La madre del capitán Shigemoto - Junichirô Tanizaki - E-Book

La madre del capitán Shigemoto E-Book

Junichiro Tanizaki

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Beschreibung

En La madre del capitán Shigemoto (1949), el autor se inspira en la literatura clásica japonesa y recrea una conocida historia de comienzos del siglo X: la madre del capitán Shigemoto, nieta del gran poeta Ariwara Narihira y conocida como «La dama de Ariwara», fue una joven de extraordinaria belleza. Su anciano marido, que la veneraba como a un tesoro, fue víctima de un engaño y se vio obligado a entregársela a su sobrino, un libertino sin escrúpulos que tuvo un gran poder en su época, y ella se marchó dejando con el anciano a su hijo de cuatro años.

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Seitenzahl: 178

Veröffentlichungsjahr: 2016

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Índice

Cubierta

Personajes

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

Notas

Créditos

Personajes

Heijū Sobrenombre de Taira Sadafun (870?-923?). Subcomandante de la Guardia Militar. Famoso seductor y poeta, amante de la madre de Shigemoto, Jijū y otras mujeres.

Jijū de Hon’in (fechas desconocidas) Dama de servicio en la mansión de Hon’in de Shihei. Amante cruel de Heijū.

Shihei Sobrenombre de Fujiwara Tokihira (871-909), ministro de la Izquierda y el hombre más poderoso de su tiempo. Sobrino de Kunitsune. Segundo marido de la madre de Shigemoto. Padre putativo de Atsutada. Nombrado canciller honorario a título póstumo.

Sugawara Michizane (845-903) Ministro de la Derecha. Célebre estadista y poeta. Rival político de Shihei, que le condenó al destierro en 901.

Fujiwara Kunitsune (828-908) Consejero mayor gobernador general. Tío de Shihei, primer marido de la madre de Shigemoto, padre de Shigemoto y quizá de Atsutada.

La madre de Shigemoto (884?-?) «La dama Ariwara», nieta del gran poeta Ariwara Narihira. Mujer de Kunitsune y de Shihei; amante de Heijū; madre de Shigemoto y Atsutada. Se desconoce su nombre.

Fujiwara Shigemoto (900?-?) Capitán menor de la Guardia de Corps de la Izquierda. Hijo de Kunitsune, hermano mayor de Atsutada.

Fujiwara Atsutada (905?-943) Consejero medio. Poeta y músico. Hijo de la madre de Shigemoto y de Shihei, o quizá de Kunitsune. Hermano menor de Shigemoto.

1

Esta historia comienza con el famoso seductor Heijū.

El capítulo «Alazor» de La historia de Genji concluye con esta escena: «Ella, apiadándose, se acercó, humedeció un pedazo de papel de Michinoku en el agua del tintero y le frotó. No me pongas del color de Heijū, bromeó él. Ya tengo bastante con el rojo». En ese pasaje, Genji se ha pintado adrede la nariz con acuarela roja y finge no poder quitársela por más que restriegue. Murasaki, que entonces es una niña de once años, se aflige, y mojando un papel se pone a restregarle la nariz, ante lo que él protesta con sorna: «De rojo todavía, pero no quiero ir embadurnado de negro como Heijū». Según el Comentario de ríos y mares1, uno de los comentarios antiguos sobre el Genji, la broma de Genji se basa en una vieja historia. En aquellos lejanos tiempos, Heijū fingía llorar en sus visitas a cierta mujer, pero las lágrimas no siempre acudían cuando las necesitaba. Así que tomaba de la escribanía un frasquito de agua y se lo guardaba entre los pliegues del kimono para humedecerse los ojos. Ella se dio cuenta y echó en el frasco tinta recién molida; y cuando el desprevenido Heijū se humedeció los ojos con el agua de tinta, le puso delante un espejo y recitó un poema: «Que eras falso ya lo sabía, pero ¿qué quieres que piense ahora de ti, con la cara manchada de tinta y casado con otra?». El Comentario de ríos y mares cita las Historias de tiempos pasados como fuente original de este episodio, y dice que también figura en las Historias de Yamato; pero no se encuentra en ninguno de los dos libros tal como hoy se conservan2. De todos modos, la historia de Heijū manchado de tinta tuvo que ser ya famosa en la época de Murasaki Shikibu como anécdota del patinazo de un seductor, visto que pone una broma así en boca de Genji3.

De Heijū se conservan muchos poemas en la Colección antigua y moderna4 y otras antologías imperiales; su genealogía está bastante clara y su persona aparece en varios relatos de la época; es seguro, pues, que existió realmente, pero el año de su muerte está en duda, 923 según unos y 928 según otros, y el año de su nacimiento no consta en ninguna parte. En las Historias de tiempos pasados se lee: «Hubo un hombre llamado Taira Sadafun, subcomandante de la Guardia Militar, de sobrenombre Heijū. No era de baja cuna, sino nieto de un príncipe real. Fue el mayor galán de su tiempo, y hubo pocas esposas, hijas y damas de la corte a las que no sedujera». Y en otro lugar: «Heijū era educado y bien parecido. Sus maneras y su porte eran tan atractivos que nadie en sus días le aventajaba, hasta tal punto que no había esposa o hija, y mucho menos dama de la corte, que no hubiera recibido sus atenciones». Su verdadero nombre, pues, era Taira Sadafun; era nieto del príncipe Mochiyo, nieto a su vez del emperador Kammu, e hijo de Taira Yoshikaze, capitán medio de la Guardia Real de la Derecha, cuarto rango subalterno, grado superior. Sobre el apodo Heijū, que significa «Taira medio», hay varias teorías. Según una, le vino de ser el segundo de tres hermanos varones. Otra sostiene que su mote al estilo chino era Chū, escrito con un carácter ligeramente distinto del de «medio». (La sílaba chū de su apodo se acentúa, según El comentario del juego de las flores5.) Probablemente «Heijū» se acuñó a imitación del sobrenombre de Ariwara Narihira, «Zaigo Chūjō», esto es, «Ariwara Quinto Hijo Capitán Medio»6.

Por cierto que Narihira y Heijū se parecieron mucho en una serie de cosas. Los dos descendían de la familia real y nacieron a comienzos del período Heian; los dos fueron apuestos y mujeriegos, y los dos fueron hábiles poetas, siendo Narihira uno de los Treinta y Seis Sabios de la Poesía y Heijū uno de los Treinta y Seis Posteriores. Así como al primero se le asocia con las Historias de Ise, al segundo se le asocia con una obra titulada Historias de Heijū o Diario de Heijū7. Pero Heijū vivió algo más tarde que Narihira, e historias como la de la mancha de tinta y la de su humillación a manos de Jijū de Hon’in dan la impresión de que tuvo algo de payaso, cosa que no se puede decir de Narihira. Tampoco el Diario de Heijū refiere solamente proezas amorosas: al final de muchos episodios el objeto de su amor se escapa o le da calabazas finamente, y otros acaban diciendo: «Desistió sin decir palabra» o «resolvió que era demasiado arduo y desistió». También hay casos de torpeza, como su relación con Musashi, una dama de honor de la emperatriz de la Séptima Avenida: justo cuando parecía que iba a alcanzar su deseo, dejó Kioto en misión oficial y estuvo ausente cuatro o cinco días. Para acabarlo de estropear, no se molestó en explicarle a la dama la razón de su ausencia. Ella, destrozada por su inconstancia, se hizo monja.

De las muchas mujeres de Heijū, aquella a la que amó con la entrega más ferviente, la que más le hizo sufrir, la que al final le costó la vida, fue Jijū de Hon’in.

Se la conoce como Jijū de Hon’in porque era dama de compañía en la mansión de Hon’in del ministro de la Izquierda Fujiwara Shihei, llamado el ministro de Hon’in. Heijū era por entonces un simple subcomandante de la Guardia Militar, y, aunque de buen linaje, su posición en la corte era modesta. Era, además, algo indolente. Según el Diario, «el servicio en la corte se le hacía tedioso, y pasaba el tiempo soñando despierto»; es decir, que prefería haraganear a trabajar. Eso enojó al emperador, que le castigó suspendiéndole de empleo por un tiempo, aunque hay quien dice que el motivo fue la rivalidad de Heijū con uno de sus superiores por una mujer. Cuando ella desdeñó al otro y se entregó a Heijū, el amante despechado le calumnió ante la corte. Heijū pensó hacer votos budistas y recluirse, y fue entonces cuando escribió el poema del libro XVIII de la Colección antigua y moderna: «Escrito al perder su cargo», dice el epígrafe. «No veo portones ni cerrojos en este triste mundo; ¿por qué, pues, me cuesta tanto abandonarlo?» También envió un poema a una conocida suya que era dama de honor de la madre del emperador: «El cuco del Monte del Pinar aguarda a que se cumpla su destino: Llegó el fin, clamará, e irá a esconderse». De esa manera puso en acción a la madre del emperador, y su padre, Yoshikaze, apeló al emperador; y no hubo de transcurrir mucho tiempo antes de que Heijū recibiera un nuevo nombramiento.

Aunque al parecer Heijū descuidaba su servicio en palacio debido a su poca afición al trabajo, visitaba con frecuencia al ministro de la Izquierda Hon’in. Hon’in era el nombre de la residencia de Shihei, al norte de la avenida Nakamikado y al este de la calle Horikawa. Como heredero del señor de Shōsen –el que fuera canciller regente Mototsune– y hermano mayor de la consorte del emperador reinante Daigo, la emperatriz Onshi, Shihei gozaba de una posición de poder e influencia sin igual. Shihei (cuyo nombre probablemente se debería leer «Tokihira», pero al que llamaremos Shihei por seguir la antigua costumbre) fue nombrado ministro de la Izquierda en 899, con veintinueve años. Aunque durante los dos o tres primeros años le tuvo a raya el ministro de la Derecha, Sugawara Michizane, Shihei pasó a ser el hombre más poderoso del país cuando logró derrocar a su rival en el primer mes de 901. En la época de esta historia Shihei no tenía más de treinta y tres o treinta y cuatro años. Las Historias de tiempos pasados hablan de su «buena figura y espléndido porte», y dicen que «el rostro del ministro, su voz y sus maneras, y hasta el perfume de incienso de sus ropas, eran incomparables», por lo que resulta fácil imaginar a un caballero arrogante favorecido con riqueza, posición, poder, apostura y juventud. Al oír el nombre de Fujiwara Shihei se piensa en el prototipo de noble pérfido, con la cara maquillada de azul, que aparece en el Kurumabiki del teatro kabuki, y así se ha llegado a hacer de él un hombre astuto y traicionero; pero es porque Michizane siempre ha caído simpático; el verdadero Shihei seguramente no sería tan malo. En su estudio de Michizane, Takayama Chogyū le censura por ascender a Shihei y traicionar de ese modo la graciosa confianza del emperador retirado Uda, que trataba de poner freno a la prepotencia del clan Fujiwara8. Michizane, dice Chogyū, fue un poeta quejicoso y falto de carácter, nulo como estadista. Bien pudiera ser verdad que Shihei fuera mejor administrador. En la descripción que hace de él El gran espejo no todo es negativo: dice que tenía aspectos amables, como el reír sin parar cuando algo le hacía gracia9. Eso demuestra que en su personalidad había un lado inocente, alegre y abierto, y hay un episodio que puede servir de ejemplo. Michizane estaba aún en la corte dirigiendo los asuntos de Estado con Shihei, pero Shihei lo acaparaba todo sin dejarle intervenir. Un secretario del Registro tuvo una idea. Cierto día, en el momento en que presentaba a Shihei el borrador de un documento, el secretario se tiró un pedo deliberadamente. De la risa que le dio a Shihei, se tuvo que llevar las manos a los costados, y de tal modo le estremecían las carcajadas que no pudo coger el documento; y así Michizane atendió él solo el asunto con toda tranquilidad.

Shihei era valiente, además. Después de que muriera Michizane, se creyó que su espectro se aparecía en forma de rayo para vengarse de los cortesanos. Un día cayó un rayo en la residencia privada del emperador, y todos los grandes nobles palidecieron; pero Shihei, demostrando aplomo y frialdad, desenvainó la espada y apostrofó al cielo: «Mientras viviste fuiste inferior a mí, ¿no es verdad? Ahora es posible que seas un dios, ¡pero si vuelves a este mundo me tienes que respetar!». Y al punto el trueno enmudeció, como acobardado ante la autoridad de Shihei. De ahí que el autor del Gran espejo concluya diciendo que Shihei hizo muchas cosas mal hechas como ministro, pero «poseía el espíritu de Yamato».

Se podría deducir que Shihei fue atolondrado y vanidoso, pero tenía también otro lado. Un ejemplo es la historia del plan que tramó con el emperador Daigo para contener el derroche. Cierto día Shihei se presentó en la corte ataviado con un traje lujosísimo, que transgredía las normas dictadas por el emperador. Éste, al verle desde una ventana, montó en cólera y llamó a un chambelán. «Recientemente hemos sido estrictos con quienes se excedían en ostentación por encima de su rango. El ministro de la Izquierda será el ministro principal, pero es intolerable que venga a la corte vestido de forma tan llamativa. Ordeno que se retire inmediatamente», dijo el emperador. El chambelán transmitió la orden del emperador, muy nervioso y preocupado por lo que pudiera salir de aquello. Pero Shihei, intimidado, se retiró precipitadamente sin permitir siquiera que le precedieran sus servidores, y estuvo un mes encerrado a cal y canto en su mansión. Si iban a visitarle no recibía, explicando: «La reprobación de Su Majestad es grave», y no asomaba ni la punta del pie. El resultado fue que no se hablara de otra cosa que del incidente, y que la gente empezara a retraerse del lujo ostentoso; pero la verdad era que todo estaba planeado de antemano entre Shihei y el emperador.

Heijū acudía con frecuencia a la mansión de Shihei para presentarle sus respetos. Ese motivo tan común que es tratar de ganarse a los poderosos con la esperanza de medrar no estaba totalmente ausente de sus pensamientos, pero otra razón de aquellas visitas era simplemente que al ministro y al subcomandante de la Guardia les gustaba charlar. A pesar de la enorme disparidad de dignidades y rango que había entre ellos, Heijū no era inferior en cuanto a linaje y familia; en gusto y refinamiento se podía comparar con Shihei, y los dos eran apuestos, aristócratas y mujeriegos. No es difícil adivinar qué clase de temas les gustaba tratar. Con todo, el deseo de hacer compañía al ministro de la Izquierda no era lo único que llevaba a Heijū a aquella mansión. Siempre se quedaba de palique con el ministro hasta bien entrada la noche, y entonces aprovechaba el momento oportuno para pedir licencia; pero casi nunca se volvía directamente a casa. Dando a entender al ministro que ya iba a recogerse, lo que hacía era acercarse furtivamente a los apartamentos de las damas de compañía y zascandilear en torno al pabellón donde vivía Jijū. Ése era su verdadero objetivo.

Ridículamente repetía Heijū aquellas visitas subrepticias desde el año anterior, unas veces conteniendo el aliento junto a una puerta corredera mientras se decía: Aquí es, otras veces pegado a una balaustrada y aguardando pacientemente la ocasión; pero venía teniendo una mala suerte que no era habitual en él, y no había podido conmover el corazón de aquella dama. Es más, ni siquiera había podido vislumbrar su celebrada belleza por una rendija. Y tampoco era sólo mala suerte; por alguna razón la dama parecía rehuirle deliberadamente, con lo que Heijū aún se encelaba más. Lo preceptivo en tales casos era engatusar a una criada y hacerle llevar mensajes. Heijū no fue remiso en ese aspecto, pero dos o tres mensajes que envió no obtuvieron respuesta. Deteniendo a la muchacha, la interrogaba con insistencia:

–¿Seguro que le diste mi carta?

–Sí, yo se la di, pero...

La muchacha balbucía, mirando a Heijū con conmiseración.

–Y ella ¿la tomó?

–Sí, claro que la tomó.

–¿No se te olvidaría decirle que esperaba contestación?

–Sí que se lo dije, pero...

–¿Qué pasó?

–Que no dijo nada.

–¿Tú crees que la leyó?

–Sí, seguramente...

Cuanto más la interrogaba, más se azoraba la muchacha.

Un día, luego de redactar la habitual descripción pormenorizada de sus sentimientos más íntimos, Heijū añadió lastimero: «Al menos quisiera saber si habéis visto esta carta. No pido palabras amables. Si la véis, os suplico que me déis alguna respuesta, aunque sólo sea decir “La he visto”». Por primera vez la muchacha volvió sonriente.

–Hoy hay contestación –dijo tendiéndole una carta. No es necesario explicar cómo le latía a Heijū el corazón al llevarse, agradecido, la misiva a la frente. Desgarrando el sobre, se encontró con que sólo encerraba un trocito de papel. Miró bien. De la frase de la carta que Heijū acababa de enviarle, «os suplico que me déis alguna respuesta, aunque sólo sea decir “La he visto”», la dama había arrancado el pedazo que llevaba las palabras «La he visto» y lo había metido en un sobre.

Heijū se quedó estupefacto. Había galanteado a muchas mujeres, pero jamás se había topado con una tan desdeñosa y sarcástica. Él era el famoso Heijū, célebre por su apostura y acostumbrado a que las mujeres se rindieran sin problemas al saber quién era; ninguna le había tratado hasta entonces con semejante crueldad. Sintió como si le hubieran dado un bofetón. Y, naturalmente, después de aquello no intentó acercarse a la dama durante una temporada.

En los dos o tres meses siguientes, no teniendo ya nada que hacer con ella, Heijū descuidó egoístamente sus visitas de cortesía al ministro de la Izquierda. Si alguna que otra vez iba a presentarle sus respetos, al salir no permitía que sus pies pusieran rumbo a aquellos apartamentos. Por ahí se va a la puerta del demonio, se decía al abandonar la mansión y encaminarse derecho a casa. Transcurrieron varios meses más, y por fin, tras una larga ausencia, pasó una tarde lluviosa de verano en compañía del ministro. Cuando salió de la visita, ya de noche cerrada, la llovizna del atardecer se convirtió de pronto en diluvio. Arrostrar la lluvia hasta su casa sería muy desagradable, pensó; y entonces se le ocurrió que acaso sería recibido de otro modo si visitaba a la dama en una noche así. Su conducta de aquel día, aunque sólo recordarla le encolerizaba, en el fondo había sido un poco demasiado premeditada, incluso para una broma pesada. Discurrir una manera tan complicada de atormentarle tal vez era una demostración de que sentía interés por él más que antipatía. Yo no soy como esas otras mujeres, probablemente había querido dar a entender, que se excitan con sólo oír tu nombre. Simplemente había pretendido hacer una puntualización, y ya estaba hecha. Heijū seguía siendo lo bastante vanidoso para creerlo, lo que indica que todavía no había aprendido la lección ni desistido realmente. En una noche negra como boca de lobo y bajo semejante aguacero, hasta una mujer con corazón de demonio, se dijo, no podía por menos de ablandarse. Arrebatado por esa idea, Heijū se dirigió como un sonámbulo hacia la puerta del demonio.

–¡Señor! ¡Qué sorpresa! –exclamó la sirvienta cuando acudió a su llamada. En la oscuridad apenas se distinguía su desconsolada figura, soportando la lluvia en la veranda exterior–. ¡Cuánto tiempo sin verle! Pensaba que el señor habría renunciado.

–¿Cómo iba a renunciar? El amor de un hombre se hace más fuerte cuando se le trata así. Si no he vuelto a venir es porque me parecía descortés insistir en exceso –Heijū intentaba aparentar frialdad y no hacer el ridículo, pero quiso la mala suerte que la voz le temblara de tal manera que hasta para él resultaba cómico–. Pero no por eso la he olvidado ni un solo día. No he pensado en otra cosa.

–¿El señor trae una carta? –el tono de la muchacha dio a entender que no tenía ninguna gana de escuchar sus lamentos; lo único que podía hacer por él era llevar una carta si la hubiera.

–No traigo ninguna carta. ¿Para qué, si no consigo respuesta? Te pido un favor. Quiero verla sólo un instante; sólo entreverla, siquiera a través de una cortina; oír su voz. Desde que me entró esa idea en la cabeza no me he podido contener, y he venido corriendo bajo este chaparrón. ¿Verdad que se apiadará de mí, aunque sólo sea un poco?

–Pero sus criadas están aún levantadas. Ahora no podría ser.

–Esperaré lo que haga falta. Hasta que se acuesten las criadas. Esta noche no pienso moverme de aquí hasta que me reciba –dijo con energía–. ¿De acuerdo? Por favor, te lo ruego. ¿De acuerdo?

Aferrado al brazo de la muchacha, se repetía una y otra vez como un niño malcriado. Ella le miraba sin pestañear, asombrada y asustada ante tan extraño comportamiento.

–¿Entonces va a esperar el señor? –dijo con resignación–. Si va a esperar, le hablaré a la señora cuando las criadas se hayan retirado.

–Gracias. Dependo de ti.

–No será hasta dentro de un rato.

–No importa, estoy decidido.

–Yo sólo le diré que el señor está aquí. Más allá de eso no puedo asegurar nada.

Antes de entrar, la muchacha añadió:

–Espere el señor junto a esa puerta y procure que nadie le vea.

Heijū perdió la noción del tiempo esperando. La noche avanzó; oyó que dentro se preparaban para acostarse, y por fin se hizo el silencio. Todo el mundo parecía dormir profundamente. Entonces oyó que alguien se movía al otro lado de la puerta en la que estaba apoyado, y el cerrojo se alzó con un chasquido.

¿Qué es esto?, pensó, poniendo la mano en la puerta. La corrió sin esfuerzo. Ajá, se dijo, esta noche ha condescendido a oír mis ruegos. Le pareció estar soñando. Estremecido de gozo, entró y echó el cerrojo por dentro. La habitación estaba sumida en la negrura. Creyó oír pasos, pero no parecía que allí hubiera nadie; sólo una intensa fragancia de incienso oculto llenaba la habitación. Recorriéndola a tientas, Heijū se escurrió hasta donde pensó que debía de estar el lecho de la dama. Guiado por su intuición, fue palpando en derredor, y al fin su mano tocó una larga figura recostada envuelta en una túnica de seda. Los hombros delicados, la forma adorable de la cabeza: sin duda era ella. Acarició su pelo; era flexible, espeso y frío al tacto.

–Por fin habéis accedido a recibirme...