El violín de fayenza - Champfleury - E-Book

El violín de fayenza E-Book

Champfleury

0,0

Beschreibung

Dalègre es un afable bon vivant oriundo de Nevers, donde vive feliz hasta que, un buen día, harto de disfrutar de los placeres mundanos que le ofrece esa pequeña ciudad de provincias en el centro de Francia, decide visitar París. Allí coincide con Gardilanne, un amigo de su juventud. Sus estilos de vida son la noche y el día: mientras que Dalègre es el alma de todas las fiestas, Gardilanne es la personificación de la frugalidad, lleva una vida –en exceso– ordenada, apenas tiene trato con sus semejantes y no se le conocen inquietudes de ninguna clase. Sin embargo, pese a su aparente imperturbabilidad, una pasión lo consume en secreto: a diario, haga el tiempo que haga y con la avidez de un cazador, Gardilanne se entrega febrilmente a recorrer anticuarios y ropavejeros con el fin de ampliar su colección de objetos raros y valiosos. Gardilanne está especialmente encandilado con las fayenzas de Nevers, «las cerámicas más hermosas de toda Francia», y le encomienda a su amigo la misión de aprender a reconocerlas y de procurárselas para engrosar su gabinete de maravillas. Al principio, Dalègre se tomará el encargo como un nuevo divertimento con el que entretener sus días en la plácida provincia, pero poco a poco se irá convirtiendo en una obsesión devoradora. Un vicio pernicioso que desata una rivalidad irracional entre los dos amigos en esta divertida sátira sobre el afán de propiedad y sus servidumbres.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 110

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



LARGO RECORRIDO, 190

Champfleury

EL VIOLÍN DE FAYENZA

TRADUCCIÓN DE CARLA FONTE SÁNCHEZ

EDITORIAL PERIFÉRICA

PRIMERA EDICIÓN: julio de 2023

TÍTULO ORIGINAL:Le Violon de faïence

© de la traducción, Carla Fonte Sánchez, 2023

© de esta edición, Editorial Periférica, 2023. Cáceres

[email protected]

www.editorialperiferica.com

ISBN: 978-84-18838-59-0

La editora autoriza la reproducción de este libro, total o parcialmente, por cualquier medio, actual o futuro, siempre y cuando sea para uso personal y no con fines comerciales.

I

¿Quién no ha oído hablar en Nevers de Da­lègre, el vivo retrato del temperamento nivernés, es decir, un hombre bajito, alegre, sonriente, amable, con un rostro de lo más pintoresco, que lleva el deje del vino de la región como un caballero lleva los colores de su dama?

Dalègre fue uno de los mejores compañeros que podía tener una ciudad rebosante de vividores, de personas sanas de cuerpo y alma, sutiles en el hablar, a quienes no les incomodaban los comentarios obscenos y que disfrutaban de la vida siendo hombres felices y prudentes que no desean apurarla de un solo trago.

Entre sus veinte y sus treinta y cinco años, Da­lègre colmó la región con su nombre. No se celebraba una buena fiesta sin Dalègre; bailaba con primor y no había día en que las madres no les preguntaran a sus hijas: «¿Te ha invitado el señor Dalègre?».

Asimismo, durante quince años Da­lègre fue el rey de la ciudad. Con un poco de voluntad, habría podido conservarse mejor; pero, abándonándose a toda suerte de placeres, descuidó paulatinamente su aspecto hasta que un día, cansado de aquella vida continuada de cacerías, cenas, bailes y fiestas, fue a visitar París.

Por desgracia para Dalègre, se encontró con un antiguo amigo de la secundaria, Gardilanne, cuyo carácter no podía contrastar más con el suyo.

Gardilanne, director de oficina en el Ministerio de Asuntos Exteriores, era enjuto, enfermizo y vivía casi siempre preocupado. Gardilanne tenía un estómago delicado; Dalègre habría podido digerir hasta el hierro.

A pesar de ello, los dos amigos congeniaron. El carácter alegre por naturaleza de Dalègre le permitía aceptar todas las fantasías de aquellos que se le acercaban, siempre y cuando ellos hicieran lo mismo con las suyas.

En el restaurante al que Gardilanne llevó a Da­lègre, aquél se sacó del bolsillo un frasco en el que quedaba un culito de vino, con eso se conformaba; no obstante, no impidió que el nivernés se bebiera una excelente botella de Corton.

Dalègre se fue al teatro. Gardilanne volvió a casa porque aquel director de oficina se había impuesto la norma de acostarse a las nueve y aseguraba no poder conservar su delicada salud si no era a base de precauciones, como la de comer a horas fijas, de manera parca pero con mucha frecuencia, o no tener esposa, ni hijos, ni pasiones, ni inquietudes de ninguna clase.

Dalègre, atónito ante semejante estilo de vida, se preguntaba de qué dichas podía gozar en París un soltero de cuarenta años que por toda compañía tenía a una señora de la limpieza gruñona, y se dijo que, en realidad, Gardilanne carecía de pasiones. En esto le falló la intuición; lo acontecido durante su estancia en París se lo demostraría.

Todas las mañanas, Gardilanne, que a la seis estaba en pie, tomaba un desayuno ligero. Hiciera viento, granizara, nevara o lloviera, el director de oficina gastaba suela durante tres horas, empezando por el faubourg Saint-Antoine y terminando en el quai Voltaire.

Aunque Gardilanne afirmaba carecer de pasiones, era el ser más apasionado habido y por haber, más ávido que el cazador, más inquieto que el amante en su primera cita, más tiranizado que el ambicioso, más febril que el jugador; su mirada crepitaba como la del corso que acecha a su enemigo, brillaba como la del gourmet que observa el escaparate de La Maison Chevet, y sus manos temblaban más que las del hombre cuya última carta representa la ruina o la fortuna.

¡Que carecía de pasiones! Gardilanne las poseía todas fundidas en una sola, la más ardiente, ¡la pasión por el coleccionismo!

A Gardilanne le encantaban los muebles bonitos, las obras de arte; como una mujer, se deleitaba tocando los encajes antiguos. La India y Japón se le presentaban en forma de elefantes sagrados o pulpos fantásticos; los esmaltes de Limoges, las primeras pruebas de estado de aguafuertes poco comunes, los marfiles y las cristalerías venecianas se disputaban su admiración tanto como las telas suntuosas de Levante, las fayenzas de Enrique II, las miniaturas, las armas, las tabaqueras, las cómodas y las credencias. Le encantaban todos los objetos preciosos de valor desorbitado.

Para satisfacer su sed de coleccionista, Gardi­lanne escatimaba al máximo en ropa y comida, y maltrataba su cuerpo por fuera y por dentro con el fin de ahorrar todos los días unos pocos francos que derrochar a favor del monstruo de las antigüedades.

Perseguido en sueños por objetos más extraordinarios que los tesoros de Las mil y una noches, Gardilanne apenas dormía. Aunque hubiera empezado a tronar en la calle, no se habría movido de la vitrina de la tienda en cuyo fondo tenía clavados los ojos, buscando si, entre un montoncito de objetos sin valor, no había alguna que otra ganga.

¡Que carecía de pasiones! Gardilanne le habría dado una lección al gato que caza ratones. Cuando, con el rostro inexpresivo de un juez, regateaba el precio de un lote de frascos de farmacia en la tienda de un revendedor de la rue Mouffetard, ¿quién se habría imaginado que la madera de un sillón blasonado que colgaba del techo era la presa sobre la que deseaba abatirse, haciéndose pasar por un comerciante de vasos rotos para tomar posesión del asiento en el que se podría haber sentado el Gran Condé?

¡Que carecía de pasiones! ¿Qué eran entonces aquellos surcos verdosos que agrietaban una piel amarillenta y reluciente, aquellos prominentes pómulos de pergamino, aquellos ojos vacíos encendidos permanentemente por la fiebre, aquellos hombros encorvados de manera prematura, aquella vejez anticipada? Azotado por una pobreza extrema, no habría estado tan delgado. Tenía sólo tres años más que Dalègre, pero podía pasar por su padre, y por un padre avaro, de lo demacrado que tenía el rostro y raída la ropa.

Dalègre, que había perdido de vista a Gardi­lanne desde la secundaria, encontró a su amigo sumamente envejecido; pero no le dijo nada, pues sabía que, por lo general, aquellas observaciones no eran bien recibidas. Además, se quedó sin palabras al ver el montón de objetos de valor que abarrotaban el apartamento de Gardilanne, repleto de tantas maravillas que cualquiera lo confundiría con el guardamuebles de la reina de Saba.

¡Ni un hueco donde poner el pie en aquella casa! Había que tener cuidado con los codos, con el sombrero, con cada pequeño movimiento del cuerpo. Era un museo caótico, pero en él se distinguían riquezas de toda naturaleza.

El único sueldo de Gardilanne procedía de un empleo de cinco mil francos, pero él reemplazaba el dinero con paciencia, un vigor desmesurado, un olfato sin par y una astucia diabólica. Esta última cualidad lo elevó a rey del trueque entre los coleccionistas, ya que su paciencia, su vigor, su instinto y sus cinco mil francos no habrían bastado para permitirle conservar aquella colección incomparable.

El secreto de Gardilanne (aunque no se lo dijo a su amigo Dalègre) consistía en satisfacer las desideratas de numerosos amantes de las curiosidades.

Despierto ya de buena mañana, se acercaba a los anticuarios y arramblaba con todo lo que sabía que éste o aquel otro necesitarían. De tanto ver y comparar, y conociendo en profundidad la intrincada ciencia de las antigüedades, era el hombre más indicado de todo París al que preguntar sobre una marca, una adjudicación, una genealogía o sobre las muchas peregrinaciones de los objetos de arte. Habría superado con creces a los subastadores más astutos y, en lo tocante a una pieza dudosa, el argumento más esgrimido entre los amantes de las antigüedades era citar la opinión de Gardilanne, que era una autoridad en ese campo.

Un tacto de lo más delicado le hacía adivinar entre el moho objetos preciosos que trocaba por cantidades irrisorias; y, como el conocimiento en cualquier ámbito se acaba pagando, al cabo de unos quince años Gardilanne se había convertido en propietario de una considerable cantidad de obras de arte cuya moda aún no había arraigado, pero a los que, andando el tiempo, el reconocimiento de Gardilanne erigió no sólo en curiosidades, sino en auténticos monumentos de valor incalculable.

Entonces Gardilanne era feliz, más feliz sin comer que Dalègre en un festín.

El nivernés admiraba sinceramente el montón de maravillas que abarrotaban aquel apartamento, pero no era capaz de adivinar las joyas secretas de su amigo que, en cuanto entraba en casa, veía abrirse las puertas del paraíso.

Desde que amanecía, Gardilanne se paseaba por aquellas habitaciones frías y sin lumbre lanzando miradas emocionadas a cada uno de los objetos que había salvado de la ruina.

Como la felicidad de una madre a cuyo hijo un hábil médico ha rescatado de las garras de la muerte, así era la felicidad de Gardilanne. La mayoría de las curiosidades las había encontrado desportilladas o rotas, pero les había dado una nueva vida al restituirles su lustre original.

De este modo, aquel soltero sin hijos había formado una familia. No había objeto que no evocara una búsqueda exhaustiva, una treta ingeniosa, una artimaña o un drama.

A veces hasta se levantaba de noche y encendía una vela para satisfacer su curiosidad voraz y deleitarse la vista con una nueva adquisición.

Al despertar, su júbilo aumentaba y su entusiasmo sólo se podía comparar al del avaro que cuenta una y otra vez sus monedas de oro, pues al gusto por el arte de Gardilanne se sumaba un materialismo que le hacía exclamar siempre que tenía la ocasión: «¡Aquí tengo acumulada una fortuna!».

Tal vez fuera el hecho de que el dinero representaba el valor venal más importante lo que había empujado a Gardilanne a precisar su colección de forma tan material, convencido de que, dicho así, sonaría mejor a oídos ignorantes. Se lo decía a los demás, se lo repetía a sí mismo y no se lo calló a Dalègre, que lo miró con los ojos desorbitados.

¿Cómo había podido un funcionario con un sueldo de cinco mil francos haber amasado semejante fortuna? Esto es algo que Da­lègre no pudo entender jamás, ni siquiera la mañana en que Gardilanne lo invitó a una de sus cacerías habituales. No duró menos de cuatro horas, tras las cuales Dalègre, aguerrido en toda suerte de actividades físicas, regresó molido, pues, en efecto, el nivernés no tenía esa pasión por las antigüedades.

Las compras por París, de un barrio a otro, no le interesaban en lo más mínimo, y no pudo evitar mostrar su repugnancia en una ropavejería de la rue de l’Épée-de-Bois en la que Gardilanne empezó a olisquear trozos de tapices antiguos apilados debajo de pieles de conejo y de huesos de toda clase que, amontonados, emanaban un olor nauseabundo.

De haber sido un poco más observador, Da­lègre se habría percatado de la emoción de aquel hombre, del fuego de su mirada, de aquella tensión de nervios cuando, como un violinista, alargaba bruscamente la mano: a los dedos, efigie de la avaricia, sólo les faltaban las uñas largas. El director de oficina hurgaba entre aquellas porquerías con el instinto de un avaro y la sangre fría del cirujano que quiere acabar cuanto antes con una operación dolorosa. Rebuscaba con las dos manos mientras que sus ojos, como los de un agente de policía, desarrollaban facultades divergentes que le permitían ver de frente, de lado y casi de espaldas.

Apenas preocupado por semejantes descubrimientos e indiferente a todo, Dalègre, aburrido, se apoyaba sobre un pie sin atreverse a pisar con el otro el inmundo suelo de aquella tienducha.

En la triste rue de l’Épée-de-Bois evocaba el recuerdo de las encantadoras llanuras del Nivernés, de las liebres que, saliendo de sus madrigueras, se le aparecían en el campo de tiro de su fusil; pero no se le ocurrió pensar que, aunque aplicada a las antigüedades de arte, la pasión que dominaba a Gardilanne era la misma que la suya por la caza.

II

Cuando Dalègre estaba a punto de marcharse de la capital, Gardilanne le preguntó:

–¿Conoces las fayenzas de Nevers?

–No –contestó Dalègre.

–¡Pero bueno! –exclamó el otro–. Vives en la región en la que se han fabricado las cerámicas más hermosas de toda Francia y ni siquiera sabes que existen. ¡Me compadezco de ti!

Dalègre sonrió.

–Mañana por la mañana –continuó Gardi­lanne–, acércate temprano para recibir tu primera lección; un hombre como tú debería entender de fayenzas. Es el mérito más destacable para alguien de tu región.

–¿Para qué me servirá ser un entendido? –preguntó Dalègre, que no era muy dado a entusiasmarse con cosas locales.

–Pues para no parecer un ignorante.

–¡Bah! –espetó Dalègre.

Pero Gardilanne volvió a la carga e hizo prometer a su amigo que se esforzaría por cultivarse. Asimismo, le confesó su idea secreta.