El último secreto - Steve Frech - E-Book

El último secreto E-Book

Steve Frech

0,0
9,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

¿Hasta dónde llegarías para proteger a tu familia? Mark Burcham y su esposa Amy tienen la vida perfecta: un matrimonio feliz, una buena casa en Los Ángeles y una hija preciosa, Tatum. Pero una noche Amy no regresa a casa de un viaje de negocios en Boston, y en su oficina no tienen constancia de que haya un cliente en la Costa Este. Entonces, Mark recibe la peor de las noticias: han encontrado el cadáver de Amy. Pero nada tiene sentido. ¿Por qué seguía Amy en la ciudad, si él la  había despedido en el aeropuerto unos días antes? ¿Quién es el misterioso cliente con el que se había estado reuniendo durante meses? Solo hay algo que Mark sabe con certeza: su mujer guardaba secretos. A medida que indaga en la vida que Amy quiso mantener oculta, Mark se da cuenta de que alguien intenta detenerlo, alguien que vigila cada uno de sus movimientos. Sin embargo, no se frenará ante nada para mantener a su familia a salvo, sobre todo cuando amenazan a Tatum para evitar que descubra la verdad.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 346

Veröffentlichungsjahr: 2025

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.


Ähnliche


Portadilla

Créditos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

www.harpercollinsiberica.com

 

El último secreto

Título original: The Good Husband

© Steve Frech 2024

© 2025, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

Publicado por HarperCollins Publishers Limited, UK

© De la traducción del inglés, María del Carmen Romero Valiña

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers Limited, UK.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.

 

Diseño de cubierta: Anna Sikorska para HQ

Imágenes de cubierta: Stocksy y Shutterstock

 

ISBN: 9788410641518

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

 

 

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Una carta de Steve Frech

Agradecimientos

Dedicatoria

 

 

 

 

 

Para Barb y Steve

07/25/75

Prólogo

 

 

 

 

 

—¿Señor Burcham?

—¿Sí?

—Soy el detective Harper. ¿Cómo lo está llevando? —Su tono de voz denota un aire pensativo y está cargado de angustia.

—Bien, supongo.

—Tenemos los resultados iniciales de la autopsia —continúa el detective Harper.

—¿Ya? —pregunto.

Qué rápido.

—El forense no estaba muy ocupado y se puso con ello —responde el detective Harper—. Si necesita más tiempo antes de que hablemos sobre nuestros hallazgos, lo entenderé.

—No. Quiero saber qué sucedió.

—De acuerdo —dice, deseando claramente que hubiera aceptado su sugerencia—. Pero quizá debería sentarse.

—Ya estoy sentado.

—Está bien… Nuestros hallazgos iniciales sugieren que su esposa murió por una sobredosis accidental. Los análisis dieron positivo en cocaína.

Mi corazón se detiene.

En mi mente, veo el cuerpo de Amy tendido sobre aquella mesa, el collar descansando sobre su pecho, y me hago la pregunta: ¿por qué la policía me está mintiendo sobre la muerte de mi esposa?

Capítulo 1

 

 

 

 

 

—Amy, soy yo otra vez. Empiezo a preocuparme de verdad. —Tengo que hacer una pausa porque hay un avión que parece que va a aterrizar encima de mi coche. Por suerte, sigue su camino—. Estoy esperando en el aparcamiento y la página web dice que aterrizaste hace más de una hora… Así que… Eh… Bueno…, empiezo a preocuparme de verdad. Llámame.

Cuelgo y miro hacia el inmenso aparcamiento, observando a la gente que arrastra su equipaje hasta las paradas designadas para que los autobuses que rondan por allí los lleven a la terminal principal.

«Vamos, Amy. ¿Dónde estás?».

Me llamó el viernes por la noche para decirme que había llegado bien a Boston y que se había registrado en el hotel. Ha estado en Boston un par de veces estos últimos meses. Durante la llamada, nos dimos las «buenas noches» y nos dijimos «te quiero», que es la rutina que hemos establecido durante veinte años de matrimonio. Cuando ella viaja por trabajo, nos llamamos todas las noches, aunque sea durante unos minutos, solo para ver cómo ha ido el día del otro, decirnos «te quiero» y «buenas noches».

Pero esa llamada del viernes fue la última vez que supe de ella.

Ahora es domingo por la tarde.

No me llamó anoche y no contestó al teléfono cuando intenté localizarla. No era gran cosa, o al menos eso me pareció en ese momento. Está en una zona horaria diferente. La reunión con el cliente potencial podría haberse alargado y sé que le está causando mucho estrés. Está tensa, lo ha estado durante meses, pero dijo que estaba cerca de conseguirlo. Así que supuse que simplemente se había quedado dormida. Le dejé un mensaje, deseándole las buenas noches, diciéndole que la quería y que me llamara por la mañana cuando se despertara para confirmar su vuelo.

Pero no he tenido noticias suyas esta mañana.

No hubo llamada para decirme que se había quedado dormida. Ni llamada para avisarme de que iba de camino al aeropuerto. Ni llamada para decirme que había aterrizado y que debía ir a la terminal a recogerla.

Mi pulgar golpea nerviosamente el volante mientras otro avión ruge sobre mi cabeza.

Necesito volver a casa… No. Corrección: Amy y yo necesitamos volver a casa.

Tatum, nuestra hija de diecisiete años, y Aiden, su novio de diecinueve, van a verse esta noche, y hay una norma que prohíbe que se queden solos en casa.

Vuelvo a mirar el teléfono y suspiro.

Tiene que haber perdido el vuelo, pero ¿por qué no me ha avisado?

«¿Qué está pasando, Amy?».

Unas horas de silencio es una cosa. Los teléfonos se quedan sin batería, la gente está ocupada, pero esto no parece tener nada que ver con eso.

Algo pasa.

Abro los contactos en el teléfono y busco el número de Malcolm Davis, el jefe de Amy en Fortis Capital, el fondo de inversión donde ella se encarga de captar nuevas cuentas. Amy me dio su número hace tres años cuando consiguió el trabajo, pero insistió en que era solo para emergencias. Nunca lo he marcado hasta ahora.

Malcolm contesta a la tercera llamada.

—¿Diga?

—Malcolm. Hola. Soy Mark Burcham.

—Mark. Hola —responde con genuina sorpresa—. Cuánto tiempo.

—Sí. Así es.

Malcolm y yo nos hemos visto algunas veces en fiestas y eventos. Ronda los sesenta años, pero tiene la energía de alguien de treinta. Es atlético y sociable, y se ha convertido en una figura paternal para Amy.

—Me alegro de que me hayas llamado —dice antes de que pueda continuar—. ¿Has tenido noticias de Amy? No se presentó a cenar anoche.

Parpadeo. Amy no mencionó nada sobre que Malcolm fuera con ella al viaje.

—¿Estás en Boston? —pregunto.

Hay una pausa.

—¿Boston? ¿Qué haría yo en Boston?

—Pensé que quizá habías ido con Amy para hablar con ese cliente potencial.

—¿Un cliente? ¿Qué cliente?

—El de Boston. El que Amy ha estado intentando fichar para…

—Espera, espera, espera. Un momento, Mark. —Malcolm coge aire y pregunta, ahora con un tono más tranquilo y controlado—: ¿Qué está pasando con Amy? ¿Dónde está?

—Ella… Fue a Boston otra vez para reunirse con ese cliente que querías que captara. —Intento igualar su calma, pero no puedo evitar hablar rápido mientras trato de explicarle—: Me preguntaba si habías hablado con ella porque no he tenido noticias suyas desde el viernes por la noche. Estoy en el aeropuerto, esperando para recogerla. Su avión aterrizó hace más de una hora y todavía no he sabido nada…

—Mark —me interrumpe. Ahora hay una grieta en su tono tranquilizador—. No tengo ni idea de qué estás hablando. Amy debía reunirse con el equipo anoche para cenar aquí en Los Ángeles y discutir nuevas estrategias, pero nunca apareció. No sé nada de ningún cliente potencial en Boston.

De repente, siento una bola de plomo en el estómago.

—¿Qué? No. Malcolm… Ella ha estado yendo a Boston. Dijo que… que tú la enviabas a reunirse con este tipo.

—¿Mencionó el nombre del cliente potencial?

—No. Dijo que era confidencial. Ha estado allí un par de veces estos últimos meses. Tienes que haberte dado cuenta de que no estaba.

Duda.

—¿Malcolm?

—Se ha cogido algunos días libres —dice, eligiendo sus palabras cuidadosamente—. Pero dijo que estaba pasando tiempo contigo y Tatum.

Siento como si la bola de plomo se estrellara a mis pies.

¿Amy mintió a Malcolm? ¿Y me mintió a mí? No. Eso no puede ser. Amy nunca haría eso. ¿Por qué iba a mentir? Tiene que ser algún tipo de malentendido. Malcolm tiene que estar confundido porque esto no tiene ningún sentido. ¿Por qué le diría a Malcolm que se cogía unos días para estar con Tatum y conmigo?

—¿Mark? —pregunta Malcolm, deteniendo temporalmente el torbellino de mis pensamientos—. ¿Va todo bien?

—No lo sé.

Hay un largo silencio, interrumpido por el rugido de otro avión que llega.

—¿Amy dijo algo antes de irse? —me pregunta—. ¿Actuaba de forma diferente?

—Yo. Eh… Lo siento, Malcolm. No lo sé.

—Bueno, ¿me llamarás en cuanto sepas algo de ella?

—Claro —respondo, con la voz distante.

Cuelgo el teléfono.

«Amy. ¿Qué está pasando?».

Capítulo 2

 

 

 

 

 

—Gracias por llamar al Hotel Viceroy. Soy Chris. ¿En qué puedo ayudarle?

—Hola, Chris. Me llamo Mark Burcham. Mi esposa tenía una reserva en su hotel este fin de semana. Se registró el viernes. Solo quería asegurarme de que se ha marchado esta mañana. Se llama Amy Burcham —digo, con los ojos fijos en la carretera para sortear el tráfico intermitente de camino a Sherman Oaks.

—¿Figura su nombre también en la reserva?

—No, el mío no. Supongo que estaría a nombre de su… su empresa, Fortis Capital. —Sabiendo lo que sé ahora, no puedo evitar dudar—. Pero el nombre de mi mujer debería aparecer en la reserva —añado rápidamente.

—Lo siento, señor, pero no puedo darle esa información.

—De acuerdo, pero ¿podría decirme si hay una reserva para Fortis Capital?

—No. Lo siento de nuevo.

—Escuche, eh, ¿Curt?

—Es Chris.

—Chris. Perdón. Escuche, le aseguro que no se meterá en problemas. Se lo prometo. Solo intento encontrar a mi esposa… Ha desaparecido.

Pronunciar esas palabras en voz alta resulta aterrador, pero está desaparecida…, ¿no? Han pasado más de treinta y seis horas desde que supe de ella, y no tengo idea de dónde está.

—Lo siento mucho, señor, pero no puedo dar ningún tipo de información sobre las reservas. Va contra la política de la empresa.

—Entiendo —digo con un suspiro—. Gracias.

Pulso el botón del volante para finalizar la llamada mientras me detengo detrás de una camioneta. Los carriles de coches al ralentí se extienden ante mí hacia el paso de Sepulveda en la 405.

¿Llamo a la policía? ¿Y qué digo?

«Mi esposa ha desaparecido».

«¿Cuándo fue la última vez que la vio?», me preguntará el policía, tomando notas con un bolígrafo y una libreta, supongo.

«La dejé en el aeropuerto. Me dijo que iba a Boston por trabajo, pero le dijo a su jefe que se cogía unos días libres para pasar más tiempo conmigo y nuestra hija».

El policía dejará de escribir y dirá: «Entonces, ¿les mintió a usted y a su jefe sobre adónde iba?».

«Sí», tendré que responder.

El policía se tomará un momento para mordisquear el extremo del bolígrafo antes de contestar: «Bueno, técnicamente, no parece que esté desaparecida. Parece que no quiere que la encuentren».

No sé si eso es lo que diría el policía. La verdad es que no hay ningún policía. Soy yo quien se ha dicho a sí mismo que parece que Amy podría no querer ser encontrada.

La Amy que conozco nunca haría eso, pero es la única explicación que se me ocurre.

Mi cerebro da vueltas dentro de mi cabeza durante toda la larga hora de viaje de vuelta al valle, sin llegar a ninguna otra conclusión.

Finalmente, entro en el camino de acceso a nuestra casa. Es blanca con tejado y molduras negras. El término técnico para ese estilo es «granja industrial». Odio esa etiqueta, pero me encanta su aspecto.

Pulso el mando para abrir la puerta del garaje y entro. Me tomo un momento para recomponerme antes de salir del coche, echo un vistazo por el retrovisor al Mustang aparcado en la calle mientras la puerta del garaje se cierra. Normalmente, eso sería un gran problema, pero ahora mismo es la menor de mis preocupaciones.

Por fin salgo del coche y camino lentamente hacia la puerta. Giro el pomo y entro en la cocina, que se abre al salón a mi derecha.

Allí, en el sofá, Tatum está recostada contra Aiden. El chico malo. El rebelde —aunque fueron sus padres quienes le compraron el Mustang que está aparcado en la calle—. Aiden, con sus ojos oscuros y el pelo alborotado. Es la peor pesadilla de cualquier padre, y está acurrucado con mi hija, a quien siempre veré como mi niña pequeña. La pequeña que solía meterse en la cama con Amy y conmigo cuando estaba muy disgustada. Se hacía un ovillo a mi lado y yo le acariciaba el pelo hasta que se dormía.

Como pueden ver, me está costando aceptar que mi niña ya no es una niña.

—Hola, papá —me saluda Tatum por encima del hombro sin apartar la vista del programa que está viendo con Aiden en la televisión.

—Chicos —digo, dejando las llaves sobre la encimera y dando unos pasos hacia el salón—. Ya sabéis la norma sobre estar solos en casa.

La sonrisita de Aiden casi me hace estallar antes de que Tatum se gire hacia mí:

—Se suponía que volverías hace dos horas. ¿Deberíamos haber esperado fuera o algo así? —Se detiene y mira detrás de mí—. ¿Dónde está mamá?

—Tuvo que quedarse otra noche en Boston —miento—. Algo de última hora.

Tatum se queda pensando durante una fracción de segundo antes de encogerse de hombros, volverse hacia la televisión y reacomodarse contra Aiden.

—Oye, todavía tenemos que hablar sobre el hecho de que vosotros dos estéis solos en…

—Uf. Vale. La próxima vez esperaremos. ¿De acuerdo?

En cualquier otra ocasión, les recordaría que esa norma existe por una razón. Hace unos meses, Amy y yo pillamos a Aiden saliendo a hurtadillas de la habitación de Tatum en medio de la noche. Estaba dispuesto a decirles que su relación se había acabado allí mismo, especialmente cuando Aiden intentó quitarle importancia. Entonces, Amy me llevó aparte y me explicó que mis formas solo empeorarían las cosas. Como prueba, mencionó la aversión que su propio padre sentía por mí cuando empezamos a salir, y cómo eso solo me había hecho más atractivo a sus ojos. Le respondí que Aiden no necesitaba mi ayuda en ese aspecto, pero entendí su punto de vista. Al final, Amy y yo decidimos que habría nuevas normas; la primera y más importante era que Tatum y Aiden nunca estarían solos en nuestra casa o en la de Aiden. Siempre debía haber padres presentes, y si algo así volvía a ocurrir, haríamos las cosas a mi manera. Tatum respondió con un mohín y un «vale». Aiden murmuró «pues vale», lo cual, una vez más, casi me hizo estallar, pero Amy me calmó poniéndome la mano en la rodilla.

—Papá —dice Tatum desde el sofá, sacándome de mis pensamientos—. He dicho que esperaremos la próxima vez.

Está malinterpretando mi vacilación como un deseo de seguir discutiendo cuando quieren estar solos.

—Vale. Bien. Estaré… Estaré en el despacho —murmuro. No sé qué voy a hacer allí, pero necesito pensar. Atravieso la cocina, pero antes de volver al pasillo, digo por encima del hombro—: A las diez.

—Sí, papá —responde Tatum.

Casi puedo oír cómo pone los ojos en blanco.

Al entrar en el despacho, cierro la puerta tras de mí, me acomodo en la silla frente al escritorio del ordenador… y me quedo sentado.

No me gusta mentir a mi hija sobre su madre, pero si le digo que Amy no ha aparecido en el aeropuerto, se va a volver loca. Me hará un montón de preguntas para las que no tendré respuesta. Puedo justificar el engaño para ganar algo de tiempo, pero ¿qué voy a decirle si no tengo noticias de Amy pronto?

Giro la silla para mirar por la ventana. El sol se ha hundido bajo el horizonte. Sus rayos han incendiado la parte inferior de las nubes.

Tal vez debería llamar a Liz.

Eso, sin duda, sería cruzar una línea. Amy no ha hablado con su hermana en más de dos años. Dudo que sepa dónde está mi mujer, pero quizá…

Cojo el teléfono y busco el número de Liz, pero en lugar de marcar me quedo mirándolo fijamente.

Si la llamo, pueden ocurrir dos cosas: o me ignorará y colgará, o se pondrá histérica y, como Tatum, me hará un montón de preguntas que no puedo responder.

Guardo rápidamente el teléfono en el bolsillo.

No voy a llamar a Liz. Al menos, no todavía.

Vuelvo a mirar por la ventana y decido un plan sencillo.

Si no he tenido noticias de Amy cuando salga el sol, llamaré a la policía.

Espero que no llegue a ese extremo. No creo que ocurra, pero tener un plan, aunque sea básico, me tranquiliza un poco.

Seguro que llamará.

No es más que un gran malentendido.

Tiene que serlo.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

Han pasado dos horas y no me he movido de esta silla.

El cielo tras la ventana se ha oscurecido por completo.

He revisado el teléfono al menos cien veces y he dejado más de una docena de mensajes en el de Amy.

El único progreso que he hecho es darme cuenta de que estoy en negación, quizá incluso en estado de shock. Me pareció extraño no tener noticias de Amy esta mañana. Esa «extrañeza» se convirtió en preocupación mientras esperaba en el aparcamiento del aeropuerto Los Ángeles, pero aún existía la posibilidad de una explicación simple: un teléfono sin batería o que Amy estuviera tan abrumada que se olvidó de llamarme. Era una posibilidad absurda, pero me aferraba a ella porque no podía procesar la alternativa.

La llamada a Malcolm destruyó esa posibilidad.

Definitivamente, algo va mal.

Amy mintió a Malcolm y me mintió a mí.

No estoy enfadado. Más que nada, estoy confundido.

Amy y yo somos compañeros. Somos amigos íntimos y amantes. No puedo imaginar mi vida sin ella. Escribimos nuestros propios votos para la boda. Le dije que no sabía para qué vivía hasta que nos conocimos, y entonces añadí: «Siempre fuiste tú». Ella me confesó que se volvió a enamorar de mí en ese preciso instante. Hemos construido una vida juntos. Hemos criado a una hija increíble. Por supuesto, como cualquier pareja, tenemos nuestros altibajos, pero aprendimos a lidiar con los momentos difíciles. Cuando discutimos, nunca se trata de ganar, sino de ayudar al otro a entender tu punto de vista, aunque no esté de acuerdo. Eso requiere confianza y no hay nadie en este mundo en quien confíe más que en Amy. Es la única razón por la que hemos llegado hasta aquí.

Por eso tiene que haber una razón por la que me dijo una cosa a mí y otra a Malcolm.

Sin embargo, el shock y el entumecimiento de la negación están siendo reemplazados por el miedo y el pavor al darme cuenta de que algo va terriblemente mal.

Otra revisión de mi teléfono me indica que Amy no ha enviado mensajes ni llamado, y que son las diez y diez.

Me levanto de la silla y me dirijo a la puerta para anunciar que es hora de que Aiden se vaya a casa, pero me detengo cuando escucho voces en la cocina, luego pasos que se dirigen por el pasillo hacia la puerta principal. Un momento después, la puerta se abre y se cierra.

Al menos esta noche no tengo que hacer de policía del toque de queda.

Salgo del estudio hacia el pasillo para comenzar mi ritual nocturno de cerrar la casa. Compruebo que las ventanas estén cerradas y las luces apagadas. Apago el televisor que dejaron encendido en el salón. Después de cerrar la puerta trasera, voy a ver la chimenea y me aseguro de que el gas esté cerrado. El piloto de encendido se estropeó la semana pasada, así que lo he añadido a mi rutina nocturna. Mientras verifico que el gas esté completamente cerrado, se oye el rugido del Mustang de Aiden en la calle. Mi mandíbula se tensa de manera involuntaria. Los vecinos me han asegurado que les encanta ese sonido a las diez de la noche. El rugido del Mustang aún es audible cuando la puerta principal se abre y se cierra de nuevo, y escucho los pasos de Tatum subiendo las escaleras hacia su habitación.

Termino mi ronda y llego a la puerta principal. Introduzco el código en el panel de seguridad y este responde con tres pitidos sostenidos para indicarme que el sistema está activado.

Mi mano va hacia el cerrojo, pero se detiene.

Hay algo antinatural en esto, como si estuviera cerrando las puertas del castillo y dejando a Amy fuera para que se las arregle sola con lo que sea que esté sucediendo.

El miedo y la ansiedad se aceleran. Se siente como ese momento en que te das cuenta de que estás teniendo una pesadilla y comienzas frenéticamente a decirte que despiertes.

Intento quitármelo de la cabeza mientras subo las escaleras. Al caminar por el pasillo hacia nuestro dormitorio, me detengo frente a la puerta cerrada del cuarto de Tatum.

Por un momento me planteo contárselo todo, pero, una vez más, imagino lo alterada que se pondría y las preguntas que me haría, preguntas que no puedo responder. Nada bueno saldría de decírselo ahora.

—Buenas noches, Tatum. —Eso es todo lo que logro decir.

—Buenas noches, papá —responde ella a través de la puerta, con el mismo tono y cadencia de siempre.

Continúo hacia el dormitorio.

Mi cerebro funciona en piloto automático mientras me cambio y me cepillo los dientes.

Hay una voz susurrante en mi cabeza.

«Mark, ¿qué estás haciendo? Necesitas despertar».

Meterme en la cama lo hace aún más evidente. Anoche no tuve problemas para dormir solo en esta cama, en cambio, ahora, Amy debería estar aquí.

«Mark…».

Mirando fijamente al techo, mi mente da vueltas en círculos.

Esa voz en mi cabeza se hace más fuerte, intentando atravesar los últimos vestigios del shock y el entumecimiento.

«Mark, tienes que despertar».

Mi mente está tan confusa que paso una hora mirando al techo antes de darme cuenta de que he olvidado apagar la luz del dormitorio. Me levanto, pulso el interruptor y vuelvo a la cama, pero pasa otra hora y mis ojos siguen bien abiertos.

«¡Despierta!».

Empiezo a sudar. El miedo y la ansiedad están en primer plano. El entumecimiento ha desaparecido.

«¡Mark! ¡Despierta, ahora mismo!».

Algo se rompe. Estoy despierto. No solo físicamente, sino mentalmente.

Necesito actuar. Está claro que algo va mal. Amy podría estar en peligro.

Tengo que llamar a la policía.

Apartando las sábanas de un tirón, me incorporo y enciendo la lámpara de la mesilla.

Cuando voy a coger el teléfono, este empieza a brillar y vibrar contra la mesa.

Lo cojo y miro el identificador de llamadas.

No reconozco el número, pero pulso el botón de responder.

—¿Diga?

—¿Señor Burcham? —pregunta una voz masculina.

—¿Sí?

—Soy el detective Jeff Harper del Departamento de Policía de Los Ángeles. Lamento llamar tan tarde, pero…

—¿Es Amy? ¿Está bien? —pregunto sin aliento. Me tiemblan tanto las manos que casi se me cae el teléfono.

—Me temo que necesitamos que venga al centro. Voy a enviar un coche a recogerlo.

—No. Dígame dónde está ella.

Capítulo 4

 

 

 

 

 

Tras pulsar el botón verde de plástico que tiene una grieta, la máquina emite un zumbido y expulsa un tique. Lo cojo de la ranura y la barrera del aparcamiento se levanta.

Hay muchos espacios libres en el primer nivel, pero los carteles indican que están reservados para el personal. Subo serpenteando hasta el segundo nivel, que está casi vacío. Aparco cerca de la escalera y bajo a pie.

Al salir a la calle, me golpea una brisa fría. He olvidado la chaqueta. Bastante hice con ponerme unos vaqueros.

No desperté a Tatum. En su lugar, le dejé una nota apresurada en la mesa de la cocina, diciendo que tenía que salir. Espero que no la lea. Espero que siga dormida.

Incluso a las tres de la madrugada, el ruido del tráfico de la autopista 5, que está solo a una manzana, es un zumbido constante de neumáticos, interrumpido ocasionalmente por el agudo rugido de una motocicleta.

Empiezo a caminar, manteniendo la mirada en la acera para evitar los ojos que me observan desde las pocas tiendas de campaña sucias y destartaladas que están pegadas a la oxidada valla metálica a mi derecha.

—¿Buscas algo? —pregunta una mujer, de pie junto a un refugio formado por una lona y dos carritos de la compra. Debe de tener unos cincuenta años, con el pelo corto y enmarañado. Señala una abertura en la lona que sirve de entrada—. Lo tengo yo.

Vuelvo a fijar la mirada en la acera y continúo hacia el edificio de ladrillo y hormigón. Es una mezcla discordante de arquitectura que no logro identificar, pero un letrero luminoso de plástico sobre la valla es claro:

 

CONDADO DE LOS ÁNGELES

DEPARTAMENTO DE MEDICINA FORENSE

LA LEY Y LA CIENCIA AL SERVICIO DE LA COMUNIDAD

 

Apenas soy consciente de que mis pies me llevan por un sendero y subo los escalones hasta una gran puerta de madera.

A través de los cristales, veo a un policía uniformado revisando su teléfono tras una mampara de plexiglás en una cabina dentro del vestíbulo. Levanta la vista, me ve, se inclina hacia delante y pulsa un botón en el escritorio.

Un deteriorado altavoz montado junto a la puerta cobra vida.

—Está cerrado —dice, con las palabras distorsionadas y crepitantes.

Lo entiendo. Hace frío y llevo esta vieja camiseta con la que pensaba dormir. No me veo muy diferente de la gente que acabo de pasar en la acera.

Presiono el botón bajo el altavoz y lo mantengo pulsado mientras respondo:

—Soy Mark Burcham. El detective Harper me ha llamado y dijo que necesitaba…

El oficial asiente, coge el teléfono de la base del escritorio, dice unas palabras y cuelga. Luego, pulsa otro botón.

La puerta emite un zumbido tan fuerte que retrocedo de manera involuntaria. Se oye el sonido de un cerrojo y el oficial me hace señas para que pase.

Empujo la manilla y la pesada puerta se abre hacia fuera. Entro.

El vestíbulo está cálido y hay un leve olor a antiséptico.

El agente de la garita me señala un banco de madera empotrado en la pared.

—Tome asiento. El detective Harper subirá en un minuto.

Murmuro algo entre un «gracias» y un «vale».

Cuando voy a sentarme, me fijo en la máquina de validación del aparcamiento sobre un estante de madera junto a la garita y me hago una nota mental para que me sellen el tique antes de irme.

Dios mío.

¿Qué demonios me pasa? ¿Por qué estoy pensando en la validación del aparcamiento en un momento como este?

Sacudo la cabeza y me siento.

El banco es demasiado estrecho y me obliga a mantener la espalda recta como una vara.

El agente ya ha vuelto a su teléfono, aparentemente, olvidándose de mi presencia.

Este lugar tiene el aspecto de un instituto mezclado con toques art déco que se ven en las viejas películas de cine negro, pero la ilusión se rompe por las duras luces fluorescentes del techo. En el vestíbulo se oyen débiles ecos procedentes de los pasillos que se bifurcan a izquierda y derecha, pero no veo a nadie, como si el edificio estuviera embrujado, lo que tiene cierta lógica perversa.

Suena un timbre de ascensor desde el pasillo a mi derecha. Momentos después, un hombre emerge en el vestíbulo. Es más o menos de mi edad, quizá un poco mayor, alto, fornido y con el pelo rapado. El agente me hace un gesto con la cabeza y el hombre se gira mientras me levanto.

—¿Señor Burcham? —pregunta el hombre.

—Sí.

Se acerca y me estrecha la mano solemnemente.

—Soy el detective Harper. —Su apretón es firme, pero sus rasgos son compasivos—. Sígame, por favor —dice, señalando hacia el pasillo del que ha salido.

Lo sigo mientras me guía hasta el ascensor, que aún está esperando desde su llegada. Entramos.

El interior es amplio y hay puertas delante y detrás, como las que encontrarías en un hospital.

—¿Ha tenido problemas para encontrar el lugar? —pregunta en un intento de hacer conversación mientras pulsa el botón del nivel inferior.

—No —respondo, mecánicamente.

—¿Algún problema con nuestros vecinos?

Niego con la cabeza.

—Bien, pero aun así voy a hacer que el agente Garland lo acompañe a su coche cuando terminemos. Es el tipo del vestíbulo.

—De acuerdo.

El ascensor se detiene y se abre a un pasillo flanqueado de puertas. Hay más luces fluorescentes en el techo que se reflejan en el suelo de linóleo blanco y negro.

—Por aquí —dice el detective Harper, saliendo del ascensor.

Lo sigo y echo vistazos furtivos a algunas de las salas al pasar. La mayoría están a oscuras, pero las que están iluminadas tienen el aspecto de antiguos laboratorios de ciencias de instituto.

Continúo siguiendo al detective Harper mientras gira por un pasillo lateral y se detiene frente a una puerta marcada como Sala de Reconocimiento 4.

Se vuelve hacia mí.

—Escuche, señor Burcham, no tenemos por qué hacerlo necesariamente de esta manera.

Parpadeo.

—¿Qué quiere decir? Pensaba que tenía que…

—Bueno, sí. Lo siento. Debería haber sido más claro. Necesitamos que haga esto, pero no tenemos por qué hacerlo necesariamente así. Podemos mostrarle una foto si lo prefiere.

Me lleva un momento procesar lo que está diciendo.

—No —respondo—. Necesito verla.

—¿Está seguro?

Asiento.

—De acuerdo —dice con evidente desgana—. Esto no va a ser fácil. Nunca lo es. No hay manera de evitarlo. Lo mejor es acabar con esta primera parte. Una pregunta. Eso es todo, y a partir de ahí seguiremos. ¿Lo entiende?

Asiento de nuevo, pero nada de esto es real.

No puede serlo.

—Por aquí —dice el detective Harper, abriéndome la puerta.

Entro.

La habitación es pequeña, estrecha y oscura. La mayor parte de la luz procede de un gran ventanal que ocupa casi toda la pared. A través de él se ve una sala casi idéntica a la que estoy ahora, salvo que hay una camilla con una forma familiar sobre ella, cubierta por una sábana. Un hombre de unos veintitantos años, con bata de laboratorio, espera junto a la cabecera.

El detective Harper entra y se coloca a mi lado.

—Por última vez —dice con suavidad—. ¿Está seguro?

Las rodillas empiezan a fallarme y mi pulso es errático, pero consigo susurrar:

—Sí.

El detective Harper mira al tipo a través de la ventana y hace un sutil gesto con la mano.

El hombre de la otra sala levanta la sábana y la retira despacio.

Sobre la mesa yace el cuerpo de una mujer.

Su rostro está sereno, como si durmiera, excepto por los labios, que han adquirido un tono azulado oscuro.

—Señor Burcham —dice el detective Harper—. ¿Reconoce a esta mujer?

Es la pregunta más surrealista que me han hecho jamás.

Conozco cada centímetro de esta mujer. Su pelo, su cuello, sus hombros, sus pechos, sus brazos, sus manos, incluso la alianza en su dedo. También está el collar. El collar con el pequeño colgante en forma de rosa. Lo llevaba a menudo, aunque la entristecía muchísimo.

Sí. Reconozco a esta mujer.

Lo que no reconozco es lo que lleva puesto, y es por eso por lo que estoy viendo la mayor parte de su cuerpo: un sujetador de encaje escarlata, ropa interior y medias a juego, y tacones de aguja negros.

—¿Señor Burcham?

—Es Amy… Es mi esposa.

Capítulo 5

 

 

 

 

 

—La encontraron en un callejón de Skid Row. Parece que llevaba allí uno o dos días. Alguien la encontró y detuvo a un policía.

El detective Harper y yo estamos sentados en una pequeña oficina a pocas puertas de la sala de reconocimiento.

—¿Skid Row? ¿Qué hacía ella en Skid Row? —pregunto—. ¿Y de quién es esa ropa?

—Es la que llevaba cuando la encontramos —responde tras morderse el labio inferior. Consulta sus notas—. También encontramos su bolso, pero estaba vacío, lo que no es sorprendente dado el lugar donde la encontraron. Lo único que dejaron fue su identificación. Así pudimos contactar con usted.

—¿Dejaron su identificación?

—Lo he visto antes. La identificación no tiene valor para quien encontró el cuerpo y cogió sus pertenencias. Solo serviría para probar que estuvieron allí si los atraparan con ella.

—Pero ¿por qué no se llevaron su anillo? ¿O su collar?

Se muerde el labio otra vez y se encoge de hombros.

—No tengo ni idea. Quizá el anillo era difícil de quitar. En cuanto al collar, quién sabe. Pudo haberse caído detrás de ella y no lo vieron. La cadena es bastante fina. Tal vez nunca lo sepamos.

Asiento y miro al suelo.

«Amy, ¿qué haces aquí? ¿Qué está pasando? ¿Por qué estás…?».

—¿… última vez que vio a su esposa?

—¿Qué? —pregunto, volviendo al presente.

—¿Cuándo fue la última vez que vio a su esposa? —repite el detective Harper, tomando notas.

—Eh… El viernes. Alrededor del mediodía. La dejé en el aeropuerto. Volaba a Boston por trabajo.

—¿En qué trabajaba?

Trabajaba.

Su uso del tiempo pasado suena mal, pero es correcto. Después de todo, acabo de ver a Amy muerta sobre esa mesa.

—¿Señor Burcham? —pregunta, levantando la vista de su bloc.

—Trabaja… Trabajaba en un fondo de inversión.

—¿Qué hacía allí?

—Se encargaba de conseguir nuevas cuentas.

Asiente, escribe y continúa:

—¿Y usted?

—¿Yo?

—Sí. ¿A qué se dedica?

—Oh. Soy… Soy un padre que se queda en casa. Tenemos una hija. Tatum. Se gradúa este año del instituto.

Dios, espero que Tatum siga dormida. ¿Qué voy a decirle? ¿Cómo voy a decirle que su madre se ha…?

—¿… con su esposa?

De nuevo, vuelvo al presente.

—Lo siento, detective. ¿Qué me ha preguntado?

Descarta mi disculpa con un gesto comprensivo.

—No pasa nada. Tiene mucho que asimilar. Le preguntaba si esa fue la última vez que habló con su esposa.

—No. Me llamó el viernes por la noche para avisarme de que se había registrado en su hotel.

—¿En Boston?

Mi respuesta automática de sí se me atasca en el pecho. Me llamó desde su móvil, pero después de hablar con Malcolm, me doy cuenta de que no sé dónde estaba. Supuse que estaba en Boston porque la había dejado en el aeropuerto y eso fue lo que me dijo, pero quizá ya estaba de vuelta en Los Ángeles. Y, por alguna razón, no le estoy contando al detective Harper que Amy nos estaba mintiendo a su jefe y a mí.

Mi desconcierto me supera.

—No lo entiendo —digo, presionándome la frente con la mano, intentando contener una migraña creciente—. ¿Ha dicho que llevaba en el callejón al menos un día?

Asiente.

—Entonces, ¿por qué cogería un avión el viernes para volver al día siguiente?

Es una pregunta más bien para mí mismo, pero el detective Harper tiene algo en mente porque deja de escribir y muerde el extremo del bolígrafo.

—¿Qué? —pregunto.

Está a punto de responder, pero se detiene.

—¿Detective?

—Mire, señor Burcham, no tiene sentido especular en este momento…

—Dígamelo —insisto, incapaz de evitar que mi voz se eleve.

Suspira.

—Señor Burcham, lo más probable es que su esposa nunca saliera de Los Ángeles.

—¿Qué? —pregunto, casi riendo con incredulidad—. No. Cogió un vuelo directo de American Airlines a Boston, el cuatrocientos treinta y nueve. Yo la dejé en el aeropuerto.

—¿La vio subir al avión?

—Por supuesto que no.

Otra vez ese mordisco en el labio.

La migraña aumenta de intensidad.

Sé que Amy me mintió sobre el cliente potencial en Boston, pero, por alguna razón, nunca se me ocurrió que no hubiera cogido el avión.

Por supuesto, el detective Harper tiene razón.

La mentira de Amy se ha vuelto mucho más profunda.

No solo me mintió sobre la reunión con un cliente.

Me engañó diciendo que iba a alguna parte.

Capítulo 6

 

 

 

 

 

—¿Seguro que puede conducir? —me pregunta el detective Harper mientras salimos al vestíbulo—. Puede dejar su coche aquí esta noche y recogerlo mañana.

—Estoy bien —respondo.

No estoy seguro de estarlo, pero siento que es lo que debo decir. Necesito llegar a casa antes de que Tatum se despierte. Necesito estar allí para nuestra hija.

El detective Harper tenía más preguntas. Eran de carácter general y las respondí lo mejor que pude. Pensaba que empezaba a sentirme tranquilo, con la mente clara y lo suficientemente controlado para conducir, pero eso fue hace treinta minutos, y las náuseas y los temblores vienen en ciclos.

—¿Está seguro? —insiste el detective Harper.

—Sí.

—¿Y no quiere que el agente Garland lo acompañe hasta su coche?

Desde su cabina, el agente Garland lanza una mirada que dice que hará lo que el detective Harper ordene, pero que preferiría seguir deslizando el dedo por su teléfono.

—Estoy bien —respondo.

El detective Harper asiente.

—De acuerdo. Vuelva a casa con cuidado y, como le dije, si usted o su hija necesitan hablar con alguien, podemos ponerles en contacto con excelentes terapeutas.

—Gracias —respondo aturdido, todavía pensando en la imagen de Amy sobre esa mesa cuando, de repente, me asalta una idea—. ¿Puedo llevarme su anillo? ¿Y el collar?

El detective Harper hace una mueca.

—Lo siento, pero necesitamos retenerlos unos días. Podrían tener pruebas, como huellas dactilares. Me aseguraré de devolvérselos tan pronto como terminemos con las pruebas y los resultados de la autopsia. Mientras tanto, si recuerda algo más, llámeme.

Me entrega una tarjeta.

—Lo haré —digo asintiendo y me guardo la tarjeta en el bolsillo—. Gracias, detective.

Me estrecha la mano, se gira y regresa al ascensor, dejándome de pie en el vestíbulo.

Autopsia.

Van a abrir a Amy y a desmembrarla.

Como si encontrarla casi desnuda en un callejón no fuera suficiente, el detective Harper va a cortarla en pedazos.

¿Y por eso acabo de darle las gracias?

Una oleada de náuseas me atraviesa.

«Gracias, detective. Gracias por profanar el cuerpo de mi esposa. Gracias por empeorar todo esto».

¿Le abrirán el cráneo?

En mi cabeza, veo a Amy tumbada en la mesa con ese rostro sereno mirando hacia arriba mientras la hoja giratoria se acerca lentamente a su frente. Esos ojos. Esos labios azules. Esos labios que besé el viernes mientras estábamos en la acera a las puertas del aeropuerto. Ese beso, que ahora es el último de mil besos.

Amy se ha ido.

Un millón de imágenes corren por mi cerebro. Un millón de recuerdos. Veinte años de matrimonio. De hitos y frustraciones, y los mejores momentos de nuestras vidas que navegamos juntos. Los recuerdos se alzan y se estrellan contra esas tristes palabras: Amy se ha ido.

Amy no puede haberse ido.

En unas horas, me llamará y me explicará que su teléfono se quedó sin batería. Me dirá que la reunión con el cliente potencial fue genial y que está deseando volver a casa y sentarse a cenar con Tatum y conmigo, donde los tres…

Un claxon suena detrás de mí.

Estoy sentado en mi coche en la salida del aparcamiento. La pantalla manchada de suciedad del terminal fuera de mi ventana me pide el tique.

¿Cómo he llegado hasta aquí?

No recuerdo haber caminado hasta mi coche. No recuerdo haberme subido y arrancado el motor, tampoco recuerdo haber conducido hasta el nivel inferior para llegar aquí.

La furgoneta oxidada en mi retrovisor toca el claxon de nuevo y una voz grita desde la ventanilla abierta del conductor.

—¡Joder, avanza! —La voz reverbera contra el suelo de hormigón, el techo y los pilares.

Después de hacer un gesto de disculpa avergonzado, busco mi tique de aparcamiento.

He olvidado la validación.

Introduzco el tique en la máquina. Me informa de que debo doce dólares. Tanteo torpemente mi tarjeta de crédito, la inserto en la ranura parpadeante y espero.

De repente, ya no me preocupa el tipo que tengo detrás. Me preocupa el hecho de que no puedo recordar haber salido del edificio y llegado hasta aquí.

El terminal expulsa mi tarjeta. La recojo y la lanzo al asiento del copiloto.

La barrera del aparcamiento se levanta y espero a que pasen dos coches antes de…

Toc, toc, toc.

Casi grito.

—¿Puedes ayudarme? —pregunta un hombre con una barba sucia y rostro demacrado mientras permanece de pie junto a mi ventanilla.

Fijo la mirada al frente, piso el acelerador y salgo a la calle.

Capítulo 7

 

 

 

 

 

Ahí está.

El sonido que he estado temiendo: pasos en el pasillo de arriba.

Tatum está despierta.