El universo en tu bolsillo - Marcus Chown - E-Book

El universo en tu bolsillo E-Book

Marcus Chown

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Beschreibung

Este no es un libro cualquiera. En él cabe el universo entero, desde lo que siempre quisiste saber hasta lo que nunca te habías planteado: el origen de la vida, la civilización, el dinero, los ordenadores, el sexo, el tiempo, la relatividad, los agujeros negros... Todo eso tiene una explicación científica, pero ¿puede darse  siempre de forma clara y comprensible? Con una gran habilidad comunicativa y mucho ingenio, el prestigioso científico Marcus Chown demuestra que sí. Y no solo eso: además sabe contestar a las más complejas cuestiones con respuestas que despiertan nuestro asombro y con una enorme cantidad de datos sorprendentes.

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Título original inglés: What a wonderful world. Life, the Universe and Everything in a Nutshell

© Marcus Chown, 2013.

© de la traducción: Albino Santos Mosquera, 2015.

© de esta edición digital: RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., 2015. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

CÓDIGO SAP: OEBO384

ISBN: 978-84-9006-857-1

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

DEDICATORIA

PREFACIO

PRIMERA PARTE. CÓMO FUNCIONAMOS

1 SOY UNA GALAXIA

2. EL BEBÉ CON PROPULSIÓN A COHETE

3. CAMINANDO MARCHA ATRÁS HACIA EL FUTURO

4. EL BIG BANG DEL SEXO

5. MATERIA DOTADA DE CURIOSIDAD

6. UNA VENTAJA DE MIL MILLONES POR CIENTO

SEGUNDA PARTE. PONER LA MATERIA A TRABAJAR

7. UNA LARGA HISTORIA DE INGENIERÍA GENÉTICA

8. SUERTE QUE LOS OPUESTOS SE ATRAEN

9. MATERIA PROGRAMABLE

10. LA INVENCIÓN DE LOS VIAJES A TRAVÉS DEL TIEMPO

11. LA GRAN TRANSFORMACIÓN

TERCERA PARTE. LA TIERRA Y EL AIRE

12. SIN VESTIGIO DE UN COMIENZO

13. EL AURA DE LA TIERRA

CUARTA PARTE. EL FUNCIONAMIENTO INTERNO

14. TODOS SOMOS MÁQUINAS DE VAPOR

15. MAGIA SIN MAGIA

16. EL DESCUBRIMIENTO DE LA LENTITUD

17. EL SONIDO DE LA GRAVEDAD

18. EL ESTRUENDO DE LO ÍNFIMAMENTE PEQUEÑO

19. NINGÚN TIEMPO COMO EL PRESENTE

20. LAS REGLAS DEL JUEGO

QUINTA PARTE. LA CONEXIÓN CÓSMICA

21. EL DÍA QUE NO TUVO UN AYER

22. MASTERS DEL UNIVERSO

AGRADECIMIENTOS

BIBLIOGRAFÍA

LECTURAS ADICIONALES

NOTAS

PARA JEANETTE, KAREN Y ALINE.

¡CUÁNTO ME ALEGRO DE HABEROS DESCUBIERTO!

CON CARIÑO, MARCUS

PREFACIO

Este libro existe porque tengo un editor excepcional: Neil Belton. En realidad, llevo tiempo actuando como una especie de acechador suyo. He seguido sus pasos allí donde él ha ido, desde Jonathan Cape hasta Faber. Neil tiene múltiples aptitudes. Entre ellas está la de que conoce muy bien los puntos fuertes de los autores a los que guía y sabe qué es lo que pueden y deben escribir mejor de lo que ya hacen.

Mi talento particular es que sé explicar física compleja a cualquiera que tenga la «mala fortuna» de ir sentado junto a mí en un autobús. Pero, además de la física, también me interesan otras cosas. Leo muchísimas obras de ficción. Me fascina la historia. Me gusta correr. De hecho, en 2012, completé la maratón de Londres (algo que difícilmente olvido mencionar durante los tres primeros minutos de conversación con alguien a quien acabo de conocer).

La gran idea de Neil en esta ocasión fue animarme a que escribiera algo en lo que combinara esas dos facetas: es decir, algo en lo que echara mano de mi aptitud para explicar física compleja con un lenguaje accesible y lo aplicara a la tarea de explicarlo todo con un lenguaje igualmente accesible.

La idea me resultaba ciertamente intimidante. ¿Cómo iba a ser yo capaz de escribir de todo? ¿Por dónde empezaría siquiera? Comencé por tratar de figurarme un modo lógico de organizar un material tan amplio. Pero ninguno de los esquemas que discurría me convencía y, al final, acababan hechos trizas en la papelera. Todo eso cambió, sin embargo, cuando escribí la aplicación Solar System for iPad. Disponía solamente de nueve semanas para redactar 120 historias sobre planetas, lunas, asteroides y cometas, así que no tuve más remedio que lanzarme al agua y aprender a nadar sobre la marcha. Y, al parecer, la táctica surtió efecto, porque la app ha sido galardonada con varios premios. Así que eso mismo fue lo que hice aquí: superé mi aprensión y me zambullí en esta nueva tarea sin mayores preámbulos.

La cosa tuvo su dificultad. Normalmente, cuando necesito saber algo sobre algún tema de física, averiguo qué físico (premios Nobel incluidos) es un experto en la materia y lo llamo por teléfono sin más. Hay un 95 % de probabilidades de que la persona así interpelada sea capaz de responder a mis ingenuas preguntas de inmediato. Y, si no puede, seguro que al menos tratará de trasladarme una contestación aproximada. Pero en el caso de temas de los que no sé nada, como el dinero, el sexo y el cerebro humano, me resultó difícil identificar siquiera a quienes pudieran dar respuesta a las preguntas más básicas que yo tenía para los expertos y expertas en la materia. Y cuando por fin localizaba a la persona adecuada y le telefoneaba, sucedía a menudo que no lograba explicarme las cosas al nivel de comprensión de un niño, que era lo que yo necesitaba en ese momento. Peor aún, había ocasiones en las que parecía que estuviéramos hablando idiomas distintos. Con frecuencia, tenía que acudir a dos, tres o cuatro personas antes de hallar a alguien que pudiera contestar a todas mis preguntas. Y, en algún caso incluso, no pude dar con nadie que fuera capaz de hacerlo. Me vi obligado entonces a confeccionar una explicación a partir de retazos de cosas dichas por personas a las que había acudido y de cosas que yo había leído.

Pero Neil tenía razón. Este era el libro que yo debía escribir. Me obligó a hacer un esfuerzo que me sacó de mi zona de confort y que terminó siendo una experiencia tan estimulante como alegre. Me encantó aprender tanto de tantas cosas diferentes sobre las que no sabía nada. Y empecé a apreciar lo maravilloso que es el mundo en que vivimos: mucho más increíble que nada que hayamos podido inventar. Por el camino, aprendí muchas cosas sorprendentes, como que…

• para entender los términos de una obligación de deuda garantizada CDO al cuadrado (uno de los productos de inversión tóxicos que hundió la economía mundial en 2008) habría que leer mil millones de páginas de documentación;

• el moho mucilaginoso tiene trece sexos distintos (¡y pensábamos que éramos nosotros los que teníamos problemas para iniciar y mantener una relación estable!);

• todos los miembros de la raza humana juntos cabrían en el volumen de un terrón de azúcar;

• somos un tercio seta: es decir, compartimos un tercio de nuestro ADN con los hongos;

• envejecemos más despacio en la planta baja de un edificio que en el ático;

• la ventaja crucial de los seres humanos con respecto a los neandertales era… que sabían coser;

• IBM predijo en una ocasión que el mercado mundial de ordenadores no pasaría nunca de… cinco;

• cada día, el cuerpo de cada uno de nosotros fabrica unos 300.000 millones de células: más que estrellas hay en nuestra galaxia (no me extraña que nunca le pille el tranquillo a nada);

• aunque cueste creerlo, el universo podría no ser más que un gigantesco holograma. Ustedes y yo podríamos ser un holograma.

Si tienen ustedes la sensación de que, en esta sociedad nuestra sobrecargada de información, todo ha ido pasando por su lado a gran velocidad, dejándoles a lo sumo la leve impresión de un tenue recuerdo borroso, mi libro tal vez sirva para devolverlos rápidamente y sin esfuerzo a la velocidad a la que funciona el mundo del siglo XXI. Este es, después de todo, mi particular intento unipersonal de entenderlo todo. Aunque, hablando con propiedad, debería decir que se trata más bien del primer tomo de mi intento unipersonal de entenderlo todo.

MARCUS CHOWN

Londres, marzo de 2013

PRIMERA PARTE

CÓMO FUNCIONAMOS

1

SOY UNA GALAXIA

Las células

Bien podría argumentarse que no existimos como entidades.

LEWIS THOMAS

Hay alguien en mi cabeza y no soy yo.

PINK FLOYD

Pienso que yo soy yo. Pero no lo soy. Soy una galaxia. Mejor dicho, soy mil galaxias a la vez. Hay más células en mi cuerpo que estrellas en un millar de vías lácteas. Y, de toda esa infinidad de células, ni una sola sabe quién soy ni le importa. Ni siquiera soy yo quien está escribiendo esto. Yo pienso que sí, pero, en realidad, mi escritura no es más que el resultado del envío por parte de un puñado de células cerebrales —neuronas— de una serie de señales eléctricas a través de mi médula espinal hacia otro puñado de células de los músculos de mi mano.1

Todo lo que hago es el resultado de la acción coordinada de innumerables billones y billones de células. «Me gusta pensar que mis células trabajan por mi bien, que cada vez que respiran lo hacen por mí, pero quizá son ellas quienes realmente salen a caminar por el parque a primera hora de la mañana y sienten lo que mis sentidos sienten, escuchan la música que escucho y piensan lo que pienso», escribió el biólogo estadounidense Lewis Thomas.2

El primer paso en el camino hacia la constatación de que todos y cada uno de nosotros somos una supercolonia de células fue el descubrimiento de la célula en sí. El mérito corresponde al tratante holandés de telas Antonie van Leeuwenhoek. Ayudado con una diminuta lupa que había adaptado a partir de otra que usaba para comprobar la densidad de las fibras de los tejidos con los que comerciaba, se convirtió en la primera persona de la historia en ver una célula viva. En una carta publicada en abril de 1673 en las Philosophical Transactions de la Royal Society de Londres, Van Leeuwenhoek escribió: «He observado, al extraer algo de sangre de mi mano, que esta está formada por unos pequeños glóbulos redondos».

El término «célula» había sido acuñado en realidad dos décadas antes por el científico inglés Robert Hooke. En 1655, Hooke había examinado tejido vegetal y había apreciado en él unos compartimentos inertes colocados unos junto a otros. Sin embargo, ni él ni Van Leeuwenhoek cayeron en la cuenta de que las células son como las piezas de Lego de la vida. Pero eso es lo que son. Una célula es el «átomo biológico». No hay más vida —que sepamos— que la vida celular.

LAS PROCARIOTAS: UN MICROUNIVERSO PROTEGIDO

Se han hallado pruebas de la existencia de células en fósiles de hasta 3.500 millones de años de antigüedad. Hay, además, indicios no tan definitivos de su presencia en el planeta hace ya unos 3.800 millones de años, deducible a partir de unos reveladores desequilibrios químicos descubiertos en algunas rocas y que son rastros característicos que dejan los seres vivos. Las primeras células, conocidas como procariotas, eran en esencia unas diminutas bolsas transparentes de una sustancia espesa y pegajosa de menos de una milésima de milímetro de diámetro. Concentrando materia en su interior, cada una de esas bolsas aceleraba ciertas reacciones químicas clave, como, por ejemplo, las que generan energía. También protegían las proteínas y otros frágiles productos de dichas reacciones frente a sustancias tóxicas como los ácidos y las sales del entorno. Aquellos mínimos saquitos de gelatina eran islas refugio en un océano de desorden y caos, y conformaban microuniversos protegidos donde el orden y la complejidad podían crecer resguardados.

La complejidad de esas células se debía en gran parte a las proteínas: megamoléculas construidas mediante el ensamblaje de otras más básicas, los aminoácidos, y formadas por millones de átomos. Dependiendo de su forma y sus propiedades químicas, estas moléculas pueden funcionar como verdaderas navajas suizas capaces de llevar a cabo un sinfín de tareas: desde acelerar ciertas reacciones químicas hasta servir de armazón para la célula o flexionarse cual muelles para impulsar el movimiento celular. Hasta la más simple de las bacterias posee unas cuatro mil proteínas distintas, aunque algunas de ellas —como es el caso de las necesarias para la reproducción— se forman o se expresan solo a intervalos intermitentes. La estructura de estas proteínas está codificada en el ácido desoxirribonucleico (o ADN), una molécula de doble hélice que flota libremente como un bucle suelto en la sopa química (o citoplasma) contenida dentro de una célula.

La estructura celular es de una gran e intrincada belleza. Para empezar, está la bolsa propiamente dicha (o membrana externa). Esta se compone de ácidos grasos, moléculas que se caracterizan por tener una terminación hidrófila (que atrae el agua) y otra hidrófoba (que la repele). Cuando esos lípidos se juntan en gran número —normalmente en torno a unos mil millones—, se autoorganizan espontáneamente en dos capas, de manera que sus terminaciones hidrófobas quedan orientadas hacia el interior y las hidrófilas, hacia fuera.

Las capas de lípidos que rodean una célula no son una barrera pasiva. Ni mucho menos. Esta piel doble regula qué moléculas entran en la célula y salen de ella. Actúa de forma análoga a las murallas defensivas de las ciudades antiguas. Las moléculas más minúsculas pueden pasar sin problema de un lado a otro de la membrana celular como las criaturas pequeñas —los ratones, por ejemplo— podían (y pueden) franquear fácilmente las murallas. Y de igual manera que las criaturas más grandes —las personas, en especial— solo pueden acceder al interior de una ciudad amurallada por las puertas habilitadas para su paso, el tránsito de las moléculas de mayor tamaño está regulado por unas «puertas» presentes en la membrana de la célula. Existen, por ejemplo, proteínas con forma de tubos huecos que atraviesan todo el ancho de la membrana y que sirven de túneles por los que esas moléculas más grandes pueden introducirse para entrar en la célula o salir de ella. Y hay también proteínas de transporte cuya labor consiste en trasladar físicamente moléculas más grandes de un lado de la membrana al otro.

Las moléculas que entran en la célula son aquellas que esta necesita para producir su energía, para fabricar proteínas y para «informarse» del mundo exterior. Por ejemplo, la abundancia en el entorno de una célula de moléculas imprescindibles para la construcción de células nuevas puede incitarla a reproducirse.3 Por otra parte, una escasa entrada de moléculas de agua a través de la membrana puede advertir a una célula de que corre peligro de secarse, lo cual puede desencadenar una cascada de reacciones químicas en su interior que conduzca, en último término, a que un tramo de ADN se copie reiteradamente en moléculas de ácido ribonucleico (ARN). Estas llegan entonces a los ribosomas: verdaderas nanomáquinas que usan esas «plantillas» de ARN para fabricar proteínas capaces de funcionar como componentes de una sustancia mucosa que protege a la célula de la deshidratación.4 Demasiado grandes para traspasar la membrana celular, las proteínas así creadas inundan por millones el citoplasma, donde son empaquetadas en sacos membranosos (o vesículas) que se funden con la membrana celular. La membrana puede entonces abrirse (sin reventarse ni perder su integridad estructural) y secretarlas.

Pero las células, además de reaccionar a las moléculas presentes en su entorno, también responden a las moléculas de otras células. Hasta las procariotas más simples y antiguas cooperaban unas con otras, como revelan los fósiles conservados de grandes comunidades microbianas, conocidas como estromatolitos. Hoy continúan existiendo estromatolitos vivos (por ejemplo, en aguas tropicales poco profundas de la costa occidental de Australia), pero hay comunidades fósiles de ese tipo que datan de hace unos 3.500 millones de años de antigüedad.

Al mismo tiempo que una célula fabrica proteínas para protegerse de los cambios ambientales, puede producir proteínas que adviertan a otras de su especie para que hagan lo mismo. Esas señales químicas son cruciales para la supervivencia de las procariotas simples, que viven a menudo agrupadas en enormes colonias denominadas biopelículas, que muy posiblemente fueron las primeras estructuras organizadas que aparecieron sobre la Tierra. Las células del interior de una de esas biopelículas pueden segregar una proteína con azúcares que fija sus membranas a las de otras células, mientras que las del exterior pueden producir proteínas que ayuden a protegerlas de toxinas ambientales. Algunas células llegan incluso a matarse a sí mismas para proporcionar un nitrógeno precioso para la continuidad de sus compañeras. Esta forma de cooperación, en la que las células que forman un grupo se diferencian entre sí para realizar tareas distintas, recuerda bastante a la de las células de nuestro cuerpo. Nos da una pista de cómo pudo haber dado comienzo esa supercooperación celular miles de millones de años atrás.

El tamaño y la complejidad de las procariotas tienen un límite. Para empezar, las proteínas formadas o expresadas por su ADN solo pueden desplazarse dejándose arrastrar (o difundiéndose) con lentitud por el interior de la célula. Por lo tanto, si crece más allá de un determinado tamaño, una procariota pasa a reaccionar de forma suicidamente lenta a los peligros ambientales. Ese es un problema para el que solamente algunas procariotas raras han hallado solución: es el caso de la Thiomargarita namibiensis, que no fue descubierta hasta 1997. Esta bacteria de azufre gigante, que mide en torno a 0,75 milímetros de diámetro y es fácil de apreciar a simple vista, no posee un bucle de ADN, sino miles de ellos, distribuidos uniformemente por su citoplasma. Eso le permite que las proteínas expresadas por hebras localizadas de ADN, aunque se difundan con lentitud, puedan llegar rápidamente a todos los rincones de la célula.

Pero existe, además, otro problema serio que impide que las procariotas aumenten su reducido tamaño. Cuanto más crece cualquiera de ellas, más energía precisa. Y si quisiera recurrir a una estrategia como la de la T. namibiensis, necesitaría una proporción creciente de esa energía para manejar grandes cantidades de ADN. Dado que solo podría hacer algo así sacrificando otros procesos celulares, está claro que el camino hacia la complejidad en aumento está completamente bloqueado para la inmensa mayoría de las procariotas.

Ahora bien, hay otra forma de crecer: darse al canibalismo.

LAS EUCARIOTAS: CIUDADES EMBOLSADAS

Hace unos 1.800 millones de años, una célula procariota engulló a otra. De hecho, entre las procariotas se incluyen las bacterias, pero también las arqueobacterias: unos microorganismos más exóticos que las primeras y capaces de sobrevivir en ambientes extremos —en manantiales sulfúreos bullentes, por ejemplo—, por lo que muy probablemente fueron unas de las primeras formas de vida surgidas en la Tierra.5 Pues bien, lo que sucedió en realidad hace 1.800 millones de años fue que una arqueobacteria engulló a una bacteria.

Tal suceso debió de haber ocurrido ya innumerables veces antes. Pero, en todos esos casos previos, la bacteria fue devorada o expulsada. En esa ocasión, por algún motivo desconocido, la bacteria sobrevivió. Más aún: prosperó. Aquel acto produjo un beneficio mutuo para la engullidora y para la engullida. Esta última halló así un entorno protector, a salvo del hostil mundo exterior, mientras que la primera incorporó una nueva fuente de energía.

Las pruebas de que algo así sucedió realmente fueron recopiladas por la bióloga estadounidense Lynn Margulis (primera esposa del televisivo astrónomo Carl Sagan). Y son pruebas que siguen estando presentes a nuestro alrededor en la actualidad. Las mitocondrias generadoras de energía que se encuentran en el interior de las células eucariotas de todos los animales no son solo del mismo tamaño que las bacterias vivas sueltas, sino que, además, se les parecen.6 Y lo que es más sorprendente todavía: cuentan con su propio ADN, con su bucle separado y distinto del ADN del conjunto de la célula, exactamente igual que en las procariotas libres.

De hecho, las eucariotas pueden contener cientos, o incluso miles, de las mencionadas mitocondrias, que funcionan como centrales térmicas autónomas dedicadas frenéticamente a hacer reaccionar el hidrógeno (llegado a través del alimento de la célula) con oxígeno para fabricar de ese modo la verdadera batería móvil de la vida: el trifosfato de adenosina o ATP (por sus siglas en inglés).7 «Mis mitocondrias componen una gran parte de mí mismo —escribió el biólogo estadounidense Lewis Thomas—. Supongo que, en peso seco, hay tanto de ellas como del resto de mí. Visto así, podría tomárseme por una enorme colonia móvil de bacterias respiradoras».8

Con las mitocondrias de una célula funcionando así y de forma semiautónoma, esta ya no necesita dedicar tanto ADN propio a la labor de generar energía. El ADN queda así liberado para codificar otras cosas, otras nanomaquinarias proteínicas. Por consiguiente, cuando las células adquirieron las mitocondrias 1.800 millones de años atrás, obtuvieron también la libertad para hacerse mucho más grandes y complejas.

La diferencia de tamaño entre una eucariota grande y una procariota típica es comparable a la que existe entre un gato y una pulga. Cada una de esas megacélulas puede contener centenares o, incluso, millares de las ya mencionadas bolsitas envueltas en sus correspondientes membranas. Estos orgánulos se reparten las tareas de la célula y funcionan en ella de manera parecida a como en las ciudades modernas lo hacen las fábricas, las oficinas clasificadoras del correo u otros edificios especializados.

Los lisosomas, por ejemplo, son las unidades de tratamiento de basuras de la célula. Descomponen moléculas como las proteínas en sus diversos elementos básicos para que estos puedan reutilizarse. La razón por la que la lechuga de las hamburguesas se pone mustia es que el calor de la carne de ternera deshace las membranas de los lisosomas de las células del vegetal. Con ello se liberan enzimas que devoran el tejido de las hojas. Otro orgánulo es el retículo endoplasmático, que actúa como una oficina de paquetería y mensajería celular. Gracias a los ribosomas por él esparcidos, traduce el ARN que le llega del núcleo y lo transforma en proteínas destinadas a lugares situados más allá de la célula. El aparato de Golgi, por su parte, es un orgánulo que funciona como un centro de envasado y empaquetado. Puede modificar proteínas envolviéndolas (por ejemplo) con una cobertura de azúcar que absorbe el agua. Esas proteínas pueden usarse luego para dar a la superficie de las células sanguíneas un carácter viscoso que les permite desplazarse de un lugar a otro con mayor facilidad.9

En realidad, una célula eucariota no parece tanto un organismo único como una colonia de ellos que perdieron hace tiempo su capacidad para sobrevivir de forma independiente. Dice Richard Dawkins que, «durante toda la primera mitad del largo tiempo geológico, no tuvimos más ancestros que las bacterias. La mayoría de las criaturas siguen siendo bacterias y cada uno de nuestros billones de células es una colonia de bacterias». Y todo esto ha sucedido así por casualidad. «La primera mitocondria que se introdujo en otra célula no estaba pensando en las ventajas futuras en forma de cooperación e integración que aquello le reportaría —escribió Stephen Jay Gould—. Solo trataba de buscarse la vida en un duro mundo darwiniano».10

Los orgánulos están supeditados al núcleo de la célula, que contiene el ADN de esta y organiza prácticamente toda la actividad celular. El botánico inglés Robert Brown reconoció el núcleo como elemento común de las células complejas en 1833.11 Envuelto en una membrana doble, el núcleo recuerda a un castillo fortificado en el interior de la ciudad amurallada que es la célula. La membrana controla la entrada de moléculas en el núcleo y la salida de este de proteínas expresadas por el ADN.

La presencia de un núcleo es uno de los rasgos definitorios de una eucariota, junto con la presencia de una plétora de orgánulos. Una procariota, por su parte, no contiene núcleo ni orgánulos. De hecho, la propia palabra griega prokaryota significa «antes del carion (nuez o núcleo)», mientras que eukaryota quiere decir «verdadero núcleo». Muy probablemente, un núcleo es un requisito imprescindible en células tan complejas como las eucariotas, dada la necesidad de proteger el ADN (algo muy precioso) de la actividad frenética que se desarrolla por doquier en su seno.12

Además de tener un núcleo y un elevado número de orgánulos, una célula eucariota contrasta con una procariota porque dispone de un citoesqueleto. Proteínas como la tubulina forman largas vigas que se entrecruzan por toda la célula proporcionándole una especie de andamio: tales microtúbulos confieren rigidez a la blanda bolsa que sería la célula sin ellos y, con ello, le dan forma. También anclan los orgánulos a la membrana. Esto garantiza que estén distribuidos más o menos igual en todos los organismos eucariontes, como los órganos internos están dispuestos del mismo modo en todos los seres humanos salvo raras y ligeras excepciones. Pero, además de proporcionar un armazón interno, los microtúbulos funcionan como una red ferroviaria interior capaz de transportar rápidamente material de un punto a otro de la célula. Lo consiguen creciendo por un extremo al tiempo que se van desintegrando por el otro, por lo que, por extraño que parezca, es la vía y no el tren lo que proporciona la potencia motora. Las proteínas recién fabricadas, encerradas en sus correspondientes bolsas (o vesículas), no tienen más que subirse al microtúbulo que les resulte más conveniente para ser despachadas al momento con rumbo a un destino lejano dentro de la propia célula.

La susodicha red ferroviaria celular permite que una eucariota venza uno de los mayores obstáculos que impiden que una procariota se haga más grande: la necesidad de transportar material a todos los rincones de la célula. Una eucariota no necesita esperar a que las proteínas se difundan lentamente a través del citoplasma, ya que acelera su tránsito interno por medio de su particular red de transporte rápido.

Pero a pesar de constituir un enorme avance con respecto a las procariotas, también las eucariotas tienen sus límites. Organizar orgánulos es una actividad compleja. Si una célula contuviera más de unos pocos miles de ellos, la organización entonces requerida superaría con mucho la capacidad de su núcleo. Los organismos eucariontes —como los procariontes— son un callejón sin salida biológico. El camino que hay que seguir para incrementar la complejidad apunta en otra dirección: la de la cooperación a una escala sin precedentes.

LOS ORGANISMOS PLURICELULARES

Podemos afirmar con casi total seguridad que, desde el momento en que surgieron, las células eucariotas cooperaron unas con otras siguiendo vías cada vez más sofisticadas para ello. Pero, hace unos 800 millones de años, traspasaron un umbral crítico. La naturaleza había juntado colonias de procariotas simbióticas para formar eucariotas. Cientos de millones de años después, repitió la jugada. Reunió colonias de eucariotas simbióticas para formar organismos pluricelulares.

Que la vida sobre la Tierra se mantuviera durante unos 3.000 millones de años dentro del estadio unicelular antes de dar el salto a la fase pluricelular es probablemente un dato muy indicativo de la dificultad de semejante paso. Ese, además, es un antecedente no exento de implicaciones de cara a las perspectivas de hallar vida extraterrestre. Pese a llevar ya cincuenta años buscando, los astrónomos no han apreciado señal alguna de inteligencia en ningún lugar de nuestra galaxia. Existe, pues, la posibilidad de que la vida sea algo común en la Vía Láctea, pero solamente en forma de microorganismos unicelulares.

Los seres humanos —como los animales, las plantas y los hongos— somos todos organismos pluricelulares. Cada uno de nosotros es una colonia de unos 100 billones de células. Hay unos 230 tipos distintos de células, que van desde las cerebrales y las sanguíneas hasta las musculares y las sexuales, y todos nosotros estamos envueltos en una bolsa hecha de células cutáneas, que nos recubren como la membrana recubre a una célula individual.

Cada célula dispone de su propia copia del mismo ADN (con la única excepción de las células sanguíneas maduras, que son tan utilitarias que incluso carecen de núcleo). Pero que una célula particular se convierta en una célula renal, pancreática o cutánea depende de la sección específica del ADN que se lea (o, como suele decirse, que se exprese) en su caso. Esto, a su vez, depende de unos genes reguladores (que no dejan de ser también tramos concretos de ADN) capaces de apagar y encender la lectura del ADN en función de factores tales como la concentración de una sustancia química determinada en una localización concreta.

Cada una de los 100 billones de células que componen un ser humano es un micromundo tan complejo como una gran ciudad, que bulle con la incesante actividad de miles de millones de nanomáquinas. Tiene sus almacenes, sus talleres, sus centros administrativos y sus calles vibrantes de actividad y tráfico. «Hay centrales térmicas que generan la energía de la célula —escribió el periodista estadounidense Peter Gwynne—. Hay fábricas que producen proteínas, vitales unidades de intercambio del comercio químico. Hay sistemas de transporte complejos que van guiando las sustancias químicas específicas de un punto a otro de la célula y más allá de ella. Hay centinelas parapetados que controlan los mercados de exportación e importación, y que escudriñan el mundo exterior en busca de señales de peligro. Hay ejércitos biológicos disciplinados que permanecen en guardia para luchar contra los invasores. Hay un gobierno genético centralizado que mantiene el orden».13

Y todo esto sucede ininterrumpidamente durante todos los días de nuestra vida sin que nos demos cuenta para nada de ello. Por decirlo en palabras del biólogo y escritor Adam Rutherford,

cada movimiento, cada latido del corazón, cada pensamiento y cada emoción que hemos tenido desde siempre, cada sentimiento de amor u odio, de aburrimiento, de entusiasmo, de dolor, de frustración o de alegría, cada vez que nos hemos emborrachado y cada vez que hemos sufrido la correspondiente resaca, cada moretón, estornudo, picor o nariz cargada, cada una de las cosas que hemos oído, visto, olido o saboreado, ha sido el resultado de la comunicación de nuestras células entre sí y con el resto del universo.14

Todos comenzamos nuestras vidas a partir de una única célula, cuando un espermatozoide, la célula más diminuta del cuerpo humano, se fusiona con un óvulo, que es la de mayor tamaño (visible incluso a simple vista). Todas las personas hemos sido durante aproximadamente media hora una sola célula antes de que esta se dividiera en dos. Se trata de un proceso extraordinario en sí mismo. En apenas treinta minutos, esa célula no solo debe realizar una copia de su ADN —un procedimiento que, para acortar tiempo, se produce simultáneamente en múltiples puntos de ese ADN—, sino que debe construir del orden de 10.000 millones de proteínas complejas. Eso equivale a más de 100.000 por segundo.

En el plazo de sesenta minutos, las dos células se dividen y dan lugar a cuatro, estas se convierten luego en ocho, y así sucesivamente. Tras varias divisiones, la presencia de diferencias químicas entre diferentes puntos del embrión en desarrollo hace que las células comiencen a diferenciarse entre sí. Se trata de un proceso que culmina en una fase a partir de la cual cada célula «sabe» si será una célula renal, cerebral o cutánea. Con los años, una sola célula inicial terminará convertida en una galaxia (o, mejor dicho, en mil galaxias) de células.

No hay apenas células en nuestro cuerpo que sean permanentes (con la única salvedad de las cerebrales). Las que recubren la pared del estómago se encuentran constantemente bañadas en un ácido clorhídrico capaz de disolver una hoja de afeitar, por lo que deben ser repuestas sin descanso. Podría decirse que estrenamos recubrimiento estomacal cada tres o cuatro días. Las células sanguíneas duran más, pero incluso ellas se autodestruyen tras unos cuatro meses de vida. No es exagerado afirmar que cada uno de nosotros es, más o menos, una persona nueva cada siete años, lo que tal vez explicaría la proverbial «crisis de los siete años»: uno o una mira a su pareja y de pronto piensa: «¡Esta ya no es la misma persona con la que me junté!».

Las células de nuestro cuerpo mueren en un número tan prodigiosamente alto que, solo para reemplazarlas, cada uno de nosotros está obligado a fabricar en torno a 300.000 millones de ellas cada día. Eso equivale a más células que estrellas hay en nuestra galaxia. No me extraña que nos cansemos de no hacer nada.

«ALIENS» (EXTRANJEROS RESIDENTES)

Puede que el número de células de nuestro cuerpo sea astronómico. Pero ni siquiera todas ellas pueden llevar a cabo la totalidad de funciones que son necesarias para nuestra supervivencia, no al menos sin la ayuda de legiones de células ajenas como procariotas, hongos y animales unicelulares (los llamados protozoos).15 En nuestro estómago, por ejemplo, centenares de especies de bacterias trabajan constantemente extrayendo nutrientes de nuestros alimentos. Si algunas de esas bacterias «buenas» mueren inadvertidamente, por ejemplo, por la acción de los antibióticos, podemos resentirnos de ello con dolencias como la diarrea.

Las bacterias residentes en nuestro organismo nos protegen de enfermedades al ocupar nichos funcionales en nuestro cuerpo que, de otro modo, podrían ser ocupados por patógenos provocadores de afecciones. El Proyecto Microbioma Humano, un estudio quinquenal financiado por el gobierno de Estados Unidos, hizo públicos sus hallazgos en 2012. Entre otras cosas, descubrió que las fosas nasales de aproximadamente un 29 % de las personas contienen Staphylococcus aureus (más conocido como la superbacteria SARM). Del hecho de que esas personas no sufran efecto patológico alguno por ello, cabe deducir que, en individuos sanos, estos microbios funcionan como bacterias buenas que mantienen bajo control otros patógenos dañinos.

Curiosamente, el Proyecto Microbioma Humano halló que hay más de diez mil especies de células ajenas residentes en nuestro cuerpo (cuarenta veces más que tipos diferentes de células propias). Somos, pues, un 2,5 % humanos nada más. De hecho, cada centímetro cuadrado de nuestra piel sirve de hogar a una media de cinco millones de bacterias. Las regiones más pobladas son las orejas, la nuca, los costados de la nariz y el ombligo. La utilidad del conjunto de esas bacterias (auténticos «aliens» en nuestro cuerpo) es un misterio. El Proyecto Microbioma Humano fue incapaz de determinar qué función cumplía el 77 % de las especies presentes en nuestra nariz, por ejemplo.

La asombrosa cifra de bacterias ajenas presentes en nuestro cuerpo puede hacer que perdamos de vista su importancia en la realidad. El Proyecto Microbioma Humano detectó que los microorganismos que habitan en nuestra piel y nuestro interior suman un total de, al menos, ocho millones de genes, cada uno de los cuales codifica una proteína con una finalidad concreta. En comparación, el genoma humano contiene meramente 23.000 genes.16 Por consiguiente, hay unas cuatrocientas veces más genes microbianos ejerciendo su efecto sobre nuestro cuerpo que genes propiamente humanos. Así que, en cierto sentido, ni siquiera somos un 2,5 % humanos: apenas lo somos en un 0,25 %.

Puesto que las células ajenas que hay en nuestros cuerpos son mayoritariamente procariotas (que son mucho más pequeñas que las eucariotas), todas ellas solo suman unos pocos kilogramos a nuestra masa total (apenas entre un 1 y un 3 % más). No están codificadas por nuestro ADN: nos infectaron después de nacer, a través de la leche materna o directamente por vía ambiental. Y están instaladas prácticamente al completo en nosotros cuando cumplimos los tres años de edad. Así pues, es justo decir que nacemos siendo un 100 % humanos, pero morimos siendo un 97,5 % de «aliens».

EL HORIZONTE DE SUCESOS BIOLÓGICO

Toda célula nace de otra. «Omnis cellula e cellula», concluyó François-Vincent Raspall por vez primera en 1825. Por lo tanto, todas las células de nuestro cuerpo —y todas las de la Tierra— descienden de un ininterrumpido linaje que se remonta a la primera de todas ellas, aparecida unos 4.000 millones de años atrás. Esa primera célula es generalmente conocida como el último antepasado común universal (o LUCA, siglas de Last Universal Common Ancestor). Nadie sabe cómo surgió exactamente. No cabe duda de que tuvo que haber un abultadísimo proceso previo de ensayo y error —una enorme dosis de preevolución— hasta que la naturaleza dio con ese diseño.

Los errores (las mutaciones) en los genes se acumulan a un ritmo constante a lo largo del tiempo. De ahí que, si una especie totaliza el doble de mutaciones de un gen en particular que otra, podamos deducir que hace el doble de tiempo que se escindió de un ancestro común. Así es como se construye el árbol genealógico de la vida (ideado inicialmente por Charles Darwin). El problema es que las bacterias tienen la inoportuna costumbre de intercambiar ADN entre ellas además de legarlo a sus descendientes. Eso significa que, cuanto más nos aproximamos a LUCA, menos se parece el árbol de la vida a un árbol propiamente dicho y más nos recuerda a un zarzal impenetrable.

En física, los científicos hablan del «horizonte de sucesos» de un agujero negro: el punto de no retorno para la materia que caiga en él. Cubre como un opaco manto al agujero negro de tal modo que nada puede verse más allá, en su interior. Los biólogos emplean en un sentido parecido también la idea de un horizonte de sucesos biológico, más allá del cual es imposible saber nada. Y, por desgracia, LUCA se encuentra al otro lado del mismo.

Desde los tiempos de LUCA, la Tierra, pese a sus escarceos con la pluricelularidad, ha sido un mundo esencialmente bacteriano. Se cree que existen en nuestro planeta unos diez quintillones (un millón de billones de billones) de bacterias. Eso son mil millones de veces más bacterias que estrellas hay en el universo observable. Pero ni siquiera esa cifra podría darnos una imagen fiel de la biología terrestre. Pensemos, si no, en los virus. Como escribió Lewis Thomas:

Vivimos en una matriz danzante de virus. Cual abejas posándose inquietas de flor en flor, se precipitan de un organismo a otro, de una planta a un insecto, de un insecto a un mamífero, de este a mí, y luego de vuelta a una planta, y se sumergen incluso en el fondo del mar, y, mientras, van arrastrando consigo pedazos de todo ese genoma, cadenas diversas de genes, trasladando así injertos de ADN y haciendo circular herencia genética entre unos seres vivos y otros como si todos participáramos en una gran fiesta.17

Incapaces de reproducirse sin secuestrar la maquinaria de las células, los virus no están considerados por lo general precursores de la vida celular. Pero ¿quién sabe?

2

EL BEBÉ CON PROPULSIÓN A COHETE

La respiración

Toda nuestra energía es un rayo de sol liberado del estado cautivo en el que se hallaba en los alimentos.

NICK LANE,

Los diez grandes inventos de la evolución

Vivimos porque captamos electrones en el momento en que son excitados por fotones solares y aprehendemos la energía liberada en el instante de cada salto y la almacenamos en intrincados bucles para nuestro propio uso.

LEWIS THOMAS, Las vidas de la célula

Un cohete se eleva dejando atrás una espesa nube de humo blanco y llamas anaranjadas. Un bebé da una patadita en un momento de alegría. Puede que parezca que esas dos cosas no tienen nada en común. Pero las apariencias engañan. Ambas están impulsadas por la energía resultante de lo que, en esencia, es una misma reacción química. Ambas están alimentadas por combustible propulsor de cohetes.

Basta con pensar un momento en esa idea para darse cuenta de por qué no tiene nada de extraño. Propulsar algo tan pesado como un cohete hasta el espacio exterior requiere del combustible más potente posible: uno que, a igualdad de masa, suministre la mayor pujanza. La vida sobre la Tierra lleva 3.800 millones de años de experimentación por ensayo y error. Sería raro que, en sus diversas intentonas y esfuerzos por hallar la fuerza que impulse los procesos de los organismos vivos, no hubiera dado ya con la fuente de energía más potente disponible.

Esa fuente energética es la reacción química que se produce entre hidrógeno y oxígeno. En el caso de todos los animales, se trata de hidrógeno extraído de los alimentos y de oxígeno extraído del aire. En el caso de un cohete, hablamos de hidrógeno y oxígeno líquidos.

Pues, bien, ¿cómo funciona esa reacción del hidrógeno con el oxígeno? ¿Y de dónde procede exactamente la tremenda energía a que da lugar? Para entenderlo, se necesita algo de información previa.

Todos los átomos, incluidos los de hidrógeno y los de oxígeno, están formados por un diminuto núcleo y unos electrones más minúsculos aún. Los electrones orbitan en torno al núcleo, atrapados por la poderosa fuerza eléctrica de este de un modo muy parecido a como los planetas, influidos por la fuerza de la gravedad, orbitan alrededor del Sol. Existen múltiples formas distintas en las que los electrones pueden orbitar en un átomo dado. Pero, en general, son más felices cuanto más próximos pueden estar con respecto al núcleo porque así minimizan su energía.

Y lo son porque ese es un principio general de la física. Por ejemplo, se dice que un balón situado en un punto elevado de la ladera de una montaña tiene una alta energía gravitatoria. A la menor oportunidad, tratará de minimizar su energía y lo hará rodando cuesta abajo hasta la base de la montaña, donde pasará a tener una energía gravitatoria baja. De manera parecida, también los electrones de un átomo intentarán siempre minimizar su energía (con la misma propensión e insistencia con la que los balones tienden a rodar ladera abajo).

Cuando dos átomos se juntan, pueden surgir nuevas vías para la distribución de sus respectivos electrones combinados. Si existe una configuración conjunta posible con una energía total más baja que la que sumaban los dos átomos por separado, entonces, con la misma inevitabilidad con la que el balón tiende a caer, los átomos se combinarán formando una molécula. En eso consiste básicamente toda la química: en la reorganización de electrones.

La energía de la molécula es menor que la de los átomos separados que se unieron para constituirla, por lo que, cuando se forma, queda energía sobrante. Y una piedra angular de la física es el principio según el cual la energía no puede crearse ni destruirse, sino únicamente transformarse (por ejemplo, de energía eléctrica a energía lumínica). En consecuencia, la energía excedente mencionada queda disponible para hacer cosas.1

En un cohete, por ejemplo, la reacción entre un átomo de hidrógeno y otro de oxígeno —aunque, para ser más precisos, son en realidad dos átomos de hidrógeno los que reaccionan con cada átomo de oxígeno para formar H2O (agua)— libera una elevada cantidad de energía. Esta calienta el agua y expulsa a gran velocidad el vapor blanco que vemos salir de la parte inferior del cohete. Como la acción y la reacción son iguales y opuestas, los gases que salen de los tubos de escape a muy alta velocidad propulsan el cohete hacia arriba.

Esa reacción entre hidrógeno y oxígeno libera tanta energía que es capaz incluso de elevar un cohete hasta el espacio exterior.2 La capacidad energética de dicha reacción es también la razón por la que un corredor de maratón puede completar 42 kilómetros y 195 metros de recorrido alimentado con apenas un plato de pasta. De ahí que todos y cada uno de los animales vivos de la Tierra aprovechen la mencionada reacción.

En realidad, la reacción entre hidrógeno y oxígeno no es la única que libera energía. Antes de que el oxígeno estuviera presente en cantidades sustanciales en la atmósfera terrestre, los organismos obtenían su energía de procesos mucho menos eficientes. Uno de ellos es la fermentación. Así fabrican alcohol las células de levadura, por ejemplo. También los músculos de los velocistas, cuando se quedan sin oxígeno, producen ácido láctico por medio de la fermentación. Pero en el proceso fermentador, solo un 1 % (aproximadamente) de la energía excedentaria queda disponible para realizar trabajo. Compárese esa cifra con el nada desdeñable 40 % aprovechable de la energía sobrante de la reacción del hidrógeno con el oxígeno.

Esas dos cantidades anteriores nos indican algo que es ciertamente interesante y profundo sobre el mundo biológico. Para que existan seres vivos carnívoros, es preciso que haya, como mínimo, tres niveles en la cadena trófica: plantas, animales que comen plantas y animales que comen animales que comen plantas. Pero si solo el 1 % de la energía de las plantas está disponible para los animales que se alimentan de ellas, entonces solo el 1 % de ese 1 % —es decir, un raquítico 0,01 %— estará a disposición de los animales que se alimenten de esos animales, y así sucesivamente.

Por lo tanto, hasta que existió oxígeno suficiente (en cantidades digamos que más o menos modernas) hace unos 580 millones de años, fue imposible que hubiera carnívoros. De hecho, las bacterias aprendieron el truco del oxígeno más de 2.000 millones de años atrás, pero por aquel entonces solamente había unas minúsculas cantidades de O2 disponibles. En realidad, se calcula que el mencionado truco del oxígeno hizo que se multiplicara nada menos que por mil (aproximadamente) el total de la biomasa sobre la Tierra. En vez de dos capas o niveles tróficos en la cadena alimentaria, de pronto fue posible contar con cinco o seis. La asombrosa complejidad de la vida sobre la Tierra hoy día se debe únicamente al aprovechamiento del oxígeno.

BIOLOGÍA A PILAS

Pero ¿cómo funciona exactamente el mencionado truco del oxígeno? En un cohete, el hidrógeno y el oxígeno se combinan formando agua, lo que origina la liberación explosiva de una ingente cantidad de energía térmica. Es evidente que los organismos vivos no recurren a tan violento proceso, pues terminarían todos volatilizados. En vez de ello, liberan la energía paso a paso mediante un sistema mucho menos destructivo y bastante más sutil.

Lo que sucede realmente cuando el hidrógeno y el oxígeno reaccionan juntos en un cohete es lo que ocurre en todas las reacciones químicas: los electrones se dedican entonces a jugar a las sillas, por así decirlo. Concretamente, un átomo de oxígeno arrebata electrones de dos átomos de hidrógeno.3 En el proceso, esos átomos de oxígeno e hidrógeno terminan fusionados en una sola molécula de agua.4 Pero ¿y si fuera posible que los átomos de hidrógeno suministraran electrones a un átomo de oxígeno sin que ni los unos ni el otro llegasen jamás a coincidir en realidad? Pues, bien, esa particular variedad de reacción entre oxígeno e hidrógeno es justamente la que la biología ha sabido aprovechar.

Lo primero que se requiere para algo así, claro está, es obtener hidrógeno. Hablamos de un gas que no existe en estado libre en la Tierra. Al tratarse del más ligero de todos los gases, si se creara aquí, en la superficie de nuestro planeta, en una cantidad significativa cualquiera, terminaría elevándose por flotación hasta salir al espacio exterior. En el interior de una célula, sin embargo, un proceso sorprendentemente sutil y energéticamente eficiente llamado ciclo de Krebs extrae los átomos de hidrógeno de los alimentos que ingerimos, es decir, de las moléculas de azúcar (glucosa, C6H12O6) o grasa. Dos átomos de hidrógeno donan entonces sus electrones a un átomo de oxígeno. El secreto reside en que eso no sucede de forma directa, como en un cohete. Entre los átomos de hidrógeno y el átomo de oxígeno se extiende un largo cable de complejos proteínicos.5 Y los electrones donados, rebosantes de energía sobrante, van saltando de un punto a otro a lo largo de ese hilo.

Centrémonos en un electrón. Mientras va recorriendo a saltos el mencionado cable, con la misma inevitabilidad con la que un balón cae cuesta abajo por la ladera de una montaña, va impulsando núcleos de hidrógeno (o sea, protones)6 a través de canales (o poros) de la membrana celular.7 Como los protones tienen una carga eléctrica —la opuesta de la de los electrones—, ese proceso genera una diferencia de carga entre un lado de la membrana y el opuesto. Algo parecido sucede en una pila o una batería, en la que esa carga diferencial crea un campo de fuerza eléctrico entre sus polos. Y esto, en realidad, nos da una pista de lo que hace el electrón superenergético al recorrer el cable de proteínas hasta llegar a un átomo de oxígeno: convierte la membrana de la célula en una batería cargada. El campo de fuerza eléctrico resultante entre uno y otro lado de la membrana es fabulosamente potente. Es comparable, de hecho, al campo que, durante una tormenta con aparato eléctrico, disocia los átomos en el aire y descarga un rayo de muchos millones de voltios.8

Habrá quien se esté figurando que las células de nuestro cuerpo deberían chisporrotear con tanta centella. Pero, tranquilos, el tremendo campo de fuerza eléctrico del que hablo no se extiende más allá del ínfimo grosor de una membrana celular (unas cinco millonésimas de milímetro) y otras moléculas intervienen además para que ese campo no se extienda más allá. Curiosamente, sin embargo, cuando llega el momento de la muerte programada de la célula (la apoptosis), ese mecanismo protector se apaga y las células terminan siendo aniquiladas en realidad por sus propios relámpagos internos.

El potente campo de fuerza eléctrico en el que se convierte la membrana-batería impulsa una reacción química por la que se crea trifosfato de adenosina, o ATP. Estas moléculas son verdaderos almacenes de energía, equiparables a unas pilas portátiles. A medida que el electrón avanza rebotando por el cable de proteínas (y perdiendo energía a cada paso), va dejando una estela de abundantes moléculas de ATP rellenas de energía. Liberadas en el seno de la célula, dichas moléculas tienen entonces la facultad de suministrar la energía necesaria para impulsar los procesos celulares donde y cuando sea necesario.

Funcionamos a pilas, en definitiva. Hay unos mil millones de moléculas de ATP en nuestro cuerpo y todas ellas se usan y se reciclan cada uno o dos minutos. Los juguetes pueden necesitar unas pocas pilas que terminan agotándose en el plazo de unas horas. Comparemos eso con nuestro cuerpo, que consume unos diez millones de pilas cada segundo. Suerte que, en el caso de los cuerpos humanos, las pilas ya vengan incluidas.

Al final, el electrón alcanza el otro extremo del cable de proteínas, agotada ya su energía. Allí se combina con el átomo de oxígeno que aguardaba su llegada. Cuando un segundo electrón procedente de otro átomo de hidrógeno se le une también, el átomo de oxígeno adquiere el muy deseable estado de tener un caparazón externo de electrones completo. Pero ahí no se acaba la historia, ni mucho menos. Si el átomo de oxígeno pasa los electrones a otro de carbono —el que se quedó atrás cuando se extrajo el hidrógeno del alimento mediante el ciclo de Krebs—, el resultado es una muy estable molécula de dióxido de carbono. Y dióxido de carbono (junto con vapor de agua) es lo que los animales que respiran oxígeno exhalan como desecho.

LA RESPIRACIÓN

Esto, por lo que respecta a la química de la respiración. Pero ¿y su fisiología? Sabemos que inspiramos aire, del que aproximadamente el 20 % es oxígeno. Solo una cuarta parte del mismo se usa realmente, por lo que el aire espirado sigue conteniendo en torno a un 15 % de oxígeno. Esto es lo que hace posible reanimar a una persona inconsciente con el aliento que le exhalamos en una maniobra de respiración boca a boca.

El aire que inspiramos entra en lo más hondo de nuestros pulmones, cuyas superficies internas tienen una estructura muy parecida a la de las ramificaciones de un árbol, aunque llevadas a la menor escala posible. Esas ramas terminan en unas puntas —llamadas alvéolos— que se extienden paralelas a unos vasos sanguíneos muy finos: allí las moléculas de oxígeno pasan de los alvéolos a los glóbulos rojos de la sangre. La estructura ramificada en árbol de los alvéolos maximiza el área a través de la que esa transferencia de oxígeno puede tener lugar, con lo que maximiza a su vez la cantidad de oxígeno que puede introducirse en el torrente sanguíneo. De hecho, y por increíble que parezca, el área total de la superficie interna de un pulmón humano es equivalente a la de una pista de tenis.

Cuando se transfiere una molécula de oxígeno a un glóbulo sanguíneo, este la recoge por medio de una proteína gigante llamada hemoglobina. Luego la transporta hasta una célula, que obtiene energía de la combinación de ese oxígeno con hidrógeno extraído del alimento. La hemoglobina tiene la crucial propiedad de cambiar de comportamiento en función del grado de acidez de su entorno. La acidez reinante en su destino celular modifica sutilmente la proteína para que esta repela su pasajero en vez de atraerlo como hizo en un primer momento. La proteína descarga así su preciosa mercancía: la molécula de oxígeno que llevaba atrapada hasta entonces. Pero ese mismo cambio en la hemoglobina hace que, en ese momento, atraiga una molécula de dióxido de carbono. Y nada más captarla, la transporta rauda de vuelta a los pulmones, donde pasa de los capilares sanguíneos a los alvéolos para ser exhalada.

El oxígeno que respiramos y que suministra energía para todos los procesos biológicos que se desarrollan en nuestros cuerpos resulta esencial para mantenernos con vida. Y es que, si bien podemos sobrevivir sin comida durante un mes, y sin agua durante una semana, si se interrumpe nuestro suministro de aire, solo podemos sobrevivir durante apenas unos tres minutos.9 En cada instante de nuestra vida estamos a tan solo tres minutos de morir. Y a nadie se le hace manifiesta esa realidad con mayor crudeza que a las víctimas de ataques cardiacos, cuyo corazón deja de latir y, por consiguiente, de bombear oxígeno por las arterias y los vasos sanguíneos de su organismo.10

LA FOTOSÍNTESIS

Pero ¿de dónde proviene el oxígeno que respiramos? La respuesta es clara: de las plantas. En vez de inspirar oxígeno y espirar dióxido de carbono, las plantas toman dióxido de carbono y emiten oxígeno.

Prácticamente toda la energía usada por la vida sobre la Tierra es en último término, pues, energía de la luz solar, que las plantas captan directamente del Sol.11 El mecanismo que aplican para conseguirlo es alucinantemente ingenioso: si no lo fuera, hace ya tiempo que habríamos hallado el modo de imitarlo para, de esa manera, propulsar el funcionamiento de toda la civilización humana con energía procedente directamente de la luz del Sol. En concreto, la energía de una partícula de luz —un fotón— se transfiere a un electrón de una proteína gigante llamada clorofila. Esta es la molécula responsable del pigmento verde de las plantas, si bien la vida también utiliza una segunda versión (no verde) de la misma. Rebosante de energía, el mencionado electrón puede entonces activar e impulsar diversos procesos químicos. La fotosíntesis es uno de ellos: un proceso increíblemente complejo, de hecho, que, en esencia, consigue exactamente lo contrario de la respiración.

Mientras que la respiración desgaja el hidrógeno de alimentos como los azúcares y transfiere su electrón al oxígeno, expulsando dióxido de carbono como residuo, la fotosíntesis separa el hidrógeno del agua y lo combina con el carbono que obtiene del dióxido de carbono para construir azúcares, expulsando el oxígeno sobrante como residuo. Fijémonos en lo asombroso que resulta ese artificio (por así llamarlo): usando nada más que agua, dióxido de carbono del aire y luz solar, las plantas son capaces de sintetizar alimento rico en energía.

Los azúcares fabricados por las plantas son, en esencia, luz solar asimilada. Y siempre que comemos plantas, liberamos en realidad la energía de esa luz solar allí atrapada. Pero el milagro no termina ahí. Algunas plantas (los árboles, por ejemplo) pueden quedar enterradas tras su muerte y transformarse, por acción del calor y la presión a la que acaban estando sometidas en el subsuelo, en combustibles fósiles como el carbón. Cuando quemamos carbón, pues, dejamos suelta de nuevo la luz solar de antaño. En última instancia, todo en la Tierra funciona con la energía aprehendida de un rayo de sol.

Pese a todo, la fotosíntesis es bastante ineficiente. El porcentaje de energía lumínica entrante que termina convertida en azúcar en la mayoría de las plantas no está por encima de un 1 %, aproximadamente. De ahí que quienes han buscado crear una fotosíntesis artificial se hayan planteado el reto, no ya de igualarla, sino de conseguir que funcione significativamente mejor que en la naturaleza: por ejemplo, convirtiendo en hidrógeno un 20 % de la luz solar incidente.

El hidrógeno, combinado con el oxígeno (recordemos los casos del combustible para cohetes o de la respiración), libera grandes cantidades de energía. Podría utilizarse, por lo tanto, en células de combustible para impulsar toda clase de máquinas y aparatos, desde coches hasta ordenadores. Tres son los pasos principales para seguir en la creación artificial de fotosíntesis. En primer lugar, hay que captar la luz y transferir su energía a un electrón, para que estimule a su vez la energía de este. A continuación, hay que liberar el electrón de su átomo matriz. Por último, hay que usar el electrón superenergético resultante para que impacte en una molécula de agua y la fracture a fin de que libere el importantísimo átomo de hidrógeno. La fotosíntesis artificial, capaz de fabricar combustible de hidrógeno a partir de la luz solar, pondría término a la dependencia que la raza humana tiene actualmente de combustibles fósiles como el petróleo, cuyas reservas merman a pasos agigantados. Estaríamos ante una tecnología que cambiaría por completo las actuales reglas del juego. Podría transformar el mundo.

3

CAMINANDO MARCHA ATRÁS HACIA EL FUTURO

La evolución

La evolución actúa como un habilidoso aficionado a las probaturas y los retoques.

FRANÇOIS JACOB,

«El bricolaje de la evolución»

(cap. 2 de El juego de lo posible)

Los cerdos nos miran a los ojos y ven en nosotros a sus iguales.

WINSTON CHURCHILL

Pregunta: ¿Qué tienen en común los aviones, los televisores y las farolas con las ranas, las ballenas y las personas? Respuesta: Todos ellos son configuraciones de la materia altamente improbables en principio, pero todos hacen lo que hacen fantásticamente bien. Los objetos tecnológicos del primer grupo fueron diseñados por seres humanos. La conclusión obvia que se podría extraer de la similitud entre ambos grupos sería, por lo tanto, que los seres vivos del segundo grupo también fueron diseñados. Pero esa conclusión tan obvia es errónea.

La falsa ilusión de la existencia de un diseño en la naturaleza es tan intensa que su carácter ilusorio no fue reconocido hasta bien entrado el siglo XIX. En la Europa de aquel entonces, existía la convicción más o menos unánime de que los seres vivos habían sido creados y puestos sobre la Tierra con sus formas actuales por un Ser Supremo. Los científicos de la época eran creyentes en su mayoría y nada podía estar más lejos de su ánimo que cuestionar aquella idea y granjearse con ello las iras de la Iglesia. Pero los científicos no tienen más opción que ir adonde les llevan las pruebas. Y las pruebas estaban apabullantemente del lado de la tesis de que la asombrosa diversidad de las formas de vida existentes en la Tierra —desde las bacterias hasta las ballenas azules, desde los hongos hasta los zorros voladores, o desde los gorilas hasta las secuoyas gigantes— es consecuencia de un mecanismo puramente natural.

Una pista importante de ello la proporcionaban los fósiles. Todo parecía indicar que eran vestigios de criaturas antiguas, sepultadas bajo los sedimentos depositados y compactados en el fondo de lagos y mares, y, por alguna razón que nadie conocía con exactitud, petrificados. Los fósiles nos revelan que las criaturas que habitan la Tierra hoy día no son las mismas que vivieron en tiempos en este mismo planeta. Algunas criaturas antiguas, como los dinosaurios, se extinguieron por completo, mientras que otras igualmente desaparecidas parecen estar relacionadas con algunas de las actualmente existentes. Las más simples y primitivas aparecen fosilizadas en los sedimentos más profundos (y, por tanto, más antiguos). A medida que ascendemos por los estratos de roca hacia sedimentos cada vez más recientes en el tiempo, los fósiles que hallamos en ellos se vuelven más complejos y sofisticados.