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En el primer libro de esta apasionante saga distópica, los dones psíquicos son una sentencia de muerte. Por eso, hay varias reglas para sobrevivir: NO CONFÍES EN NADIE. Wren Darlington se ha pasado toda la vida escondiéndose, perfeccionando sus habilidades psíquicas y ayudando a la Revolución con misiones de apoyo. En el Continente, ser un Modificado lleva a una muerte segura, pero Wren es uno de los Modos más poderosos que existe. Cuando un descuido la deja a merced de su enemigo, se ve obligada a unirse al programa de formación más elitista, lo que le da la oportunidad perfecta para causar un daño devastador desde el interior de sus filas. MIENTE A TODOS. No obstante, entrenar para la sección Plata puede ser mortal, sobre todo cuando, como Wren, guardas secretos peligrosos y vives cerca de todas las personas que desean tu muerte. Y, HAGAS LO QUE HAGAS, NO TE ENAMORES DE TU MAYOR ENEMIGO. A medida que suben las apuestas, Wren debe demostrar su valor ante la sección Plata. Sin embargo, no es tan fácil, especialmente porque su capitán es el despiadado e irresistible Cross Redden, al que no se le escapa ni el más mínimo detalle. Mientras se desata la guerra entre los Modos como ella y los que pretenden destruirlos, Wren debe decidir lo lejos que está dispuesta a llegar para protegerse... y qué parte del Continente merece la pena salvar.
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Seitenzahl: 816
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Para las putas amas de este mundo. Os dedico este libro por cada batalla que habéis librado y cada barrera que habéis hecho añicos.Sois mi inspiración día tras día.
Crecí rodeada de una oscuridad densa, asfixiante e infinita. Me gustaría decir que es una exageración, pero no lo es. Solo tenía cinco años cuando mi tío me sacó a hurtadillas de la ciudad y me llevó a vivir a las Tierras Oscuras, el lugar que inunda las pesadillas de los niños. Un bosque en perpetua penumbra. Recuerdo que abrí mucho los ojos la primera vez que vi la niebla negra y siniestra que surgía de la tierra y flotaba sobre las copas de los árboles. Recuerdo sentir un pavor penetrante y un pánico turbador cuando la oscuridad total nos engulló. Recuerdo que, tras caminar durante menos de una hora, tropecé con un cráneo. Me arrodillé para examinar lo que había hecho que me tambaleara y, aunque no veía nada, noté los agujeros de las cuencas y la superficie lisa del hueso erosionado bajo los dedos.
Cuando le pregunté al tío Jim qué era, me respondió: «Una roca».
Incluso con cinco años, no era tan fácil engañarme.
No fue el último esqueleto con el que nos encontramos durante los tres años que pasamos en las Tierras Oscuras, pero, para cuando volvimos a la civilización, el miedo y yo éramos viejos amigos. Por aquel entonces, un depredador podía abalanzarse hacia mi garganta sin que pestañeara. El Comando podía lanzar una bomba contra nuestra casa desde un avión sin que se me acelerara el ritmo cardíaco.
Cuando el terror se convierte en algo cotidiano durante la infancia, hay pocas cosas que produzcan temor en la edad adulta. Excepto, quizá, las conversaciones incómodas. Prefiero luchar sin armas contra un puma antes que enfrentarme a una charla embarazosa. En serio.
—¿Adónde vas?
Maldita sea. Estaba haciendo todo lo posible por escabullirme de la cama sin que lo advirtiera mi acompañante.
El joven soldado habla con voz grave a causa del sueño y de una pizca de seducción persistente. Bajo la mirada mientras me abrocho el botón de los vaqueros. Sé que debajo de esa fina sábana no lleva nada puesto.
—Ah, eh… A ningún sitio. Solo me estaba vistiendo porque tengo frío —miento, al mismo tiempo que me aliso la tela del top negro sobre el tejido cicatricial irregular de la cadera izquierda.
Mis quemaduras, que se extienden desde la cintura hasta la mitad del muslo, son un recordatorio constante de quién soy y por qué no puedo permanecer en presencia de este chico más de lo necesario.
Le he dicho que mis cicatrices son el resultado de un accidente. Una olla de agua hirviendo que me cayó encima cuando era una niña. No es del todo mentira. Sin embargo, si supiera lo que esconde mi piel lesionada, lo más probable es que no la acariciara con tanta compasión.
—Ven aquí. Yo te mantendré calentita —me promete.
Esbozo una sonrisa forzada y le sostengo la mirada. Tiene los ojos bonitos, de un intenso color marrón.
—Te tomo la palabra, pero, ya que estoy de pie, voy al baño. Dijiste que se encontraba al girar la esquina, ¿no?
¿He parecido demasiado ansiosa? Creo que sí, pero estoy deseando escapar. Es tarde. Mucho más de la hora a la que prometí volver. Se suponía que debía pasarme por el pueblo para tomar una copa y saludar a algunos amigos en los actos de celebración del Día de la Libertad, no acostarme con un soldado del Comando, de entre todos los candidatos.
No hay muchas cosas dignas de conmemorar en el Continente. Ninguna de esas festividades idílicas que se leen en los libros de historia. A decir verdad, es probable que sea una ironía perversa hacer que un puñado de Modificados baile, beba y folle para celebrar el aniversario de un acontecimiento que llevó a su propia matanza. Sin embargo, a los Modos nos encanta bailar, beber y follar, así que… lo haremos siempre que se pueda, sea cual sea la ocasión.
—No me vas a dejar plantado, ¿verdad? —me provoca de nuevo, pero también se intuye un regusto de infelicidad. Mierda. Sabe que me estoy preparando para largarme.
—Claro que no.
Finjo que me concentro en la cremallera de las botas, consciente de que ha sido una idea horrible. No debería permitir que irme a la cama con alguien del Comando, la fuerza militar del Continente, se convirtiera en una costumbre, pero su temporalidad es un gran punto a favor. Los soldados únicamente abandonan la base tres veces al año, lo que significa que las relaciones con ellos solo pueden ser efímeras.
—Me alegro. No estoy preparado para dejarte marchar todavía —dice con una sonrisa. Tiene veinticinco años y sus manos, mientras me recorrían el cuerpo, desprendían una gran dulzura. ¿Es horrible que no recuerde siquiera cómo se llama?
Cojo el fusil y me cuelgo la correa al hombro. Me doy cuenta de que me está mirando.
—¿Qué?
—Ahora mismo eres pura gasolina —dice, y se muerde el labio.
—¿En serio?
—Sí, no se ven muchas chicas con armas en la ciudad.
Tiene razón. No se ven. Ese es el motivo por el que mi tío hizo que nos instaláramos en Z, lo más al oeste posible. Es uno de los distritos de recursos naturales, donde las profesiones más habituales son la ganadería y la agricultura. Además, a los ciudadanos se les permite tener sus propias armas, aunque, por supuesto, solo después de haberlas registrado para que estén contabilizadas. No puedes conseguir una licencia sin pasar arduas pruebas para demostrar que eres competente, lo que no supuso un problema en mi caso. Me la concedieron con trece años. Estoy más que cualificada, más de lo que advirtieron los examinadores. El tío Jim me aconsejó que «bajara el nivel» el día de la prueba.
—Aquí las armas nos resultan muy útiles —le contesto—. Todas las noches hay algún coyote blanco que intenta comerse mis vacas.
Se echa a reír.
—Tendré que ir a tu rancho algún día para ver qué haces allí.
El comentario, aunque casual, levanta mis sospechas. ¿Por qué quiere venir a mi rancho? ¿Ha sido una propuesta inocente o debo preocuparme?
Cuando se trata del Comando, rozo la paranoia, por lo que no tardo en abrir una vía para hurgar en su mente. Su escudo es más grueso que el acero. Lo más probable es que logre encontrar un hueco si lo intento durante el tiempo suficiente, pero es demasiado sólido como para penetrar en él de inmediato. No me sorprende. Una de las primeras cosas que les enseñan a los soldados es a protegerse de los Modos. Con razón. Los Primarios no tienen dones. Tampoco experimentan síntomas físicos cuando alguien se infiltra en sus pensamientos, mientras que los Modos sienten una descarga eléctrica. Las personas como él deberían estar atentas.
Cierro la vía. Merecía la pena intentarlo. La única vez que su escudo se ha debilitado durante la noche ha sido cuando nos hemos quitado la ropa, pero sus pensamientos en ese momento eran una amalgama de «No pares» y «Sí». No voy a mentir, ha sido un subidón de autoestima.
—¿Hay alguna razón por la que te lleves el arma al baño? —Arquea una ceja.
—Debes llevar encima tus armas registradas en todo momento —recito, diligente, las palabras del manual que recibe todo propietario tras conseguir la certificación—. Mantén caliente la cama por mí. Ahora vuelvo.
No voy a volver. De hecho, tengo que obligarme a no correr hasta la puerta.
—Te enseñaré dónde está —me propone.
Empiezo a protestar, pero ya está saliendo de la cama y ajustándose los calzoncillos sobre la esbelta cintura. Al menos no lleva el uniforme estándar del Comando, de color azul marino. No creo que me hubiera excitado si hubiera vestido así. Aparte de algún revolcón ocasional a causa de la cerveza, odio a esos capullos y, en la mayoría de los casos, es mutuo. Se han dedicado a acabar con las personas como yo. Los «Aberrantes», nos llaman. O «Sangre Plateada», si están de buen humor.
La única aberración de por aquí es el general Redden y su odio irracional hacia los Modos. Ni siquiera pedimos ser así. Hace ciento cincuenta años, unos descerebrados liberaron la toxina que nos convirtió en lo que somos. No tuvimos elección.
A pesar de que cada célula de mi cuerpo me suplica que escape de aquí, dejo que el soldado me guíe hasta la puerta por la alfombra color burdeos del pasillo que se encuentra en la segunda planta de la posada. Giramos la esquina y seguimos caminando.
—Hemos llegado. —Como el caballero que es, abre la puerta para que pase.
—Gracias. —Esbozo otra sonrisa forzada—. Nos vemos en la habitación.
—Grita si te pierdes y vendré a rescatarte, ¿sí?
En el baño, permanezco de pie tras la puerta para escuchar el sonido de sus pisadas. Exhalo de forma brusca y espero hasta que se aleja. El reflejo en el espejo me muestra mi piel bronceada y el rubor que la cubre, algo normal después del sexo. La impaciencia se intuye en mis ojos, cuyo color ha elogiado el soldado varias veces durante la noche. Marrón meloso con vetas doradas.
Mi tío dice que tengo la mirada de mi madre, pero no recuerdo su cara, lo que me molesta. Tenía cinco años cuando se despidió de mí; era lo bastante mayor para haberme formado un recuerdo vívido de ella. Debería recordar sus ojos. A veces, creo que me acuerdo de su voz, de su sonrisa, pero nunca sé si es por mi imaginación, que suple las lagunas.
Espero durante otro largo minuto antes de salir del baño. Quiero echar a correr, pero debo pasar por delante de su puerta para llegar a las escaleras. Tendré que ir de puntillas. Contengo el aliento mientras doblo la esquina y me arrastro por la desgastada alfombra. Estoy al final del pasillo cuando veo que el pomo de la habitación del soldado empieza a girar.
Antes de que abra la puerta, movida por mi instinto, entro en la estancia más cercana y cierro a mis espaldas. Irrumpir en el dormitorio de un extraño quizá no sea la mejor estrategia, pero ha sido una decisión tomada en una milésima de segundo y me arrepiento enseguida de ella cuando un brazo musculoso me rodea el pecho.
—No te muevas —dice una voz varonil.
De nuevo, actúo por instinto. Alzo el puño y lo golpeo en la dura mandíbula. Ni se inmuta. Me desarma en un santiamén y lanza el fusil al suelo. Luego, me hace girar y me presiona contra la puerta. De manera amenazadora, acerca su enorme cuerpo al mío, y noto su brazo como una barra de acero contra el pecho.
—¿Quién cojones eres? —me gruñe al oído.
El corazón me repiquetea contra la caja torácica. Respiro hondo y me humedezco los labios secos.
—Soy…
Me quedo sin palabras cuando alzo la mirada hacia su rostro. ¡Vaya! Creo que he elegido al candidato equivocado para mis actividades nocturnas.
El tipo es… increíblemente atractivo. No creo que haya visto nunca un humano tan guapo, ni hombre ni mujer. Por un momento, me pierdo en sus ojos color cobalto, que me observan entre dos filas de gruesas pestañas. Tiene el pelo oscuro, apartado de las facciones impecables y simétricas, dignas de una estatua cincelada en piedra. La cantidad perfecta de barba le oscurece la fuerte mandíbula y en un extremo de la boca se le intuye un hoyuelo. Me pregunto cuánto se le marcará cuando sonría, aunque, por el brillo frío y peligroso de sus ojos, me da la impresión de que no lo hace muy a menudo.
—Si has venido a matarme, no estás haciendo muy buen trabajo.
—¿Matarte? —repito, saliendo de golpe de mis pensamientos—. No es para lo que he venido.
—¿No? —Oigo un repiqueteo y me doy cuenta de que ha alejado el fusil de una patada. Debo esforzarme para no lanzarme tras él—. Has entrado a hurtadillas en mitad de la noche con un arma. ¿De verdad debo suponer que tienes buenas intenciones?
—Piensa lo que quieras. —Me revuelvo bajo su brazo, pero es inútil. No se mueve—. No he venido a matarte.
—Entonces, ¿es una visita social? —Se humedece con la lengua la comisura de la boca. Le brillan los ojos cuando los baja hacia mi escote, que se asoma bajo la sólida correa de su brazo—. Agradezco el gesto, pero no me interesa. Ya he tenido mi ración diaria. —Curva los labios—. Deberías haberte pasado antes, cuando mi invitada seguía por aquí. Podrías haberte unido a la fiesta.
Me quedo boquiabierta.
—¿En serio? Tampoco es eso lo que estoy buscando. Me estoy escondiendo, idiota.
Arquea una ceja, intrigado.
—¿De quién?
—No es asunto tuyo. ¿Me sueltas, por favor? No puedo respirar.
—No. A mí no me parece que estés teniendo problemas para respirar.
No es verdad. Me falta el aire. Cada vez que inhalo, absorbo su aroma. Huele a pino, cuero y un toque especiado. Es increíble. Además, su cuerpo es surrealista. Grande, ancho, con músculos esbeltos y los bíceps flexionados para mantenerme inmóvil. Seguro que desnudo está espectacular.
—Suéltame —le ordeno—. Siento haber irrumpido en tu habitación, pero te aseguro que no soy ninguna amenaza.
—¿Por qué vas armada?
—Soy granjera. Tengo licencia de armas.
Me estudia el rostro con la mirada, que centra brevemente en mi boca. Aunque el corazón me da un vuelco ante su meticuloso escrutinio, intento aprovechar su distracción para clavarle la rodilla en la ingle. Reacciona sin pestañear y me sujeta la pierna antes de alcanzarlo. Lo siguiente que sé es que caigo de espaldas con un fuerte golpe. Me vibran los huesos cuando coloca su pesado cuerpo sobre el mío y me aprieta contra el suelo con sus largas piernas. Me presiona la tráquea con el antebrazo y ahora sí que no puedo respirar.
En busca de aire, lo golpeo en los hombros con ambas manos, pero no se mueve. Me dedica una mirada burlona.
—No ha estado bien —musita— apuntar de esa manera a la entrepierna.
No respondo porque me está cortando el suministro de aire. Hago otro débil intento de zafarme. Joder, ¡qué fuerte es! Pensaba que era una luchadora experimentada. Mi tío me lleva entrenando desde que tenía cinco años. Sin embargo, aquí estoy, de espaldas contra el suelo, incapaz de hacer nada mientras él me aplasta con el cuerpo.
No, eso no es cierto. Sí que puedo hacer algo.
Otra lección importante que me ha enseñado mi tío es que, en la batalla, se debe tomar el control cueste lo que cueste. Con los hombres, hay una manera infalible de conseguirlo.
—No puedo decir que me arrepienta, teniendo en cuenta el resultado —resuello con voz áspera por la falta de oxígeno.
La suya se inunda de desconfianza.
—¿El resultado?
—Ahora te tengo encima.
Le dedico una diminuta sonrisa atrevida y advierto la pizca de calidez de su expresión.
—No me parece que esté tan mal —añado. Luego, inhalo una bocanada superficial de aire—. Antes no me interesaba, pero ahora…
Muevo la cadera a modo de invitación. Se tensa, con los labios entreabiertos. Durante un breve instante me corresponde, y la parte inferior de su cuerpo se mueve ligeramente. Luego se echa a reír.
—Buen intento. —Me acerca la boca a la oreja y el pulso se me acelera—. Si dejo que te levantes, ¿me prometes que mantendrás quietas las manos y las rodillas?
—¿Y tú? —pregunto.
Aún con una risita, se aleja de mí y se acerca a por el fusil. Me pongo de pie y me aliso el topindignada mientras observo cómo estudia el número de serie. Aprovecho la oportunidad para examinar al fin lo que me rodea, pero no hay mucho que ver. La cama está revuelta, supongo que por lo que han estado haciendo él y su invitada. No sé si la chica me provoca una punzada de celos o, dada la encantadora personalidad de este desconocido, siento pena por ella.
Sobre la mesilla descansa un intercomunicador y en el sofá rojo bajo la ventana, una chaqueta negra. Además, cerca de la puerta hay un par de botas del mismo color. Y ya está. Ninguna otra pista que aclare quién es. No lo he visto antes con los demás, durante la celebración, lo que es raro. ¿Qué hace en Hamlett si no es por el Día de la Libertad? Es extraño que alguien esté de paso. Cualquier territorio al oeste del distrito Z está bajo el agua, y no hay ninguna comunidad en la costa. Cada vez que la Compañía intenta reconstruir algo allí, se produce otro terremoto y destruye todo el pueblo o la ciudad.
Vuelvo a centrarme en él y trato de leerle la mente, pero tiene un escudo sólido. Interesante. La mayoría de los Primarios no lleva protección o, si lo hace, es fácil penetrar en ella. Lo que significa que este hombre es un Modificado, un soldado o un Primario civil que, por alguna razón misteriosa, ha perfeccionado la capacidad de preservar sus pensamientos.
Sostiene el fusil con destreza, pero no me apunta con él. Solo permanece ahí, observándome con esos peligrosos ojos azules.
—¿Vas a preguntar mi número de serie por el intercomunicador para confirmar que no soy una asesina y que así pueda seguir con mi vida?
—O podría matarte y seguir yo con la mía —dice el capullo.
—Ay, no, ¡qué miedo! —Coloco los brazos en jarras—. Hazlo. Dispárame. En cualquier caso, acaba con esta tortura.
Inclina la cabeza, contemplándome aún.
—¿Cómo te llamas?
Me sobresalto cuando otra persona responde a la pregunta:
—¿Wren?
O, mejor dicho, cuando alguien en el pasillo lo grita mientras me busca.
—¿Wren? ¿Sigues por aquí?
Oigo las pisadas del soldado junto a la puerta antes de que se debiliten cuando gira la esquina.
—Será mejor que te vayas, Wren —me provoca el extraño—. Quizá puedas llegar a la salida antes de que te pille tu novio.
—No es mi novio y no voy a ir a ninguna parte sin el fusil.
Un segundo después le da la vuelta al arma, la sujeta por el cañón y me la tiende con la empuñadura hacia mí. Me cuelgo la correa al hombro y camino hacia la puerta.
—Un placer conocerte, capullo —musito sin mirar atrás.
Su carcajada resuena a mi espalda. Aprovecho el pasillo vacío y corro escaleras abajo hacia la planta principal. Tan pronto como llego a la salida, oigo mi nombre de nuevo.
—Wren, espera.
Me trago un bufido. El soldado está bajando las escaleras.
—Me prometiste que no me dejarías plantado —me recuerda mientras se acerca. La decepción le brilla en los ojos.
—Lo siento. —Suelto un suspiro exagerado y busco una mentira creíble—. No se me dan bien las despedidas. —Se le suavizan las facciones—. Y, a decir verdad, debo irme. Una de las vallas se cayó durante la tormenta de la otra noche y mi tío me matará si no estoy despierta al alba para arreglarla.
—Tenemos que volver a vernos. ¿Y si intento pedir un permiso el mes que viene?
—Ya sabes dónde encontrarme —digo con tono alegre, porque las probabilidades de que consiga un nuevo permiso dentro de tan poco tiempo son escasas. Para entonces, ya me habrá olvidado.
Con suerte.
Siempre existe el riesgo de que se haya enamorado tanto de mí que encuentre la manera de cambiarle el cometido a otro soldado y consiga que lo destinen a mi distrito. Sin embargo, no creo que sea tan buena en la cama.
—¿Cuál es tu identificador?
Reticente, se lo doy y observo cómo introduce los dígitos en el intercomunicador. Un momento después, el elegante aparato que llevo en el bolsillo emite un pitido suave.
Me dedica una sonrisa con hoyuelos.
—He sido yo.
Lo saco y guardo su identificador. Lo odio. Debemos llevarlo a todas partes, pero solo le presto atención cuando me llega un aviso de la Compañía. El resto del tiempo, intercambio los mensajes de rigor con mis amigos y mi tío Jim. Nada significativo, por supuesto; tenemos otros medios para tratar lo importante. Ningún Modo sensato usaría un aparato de la Compañía para comunicarse, especialmente porque todas las palabras dichas o escritas se registran. Existe una sala entera de agentes de inteligencia que controlan cada conversación. Lo mismo ocurre con Nexo, nuestra red en línea. Estaríamos locos si utilizáramos cualquiera de esos dos métodos para hablar abiertamente.
—Te acompaño fuera —dice.
Oigo el escándalo de las voces más allá de las puertas de la posada y el ritmo rápido de la banda, que toca una canción que no identifico. Supongo que estará en la lista de melodías aprobadas por parte del Comité de Comunicación de la Compañía. Todo el material debe pasar primero por él antes de que llegue a la ciudadanía.
Salimos al patio, donde la brisa es tan suave como antes de que entráramos al edificio. El aroma de carne a la parrilla y maíz cubierto de mantequilla inunda el aire nocturno. La plaza del pueblo está iluminada esta noche. Abarrotada y ruidosa, se oyen frecuentes carcajadas que flotan sobre la música.
La incomodidad me recorre el cuerpo cuando advierto a los soldados que pasean por allí. El Día de la Libertad es el único momento del año donde muchos pueden volver a sus distritos para ver a sus familias y amigos. La mayoría parecen inofensivos, pero hoy hay demasiados uniformes azules como para que me sienta a gusto.
Ojalá volvieran a la ciudad y nos dejaran en paz de una puta vez. Nadie aquí disfruta esbozando sonrisas falsas y siguiéndoles el rollo. Incluso los Primarios odian el autoritarismo del general, la manera en la que controla todos los aspectos de nuestra vida. O, al menos, así es para la mayoría. Ciertos partidarios acérrimos estarían dispuestos a traicionar a su propia madre por un asentimiento firme de aprobación de ese hombre o sus lameculos. De hecho, un Primario idiota de mi distrito vendió a la suya cuando descubrió que era una Modificada. Casi dos décadas había pasado la mujer ocultándole su don y bastó un único desliz, un momento de descuido en el que leyó la mente de alguien sin bajarse las mangas, para que su único hijo la denunciara. Lo último que supe del tema fue que había ascendido y dirigía su propia unidad en el Comando.
Aunque supongo que no es tan malo como los Modos que se vuelven en contra de los suyos: los simpatizantes que sirven a Redden en Santuario, nuestra capital. Esos traidores gozan de vidas acomodadas. Es evidente que la lealtad al general tiene su recompensa.
Los chillidos jubilosos de los niños captan mi atención. Me giro hacia el bullicio y sonrío. Algunos cientos de metros más allá, en un claro cubierto de césped, están jugando al pillapilla. Los críos del pueblo gritan y se ríen mientras una niña delgada y pelirroja corre de un lado para otro tratando de atrapar a alguien.
—¡Wren! —grita una voz alegre.
Tana Archer camina hacia nosotros, con los ojos brillantes y las mejillas sonrosadas. Es evidente que ha estado probando sus propias provisiones. Griff, el padre de Tana, es el propietario del único bar de la plaza.
—Me preguntaba dónde te habrías metido. —Con una mirada de complicidad, pasea los ojos del soldado a mí. Aunque nos sonría a ambos, siento que intenta vincularse conmigo.
Todos los telépatas tenemos nuestro toque único. Cuando era una niña, mi tío lo describía como nuestra esencia, una descarga de energía propia y exclusiva. Es casi imposible de explicar a menos que la sientas, pero, resumiendo: tras formarse una conexión inicial, de forma automática reconocemos la energía de la otra persona cuando esta pide vincularse.
Parece que has estado ocupada, me provoca Tana telepáticamente.
Su voz en mi cabeza siempre tiene un tono más bajo que al hablar. En una ocasión le pregunté a mi tío el motivo por el cual las voces telepáticas de las personas sonaban tan distintas a las audibles. Su respuesta fue: «¿Alguna vez te has escuchado en una grabación y has pensado: “Esa no es mi voz”? Para uno mismo, su voz suena distinta. Cuando hablamos telepáticamente, oímos la voz tal y como la escucha esa persona. Al hablar en voz alta, la percibimos como la escuchamos nosotros». Al explicarlo así, cobró sentido de una manera extraña.
Tienes que dejar de tirarte a los soldados, cielo.
Oye, es lo único que se les da bien, replico, y Tana gira la cabeza para acallar una carcajada.
Sé que le vibran las venas bajo la manga larga, ocultas a ojos curiosos. Dada su piel oscura, parecen incluso más luminosas cuando brillan que las de los Modos más pálidos.
Por el contrario, yo no tengo por qué preocuparme, de ahí que solo lleve un top. Ese es otro aspecto con el que atosigaba a mi tío. Me parecía extraño ver la descarga luminosa de plata bajo la piel de sus brazos cada vez que usábamos la telepatía, ¿por qué mis venas no brillaban? De niña, era un poco cargante, siempre molestándolo con preguntas. En ese entonces, no sabía contestarme. Solo se encogía de hombros y decía: «Ha pasado más de un siglo y todavía hay muchas cosas que nadie entiende sobre las personas como nosotros».
Eso es lo complicado de los Modificados, no hay una fórmula infalible con la que todos nos identifiquemos. Sí, la mayoría es la definición personificada de «Sangre Plateada» porque les brillan las venas de los brazos al usar sus poderes. Sin embargo, unos pocos, como yo, no encajamos en ese molde. Sea cual sea la razón de esa anomalía, no puedo negar que me convierte en… bueno, no es por presumir, pero… soy muy valiosa.
Un Modo que puede usar sus poderes sin revelar sus actos ante los enemigos supone una gran ventaja para la Revolución.
Cuando la red intentó reclutarme, en un primer momento mi tío dijo: «Ni de coña». Se mostró inflexible. «Wren no va a poner su vida en riesgo. Punto». Sin embargo, al llegar a la adolescencia, le costó un poco más impedírmelo. Soy testaruda. Iría con mi tío Jim al fin del mundo, pero tomo mis propias decisiones.
Empezamos a realizar misiones cuando cumplí los dieciséis años. Breves batidas en busca de suministros. Entregas. Usamos el rancho para ocultar a Modos que salían a hurtadillas de la ciudad o las minas. Saber cuántos permanecían prisioneros en los campos de trabajos forzados repartidos por los distritos hacía que me hirviera la sangre.
—No te irás ya, ¿verdad? —dice Tana—. Apenas te he visto en toda la noche. ¡No puedes marcharte!
El soldado esboza una sonrisa.
—Es lo que le he dicho una y otra vez.
—Tengo que hacerlo —contesto, encogiéndome de hombros—. Ya conoces a mi tío. Lo más probable es que esté paseándose de un lado a otro del porche, esperándome.
Como si me hubiera escuchado, noto una fuerte presión en la mente. La energía característica de Jim. Está pidiendo que nos vinculemos, así que se lo permito.
Ya es muy tarde. Vuelve a casa, dice con voz atronadora.
Resisto las ganas de poner los ojos en blanco.
Ya voy.
—Baila conmigo una canción, al menos —me suplica Tana.
—En serio, no puedo.
A decir verdad, me quedaría por aquí un rato más con Tana si este soldado no se me hubiera pegado como una lapa. Aj, ¿cómo se llamaba? Creo que Max. ¿O quizá Mark?
Después de lo que hemos hecho, me parece mal preguntárselo ahora, así que opto por tocarle el brazo.
—Vale, eh…, cariño…, ha sido divertido, pero me tengo que ir.
Tana parece a punto de estallar en carcajadas de nuevo.
¿Cariño?
Cállate, no me acuerdo de cómo se llama. ¿Max o Mark?
¡Se llama Jordan!
Vaya, qué mal encaminada iba.
La pregunta más importante es… ¿quién es el guapísimo capullo que se aloja en la posada? Sigo con el corazón un poco acelerado por ese encuentro explosivo.
No conozco a ningún capullo guapísimo. Hoy solo se han registrado soldados. O quizá lo he visto y me he olvidado de él. ¿Era un soldado?
Ni idea, pero créeme, te acordarías de su cara.
Era una cara excepcional. Y un desperdicio al pertenecer a un imbécil como él.
Eh, si me va a encandilar una cara, tendrá que ser de una hermosa mujer. Si no, la ignoraré totalmente.
—Deja que te lleve a casa. —Jordan interrumpe nuestra conversación silenciosa con una mirada de esperanza clavada en mí.
—No te preocupes, voy en moto.
Tana se aleja para darnos el momento de privacidad que es obvio que Jordan desea.
Me acuna el rostro con las manos.
—¡Qué difícil eres! —me reprende, juguetón—. Al menos, dame un beso de despedida. —Me acaricia la comisura de la mandíbula con el pulgar antes de acercar su boca a la mía.
Dejo que me bese, a pesar de que la impaciencia me retumba en el pecho.
Nos apartamos al oír los gritos de los niños. Un segundo después, la plaza se convierte en un caos. Tana se acerca corriendo.
—¿Qué cojones…? —digo mientras los tres corremos hacia el origen del bullicio.
Por lo que puedo vislumbrar entre la oscuridad, hay un niño en el suelo, pero solo logro ver un ajetreo frenético de brazos y piernas. Otros niños se alejan del claro, pidiendo ayuda a gritos.
—Es ese condenado coyote blanco —maldice Tana—. Lleva merodeando por el bosque y los alrededores del pueblo toda la semana.
Mierda. El mismo híbrido de lobo y coyote que ha estado amenazando el rancho también. Encontré a una de mis novillas muerta en los prados del sur hace dos días. No sé cómo esa bestia pudo atravesar la valla.
—¡Lo ha atrapado! —chilla una niña a los adultos reunidos en la linde del prado.
Otro grito cruza el aire, una mezcla de terror y agonía. El corazón se me sube a la garganta y el pulso se me acelera. Al otro lado del claro, el niño está ahora de espaldas, con el coyote blanco encima. El animal es enorme.
—¡Robbie! —exclama una mujer. Es Rachel, una profesora de la escuela, lo que significa que el chico en peligro es su hijo de ocho años.
Estamos tan en penumbra que no puedo asegurarlo desde este ángulo, pero no parece que el animal le haya clavado los dientes en el cuello al niño. Creo que le está mordiendo el brazo y… joder, lo está arrastrando para llevárselo.
No lo dudo, pongo el fusil en alto.
—¡Wren!
A pesar del grito de protesta de Tana, doy varios pasos al frente para obtener una mejor perspectiva de Robbie y el coyote blanco. Algunos hombres corren por el claro. Se encuentran a medio camino, pero el niño ya habrá muerto cuando lleguen hasta él.
—¡No! ¡Detenedla! —grita una Rachel aterrorizada, pero apunto tras apoyarme el fusil en el hombro—. ¡Para, Wren, vas a matar a mi bebé!
La vuelvo a ignorar y disparo.
Un estremecimiento fatídico me recorre el cuerpo al ver que se acerca el hombre alto con barba. El interventor Fletcher ha sido el primero en llegar hasta el niño después de que disparara al depredador. Los demás hombres lo siguen. Uno de ellos abraza al hijo de Rachel.
—¡Dámelo! —La madre se lanza contra el grupo, con los brazos extendidos hacia el niño cuyas prendas están empapadas en sangre—. ¿Dónde está Betta? ¡Que alguien encuentre a Betta! —Rachel tiene las mejillas inundadas de lágrimas.
—Nina ya ha ido corriendo a despertarla —le asegura su hermana, Elsie—. No pasa nada, cariño. Respira. Betta lo curará.
Betta es nuestra doctora. Rachel tiene una suerte inmensa de que esté cerca, ya que no en todos los pueblos hay médico. Los ciudadanos de la aldea vecina deben venir hasta Hamlett para recibir tratamiento.
Tana y yo nos abrimos paso para echarle un vistazo al niño, que no deja de sollozar. Que esté despierto y sienta el dolor suficiente como para llorar es una buena señal. A pesar de la abundante cantidad de sangre, parece que la mayor parte del daño se concentra en el brazo izquierdo. Tana se estremece cuando advierte las marcas irregulares de los dientes y un colgajo de piel que se le desprende de la herida abierta.
—¿Se pondrá bien? —pregunta con un tono apremiante.
Elsie, que ahora está presionando un trapo contra el brazo del niño, contesta:
—Parece que el sangrado se está ralentizando. Sin embargo, necesitará bastantes puntos.
Rachel se echa a llorar de nuevo cuando se percata de mi presencia.
—Lo has salvado, Wren. Gracias.
Le toco el brazo y le acaricio la cabeza a Robbie, pasándole la mano por los pequeños rizos negros.
—Me alegra que esté bien.
El grupo se apresura hacia la larga sección de edificios de una y dos plantas que se encuentra al norte de la plaza. En esa zona se concentra todo lo que necesitan los ciudadanos de Hamlett. La tienda de racionamiento, un pub, una escuela, un salón de baile, la empresa de medios de comunicación y la clínica. Toda nuestra vida se reduce a un puñado de metros cuadrados. Lo que no tenemos son los políticos o las fuerzas armadas que estudiamos en el colegio. A diferencia de las generaciones previas, son los soldados los que vigilan nuestros pueblos y ciudades y los interventores los que las dirigen. Estos últimos responden ante los presidentes del distrito, que rinden cuentas al general Merrick Redden, nuestro benévolo líder. La Compañía de Redden es una máquina militar de gran eficacia. No necesita políticos ni puestos de trabajo superfluos.
El interventor de Hamlett permanece inmóvil, arqueando las cejas mientras me observa.
—La bala le ha atravesado el ojo —anuncia al final—. Bien hecho.
Me encojo de hombros. Soy plenamente consciente de la mirada de Jordan.
—No le quites importancia —me reprende Fletcher—. Has salvado a ese chico, Wren.
Resisto el deseo de volver a encogerme de hombros.
—Bueno, ya sabes, tengo mucha experiencia manteniendo a mi rebaño a salvo de depredadores. Solo he actuado por instinto.
—Un instinto de la leche, entonces. Dile a tu tío que te ha enseñado bien.
No se lo voy a decir. A pesar de que estuviera en juego la vida de un niño, le horrorizaría saber que he disparado el arma en el pueblo.
De repente, siento una necesidad acuciante de huir. Me alejo de allí antes incluso de haberme despedido de Fletcher. Tana me sigue y, por desgracia, Jordan también. Joder, quiero salir de aquí.
—¿Te encuentras bien? —me pregunta Tana, cogiéndome de la mano para detenerme.
—Estoy bien, pero, en serio, necesito irme a casa. —Le aprieto la mano y sigo caminando por el terreno embarrado—. Ven a visitarnos esta semana. Montaremos juntas a caballo.
Tienes que permitir que me vaya, Tana, le suplico telepáticamente. Si no, este tío no me dejará en paz.
Lo siento. Hablamos luego.
—Muy bien —dice antes de alejarse.
Jordan continúa pegado a mí. Cuando llegamos a mi destartalada y vieja moto, le vuelven a brillar los ojos.
—No he visto a nadie con esa puntería —comenta, asombrado.
—Como he dicho, el rancho me ha curtido.
—Wren —dice con voz firme—, le has disparado en el ojo. Estaba fácilmente a cien metros de distancia. Y se estaba moviendo. Con un niño en medio. Podrías haberle volado la cabeza.
Sus palabras me ofenden. ¿Volarle la cabeza? Para nada. Puedo asegurar que tengo mejor puntería que cualquiera de la unidad de Jordan. Ni siquiera está en la sección Plata, que es donde acaban los soldados de élite. Creo que me dijo que pertenecía a la Cobre. Podría ganarle a cualquier soldado de la Cobre con los ojos cerrados. ¿Y si reto a este tipo a un concurso de disparos…?
«No», me reprende el sentido común. «No vas a hacer nada parecido».
La única regla que mi tío me ha inculcado desde muy pequeña es que no debo llamar nunca la atención. Y, como una idiota, eso es justo lo que he hecho esta noche. Mierda. No debería haber disparado.
—Me encantaría ir a tu rancho y practicar algunos tiros contigo. No es por presumir, pero soy bastante bueno con el fusil. Sería divertido.
—Ah, a mi tío no le gustan las visitas —digo antes de estremecerme al recordar que acabo de invitar a Tana. Intento suavizar la mentira añadiendo—: En realidad, a la única a la que tolera es a Tana. Supongo que porque somos amigas desde niñas. Es casi como otra sobrina para él.
—Bueno, quizá algún día. —Jordan vuelve a negar con la cabeza—. Ha sido una pasada de disparo.
Trato de distraerlo de mi hazaña poniéndome de puntillas y besándolo en los labios. Se tensa por la sorpresa y sonríe.
—¿A qué ha venido eso?
—A nada. Hoy me lo he pasado bien. —Doy un paso atrás—. Buenas noches, Jordan.
Cojo el casco negro de la parte trasera de la moto y me lo pongo, evitando su mirada mientras me abrocho la correa. Un momento después, el motor cobra vida con un rugido. Acelero, sintiendo aún su mirada sobre mí.
De verdad, debo dejar de acostarme con soldados. La próxima vez que sienta… esa necesidad, buscaré alivio en otra parte. Hay unos pocos hombres libres en el pueblo, pero Tana dice que están interesados en algo más serio. No quiero nada serio. Solo tengo veinte años. No estoy preparada para dedicarme en cuerpo y alma a alguien. Las relaciones de otras personas parecen asfixiantes y he sido testigo de cómo muchas mujeres se han adaptado a los caprichos de un hombre.
Yo no soy así.
Llego al camino pavimentado al final del pueblo, donde un cartel azul de metal brilla en la oscuridad. Con letras blancas se informa de cuál es nuestro distrito, pueblo y del número de habitantes. Lo actualizan cada año, pero la población de Hamlett no ha crecido demasiado desde hace mucho tiempo. Es lo que le gusta a Redden. El general afirma que, antes de la Última Guerra, la sobrepoblación era un problema grave. No habríamos llegado a ese punto funesto, a un conflicto global, a siete continentes devastados con cuatro de ellos arrasados o sumergidos bajo el agua, si no hubiera habido tantas personas peleándose por unos recursos cada vez más escasos.
La avaricia. Todo se reduce a la avaricia.
Siento que la mente me cosquillea con una invitación. Al reconocer la energía, sonrío para mí. Tras aceptar el vínculo, una voz profunda me inunda la cabeza.
¿Sigues por ahí?
Respondo enseguida:
No, estoy volviendo a casa.
Maldita sea, ¿ya le has roto el corazón? Actúas rápido.
Ah, cállate, como si tú no rompieras corazones noche tras noche.
Soy muy casto y puro.
¡Ja!
Siempre te ríes de mí. Para.
Para tú de decir tonterías.
Pero eso no va con Lobo. No tiene filtro, nunca lo ha tenido. Y es un ligón desvergonzado, aunque nuestro tonteo no empezó hasta que llegamos a la adolescencia. Un día éramos críos hablando de cosas de niños y, al siguiente, debatíamos sobre nuestra vida amorosa. Un poco inquietante, si se tiene en cuenta que nunca nos hemos conocido.
Me vinculé con Lobo cuando tenía seis años y, hasta el día de hoy, sigo recordando la emoción que sentí cuando oí su voz por primera vez. Era una cálida mañana de verano. Había estado jugando en un claro cerca de la pequeña casa que el tío Jim nos había construido. El sol lograba penetrar, aunque solo fuera un tenue rayo, en ciertos rincones de las Tierras Oscuras y nuestro claro herbáceo era uno de esos paraísos. Cada día, gozábamos de cinco o seis horas de luz concentrada que nos bañaba antes de que la niebla apareciera y nos volviera a eclipsar la oscuridad. Esa mañana corrí hacia Jim, eufórica.
—¡Tío! —exclamé—. Tengo un amigo.
Como era previsible, Jim reaccionó con desconfianza. No sé por qué no me lo esperaba.
—¿Qué amigo? —me preguntó, levantando la mirada de la nueva tabla que estaba lijando. Ese año había empezado a construir pasarelas elevadas con las que superar los hoyos de negras arenas movedizas para que pudiéramos movernos con más facilidad cuando fuéramos de caza. Me encantaba bailar por esas pasarelas durante nuestras excursiones.
En lugar de compartir mi felicidad, cuando le conté que era un chico cualquiera que había abierto una vía en mi mente y me había saludado, Jim me agarró por el jersey y apretó con el puño la áspera lana. Más tarde, cuando crecí, me admitió lo asustado que se había sentido aquel día, lo mucho que le había preocupado siempre que algo así me pasara. La vinculación espontánea es habitual en niños telepáticos. Los críos, sobre todo los más pequeños, tienen poco control sobre su don. Sin embargo, esa mañana, en el claro, me había parecido más furioso que asustado. Me ordenó que no volviera a hablar con esa voz en mi cabeza.
El recuerdo me provoca una conocida sensación de culpa. Le prometí que mantendría cerrado el vínculo con ese curioso chico, solo unos años mayor que yo. El problema es que, cuando creces en un mundo de oscuridad con un tutor malhumorado, sin conocer a nadie de tu edad, cualquier otro niño con quien jugar es bienvenido, incluso aunque solo podáis jugar juntos en tu cabeza.
No desobedecí por completo los deseos de Jim. Cuando el chico volvió a establecer contacto y se lo permití, llena de remordimientos, le dejé claro que no le diría cómo me llamaba. «¡Qué tontería!», se quejó después de que le contara que no me lo permitían. Sin embargo, nos lo pasamos bien escogiendo nombres en clave. Yo elegí «Margarita» porque era mi flor preferida y él, «Lobo», porque le gustaba ese animal.
Sé que debería haber echado a ese chico de mi mente, pero mi vida era muy solitaria en ese entonces. Solos Jim y yo, viviendo en un lugar con apenas cinco horas de luz y muchos seres terroríficos que intentaban matarnos. Necesitaba a Lobo. Me gustaba su compañía. Me gusta incluso hoy en día, aunque se burle de que rompo corazones.
En serio, dice. ¿Qué tal la noche? Necesito vivir indirectamente a través de ti. En mi caso, han pasado ya un par de meses.
Me sorprende. Por la manera engreída en la que fanfarronea sobre el tema, parece muy popular entre las chicas.
¿Por qué?
He estado ocupado.
¿Por eso no has estado por aquí tan a menudo?
Han pasado semanas desde la última vez que supe de él hasta que, hace unas horas, de repente se ha puesto en contacto conmigo otra vez.
No le pregunto qué lo ha mantenido ocupado. Él tampoco lo hace. Es el procedimiento estándar cuando eres un Modificado. No existe la confianza absoluta. Ni siquiera hacia Jim, que arriesgó su vida por mis padres y por mí, que es, en teoría, la única persona en la que debería confiar implícitamente, le doy el cien por cien. Si no, sabría lo de Lobo.
Como contestación a tu pregunta, ha sido divertido. Sin embargo, al final se ha puesto un poco pesado. No dejaba de suplicarme que nos volviéramos a ver. Supongo que no puedo culparle. Soy irresistible.
Tras esas palabras, se echa a reír a carcajadas.
¡Qué zorra arrogante!
Yo también me río, aunque mi humor flaquea cuando pienso en el deseo sincero de Jordan de volver a verme.
¿Alguna vez te molesta?, le pregunto.
¿El qué?
Mentir a los Primarios, por ejemplo, a las personas con las que te acuestas. O a tus amigos de la escuela secundaria. O a los compañeros de tu asignación laboral. Ya sabes, a los majos. ¿Te sientes mal al mentirles?
Se produce una pausa.
A veces, admite. Pero esa punzada de culpa ocasional es mejor que la alternativa. O las alternativas, en plural. Nunca se sabe cómo reaccionará un Primario al descubrir que su amante, compañero de clase o colega del trabajo es un Sangre Plateada.
Es cierto. En el mejor de los casos, le horrorizará, pero, de alguna manera, se dejará convencer para mantener tu identidad en secreto. ¿El caso más probable? Te entregará y asistirá a tu ejecución, animando al Comando cuando el pelotón de fusilamiento apriete el gatillo.
¿De qué va esto, Margarita? ¿Te sientes fatal por haberle mentido a tu soldado esta noche?
No del todo. Me siento… desmoralizada porque nunca sabrá quién soy. No tiene ni idea de que se ha pasado una noche entera con una mujer a la que no va a poder conocer de verdad. A veces desearía que el resto pudiera conocerme.
Yo sí te conozco. La voz se le torna ronca en mi mente. ¿Sirve de algo?
El corazón se me constriñe y debo tragarme el nudo de emoción que tengo en la garganta.
Sí, de mucho. Vuelvo a tragar saliva, deseando aligerar la atmósfera. Bueno, tengo que irme. Estoy intentando concentrarme en la carretera. No se puede conducir y hablar telepáticamente, ¿sabes?
Esa regla no existe.
Si Redden se sale con la suya, existirá.
No, si nuestro querido líder se saliera con la suya, la telepatía estaría prohibida porque todos estaríamos muertos. Casi lo consiguió durante la Purga de los Sangre Plateada hace veinticinco años, antes de que tomara el mando del Continente. Sus hombres arrastraron fuera de su hogar a miles de Modos para ejecutarlos. Hasta ese punto llega su odio.
Lo más triste es que el golpe de Estado no habría tenido éxito si no fuera porque había hordas de personas que estaban de acuerdo con él. Sobre que somos aberrantes y abominaciones, sobre que nuestros dones no son naturales, aunque a mí lo que hago con la mente me resulta tan natural como respirar.
Reduzco la velocidad cuando me acerco al largo camino de entrada de nuestra propiedad. Pronto, el rancho aparece ante mí, la vieja casa de varias plantas y un puñado de dependencias externas sobre una extensa superficie que es demasiado grande para nosotros dos. No obstante, nuestras doscientas cabezas de ganado necesitan espacio.
El tío Jim tenía buenos contactos cuando salimos de las Tierras Oscuras y logró conseguirnos una ubicación excelente, nada más y nada menos que en un distrito de recursos. La Revolución siempre se ha portado bien con Jim, cuyos actos de sublevación como Julian Ash fueron numerosos y eficaces. Por desgracia, dichos esfuerzos lo convirtieron en sospechoso a ojos del Comando. Será un hombre buscado durante el resto de su vida.
En medio de la oscuridad, con solo el suave brillo de la luz solar del porche como guía, rememoro las Tierras Oscuras. La noche eterna. Es una locura, pero a veces las echo de menos. Era una época más sencilla. Tres años luchando para sobrevivir. ¡Supersencillo! Mi subconsciente se ríe de mí.
Sí, bueno, fue difícil. Y agotador, ya que había que estar siempre alerta. En una ocasión, me caí de una de las tablas del tío Jim a los hoyos negros y me di cuenta de lo rápido que me habría hundido si él no hubiera tirado de mí, si hubiera estado sola. Fue aterrador pasar allí parte de mi infancia.
—¿Por qué has estado fuera durante tanto tiempo? —me pregunta mi tío cuando entro en casa.
Está sentado en una ajada silla de cuero, dando sorbos a un vaso de whisky sintético. Siempre se queja de que las bebidas alcohólicas sintéticas no tienen punto de comparación con las puras, pero, como nunca he probado estas últimas, no soy quién para juzgar.
—No tenías que esperarme despierto.
—Quería hacerlo. —Sigue mis movimientos con sus oscuros ojos marrones mientras cuelgo la correa del fusil en un gancho cerca de la puerta—. ¿Qué tal la celebración?
Dudo, preguntándome qué debería contarle. Opto por la verdad, porque ambos sabemos que me pilla cada vez que intento mentir.
—No te enfades —comienzo a decir.
—Joder, Wren —gruñe.
—Te he pedido que no te enfades. —Me acerco a su silla y cruzo los brazos sobre el pecho—. No es tan grave, lo prometo. Y creo que estarás de acuerdo en que debía actuar. Si no, Robbie estaría muerto.
—¿Quién cojones es Robbie?
Sí, Jim nunca ha intentado hacer amigos entre los ciudadanos de Hamlett. Es un ermitaño. Y un poco capullo. Los demás aldeanos lo conocen como el gilipollas antisocial que aparece un par de veces al mes para echar un polvo o comprar whisky en la tienda del señor Paul. A veces, cuando tiene un día especialmente sociable, disfruta de una comida y una pinta en el pub. Cuando lo hace, no dedica demasiado tiempo a las formalidades. A pesar de que su apellido significa «encantador», es más probable que Jim Darlington te mande a la mierda a que te salude. Sospecho que alguien de la Revolución incluyó la palabra darling en su nueva identidad para provocarlo.
Sin embargo, es leal. Conmigo. Con sus amigos de la Revolución. Si te quiere y confía en ti, irá al fin del mundo para protegerte. Literalmente. Me llevó a las malditas Tierras Oscuras para mantenerme a salvo. Pero, si no te quiere o no confía en ti…, bueno…, mantente alejado porque este hombre tiene la lengua más afilada que un cactus del jardín.
—Robbie es el hijo de Rachel Solway. Un coyote blanco casi acaba con él, el mismo que ha estado atacando al ganado.
—Ese híbrido es una puta pesadilla.
—Sí, bueno, era una pesadilla con hambre. Ha irrumpido en la fiesta, así que lo he matado. —Titubeo cuando Jim entorna los ojos. Me conoce bien—. Ha sido un disparo impresionante.
Frunce el ceño.
—¿En qué sentido?
—El interventor ha hecho algún que otro comentario. Ha dicho que me has entrenado bien.
—Wren. —Pronuncia mi nombre como si fuera una maldición.
—¡Lo siento! ¿Crees que debería haber dejado que muriera ese niño?
—Sí.
—¿Igual que hiciste tú conmigo? —lo provoco.
—Les prometí a tus padres que no dejaría que murieras. No es la misma situación.
—Tal vez yo le hiciera la misma promesa a Rachel. A ver, se la hice tres segundos después de que apareciera el híbrido, pero, aun así, tenía que cumplirla.
—No quiero que lla…
—Que llame la atención —concluyo por él entre dientes—. Sí, lo pillo, pero soy una persona adulta y sé defenderme solita. Por si se te ha olvidado, trabajo para la red.
Suelta una carcajada cínica.
—No trabajas para la red. Has llevado a cabo algunas operaciones de poca importancia. Eso no quiere decir nada. —Abro la boca, indignada, pero me interrumpe—: Nunca has estado en el campo de batalla. Nunca has intentado sobrevivir en la ciudad.
—He sobrevivido a cosas peores —contraataco.
—No, no es cierto. Es un nido de víboras. En Santuario no puedes bajar la guardia. Nunca.
—Tengo ventaja —le recuerdo. Intento no parecer demasiado arrogante mientras le enseño los brazos desnudos y uso la telepatía para probar mi argumento. ¿Ves? A mis venas no les pasa nada. Puedo actuar en la ciudad y pasar inadvertida.
—Claro, niña, hasta que incites a alguien por accidente. Luego cómo vas a salir de esa, ¿eh?
El recuerdo me empuja a estirar el brazo para acariciarme la cadera. Una respuesta instintiva. Soy consciente de que la quemadura existe, en primer lugar, por culpa de este hombre, mi tutor, la persona que debía protegerme.
Dolió. Mucho. Todavía recuerdo el olor de la piel quemada. Fue por mi bien, ahora lo entiendo, pero, aun así, lo odio un poco por lo que me hizo.
—Deja de ser tan dramático. Llevo años sin incitarte —gruño.
Sin embargo, no se equivoca. Cuando ocurre, suele ser algo inesperado. Con los años, hemos entrenado duro para intentar controlarlo, pero ha sido en vano. Ni siquiera sé cómo lo hago. La primera vez que incité a Jim, tenía siete años. En ese entonces, practicábamos durante horas, días y meses en nuestro claro. Todas las mañanas nos sentábamos el uno frente al otro, con un cuchillo a su lado en la hierba, mientras me pedía que abriera una vía, me colara en su mente y le ordenara coger el cuchillo. Que lo cogiera y se hiciera un corte en la palma.
—Dilo otra vez —me había exigido esa mañana.
Lo hice. Una y otra vez. En mi mente. Coge el cuchillo, coge el cuchillo. Pero no movía la mano. Al final, empecé a gimotear.
—No quiero seguir con esto. Por favor.
—Tienes que hacerlo. Necesitas poder controlar este poder.
—¿Por qué?
—Porque te matarán si descubren que lo tienes. —Jim no era de andarse con rodeos, ni siquiera con niñas asustadas—. Prueba a decirlo en voz alta —me recomendó—. He oído que a veces funciona.
Obediente, pronuncié las palabras:
—Coge el cuchillo, coge el cuchillo…
Una y otra vez. Me sentía tan frustrada y furiosa por toda esa práctica inútil, tenía el cerebro tan en erupción que al final una descarga de energía me recorrió el cuerpo y… cogió el cuchillo y se hizo un corte en la palma de la mano. Me asusté tanto que corrí hacia la cabaña, de donde no salí hasta horas después.
—¿Sigues planeando ir al distrito T en algún momento de esta semana? —pregunto para cambiar de tema. Estoy cansada de que me sermonee. Lo hace al menos una vez al día y ya cumplimos el cupo esta mañana cuando me regañó por haberme olvidado de limpiar el establo de Kelley.
—Supongo que pasado mañana. Ya me dirás si quieres que te traiga algo.
—Claro, gracias. Y ni se te ocurra marcharte sin despedirte.
—Nunca —dice con voz ronca, y toda la irritación por sus sermones se desvanece.
Cuando tenía diez años, desapareció durante una semana a causa de una misión con la Revolución. Se levantó y se marchó sin decirme ni una palabra. Envió al padre de Tana al rancho para que se quedara conmigo. Regresó unos días después y no entendió cómo era posible que me hubiera enfadado con él. Después de soportar mi silencio durante todo el día, me prometió que nunca volvería a marcharse sin despedirse.
Jim es un tipo duro, pero sé que me quiere. Seguro que esta no es la vida que se imaginó. Hace quince años, pasó de ser un coronel de treinta años del Comando a un desertor buscado, a cargo de una niña de cinco años cuya seguridad le habían encomendado. Se vio obligado a dejar todo atrás. Carrera, hogar, amigos… Pero lo hizo. Por mis padres. Por mí.
—Muy bien, me voy a la cama. —Se levanta de la silla—. Buenas noches, pajarito.
El mote cariñoso me hace sonreír.
—Buenas noches.
En mi habitación, me aseo y me preparo para acostarme. Me quedo dormida pensando, no en el soldado con el que he pasado la velada, sino en el extraño tosco y sexi de la posada.
Al alba, me dirijo hacia el granero para ensillar a mi querida yegua de Appaloosa. Podría coger el todoterreno e iría más rápido, pero disfruto pasando tiempo de calidad con Kelley.
—Hola, preciosa —susurro mientras le paso la mano por el lomo moteado. Es de un bonito color marrón oscuro, mezclado con blanco, y sus enormes ojos dulces reflejan la sonrisa de mi rostro—. ¿Preparada para ir a arreglar la valla?
Kelley relincha. Me lo tomo como un sí y la monto. No agarro con demasiada fuerza las riendas de cuero mientras la guío fuera de los establos, hacia el sendero.
Lo peor del rancho son las tareas tediosas. Aunque me encante, no puedo pasar todo el tiempo cabalgando con Kelley ni nadando en el arroyo. Estoy harta de alimentar animales, limpiar establos y llenar los abrevaderos de agua. Y esas son las tareas divertidas. Reparar vallas es lo que menos me gusta, pero es uno de los trabajos más importantes. Mantienen a las vacas dentro y a los depredadores fuera.
Kelley y yo pasamos por el prado de la zona norte, donde desmonto y la dejo pastar mientras localizo en la valla la sección rota de la que me habló mi tío. No tardo en abordar la misión de arreglarla, usando un ensamblador para tensar las dos partes rajadas del alambre antes de unirlas con un manguito. Luego me paso el resto de la mañana examinando cada centímetro de cerca hasta que me convenzo de que no hay ningún agujero por el que puedan pasar los coyotes blancos que quieren aterrorizar a nuestro ganado.
Me estoy quitando los gruesos guantes de trabajo cuando el tío Jim trata de vincularse conmigo. Un segundo después, su voz me inunda la cabeza.
No vuelvas a casa. Quédate lejos.
Cuadro los hombros.
¿Por qué? ¿Qué pasa?
El Comando está aquí, responde con tono sombrío.
El corazón se me acelera. ¿Por qué está el Comando en casa? Siempre recibimos un aviso antes de una inspección.
Corro hacia Kelley mientras intento contactar con Tana, pero no responde. Está dormida, muerta o pasando de mí. Apostaría por la primera opción. Iba bastante bebida anoche.
¿Tío Jim? ¿Estás bien? Voy de camino.
No, quédate donde estás.
Ya, ni hablar. Me subo a la silla y chasqueo la lengua para ordenarle a Kelley que se mueva. Cuando lo hace, con lentitud, le aplico presión con las pantorrillas y la insto a que eche a galopar. No tomamos la misma ruta para volver al rancho, ya que nos dejaría al descubierto, expuestas. Nos acercamos desde las colinas y nos detenemos junto a un saliente rocoso sobre el prado de la zona sur, donde pasta el rebaño. Desde allí, tengo una perspectiva perfecta de la casa. Está a varios cientos de metros, pero los Modos tenemos una visión impecable. No necesitamos molestos artilugios como las gafas.
Me bajo de la yegua y repto hacia el saliente de rocas para mirar por encima. Veo los furgones. Dos de ellos, de color verde oliva con el emblema del Comando pintado de negro y plata en las puertas. Cuando localizo al tío Jim, el corazón me da un vuelco.
Lleva una camisa de franela de manga larga y sus habituales vaqueros desgastados. Con las rodillas en el barro, el sombrero vaquero está a unos metros de distancia de él, en el suelo. Un hombre uniformado con una placa de oficial en la manga derecha le presiona el cañón de la pistola contra la frente.
Te estoy viendo. Y a ellos. ¿Qué hacen aquí? Noto las piernas tan temblorosas como la respiración.
Han venido a verte disparar.
El horror me recorre el cuerpo. ¿Es culpa mía?
Paseo la mirada por los soldados. Cuatro más están de pie, como estatuas de piedra, tras el que está al mando. Siento náuseas al descubrir entre ellos a Jordan. Sí que es culpa mía. Fui yo quien acertó un disparo imposible y llamó la atención. Ahora el Comando está apuntando a mi tío con una pistola.
Tengo el fusil. Podría acabar con ellos. Matarlos de un disparo. La desesperación me bulle en la garganta porque no hay forma de que acabe con los cinco sin que al menos uno le pegue un tiro en el cráneo a Jim.
¿Qué hago?
Da media vuelta y busca a Griff, me ordena mientras las mangas ocultan el hecho de que esté hablando conmigo. Se ocupará de ti.
Me trago un grito de angustia cuando el oficial utiliza su mano libre para coger al tío Jim por un mechón de pelo rubio que le llega a los hombros. Tira de él para echarle la cabeza hacia atrás y le dedica unas palabras llenas de desprecio. El reconocimiento inunda los ojos fríos del oficial. Su cara, su lenguaje corporal… Todo grita: Sé quién eres.
Me tiemblan las manos mientras me vinculo con Jim de nuevo.
¿Saben que eres Julian Ash?
Sí.
Es lo último que dice antes de que lo lancen a la parte trasera de un vehículo y se lo lleven.
