Em - Kim Thúy - E-Book

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Kim Thuy

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¿Es posible que un ser humano sea capaz al mismo tiempo de lo peor y de lo mejor? La nueva novela de Kim Thúy tiene clara la respuesta: no existen las pasiones puras; el odio más recalcitrante puede estar entreverado con el amor más genuino. En pequeños capítulos, la autora desgrana la tragedia del pueblo vietnamita (y, en realidad, la de cualquier pueblo asolado por una guerra interminable) hasta nuestros días desde la llegada de los colonos que explotaron las plantaciones de caucho, tragedia que continuó con aquello que los estadounidenses llaman guerra de Vietnam, y los vietnamitas, guerra estadounidense. Apoyándose en un sólido material documental y en los testimonios de aquellos que vivieron la guerra en el lado asiático, Thúy alterna las reflexiones sobre la Historia, la identidad y el lenguaje, a la vez que teje un conmovedor tapiz con los hilos de los azarosos destinos individuales de quienes sobrevivieron y sucumbieron a las calamidades de décadas de conflicto: jirones de memoria colectiva y personal trenzados de luces y sombras. "Si se os encoge el corazón al leer estas historias de locura previsible, de amor inesperado o de heroísmo ordinario, pensad que toda la verdad muy probablemente os habría provocado, o bien un paro cardíaco, o bien un acceso de euforia. En este libro, la verdad aparece fragmentada, incompleta, inconclusa en el tiempo y en el espacio. Entonces, ¿sigue siendo la verdad? La respuesta la dejo a vuestra elección: será el eco de vuestra propia historia, de vuestra propia verdad. Mientras tanto, en las palabras que siguen os prometo cierto orden en las emociones y un desorden inevitable en los sentimientos."   "La historia que cuenta 'Em' es inmensa, pero Thúy la aborda en capítulos breves que desbordan sensibilidad y hacen brotar la gracia en lo insoportable." ELLE "Un admirable canto a la vida." Le Télégramme "La obra de Thúy, tan atenta a su tradición y sus fantasmas, pertenece a esa otra tradición (…) cual es la del exiliado y el viajero. Esto implica, inevitablemente, grandes porciones de soledad, de dolor, de contenida desesperanza. Pero también, y esto pertenece al mismo género literario, amplias muestras de gratitud y de asombro ante la inquieta maravilla del mundo." Manuel Gregorio González "Pura poesía." Elena Méndez, La Voz de Galicia "Una lectura en la que siempre hay un espacio para la esperanza, para la serenidad y para la belleza, tanto en la literatura como fuera de ella." Edurne Portela

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LARGO RECORRIDO, 165

Kim Thúy

EM

TRADUCCIÓN DE LAURA SALAS RODRÍGUEZ

EDITORIAL PERIFÉRICA

PRIMERA EDICIÓN: septiembre de 2021

TÍTULO ORIGINAL:Em

DISEÑO DE COLECCIÓN: Julián Rodríguez

Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Cultura y Deporte.

© Les Éditions Libre Expression, 2020

© de la traducción, Laura Salas Rodríguez, 2021

© de esta edición, Editorial Periférica, 2021. Cáceres

[email protected]

www.editorialperiferica.com

 

ISBN: 978-84-18838-10-1

 

La editora autoriza la reproducción de este libro, total o parcialmente, por cualquier medio, actual o futuro, siempre y cuando sea para uso personal y no con fines comerciales.

 

 

 

 

La palabra em existe sobre todo para designar al hermano o hermana menor de una familia; o al más joven, o la más joven, de dos amigos o amigas; o a la mujer de una pareja.

A mí me gusta pensar que la palabra em es el homónimo del imperativo del verbo amar en francés: aime.

Em. Aime. Ama. Amemos. Amad.

Un principio de verdad

La guerra, de nuevo. En todas las zonas de conflicto, el bien se cuela y encuentra un sitio hasta en las propias fisuras del mal. La traición culmina el heroísmo, el amor flirtea con el abandono. Los enemigos avanzan unos hacia otros con un único y mismo objetivo: vencer. En ese ejercicio común, el humano revelará a la vez su fuerza, su locura, su cobardía, su lealtad, su grandeza, su tosquedad, su inocencia, su ignorancia, su religiosidad, su crueldad, su valentía… Por eso, la guerra. De nuevo.

Voy a contaros la verdad, o al menos historias verdaderas, pero de forma parcial, incompleta, aproximada, porque me resulta imposible restituir los matices del azul del cielo cuando el marine Rob leía una carta de su amada mientras que, en ese mismo instante, el rebelde Vinh escribía la suya durante un momento de tregua, de falsa calma. ¿Era un pálido azul maya o más bien un cerúleo azul Francia? ¿Cuántos kilos de harina de mandioca había en el recipiente en el que el soldado John descubrió la lista de insurgentes? ¿Estaba recién molida la harina? ¿A qué temperatura estaba el agua cuando arrojaron al señor Út al fondo del pozo antes de que el sargento Peter lo quemase vivo con el lanzallamas? ¿Cuánto pesaba el señor Út: la mitad que Peter o bien dos tercios? ¿Fue la comezón de las picaduras de mosquito la que desquició a Peter?

Durante noches enteras, intenté imaginar los andares de Travis, la timidez de Hoa, el temor de Nick, la desesperación de Tuân, las heridas de bala de unos y las victorias de los otros en el bosque, en la ciudad, bajo la lluvia, en el fango… Cada noche, al ritmo de los hielos que caían en la cubitera de mi congelador, mis investigaciones me revelaron que mi imaginación no conseguiría jamás concebir toda la realidad. En un testimonio, un soldado recuerda haber visto al enemigo corriendo con brío hacia un tanque llevando al hombro un fusil M67 de 1,30 metros de largo y diecisiete kilos de peso. El soldado tenía ante él a un hombre dispuesto a morir por matar a sus enemigos, dispuesto a morir matando, dispuesto a darle el triunfo a la muerte. ¿Cómo imaginarse dicha abnegación, dicha adhesión incondicional a una causa?

¿Cómo imaginar siquiera que una madre pueda transportar a sus dos hijos pequeños por la jungla durante centenares de kilómetros, dejando al primero atado a una rama para protegerlo de los animales mientras traslada al segundo, lo deja atado a su vez y vuelve al primero para repetir el mismo recorrido con él? Sin embargo, esa mujer me contó la travesía con su voz de luchadora de noventa y dos años. A pesar de nuestras seis horas de conversación, siguen faltándome mil detalles. Olvidé preguntarle dónde encontró las cuerdas y si sus hijos siguen teniendo marcas de las ataduras en el cuerpo. Quién sabe si esos recuerdos se habrán borrado para dejar paso a uno solo: el sabor de los tubérculos salvajes que había masticado previamente para alimentar a sus hijos. Quién sabe…

Si se os encoge el corazón al leer estas historias de locura previsible, de amor inesperado o de heroísmo ordinario, pensad que toda la verdad muy probablemente os habría provocado, o bien un paro cardíaco, o bien un acceso de euforia. En este libro, la verdad aparece fragmentada, incompleta, inconclusa en el tiempo y en el espacio. Entonces, ¿sigue siendo la verdad? La respuesta la dejo a vuestra elección: será el eco de vuestra propia historia, de vuestra propia verdad. Mientras tanto, en las palabras que siguen os prometo cierto orden en las emociones y un desorden inevitable en los sentimientos.

EMMA-JADE

Emma-Jade salta a la pata coja de un huso horario a otro, como en el juego de la rayuela. Los sobrevuela sin contarlos. A menudo vive jornadas de treinta horas en las que da saltos por el tiempo: su reloj puede indicar la misma hora en más de una ocasión. Dichas carreras le permiten maravillarse varias veces en el mismo año ante los magnolios en flor. En un único otoño, recoge y compara las hojas de arce caídas en Bremen, en Kioto y en Mineápolis.

Es una de esas personas que han fomentado que los aeropuertos se transformen en hábitats. Ya no resulta extraño encontrar en ellos un piano de cola y un pianista que toca con el mismo desencanto a Beethoven y a Céline Dion, un poco por darle caché a las hamburguesas y los sushis servidos en bandejas de plástico. Algunos aeropuertos ponen a disposición de los viajeros bibliotecas bañadas en una luz cálida y capillas tranquilas para que los creyentes conversen con los dioses antes de quedar en manos de la tecnología una vez que embarquen. Algunas terminales colocan chaise-­longues ante unas colosales ventanas inundadas de sol o unos sillones de masaje delante de paredes gigantes tapizadas de frondosas plantas, originarias de los cinco continentes, cuyas raíces y brotes se enlazan entre sí: helechos de Asia, begonias de América del Sur y violetas africanas crecen codo a codo con alegría y exuberancia, y tranquilizan a los viajeros al procurarles contacto con el mundo exterior. En medio de los interminables pasillos surgen islotes de restaurantes como si fueran oasis. La geografía culinaria no respeta ya ningún mapa. Las aceitunas marinadas se hallan a tiro de piedra del salmón nórdico, mientras que el pad thai le hace competencia al fish and chips y al bocadillo de jamón con mantequilla. Los más elegantes ofrecen caviar y champán. De ese modo cualquiera puede celebrar a solas su cumpleaños entre burbujas y viajeros de paso.

Hay que tener la vista entrenada para identificar a Emma-Jade en medio de la multitud. Siempre lleva el mismo jersey gris de cachemira, una lana a la vez ligera y cálida. En el cajón, tres jerséis iguales esperan para sustituir a aquel cuyos puntos cedan a la fricción de las bandoleras y al peso de los kilómetros acumulados. Ese jersey la cubre y la protege de los asientos marcados por los cuerpos ajenos que la han precedido. Es su refugio, su casa itinerante.

Como de costumbre, come algo antes de embarcar para dormir mejor en cuanto toma asiento, antes del desfase, antes de que la invada el olor de la señora que se ha probado más perfumes de la cuenta en las tiendas libres de impuestos y el del señor que ha atravesado corriendo dos terminales con un abrigo excesivamente grueso.

EMMA-JADE Y LOUIS

Ese día Louis es el primer pasajero en ponerse en pie para plantarse en la puerta de embarque. Lleva el uniforme de los viajeros profesionales: maleta gris acero, pantalón antracita, chaqueta negra ligera, plegable y ceñida. Todo es de color oscuro, discreto, casi invisible. En un abrir y cerrar de ojos, Emma-Jade se ha dado cuenta de que Louis saludaría cortésmente a sus vecinos para guardar las distancias y evitar una posible conversación. Al igual que ella, él duerme con tanta frecuencia por encima de las nubes como por debajo. Al igual que él, ella dormita con tanta comodidad sentada en el exiguo espacio de los asientos numerados como acostada en habitaciones con puertas identificadas.

Emma-Jade se precipita para colocarse la segunda en la fila, detrás de él. Ve que Louis lleva el pasaporte abierto ya por la página correspondiente, cosa que indica que sabrá colocar correctamente la maleta en el compartimento sin estorbar el paso.

CAUCHO

El oro blanco brota de las sangrías efectuadas a las heveas. Durante siglos los mayas, los aztecas y los pueblos amazónicos recogieron ese líquido para confeccionar zapatos, tejidos impermeables y globos. En un principio, cuando los exploradores europeos descubrieron dicho material, lo usaron para fabricar las bandas elásticas que sujetaban los ligueros. En los albores del siglo xx, la demanda aumentaba al ritmo fulgurante de los automóviles que transformaban el paisaje. A continuación, la necesidad se hizo tan perentoria e imperiosa que hubo que producir látex sintético, material que cubre el setenta por ciento de nuestras necesidades actuales. A pesar de todos los esfuerzos realizados en los laboratorios, únicamente el látex puro, cuyo nombre significa «las lágrimas (caa) del árbol (ochu)», resiste la aceleración, la presión y la oscilación térmica a la que se someten los neumáticos de un avión y las juntas de los transbordadores espaciales. Cuanto más acelera el ritmo el ser humano, más exige un látex producido de forma natural, a la velocidad de la rotación de la Tierra alrededor del sol, conforme a los eclipses lunares.

Gracias a su elasticidad, a su resistencia y a su impermeabilidad, el látex natural nos envuelve ciertas extremidades como si fuese una segunda piel con el fin de protegernos de las secuelas del deseo. Durante la guerra franco-prusiana de 1870 y el año siguiente, la tasa de enfermedades de transmisión sexual entre las tropas había pasado de ser de menos de un cuatro por ciento a más de un setenta y cinco, algo que a posteriori, durante la Primera Guerra Mundial, empujaría al Gobierno alemán a dar prioridad a la fabricación de preservativos para proteger a los soldados, a despecho de la acuciante escasez de caucho.

En efecto, las balas matan, pero quizás el deseo también.

ALEXANDRE

Alexandre era muy ducho en la disciplina que había que imponer a sus seis mil culis andrajosos. Los obreros sabían mejor que él cómo hendir con el hacha de mano el tronco de las heveas, con una inclinación de cuarenta y cinco grados con respecto a la vertical, para que brotasen las primeras lágrimas. Eran más rápidos que él a la hora de colocar los cuencos hechos con cáscaras de coco que debían recoger las gotas de látex amontonadas en el ángulo inferior de la herida. Alexandre dependía de su tenacidad, aunque sabía que sus empleados aprovechaban la noche para murmurar y acordar la manera de rebelarse, primero contra Francia, después contra él y contra los Estados Unidos a través de él. Durante el día tenía que negociar con el Ejército estadounidense el número de árboles que había que derribar para dar paso a camiones, todoterrenos y tanques a cambio de protección contra la pulverización de herbicidas.

Los culis sabían que las heveas valían más que sus vidas. Así pues, fuesen empleados, rebeldes o ambas cosas, se escondían bajo el generoso dosel que formaban los árboles aún indemnes. Alexandre disimulaba bajo su traje de lino crudo la angustia que lo atenazaba: despertar en medio de la noche para encontrarse el espectáculo de su plantación incendiada. Dominaba su miedo a que lo asesinaran mientras dormía rodeándose de sirvientes y de muchachas, sus con gái.

Cuando el precio del caucho registraba bajas o cuando los camiones que transportaban los fardos de caucho caían en alguna emboscada camino del puerto, Alexandre recorría las filas de árboles en busca de una mano de dedos finos capaz de relajar su puño, una lengua dócil capaz de aflojar sus dientes apretados, una entrepierna estrecha capaz de contener su rabia.

A pesar de ser analfabetos y de no saber viajar ni en sueños más allá de las fronteras de Vietnam, la mayoría de los culis habían comprendido que el caucho sintético ganaba terreno en otros lugares del mundo. Albergaban los mismos temores que Alexandre, cosa que incitaba a muchos de ellos a abandonar la plantación y labrarse un porvenir en la ciudad, en aquellos grandes centros en los que la presencia de los estadounidenses, que pronto serían decenas de miles, creaba nuevas posibilidades, nuevas formas de vivir y de morir. Algunos se reinventarían siendo vendedores de carne enlatada SPAM, de gafas de sol o de granadas. Los que mostraban aptitudes para captar con rapidez la musicalidad de la lengua inglesa se convertirían en intérpretes. Los más temerarios, por su parte, elegirían desaparecer bajo los túneles excavados bajo los pies de los soldados estadounidenses. Morirían siendo agentes dobles, entre dos líneas de fuego o a cuatro metros bajo tierra, despedazados por las bombas o carcomidos por las larvas que se les incrustaban bajo la piel.

El día en que Alexandre se dio cuenta de que las pulverizaciones de agente naranja en los bosques vecinos habían envenenado un cuarto de los árboles de su plantación y que un comando de la resistencia comunista había degollado a su capataz mientras dormía, soltó un aullido.

Se desahogó con Mai, que se encontraba en su camino: un camino entre la ira y el desánimo.

MAI