El viaje de Baboucar - Giovanni Dozzini - E-Book

El viaje de Baboucar E-Book

Giovanni Dozzini

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Beschreibung

Obra ganadora del Premio de Literatura de la Unión Europea Baboucar, Ousman, Yaya y Robert son migrantes que han llegado a Italia tras haber cruzado media África y el Mediterráneo. Están atrapados entre la esperanza de que acepten sus solicitudes de asilo y el miedo a que las rechacen. Un fin de semana, deciden tomar un tren que los llevará al Adriático. Su destino es la playa de Falconara Marittima y el viaje está marcado por los encuentros, las obsesiones de cada uno de ellos y su relación con el mundo que los rodea. Son cuarenta y ocho horas de pequeños acontecimientos: sucesos cotidianos, multas, noches al aire libre, visiones, la final de la Eurocopa de fútbol e incluso peleas. Dos días en que los cuatro amigos caminan, siempre en fila india, por las calles del centro de Italia. El viaje de Baboucar es una fábula que nos habla del deseo de una vida digna y de lo que sucede cuando se llega a la orilla y se empieza una nueva vida hecha de miedos, deseos, rabia, nostalgia y sueños. El resultado es una obra con la particular resonancia poética que solo tienen las cosas verdaderas.

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El viaje de Baboucar

Giovanni Dozzini

Traducción de Elena Rodríguez
Colección Voces de Europa

Contenido

Portada

Newsletter

Página de créditos

Sobre este libro

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Sobre el autor

Sobre la traductora

Notas

Página de créditos

El viaje de Baboucar

V.1: febrero de 2022

Título original: E Baboucar guidava la fila

© Giovanni Dozzini, 2018

© de la traducción, Elena Rodríguez, 2022

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2022

Todos los derechos reservados, incluido el derecho de reproducción total o parcial en cualquier forma.

Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Ilustración de cubierta: Patrizio Marini

Corrección: Isabel Mestre y Raquel Bahamonde

Publicado por Ático de los Libros

C/ Aragó, n.º 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

[email protected]

www.aticodeloslibros.com

ISBN: 978-84-18217-30-2

THEMA: FBA

Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

El presente proyecto ha sido cofinanciado por el programa de Europa Creativa de la Unión Europea. El contenido de esta publicación refleja únicamente las opiniones del autor y es responsabilidad exclusiva del mismo. La Comisión Europea y la Agencia no se responsabilizan del uso que pueda hacerse de la información aquí recogida.

El viaje de Baboucar

Obra ganadora del Premio de Literatura de la Unión Europea

Baboucar, Ousman, Yaya y Robert son migrantes que han llegado a Italia tras haber cruzado media África y el Mediterráneo. Están atrapados entre la esperanza de que acepten sus solicitudes de asilo y el miedo a que las rechacen.

Un fin de semana, deciden tomar un tren que los llevará al Adriático. Su destino es la playa de Falconara Marittima y el viaje está marcado por los encuentros, las obsesiones de cada uno de ellos y su relación con el mundo que los rodea. Son cuarenta y ocho horas de pequeños acontecimientos: sucesos cotidianos, multas, noches al aire libre, visiones, la final de la Eurocopa de fútbol e incluso peleas. Dos días en que los cuatro amigos caminan, siempre en fila india, por las calles del centro de Italia.

El viaje de Baboucar es una fábula que nos habla del deseo de una vida digna y de lo que sucede cuando se llega a la orilla y se empieza una nueva vida hecha de miedos, deseos, rabia, nostalgia y sueños. El resultado es una obra con la particular resonancia poética que solo tienen las cosas verdaderas.

«Un libro fuerte y necesario.»

La Repubblica

«Dozzini se ha enfrentado con sensibilidad a un tema actual que nos afecta a todos.»

Corriere della Sera

«Giovanni Dozzini escribe sobre aquellos que llegan a Europa y se mueven, con esperanza, miedo e inseguridad, en una tierra extranjera.»

Huffington Post

«Ahora los migrantes invisibles tienen una novela que habla de ellos, y Dozzini lo hace de una forma muy honesta. […] Es la épica menor contada con rigor y realismo.»

Il Manifesto

«Una fábula sin moraleja que se centra en la vida cotidiana de cuatro jóvenes africanos. El espejismo de una vida normal.»

Avvenire

«A pesar de tener poco más de cien páginas, enseguida resulta evidente lo necesario que es contar esta parte de la historia.»

Wu Magazine

Para Bianca, pequeña, pequeña.

Para Buna.

Para aquellos que van.

1

Baboucar encabezaba la fila. Inmediatamente después de él iba Yaya y, unos metros más atrás, los otros cuatro: Robert, Ousman y los dos Mohameds. Junto a ellos se sucedían las fábricas y los girasoles, luego llegaban los huertos y las primeras casas del pueblo. Los coches, que circulaban con rapidez ese mediodía, provocaban ráfagas de aire al pasar junto a ellos. Los chicos vestían ropa limpia, zapatillas deportivas de marca blanca, vaqueros claros y llevaban los teléfonos móviles en la mano. En la bolsa de plástico que Baboucar se pegaba al costado se vislumbraban toallas y un peine; el más alto de los dos Mohameds llevaba una bolsa negra en bandolera del festival Umbria Jazz que parecía casi vacía. Todos avanzaban con la cabeza gacha y las mochilas a la espalda. Ousman y Mohamed el Bajo intercambiaban de vez en cuando algunas palabras en wolof; los demás escuchaban la música en silencio y se lanzaban alguna que otra mirada para saber hacia dónde ir. Cuando llegaron al final de la calle, Baboucar les indicó a todos con un gesto que se detuvieran, y los seis se reunieron en la esquina de una plaza frente a un bar. Baboucar se pasó una mano por el cabello voluminoso, que parecía una gran esponja negra pegada al cuero cabelludo.

—Ahora vayamos hacia allí, porque nos esperan allí —dijo mientras señalaba el camino que se adentraba en el pueblo.

Cinco minutos después apareció ante ellos un gran parque con una valla de madera, columpios para niños y mesas de madera alargadas bajo unos altos cobertizos. Las hileras de álamos que encontraron poco después indicaban el lecho del Tíber. Los demás estaban allí, con grandes bolsas apoyadas en una de las mesas, y, cuando los vieron, empezaron a remangarse.

Lo primero que hizo Baboucar fue acercarse a Mariam y preguntarle si le gustaba aquel lugar, y ella respondió que sí sin levantar la vista del teléfono móvil. El vestido azul corto le dejaba al descubierto unas preciosas piernas color habana. Baboucar se sentó a su lado y se quedó en silencio un rato mientras meditaba qué hacer. Los demás ya se habían mezclado con el resto de la compañía; alguien había empezado a poner la mesa con cuencos y ollas llenos de verdura y arroz. Luego, Baboucar preguntó por Ibrahim. Una mano le señaló a un chico que estaba hablando por teléfono al otro lado de la mesa, pero Baboucar dijo que no se refería a ese Ibrahim, y entonces le indicaron que el Ibrahim en cuestión no había acudido.

—¿Qué diantres dices? —respondió él con los ojos abiertos de par en par y mirando fugazmente a Mariam, que no lo estaba escuchando.

El que había hablado se le acercó y le explicó que Ibrahim tenía otras cosas que hacer. Baboucar frunció los labios con nerviosismo y alzó un poco la voz para explicar que habían llegado a un acuerdo y que les había asegurado a los demás que, después de comer, irían a la piscina del amigo de Ibrahim; señaló la bolsa llena de toallas y pensó horrorizado en la reacción de Mariam, y la imagen de Mariam en bañador se esfumó. El chico se encogió de hombros, y alguien le dijo que no se lo tomara mal, que lo que no se podía hacer hoy siempre se podía dejar para mañana. Baboucar negó con la cabeza y escupió, sintió que el estómago se le encogía y tuvo la sensación de que la mata de pelo le caía sobre la frente. La palpó; seguía en su sitio, y halló el valor necesario para hablar con Mariam. Esta vez, la chica alzó la cabeza, sonrió y aseguró que no estaba decepcionada. Añadió, sin embargo, que avisaría a las otras para que no fueran, pero a Baboucar no le interesaba que lo hiciera, entre otras cosas porque las demás no iban nunca a ningún sitio, ni a pasear ni a los ensayos de la película. Y a él, como todos sabían, solo le importaba Mariam. Cuando, justo después de comer, la vio alejarse sin decir nada a nadie, se quedó helado, pero después vio la bolsa en el banco y comprendió que volvería. Ella se comportaba así. De vez en cuando desaparecía, luego volvía y sonreía.

—Creo que podríamos ir a la playa.

Los sorprendió. Durante unos instantes, nadie respiró; entonces, Yaya abrió la boca, con su dentadura perfecta y blanca, y aplaudió sin levantarse del banco.

—Qué grande, Baboucar —dijo, y dio un pescozón a Mohamed el Bajo, que estaba sentado delante de él, para que se quitase de encima ese aire de mentecato y también mostrara entusiasmo. El otro Mohamed sonrió y alzó la vista al cielo, mientras que Robert miró a su alrededor para examinar la reacción de los demás y decidir cuál debía ser la suya. Ousman negó con la cabeza y, en wolof, comentó que Baboucar se había vuelto loco.

—No —respondió él—. Podemos hacerlo, confiad en mí.

Todos, excepto los dos marfileños, que hablaban poco italiano, prestaron atención al plan con el que Baboucar quería resarcirse por el desengaño con la piscina.

—Vamos en tren a Foligno. Allí, tomamos otro tren. Y luego llegamos al mar.

Mohamed el Alto protestó enseguida por el coste de los billetes, pero Baboucar dijo que no los pagarían.

—Solo hay que comprar uno —indicó con el dedo índice alzado—. Solo uno. Los demás se esconden.

En el rostro de Ousman se pintó una expresión descorazonada, entornó los ojos y eso hizo que sus labios parecieran incluso más gruesos.

—Es difícil —opinó.

—Es fácil —respondió Baboucar—. Si llega el revisor, nos metemos en el baño. Los que vayan sin billete que se metan en el baño.

No los convencía. No a todos, al menos: Yaya parecía emocionadísimo, Mohamed el Bajo y Robert escuchaban con atención, los marfileños no habían dejado de hablar entre ellos en ningún momento. Los que se mostraban más perplejos eran Mohamed el Alto y Ousman.

—Es peligroso —apuntó Ousman, y explicó agitado que no podía permitirse correr ningún riesgo, porque la comisión le había dicho que no. Baboucar lo tranquilizó: el único billete que comprarían sería el suyo. El plan consistía en que Ousman viajara solo en el vagón más cercano a la locomotora y que los demás se repartieran por los más alejados. En cuanto el revisor comprobara el billete de Ousman, este los llamaría para decirles que se escondieran en los baños.

—Oh —le dijo Mohamed el Alto a Yaya mientras le daba un codazo—, Baboucar está loco.

El otro Mohamed rio, y también Robert, a pesar de que no lo había entendido muy bien. Ousman miró a Baboucar y dijo que no; luego se alejó hacia los columpios, se sentó en uno giratorio y empezó a pensar. En cualquier caso, Baboucar parecía satisfecho, porque estaba convencido de que los dos Mohameds, Robert y Yaya se irían a la playa con él. Ahora tocaba lo más importante, pero pensó que, con todo aquel apoyo, Mariam se mostraría impresionada y no se echaría atrás. No podía invitarla solo a ella. Era demasiado pronto. Y Baboucar no estaba seguro de ser un tipo tan romántico. Habría querido, pero quizá todavía necesitaba algo de experiencia.

Hacia media tarde, el parque comenzó a llenarse. Hombres y mujeres habían dejado sus coches en el gran aparcamiento y se habían encerrado dentro de una estructura de ladrillos que había detrás de las mesas. En la fachada, cubierta de carteles, había aberturas que dejaban entrever las idas y venidas de la gente. Justo cuando los chicos africanos estaban terminando de comer llegó otro grupo, que estaba formado por mujeres con velo, hombres sin músculos y cuatro o cinco niños, y se colocaron en una mesa cercana.

Baboucar intentaba explicarle a Robert, en inglés, que el plan de ir a la piscina ya no seguía en pie. Ibrahim no estaba y no respondía al móvil, y el amigo italiano de Ibrahim que tenía la piscina tal vez ni siquiera existía. Ahora había tenido la idea de ir a la playa, y estaba convencido de que se trataba de una muy buena idea. Robert asentía, se mordía el labio superior y, de vez en cuando, miraba a los demás para ver si también lo seguían o si aquellas explicaciones eran solo para él. Empezaba a entender el italiano, pero las cosas complicadas era mejor que se las dijeran en inglés.

Mohamed el Bajo se había quedado dormido en un banco de madera, con los brazos cruzados detrás del cuello y la gorra de béisbol apoyada en el estómago. Ousman permanecía en silencio, con los codos en la mesa y la cabeza en las palmas de las manos, y escuchaba a su estómago a la espera de que volviera a dolerle. Después de cada comida, el dolor desaparecía durante un rato, pero el alivio no duraba más que una o dos horas. Cuando pasaron los magrebíes, se fijó en una chica delgada con pantalones cortos, la única que no llevaba velo: tenía el cabello largo y ondulado, y un rostro hundido en el que destacaban unos grandes ojos negros. Ella se había dado cuenta y lo había mirado sin sonreír, los labios pequeños y carnosos inmóviles, el caminar torpe de flamenco de una niña a la que apenas se la podía considerar adulta. Ahora estaba con sus padres al otro lado de la barbacoa de piedra, y Ousman ya no pensaba en eso. Pensaba en el mar, en qué era mejor hacer.

Mariam reapareció poco después de las cinco, y, cuando Baboucar la vio, no pudo resistirlo y fue a su encuentro con las manos en los bolsillos y el pelo ligeramente inclinado hacia atrás. Mohamed el Alto miró a Yaya con una sonrisa. Robert observó el caminar solemne de Baboucar, su figura achaparrada que se alejaba y se empequeñecía con cada paso que daba mientras que la de Mariam se hacía más grande, pero lentamente, porque ella caminaba por la hierba con una lentitud exasperante. Yaya y Mohamed el Alto se dijeron algo en voz baja. Yaya chasqueó la lengua y se cruzó de brazos para contemplar la escena con la debida atención. Cuando Baboucar y Mariam estuvieron cerca, él empezó a hablar y ella bajó la cabeza hacia el teléfono móvil que tenía en las manos. Poco después, en el rostro de Mariam se cerraron las dos grandes conchas de marfil que tenía por ojos y, desde la distancia, nadie alcanzó a ver el imperceptible movimiento de los músculos bajo los pómulos. Baboucar abrió los brazos, gesticuló; ella se guardó el teléfono en el bolsillo y dijo algo. Aquel diálogo no duró mucho. Los dos regresaron con los demás, Baboucar delante y Mariam detrás, y Baboucar parecía molesto.

—¡Babou! —gritó Yaya.

Pero no se dignó a darse por enterado. Mariam recogió su bolso, se despidió de todos y se marchó contoneándose.

Había sido un día caluroso. Los magrebíes habían vociferado durante un rato y ahora se estaban preparando para irse. Ousman bebía en la fuente mientras buscaba a la chica con la mirada. A lo largo de la tarde, el parque se había llenado de gente, la mayoría de la cual se había encerrado en la estructura empapelada de carteles, y hacía unos pocos minutos había llegado un pequeño autobús con un gran rótulo y una enorme cara de mujer estampada en un lateral. Cinco o seis hombres y una mujer, la de la foto, habían bajado, y Ousman pensó que debía de ser Lory, ya que en el rótulo del autobús ponía «Lory’s Stars». ¿Y esas serían sus estrellas? A Ousman, al ver a esos hombres viejos, gordos o larguiruchos sacando objetos oscuros del maletero, le entraron ganas de reír. Tenía las muñecas apoyadas en la fuente, y parecía una flexible rama azotada por el viento. El autobús se había detenido cerca de otra caseta de piedra, más allá de un tramo de hormigón cercado por una barandilla metálica verde. En el otro lado de la plataforma había un escenario, y Ousman se dio cuenta de que alguien, un hombre sin camiseta, estaba instalando unos aparatos. Ousman se incorporó y se echó agua en la cara y en los brazos; luego se secó las manos en los vaqueros. Trató de concentrarse en la mujer: hablaba por teléfono mientras se torturaba el cabello con una mano. De vez en cuando se detenía y se echaba un mechón hacia atrás, luego golpeaba el suelo con los tacones y negaba con la cabeza. Discutía con un marido celoso, o con un hijo desobediente, y, cuando uno de los músicos pasó junto a ella y le dio un pellizco en el muslo, se giró de golpe y trató de darle una patada. El hombre se rio y dijo algo que Ousman no habría entendido ni aunque hubiera estado más cerca. Entonces sintió que alguien se acercaba a la fuente, las pisadas sobre la grava y la tierra seca, y, al darse la vuelta, vio que se trataba de la chica magrebí. Ella abrió el grifo y se inclinó para beber, pero el chorro del agua era demasiado fuerte y se acabó mojando la camiseta y los pies. Se sonrojó sin mirar a Ousman, que, por el contrario, no le había quitado los ojos de encima.

—¿Ayuda?

Ella negó con la cabeza, todavía sin mirarlo, indecisa sobre si volver a intentarlo o marcharse, pero Ousman agarró el grifo y lo giró con cuidado hasta que el flujo del agua fue el adecuado. Entonces, la chica bebió con las manos ahuecadas bajo el grifo y, cuando acabó, lo miró y sonrió.

—Gracias —le dijo. Debía de rondar los dieciséis o incluso diecisiete años.

Cuando comprendieron que se trataba de una fiesta de pueblo y que se podía cenar con poco, decidieron quedarse un rato más. Comieron una especie de focaccia grande rellena de espinacas y patatas fritas, y bebieron agua. Durante la cena hablaron un poco sobre dónde pasarían la noche, y resultó que los dos Mohameds volverían a casa. Aseguraron que se encontrarían al día siguiente en la estación de Ponte San Giovanni, pero nadie se los tomó en serio. Ousman quería regresar a Perugia, aunque no tenía tantas ganas como para hacerlo de inmediato, antes de que oscureciera, antes de que los semáforos empezaran a parpadear y la ciudad quedara lejos. Buscaba apoyo en otra persona, pero el único que tenía las mismas dudas era Robert, quien, sin embargo, no lo demostraba. Los dos marfileños iban por su cuenta. Se habían alejado un poco, paseaban por el parque con la cabeza hacia las copas de los árboles; de vez en cuando señalaban algo, o se paraban para contemplar a un niño en un tobogán o a una madre joven. Yaya comentó que, en su opinión, podían intentar llamar a un amigo suyo que vivía en Ponte San Giovanni y, así, al día siguiente estarían cerca de la estación. Baboucar preguntó quién era; Ousman negó con la cabeza. A su lado, la mesa se había llenado, al igual que todas las demás mesas, las de madera y las de plástico que había esparcidas por el césped y en la tierra. Era una gran fiesta. Robert era el único que había pedido la focaccia rellena de salchicha y, cuando hubo terminado, Yaya le preguntó si estaba buena. Entonces, Mohamed el Alto le preguntó a Yaya si alguna vez había comido carne de cerdo, y él respondió que sí. Baboucar, que estaba sentado entre los dos, dijo que Yaya no era un buen musulmán y se puso a reír.

—¿Y tú? —le preguntó Yaya para seguirle el juego—. ¿Cuántas veces has rezado hoy?

En ese momento, todos estallaron en carcajadas; incluso los dos italianos sentados a su lado, que rondaban los setenta años, seguramente marido y mujer, habían dejado de charlar.

—Yo sí —se metió Ousman—, yo rezado.

—¿Cinco veces? —preguntó Yaya.

—Tres —respondió Ousman, que extendió tres dedos—. Tres veses.

Yaya asintió. Baboucar le preguntó a Robert si lo había entendido, y él contestó que más o menos. Mohamed el Alto se lo explicó todo en inglés mientras Mohamed el Bajo se levantaba para responder una llamada de teléfono y se adentraba entre las mesas. Ahora la música se había detenido. Ousman se levantó y se encaminó hacia la plataforma, y Baboucar continuó hablando con Yaya sobre la casa de su amigo de Ponte San Giovanni, al que no conocía.

—¿Hay sitio? ¿Seguro? ¿Es del Arci? ¿Está cerca de la estación?

A modo de respuesta, Yaya cogió su teléfono y llamó. Robert observaba la escena y pensaba que tenía ganas de volver a casa, pero que también tenía muchas ganas de ir a la playa. Los dos marfileños habían vuelto a desaparecer y los dos Mohameds hablaban por teléfono. Yaya esperó durante algunos segundos a que su amigo respondiera; luego, negó con la cabeza.

—¿Ves? —dijo Baboucar.

—Ya.

Los dos ancianos italianos, que no habían cenado todavía, parecían muy interesados. Él le comentó algo a su mujer en dialecto y ella no supo qué responder, pero Robert pensó que seguro que tenía que ver con ellos.

Baboucar caminaba por el parque sujetando la bolsa llena de toallas y rumiaba qué hacer y cómo hacerlo. La última conversación de WhatsApp había sido con Maia, su antigua asistente social del Arci, a quien había pedido consejo cuando había tenido la idea de ir a la playa: ella le había mandado el horario de los trenes, el nombre de la estación donde tenían que bajar para hacer trasbordo y el de la estación de destino. Falconara Marittima: ¿no era un nombre fantástico? Mariam no iba a ir, era cierto, pero en ese momento le bastaba la idea de poder reivindicar, cuando volviera, aquel viaje especial. Los enamorados se nutren de pequeñas cosas, y algunas tonterías parecen de utilidad para conquistar a una mujer.

Ousman y Yaya, sentados en un banco no lejos de los hinchables y de las camas elásticas, seguían hablando de dónde pasar la noche. Junto a ellos estaba Robert, a quien no habían preguntado nada y que no había dicho nada.

—Yo puedo dormir aquí.

—Yo también puedo, pero no quieres.

—¿Y por qué, Ousman?

—Porque yo, en casa, haber amigos.

Luego, para explicarse mejor, se vio obligado a hablar en wolof. Robert no los miraba para no dar la impresión de culparlos por hablar en su lengua, y es que, en el fondo, todo le parecía bastante claro. Mientras tanto, la fiesta había adquirido dimensiones impresionantes. Las farolas iluminaban a cientos de personas, algunas de las cuales estaban sentadas a las mesas esperando para cenar, y otras se dirigían a la plataforma o a las atracciones para niños. De vez en cuando llegaba un soplo de aire fresco procedente del Tíber, que traía consigo el olor a podredumbre y el lejano croar de alguna ranita de San Antonio. Una casa rústica en ruinas y cubierta de enredaderas y zarzas se alzaba poco antes del río, junto a una gran silueta tan alargada como el mismo parque. Robert pensó que podía tratarse de un campo deportivo, y tenía razón.

—Entonces, ¿te vas ahora? —preguntó Yaya después de haber escuchado los argumentos de Ousman, pero este había levantado una mano, como si confesara su propia indecisión.

—No lo sé —respondió—. Yaya, no lo sé.

Habían perdido la pista de los marfileños hacía un buen rato, mientras que los dos Mohameds habían estado con ellos hasta hacía unos minutos, caminando entre las mesas y los árboles y la gente que los miraba. Ousman jugueteó con su móvil, resopló y se puso en pie. Dio unos pasos hacia el campo deportivo y, de reojo, vio el autobús de Lory’s Stars aparcado más allá de la pequeña construcción de ladrillos que hacía de bar. La luz del habitáculo estaba encendida, y creyó divisar a Lory peleándose con los tirantes de un vestido oscuro. Le pareció que no llevaba sujetador y que, antes de que lograra ajustarse el vestido, aquellos senos grandes le pedían quedarse así, al menos hasta que empezara el concierto.

—Es un placer estar aquí esta noche de estrellas, señoras y señores. Es un placer venir a tocar a la cálida y maravillosa Umbría. Será un placer verlos bailar toda la noche, tanto a los más jóvenes como a los que ya están algo entrados en años. Las estrellas de esta noche son iguales a las que vemos nosotros en nuestra tierra. No hay escapatoria, ¿eh? Las estrellas son estrellas. Y estas que hay junto a mí son mis estrellas. Señoras. Señores. ¡Un gran aplauso para la orquesta Lory’s Stars!