Elogio de la sombra / Sobre la indolencia / Amor y pasión - Junichiro Tanizaki - E-Book

Elogio de la sombra / Sobre la indolencia / Amor y pasión E-Book

Junichiro Tanizaki

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Beschreibung

La publicación en Occidente de Elogio de la sombra (1933) (uno de los ensayos de estética más sugerentes y sutiles del siglo XX, en el que Junichiro Tanizaki (1886-1965) devana con sabiduría y sutileza la importancia de este elemento en las artes y en el sentido estético de Japón, en el cual es indisoluble de la belleza) abrió un fértil campo de reflexión hasta entonces inadvertido, habiéndose convertido hoy en un clásico de referencia. Similares estímulos aplicados a otros campos (los modos y los ritmos de vida y la relación entre sexos) despierta la lectura de los dos ensayos que completan esta edición, "Sobre la indolencia" (1930) y "Amor y pasión" (1931), traducidos por vez primera al español, en los que late la doble tensión entre un Japón que emerge y otro que declina y entre la cultura tradicional nipona y la creciente occidentalización a que se vio sometida a partir del periodo Meiji. Traducción de Emilio Masiá

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Seitenzahl: 163

Veröffentlichungsjahr: 2018

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Junichiro Tanizaki

Elogio de la sombra

Sobre la indolenciaAmor y pasión

Traducción del japonés y glosario de Emilio Masiá López

Índice

Elogio de la sombra

Sobre la indolencia

Amor y pasión

Glosario

Créditos

El lector encontrará en el glosario final una somera explicación de los conceptos y nombres propios cuya primera aparición en cada uno de los tres textos se acompañana del símbolo º.

Elogio de la sombra

Hoy en día, un apasionado de la arquitectura que quiera diseñar una casa al estilo tradicional japonés y vivir en ella, tropezará con los problemas de instalar el gas, la electricidad o el agua corriente. Tendrá que exprimir su ingenio inventando recursos para armonizar la colocación de dichas instalaciones con el interior de una casa japonesa y pronto se percatará de su dificultad. Aunque no haya pasado por la experiencia de haberla construido, bastará con entrar en cualquier casa de té, restaurante o alojamiento tradicional del estilo de los ryokan para hacerse una idea de los inconvenientes. Dejando aparte el caso de un excéntrico solitario que se retira a vivir en una cabaña en lo apartado de la montaña y renuncia a los adelantos de la civilización moderna, las personas con responsabilidades familiares que vivan en la ciudad, por mucho que deseen vivir en una casa tradicional japonesa, no podrán renunciar a la instalación de medios de calefacción, iluminación y sanitarios, indispensables en la vida actual. Una persona muy meticulosa se devanará los sesos simplemente a la hora de instalar un teléfono, tratará por todos los medios de ocultarlo detrás de la escalera o en un rincón del pasillo donde no llame mucho la atención. La línea telefónica la soterrará en el jardín, disimulará los interruptores de las habitaciones en los armarios o alacenas, y los cables tras los biombos. Y a fin de cuentas, después de tanto pensar, en ocasiones se percibirá como si el conjunto fuese producto de una obsesión exagerada y artificiosa a causa de los detalles que suscitan una impresión desagradable.

En realidad, nos hemos acostumbrado tanto a la luz eléctrica que, en lugar de intentar lo imposible, valdría más la pena dejar la bombilla tal cual con una pantalla de vidrio blanquecino de las de siempre, lo cual sería más natural y sencillo. Cuando se observa desde la ventanilla del tren el paisaje campestre al atardecer, tras el shōjiº de una casa de campo con tejado de paja, en ocasiones se divisa la luz de una solitaria bombilla con su fina pantalla pasada de moda, sin embargo, creará cierta impresión de elegancia.

Ahora bien, si se trata de ventiladores, ya sea por lo ruidosos que son o por su forma, no casan con los interiores de la casa japonesa. Tratándose de una vivienda particular, bastará prescindir de ellos si no nos gustan; pero en hogares con negocios, que reciben a clientes en verano, el propietario no podrá hacer lo que le venga en gana. Un amigo mío, meticuloso en cuestiones de arquitectura y propietario del restaurante Kairakuen, aborrecía los ventiladores modernos y se resistía a instalarlos, pero las quejas de los clientes durante el verano le obligaron a aceptarlos.

El año pasado con ocasión de construir mi casa, en cuyas obras gasté por encima de mis posibilidades, tuve una experiencia parecida. Como me encargué de los mínimos detalles, desde puertas correderas y ventanas hasta otras cuestiones más secundarias, eso me originó buenos dolores de cabeza. Por ejemplo, es una cuestión de buen gusto preferir los shōji sin cristal, pero si se instalan shōji de papel tal acción repercutirá en la filtración de la luz solar y en los cierres. Finalmente, no quedó más remedio que recubrirlos por el interior con papel y dejar por fuera el cristal, al constar de dos caras, hubo que colocar marcos dobles, lo que encareció la instalación. El resultado fue que los shōji vistos desde el exterior parecían simples puertas acristaladas y, desde dentro, como tras el papel había cristal, no producían el efecto de mullida suavidad propio de los shōji de papel de toda la vida y, para empeorarlo, resultaban poco agradables a la vista. A tenor del resultado, uno se lamenta de no haber instalado simples ventanas correderas acristaladas; si no se tratase de uno mismo, sería como para tomárselo a risa, pero en mi caso lo viví en carne propia y era arduo resignarse a no intentarlo.

En cuanto a los aparatos de iluminación, actualmente se encuentran a la venta muchos que combinan bien con los interiores japoneses como, por ejemplo, las tradicionales lámparas fijas andonº, los farolillos de papel chōchin, las lámparas colgantes happō, las bujías, los candelabros, etc., pero ninguno de estos me convenció. Opté por ir a una tienda de antigüedades para comprar lámparas de petróleo como las de antaño, o de las que quedaban encendidas toda la noche o se colocaban junto a la cama como luces de mesilla, añadiéndoles después bombillas en su interior.

Pero lo que me llevó más quebraderos de cabeza fue la instalación de la calefacción. En primer lugar, estos aparatos, que llamamos estufas, no suelen armonizar bien con el interior de las casas japonesas. Además, las estufas de gas resultan ruidosas al quemar el combustible y si no disponen de salida de humos enseguida dan dolor de cabeza. En este aspecto, se consideran ideales las estufas eléctricas, pero su diseño deja mucho que desear. Una solución era colocar estufas eléctricas, de las que se utilizan en los tranvías, dentro de armarios empotrados, pero entonces se perdía el encanto de contemplar la lumbre en invierno, y no se disfrutaría igual al pasar el rato en compañía de la familia. Después de mucho pensarlo, se me ocurrió encargar un fogón como el de las casas de campo, y colocar en su interior un brasero eléctrico; resultó muy conveniente tanto para hervir el agua como para calentar la habitación; aunque costó dinero, desde el punto de vista del buen gusto supuso un primer acierto.

El problema de la calefacción parecía superado, pero quedaban otras dificultades como el cuarto de baño y el retrete. A mi amigo, el dueño del restaurante Kairakuen, nunca le gustó la apariencia de los cuartos de baño y fregaderos revestidos con baldosas, por eso decidió construir exclusivamente de madera los baños para los clientes. Ni que decir tiene, la baldosa es mucho más conveniente a efectos prácticos y económicos. El problema es que cuando se utilizan buenos materiales de construcción japoneses en techos, pilares, paneles, etcétera, colocar solo en una parte esas llamativas baldosas desentona con el conjunto. Si se tratase de unos interiores recién construidos no desentonaría, pero con el paso del tiempo los materiales de madera de las tablas y pilares envejecen y adquieren un lustre que les da encanto. La presencia de esas inmaculadas baldosas blancas será como dicen los refranes «mezclar el agua con el aceite» o «injertar el bambú en un árbol». Ahora bien, así como en el cuarto de baño la practicidad puede ser sacrificada en aras del buen gusto, en el caso del retrete son mayores los problemas a afrontar.

Cuando visito los templos de Kioto o Nara y me indican la ubicación de esos retretes de estilo antiguo, en mitad de la penumbra pero cuidadosamente limpios, percibo el mérito de la arquitectura japonesa. Por supuesto, una sala de té posee su encanto, pero me atrevería a decir que el elemento arquitectónico que sosiega nuestro interior es el retrete. Lo favorece la ubicación de estos excusados en una zona apartada del edificio principal, en torno a un lugar frondoso al que se accede por una galería desde la que percibimos el aroma de las hojas verdes y el musgo. Ya agachados en la penumbra, bajo la tenue luz que se filtra a través del shōji, sumidos en pensamientos y gozando desde ese espacio acogedor con las vistas del jardín a través del ventanuco, tendremos una vivencia inefable. El escritor Natsume Sōseki contaba la visita matinal al excusado entre uno de sus grandes placeres cotidianos; se refería al placer de aliviar sus necesidades, si bien qué mejor lugar que en un retrete japonés para contemplar, entre la quietud de las paredes y rodeados de maderas veteadas, el azul del cielo y el verdor de las hojas. Como dije, son condiciones ineludibles una cierta penumbra, una pulcra limpieza, y un ambiente tranquilo que permita escuchar hasta el zumbido de los insectos.

En lugares así, es muy agradable escuchar el sonido de una fina y persistente llovizna. En concreto, los aseos de la región de Kanto suelen tener una abertura en la pared a nivel del suelo para barrer el polvo, así se escucha mejor la lluvia al resbalar desde el alero y las hojas verdes, o al salpicar la base de las linternas de piedra y empapar el musgo de los pasadizos del jardín. Realmente estos acogedores lugares son ideales para escuchar el zumbido de los insectos y el trino de los pájaros, contemplar la luna en la oscuridad de la noche y gozar del cambio de las estaciones en el jardín; seguramente, muchos poetas hallaron aquí inspiración para sus haikusº. No erraría quien dijese que el espacio con más gusto dentro de la arquitectura japonesa es el retrete. Nuestros antepasados, que de todo hacían poesía, hicieron del lugar menos higiénico del hogar, un espacio del buen gusto y la elegancia donde deleitarse. Brotan de ahí evocaciones agradables. En comparación con los occidentales que tachan este lugar de sucio y evitan mencionarlo en público, nosotros hemos tenido sensatez para captar la esencia de su elegancia. Puestos a sacar alguna falta al retrete japonés, su alejamiento del área principal es un inconveniente por las noches, en invierno correremos más riesgo de resfriarnos; pero, como decía el poeta Saitō Ryokuu: «la elegancia es fría». Es cierto que el frío de estos retretes, cual si estuviésemos a la intemperie, representa un encanto adicional. Y me parece desagradable el sistema de calefacción por vapor, usado en los cuartos de baño de estilo occidental de ciertos hoteles.

Convendrán conmigo los amantes de la arquitectura tradicional japonesa que el retrete japonés es la máxima expresión de este ideal, aunque en viviendas particulares no resultará fácil mantenerlos siempre limpios en comparación con los de los templos, que disponen de mayor espacio en proporción al número de usuarios, además de contar con personas que se ocupan de la limpieza. Por más que se insista en las buenas maneras o en usar la bayeta, en el suelo de madera o tatami siempre termina por destacar la suciedad. Por ello, colocar baldosas e instalar un váter con cisterna resulta más higiénico y su mantenimiento es menos engorroso; eso sí, a cambio de renunciar al buen gusto y la belleza naturales. En un sitio así toda esa blancura luminosa brillando sobre las cuatro paredes no casará bien con aquel disfrute fisiológico al que aludía Sōseki. No era necesario insistir tanto en resaltar con iluminación hasta tal punto aquella limpieza, que ciertamente resplandece por doquier, con una blancura impoluta en ese lugar al que van a parar las deposiciones de nuestro cuerpo. Por muy tersa que sea la piel de una mujer bella, exponer a la vista de todo el mundo sus nalgas y piernas sería descortés, pues del mismo modo exponer con tanta claridad el retrete, nos hará pensar por contraste en la suciedad oculta que no se ve. Sería preferible dejar estos lugares sumidos en una tenue penumbra que difuminase el límite entre limpieza y suciedad.

Por todas estas razones, cuando al construir mi casa instalé aseos modernos, prescindí de las baldosas e hice cubrir el suelo con madera de alcanforero, logrando así un aire más japonés en el conjunto. El problema vino con el inodoro. Como sabrán, los inodoros de cisterna son de porcelana blanca con tiradores y accesorios metálicos brillantes. Sin embargo, hubiera preferido inodoros de madera, tanto en el aseo para hombres como en el de mujeres. Los de madera lacada son preferibles, pero incluso los de madera natural con el paso del tiempo van adquiriendo un veteado que añade encanto y tienen un efecto asombrosamente tranquilizador para el espíritu. En particular, considero ideales aquellos orinales de madera llamados flor de asagao; no solo resultaban agradables a la vista sino que además, como estaban llenos de hojas verdes de cedro, no hacían apenas ruido. Aunque no podía permitirme tales lujos, al menos encargué una taza a mi gusto, a la que añadiría luego una cisterna de agua corriente, pero el encargo requería tantos pormenores y gastos que, al final, me di por vencido.

No es que esté particularmente en contra de introducir en nuestra vida diaria los adelantos técnicos que nos brinda la sociedad actual, tales como la iluminación, la calefacción o los aseos; pero, en aquella ocasión, me pregunté por qué razón no damos más importancia a nuestras costumbres y gustos a la hora de montar esas instalaciones, y por qué no las diseñamos de acuerdo con el gusto de nuestra cultura.

Habíamos olvidado en Japón la blandura y calidez que aporta el papel, y ahora que nos hemos vuelto a dar cuenta de estas ventajas, se volvieron a poner de moda las lámparas tradicionales de estilo andon; prueba de haber reconocido que el papel es más idóneo que el cristal en la casa japonesa. Sin embargo, todavía no se comercializan inodoros ni estufas con diseños que armonicen bien con estos hogares. En cuanto a la calefacción, me incliné por intentar instalar un brasero eléctrico en el fogón del suelo; habría sido apropiado, pero no había nadie dispuesto a hacer una obra tan sencilla como esa. Solo hay braseros eléctricos de escasa potencia, que no calientan como los de carbón; actualmente los únicos aparatos disponibles son las calefacciones de estilo occidental de pésimo gusto.

Me dirán que preocuparse de estos mínimos detalles de buen gusto en nuestra vida diaria es un lujo; lo importante es disponer de lo necesario para afrontar el frío, el calor y el hambre, no hay por qué perder el tiempo preocupándose de etiqueta y estilos en nombre del buen gusto. Pero, aunque soportemos el frío, como suele decirse: «los días de nevada hasta el asceta siente frío»; si tenemos a mano un aparato útil, huelgan las discusiones sobre el buen gusto. Es inevitable que nos apetezca aprovechar su conveniencia.

Suelo preguntarme acerca de lo diferente que sería nuestra sociedad actual si en Oriente hubiéramos desarrollado nuestra propia ciencia independiente de la occidental. Por ejemplo, de haber tenido una física y una química propias, habríamos desarrollado una tecnología y una industria originales; de ahí habrían surgido otros inventos, ya sea en el ámbito de las máquinas de uso cotidiano, la medicina o la artesanía. En ese caso todas esas innovaciones habrían estado más de acuerdo con nuestra cultura. Más aún, el punto de vista sobre los fundamentos de la física y la química se habría expresado en términos diferentes al de la ciencia occidental; por ejemplo, cuestiones como la naturaleza y las propiedades de la luz, de la electricidad o del átomo hubieran tomado un cariz diferente del que nos enseña actualmente la ciencia occidental.

Esto no son más que especulaciones que hago al dejar correr mi imaginación, pues no soy un entendido en cuestiones científicas; pero si, al menos, los inventos de aplicación en el campo práctico se hubieran desarrollado siguiendo un camino original, habrían repercutido en las costumbres de nuestra vida cotidiana y, por supuesto, en la política, la religión, el arte o los negocios. Oriente habría desarrollado así un universo propio.

Pondré un ejemplo sencillo, de un artículo que escribí hace tiempo para la revista Bungei Shunjū, en el que comparaba la pluma estilográfica y el pincel. Planteaba lo siguiente: si la pluma estilográfica, tal como la conocemos hoy, la hubiera ideado un japonés o un chino de la antigüedad, seguramente un pincel de pelo habría sustituido al plumín insertado en la punta. Además, en lugar de la consabida tinta azul, utilizaría una tinta negra, más parecida a la tinta china, que desde el cargador de la pluma se filtraría empapando el pincel de pelo. En ese caso, como el papel occidental no sería apropiado, la demanda y producción de papel del tipo kairyō banshi, un papel de una calidad más parecida al tradicional papel japonés de caligrafía, habría sido mucho mayor. Además, de haber evolucionado así el papel, la tinta china y la pluma, el uso de estilográficas y tintas convencionales no estaría tan extendido hoy en día y, por consiguiente, las discusiones sobre la conveniencia de abandonar nuestro sistema de escritura en favor del alfabeto romano no habrían alcanzado tanta notoriedad, y la gente seguiría apreciando nuestro sistema tradicional de escritura mediante ideogramas kanji o silabarios kana. Hasta nuestro pensamiento y literatura se habría desarrollado de otra manera, sin limitarse a imitar modelos occidentales, sino descubriendo un horizonte creativo propio. Esto nos hace pensar en la amplia repercusión que un simple instrumento de escribanía puede tener sobre nuestra cultura.

Soy consciente de que estas ideas no son más que divagaciones de escritor. A estas alturas no vamos a cambiar la historia ni dar marcha atrás. Sé que no hago más que refunfuñar y pedir lo imposible. En cualquier caso, no habrá inconveniente en considerar lo mucho que hemos perdido en comparación con los occidentales. La cultura occidental pudo evolucionar progresivamente; nosotros, en cambio, nos encontramos con una civilización superior a la nuestra y tuvimos que aceptarla, cambiamos abruptamente la dirección del progreso que veníamos transitando desde hacía miles de años, y todo esto, en ocasiones, ha perjudicado a nuestra cultura. Si hubiéramos seguido nuestro avance como hasta entonces, muy probablemente, a nivel material, seguiríamos como hace cinco siglos atrás. Incluso hoy en día, en las zonas rurales de China e India el estilo de vida apenas se diferencia del de las épocas de Buda o Confucio. Aun en ese caso, habríamos transcurrido por una senda más apropiada a nuestro carácter. Por lenta que fuese, habríamos logrado avanzar y, en algún momento, habríamos hecho otros descubrimientos que tal vez habrían sustituido a los tranvías, los aviones o la radio como los conocemos actualmente; no se trataría de invenciones tomadas de prestado, sino de descubrimientos particularmente útiles para nuestra cultura.

Basta comparar las películas americanas, francesas y alemanas, para darse cuenta de cómo difieren en matices de sombreado y colorido. Dejando a un lado aspectos como la interpretación y el guion, solo con fijarnos en la imagen fotográfica se aprecian los diferentes caracteres nacionales. Si esto ocurre utilizando idénticos equipamientos, productos químicos y películas, me pregunto si una tecnología fotográfica propia no se hubiera adaptado más idóneamente a nuestra complexión física, características faciales, clima o condiciones naturales.

Lo mismo ocurre en el caso de los gramófonos o los transistores; de haberlos inventado nosotros, estos aparatos reproducirían más fielmente las cualidades de nuestra voz y nuestra música. La música japonesa es proclive a la contención y da importancia a la expresión de una atmósfera, y al grabarla o reproducirla con volumen alto pierde la mitad de su encanto. Lo mismo puede decirse de la conversación. Incluso al hablar en público solemos hablar bajo, somos concisos, y damos mucha importancia a la pausa o intervalo de silencio entre las palabras, insinuando sugerencias. Una vez que recurrimos a aparatos como el fonógrafo o el transistor, la pausa desaparece por completo. A costa de contemporizar con las invenciones modernas, estropeamos nuestro arte. Estos inventos desarrollados en Occidente se adaptan bien al arte occidental, pero por esa misma razón para nuestra cultura suponen una desventaja.

Se dice que el papel lo inventaron los chinos. Para nosotros el papel occidental no es más que un producto práctico; en cambio, en la textura del papel japonés y chino percibimos una peculiar calidez apacible. Ambos papeles son de color blanco, si bien la blancura del papel occidental no es como la del papel japonés hōshoº, o la del papel blanco de China. La textura del papel oriental resulta mullida como una capa de nieve recién caída, y absorbe la luz como si la acogiese, en cambio el papel occidental parece que la repeliese. El papel oriental posee una textura agradable al tacto, no es ruidoso cuando se arruga o pliega, produce una sensación parecida a la que tenemos cuando tocamos las hojas de un árbol.