El universo de cristal - Dava Sobel - E-Book

El universo de cristal E-Book

Dava Sobel

0,0
10,99 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

A mediados del siglo XIX, el Observatorio de Harvard comenzó a emplear a mujeres como calculadoras o "computadoras humanas" para interpretar las observaciones que sus contrapartes masculinas realizaban por telescopio cada noche. Al principio este grupo incluía a las esposas, hermanas e hijas de los astrónomos residentes, pero pronto incluyó a graduadas de las nuevas universidades de mujeres Vassar, Wellesley y Smith. A medida que la fotografía transformaba la práctica de la astronomía, las damas pasaban de la computación a estudiar las estrellas capturadas en placas fotográficas de vidrio. El universo de cristal del medio millón de placas que Harvard acumuló durante las décadas siguientes permitió a las mujeres hacer descubrimientos extraordinarios: ayudaron a identificar de qué estaban hechas las estrellas, las dividieron en categorías significativas y encontraron una manera de medir distancias en el espacio por la luz que emiten. Entre estas mujeres destacaban Williamina Fleming, una escocesa contratada originalmente como criada que identificó diez novas y más de trescientas estrellas variables; Annie Jump Cannon, que diseñó un sistema de clasificación estelar adoptado por los astrónomos de todo el mundo y que sigue vigente; y la doctora Cecilia Helena Payne, que en 1956 se convirtió en la primera profesora titular de astronomía, y la primera mujer jefa de departamento de Harvard.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Dava Sobel

El Universo de cristal

La historia de las mujeres de Harvard que nos acercaron las estrellas

 

 

 

 

 

A las mujeres que han sido mi apoyo:

Diane Ackerman, Jane Allen, K. C. Cole,

Mary Giaquinto, Sara James, Joanne Julian,

Zoë Klein, Celia Michaels, Lois Morris,

Chiara Peacock, Sarah Pillow, Rita Reiswig,

Lydia Salant, Amanda Sobel, Margaret

Thompson y Wendy Zomparelli,

con amor y agradecimiento.

PREFACIO

Un pedacito de cielo. Era una forma de ver la lámina de vidrio que tenía delante. Medía más o menos lo mismo que un portarretratos, veinte por veinticinco centímetros, y no más gruesa que el cristal de una ventana. Estaba recubierta por un lado con una fina capa de emulsión fotográfica, que ahora contenía varios miles de estrellas fijas, como diminutos insectos atrapados en ámbar. Uno de los hombres había pasado toda la noche en el exterior, orientando el telescopio para capturar esa imagen, junto a una docena más que formaban el montón de placas de cristal que la estaban esperando cuando llegó al observatorio a las 9 de la mañana. En un ambiente cálido y seco, con su vestido largo de lana, se dirigió hacia las estrellas. Determinaba sus posiciones en la cúpula celestial, medía su brillo relativo, estudiaba cómo cambiaba su luz a lo largo del tiempo, obtenía indicios de su contenido químico y, de vez en cuando, descubría algo que posteriormente aparecía en la prensa. Sentadas junto a ella, otras veinte mujeres hacían exactamente lo mismo.

Era la única oportunidad laboral que el Observatorio de Harvard ofrecía a las mujeres al principio del último cuarto del siglo xix, y no era algo habitual para una institución científica, y puede que incluso menos para un bastión masculino como era la Universidad de Harvard. Sin embargo, la amplitud de miras del director a la hora de contratar personal, unida a su compromiso de fotografiar sistemáticamente el cielo nocturno durante décadas, creó un campo de trabajo para las mujeres en un universo de cristal. La financiación para estos proyectos provenía principalmente de dos herederas con un gran interés en la astronomía: Anna Palmer Draper y Catherine Wolfe Bruce.

El numeroso personal femenino, al que a veces se hacía referencia como el harén, estaba formado tanto por mujeres jóvenes como mayores. Eran buenas en matemáticas o eran devotas astrónomas o ambas cosas. Algunas formaban parte del alumnado de las recientemente creadas escuelas superiores femeninas, aunque otras solo aportaban los conocimientos adquiridos en la escuela secundaria y sus habilidades innatas. Incluso antes de conquistar el derecho a voto, muchas de ellas realizaron contribuciones de tanta importancia que sus nombres se ganaron un lugar de honor en la historia de la astronomía: Williamina Fleming, Antonia Maury, Henrietta Swan Leavitt, Annie Jump Cannon y Cecilia Payne. Este libro es su historia.

PRIMERA PARTE

Los colores de la luz

de las estrellas

«Recorrí el cielo en busca de cometas durante

una hora, y luego me entretuve fijándome en la variedad de colores. Me sorprende haber sido durante tanto tiempo insensible a esta belleza de los cielos,

las tonalidades de las diferentes estrellas son de variedades muy sutiles. […] Qué lástima que alguno de nuestros fabricantes no pueda robar para sus tintes

el secreto de los colores de las estrellas...»

Maria Mitchell (1818-1889)

Profesora de astronomía, Vassar College

«Las yeguas blancas de la luna corren por el cielo

golpeando con sus cascos dorados los cielos de cristal»

Amy Lowell (1874-1925)

Ganadora del Premio Pulitzer de poesía

01

El propósito de la señora Draper

La mansión draper, en la parte alta de la avenida Madison a la altura de la calle 40, rebosaba del nuevo resplandor de la luz eléctrica en la noche de fiesta del 15 de noviembre de 1882. La Academia Nacional de Ciencias se reunía esa semana en la ciudad de Nueva York y el doctor Henry Draper y su señora habían invitado a unos cuarenta de sus miembros a cenar. Mientras la habitual luz de gas iluminaba el exterior de la casa, las innovadoras lámparas incandescentes de Edison ardían en el interior —algunas flotando en cuencos llenos de agua— para el divertimento de los invitados a la mesa.

El mismo Thomas Edison se sentaba entre ellos. Había conocido a los Draper años atrás, en una excursión al territorio de Wyoming para ser testigos del eclipse total de sol del 29 de julio de 1878. Durante esa pausa memorable de oscuridad a mediodía, mientras el señor Edison y el doctor Draper llevaban a cabo sus observaciones planificadas, la señora Draper iba enumerando en voz alta los segundos que duraba la completa oscuridad (165 en total) para el beneficio de todos los expedicionarios, desde el interior de una tienda de campaña, donde permanecía apartada, sin poder ver el espectáculo, para que este no la desconcertara y le hiciera perder la cuenta.

La pelirroja señora Draper, una famosa heredera y anfitriona, supervisaba con satisfacción su salón bañado en luz eléctrica. Ni siquiera Chester Arthur en la Casa Blanca iluminaba sus cenas con electricidad. Ni tampoco podía congregar a un grupo tan impresionante de celebridades científicas. Mientras tanto, la señora Draper daba la bienvenida a los famosos zoólogos Alexander Agassiz, que había bajado desde Cambridge, Massachusetts, y a Spencer Baird, que había subido desde la Institución Smithsoniana de Washington. Presentó al amigo de la familia Whitelaw Reid del New York Tribune a Asaph Hall, famoso en todo el mundo por su descubrimiento de las dos lunas de Marte, y al experto solar Samuel Langley, al igual que a los directores de todos los observatorios destacados de la costa este. Ningún astrónomo del país se podía permitir rechazar una invitación a una cena en casa de Henry Draper.

De hecho, esta era la casa de la señora Draper —el hogar de su infancia, construido por su difunto padre, el magnate del ferrocarril y del negocio inmobiliario Cortlandt Palmer, mucho antes de que el vecindario fuera tan popular—. Ella se había asegurado de que la casa fuera lo más adecuada posible para Henry, con todo el tercer piso convertido en su taller de maquinaria y la buhardilla situada sobre el establo reconvertida en laboratorio químico, al que él podía llegar a través de un pasillo cubierto conectado con la casa.

La señora Draper apenas había prestado atención a las estrellas antes de conocer a Henry, no más que la que había podido prestar a los granos de arena de la playa. Fue él quien le mostró los sutiles colores y las diferencias en la luminosidad de las estrellas, incluso cuando le susurró al oído su sueño de dejar la medicina por la astronomía. Aunque al principio había mostrado interés solo para complacer a su marido, hacía tiempo que se había convertido en su pasión y había demostrado ser una compañera voluntariosa tanto en la observación astronómica como en el matrimonio. ¿Cuántas noches había pasado arrodillada a su lado en la frialdad de la oscuridad, rociando con una emulsión pestilente las placas fotográficas de cristal que su marido usaba con sus telescopios artesanales?

Una mirada de reojo al plato de Henry le confirmó que no había probado bocado alguno del banquete que tenía frente a él. Estaba luchando contra un resfriado o tal vez se tratase de una neumonía. Unas semanas antes, mientras estaba cazando junto a sus antiguos compañeros del ejército de la Unión en las montañas Rocosas, se desató una tormenta de nieve que los dejó aislados por encima de la zona forestal, lejos de cualquier refugio. El frío y el agotamiento de ese día aún molestaban a Henry. Tenía muy mal aspecto, tanto que de repente parecía un anciano con solo cuarenta y cinco años. Aun así, continuó charlando amablemente con todo el mundo, explicando de nuevo, cada vez que alguien le preguntaba, cómo había podido generar corriente para las lámparas de Edison a partir de su propio generador alimentado por gas.

Dentro de poco, Henry y ella iban a salir de la ciudad en dirección a su observatorio privado, río arriba, en Hastings-on-Hudson. Ahora, que por fin había renunciado a su plaza de profesor en la facultad de la Universidad de Nueva York, podían dedicarse a cumplir su objetivo más importante. En los quince años que llevaban juntos, ella había sido testigo de sus logros históricos en el campo de la fotografía de estrellas, que le habían supuesto todo tipo de honores —la Medalla de Oro del Congreso en 1874, su elección para la Academia Nacional de Ciencias, su aceptación como miembro de la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia. ¿Qué diría el mundo cuando su Henry resolviera el antiquísimo misterio aparentemente irresoluble de la composición química de las estrellas?

Después de darles las buenas noches a sus invitados y llegando esa noche brillante a su fin, Henry Draper se dio un baño caliente, se acostó y allí se quedó. Falleció cinco días después.

De entre todas las muestras de apoyo que recibió después del funeral de su marido, Anna Palmer Draper vio aliviado su dolor gracias a la correspondencia con el profesor Edward Pickering del Observatorio de la Universidad de Harvard, uno de los invitados a la reunión académica la noche en la que Henry empeoró.

«Estimada Sra. Draper —escribió Pickering el 13 de enero de 1883—, el Sr. Clark [de Alvan Clark e hijos, los famosos fabricantes de telescopios] me cuenta que usted se dispone a completar el trabajo en el que estaba involucrado el Dr. Draper, y mi interés en la materia es la excusa perfecta para dirigirme a usted. No es necesario que exprese la satisfacción que siento al saber que usted ha tomado esa decisión, dado que es obvio que no hay monumento más imperecedero que usted pudiera erigir a la memoria de su marido».

De hecho, esa era la intención de la señora Draper. Henry y ella no tenían hijos que pudieran continuar su legado, así que decidió llevarlo a cabo ella misma.

«Soy consciente de la dificultad de su tarea —continuaba Pickering—. No hay ningún astrónomo en todo el país cuyo trabajo sea más difícil de completar que el del Dr. Draper. Tenía esa habilidad y esa extraordinaria perseverancia que hacían que pudiera conseguir resultados después de ensayos y fracasos que hubieran descorazonado a cualquier otro».

Pickering se refería concretamente a las más recientes fotografías del doctor de las estrellas más brillantes. Estas algo más de cien fotografías habían sido tomadas a través de un prisma que fragmentaba la luz estelar en el espectro de colores que la componían. Aunque el proceso fotográfico reducía los matices de los colores del arcoíris a blanco y negro, las imágenes captaban patrones de líneas dentro de cada espectro —líneas que indicaban los elementos constituyentes de las estrellas—. En la conversación que siguió a la cena de la gala de noviembre, Pickering había ofrecido su ayuda para descifrar los patrones espectrales midiéndolos con un equipo especial de Harvard. El doctor había declinado la oferta, confiando en que su reciente adquirida libertad al renunciar a su plaza en la Universidad de Nueva York le permitiría disponer del tiempo suficiente para construir su propio aparato medidor. Pero ahora todo eso había cambiado, por lo que Pickering volvió a ofrecer su ayuda, en esta ocasión a la señora Draper. Tal como decía en su carta: «Me sentiría enormemente satisfecho si pudiera hacer algo en memoria de un amigo cuyos talentos siempre admiré».

«Sea cual fuere su decisión final respecto al gran trabajo que ha emprendido —concluía Pickering—, le ruego que recuerde que, si puedo aconsejarla o ayudarla de cualquier forma, sería lo mínimo que podría hacer en agradecimiento al Dr. Draper por una amistad que siempre valoraré, pero que nunca podré reemplazar».

La señora Draper se apresuró a responder solo un par de días después, el 17 de enero de 1883, en papel de carta ribeteado de negro.

«Mi estimado profesor Pickering:

»Muchas gracias por su amable y alentadora carta. Lo único que me interesa actualmente es continuar el trabajo de Henry, a pesar de que no me siento capacitada para la labor y a veces me falla el coraje —entiendo los planes de Henry y su forma de trabajar, puede que mejor que nadie en el mundo, pero no puedo seguir sin un ayudante y mi mayor dificultad es encontrar una persona lo suficientemente familiarizada con la física, la química y la astronomía como para llevar a cabo las distintas investigaciones—. Puede que encuentre necesario contar con dos ayudantes, uno para el observatorio y otro para el trabajo de laboratorio, porque no veo probable encontrar una persona con la diversidad de conocimientos científicos que era caracteristica de Henry».

Estaba dispuesta a pagar buenos salarios para así poder contratar a los hombres mejor cualificados como ayudantes. Junto a sus dos hermanos había heredado los enormes bienes inmuebles de su padre y Henry había administrado su parte de la fortuna con excelentes resultados.

«Es muy duro que nos haya dejado justo cuando había arreglado todos sus asuntos para poder disponer del tiempo suficiente para llevar a cabo el trabajo del que realmente disfrutaba y en el que podría haber logrado tanto. No lo puedo aceptar de ninguna manera». Aun así, esperaba poner en marcha el trabajo lo antes posible bajo su dirección, y «entonces, cuando pueda comprar el lugar que ocupa el observatorio en Hastings, llevarlo a cabo».

Henry había construido la instalación sobre los terrenos de un refugio de campo propiedad de su padre, el doctor John William Draper. Su padre, el primer médico de la familia que combinaba la medicina con una investigación activa en química y astronomía, había fallecido ya viudo el enero anterior. En su testamento legaba todo su patrimonio a su querida hermana soltera, Dorothy Catherine Draper, quien, a fin de financiarle su educación, había fundado y dirigido una escuela femenina en su juventud. No estaba claro si la viuda de Henry podría conseguir el control de la propiedad de Hastings tal como deseaba, trasladando allí el laboratorio de Henry de la avenida Madison, y creando así, en ese lugar, una institución dedicada a la investigación con el nombre de Observatorio Físico y Astronómico Henry Draper.

«Yo misma me encargaré de la dirección de la institución tanto tiempo como pueda —le dijo a Pickering—. Es el único monumento adecuado que puedo erigir en memoria de Henry y el único modo de perpetuar su nombre y su trabajo».

Al final suplicó el consejo de Pickering. «Estoy tan excepcionalmente sola en el mundo que no podría hacer nada sin saber que puedo contar con el consejo de esos amigos que estaban interesados en el trabajo de Henry».

Pickering la animó a que publicara los descubrimientos hechos por su marido hasta la fecha, dado que le llevaría mucho tiempo añadir alguno a la lista. Una vez más se ofreció a examinar las placas fotográficas de cristal con el instrumental de Harvard, si ella fuera tan amable de mandarle algunas.

La señora Draper aceptó, pero pensó que era mejor llevarle las placas en persona. Se trataba de objetos pequeños, de entre seis y siete centímetros cuadrados cada uno.

«Debo ir a Boston en el transcurso de los próximos diez días para atender algunos asuntos de negocios con uno de mis hermanos —le escribió el 25 de enero—. Si acaso, puedo llevarme los negativos e ir a Cambridge por unas horas, y, si le viniera bien, podría mirar las fotografías con usted y ver qué piensa de ellas».

Tal como habían acordado, llegó a Summerhouse Hill en la parte alta de Harvard Yard el viernes, 9 de febrero, por la mañana, acompañada del mejor amigo de su marido y colega, George F. Barker de la Universidad de Pensilvania. Barker, que estaba preparando una biografía de Henry, era uno de los invitados de los Draper la noche de la cena de académicos. Más tarde, esa misma noche, cuando Henry sintió de repente un frío aterrador mientras se estaba bañando, fue Barker quien ayudó a sacarlo de la bañera y a llevarlo hasta su cuarto. A continuación, pidió a otro de los invitados a la cena, el doctor Metcalfe, vecino de los Draper, que regresara a la casa inmediatamente. El doctor Metcalfe diagnosticó una pleuresía doble. A pesar de que, por supuesto, Henry recibió los mejores cuidados —y mostró alguna prometedora señal de mejoría— la infección se propagó a su corazón. El domingo el doctor constató los signos de una pericarditis, que precipitó el fallecimiento de Henry sobre las cuatro de la mañana del lunes, 20 de noviembre.

La señora Draper había visitado observatorios junto a su marido tanto en Europa como en los Estados Unidos, pero no había puesto un pie en ninguno de ellos durante meses. En Harvard, el gran edificio abovedado que albergaba los distintos telescopios también incluía la residencia del director. El profesor y la señora Pickering la condujeron a las confortables habitaciones y la hicieron sentir como en casa.

La señora Pickering, de soltera Lizzie Wadsworth Sparks, hija del expresidente de Harvard, Jared Sparks, no ayudaba a su marido en sus observaciones, a diferencia de la señora Draper, pero ejercía de vivaz y encantadora anfitriona de la institución.

Una educación exagerada, aunque auténtica, caracterizaba el estilo como director de Edward Charles Pickering. Si las estrecheces financieras del observatorio le obligaban a pagar exiguos salarios a sus jóvenes y entusiastas ayudantes, eso no le impedía dirigirse a ellos respetuosamente como señor Wendell o señor Cutler. Se dirigía a los astrónomos de más antiguedad como Profesor Rogers y profesor Searle, y ante todos se quitaba el sombrero y hacía una reverencia a las damas —la señorita Saunders, la señora Fleming, la señorita Farrar y a todas las demás— que llegaban cada mañana para realizar los cálculos necesarios sobre las observaciones llevadas a cabo por la noche.

¿Era habitual, preguntó la señora Draper, contratar a mujeres para realizar esos cálculos? No, le respondió Pickering, hasta donde él sabía esa práctica era exclusiva de Harvard, que en ese momento contaba con seis mujeres «calculadoras». Mientras que, admitió Pickering, sería indecoroso someter a una mujer al agotamiento, por no decir al frío invernal que conllevaba la observación nocturna con los telescopios, mujeres con habilidad para las cifras podían ser acomodadas en la sala de computación, donde hacían honor a la profesión. Selina Bond, por ejemplo, era la hija del admirado primer director del observatorio, William Cranch Bond, y también la hermana de su igualmente venerado sucesor, George Phillips Bond. Actualmente estaba ayudando al profesor William Rogers a fijar con exactitud las posiciones (en los equivalentes celestes de latitud y longitud) de varios miles de estrellas en la zona de los cielos visible desde Harvard, como parte de un proyecto administrado por el Astronomische Gesellschaft de Alemania, que pretendía trazar un mapa mundial de todas las estrellas vistas desde la Tierra. El profesor Rogers pasaba todas las noches claras junto al gran instrumento de tránsito anotando las veces que las estrellas individuales cruzaban la tela de araña del ocular. Dado que el aire —incluso el aire limpio— curva las trayectorias de las ondas de luz, desplazando las posiciones aparentes de las estrellas, la señorita Bond aplicaba una fórmula matemática que corregía las desviaciones en las anotaciones del profesor Rogers debidas a los efectos atmosféricos. Utilizaba fórmulas y tablas adicionales para tener en cuenta la influencia de otros posibles factores, como, por ejemplo, el avance de la Tierra en su órbita anual, la dirección de su rumbo y la inclinación de su eje.

Anna Winlock, al igual que la señorita Bond, había crecido en el observatorio. Era la hija mayor de su ingenioso tercer director, Joseph Winlock, el predecesor inmediato de Pickering. Winlock había fallecido de una enfermedad repentina en junio de 1875, la semana en que Anna se graduaba en la escuela secundaria de Cambridge. Fue a trabajar poco después como «calculadora» para ayudar a su madre y a sus hermanos pequeños.

Por el contrario, Williamina Fleming no tenía ninguna relación ni familiar ni universitaria con el observatorio. Había sido contratada en 1879, en la parte de la residencia, como segunda doncella. Aunque había acudido a la escuela en su Escocia natal, ciertas circunstancias —su matrimonio con James Orr Fleming, su traslado a América, el abandono repentino de su marido— la obligaron a buscar trabajo en una «condición delicada». Cuando la señora Pickering se dio cuenta de las habilidades de su nueva sirvienta, el señor Pickering la reasignó como copista y calculadora a tiempo parcial en la otra ala del edificio. Tan pronto como la señora Fleming dominó sus tareas en el observatorio, el inminente nacimiento de su hijo la llevó de vuelta a su casa de Dundee. Allí estuvo recluida más de un año, para regresar de nuevo a Harvard en 1881, dejando a su hijo, Edward Charles Pickering Fleming, al cuidado de su madre y de su abuela.

Ninguno de los proyectos que estaban en marcha en el observatorio le era familiar a la señora Draper. Los métodos personales y su posición como aficionado le daban a Henry la libertad de trabajar en lo que le interesaba, situándole en la vanguardia de la fotografía estelar y de la espectroscopia, mientras que el personal profesional de Cambridge perseguía objetivos más tradicionales. Cartografiaban los cielos, monitorizaban las órbitas de planetas y lunas, seguían las trayectorias de cometas y también proporcionaban señales horarias vía telégrafo a la ciudad de Boston, a seis líneas de ferrocarril y a numerosas empresas privadas como la empresa de relojes Waltham. El trabajo exigía tanto una atención escrupulosa al detalle como una enorme capacidad para soportar el aburrimiento.

Cuando a sus treinta años Pickering se convirtió en director, el 1 de febrero de 1877, su responsabilidad primordial era obtener el suficiente dinero para que el observatorio siguiera siendo solvente. No recibía apoyo alguno de la universidad para pagar los salarios, comprar los suministros o para publicar los resultados de sus trabajos. Aparte de lo que recibía por su servicio de hora exacta, el observatorio dependía completamente de las contribuciones particulares. Ya había pasado una década desde la última petición de fondos. Pickering convenció rápidamente a unos setenta entusiastas astrónomos para que se comprometieran a donar entre 50 y 200 dólares al año durante cinco años y, mientras esas suscripciones iban llegando, vendió los recortes del césped de los seis acres que componían los campos del observatorio para obtener una pequeña ganancia. (Aportaban unos 30 dólares por año, lo suficiente para cubrir unas 120 horas de tiempo dedicado a los cálculos).

Nacido y criado en Beacon Hill, Pickering se movía como pez en el agua entre la adinerada aristocracia de Boston y las salas académicas de la Universidad de Harvard. En los diez años que había pasado enseñando física en el incipiente Instituto Tecnológico de Massachusetts (conocido por sus siglas en inglés, MIT), había revolucionado la enseñanza al instalar un laboratorio en el que los estudiantes aprendían a pensar por sí mismos mientras resolvían problemas a través de experimentos que él mismo había diseñado. Al mismo tiempo realizaba su propia investigación, explorando la naturaleza de la luz. También construyó y puso en funcionamiento, en 1870, un aparato que transmitía el sonido gracias a la electricidad —un aparato en principio idéntico al que perfeccionó y patentó seis años más tarde Alexander Graham Bell—. Pickering, sin embargo, nunca pensó en patentar ninguno de sus inventos porque creía que los científicos deben compartir sus ideas libremente.

En Harvard, Pickering escogió un tema de investigación de una importancia fundamental que había sido desatendido en la mayoría de los demás observatorios: la fotometría o la medida del brillo de las estrellas individuales.

Los contrastes evidentes en el brillo de las estrellas suponían un reto para los astrónomos, que debían explicar por qué algunas estrellas eclipsan a otras. Así como oscilaban en un rango de colores, las estrellas aparentemente también se encontraban en un rango de tamaños, y además estaban situadas a diferentes distancias de la Tierra. Los astrónomos de la antigüedad las habían clasificado a lo largo de un continuo, desde las más brillantes de «primera magnitud» bajando hasta las de «sexta magnitud» al límite de la percepción a simple vista. En 1610 el telescopio de Galileo reveló una multitud de estrellas que no habían sido vistas hasta entonces, bajando el límite inferior de la escala de luminosidad hasta la undécima magnitud. En la década de 1880, los telescopios de mayor tamaño como los del Gran Refractor de Harvard podían detectar estrellas tan tenues como para merecer ser catalogadas como de decimocuarta magnitud. Sin embargo, en ausencia de una escala uniforme o de un patrón común, todas las estimaciones de magnitudes dependían del juicio individual de cada astrónomo. La luminosidad, como la belleza, era definida por el ojo del observador.

Pickering pretendía situar a la fotometría sobre unos nuevos fundamentos de precisión que pudieran ser adoptados por cualquiera. Empezó eligiendo una escala de luminosidad entre las varias que estaban en uso —la del astrónomo inglés Norman Pogson, que había calibrado los grados de las estrellas antiguas presuponiendo que las estrellas de primera magnitud eran exactamente cien veces más brillantes que las de sexta magnitud—. De esa forma, cada grado de magnitud difería del siguiente en un factor de 2,512.

A continuación, Pickering escogió una estrella solitaria —Polaris, la también conocida como Estrella Polar o Estrella del Norte— como la base para todas las comparaciones. Algunos de sus predecesores durante la década de 1860 habían calibrado la luminosidad de las estrellas con respecto a la llama de una lámpara de queroseno vista a través de un agujerito, lo que para Pickering era equivalente a comparar peras con manzanas. Polaris, a pesar de no ser la estrella más brillante del cielo, se pensaba que emitía una luz constante. También permanecía fija en el espacio situado sobre el polo norte de la Tierra, en el centro de la rotación celeste, donde su apariencia era menos susceptible de sufrir una distorsión por las corrientes del aire intermedio.

Con la escala de Pogson y la estrella Polar como guías, Pickering concibió una serie de instrumentos experimentales, o fotómetros, para medir la luminosidad. La firma de Alvan Clark e hijos construyó algunas docenas de los diseños de Pickering. Los primeros tenían que ver con el Gran Refractor —el primer telescopio del observatorio, un regalo de la ciudadanía local en 1847—. Finalmente, Pickering y los Clark construyeron un modelo independiente superior, al que dieron el nombre de fotómetro meridiano. Se trataba de un telescopio dual que combinaba dos objetivos montados uno junto al otro en el mismo tubo. El tubo permanecía inmóvil, por lo que no se perdía tiempo en redirigirlo durante la sesión de observación. Un par de prismas rotatorios reflectantes ponían a la vista a la estrella Polar a través de una lente y una estrella objetivo a través de la otra. El observador situado en el visor, normalmente Pickering, giraba un dial numerado con el que controlaba otros prismas situados en el interior del instrumento y, de esta forma, ajustaba las dos luces hasta que la estrella Polar y el objetivo aparecían igual de brillantes. Un segundo observador, casi siempre Arthur Searle u Oliver Wendell, leían el número del dial y lo anotaban en un cuaderno. Repetían el proceso cuatro veces por estrella, y así para varios cientos de ellas por noche, cambiándose los puestos de trabajo cada hora para evitar cometer errores debido a la fatiga ocular. Por la mañana le pasaban el cuaderno a la señorita Nettie Farrar, una de las calculadoras, para la tabulación de los datos. Habiéndole asignado arbitrariamente a la estrella Polar la magnitud de 2,1 como su base, la señorita Farrar hallaba los valores relativos de las demás estrellas, promediándolos y corrigiéndolos hasta dos cifras decimales. De esta forma, Pickering y su equipo tardaron tres años en asignar una magnitud a cada estrella visible desde la latitud de Cambridge.

Los objetos de los estudios fotométricos de Pickering incluían unas doscientas estrellas de las que se sabía que su luminosidad variaba a lo largo del tiempo. Estas estrellas variables, conocidas simplemente como «variables», requerían una estricta vigilancia. En su informe de 1882 presentado al presidente de Harvard Charles Eliot, Pickering señaló que se necesitaron miles de observaciones para poder establecer el ciclo luminoso de cualquier variable dada. En un caso se llegaron a realizar «900 mediciones en una sola noche, sin descanso alguno desde las siete de la tarde hasta que la variable había alcanzado su máxima luminosidad, a las dos y media de la mañana».

Pickering necesitaba refuerzos para mantener bajo vigilancia a las estrellas variables. Por desgracia, en 1882 no se podía permitir contratar a ningún miembro adicional. En lugar de dar la lata a los leales suscriptores del observatorio pidiéndoles más dinero, pidió voluntarios entre los astrónomos aficionados. Estaba convencido de que las mujeres podrían llevar a cabo el trabajo tan bien como los hombres: «Muchas mujeres están interesadas en la astronomía e incluso poseen algún telescopio, pero, con dos o tres notables excepciones, sus contribuciones a la ciencia han sido prácticamente nulas. Muchas de ellas tienen tanto el tiempo disponible como la pasión para realizar dicha tarea y, especialmente entre las graduadas de las escuelas universitarias femeninas, hay muchas que han sido perfectamente entrenadas para convertirse en excelentes observadoras. Ya que el trabajo puede hacerse en casa, incluso desde una ventana abierta, teniendo la habitación en cuestión la misma temperatura que el aire exterior, no parece que haya razón alguna por la que no pudieran hacer un uso provechoso de su habilidad».

Pickering sentía, además, que el participar en la investigación astronómica mejoraría la posición social de las mujeres y justificaría la proliferación de escuelas universitarias femeninas: «La crítica que suelen realizar los que se oponen a la educación superior para las mujeres es que, aunque son capaces de trabajar bajo las órdenes de los demás igual que los hombres, no crean prácticamente nada, por lo que el conocimiento humano no avanza nada con su trabajo. Este reproche se puede rebatir fácilmente si nos fijamos en las largas series de observaciones como las que se detallan más abajo, realizadas por mujeres».

Pickering imprimió y distribuyó cientos de copias de esta invitación abierta y convenció también a los editores de varios periódicos para publicarla. Dos prontas respuestas llegaron en diciembre de 1882, mandadas por Eliza Crane y Mary Stockwell, del Vassar College en Poughkeepsie, Nueva York, a las que siguió otra de Sarah Wentworth de Danvers, Massachusetts. Pickering empezó a asignar estrellas variables concretas a cada individuo para su observación y seguimiento. Aunque sus voluntarias carecían de un equipo tan sofisticado como el fotómetro meridiano, al menos podían comparar sus variables con otras estrellas cercanas y valorar así los cambios en la luminosidad a lo largo del tiempo. «Si cualquiera de esas estrellas se vuelve demasiado tenue —les advirtió por carta—, por favor, manden una notificación, ya que las observaciones deberán hacerse desde aquí» con el telescopio grande.

Algunas mujeres escribieron solicitando una instrucción formal en astronomía práctica o teórica, pero el observatorio no proporcionaba tales cursos, ni podía admitir espectadores curiosos, ya fueran hombres o mujeres, en sus observaciones nocturnas. Durante el día el director mostraría con mucho gusto el edificio a los visitantes.

Los deberes diarios de Pickering como director incluían mantener correspondencia regular con otros astrónomos, comprar libros y revistas para la biblioteca del observatorio, asistir a conferencias científicas, editar y publicar los Anales del Observatorio Astronómico de la Universidad de Harvard, supervisar las finanzas, responder a las cuestiones planteadas por el público general a través del correo, ser el anfitrión de dignatarios que estuvieran de visita, encargarse de los pedidos grandes y pequeños, desde componentes de telescopio hasta carbón para la caldera, material de papelería, lápices, libros de contabilidad e incluso «papel higiénico para el baño». Cada detalle relacionado con la gestión del observatorio requería su atención personal o, al menos, su firma. Únicamente cuando una alfombra de nubes ocultaba las estrellas podía conciliar tranquilamente el sueño.

Las placas de cristal de la señora draper tenían que ser examinadas a la luz del día. Aunque Pickering había oído hablar mucho sobre estas imágenes, e incluso había discutido sobre ellas con el doctor la noche de la cena académica de noviembre, todavía no las había podido ver. Estaba acostumbrado a observar el espectro —la luz de las estrellas fragmentada en sus rayos constituyentes— a través del telescopio, usando unos artilugios llamados espectroscopios que el exdirector Joseph Winlock había comprado en la década de 1860, cuando la espectroscopia se puso de moda. La visualización en vivo a través del espectroscopio convertía una estrella en un conjunto de franjas de luz coloreadas que iban desde el rojo en un extremo, pasando por el naranja, amarillo, verde y azul, hasta el violeta en el otro. El espectroscopio también mostraba algunas líneas verticales negras intercaladas en intervalos a lo largo de la tira de colores. Los astrónomos creían que el ancho, la intensidad y el espaciado de estas líneas espectrales codificaban una información de vital importancia. Aunque el código seguía siendo desconocido, algunos investigadores habían propuesto modelos para clasificar a las estrellas en tipos distintos, de acuerdo a los parecidos en sus patrones de líneas espectrales.

En las placas de Draper, cada espectro parecía un borrón grisáceo de poco más de un centímetro de largo, aunque algunas de ellas contenían hasta veinticinco líneas. Cuando Pickering las observó bajo un microscopio, su nivel de detalle le dejó estupefacto. ¡Cuánto talento tenía su amigo para capturar esas imágenes y cuánta suerte! Solo sabía de otra persona en todo el mundo —el profesor William Huggins en Inglaterra— que hubiera tenido éxito a la hora de capturar un espectro estelar en una placa fotográfica. Huggins también era el único hombre, que supiera Pickering, que había encontrado en su esposa, Margaret Lindsay Huggins, una ayudante talentosa en astronomía.

La señora Draper aceptó dejar las placas al cuidado de Pickering para un completo análisis y regresó a Nueva York. Le prometió a la señora Pickering, quien era considerada una de las jardineras más competentes de Cambridge, que la visitaría de nuevo en primavera o verano, con la esperanza de ver los campos del observatorio en plena floración.

Pickering midió cada espectro con un micrómetro. El 18 de febrero de 1883 pudo notificar a la señora Draper que estaba encontrando «en las fotografías mucho más de lo que parece haber a primera vista». Las calculadoras tenían mucho trabajo realizando gráficas para las lecturas de cada mínima vuelta de tuerca del profesor, para luego aplicar una fórmula y unos cálculos y traducir esos datos en longitudes de onda. Estaba claro que el doctor Draper había demostrado que era factible estudiar el espectro estelar mediante fotografías, en lugar de estar observando a través de un instrumento e ir anotando un registro de lo que el ojo veía.

Pickering apremió de nuevo a la señora Draper a publicar un catálogo ilustrado, no solo para establecer la prioridad de su marido en el tema, sino, y mucho más importante, para demostrarles a otros astrónomos lo prometedora que era su técnica.

Para que la ayudara en la preparación del artículo, la señora Draper le pidió a una autoridad destacada en el estudio del espectro solar, Charles A. Young de Princeton, que contribuyera con una introducción describiendo los métodos de Henry. Mientras tanto, ella se encargó de catalogar las setenta y ocho placas en series espectrales, recurriendo a los cuadernos de Henry para especificar la fecha y hora en que fue tomada cada fotografía, el nombre de la estrella, la duración de cada exposición, el telescopio usado, el ancho de la abertura del espectroscopio, más algunas anotaciones sobre las condiciones de observación como «había neblina en el cielo» o «la noche era tan ventosa que la cúpula se movía constantemente».

Pickering resumió las veintiuna placas que había examinado minuciosamente en diez tablas junto a las explicaciones oportunas. Incluyó las distancias entre las líneas espectrales, indicando la metodología y las fórmulas matemáticas utilizadas para traducir la posición de las líneas en longitudes de onda de la luz. También comentó el parecido trabajo realizado por William Huggins en Londres y se atrevió a clasificar algunos de los espectros de Draper según el criterio de Huggins. Cuando le mandó el borrador a la señora Draper para su aprobación, ella se resistió a que se mencionara a Huggins.

«El Dr. Draper no estaba de acuerdo con el Dr. Huggins», le escribió a Pickering el 3 de abril de 1883, refiriéndose a dos de las estrellas de las series. El espectro casi idéntico de ambas estrellas mostraba bandas anchas, lo que hizo que Huggins clasificara a las dos estrellas como un único tipo, pero las fotografías de Draper revelaban que una de esas estrellas también tenía en su espectro muchas líneas finas entre las bandas, lo que las hacía diferentes. «En vista de esto no me gustaría que se aceptara la clasificación del Sr. Huggins como la norma cuando el Dr. Draper no estaba de acuerdo». Aunque Pickering se había fijado en la abundancia de las líneas finas que la señora Draper describió, las encontró demasiado débiles para poder ser medidas satisfactoriamente.

«Espero que no se enfade por mi crítica —añadió la señora Draper—, pero deseo que al publicar cualquiera de los trabajos del Dr. Draper sus opiniones queden representadas de la manera más fiel posible, ahora que él no está aquí para explicarlas él mismo».

Los Draper habían conocido a William y Margaret Huggins cuando visitaron Londres en junio de 1879, en el observatorio de la casa de los Huggins en Tulse Hill. La señora Draper recordaba a la señora Huggins como una mujer de pequeña estatura, con el pelo corto y revoltoso que le salía de la cabeza como si le hubieran aplicado una corriente eléctrica. Tenía la mitad de edad que su marido, pero participaba plenamente en sus estudios, tanto en el telescopio como en el laboratorio.

Parecía que las dos parejas estaban destinadas a convertirse o en rivales o en amigos íntimos. Gracias a su mayor experiencia, William ayudó a Henry ofreciéndole consejos útiles sobre el diseño del espectroscopio. También le recomendó un nuevo tipo de placa fotográfica seca, tratada previamente, que había aparecido recientemente en el mercado. No era necesario pintar las placas con líquido emulsionante justo antes de su utilización y eso permitía unos tiempos de exposición mucho más largos. Antes de abandonar Inglaterra, los Draper compraron en Londres una provisión de placas gelatinosas secas de Wratten & Wainwright, que resultaron ser una bendición. Eran especialmente sensibles a las longitudes de onda de luz ultravioleta, más allá del rango de la visión humana. A diferencia de las placas húmedas antiguas, las secas creaban un registro permanente ideal para realizar una medición precisa. Las placas secas dieron a los Draper los medios necesarios para fotografiar el espectro de las estrellas.

El artículo que anunciaba el descubrimiento de los espectros estelares, «Por el difunto Henry Draper, M. D., Ll. D.», apareció en las Actas de la Academia Estadounidense de las Artes y las Ciencias en febrero de 1884. Pickering envió copias a astrónomos prominentes de todas partes. El 12 de marzo recibió por correo la respuesta indignada de William Huggins. Huggins encontraba algunas de las medidas de Pickering «muy locas» tal como le decía enfáticamente en la carta. «Me sentiría complacido si usted pudiera revisar esto, porque sería mucho mejor para usted si descubriera el error por sí mismo y publicara la corrección, antes de que se lo señalen otros. …Tanto mi esposa como yo le mandamos saludos cordiales a la Sra. Pickering y a usted».

Pickering estaba convencido de que no se había equivocado. Y, dado que Huggins nunca le explicó sus métodos de medición, Pickering se mantuvo firme en su postura. Mientras se intercambiaban acusaciones, Pickering envió las cartas de Huggins a la Sra. Draper.

Ahora le tocaba a ella indignarse. «Lamento mucho —le escribió a Pickering el 30 de abril de 1884— que haya sufrido un ataque tan impropio de un caballero, debido a su interés en el trabajo del Dr. Draper». Antes de devolverle las cartas a Pickering, se tomó la libertad de copiar una, dado que «es mejor conservarla como una curiosidad de la literatura epistolar».

Durante esa misma época, Pickering estaba buscando ayudantes que pudieran echarle una mano a la señora Draper para que pudiera pasar a la siguiente fase en el trabajo de su marido. Consideraba que el hijo del actual director, Joseph Winlock, William Crawford Winlock, empleado actualmente en el observatorio naval de los Estados Unidos, sería un buen candidato, pero la señora Draper lo rechazó. A su pesar, no pudo convencer a su candidato preferido, Thomas Mendenhall, de que dejara su plaza de profesor en la universidad estatal de Ohio. Canalizó parte de su frustración en la creación de la medalla de oro Henry Draper, que sería concedida periódicamente por la Academia Nacional de Ciencias por logros extraordinarios alcanzados en física astronómica. Donó a la academia 6.000 dólares para el premio y gastó otros 1.000 para encargarle a un artista de París que creara una condecoración que representara a Henry.

La primavera de 1884 le trajo nuevos quebraderos de cabeza financieros a Pickering. Las exitosas suscripciones quinquenales provenientes de generosos astrónomos aficionados se agotaron, dejándolo sin el habitual estipendio anual de 5.000 dólares. El director estaba cubriendo algunos gastos con su propio salario y aun así se vio forzado a prescindir de cinco ayudantes. En una emotiva demostración de solidaridad, los colegas del observatorio realizaron una colecta para poder retener al menos a uno de los ayudantes que habían tenido que ser despedidos y aportaron «una parte de la cantidad requerida», tal como Pickering contó a su círculo de asesores, «extraída de sus propios y escasos medios». Apreció los «extraordinarios esfuerzos por parte de los observadores, que habían realizado sin ayuda alguna el trabajo que antes realizaban ayudados por los grabadores. Todo esto suponía un incremento del tiempo gastado en la observación, y hacía que el trabajo fuera mucho más laborioso. Mientras que esta prueba de entusiasmo y devoción por la ciencia resulta muy gratificante, es obvio que no puede continuar durante mucho tiempo sin que suponga algún perjuicio para la salud. De hecho, los efectos de la fatiga y la exposición continuada durante las largas y frías noches del último invierno eran manifiestos en más de un caso».

El lema del escudo de armas de la familia Pickering, «Nil desperandum», junto al hábito cultivado durante sus treinta y siete años de vida, obligaban al director a utilizar su capacidad de recuperación y su ingenio para luchar contra la desesperanza. Empezó ideando un método con el que combinar los deseos y la riqueza de la señora Draper con las capacidades y necesidades de su observatorio.

«Estoy haciendo planes para realizar un trabajo más extenso de fotografía estelar en el que espero que esté interesada», le informó en una carta fechada el 17 de mayo de 1885.

Pickering pretendía reorientar la mayoría de los proyectos del observatorio hacia la fotografía. Sus predecesores (los Bond) habían reconocido que la fotografía era un campo prometedor y consiguieron la primera fotografía de una estrella en 1850, pero las limitaciones que suponían las placas húmedas impedían intentos adicionales. Con las nuevas placas secas, las posibilidades se multiplicaban. Seguramente, las determinaciones de la luminosidad de las estrellas y de su variabilidad serían más fáciles de realizar y darían resultados más precisos, lo que permitiría que las fotografías fueran examinadas, reexaminadas y comparadas una y otra vez. Un programa metódico para fotografiar todo el cielo transformaría el meticuloso proceso de cartografiar cada zona. Como extra, estas fotografías revelarían un número ingente de estrellas débiles desconocidas, invisibles incluso para los telescopios más grandes del mundo, porque la sensibilidad de las placas, a diferencia del ojo humano, podía recoger luz y agregar imágenes con el paso del tiempo.

El hermano menor de Pickering, William, un recién graduado del MIT, ya estaba enseñando técnicas fotográficas en el observatorio y ponía a prueba los límites de la técnica fotográfica intentando captar objetos en movimiento. William, de veintisiete años de edad, había aceptado ayudar a Edward en algunos experimentos fotográficos con el telescopio de Harvard. Una de las fotografías captó 462 estrellas en una región en la que, previamente, solo se habían documentado 55.

La parte del plan de Pickering en la que contaba con el posible interés de la señora Draper consistía en un nuevo planteamiento a la hora de fotografiar los espectros estelares. En lugar de centrarse en una única estrella cada vez, tal como habían hecho Draper o Huggins, Pickering preveía realizar fotografías de grupo de todas las estrellas más brillantes de un amplio campo visual. Para lograrlo, tenía en mente crear un nuevo instrumento que combinaría un telescopio y un espectroscopio con la clase de lentes que se usaban en los estudios de los fotógrafos retratistas.

«Creo que no habrá dificultad alguna en que pueda llevar a cabo este proyecto sin su ayuda —le aseguró a la señora Draper—. Por otra parte, si le parece aceptable, estoy seguro de que podríamos realizarlo ajustándonos a las condiciones que usted impusiera».

«Le agradezco su amabilidad —le respondió la señora Draper el 21 de mayo de 1885— al recordar mi deseo de implicarme en algún proyecto que se pueda asociar con el nombre del Dr. Draper, y así mantener vivo su recuerdo. Estaré encantada de colaborar, si puedo, en lo que usted me sugiere, ya que la fotografía de los espectros solares me parece muy apropiada». Habían pasado más de dos años desde el fallecimiento de Henry. Siendo todavía incapaz de conseguir que su observatorio fuera productivo, no vio ningún mal en ceder su nombre a Harvard.

Pickering procedió lentamente y con precaución, informándola puntualmente de sus progresos hasta que pudo mandarle algunos ejemplos de imágenes de espectros estelares tomadas con su nuevo aparato. La señora Draper las encontró «extremadamente interesantes». El 31 de enero de 1886, le comentó: «Estaría dispuesta, para que el proyecto pudiera realizarse satisfactoriamente, a autorizar la inversión de 200 dólares al mes o algo más si fuera necesario». Pickering pensó que se necesitaría más. El día de San Valentín establecieron las condiciones para el Memorial Henry Draper: un ambicioso catálogo fotográfico de espectros estelares, recogidos sobre placas de cristal. Su objetivo era la clasificación de varios miles de estrellas según sus distintos tipos espectrales, tal como Henry había previsto hacer. Todos los resultados serían publicados en los Anales del Observatorio Astronómico de la Universidad de Harvard.

El 20 de febrero de 1886, la señora Draper mandó a Pickering un cheque de 1.000 dólares, al que seguirían otros muchos. Pickering publicitó su nueva tarea en todos los lugares pertinentes, incluyendo las publicaciones Science, Nature y los periódicos de Boston y Nueva York.

Más tarde, durante esa primavera, la señora Draper decidió incrementar su ya de por sí generosa contribución donando uno de los telescopios de Henry. Visitó Cambridge en mayo para hacer los preparativos. Dado que el instrumento precisaba de una nueva instalación —algo que Henry había insistido en construir él mismo— le pidió a George Clark de Alvan Clark e hijos que fabricara los componentes, a un coste de 2.000 dólares, y que supervisara el traslado del equipo de Hastings a Harvard. Una vez allí, precisaría la construcción de su propio edificio con una cúpula de cinco metros y medio de diámetro, y la señora Draper se encargó también de cubrir ese gasto. Junto a los Pickering, paseó entre los arbustos y los curiosos árboles plantados alrededor del observatorio para seleccionar un lugar para la nueva ampliación.

02

Lo que vio la señorita Maury

La inyeccion de fondos para el Memorial Henry Draper hizo que el Observatorio de la Universidad de Harvard fuera un bullicio de gente nueva con nuevos propósitos. La construcción del pequeño edificio que albergaría el telescopio del doctor Draper empezó en junio de 1886 y continuó durante todo el verano, mientras la señora Draper visitaba Europa. En octubre, el instrumento estaba instalado en su nueva cúpula. Ahora disponían de dos telescopios equipados para las rondas nocturnas de fotografía de espectros estelares —el Draper de 11 pulgadas y otro de 8 comprado con una subvención de 2.000 dólares proveniente del Fondo Bache de la Academia Nacional de Ciencias—. El insigne Gran Refractor, con el cual se obtuvo la primera fotografía de una estrella en 1850, demostró más adelante no ser adecuado para fotografiar. Su lente de 15 pulgadas había funcionado muy bien para la observación directa; es decir, para el ojo humano, más acostumbrado a las longitudes de onda de las regiones amarilla y verde del espectro. Las lentes de los dos nuevos instrumentos favorecían las longitudes de onda más azules a las que las placas fotográficas eran sensibles. El telescopio Bache de 8 pulgadas también se caracterizaba por su amplio campo de visión, que podía abarcar grandes regiones del cielo de una sola vez, en lugar de dirigirse hacia objetos individuales.

En menos de una década al timón, Edward Pickering había redirigido la atención institucional del observatorio desde la vieja astronomía, centrada en la posición de las estrellas, hacia las nuevas investigaciones sobre la naturaleza física de las estrellas. Mientras la mitad del equipo de calculadoras continuaba calculando las posiciones y dinámicas orbitales de los cuerpos celestiales, algunas de las mujeres estaban aprendiendo a interpretar las placas de cristal producidas in situ, perfeccionando sus habilidades en el reconocimiento de patrones que se sumaban a las ya conocidas en aritmética. Pronto surgiría una nueva clase de catálogo de estrellas fruto de estas actividades.

El primer catalogador de estrellas conocido fue Hiparco de Nicea, que registró un millar de estrellas en el siglo ii a. C. Posteriores astrónomos enumeraron el contenido de los cielos cada vez más eficientemente. El catálogo Henry Draper que se estaba planificando sería el primero de la historia que estaría basado completamente en fotografías del cielo y que especificaría el «tipo de espectro», al igual que la posición y brillo, de un sinfín de estrellas.

El doctor y la señora Draper habían recolectado sus espectros uno a uno, usando un prisma sobre el ocular del telescopio para fragmentar la luz de cada estrella. Pickering y sus ayudantes, ansiosos por incrementar el ritmo de las operaciones, modificaron el planteamiento de los Draper. Instalando prismas en el objetivo, o extremo del telescopio que recoge la luz, en lugar de en el ocular, podían capturar fotografías de grupos que contenían doscientos o trescientos espectros por placa. Los prismas eran grandes, láminas cuadradas de vidrio grueso, con forma de cuña en su sección transversal. «La seguridad y la confianza al manejar los prismas —creía Pickering— han aumentado enormemente al colocarlos en cajas cuadradas de latón, cada una de las cuales se coloca en su posición como un cajón». La galería fotográfica de Harvard creció a un ritmo acelerado. Cuando la señora Draper les visitó de nuevo poco después del Día de Acción de Gracias, Pickering le aseguró que no había ninguna estrella visible desde Cambridge que no apareciera al menos en una de las placas de cristal.

Finalizando el mes de diciembre de 1886, justo cuando el equipo había solucionado la mayoría de las dificultades gracias a los nuevos métodos, el prometido de Nettie Farrar le pidió matrimonio. Por supuesto, Pickering estaba a favor del matrimonio, pero odiaba perder a la señorita Farrar, una veterana que llevaba ya cinco años formando parte del equipo de computación y a la que él había entrenado personalmente para medir los espectros de las placas fotográficas. El día de Nochevieja, escribió a la señora Draper para informarla del compromiso de la señorita Farrar, y también para nombrar a Williamina Fleming, la sirvienta anterior, como su sustituta.

Desde que había regresado de Escocia en 1881, la señora Fleming había ayudado a Pickering con la fotometría. A menudo, era ella quien cogía las notas tomadas por el director de las observaciones nocturnas junto a sus ayudantes y aplicaba las fórmulas que él había especificado previamente para calcular las magnitudes de las estrellas. En 1886, cuando la Royal Astronomical Society premió a Pickering con su medalla de oro por este trabajo, él ya se había embarcado en un enfoque paralelo de la fotometría a través de la fotografía. Este cambio obligó a la señora Fleming, acostumbrada a leer listas de números garabateados en la oscuridad, a tratar con magnitudes de campos de estrellas sobre placas de cristal.

La señora Fleming le hizo saber a Pickering que la fotografía corría por su sangre. Su padre, Robert Stevens, un tallador conocido por sus marcos de fotos decorados con pan de oro, había sido el primero en la ciudad de Dundee en experimentar con el daguerrotipo, nombre que se le daba a ese proceso en su niñez. Era todavía una niña, de tan solo siete años, cuando su padre falleció repentinamente por un fallo cardiaco. Tanto su madre como sus hermanos mayores intentaron, durante un tiempo, mantener vivo el negocio sin él, pero no lo consiguieron. Uno a uno, sus hermanos mayores embarcaron hacia Boston, y finalmente ella les siguió. Ahora, a los veintinueve años de edad, tenía un hijo de siete años al que cuidar y mantener. Edward llegaría pronto; su madre había reservado pasaje para ambos en el Prussian, que saldría desde Glasgow.

La señorita Farrar le mostró diligentemente a la señora Fleming las placas de los espectros estelares y le enseñó cómo medir la inmensa cantidad de finísimas líneas. La señora Fleming podría haberle enseñado a la señorita Farrar un par de cosas acerca del parto o el matrimonio, pero en lo referente al espectro tenía que aprenderlo todo desde cero.

El joven isaac newton acuñó la palabra «espectro» en 1666, para describir los colores del arcoíris que surgían como apariciones fantasmagóricas cuando la luz del día pasaba a través de un cristal tallado. Aunque sus contemporáneos creían que el cristal corrompía la pureza de la luz impregnándola de color, Newton mantenía que los colores pertenecían a la luz misma. Un prisma simplemente ponía de manifiesto los componentes de la luz blanca al refractarlos en diferentes ángulos, y por eso podían verse individualmente.

Las líneas oscuras microscópicas que contenían los espectros estelares, que ahora eran el foco de atención de la señora Fleming, recibieron el nombre de líneas de Fraunhofer, por su descubridor, Joseph von Fraunhofer de Bavaria. Hijo de un cristalero, Fraunhofer fue aprendiz en una fábrica de espejos y se convirtió en un maestro artesano de lentes para telescopios. En 1816, para poder medir el grado exacto de la refracción de diferentes composiciones de vidrio y configuraciones de lentes, construyó un aparato que combinaba un prisma con un pequeño telescopio de topógrafo. Cuando dirigió un rayo de luz desde el prisma a través de una hendidura y hacia el campo de visión aumentada del instrumento, contempló un arcoíris largo y estrecho marcado con muchas líneas negras. Repitió el proceso varias veces y se convenció de que las líneas, al igual que los colores del arcoíris, no eran resultados falsos producidos por el paso de la luz a través del vidrio, sino que eran inherentes a la luz solar. El aparato de Fraunhofer para probar lentes fue el primer espectroscopio del mundo.

Al hacer una gráfica de sus hallazgos, Fraunhofer etiquetó las líneas más notorias con letras del alfabeto: A para la línea negra ancha del extremo rojo del arcoíris, D para la doble banda oscura en el rango naranja-amarillo, y así sucesivamente, pasando por el azul y el violeta hasta un par llamado H, y finalizando mucho más allá del violeta con la I.

Las líneas de Fraunhofer mantuvieron sus denominaciones alfabéticas durante décadas después de su fallecimiento, adquiriendo gran importancia cuando científicos posteriores las observaron, mapearon, interpretaron, midieron y representaron con plumas de punta fina. En 1859 el químico Robert Bunsen y el físico Gustav Kirchhoff, trabajando conjuntamente en Heidelberg, tradujeron las líneas de Fraunhofer del espectro solar en pruebas de la existencia de sustancias terrestres específicas. Calentaron en el laboratorio numerosos elementos purificados hasta la incandescencia, y mostraron que la llama de cada uno de ellos producía su propia firma espectral característica. El sodio, por ejemplo, emitía un par de rayas de color naranja y amarillo brillantes y apretadas. Estas se correspondían en longitudes de onda con el par de líneas oscuras que Fraunhofer había etiquetado como D. Eran, tal como pensó el laboratorio, una muestra de que el sodio que se estaba quemando había coloreado esos particulares vacíos oscuros del arcoíris del Sol. Con toda una serie de coherencias como esas, Kirchhoff concluyó que el Sol debía de ser una bola de fuego en la que se estaban quemando muchos elementos, cubierta por una atmósfera gaseosa. Cuando la luz atravesaba las capas exteriores del Sol, las líneas brillantes emitidas por la conflagración solar eran absorbidas en la atmósfera circundante más fría, dejando unos reveladores vacíos oscuros en el espectro solar.

Los astrónomos, muchos de los cuales habían considerado el Sol como un mundo templado, potencialmente habitable, se quedaron asombrados al conocer que contenía un corazón parecido al infierno.

Sin embargo, pronto se apaciguaron —incluso se aliviaron— al conocer el poder revelador de la espectroscopia para exponer la composición química del firmamento. «El análisis espectral —le decía Henry Draper a la Asociación de Jóvenes Cristianos de Nueva York en 1886— ha conseguido que los brazos de los químicos crezcan millones de kilómetros».

A lo largo de la década de 1860, pioneros espectroscopistas como William Huggins diferenciaron las líneas de Fraunhofer en el espectro de otras estrellas. En 1872 Henry Draper empezó a fotografiarlas. A pesar de que el número de líneas espectrales de la luz de las estrellas palidecía en comparación con el rico tapiz del espectro solar, surgieron algunos patrones reconocibles. Parecía que las estrellas, que durante tanto tiempo habían sido clasificadas sin mucho rigor por su brillo o color, ahora podían clasificarse más profundamente de acuerdo a características espectrales que daban una idea de su auténtica naturaleza.

En 1866 el padre Angelo Secchi del Observatorio del Vaticano separó cuatrocientos espectros estelares en cuatro tipos distintos, que designó con números romanos. La clase I de Secchi incluía estrellas azul-blancas brillantes como Sirio y Vega, cuyos espectros compartían cuatro líneas gruesas que indicaban la presencia de hidrógeno. La clase II incluía al Sol y a estrellas amarillentas parecidas, con espectros llenos de muchas líneas finas que indicaban la presencia de hierro, calcio y otros elementos. Tanto la clase III como la IV estaban formadas por estrellas rojas que se diferenciaban por sus patrones en las bandas oscuras del espectro.

Pickering retó a la señora Fleming a que mejorara este sistema de clasificación tan elemental. Mientras que Secchi había esbozado sus espectros a partir de observaciones directas de unos pocos centenares de estrellas, la señora Fleming tendría la ventaja de poder contar con las fotografías del Memorial Henry Draper, disponiendo así de miles de espectros que poder examinar. Las placas de cristal conservaban retratos de las posiciones de las líneas de Fraunhofer mucho más fiables que lo que cualquier esquema o esbozo había podido aportar hasta la fecha. Igualmente, las placas habían podido recoger líneas en el extremo violeta del espectro, en longitudes de onda invisibles para el ojo humano.

La señora Fleming extrajo cada placa de cristal de la envoltura de papel de estraza que la protegía, sin dejar ni una sola huella dactilar en los 20 por 25 centímetros de su superficie. El truco era sujetar el frágil paquete por sus bordes laterales entre sus palmas, colocando el extremo —abierto— inferior del sobre sobre el borde del soporte especialmente diseñado y, a continuación, deslizar el papel y retirarlo sin separarlo de la placa, como si se desvistiera a un bebé. Asegurándose de que el lado de la emulsión estuviera de cara a ella, la soltaba dejando que la placa de cristal encajara en su sitio. La estructura de madera sostenía la placa en un marco con una inclinación de cuarenta y cinco grados. Un espejo enganchado en la base plana atrapaba la luz diurna que entraba por las enormes ventanas de la habitación de computación y dirigía la iluminación a través del cristal. La señora Fleming se inclinaba sobre ella lupa en mano para disfrutar de una vista privilegiada del universo estelar. A menudo oía al director decir: «Una lupa nos aportará más información de la fotografía que la que nos da un telescopio del cielo».