El viaje de Silvestre - Antonio Aguilera Muñoz - E-Book

El viaje de Silvestre E-Book

Antonio Aguilera Muñoz

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Beschreibung

El viaje de Silvestre. Principios del siglo XX. Un joven extremeño pierde a su familia a causa de la epidemia de gripe española. Dispuesto a realizar el sueño de su padre de conocer la capital. Emprende un viaje que durará sesenta y cuatro años. Esta singladura le llevará a realizar el sueño pendiente, conocer Madrid, sus monumentos y su historia y a descubrir el horror de la guerra y el valor del esfuerzo, la amistad y la familia. MISTERIO EN SAN FELIPE. Mediados del siglo XVIII. Durante la ronda de la policía de mendicidad. Aparece muerto un fraile del monasterio de San Felipe el Real. Desde la Archidiócesis de Toledo, viajará el padre Giussepe Cogotzi para, junto a un investigador del Consistorio, resolver el enigma. VIDA DE LA FAMILIA ALMANSA. Segundo tercio del siglo XVIII. Gerardo Almansa, narra la dura vida que le tocó vivir en Madrid tras la muerte en accidente de su padre. Engaños, calamidades y deseos de prosperidad en un Madrid revuelto que nos llevará a conocer el Madrid del final del siglo XVIII y parte del XIX. LEANDRO BUENDÍA, CRIADO PARA TODO. Relato en tono de humor que nos cuenta las peripecias de un marqués y su criado en Madrid. EN BUSCA DE GONZALO CORONADO. El detective Sinesio Delgado, es contratado para buscar a un asesor financiero desaparecido. Con la ayuda de un joven amigo, emprenderá una investigación que, plagada de embustes y peligros, le llevará a querer abandonarla. LAS SIETE COLINAS DE MADRID. Un recorrido por las siete colinas del Madrid antiguo donde de la mano del autor, recorreremos su historia y sus lugares emblemáticos en tono de humor. EL VIEJO CASERÓN. Finales del siglo XVI. Un joven propietario de unas tierras de cultivo junto al Manzanares, encuentra un bebé abandonado. Narra las peripecias que pasan él y su mujer para adoptar al niño y las dudas referentes a quién pudiera ser su madre y el miedo a perderlo. Y siete relatos más. El autor de Cuentos madrileños de un gato. Vuelve a introducirnos en el Madrid de distintas épocas con una serie de relatos ambientados en diferentes siglos en la ciudad de Madrid.

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© Derechos de edición reservados.

Letrame Editorial.

www.Letrame.com

[email protected]

© Antonio Aguilera Muñoz

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1386-778-6

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

PRÓLOGO

Como ya les decía en mi primer libro, Cuentos madrileños de un gato, pretendo a través de relatos e historias, siempre ambientadas en Madrid, contarles algunos de los secretos de esta gran ciudad y de su historia. Para que cuando la paseen, conozcan lo que había en los lugares que pisan, cómo se derribaron auténticas obras de arte y se sustituyeron por otras y los sucesos que ocurrieron en esos lugares. Y que, al pisar sus piedras, sientan la historia como suya.

AGRADECIMIENTOS

De nuevo quiero agradecer a los muchos miles de miembros del grupo de Facebook Historias matritenses, el apoyo que me prestan y las cosas con ellos aprendidas. Además, quiero citar a esa gran familia de lectores y escritores que son el grupo de Facebook Novela Histórica, familia a la que pertenezco hace poco tiempo, pero siento como mía. También a ese grupo de personas más cercanas y que siempre puedo contar con ellas. Pilar Manchado, buena amiga y mi fan Nº1, autoproclamada presidente de mi club de fans y persona muy cercana y entrañable que me apoya en mi andadura literaria desde el principio. Quiero dar también las gracias a Sandra Aza, gran amiga, magnífica escritora, y bellísima persona que, además de apoyarme, me ayuda a entender ese mundillo de las redes sociales. A Olga Luján, enfermera, periodista, escritora y ciega, que me ha demostrado que es posible salvar cuantos obstáculos te presente la vida, con mucha voluntad y afán de superación. Y a un largo sinfín de personas que día a día, me demuestran su afecto y su apoyo y que resultaría imposible nombrar a todos. Y por supuesto, a mi querida esposa Conchi, que siempre comparte conmigo esos paseos que damos por la ciudad y me anima a profundizar en su historia para luego soportar estoicamente mis ausencias cuando escribo. A todos ellos mi agradecimiento.

INTRODUCCIÓN

No es fácil ser un «gato» en Madrid. Hasta no hace mucho tiempo, o tenías suficientes ancestros madrileños o no eras «gato». Ahora se ha suavizado la cosa y, aunque no nos den el título, nos comportamos como tal. Es lo que tiene vivir en una ciudad cosmopolita.

Yo les voy a dejar con la intriga de si soy o no «gato titulado», pero ya les digo que me priva pasear Madrid y, por la noche, que todos somos pardos, aún más.

Hace bien poquito, me bajé del autobús en la plaza de España, con intención de llegar a la de Isabel II. Tuve que dar un rodeo porque se han empeñado en desmontar la calle de Bailén con la excusa de mejorar la ciudad. Ya de paso han sacado a la luz el palacio de Godoy, la tercera parte que tiraron cuando remodelaron la calle en cuestión en la segunda república. Calle que también remodelaron en 1868 y que le costó la ruina a la bonita iglesia de Santa María de la Almudena. Si será por arreglos y apaños la calle de Bailén.

Como iba diciendo, me tocó subir la calle de Leganitos. Como llegué arriba ligeramente cansado, según vi una cuesta para abajo, allá que me lancé por la calle de la Bola. Calle cortita, pero con su historia como todas las cosas.

En esta calle está la taberna El Mollete, dicho así, no es gran cosa, pero si les cuento, quizá descubran algo, allá voy.

Antes que taberna fue una antigua carbonería perteneciente a nuestro amigo Floridablanca, ministro de Carlos III. Fue centro de intrigas, espionajes y ese tipo de cosas que ocurren cuando se reúnen a escondidas los que mandan. Durante la invasión francesa, las monjitas del cercano convento de la Encarnación, escondieron allí las reliquias de San Pantaleón y, sorpresa, fue la primera vez que se licuó la sangre de dicho santo. Y ahora, otra sorpresa. Se montó allí una taberna que se llamó Traganiños. Eso fue el tiempo que perteneció a Luis Candelas, el guapo bandolero madrileño nacido en Lavapiés y ajusticiado con treinta y tres años. Poco antes de que le ajusticiaran, pasó la taberna a manos de su amigo Vicente Mollet a quien, cariñosamente, llamaba Luis Candelas, el Mollete.

Cuanto rollo para decirles que, en llegando a la calle de Arrieta y a mano izquierda, llegué a la plaza de Isabel II.

Desde aquí, a dos pasos se entra en el siglo XVII como por arte de magia. Aquí es donde tenemos que extremar las precauciones, porque un gato por aquí corre peligro. ¿Han escuchado lo de que no te den gato por liebre? Pues es típico de esa época, y qué le vamos a hacer, si es que estamos muy buenos (los gatos) y en menos que te descuidas acabas en la olla de la sirvienta de algún notable de la ciudad que por aquí abundan.

Subo la calle del Espejo, curiosa calle que ocupa el espacio entre la muralla árabe y la ampliación que hizo Alfonso VII, que iba desde la puerta de Valnadú y giraba hacia la puerta de Guadalajara. En lo alto de la muralla estaban las llamadas spéculas, atalayas para vigilar y defender la zona, pero los madrileños, tan chulos nosotros, lo tradujimos como espejos y así llamamos a la calle. Calle, por cierto, en la que vivió Goya entre 1777 y 1779 tras dejar su primera residencia de casado en la calle del Reloj, en casa de su cuñado Francisco Bayeu.

Me dirán ustedes que dónde voy llamándonos chulos a los madrileños, pero no me enreden, es la fama que tenemos allende nuestros pagos que, cuando me lo dicen a mí, me entran ganas de darles un tantarantán y achantarles la mui a tal pandilla de ignorantes e indocumentados. Al final, me digo a mí mismo que no vale la pena discutir y lo resuelvo con un «¿Y sabes por qué somos chulos? Pues porque podemos» y me quedo tan descansao dando una respuesta fetén, Chulos nosotros… ¡¡Amos anda!!

Una vez aquí, decido si sigo la calle de Santiago para arriba y me voy a la calle Mayor, o si bajo dicha calle de Santiago y me voy a la plazuela de Santiago. Con sus puestos ambulantes en el siglo XVII y con su iglesia de Santiago que aúna también la de San Juan desde que tiró esta última José I. Ya que estoy, cotilleo un poco la plaza de Ramales que es donde estaba la iglesia de San Juan y que allí estuvo enterrado Velázquez, pero ya no. Bonita plaza esta, flanqueada por dos residencias palaciegas. El palacio de Domingo Trespalacios y el de Ricardo Augustin.

Según el catastro del siglo XVIII Planimetría General de Madrid, ya en el siglo XVI se hizo un grupo de casas. Ese grupo de casas las compra en 1603 Pedro Osorio Guzmán y pasaron a ser conocidas como casas de los Guzmanes. Durante un tiempo vivió allí un descendiente suyo, el Conde Duque de Olivares. En 1767 pertenecían al duque de Alba y un año después, se las vendió a domingo Trespalacios y Escandón, que las mandó tirar porque estaban en ruinas y levantó el palacio que hoy conocemos. Por otro lado, la casa palacio de Ricardo Augustin, la mandó remodelar él mismo en 1920, y se le añadió una planta con torreón visto a la plaza de Ramales. Esta casa, tiene en la esquina que da a la calle Vergara la última Virgen rinconera o, mejor dicho, esquinera que queda en Madrid, también llamada humilladero.

Al final me decido por subir a la calle Mayor y calmar mi apetito, pero me entra la duda, ¿voy al mercado de San Miguel? ¿o voy al horno La Santiaguesa y me pillo algo dulce? Al final, bajo un poco más y me tomo un vino en casa Ciriaco entre recuerdos de don Ramón del Valle Inclán y su esperpento. Saludo a Max Estrella y pienso en lo mal que lo pasarían las gentes unos años antes en 1906, cuando Mateo Morral atentó contra los reyes el día de su boda.

No soy gato de mucho rezar, pero si algo merece la pena, allá que voy y, a mi entender, la iglesia que perteneció al convento del Sacramento en su día y que desde 1980 pertenece a las fuerzas armadas y es la Catedral Castrense, merece la pena. Entro y la disfruto un rato largo. Salgo de allí y recorro la calle que se llama igualmente del Sacramento. Voy dejando a mi izquierda los jardines del palacio de Cañete con su fantasma y sus cosas y paso por la plaza como yo la llamo, sin nombre. Parece ser que es tarea complicada ponerle nombre a una plaza. Para ese fin, creo yo, hay un grupo de expertos que cobran una pasta al mes, y claro, si le ponen nombre rápido, se acaba el chollo. Así es que, desde 1972 que tiraron las casas y desde 1995 que se construyó el aparcamiento subterráneo (uf, si me descuido lo llamo parking), está la plaza sin nombre. Aquí hubo hasta 1972 dos casas, una más alta y otra más baja, en la alta se sacaban licencias para bicis y motos y la baja se llamó la de la cruz de palo. En mi primer libro les cuento la historia de esta casa. Un poco más allá, en la misma calle, ocurrió la historia del guardia de corps. Historia que también les cuento en mi primer libro.

Sigo la calle y llego como por arte de birlibirloque a la calle de San Justo, con su Basílica Pontificia de San Miguel (mucho cura con sotanas de colores hay por aquí), y llego a la casa donde nació el pintor Claudio Coello, en el esquinazo o chaflán que hacen las calles de San Justo y Segovia.

Aquí me lo vuelvo a pensar, ¿qué hago? ¿Voy por la calle del Nuncio? ¿O cruzo la plaza de Puerta Cerrada y tiro por la calle de Toledo?

Ya les he comentado que, para un gato es muy difícil transitar por el antiguo Madrid, y es que, como vamos cerca del suelo y vamos pisando por donde lo hicieron ilustrísimos personajes de la historia de los que nos quedan abundantes recuerdos, se nos hace complicado elegir la ruta.

Al final tiro por la calle del Nuncio y llego a la iglesia de San Pedro el Viejo. Nunca me he preguntado la edad de San Pedro, pero la iglesia sí que es antigua. Desde aquí, enfilo por la calle del Príncipe de Anglona para, bordeando su palacio, llegar a ese remanso de paz que es el jardín del mismo nombre. Desde aquí me asomo a la calle del Toro y veo un trocito del Viaducto. No sigo por aquí y me pierdo de ver el escudo más antiguo de Madrid, el de la casa del Pastor. Pero es por una causa justa, estoy en la plaza de la Paja y veo al frente la iglesia de San Andrés, y por detrás está el museo de San Isidro en el que tengo que pasar un rato bueno viendo las maravillas que expone.

¿Ven lo que pasa? Por no ir por la calle del Toro, además de perderme la Casa del Pastor, me he perdido la cuesta de los Ciegos. Si es que no tengo remedio, claro, por aquí tendría que subirla, quizá sea mejor, cuando visite las Vistillas, que la pille desde arriba y así disfruto de la vista de la Catedral de la Almudena.

Me parece que me estoy liando de mala manera. Por mucho que quiera, me voy a dejar muchas cosas y mucha historia. Quizá sea mejor que se lo cuente en unos relatos y descubrirles los lugares envueltos en historias que aquí suceden en distintas épocas, sean o no sean gatos los personajes.

EL VIAJE DE SILVESTRE RODRÍGUEZ

Me llamo Silvestre Rodríguez, nací en un pequeño pueblecito de las Hurdes, tan pequeño que no merece la pena nombrarlo. Mi padre trabajaba como jornalero en el campo, pues no teníamos tierras propias. Yo le ayudaba los ratos que me dejaban libre los estudios en casa de doña Margarita y mi madre se encargaba de las tareas del hogar que, por cierto, era muy reducido; constaba de una cocina más o menos grande que es donde hacíamos la vida y dos pequeñas estancias que hacían las veces de dormitorios. Tenía un pequeño corral donde criábamos unas gallinas que, al menos, nos proveían de huevos con los que poder hacernos de otros productos, cambiándolos con los vecinos por verduras y hortalizas.

Nuestra vida era muy sencilla, trabajar y más trabajar para poder vivir, aunque fuera lo único para lo que llegaba la cosa.

La desgracia se cebó con España entera. Corría el rumor de una gripe a la que llamaron española pero que no se había originado aquí, lo que ocurre es que, por lo visto, la prensa extranjera no informaba de ello, sin embargo, la prensa española decidió que había que informar y nos cargaron el sambenito. Por desgracia, española o no, se extendió por todo el mundo y claro, España no fue menos.

En mi pueblo, o mejor llamémosle aldea, mi padre fue uno de los primeros en sufrirla. Unas fiebres altísimas que no había manera de bajar acabaron en pocos días con su vida.

Teníamos que seguir viviendo, de manera que abandoné las clases y ocupé el lugar de mi padre como jornalero. Al ser menor de edad, fui con mi madre a arreglar los papeles para figurar como hijo de viuda y hacer las cosas como Dios manda.

Algunas veces la vida te da más de lo que puedes asumir y, dos meses después, fallecía mi madre aquejada del mismo mal.

Tenía mi padre un sueño, que era poder visitar Madrid alguna vez en su vida. Como ya les he dicho, no le fue posible y al igual que en su trabajo, decidí hacer mío su sueño y cumplirlo por toda mi familia.

Era doña Margarita, una señora mayor que había sido maestra en Cáceres. Ya emérita de sus funciones, sobrevivía en el pueblo con lo poco que obtenía con el trueque de su pequeño huerto y con lo poco que le daban los padres de los cinco niños que éramos en el pueblo, para que nos enseñara a defendernos en la vida. Me costó mucho trabajo despedirme de ella, pues era una persona muy bondadosa y que, con sus enseñanzas, me había ayudado mucho. No solo por lo que me enseñó, sino más bien por la manera de enseñar que tenía. Siempre a la enseñanza que nos daba, añadía de su cosecha la enseñanza que a ella le dio la vida y que nos transmitía en forma de valores, para que los tuviéramos presentes en nuestro día a día.

Por otro lado, mi padre me inculcó desde niño que no hay que abandonar los sueños por difíciles que resulten, pues lo que nos mantiene vivos es el poder alcanzarlos algún día. También me enseñó a ser constante y a ser consecuente con nuestros actos, o lo que es lo mismo, actuar siempre con los dictados de nuestro corazón.

Con este bagaje a mis espaldas y decidido a cumplir el sueño de mi padre, puse rumbo a Madrid en 1919. Tras vender a un paisano por cuatro perras nuestra humilde casa y sin otro medio de transporte que mis cansados pies, salí de mi pueblo el 30 de junio de 1919 recién cumplidos los dieciocho años de edad.

* * *

TOMÁS

Me llamo Tomás González y soy natural de Pozas de la Sal, provincia de Burgos. Mi infancia fue muy dura. Mi padre trabajaba en las salinas y desde bien pequeño, para ayudar al mantenimiento del hogar, me tocó trabajar.

Con siete años pastoreaba un pequeño rebaño de ovejas que teníamos y con la leche que producían, elaboraba mi madre unos pocos quesos que nos servían para cambiar por otros productos necesarios. Por ese motivo, no pude acudir a la escuela al igual que les pasó a otros muchos niños. Eran tiempos difíciles y había que arrimar el hombro.

El rebaño con los años fue mermando. Lo natural hubiera sido que creciera, pero la necesidad hizo que fuéramos vendiendo algunos ejemplares para poder sobrevivir. Entre eso y alguna que otra oveja que desapareció misteriosamente en la olla de mi madre, menguó tanto el rebaño que al final vendimos los pocos ejemplares que nos quedaban y yo con catorce años pasé a trabajar junto a mi padre en las salinas.

Lo de la extracción de la sal tiene su intríngulis. Lo primero, disolver la roca con agua dulce para recogerla en la fuente y conducirla mediante canalones de pino hasta las cañas, que son pozos excavados para tal fin. La salmuera producida en las cañas se acumula en los pozos de salmuera y se transporta a la era, que es una piscina donde la salmuera se expone al sol para que evapore el agua y cristalice la sal. Esta sal se acumula luego en la choza de forma provisional hasta que se lleva al almacén. Como pueden ver, todo un proceso que me costó un poco tiempo aprender.

Por las tardes descansaba del trabajo y, como jovencito que era, salía a pasear el pueblo. En uno de esos paseos me fijé en Luisa, una jovencita de mi misma edad a la que conocía desde niños, pero que en los últimos tiempos se había convertido en una chica muy guapa y muy desarrollada. Me gustaba mucho y me dije a mi mismo que tenía que ser mi novia, pero claro, con catorce años, apenas era un niño y ella toda una mujer.

Durante el primer año no me hizo mucho caso, pero, al cumplir los quince, pegué el estirón y la cosa cambió. Tanto cambió que empezamos a salir juntos. No había mucho qué hacer, pues no había entretenimientos salvo el hecho del paseo y cuando llegaban las fiestas del pueblo que se disfrutaban al máximo.

Todo iba bien hasta el día que mi padre sufrió un accidente en la salina. Estaba excavando un albañal para dirigir las aguas torrenciales junto a otro compañero, Manuel se llamaba, y casualmente era el padre de Luisa. En uno de los golpes se le escapó a Manuel el pico del mango y golpeó a mi padre en la cabeza. Estuvo varios días en cama con terribles dolores y deliraba. Cuando le dijimos al médico del pueblo de la conveniencia de llevarle al hospital provincial de Burgos, nos quitó la idea, nos decía «Está muy mal, el simple hecho del viaje lo terminaría matando». Mi madre estuvo todo el tiempo acompañándole y poniéndole paños fríos.

No conforme mi madre con el dictamen del médico, hizo venir a un curandero de un pueblo vecino y que tenía mucha fama en la zona, pero cuando vio a mi padre nos dijo «No es un mal que yo pueda curar, lo que está haciendo es lo único que se puede hacer». Una semana después moría mi padre.

Los padres de Luisa se volcaron con mi madre. Cierto es que había sido un accidente, pero Manuel se sentía culpable. Por otro lado, lejos de separarnos, el accidente sirvió para que Luisa y yo nos uniéramos aún más.

Acababa de cumplir veintiún años y, aunque seguí un tiempo en la mina de sal, pronto me dispuse a emigrar a la capital. La gente decía que allí era fácil encontrar un buen trabajo y poder salir adelante. Lo planteé en casa y mi madre estuvo de acuerdo, trabajaría y salvo lo que necesitara para vivir, lo demás lo enviaría a casa. Por su lado mi madre retomó la tarea de elaborar quesos. Esta vez para un ganadero de la zona que tenía mucha amistad con Manuel y, cuando este le comentó lo sucedido, no dudó en contratar a mi madre.

La que más problemas me puso fue Luisa. No entendía que teniendo trabajo en el pueblo quisiera marchar a la capital. Me costó Dios y ayuda hacerle entender que, si seguía en el pueblo, no tendríamos futuro y que, de esa manera, podríamos ahorrar y algún día llevarla a ella conmigo y formar una familia.

No se quedó muy tranquila y me decía:

—¿Cómo vas a ahorrar si salvo lo que necesites allí se lo vas a enviar a tu madre?

—Mujer, ella usará lo necesario y ahorrará por mí.

—¿Y cómo voy a saber de ti? No sabes leer ni escribir

—Pues como toda la vida se ha hecho, me buscaré alguien que me escriba las cartas y que me lea las que tú me envíes. Lo que sí que quiero es que me des una foto tuya para aliviar mi soledad cuando estemos lejos y en cuanto tenga la oportunidad, vendré a verte y estar contigo.

En mayo de 1922 tomaba en Burgos el tren que me había de llevar hasta mi muevo destino, la capital. Empecé a trabajar en el metropolitano Alfonso XIII, estaban ampliando la línea uno e iban a empezar la dos. No le tenía miedo al esfuerzo y empecé a trabajar inmediatamente.

MARISA.

Mi nombre es Marisa, nací en un pueblecito de Cuenca llamado Uña. Mi padre trabajaba de Ganchero, o lo que es lo mismo, transportaba los pinos cortados para usarlos de madera a través del río aprovechando el cauce y la corriente. Era este un trabajo muy peligroso y hacía falta gente con mucha pericia. Antiguamente la madera viajaba desde los pinares más altos de la provincia hasta Valencia por el río, pero, desde que existe el ferrocarril, ya se desembarcan los troncos en la Fuensanta, muy cerca de La Roda —Albacete— y desde allí viajan en tren.

Mi madre por su lado tenía bastante con la casa, mi hermanito Roberto y rezar para que a mi padre no le pasara nada. En cuanto volvía de la escuela, me tocaba hacerme cargo de Roberto, al que mi madre, cuando se encorajinaba, le llamaba descuido, pues eso fue. Tenía yo nueve años cuando nació y vino por sorpresa… Bueno, por sorpresa, ya me entienden.

Mi pobrecito hermano fue muy frágil desde que nació y durante toda su vida que por desgracia fue muy corta, murió con cuatro años de edad.

A partir de ese momento la desgracia se cebó con mi familia. Mi madre cayó en un estado depresivo, apenas comía y lo poco que hacía, lo hacía como ausente. Podría decirse que se dejó morir, pues a los tres meses de morir Roberto le siguió ella a la tumba.

No me quedó más remedio que convertirme en la mujer de mi casa que todos en el pueblo esperaban que fuera. Me duró poco la nueva situación. Un año después, mi padre se casó con una viuda de Villalba de la Sierra. No vayan a creer que había amor ni que anteriormente hubo engaño hacia la persona de mi madre, es simplemente que los hombres, si los sacas de su trabajo, no saben hacer otra cosa y buscan solucionar su estatus. Trabajar y que les den todo hecho y, por otro lado, a las mujeres desde pequeñas, nos han enseñado a servir a los hombres y cuidar de la casa. Quién sabe, quizá algún día cambien las cosas.

Con esta perspectiva y con catorce años cumplidos, en 1915 marché a Madrid a trabajar interna en la casa de un doctor. Vivía en la calle de Atocha y, aunque trabajaba en el hospital Clínico en la misma glorieta de Atocha, tenía en su casa una consulta particular. Su mujer era un encanto, pero él, a poco de empezar a trabajar allí, empezó a insinuarse y a intentar propasarse conmigo. De manera que una buena mañana, mientras el doctor estaba trabajando en el hospital, le pedí la cuenta a la señora y dejé la casa. La pobre mujer no sabía qué podía haber causado mi marcha y yo, por no hacerle mala sangre, le dije que volvía a mi casa en Cuenca porque mi padre estaba enfermo.

Vagué como tres días por Madrid buscando trabajo. Al final lo encontré como externa en una casa en el paseo de las Delicias. Se trataba de un matrimonio mayor. Él era comerciante y viajaba por toda España y su mujer pasaba la mayor parte del tiempo sola en casa, así es que yo, más que sirvienta, que también, era la chica de compañía. Cuando estaba la casa lista, salía a dar paseos con la señora o la acompañaba de compras y cuando caía el día, me marchaba a mi casa que era una pensión en la calle de Valderribas.

Fueron pasando los años y la excusa que le puse a la mujer del doctor, se convirtió en realidad. Recibí una carta de la mujer de mi padre en la que se me anunciaba que estaba muy enfermo de una especie de gripe que asolaba el mundo entero. No me dio tiempo, cuando llegué a mi pueblo, acababa de morir. Después de cumplir los trámites necesarios, vendimos la casa de Uña y mi madrastra marchó para su pueblo con su parte y yo volví a Madrid con la mía.

Estuve viviendo en la casa de Valderribas hasta 1922, fecha en que me surgió ir a vivir al paseo de las Delicias a casa de una mujer que acababa de enviudar.

Doña María, estaba casada con un hombre quince años mayor que ella. En su juventud había sido maestro y llevaba ya muchos años jubilado. Por lo visto, tuvo una caída y se rompió la cadera y con los muchos años que tenía no pudo superarlo. Contando solo con sus ahorros y la exigua pensión que percibía como viuda, decidió poner un anuncio en el periódico. Anuncio que vi por casualidad cuando llevaba el periódico a la casa de mis señores. Pedía 100 pesetas al mes y tenía derecho a cocina. No lo dudé ni un momento, me presenté esa misma mañana y me cambié de domicilio.

SILVESTRE.

Después de atravesar las poblaciones de Navalmoral de la Mata y Lagartera, siempre durmiendo al raso. Recalé en Oropesa, un bonito pueblo con castillo en el que encontré trabajo por un tiempo.

Era doña Amalia una viuda de casi sesenta años que regentaba una tienda de comestibles. Como estaba ya muy mayor, me ofreció, a cambio de techo y comida, ayudarle. Al punto de la mañana, atendía el pequeño corral que tenía junto a la casa. Recogía los huevos, daba de comer a las gallinas y limpiaba un poco aquello. Después acudía al huerto, una pequeña porción de terreno que tenía a las afueras del pueblo y regaba y recogía lo que el campo hubiera dado. Con todo ello, iba cargado hasta su tienda y le ayudaba a disponerlo para la venta. Después de una semana, improvisé un carrillo para transportar la mercancía, porque se hacía muy pesado el transporte y esa era la manera de aliviarlo. Al final del día, tocaba hacer la caja y llevarle las cuentas.

Después de una cena frugal, nos íbamos a acostar temprano. Solo los días de más calor en verano nos sentábamos a la puerta de la casa a tomar el fresco con los vecinos y a hacerle un traje al primero que pasara si se descuidaba. Al segundo vecino que se acercaba y previendo las hechuras de otro traje, me disculpaba con la concurrencia y subía a mi habitación.

Pasé allí todo un año y, cuando decidí continuar mi aventura, la buena mujer me obsequió con algunos productos para continuar el viaje y unos pocos cuartos que me dio, por si necesitaba cobijo, poder pagar una pensión.

El viaje se hacía largo y pesado, por algo escogí emprenderlo en verano. Así podía pernoctar en los campos. A menudo, cuando alboreaba el día, iba a las gentes que estaban trabajando y les echaba una mano. A cambio, comía y descansaba en lecho varios días y recuperaba fuerzas.

Cuando llegué a Alcorcón, me quedé impresionado con la visión de dos castillos o palacios. Parecían de muy nueva construcción, y allí, en medio de aquellos campos, resultaban bellos e impresionantes.

José Sanchiz de Quesada, militar conocido como marqués de Valderas por estar casado con Isabel Arróspide y Álvarez, marquesa de Valderas, cuando fue destinado a la zona, mandó construir dos castillos de estilo sajón. En el más pequeño instaló el oratorio bajo la advocación de San José, de ahí el nombre de la población, San José de Valderas. Mandó construir también un edificio para la servidumbre.

Desde allí y ya muy cerca de Madrid, tomé camino por una zona de grandes campos de jara y retama y bosquecillos de pinos regados por un arroyo. Consideré que era una buena zona para pasar las noches y allí me quedé. Durante varios días me dediqué a admirar el paisaje tranquilo que se me ofrecía.

Algún conejo que otro alivió mis hambres y el cercano arroyo, hoy sé que se llama Meaques, calmó mi sed. Estaba ya muy cerca de la finca Real llamada la Casa de Campo cuando escuché disparos. Al principio pensé que serían cazadores, pero cuando a lo lejos vi soldados haciendo prácticas de tiro, comprendí que me había metido en zona de maniobras militares. Salí de allí lo más deprisa que pude, no fuera a ser que me alcanzara algún disparo o me metieran preso en algún calabozo. Salí al camino Real de Extremadura y por allí continué camino.

Después de pasar el ventorro del Santo Negro, alcancé a menos de un kilómetro las Ventas de Alcorcón, una zona que parecía ser para solaz y descanso del viajero. Allí paré, pues era justo lo que necesitaba.

En esta venta me enteré de que en 1870 un tal duque de Montpensier y el duque de Sevilla, Enrique de Borbón, disputaron un duelo donde el duque de Sevilla perdió la vida y el de Montpensier sus opciones para reinar, aunque por lo que me dijo un paisano con el que compartí jarra de vino, en realidad había sido en el campo de tiro de donde yo venía. Llamaban a aquella zona el campamento de Carabanchel, así es que decidí que Madrid era también y me encaminé a los pueblos que daban nombre a la zona.

El amigo con quien compartí jarra de vino me dijo:

—Pues si has de ir a Carabanchel de Suso, por donde mejor vas a ir es bordeando la viña de Caracol, esa que te señalo; la bordeas yendo a tu derecha y sales al camino, luego vas por la izquierda y el camino todo seguido encontrarás una chopera, es la del arroyo Luche, cruzas al otro lado y continúas camino todo seguido y llegas.

—Muchas gracias paisano, ¿de dónde eres?

—De Madrid.

—¿Naciste aquí?

—No, pero ya me siento de aquí, ¿y tú?

—De Extremadura. Vengo a cumplir el sueño de mi padre de conocer la capital.

—Pues en breve dirás que eres de Madrid, ya verás como te quedas sin remedio.

—No entendí lo que me quería decir, así es que me despedí de él y continué mi marcha.

Emprendí camino por donde me había indicado cargado con un pedazo de pan y un trozo de chorizo comprado en la venta. Cuando llegué a la chopera del arroyo Luche, me detuve un momento a disfrutar del frescor de la zona y para dar cuenta del chorizo y el pan.

Satisfecho el estómago y el espíritu por la calma y belleza del lugar, continué camino y en lo alto de un pequeño repecho divisé una edificación a la derecha. Hacia allí dirigí mis pasos.

Cuando llegué a dicha edificación, me encontré con que era un sanatorio. Un cartel rezaba: «Sanatorio Esquerdo Hospital Psiquiátrico».

No tenía ni idea de qué significaba psiquiátrico, pero sin duda alguna enfermedad sería, era hora de preguntar. Me dirigí a la entrada y pregunté si necesitaban trabajadores. Para mi sorpresa me dijeron que sí.

—Pues andamos necesitando alguien que se encargue de limpiar el pinar y recoger las basuras, adecentar el entorno y, espero que sepas, hacer el mantenimiento, cuando alguna cosa se estropee arreglarla, ¿sabrás?

—Claro que sí, soy buen trabajador y estoy dispuesto a lo que sea.

—Muy bien y ¿cómo te llamas?

—Silvestre, señor, para servirle.

—Yo me llamo Damián. Puedes dormir en un cuarto que hay en la parte de atrás o compartir alojamiento con mi mujer y conmigo. Aquí vivimos en familia la mayoría de los trabajadores. En el cuarto que te decía, tienes las herramientas para hacer tu trabajo.

—Pues si no es molestia, prefiero vivir con ustedes y así integrarme antes.

—Ahora vamos pues y dejas tus cosas, así aviso a Carmen de que tenemos un invitado. No le extrañará mucho, pues el anterior encargado de mantenimiento también vivía con nosotros.

—Y dígame, ¿qué significa psiquiátrico?

—Se refiere a enfermedades de la psique o conocimiento, la cabeza, ya sabes.

—¿Es un manicomio? ¿Los que hay aquí son locos?

—No más locos que los de fuera. En realidad hay muchas enfermedades de la mente. Lo fundó el doctor don José María Esquerdo Zaragoza. Él siempre dijo que, en la manera de tratar al enfermo, está la mayor parte de la cura y los medicamentos complementan el tratamiento. Aquí se han hecho y se siguen haciendo actividades colaborativas que sirvan para insertar en la sociedad a personas con dificultades cognitivas y pequeños retrasos en el entendimiento. Fue pionero el doctor en este tipo de tratamientos, como hacer obras de teatro y otras muchas actividades en las que el enfermo es protagonista.

—¿Por qué habla en pasado del doctor? ¿Murió?

—Sí, en 1912, pero continúa su familia con el mismo sistema.

Allí pasé varios meses, el sueldo no era muy grande, pero no gastaba nada. Además, el trato de Damián y Carmen era excelente, me trataban como a un hijo. Era una cosa muy curiosa que allí vivieran permanentemente familias enteras de trabajadores del hospital. Resultaba ser una gran familia prácticamente autosuficiente. Tenían su huerto propio, su ganadería, con la que hacían queso y mantequilla y el agua se traía de la cercana fuente de la Mina con bombas de agua, y la leña solo había que cortarla. En resumen, un hospital que no dependía nada más que de sí mismo. Hasta los médicos vivían allí con sus familias. Cuando era la hora del paseo, el pinar se llenaba de enfermos que paseaban tranquilamente y charlaban entre ellos. Ciertamente, llegué a pensar que quizá yo estaría más loco que ellos.

Pasados unos meses, decidí continuar con mi viaje, me despedí y marché rumbo a la población llamada Carabanchel de Suso. Cuando llegaba ya a las edificaciones, en una plaza con una fuente, me encontré con un pastor que llevaba un pequeño rebaño de cabras y paré a charlar un rato con él.

—A los buenos días, buen hombre.

—A la paz de Dios, joven, ¿a dónde te diriges?

—Vengo buscando Carabanchel de Suso.

—Pues ya lo has encontrado, ¿vienes buscando algo en concreto?

—No, solo conocer los pueblos mientras me dirijo a la capital.

—Pues es esta una zona de cierta importancia.

—¿Y cómo es eso?

—Mira, ¿ves allí al frente ese palacio? Pues es nada menos que de Eugenia de Montijo, y ese otro de allí, es una casa palacio donada por doña Rosario Vall a las madres Escolapias, es el primer colegio de Carabanchel de Suso. Ya te digo, una zona de postín. Por aquí, para disfrutar del aire puro y el frescor de la zona, han ido viniendo personajes de mucho fuste a sus palacios a descansar. ¿Te apetece un poco de queso?

—¡¡Ea!! Pues venga. —Saqué la bota de vino y pasamos un rato hablando de las cosas de la vida.

Como por detrás del palacio de Eugenia de Montijo, se divisaba una ermita muy bonita y le pregunté.

—¿Aquella ermita que se ve cuál es?

—¡¡Ah!! Esa de allí es la ermita de la Magdalena, ahora la llaman de Nuestra Señora la Antigua. Es muy antigua, allí cuidaba San Isidro los campos de los Vargas, los de la Casa de Campo. Dentro tiene un pozo del que dicen que sacaba agua para regar los campos. Pero si hemos de creer lo que nos cuenta la historia, los campos se los trabajaban ángeles que bajaban a ayudarle mientras él rezaba. Ya te he dicho que es un pueblo de cierta importancia, hasta santos tenemos.

Di una vuelta por el pueblo. Allí estaba la plaza con su ayuntamiento y su iglesia de San Pedro Apóstol y un sinfín de casas humildes. En los alrededores, fincas enormes, todas propiedad de los personajes de fuste que me comentó el cabrero. Paseé aquellos campos y bajé en dirección a Madrid.

Cuando pasaba por un muro que me dijeron contenía la finca Vista Alegre, divisé una plaza de toros a mi izquierda. Era relativamente nueva pues databa de 1908. Según dicen, estaba un poco más arriba y era algo de tipo portátil, con sus talanqueras como en las fiestas de los pueblos, pero el empresario propietario de la plaza, vio la ocasión de hacer algo permanente y compró estos terrenos e hizo la plaza. Decidí acercarme, pues pronto empezaría la temporada de toros y quizá consiguiera algún trabajo. Cuando llegué me quedé embobado, era preciosa y de un estilo muy original, Neomudéjar lo llaman. Pasé a informarme de lo que me interesaba y justo como pensé, me dijeron que necesitaban gente para cortar entradas y vender las almohadillas, pues estaba a punto de empezar la temporada que duraría aproximadamente seis meses con periodos de mayor y menor intensidad.

Acepté el trabajo y marché en busca de una pensión donde alojarme. La encontré en una calle cercana al Hospital Militar. Un conjunto de edificios bajos muy artísticos y que, de no haber conseguido trabajo en la plaza de toros, lo hubiera intentado allí.

La dueña de la pensión se llamaba doña Engracia. Una mujer de unos cuarenta años, soltera y un poco desconfiada. Me costó que me admitiera en la pensión.

—¿Y dices que vienes de Extremadura?

—Sí, señora, de la comarca de las Hurdes.

—Aquí se da alojamiento y comidas, ¿podrás pagarlo? ¿Tienes trabajo?

—Sí señora, me acaban de contratar en la plaza de toros de Vista Alegre, cobraré poco, pero creo que podré pagar la pensión.

—Hombre, si te han contratado en la plaza de toros, quizá podamos llegar a un acuerdo, yo te cobro un poco menos y a cambio tú me facilitas la entrada a alguna corrida que otra.

—Eso está hecho —dije yo sin tener muy claro que pudiera hacerlo.

Empezamos fuerte con la feria de San Isidro. La plaza se llenaba a diario. Una vez cortadas las entradas, se procedía a la venta de almohadillas. Unos días cortaba entradas y otros vendía almohadillas. Los días que estaba en la entrada aprovechaba a colar a doña Engracia en la parte de arriba, y ella me lo agradecía como dijo, cobrándome más arreglado que a los otros huéspedes.

Los días que no había corrida los dedicaba a pasear por la zona y a holgar el tiempo en alguna taberna. En una que había en la plaza de la Puerta Bonita que quedaba a las puertas de la finca de Vista Alegre y junto a una vaquería, entablé conversación con un anciano del lugar que estaba por la labor de charlar. No pude evitar satisfacer mi curiosidad y, con el pago de unos pocos vinos, me contó la historia de la finca:

—Pues mire usted, esto eran unas fincas de gente bien, pero después de la invasión francesa, la finca primigenia fue vendida a Francisco Bringas, que fue quien años después creó el jardín de Apolo. Pero este señor lo vendió en 1823 a un matrimonio compuesto por Pablo Cabrero y Josefa Martínez Artó, dueña de la Real Fábrica de Platerías Martínez. Ellos transformaron el conjunto en quinta de recreo pública y le dieron el nombre de finca Vista Alegre. Lo inauguraron en 1824 y contaba con casino, casa de vacas, huerta con jardín, varios juegos y caprichos, ría navegable y muchas cosas más. Salían diligencias desde la fábrica de platería y la gente venía a pasar el día, pero como negocio no funcionó y en 1832 lo vendieron. La finca la compró Mª Cristina de Borbón, cuarta esposa de Fernando VII. Estos compraron fincas adyacentes y la ampliaron hasta juntar 44 propiedades, entre ellas dos quintas de recreo y dos fábricas de jabón. El casino se convirtió en palacio representativo y contaba con otras muchas construcciones, como la estufa grande, el castillo viejo escondido en el bosque, casa de gusanos de seda, capilla y muchas cosas más. En 1846, la reina cedió la posesión a sus hijas, Isabel II y Luisa Fernanda. Al no poder dividir la posesión, quedó en manos de Luisa Fernanda y su marido el duque de Montpensier y la vendieron en 1859 al marqués de Salamanca, que llevó la finca a su máximo esplendor levantando el palacio de Vista Alegre. Pero, amigo mío, las deudas se apoderaron de él, se arruinó y tuvo que fijar allí su residencia hasta el día de su muerte en 1883. Tres años después, los herederos cedieron la finca al Estado, pues eran muchas las deudas y el Estado lo reconvirtió en recinto de establecimientos asistenciales de titularidad pública.

—¿Y todo eso lo ha conocido usted?

—No, hombre, no. Soy muy viejo, pero yo he conocido solo desde 1846, pues nací en 1837, lo anterior me lo contaron mis padres que en ocasiones trabajaron allí.

—¿Y qué es eso de los jardines de Apolo?

—Lo de los jardines de Apolo es que Francisco Bringas, después de vender esta posesión, en los terrenos de la mansión que tenía al final de la calle de Fuencarral, tras la puerta de los pozos de nieve, transformó aquello en finca de recreo. Tenía extensos jardines, con muchas flores, árboles frutales, glorietas, laberintos con muchas estatuas, mesas y bancos rústicos, juegos diversos, teatro, café, pista de baile, fonda y merendero. También se ofrecían espectáculos y hasta fuegos artificiales. La gente pasaba las tardes noches de verano divinamente. Decían que costaba dos reales la entrada, pero allá por 1850 o así, comenzó su declive y lo vendió por parcelas, en una de ellas, el duque de Montpensier, edificó su palacio.

—Vaya, parece que el duque de Montpensier y el señor Bringas, se siguen los pasos.

Aquel día me costó trabajo llegar a la pensión. La explicación me costó acompañar con vinos al anciano que se quedó tan pichi, pero yo llevaba un mareo de mil demonios.

* * *

Cuando ya acababa la temporada y había pocos espectáculos, el gerente de la plaza nos obsequió con unas entradas de barrera para que invitásemos a la familia si queríamos. Yo aproveché para darle una sorpresa a doña Engracia, le dije:

—Mañana venga usted a las cinco de la tarde que tendrá la entrada franca.

Así lo hizo. Cuando llegó, saqué de mi bolsillo la entrada, la corté y le dije pase usted. Como quiera que ya se dirigía a la zona alta, la detuve y la acompañé hasta la barrera y le dije:

—Por las atenciones prestadas tiene usted hoy este privilegio, entrada de barrera, disfrute usted de la corrida.

Ese día, cuando volví a la pensión, noté que doña Engracia me miraba con otros ojos, cosa que me dio bastante miedo. No tenía yo la más mínima intención con ella. Aguanté los pocos días que me quedaban de trabajo como buenamente pude, esquivando sus miradas y pasando el menor tiempo posible en la pensión.

* * *

Había llegado el momento de continuar con el sueño de mi padre, que ahora también era el mío, llegar a la capital y pasar un tiempo allí. Ya vería cómo me las ingeniaba, por lo pronto, atesoraba algo de capital de mis anteriores trabajos que me permitiría buscar alojamiento y trabajo más estable para poder continuar mi aventura.

Tomé por el camino llamado carretera de Fuenlabrada, que dio en llamarse calle Madrid y posteriormente del General Ricardos, valiente militar español que luchó en la batalla del Rosellón francés. Pasé por delante de la iglesia convento de las Clarisas y me encaminé hacia el puente de Toledo. Una belleza de puente de un estilo al que llaman Churrigueresco y que adorna profusamente el puente, que empieza en una plaza llamada del marqués de Vadillo, que fue quien mandó hacer las obras de reconstrucción del puente a Pedro de Ribera y que las acabó en 1732. En el centro tiene a los lados unas figuras dedicadas a San Isidro y su santa esposa.

No pude evitar echar la vista a un lado y ver la que llaman la Ermita del Santo. Dirigí mis pasos hacia ella, pues no podía ignorar al santo patrón de Madrid. En la parte exterior tenía una fuente que por lo visto es de agua milagrosa, tom