Emociones rotas - Jennie Lucas - E-Book

Emociones rotas E-Book

Jennie Lucas

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Beschreibung

¿Tuviste un hijo mío, Holly? Enfrentado a la peor noticia imaginable, Stavros buscó el olvido en un increíble encuentro con Holly. Y, un año después, ¡descubrió que había tenido un hijo suyo! En su cerebro, nada podía ser más lógico que legitimar a su heredero con una alianza de matrimonio. ¡Y sin embargo se quedó de piedra cuando ella lo rechazó! Sí, Stavros la rechazó a ella tras la noche que pasaron juntos, pero solo porque Holly se merecía mucho más de lo que él podía darle. Había pasado años levantando barreras emocionales que no podía ya romper… Pero aquella Navidad, con tal de reclamar a su novia y a su hijo, ¿se atrevería a correr el riesgo?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Jennie Lucas

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Emociones rotas, n.º 2820 - diciembre 2020

Título original: Christmas Baby for the Greek

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-916-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

HABÍA algo peor que una boda en Nochebuena, con luces brillando en la nieve y guirnaldas de acebos decorando las habitaciones? Si lo había, a Holly Marlowe no se le ocurría qué podía ser.

–Puede besar a la novia –dijo el sacerdote, contemplando con expresión radiante a la pareja de recién casados.

Holly vio entonces, desconsolada, cómo Oliver, el jefe al que ella había amado secreta y devotamente durante tres años, bajaba la cabeza, radiante también, para besar a la novia… que no era otra que su hermana pequeña, Nicole. En sus bancos, los asistentes a la ceremonia parecían contemplar con embeleso el apasionado abrazo de la pareja, pero Holly sintió náuseas. Jugueteando nerviosa con su ceñido vestido rojo de madrina, alzó la mirada a los altos vitrales para bajarla de nuevo a la nave de la vieja iglesia de la ciudad de Nueva York. Finalmente, la pareja recién casada interrumpió el beso. Arrancando su bouquet de los entumecidos dedos de Holly, la novia alzó la mano de su marido en el aire con gesto triunfal.

–¡Es la mejor Nochebuena de mi vida! –gritó Nicole.

Se alzó un coro de enternecidas risas y aplausos. Y aunque Holly siempre había adorado la Navidad, deseosa cada año de convertirla en un fiesta mágica y llena de regalos para su hermanita pequeña desde que murieron sus padres, esa vez pensó que acabaría odiándola por el resto de su vida.

No. No podía pensar así. Nicole y Oliver estaban enamorados. Debería alegrarse por ellos. Se obligó a sonreír mientras el órgano ejecutaba los primeros acordes del Aleluya, del oratorio de Haendel. Sonriendo, los novios empezaron a desfilar por la nave central. Y, de repente, Holly se encontró frente al padrino, el primo de Oliver, y además jefe de su jefe. Stavros Minos.

Alto, moreno y de anchas espaldas, el poderoso millonario griego parecía fuera de lugar en aquella vieja iglesia. Sus negros ojos le traspasaron el alma. Miró luego, con sardónica diversión, a la feliz pareja que continuaba avanzando por la nave entre las aclamaciones de los invitados. Y sus crueles, sensuales labios dibujaron una sonrisa, como si conociera exactamente la razón de su desengaño.

No, no podía ser. Nadie debía saber nunca que ella había amado a Oliver. Porque, en aquel momento, Oliver no era solamente su jefe. Era también el marido de su hermana. Tenía que fingir que eso nunca había sucedido. Porque la verdad era que nunca había sucedido nada. Nunca había contado una palabra sobre sus sentimientos a nadie, y menos que nadie a Oliver. El hombre no tenía la menor idea de que, mientras había trabajado como secretaria suya, Holly se había visto consumida por un amor tan patético como no correspondido. Nadie había tenido la menor idea. Nadie excepto Stavros Minos, al parecer.

Pero no debería sorprenderla que el multimillonario playboy griego pudiera ver cosas que nadie más podía ver. Cerca de veinte años atrás, siendo un adolescente, había fundado él solo una empresa tecnológica que, a esas alturas, dominaba medio mundo. En aquel momento, mientras la música de órgano continuaba atronando implacable, Stavros miró a Holly con un extraño brillo de inteligencia en los ojos. Y, en silencio, le ofreció su brazo.

Ella lo aceptó, reacia. Estremecida, evitó mirarlo de nuevo mientras seguían a Oliver y a Nicole. En la puerta de la antigua iglesia, en un encantador e histórico barrio del centro de la ciudad, más invitados esperaban para aplaudir y aclamar a la pareja.

El sol de la tarde brillaba débil detrás de las nubes cuando Holly alcanzó por fin el refugio de la limusina que los esperaba. Soltando el brazo de Stavros, se metió dentro y volvió bruscamente la cara hacia la ventanilla opuesta. No podía sentirse triste. Ese día no. Se sentía feliz por su hermana y por Oliver, feliz de que ese mismo día partieran los dos para emprender nuevas aventuras por el mundo.

–Guau –Nicole se dejó caer en el asiento frente a ella en una nube de blanco tul que ocupó casi todo el asiento trasero de la limusina. Sonrió a su nuevo marido, sentado a su lado–. ¡Lo conseguimos! ¡Estamos casados!

–Por fin –murmuró Oliver–. Todo esto ha llevado un montón de trabajo. Pero la verdad es que nunca imaginé que me dejaría poner la soga al cuello por mujer alguna.

–Hasta que me conociste a mí –musitó Nicole, alzando el rostro para recibir su beso.

–Exacto.

Holly sintió que se le movía el asiento cuando Stavros Minos se sentó a su lado. Mientras el chófer cerraba la puerta y arrancaba la limusina, ella aspiró involuntariamente su embriagador aroma a almizcle y a poder. Oliver se volvió hacia su primo, todo engreído.

–¿Qué tal, Stavros? ¿La ceremonia no te ha animado a imitarme? ¿No te han entrado ganas?

–Tantas que ni te imaginas.

Oliver resopló por lo bajo.

–Pensaba invitar al tío Aristides, siendo como es de la familia, pero sabía que no te iba a gustar.

–Muy generoso por tu parte –le espetó, rotundo.

Holly envidiaba la frialdad que Stavros Minos estaba demostrando en aquel momento, cuando ella se sentía tan rota por dentro. Las presiones que había sufrido por parte de su hermana para que se mudara con ella y con su marido a Hong Kong, a su regreso de su luna de miel en Aruba, habían aumentado su tensión hasta niveles explosivos. Oliver ya había dimitido en Minos International. Si Holly se quedaba, no tardaría en pasar a trabajar para el notoriamente desagradable vicepresidente de Minos Operations. Eso o aceptar la oferta todavía en pie de un anterior patrono suyo que había regresado a Europa.

Pero si tenía que dejar Nueva York, ¿no debería trasladarse a Hong Kong y trabajar para Oliver en su nuevo puesto? ¿No debería consagrarse a la felicidad de su hermana pequeña para siempre jamás?

–Detestas realmente las bodas, ¿verdad, Stavros? –Oliver sonrió a su primo–. Al menos no tendré que volver a ver tu gruñona cara en la oficina, viejo. Lo que tú pierdes, lo ganará Sinistech.

–Muy bien –Stavros se encogió de hombros–. Será otra compañía la que tenga que aguantar tus comidas de tres horas con martinis incluidos.

–Ya –la sonrisa de Oliver se extendió, y se humedeció los labios–. Me muero de ganas de saborear las delicias de Hong Kong.

–Yo también –terció Nicole.

Oliver miró de pronto a Holly.

–¿Ya te ha convencido Nicole? ¿Nos acompañarás y trabajarás como secretaria mía allí?

Sintiendo los ojos de todos fijos en ella, se puso roja como la grana.

–No-no seas tonto –balbuceó.

–No seas egoísta –insistió Oliver–. No podré arreglármelas sin ti. ¿Quién si no me organizará la agenda en mi nuevo trabajo?

–Y yo podría quedarme embarazada muy pronto –intervino Nicole, preocupada–. Si no te tengo cerca, ¿quién se ocupará del bebé?

El doloroso nudo que Holly sentía en la garganta se afiló como una cuchilla. Asistir a la boda de su hermana con el hombre al que amaba para ver luego cómo se marchaba a la otra punta del mundo ya había sido suficientemente duro. Pero la sugerencia de que debería vivir con ellos y cuidar a sus hijos era una pura crueldad.

Según su aniversario, celebrado apenas el día anterior, era una virgen de veintisiete años. Era una secretaria, una hermana y, quizá muy pronto, una tía. ¿Pero sería alguna vez algo más? ¿Terminaría encontrando a un hombre a quien pudiera amar, y que la amara a ella a su vez? Había pasado cerca de una década cuidando a su hermana desde que murieron sus padres, y los tres últimos años atendiendo a Oliver en el trabajo. Quizá fuera para eso para lo que había nacido…

–Estaréis bien sin mí –murmuró.

–¡Eso sería un desastre! –Nicole sacudió la cabeza, indignada–. Tienes que acompañarnos a Hong Kong, Holly. ¡Por favor!

Su hermana hablaba con el mismo tono zalamero que había venido utilizando desde que era niña para salirse con la suya. El mismo que había utilizado un mes atrás para convencerla de que le organizara la súbita boda… sirviéndose de los mismos detalles navideños con que Holly había soñado para la suya.

Mirándola, reparó súbitamente en su cuello desnudo.

–¿Dónde está la gargantilla de mamá, Nicole?

–Estará en alguna caja, seguro. Ya la encontraré cuando deshaga el equipaje en Hong Kong.

–¿La has perdido? –Holly se quedó consternada. Si Nicole había perdido la preciosa gargantilla con la estrellita de oro que su madre había llevado todos los días de su vida…

–No la he perdido –replicó su hermana, irritable. Se encogió de hombros–. Debe de estar en alguna parte.

–No intentes cambiar de tema, Holly –dijo Oliver, suspicaz–. Estás pecando de terca y de egoísta por empeñarte en quedarte en Nueva York.

–Yo… intento no serlo –susurró.

Mientras la limusina ponía rumbo hacia el centro de la ciudad, Holly se puso a mirar por la ventanilla, contemplando las brillantes luces de Navidad y los coloridos despliegues de los escaparates de las tiendas de la Sexta Avenida. Nicole era la única familia que le quedaba. Si su hermana pequeña la necesitaba de verdad, quizá sí que estuviera pecando de egoísta por pensar en su propia felicidad. Quizá sí que debería…

–A ver si lo entiendo bien –la voz de Stavros Minos sonó especialmente ácida mientras bruscamente se inclinaba hacia delante–. ¿Quieres que la señorita Marlowe renuncie a su trabajo en Minos International y se traslade a Hong Kong? ¿Que trabaje durante todo el día para ti en la oficina y cuide luego a tus hijos por las tardes?

–Eso no es asunto tuyo, Stavros.

–Su preocupación le honra, señor Minos –intercedió Nicole, lanzándole una encantadora sonrisa–, pero cuidar de la gente es precisamente lo que Holly sabe hacer mejor. Ha cuidado de mí desde que tenía doce años. No me la imagino renunciando alguna vez a hacerlo.

–Renunciando a cuidarte a ti, y a nosotros –precisó Oliver.

Los sensuales labios de Stavros se curvaron en una sonrisa que hizo ostentación del inmaculado blanco de sus dientes mientras se volvía hacia Holly.

–¿Es eso cierto?

–Cu-cualquiera sentiría lo mismo.

–Yo no.

–Por supuesto que tú no –rezongó Oliver, recostándose en su asiento–. Los Minos somos esencialmente egoístas. Hacemos simplemente lo que nos place y al diablo con todos los demás.

–¿Qué se supone que quiere decir eso? –le preguntó su esposa.

–Eso forma parte de nuestro encanto, querida –replicó Oliver, guiñándole un ojo.

Pero Nicole no parecía especialmente encantada.

–No puedo dejarte en Nueva York –se volvió hacia Holly–. No sabrías qué hacer contigo misma. Te sentirías tan sola…

–Tengo amigos…

–Pero no familia propia –la interrumpió, paciente.

Holly se quedó mirando fijamente a su hermana. Nicole tenía razón. Al día siguiente, por primera vez en su vida, pasaría sola el día de Navidad. La Navidad, y quizá el resto de su vida…

–Me temo que la señorita Marlowe no podrá ir a Hong Kong –dijo de repente Stavros–. Porque necesito los servicios de otra secretaria ejecutiva. Le estoy ofreciendo un ascenso, de hecho.

–¿Qué? –exclamaron Oliver, Nicole y la propia Holly al unísono.

–¿Querrá trabajar directamente para mí, señorita Marlowe? Serán jornadas largas, pero el aumento salarial será notable. Le doblaré el sueldo.

–Pero… –tragando saliva, Holly susurró–: ¿Por qué yo?

–Porque es usted la mejor –tensó la mandíbula, con una leve sombra de barba–. Y porque puedo.

 

 

Stavros no había tenido intención alguna de implicarse. Oliver tenía razón. Aquello no era asunto suyo. Su primo no podía importarle menos. Primo suyo o no, aquel hombre no era más que un canalla y un inútil. Se arrepentía del día en que lo había contratado. Oliver había hecho un trabajo muy pobre como vicepresidente de la sección de Marketing. Había estado a un día de ser despedido cuando le anunció la «oferta sorpresa» que había recibido de Hong Kong, y Stavros se había alegrado de verlo marchar.

Pero Holly Marlowe… Con ella, la cosa era distinta. Stavros sospechaba que si Oliver había conseguido mantenerse a flote durante los tres últimos años había sido precisamente gracias a su eficaz secretaria. Noble, sensible, sacrificada… Holly Marlowe era la persona más respetada de la oficina de Nueva York, incluido Stavros. Pero aquella mujer estaba completamente oprimida por una pareja de egoístas que, en lugar de darles las gracias por todo lo que había hecho, parecían decididos a reducirla a la más completa esclavitud en Hong Kong.

Dos días atrás, Stavros habría podido desentenderse del asunto. Pero, después de las noticias que había recibido el día anterior, no había podido. En aquel momento, por primera vez, estaba pensando en lo que podría quedar de su legado el día en que él no estuviera. Y no era una perspectiva muy agradable.

–¡No puedes quedarte con Holly! ¡La necesito! –estalló Oliver.

–No irás a aceptar esa absurda promoción, ¿verdad, Holly? –gimió Nicole.

Pero el rostro de Holly tenía una expresión ilusionada cuando miró a Stavros.

–¿Está… está hablando en serio?

–Yo siempre hablo en serio –respondió mientras recorría con la mirada, casi sin querer, su precioso rostro y su increíble figura.

Hasta ese momento no había reparado nunca en lo muy hermosa que era Holly Marlowe. Ella lo miraba con sus ojos verdes, muy abiertos y llamativamente brillantes bajo sus negras pestañas. Su cutis era muy blanco, a excepción de las pecas que salpicaban su nariz. Sus labios eran rojos, absolutamente deliciosos. Su cabello denso y rizado, de un rojo dorado, se derramaba sobre sus hombros. Y aquel vestido, también rojo, tan ajustado… Stavros se recordó que, obviamente, todavía no estaba muerto, dada la velocidad de su pulso. El corpiño era de escote bajo, revelando unos maravillosos senos llenos cuya existencia nunca había imaginado bajo sus habituales trajes color beige. Al menor movimiento, la tela destacaba sus curvas.

En resumidas cuentas: se estaba fijando en todo aquello que tendría que ignorar una vez que ella empezara a trabajar para él. El sexo no era más que una diversión. En cambio, durante años, su empresa había constituido su vida. Y, evidentemente, Holly era una persona cuyo único deseo era ser valorada por sus logros y por su duro trabajo, que no por su aspecto.

Su inexplicable enamoramiento de Oliver no podía durar. Cuando se recuperara del mismo, como si se tratara de un catarro, Holly terminaría dándose cuenta de que había escapado por los pelos y para bien. En cuanto al secreto de Stavros, la gente lo averiguaría por sí misma cuando muriera. Lo cual, según el diagnóstico de su médico, sucedería dentro de unos meses, entre seis y nueve.

Hasta hacía apenas unos días, Stavros había dado por supuesto, vagamente, que viviría aún otros cincuenta años. En lugar de ello, sin embargo, era muy poco probable que cumpliera los treinta y siete en septiembre. Moriría solo, sin nadie que lamentara su muerte aparte de sus abogados y accionistas. Su empresa constituiría su único legado. Alejado de su padre, y sintiendo lo que sentía por Oliver, probablemente legaría sus acciones a la beneficencia. Moriría sin haber conocido ni una sola vez lo que significaba comprometerse en algo que no fuera su trabajo. Sin haber dejado un hijo o una hija que llevaran su apellido.

La limusina se detuvo finalmente a la puerta del gran hotel con vistas a Central Park. Oliver bajó primero y, galantemente, se apresuró a ayudar a su glamorosa novia. Los recién casados entraron en el hotel para la sesión fotográfica antes de que llegaran los invitados a la recepción.

Un silencio se hizo en la parte trasera de la limusina.

–No te dejes avasallar, Holly –la urgió Stavros en voz baja. Era la primera vez que la tuteaba, llamándola por su nombre de pila–. Mantente firme. Tú vales mucho más que ellos.

–¿Cómo puede decir eso? –le preguntó.

–Porque es cierto –repuso con voz áspera. Bajó de la limusina y le tendió la mano.

Parpadeando rápidamente, ella la aceptó. Y entonces sucedió. Cuando su mano entró en contacto con la de Holly para ayudarla a bajar de la limusina, Stavros sintió algo que nunca antes había experimentado. Una descarga eléctrica que le llegó hasta el alma. La miró con el corazón latiendo de la manera más extraña y, justo en aquel instante, empezaron a caer copos de nieve.

De repente, nada más descubrir los blancos copos, Holly soltó una gozosa carcajada, dejó caer la mano y levantó el rostro hacia el cielo gris.

Privado de su calor, Stavros volvió a sentir el frío del invierno penetrando a través de su chaqueta. El mundo se convirtió en un lugar más oscuro, como recordándole que muy pronto no sentiría ya nada. Se quedó muy quieto, observándola. Si al menos hubiera tenido un hijo… De repente experimentó ese deseo con una intensidad que le dolió. Ojalá hubiera podido dejar algún recuerdo de su existencia sobre la tierra. De pronto oyó una risa de puro deleite, y su mirada se clavó en el bello, radiante y bondadoso rostro de Holly Marlowe.

–¡Es increíble! –abriendo los brazos y riendo como una niña, dio una vuelta sobre sí misma. Parecía realmente un ángel. Le brillaban los ojos cuando exclamó–: ¡Está nevando en la boda de mi hermana! ¡En Nochebuena!

Fue entonces cuando la bulliciosa avenida, las calesas de caballos, las bocinas de los taxis con sus melodías de Navidad, todo el paisaje de fondo… se desvaneció de golpe. Y Stavros solamente tuvo ojos para ella.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

EL SALÓN de baile del gran hotel era como una fantasía de invierno, lleno de árboles navideños de color blanco y plata refulgentes como estrellas. Un nudo se formó en la garganta de Holly mientras miraba lentamente a su alrededor. Había imaginado una recepción como aquella mucho tiempo atrás, cuando era una solitaria muchacha de diecinueve años entregada al cuidado de su hermana pequeña.

No se arrepentía de su decisión de haber renunciado a una beca universitaria para volver a casa. Nada más conocer la muerte de sus padres justo el día de su aniversario de bodas, había decidido que Nicole no iría jamás a una casa de acogida. Pero, a veces, se había sentido atrapada, terriblemente sola, con una hermana adolescente que a menudo le había gritado de pura rabia y frustración. Aquellos sueños le habían hecho compañía hasta que Nicole había partido para la universidad tres años atrás, mientras que ella había empezado a trabajar para Oliver. En sus románticas fantasías siempre se había imaginado vestida de blanco, como una princesa, bailando con un despampanante novio. En aquel momento, mientras contemplaba a Nicole y a Oliver abriendo el baile como marido y mujer, se dijo a sí misma que nunca había sido tan feliz.

–Realmente forman una pareja perfecta – murmuró la ronca y baja voz de Stavros a su lado. De algún modo, su tono hacía que sus palabras no parecieran en absoluto un cumplido.

–Sí –repuso Holly, apartándose ligeramente para no tocarlo por accidente.

Cuando antes él la había ayudado a bajar de la limusina, había temblado de la cabeza a los pies. ¿Cómo podía sentirse tan… tan consciente de Stavros, cuando estaba enamorada de Oliver? Porque lo estaba. ¿O no? Pero ya no quería amar a Oliver. Ese amor no había hecho otra cosa que herirla.

–Organizaste tú la recepción, ¿verdad? –le dijo Stavros, contemplando la fantasía navideña que los envolvía.

–Quería que mi hermana tuviera una boda de ensueño.

Stavros se volvió bruscamente para mirar a la feliz pareja mientras bailaba delante del árbol navideño más grande de todos, decorado con globos blancos y estrellas de plata.

–Eres una gran persona.

Una vez más, palabras que habrían debido ser un cumplido y que sonaron como todo lo contrario, por la manera que tenía de pronunciarlas.

–Debe usted de odiar todo esto.

–¿Esto?

–Hacer de padrino de boda –Holly se encogió de hombros–. Es usted el soltero con alergia a los compromisos más famoso de toda la ciudad.

–Digamos que el amor es algo que no he tenido la fortuna de experimentar.

De repente sus negros ojos la atravesaron, recordándole que estaba al tanto de su secreta pasión por Oliver.

–Tiene razón. Hacen una pareja perfecta.

–Para de hacerlo –le ordenó él, como si el comentario le hubiera irritado.

–¿De hacer qué?

–De ponerte esas gafas de color rosa. Quítatelas.

–¿Qué?

–Tendrías que ser muy estúpida para amar a Oliver. Y, sea lo que seas, no eres ninguna estúpida.

La conversación había tomado un giro extrañamente personal. El corazón le atronaba en el pecho. Pero no tenía sentido intentar negarlo.

–¿Cómo lo ha sabido? –musitó.

–Lo llevas escrito en la cara . Estoy seguro de que Oliver sabe muy bien lo que sientes por él.

–Oh, no… –el horror se dibujó en sus rasgos–. Él no puede saber…

–Por supuesto que sí –le espetó Stavros, brutal–. ¿Cómo si no habría podido aprovecharse de ti durante todos estos años?

–¿Aprovecharse? –lo miró, consternada–. ¿De mí?

–Tengo diez mil empleados repartidos por todo el mundo. Y, según lo que me dice toda la gente, tú eres la más trabajadora.

–Señor Minos…

–Llámame Stavros –le ordenó.

–Stavros –se ruborizó–. Estoy segura de que eso no es cierto–. Todos los días salgo a las seis de la tarde…

–Sí, te vas a casa para seguir haciendo allí el papeleo de Oliver. Nunca has pedido un aumento, ni siquiera mientras le estuviste pagando la universidad a tu hermana. Algo que, por cierto, habría podido hacer ella misma si se hubiera puesto a trabajar.

–Si cuido de mi hermana es porque… porque es mi responsabilidad. Y cuido también a Oliver porque soy su empleada. O al menos lo era…

–Y porque estás enamorada de él.

–Sí –musitó, con el corazón en la garganta.

–Y ahora acaba de casarse con Nicole. Y tú, en lugar de enfadarte, les has organizado la boda. Hasta el último detalle.

–Excepto este vestido que llevo –bajó la mirada con gesto triste a su ajustado vestido rojo, nada que ver con el mucho más pudoroso de color burdeos que había elegido ella–. Lo eligió Nicole. Dijo que el que había elegido yo era el más anticuado que había visto nunca y que no estaba dispuesta a dejar que arruinara sus fotografías de boda.

–Realmente son para tal cual, ¿verdad? –murmuró él y, mirándola, añadió–: Estás preciosa con ese vestido, por cierto.

Otro cumplido que no sonaba como tal. En todo caso, parecía hasta furioso. Vio que apretaba la mandíbula, desviando la vista. ¿Se estaría burlando de ella? No entendía cómo podía decirle que estaba preciosa y parecer al mismo tiempo enfadado.