mejor aún, te puedo acompañar y así saldremos desde allí —dijo el señor Callaghan.
¿A su casa? ¿La que tenía una cometa enganchada en el árbol de la entrada? ¿La que tenía el jardín tan descuidado? ¿Donde había tres niños que no paraban de pelearse?
Durante los meses anteriores, Dani había tratado de hacer creer a sus compañeros de trabajo que era una mujer liberada. Si Clay la acompañaba, corría el riesgo de que se descubriera que ejercía de madre soltera.
—La verdad es que prefiero que nos encontremos aquí en la oficina —respondió ella a aquel vaquero que parecía ser de los que aceptaba un no por respuesta.
—Vale, yo ya estoy listo. Te esperaré aquí —contestó él.
Estupendo. Un poco más de presión.
Si no regresaba en un plazo de dos horas a la oficina, su brillante carrera sufriría probablemente un grave contratiempo.
Dani no paró de hacer llamadas desde su teléfono móvil y para cuando llegó a casa, ya tenía a una canguro que se hiciera cargo de los niños durante su ausencia. Y estaba dispuesta a que Marcos y Delia fueran al cine.
Sofía Fuentes, una viuda de setenta años que vivía en su misma calle, había aceptado quedarse con los niños durante un par de días. Pero aquel fin de semana tenía una salida programada y se tenía que marchar el viernes por la mañana.
Dani no tenía ni idea de cuánto tiempo tendría que estar fuera, pero se iba a llevar el teléfono y la agenda por si tenía que hacer nuevos arreglos.
Lo primero que hizo al llegar a casa fue escoger de la cartelera una película adecuada para la señora Fuentes y los niños. Después, con Delia agarrada a la falda, se fue a la habitación para preparar el equipaje. Como no sabía qué tiempo haría en Guadalajara, llenó la maleta de ropa.
Era la maleta que había heredado de su padre y estaba bastante desgastada. Quizás no fuera la más adecuada para una joven profesional, pero no podía hacer más en aquellas circunstancias.
—¿Por qué te tienes que ir fuera toda la noche? —preguntó Delia—. ¿Quién me va a leer un cuento esta noche?
—Ya verás cómo la señora Fuentes te lee uno —contestó Dani.
—¿Me llevarás a ver La venganza de los zombies cuando vuelvas? —preguntó Marcos apostado en el quicio de la puerta.
Quería decirle que no, pero se calló porque se sentía culpable de marcharse y dejarlos así. La culpa era un sentimiento horroroso. Sobre todo porque Marcos estaba tratando de sacarle provecho.
—¿Cuál es la edad autorizada para ver la película? —preguntó Dani mientras metía un estuche de maquillaje en la maleta.
—Está recomendada a partir de trece años. Pero no porque salga nadie desnudo, es sólo porque dicen palabrotas. Y tampoco es violenta, porque los zombies tienen la sangre verde, y hasta un bebé sabría que es mentira.
Dani no tenía ni ganas ni tiempo de discutir.
—Vale, podemos intentarlo el sábado. Pero si a mitad de la película me doy cuenta de que no es apropiada para ti, nos marcharemos del cine —declaró Dani.
—Vale, pero no nos marcharemos. Todos mis amigos la han visto. No hay ni pistolas ni cuchillos, sólo láseres y cosas así.
Dani miró el reloj. Ya había pasado una hora y veinte minutos, y tardaría quince minutos más en llegar a la oficina.
Sabía que el señor Callaghan la estaba esperando y eso la ponía aún más nerviosa. Cerró la maleta, besó a los niños y les prometió regalos si la señora Fuentes le daba un buen informe de su comportamiento.
Una hora y cuarenta y dos minutos después de dejar la oficina, Dani estaba de vuelta con la maleta en la mano. El señor Callaghan la esperaba en el vestíbulo y al verla entrar se levantó.
—¿Lista? —le preguntó tras caminar hacia ella.
Estaban tan cerca que podía sentir su aroma. El pulso de Dani, que ya se había acelerado con las prisas, se aceleró aún más. Aquello era absurdo, nunca le habían atraído ni los vaqueros ni los hombres que le doblaban la edad y que podrían ser su padre.
Clay Callaghan no era su tipo.
Si ella hubiera estado dispuesta a enamorarse, que no era el caso, hubiera elegido a un joven profesional como ella. Quizás también abogado. Alguien culto, ocurrente y cuidadoso. No un hombre que se hubiera hecho a sí mismo, incapaz de abandonar sus costumbres de campo y veinte años mayor que ella.
Sin embargo, las hormonas de Dani estaban agitándose después de llevar más de dos años encerradas bajo llave.
Sonrió, a pesar de que no le hacía ninguna gracia tener que volar en avioneta con uno de los principales clientes de la firma.
—Sí, vámonos —contestó Dani finalmente.
Cuando Clay tomó la maleta de la preciosa chica latina, sus dedos se rozaron. Fue entonces cuando sus miradas se encontraron y saltaron chispas. Aquella tensión no tenía nada que ver con los negocios.
Clay abrió la puerta del vestíbulo para que Dani saliera. Ella pasó indecisa. Para ser una abogada competente, en ocasiones daba muestras de inseguridad.
Por lo visto tenía un expediente increíble, había sido la segunda de su promoción. No obstante, en opinión de Clay, las lecciones más importantes no se aprendían en la universidad, sino en la vida. Él nunca había pensado en estudiar porque le había bastado con el rancho, el sentido común, que nunca le abandonaba, y un excelente olfato para los negocios. Siempre se las había apañado bien y, en aquel momento tenía tanto dinero, que no sabía qué hacer con él.
—Bueno, háblame de tu nieta —le pidió Dani de camino al coche.
—No hay mucho que contar. No la he visto nunca —repuso él.
—¿Qué tiempo tiene?
—La verdad es que no lo he preguntado —admitió Clay. Dani lo miró perpleja—. Bueno, tiene que tener menos de un año y más de dos meses.
—¿Estás seguro de que es hija de tu hijo?
—No —reconoció él.
—Hay análisis de sangre que pueden probar la paternidad.
—Lo sé y se lo haré cuando estemos de vuelta en los Estados Unidos. Pero tenemos que ir paso a paso.
—¿Y el primer paso será…? —preguntó Dani.
—Traer al bebé a casa.
Llegaron al aparcamiento donde estaba el todoterreno de Clay, y metieron el equipaje en el maletero. Clay abrió la puerta del copiloto para que Dani pasara. La cabina del vehículo estaba alta y Dani se tuvo que esforzar para subir con la falda ajustada que llevaba puesta.
Tenía unas piernas preciosas.
—¿Quieres que te ayude? —se ofreció Clay.
—No hace falta —respondió ella. Finalmente logró sentarse y echó una ojeada al interior del coche—. ¿Dónde están las cosas de la niña? ¿No me digas que no has preparado un equipaje para el bebé?
Clay no había reparado en que un bebé necesitara equipaje, ni tan siquiera sabía qué era lo que podía necesitar.
—La verdad es que no tengo mucha idea ni sobre niños ni sobre sus necesidades. No tuve a mi hijo en brazos hasta que tuvo más de dos años —reconoció él.
—Bueno, como bien has dicho antes, tenemos que ir paso a paso. Te propongo que hagamos una primera parada en un centro comercial que está de camino y que tienen todo lo que nos hará falta.
—Espero que tú tengas una ligera idea de qué comprar, porque yo no tengo sugerencias.
—No te preocupes, yo sí. Pero te advierto de que será caro —dijo Dani.
El dinero no era un inconveniente para Clay. El problema era el sentimiento de culpabilidad que arrastraba desde la muerte de su hijo y que le producía una terrible opresión en el pecho.
Minutos después Dani y Clay entraron en el centro comercial.
—Ve a por un carrito —le pidió Dani a su cliente. Clay, quien no solía recibir órdenes, la obedeció.
En un abrir y cerrar de ojos, Dani había llenado el carro de pañales, cremas y biberones. Después se dirigieron a la zona de ropa infantil, donde escogió mantas, ropa interior y varios pijamas.
—Ya tenemos uno de ésos, sólo que es violeta —dijo Clay señalando a uno de los pijamas.
—No sabemos qué talla usa, así que tenemos que llevar varios. Guardaremos la factura para poder devolver lo que no le sirva —dijo Dani. Clay se limitó a asentir y a seguirla por los pasillos.
Para ser una mujer soltera, estaba muy bien informada de las necesidades que tenía un bebé.
Era una mujer sorprendente, por un lado parecía profesional y seria, sin embargo, también tenía otra cara maternal y cálida.
—Yo creo que con esto vale para empezar. Cuando ya esté en casa, puedes volver de compras —dijo Dani.
—Quizás puedas acompañarme —comentó Clay. Dani frunció el ceño.
—Yo cobro 250 dólares la hora. Estoy segura de que puedes encontrar a alguien más cualificado y más económico que yo para que te ayude.
—Pero quizás no sepa tanto sobre niños como tú —bromeó Clay. Sin embargo, el rostro de Dani se tensó.
—Cuando era más joven cuidé a muchos niños —explicó ella como justificándose.
—Me alegro porque me estás ayudando mucho —contestó él.
Así que aquella abogada había tenido que cuidar niños. Quizás su adolescencia hubiera sido tan complicada como la de él.
Era una mujer interesante. Le intrigaba.
Y era muy atractiva.
No obstante, ni Clay estaba interesado en tener una aventura, ni Daniela era su tipo. Sobre todo porque casi tenía la edad que hubiera tenido su hijo de estar vivo.
En media hora, Clay y Daniela habían llegado al aeropuerto Hobby, en Houston. Allí los esperaba Roger Tolliver, el piloto de Clay, con la hoja de ruta preparada. Roger era un capitán de las Fuerzas Armadas ya retirado y muy experimentado. La avioneta se llamaba King Air y había sido adquirida el año anterior.
Clay descargó la furgoneta y comenzó a caminar.
—Vamos por aquí —le indicó a Daniela.
Clay se dio cuenta de que ella se estaba quedando atrás.
—¿Qué pasa? —le gritó Clay para que pudiera oírlo a pesar del ruido de los motores de los aviones.
—Nada —contestó Daniela mientras miraba al avión de forma reticente.
—¿No me digas que tienes miedo a volar? —preguntó él.
—Si no quieres, no te lo diré —respondió ella.
Lo único que le faltaba a Clay era tener que viajar con una miedosa. Quizás si le presentaba al piloto se relajaría.
—Roger Tolliver, ésta es mi abogada, Daniela de la Cruz.
—Encantado de conocerla —dijo el piloto.
—Como verás —le dijo Clay al piloto—, tenemos bastante equipaje. Daniela me ha recordado que debía llevar cosas para el bebé, así que hemos ido de compras.