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El mercenario profesional Dare Macintosh tenía una regla que aplicaba a rajatabla: los negocios no debían convertirse nunca en un asunto personal. Si el motivo y el precio eran de su agrado, aceptaba la misión que le estuvieran ofreciendo. Sin embargo, cuando la encantadora Molly Alexander le pidió que la ayudara a encontrar a los hombres que la habían secuestrado, Dare sintió por primera vez la tentación de combinar trabajo y placer. Molly era una mujer muy independiente, y se había jurado que no confiaría en nadie hasta que hubiera descubierto la verdad. ¿Podría ser su padre, un hombre poderoso de quien estaba distanciada, el enemigo que la amenazaba? ¿O su antiguo prometido, que todavía estaba resentido con ella? ¿O un lector y admirador contrariado por sus novelas? A medida que el peligro iba cercándolos, Dare se convirtió en el único apoyo de Molly. Sin embargo, lo que sentía por él podía ser lo más peligroso de todo… "Foster es una escritora sobresaliente" Library Journal
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Seitenzahl: 537
Veröffentlichungsjahr: 2012
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2011 Lori Foster. Todos los derechos reservados.
EMOCIONES SECUESTRADAS, Nº 127 - febrero 2012
Título original: When You Dare
Publicada originalmente por HQN™ Books
Traducido por María Perea Peña
Editor responsable: Luis Pugni
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
™TOP NOVEL es marca registrada por Harlequin Enterprises Ltd.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9010-501-6
ePub: Publidisa
A Shana Schwer, gracias por prestarme a tus mascotas peludas, Sargie y Tai, para que aparecieran como las perras de raza labrador en el libro. Tus chicas son verdaderamente preciosas, y me encanta su personalidad. ¡Espero haberles hecho justicia! Los dueños de mascotas son gente verdaderamente maravillosa.
La medianoche llegó con el zumbido ocasional de algún coche que pasaba junto a la playa. De vez en cuando se oía una bocina, o el derrape de un neumático. Del bar de al lado salieron dos hombres con un tambaleo de borrachos, riéndose en voz alta; subieron a una furgoneta y se alejaron por la carretera.
Estaban entre las sombras del aparcamiento de un motel de segunda, y nadie se fijaba en ellos. Permanecieron junto a la pared del edificio, evitando el brillo de la luna llena, bajo un foco de seguridad estropeado.
Dare Macintosh había roto aquel foco.
La brisa del océano removía el aire y le agudizaba los sentidos. Dare se quedó inmóvil, esperando, mientras estudiaba la zona y miraba con insistencia la furgoneta negra que había alquilado al llegar a San Diego. Su amigo, Trace Rivers, abrazó a su hermana pequeña con emoción.
Habían sido dos días muy largos, llenos de preparativos frenéticos, durmiendo poco y comiendo menos, y con mucha adrenalina: las condiciones en las que mejor operaba Dare.
Después de hacer el trabajo, necesitaba comer algo y dormir un poco. Y quería comprobar cómo estaba la mujer desnutrida y maltratada que seguía en el asiento trasero de la furgoneta, todavía inconsciente.
—Cuéntamelo —dijo Trace, pero no a Alani, a quien seguía abrazando, sino a Dare.
Dare asintió. Había encontrado a Alani y se la había devuelto a Trace, tal y como le había prometido a su amigo, pero ninguno de los dos sabía aún lo que había sufrido la muchacha.
—Estaba en Tijuana, como tú dijiste, encerrada en un tráiler con otras mujeres, en una zona aislada.
—¿Muy vigilada?
—Si.
Trace tomó aire con dificultad, y dijo algo que sabían los dos:
—Traficantes de mujeres.
Dare asintió.
—No les habían dado apenas comida ni bebida, y estaban en un tráiler sucio y sin ventilación. Tenían a las mujeres… —Dare titubeó porque sabía que aquello iba a hacerle más daño a Trace. Sin embargo, tenía que saberlo— encadenadas, sujetas a argollas que estaban clavadas en el suelo, con la libertad de movimientos justa para llegar a un inodoro. No había lavabo.
—Desgraciados —dijo Trace con rabia, y abrazó con más fuerza a su hermana, de una manera muy protectora. Ella ni siquiera se quejó.
Dare miró hacia la furgoneta alquilada.
—Tuve que atravesar varios puestos de control y liquidar a algunos guardias armados para sacarla de allí.
—En silencio —dijo Trace.
—No hubo demasiado lío —respondió Dare. Siempre trabajaba en un silencio eficiente; si hubiera llamado la atención, habrían acudido más guardias, tantos que no habría podido luchar contra ellos. Por mucho que hubiera querido matarlos a todos, no habría podido.
Sólo a aquellos que tenían más responsabilidad.
Seguramente, para cuando los demás habían descubierto el tráiler vacío, él ya estaba de camino a la frontera de San Diego, donde lo esperaba Trace. Con el paso de los años había forjado alianzas por todas partes, y algunas veces trabajaba con los coyotes que se ganaban la vida pasando a gente de un lado a otro de la frontera.
Gracias a aquellos contactos no lo habían detenido al pasar por el punto de guardia fronterizo, ni siquiera al ver la carga extra que llevaba en el asiento de atrás. La furgoneta sólo había recibido una inspección superficial, sus armas habían sido ignoradas y la excusa de que las mujeres estaban cansadas, aunque una de ellas tuviera señales evidentes de maltrato, había satisfecho todas las preguntas.
A aquellos dos hombres se les daba muy bien su trabajo. Sin embargo, Trace no había podido ir en busca de su hermana como hubiera querido, porque los hombres que la tenían secuestrada lo habrían reconocido. Antes de que hubiera podido acercarse a Tijuana, los vigías lo hubieran descubierto.
Así que Dare había ido en su lugar, y había vuelto con algo más de lo que esperaba.
Alani escondió la cara en el hombro de Trace con un pequeño quejido. Los dos hermanos eran rubios y tenían los ojos castaños, pero en eso terminaba el parecido físico. Trace tenía treinta y dos años, la misma edad que Dare, y diez años más que Alani. Medía más de un metro noventa centímetros, y pesaba unos cien kilos, todos ellos de músculo.
A su lado, Alani era diminuta y frágil, y en aquel momento, además, estaba herida. Tenía muchos moretones en sus brazos y en sus delgadas muñecas. Como los traficantes pensaban venderla, no la habían golpeado en la cara.
La inocencia era un gran lujo, y a los veintidós años, después de llevar una vida muy protegida, Alani tenía un aura de inocencia. Las mujeres rubias de ojos azules eran las que más beneficio reportaban, pero Dare tenía la impresión de que los ojos dorados de Alani, en contraste con su pelo tan rubio, habría fascinado a aquellos desgraciados.
Dare rezaba por que no la hubieran violado; tenía esperanzas, porque sabía que una mujer maltratada de aquel modo valía menos para los traficantes. Sin embargo, dejó aquella conversación para Trace.
Oyó un ruido, algo como un suave gemido, y miró la furgoneta con todos los sentidos en alerta. Había dejado abierta la puerta trasera para oír cualquier movimiento de la otra mujer si ella se despertaba… pero no hizo más que adoptar otra posición.
Habían pasado tres horas desde que la había sacado de aquel tráiler. Dare estaba muy preocupado.
¿Por qué no se despertaba?
—Dare —dijo Trace. Tenía una mirada de dolor, de rabia y de alivio a la vez. Susurró—: Gracias.
Alani tragó saliva, y ella también dijo:
—Sí, gracias. Muchas gracias.
Dare respondió sin palabras, poniéndole una mano en el hombro. Hacía muchos años que conocía a Alani, la había visto crecer, y se sentía como su hermano mayor en muchos sentidos.
Había ido a su graduación del instituto, y también a la de la universidad. Había estado junto a Trace y Alani en el entierro de sus padres.
Se había convertido en parte de su familia.
Dos días antes, unos traficantes de mujeres habían secuestrado a Alani enfrente del hotel en el que ella estaba pasando unas vacaciones a la orilla del mar. Al día siguiente la hubieran vendido, y encontrarla después de eso habría sido, seguramente, imposible.
Ahora, los dos hermanos necesitaban estar a solas, y Dare necesitaba resolver la situación de la pasajera que tenía en la furgoneta.
—Bueno, tengo que marcharme.
Trace siguió la mirada de Dare hacia el vehículo, y vio un pie delgado y sucio que aparecía por un lado de la puerta abierta.
Arqueó una ceja con incredulidad.
—¿Tienes una pasajera?
—Una pequeña complicación, nada más.
—¿Lo dices en serio?
Dare se encogió de hombros.
—En aquel tráiler había seis mujeres, Trace. Cuatro de ellas eran de la zona y salieron corriendo en cuanto las liberé —dijo, y señaló la furgoneta con la cabeza—. Ésa estaba drogada, muerta de hambre y muy sucia.
Y, en muchos sentidos, estaba sola, separada de las demás.
Claramente, no era la típica mujer a la que secuestraban para traficar con ella.
—¿Una complicación… estadounidense?
—Eso creo —dijo él. Le había visto la cara, y no le había parecido extranjera—. Todavía no ha recobrado el conocimiento, así que no he podido hablar con ella.
Alani se volvió entre los brazos de su hermano, y miró también hacia la furgoneta.
—Se enfrentaba a ellos siempre que tenía la ocasión. Los insultaba. Casi parecía que los provocaba —explicó, y se estremeció de miedo—. Fue horrible. Los hombres la abofeteaban por insultarlos, pero ella no paraba. Seguía maldiciéndolos.
Dare frunció el ceño. Podrían haberla matado.
—Una estúpida.
—Creo que estaba realmente… enfadada. Aunque la sujetaban y le daban más drogas, ella no lloraba. Mostraba… rabia.
—¿Hablaba en inglés?
Alani asintió.
—A mí me parece que es estadounidense. No tenía acento extranjero.
Dare pensó en todo aquello y dijo:
—No estaba allí para lo mismo que vosotras.
—Seguramente no. Algunas veces, entraban cuatro o cinco en el tráiler, pero se colocaban a su alrededor, y yo no podía ver lo que hacían. Me parece que no la miraban con lascivia, como hacían con las demás. No parecía que estuvieran haciendo cálculos sobre ella, ni nada de eso. Sólo se metían con ella.
Trace volvió a abrazarla.
—Bueno, eso ha terminado. Ahora estás a salvo.
Alani asintió y se giró hacia Dare.
—Ella ya estaba allí cuando llegamos las demás, y tenía mal aspecto. Una vez, antes de que los hombres la drogaran, me dijo que se llama Molly.
—¿Molly qué?
Alani negó con la cabeza.
—Se supone que no podíamos hablar entre nosotras, así que yo tenía miedo de preguntarle más cosas.
Trace volvió a abrazarla y, por encima de su cabeza, le preguntó a Dare:
—¿Qué vas a hacer con ella?
—Ni idea. Con suerte, alguien me pagará por llevarla de vuelta a casa.
Alani, sin soltar a su hermano, le dio un puñetazo en el hombro a Dare por hacer aquel comentario tan insensible. Él sonrió, la agarró por la muñeca y le besó los nudillos.
Les había dado un susto horrible, y aquellos dos días habían sido tan largos como un mes, pero Alani tenía agallas. Iba a superarlo.
Sin embargo, la otra… ¿Cuánto tiempo la habían tenido prisionera? ¿Y por qué? Al pensar en ella, Dare se impacientó.
—Bueno, tengo que irme.
—Espera un segundo —dijo Trace, y lo tomó del brazo. Después se metió la mano en el bolsillo de los pantalones y sacó un sobre grueso.
Dare se enfadó y dio un paso atrás.
—¿Qué demonios es eso?
—Por los gastos. Y no te pongas así delante de Alani.
—No lo necesito.
Trace le tendió el sobre con solemnidad.
—Pero yo necesito que lo aceptes.
Aunque Dare jamás le habría cobrado a su amigo, a su hermano, en aquel momento se dio cuenta de lo difícil que había sido para Trace todo aquello; no sólo el hecho de que su hermana corriera un peligro tan grande, sino también el hecho de no haber podido ir a rescatarla en persona.
Dare tomó el sobre.
—Gracias. Y para el futuro, he resuelto el problema de que puedan reconocerte —le dijo. Ya no quedaba ninguno de los que podían hacerlo.
A Trace le brillaron los ojos de satisfacción. Asintió con dureza.
—Debería haber doblado la cantidad.
—No —dijo Dare—. Ha sido un placer.
No hubo más referencias al dinero. Trace y Alani se despidieron y salieron del aparcamiento en el Jaguar plateado de Trace. Aquella noche se alojarían en un hotel, y a la mañana siguiente tomarían un avión para volver a casa. Hasta aquel momento, Trace no perdería de vista a su hermana.
Dare se quedó allí, mirándolos hasta que dejó de oír el ronroneo del motor y dejó de ver las luces traseras. Se quedó entre las sombras. Las criaturas nocturnas emitían sonidos suaves.
Sin embargo, aquel ambiente de serenidad no lo engañó.
Con las manos en las caderas, miró hacia la furgoneta.
¿Y ahora qué?
Si iba a un hospital, le harían muchas preguntas, y no podría responderlas. Él preferiría alojarse en algún hotel, pero no podía hacerlo con una mujer al borde de la muerte.
Si realmente estaba al borde de la muerte. Las drogas podían ser una gran complicación, porque provocaban síntomas falsos y ocultaban el verdadero estado de salud de una persona. Cabía la posibilidad de que, si ella recuperaba el conocimiento, estuviera bien.
Pero también podía suceder lo contrario.
Aquella mujer necesitaba comer y beber. Y tampoco le iría mal librarse de la suciedad.
Dare fue rápidamente hacia la furgoneta y miró al interior.
Ella se había despertado; tenía los ojos amoratados y muy abiertos.
Antes de que él pudiera asimilar el hecho de que la mujer había recuperado el conocimiento, recibió una patada de un pie muy sucio en la cara. Una patada fuerte.
Aquel ataque lo tomó por sorpresa, e incluso aunque ella no tuviera apenas fuerzas, le causó bastante dolor en la nariz. Sin embargo, no podía responder exageradamente; seguramente la mujer se había despertado rabiosa y llena de confusión. Aunque le sangraba la nariz, él estaba bien.
Se inclinó hacia el asiento trasero y, después de un breve forcejeo, consiguió sujetarle los brazos por encima de la cabeza e inmovilizarle las piernas.
Aquellos ojos enormes y ligeramente desenfocados lo fulminaron con la mirada. Eran de color castaño oscuro, como el chocolate, y en aquel momento estaban llenos de miedo y de furia.
No gritó, gracias a Dios, pero tenía la respiración muy acelerada. Siguió forcejeando.
—Ya estás a salvo —dijo Dare, mientras intentaba controlarla sin hacerle daño—. Estás en San Diego, no en México.
Ella pestañeó.
Dare siguió intentando reconfortarla.
—Yo fui a rescatar a una amiga, a una de las chicas que estaba en el tráiler contigo. Y tú estabas allí también, así que… Te saqué de allí.
Ella dejó de retorcerse, aunque siguió mirándolo con cautela y con inseguridad. Y tal vez con esperanza.
—Ahora puedes ir al hospital, a un hotel o a la policía. Elige.
Pasaron unos segundos. A Dare se le derramó una gota de sangre de la nariz, que cayó en el pecho de la mujer. Se mezcló con los hematomas oscuros, con los cortes y los arañazos de su piel, y con la suciedad. Ella no se movió. Sin soltarla, Dare no podía hacer nada para remediar la pequeña hemorragia.
La mujer alzó la cabeza y miró al exterior, pero estaba demasiado oscuro como para que pudiera reconocer la seguridad de un aparcamiento estadounidense.
Entonces, tan repentinamente como había atacado, se quedó desfallecida y dejó caer hacia atrás la cabeza. Dare notó que comenzaba a temblar.
Y ella dijo, con un hilo de voz:
—A un hotel, por favor.
Una respuesta inesperada, pero de agradecer.
—Sabia decisión —dijo él. Esperó a que ella gritara, o a que lo amenazara, pero eso no ocurrió. Dare la miró con recelo—.
¿Puedo soltarte sin que haya más violencia?
Ella asintió con tirantez.
Él se incorporó lentamente y salió de la furgoneta. Ella no se movió. En realidad, no parecía que fuera capaz de moverse.
Él se sacó la camisa por la cabeza y se limpió la sangre de la nariz.
¿Qué podía hacer? Si se acercaba a la recepción para pedir una habitación, ¿intentaría escapar la mujer? Dare sabía no tenía fuerzas, y se daba cuenta de que todavía no se había calmado. Si sentía un ataque de pánico y echaba a correr, no llegaría lejos, y seguramente volvería a meterse en problemas.
Sin embargo, no podía ir con ella a un motel.
Para empezar, apestaba.
Aunque eso no era culpa suya, claro. La había encontrado en un agujero sucio, por el que había visto correr ratas y bichos de todo tipo entre los colchones mohosos, y en el que no había ventilación ni luz.
Por otra parte, sólo llevaba una camiseta larga que no ocultaba sus rodillas sucias y raspadas, y una camisa muy grande de hombre. Aquella ropa, en su cuerpo tan pequeño, resultaba absurda. Tenía los pies llenos de barro, y el pelo completamente enmarañado.
Mientras Dare intentaba pensar en cuál podía ser su próximo movimiento, ella se incorporó lentamente y se sentó, agarrándose al respaldo del asiento delantero para guardar el equilibrio.
Tragó con dificultad y preguntó:
—¿Tienes algo para beber?
Él abrió la puerta delantera y tomó una botella de agua del suelo del vehículo. Como sabía que ella estaba muy débil, abrió el tapón y le tendió la botella.
Iba a advertirle que no bebiera con ansia, pero no fue necesario, porque ella no lo hizo. Dio un sorbito, emitió un sonido de placer y volvió a dar otro sorbito.
—Oh, Dios, qué maravilla. Tengo la garganta tan seca que creo que podría beberme un río.
—No es de extrañar.
Ella se apoyó en el respaldo del asiento cerró los ojos durante un instante.
—¿Qué día es hoy?
Era fascinante. Aquella mujer estaba recuperándose poco a poco, y en vez de dejarse dominar por la histeria, quería encontrarle sentido a la situación. Dare admiraba aquello, porque era lo mismo que hubiera hecho él.
—Estamos a nueve de marzo. Es lunes.
Entonces, ella se pellizcó el puente de la nariz.
—¿Me han tenido allí… durante nueve días? Perdí la cuenta, pero… me parecía que era mucho más tiempo.
Dare silbó en voz baja. Nueve días, ¿y seguía con vida? Increíble. Casi nunca tenían a las mujeres tanto tiempo en su poder, porque eso les hacía correr el riesgo de ser detenidos.
—¿Estuviste siempre en el mismo tráiler?
—Sí, todo el tiempo —dijo ella. Mientras contenía la emoción, le dio otro sorbo a la botella y se giró hacia él—. Siento haberte hecho daño en la nariz. No sabía si…
—No te preocupes —respondió Dare. Debido a la naturaleza de su trabajo, había sufrido heridas mucho peores. Ya no sangraba, y seguramente, ni siquiera se le formaría un hematoma.
Por algún motivo, la respuesta calmada de Dare estuvo a punto de hacer que ella se echara a llorar. Sin embargo, se recuperó.
—Todavía estoy un poco atontada. Hace días que no como nada —dijo, y al tocarse el pelo, se estremeció—. Necesito ducharme. Y poder dormir en una cama de verdad sería algo celestial.
Tomó unos cuantos sorbos más de agua, y tragó haciendo gestos de dolor.
Dare la observó; le impresionaba el hecho de ella fuera tan inteligente como para darse cuenta de que no debía dar grandes sorbos de agua, porque eso le provocaría náuseas.
La mujer se frotó un ojo amoratado con el puño, y suspiró.
—No quisiera que nadie me viera así. Aunque ya es tarde para que me sienta humillada, eso suscitaría muchas preguntas —dijo, y lo miró, como si esperara que él le diera una solución.
—Puedo hacer una reserva.
A cada segundo que pasaba, Dare estaba más seguro de que no iba a salir corriendo. Tenía la cabeza clara, y razonaba mucho mejor de lo que él hubiera esperado, teniendo en cuenta lo que le había dicho Alani.
Ella bebió agua de nuevo, y Dare se dio cuenta de que lo hacía para poder pensar durante un instante.
Agarró la botella con fuerza y tomó aire.
—Tengo dinero… eh… ¿cómo te llamas?
—Dare —respondió él, aunque no le dijo su apellido. Todavía no la conocía lo suficiente como para confiar en ella.
Ella asintió y le tendió una mano sucia con las uñas rotas.
—Molly Alexander.
Ridículo, pero Dare se la estrechó.
—Molly.
—Tengo dinero para devolverte los gastos, Dare, te lo prometo. Pero es evidente que no lo llevo encima. Por motivos que te explicaré más tarde o más temprano, no quiero involucrar a la policía en esto.
Interesante. ¿Qué secretos estaría ocultando?
—¿Y lo mismo con los hospitales?
—Sí, lo mismo. Nada de hospitales.
—Te han drogado. Podrías tener efectos secundarios, o heridas…
—No, no estoy herida.
Él arqueó una ceja al fijarse en los hematomas y los cortes que tenía en la piel.
—Te han golpeado.
—Sí, y ha sido la peor experiencia de mi vida. Pero me recuperaré.
—¿Me estás convenciendo a mí, o a ti misma?
—Me recuperaré, te lo prometo.
Muchas promesas, pensó Dare. Miró su camisa, que estaba llena de sangre, y la arrojó a un contenedor de basura que había en el aparcamiento. Después se inclinó hacia el interior de la furgoneta para buscar otra camisa de su bolsa de viaje.
Ella jadeó, se cubrió la cara con las manos y se acurrucó en la esquina del asiento. Casi inmediatamente, se controló y se sentó de nuevo.
Él hizo una pausa. No quería asustarla.
—Estamos en el mismo bando, ¿no te acuerdas?
Ella cerró los ojos y asintió.
Tenía agallas, sí. Dare sacó una camisa limpia y se la puso.
Después se cruzó de brazos y esperó. Si no quería desmayarse en la furgoneta, aquella mujer iba a tener que tomar una decisión muy pronto.
Después de sobreponerse a algo que parecía un acceso de mareo, ella carraspeó.
—Si pudieras reservar una habitación para esta noche, te lo agradecería mucho.
—Sí, puedo hacerlo —respondió Dare.
Ella evitó su mirada y tomó aire. Después susurró:
—Una habitación, por favor, tal vez con dos camas —dijo.
Se le llenaron los ojos de lágrimas, y tuvo que pestañear para no echarse a llorar. Entonces, con la voz quebrada de miedo, añadió—: En realidad, no quiero estar sola en este momento.
Ahora que ya estaba a salvo, en la habitación pequeña, pero limpia, de un motel, Molly intentó aclararse las ideas. Para no desmoronarse tenía que establecer la prioridad de sus necesidades, que eran la comida, la ropa, el sueño, una ducha…
Se miró, y se estremeció. Lo primero, claramente, era tomar una ducha. No quería pasar ni un segundo más con aquella mugre en el cuerpo, y por mucha hambre que tuviera, se negaba a comer con aquellas manos tan sucias.
Reunió el poco valor que le quedaba y se giró hacia Dare. Era un hombre muy grande, y muy brusco. Al verlo sin camisa en el aparcamiento, debería haberse sentido alarmada, porque incluso a la suave luz de la luna había visto que tenía varias cicatrices en el pecho, en las costillas y en los hombros, que parecían de cuchilladas o de heridas de bala. Aunque ya estaba vestido de nuevo, y lo único que estaba haciendo era instalarse en la habitación, parecía muy poderoso y muy fuerte.
Sin embargo, después recibir amenaza tras amenaza durante nueve días de unos animales corruptos, Molly reconocía la maldad cuando la veía, y sabía que Dare no era malo. Tenía la impresión de que aquel hombre usaba su increíble fuerza para proteger, no para infligir dolor. Aunque nadie lo había enviado a buscarla, y no tenía seguridad de que fueran a pagarle por sus esfuerzos, la había rescatado, en vez de dejarla abandonada.
Y en aquel momento, ella era el motivo por el que se veía obligado a permanecer allí.
Iba a pagarle en cuanto consiguiera que él accediera a protegerla.
—Discúlpame, por favor, pero si me permites molestarte un poco más…
—Mira —dijo él, y se giró hacia ella desde la cama en la que había depositado su bolsa de viaje—. Ya está bien de tanta amabilidad. Has pasado por un infierno, ¿no es así?
Molly se quedó sorprendida, pero asintió.
—Totalmente —dijo.
—Pues no necesito que seas tan cortés —respondió él, y puso una botella de agua en la mesilla de noche, entre las dos camas—. Y tampoco necesito que te hagas la fuerte. Eres una mujer delgada; seguramente no pesas más de cincuenta kilos. Estás herida, cansada, deshidratada y muy sucia.
De nuevo, Molly sintió unas ganas absurdas de llorar, y frunció el ceño.
—¿Adónde quieres llegar?
—Si quieres desmoronarte, no te contengas. Yo no voy a juzgarte, y quedará entre nosotros.
Qué amable por su parte.
—No, gracias. Estoy bien.
—Como quieras. Pero necesito que te bebas esa botella de agua, y después, otra. Despacio.
Claro. El agua le sentaría muy bien. Ojalá no tuviera el estómago tan sensible.
—Y deja de actuar como si nada de esto te hubiera afectado —terminó él.
Molly sintió una punzada de ira.
—Mira, Dare, no voy a desmoronarme, ¿te enteras? —replicó ella, y tomó unos cuantos sorbos de agua. Después dejó la botella de nuevo en la mesilla de noche. Tuvo que agarrarse a ella para mantener el equilibrio. Le temblaban las rodillas, y su voz se volvió ronca—. He aguantado durante todo este tiempo, y ni por ti, ni por nadie, voy a dejar que esos canallas me destrocen.
Dare la observó con una ceja arqueada durante un momento, y después agitó la cabeza con exasperación.
—Siéntate antes de que te caigas.
A ella no le gustaba que le dieran órdenes, pero en aquella ocasión se sentó con gusto. Tuvo que hacer un esfuerzo por no tenderse sobre la cama y quedarse dormida. Si lo hacía, se despertaría igual de sucia, y con sólo pensarlo se le revolvía el estómago.
Dare se detuvo frente a ella. Examinó la botella de agua y debió de quedar satisfecho, al menos por el momento.
—¿Qué quieres hacer primero?
—Ducharme —dijo ella—. Oh, Dios, quiero dar me una ducha.
—Voy a prepararlo todo —dijo él, y después vaciló—. ¿Podrás arreglártelas sola?
A ella casi se le paró el corazón.
—Sí, por supuesto.
Sin embargo, él no se alejó. Se agachó frente a ella, y la miró intensamente con sus ojos azules.
—Conmigo estás a salvo, Molly —le dijo.
—Ya… ya lo sé.
—Si necesitas ayuda…
—Antes preferiría seguir sucia.
De eso estaba bien segura. No iba a pedirle a ningún hombre que la bañara. Se estremeció al pensarlo.
Él apretó los labios.
—Como quieras.
Se irguió y se dirigió hacia el baño.
—Mientras tú estás ahí dentro, yo voy a cruzar la calle para comprarte algo de ropa. ¿Qué talla usas? ¿Una seis?
Algo de ropa. Como si fuera su ángel de la guardia, aquel hombre iba a comprarle algo que pudiera ponerse después de la ducha.
Molly sintió tanto agradecimiento que tuvo ganas de llorar otra vez.
—Sí —dijo, con un nudo de emoción en la garganta—.
Cualquier cosa sencilla sería maravillosa. Y también algo de calzado, por favor. Uso el número siete. No soy quisquillosa.
Oyó el grifo abriéndose y, a través de la puerta entreabierta, vio a Dare sacar las toallas, desenvolver el jabón, el champú y el acondicionador. Después, él volvió a la habitación.
—Te traeré también un cepillo de dientes. ¿Algo más?
—Tal vez algo de comer, algo suave.
—Eso ya lo había pensado —dijo él, y se detuvo junto a la puerta—. ¿Estarás bien hasta que yo vuelva?
—Sí. Voy a tener cuidado. Si me mareo, cerraré el grifo y me sentaré en la bañera.
Parecía que a él no le hacía mucha gracia tener que salir, pero finalmente, asintió.
—No cierres la cadena de la puerta.
Mientras hablaba, se acercó al escritorio para sacar sus pertenencias, incluyendo una gran pistola negra y una navaja de aspecto letal. Se metió el arma en una pistolera que se ajustaba a la cinturilla del pantalón vaquero. La navaja se la metió al bolsillo, y después se tapó el arma con el bajo de la camisa. Trataba las armas con tanta despreocupación como la cartera y el teléfono móvil, y eso fascinó a Molly; ella se pondría nerviosa si tuviera que tocar alguna de las dos cosas.
Él volvió a detenerse.
—Si te desmayas, quiero poder entrar a la habitación sin tener que montar una escenita.
—Muy bien.
—No voy a tardar —le dijo—, así que no te quedes demasiado tiempo en la ducha.
—No, no lo haré.
—Estás más débil de lo que piensas.
—Estoy bien.
Él se pasó la mano por el pelo con una frustración evidente, asintió una sola vez y se marchó.
Molly sabía que quería decirle algo más. Aquel hombre no debía de entender que no le hiciera preguntas, ni tampoco que hubiera aceptado con tanta facilidad que él era su rescatador. Sin embargo, no la presionaba, y ella le agradecía mucho aquella contención. En aquel momento lo único que podía resolver eran sus necesidades más inmediatas.
Se puso en pie trabajosamente. Se quitó la ropa sucia que llevaba y la tiró a la papelera que había junto al escritorio. Aquellos repugnantes trozos de tela nunca volverían a tocar su cuerpo.
Le habían negado la ropa interior, así que se quedó desnuda. Al mirarse, vio que tenía muchas marcas en el cuerpo, en lugares que no había considerado. Recordó el maltrato, los tirones, los golpes, los empujones… Se le cortó el aliento.
No. Ya no estaba en aquel tráiler, y no iba a obsesionarse con todo aquello.
Entró en el baño y se metió bajo el chorro de agua caliente.
Oh. Era celestial.
Aunque le temblaban los músculos y estaba muy débil, nunca había agradecido tanto una ducha. Se enjabonó dos veces y se frotó concienzudamente, antes de que la abandonaran todas las fuerzas. Se llenó la boca de agua y se limpió los dientes con un dedo, lo mejor que pudo. Tuvo que apoyarse contra la pared durante unos minutos. Tenía un dolor de cabeza persistente a causa de la falta de sueño, y sabía que el futuro iba a plantearle varios problemas, pero por el momento estaba a salvo.
Algunas veces, durante su cautiverio, había tenido la seguridad de que iban a matarla. Aquellos hombres se divertían mucho amenazándola, abofeteándola y manteniéndola en la incertidumbre en cuanto al futuro. Pero todo había pasado ya, y estaba a salvo.
Apretó los puños. El miedo se mezcló con la rabia, con una fuerza tal que casi le sirvió de impulso. Luchó por llenarse los pulmones de aire para vencer el pánico que la acompañaba desde que la habían secuestrado.
Tenía muchas cosas en las que pensar… Pero por el momento, debía preocuparse sólo de terminar su ducha. Y después, de comer.
Y entonces podría dormir sin miedo a no despertar nunca.
Inspiró profundamente, y después tomó el champú con la mano temblorosa. Tenía tantos nudos en el pelo que decidió que iba a cortárselo cuando estuviera limpio, para no tener que deshacérselos con el cepillo. Se lo enjabonó y se lo aclaró, y después repitió el proceso. No quiso mirar la bañera para ver lo que se había quitado de la cabeza.
Vació el frasquito de acondicionador sobre el pelo y se lo extendió cuidadosamente por toda la melena. Después se la aclaró, y después… ya no tuvo fuerzas. Ni siquiera podía secarse. A duras penas, consiguió envolverse la cabeza y el cuerpo en una toalla.
Salió del baño tambaleándose, cayó sobre la cama y, literalmente, se desmayó.
Dare entró silenciosamente a la habitación y vio a Molly acurrucada en la cama. Frunció el ceño. La toalla apenas la cubría, y como tenía las rodillas flexionadas, si se acercaba a los pies de la cama tendría una visión más que interesante.
Aunque no iba a hacerlo. En algunos casos, no tenía escrúpulos; era una consecuencia de su trabajo. Sin embargo, no se aprovechaba de las mujeres, y menos de aquella mujer. Pese a su valentía y al hecho de que hubiera reaccionado de una manera tan sensata a la pesadilla que había vivido, él nunca había visto a nadie con tal fragilidad emocional.
Además, cuantos menos vínculos formara con ella, mejor. Tenía que averiguar lo que le había ocurrido, y cuál era la manera más rápida de liberarse de la responsabilidad de su cuidado.
Dare se había dado cuenta de que estaba exhausta, pero el hecho de que ni siquiera se hubiera tapado con las sábanas daba a entender hasta qué punto llegaba su agotamiento.
Seguramente, necesitaba comer por encima de todo. Sin embargo, ¿debía despertarla, cuando sabía que también necesitaba descansar?
Cerró la puerta de la habitación procurando no hacer ruido con las bolsas del supermercado. Miró el reloj de la mesilla; era la una y media de la noche. Había estado fuera menos de media hora; por suerte, los grandes almacenes Walmart que había frente al motel estaban abiertos las veinticuatro horas del día. Había encontrado ropa para Molly, y comida. Vistiéndola y dándole de comer solucionaba una parte de sus problemas. Sin hacer un solo ruido, dejó las bebidas en la nevera de la habitación y guardó la comida dentro del microondas.
Después dejó la cartera, el móvil y las armas sobre el escritorio. Se estiró para relajar los músculos; había pasado demasiadas horas arrastrándose por un terreno muy accidentado, permaneciendo agachado para no dejarse ver, y derribando hombres, sin dormir ni comer lo suficiente. Todo eso le había dejado tenso y cansado.
Después de sacar una silla de la mesa de la habitación, abrió la tapa de sus tortitas y su café.
Sólo había tomado un bocado cuando Molly se movió, olisqueó el aire y abrió los ojos. Dare se giró hacia ella.
Ella lo miró como si fuera un ciervo sorprendido por los focos de un coche en mitad de la carretera.
La observó. No era más que un pequeño bulto encima de la cama, con el rostro amoratado y los ojos llenos de dolor. Nunca había visto a una mujer con un aspecto tan vulnerable.
Tragó la comida y, en un tono tan despreocupado como pudo, le preguntó:
—¿Tienes hambre?
Ella se incorporó con dificultad y se apoyó en un codo.
—Estoy muerta de hambre, literalmente.
Sin la mugre en la cara y en el cuerpo, sus ojos enormes dominaban el resto de sus rasgos, y los hematomas y las heridas eran más visibles en su piel blanca. Tenía una marca en el pómulo, otra bajo el ojo izquierdo, una en la garganta y un moretón enorme y oscuro en el hombro derecho.
Dare pensó en los hombres que le habían pegado y sintió una rabia intensa. Odiaba a los matones de cualquier tipo, pero más a los que pegaban a las mujeres.
Ella inhaló profundamente y cerró los ojos.
—¡Qué bien huele eso!
Dare tomó su comida para dársela.
—¿Prefieres sentarte aquí, o prefieres comer en la cama?
Ella vaciló.
—En la mesa, por favor, pero… debería vestirme primero.
—Muy bien —dijo Dare.
Dejó la comida en la mesa y abrió la bolsa de su ropa. Sacó unas camisetas, ropa interior y un par de pantalones cortos de algodón.
—Mañana puedes comprar más cosas si te sientes bien. Tal vez necesites algo más abrigado, y más bonito para el vuelo. Pero por ahora, pensé que con esto valdría.
Ella no miró la ropa. El brazo en el que se había apoyado apenas la sujetaba, y el esfuerzo le entrecortó la respiración.
—Lo siento, pero… Hace mucho tiempo que no como nada, y me siento un poco mareada.
Dare se levantó al instante. ¿Iba a desmayarse?
—Si… si no te importa ayudarme a ir al baño, me vestiré ahí.
Vaya. No quería que ella se desvaneciera sola en el baño; podría golpearse la cabeza.
—Sí, no te preocupes.
Dare se acercó a la cama y la ayudó a ponerse en pie. Sin embargo, ella no pudo dar un paso.
—No puedo… —se interrumpió, carraspeó y volvió a hablar en voz muy baja—. Creo que la ducha me ha dejado sin fuerzas. Es embarazoso, pero…
—Mira, Molly —dijo él—, esto no es para tanto. Yo puedo vestirte. Incluso puedo darte de comer.
Ella apretó los dientes y se ruborizó.
—No es nada que no haya hecho antes —mintió Dare al notar su azoramiento.
Molly lo miró fijamente.
—Me dedico profesionalmente a la seguridad personal. Tú no eres la primera mujer a la que rescato, ni tampoco la mujer en peor estado a la que he rescatado.
Aquello era otra mentira. La mayoría de las mujeres a quienes él liberaba eran halladas durante las primeras cuarenta y ocho horas de su secuestro, cuando todavía no habían sufrido demasiado maltrato.
—¿Lo entiendes?
Ella asintió, sin dejar de mirarlo.
—Buena chica —dijo Dare.
Tomó algo de ropa de la bolsa. No se sentía demasiado incómodo con aquella tarea, pero quería terminarla cuanto antes.
Tenía mucha práctica a la hora de quitarle la ropa a una mujer, pero no en vestir a una persona medio muerta.
—Lo primero, las bragas, ¿de acuerdo? —le preguntó. Todavía no tenía ni idea de lo que le habían hecho, y si habían abusado sexualmente de ella, aquello podía ser muy duro—. Vamos a hacerlo con tranquilidad, y si en algún momento sientes pánico, avísame.
—No voy a sentir pánico.
Él la miró.
—Sí, bueno, es que no me gustaría que me dieras otra patada en la cara.
Durante un segundo, a él le pareció ver una ligera sonrisa en los labios amoratados de Molly. Después, ella apartó la mirada.
—No, no voy a volver a hacer eso.
Cuando Dare se arrodilló para meterle los pies por las braguitas de algodón, vio más heridas y más hematomas. Después de que comiera, le haría una cura con el botiquín de primeros auxilios.
Cuando él tuvo las bragas a la altura de sus rodillas, la tomó por el codo y la ayudó a ponerse en pie.
—Agárrate a mis hombros.
Era mucho más bajita que él; debía de medir un metro sesenta y cinco centímetros, cuando él medía un metro noventa, así que para sujetarse a sus hombros cuando él estaba erguido, ella tenía que estar estirada. Para evitarle el esfuerzo, Dare se inclinó y ella se apoyó en él. Era… sorprendentemente suave y blanda para ser tan delgada. Y olía bien, a limpio, a jabón y a champú, y a mujer.
Entonces, ella le preguntó con la voz muy aguda, casi como si estuviera nerviosa:
—Bueno, ¿y a quién rescataste, aparte de mí?
—A una amiga. Es casi como una hermana —respondió Dare.
Tenía unos muslos esbeltos y firmes; Dare hizo todo lo posible por apartar la mirada cuando le subió la ropa interior por debajo de la toalla húmeda. Rozó con los nudillos su trasero, que no era tan delgado como él había creído en un principio.
Aunque las curvas de Molly no tenían importancia. Estaba temblando contra su cuerpo, y él se sentía más como un médico que como un hombre que llevaba meses sin mantener relaciones sexuales.
—Ahora, la camiseta.
Le quitó la toalla húmeda de la cabeza y la arrojó a un lado. Su melena cayó, en mechones enredados, sobre sus hombros desnudos. Tenía un cuello largo y elegante, y una barbilla con carácter.
Y parecía que iba a desmayarse de debilidad y de humillación. Dare se dio cuenta de que no estaba acostumbrada a necesitar ayuda, y menos en una tarea tan personal.
—¿Te encuentras mejor ahora que estás limpia? —le preguntó. Tal vez, si mantenía una conversación con ella, todo aquello les resultara más fácil a los dos.
—No te haces una idea —respondió Molly. Dare le metió la camiseta por la cabeza, y ella le preguntó—: No tendrás unas tijeras, ¿verdad?
Dare tuvo que levantarle los brazos para ayudarla a meterlos por los agujeros. Como no había sabido comprar un sujetador, había comprado una camiseta grande y suelta. Le cabía por encima de la toalla con la que ella se había envuelto.
—¿Por qué?
—Iba a cortármelo.
—¿El qué? —preguntó él. Metió la mano bajo la camiseta y sacó la toalla abultada. Se quedó inmóvil por la sorpresa, aunque consiguió reaccionar enseguida. La suciedad, la angustia y las heridas lo habían escondido, pero Molly Alexander tenía un cuerpo estupendo.
Y él se sintió como un lascivo por haberse dado cuenta.
—El pelo —le dijo ella, y volvió a sentarse en la cama. Estaba pálida y tensa—. No creo que vaya a ser fácil deshacer los nudos, y francamente, no me apetece intentarlo.
Ella no era problema suyo, pensó Dare, y su pelo no debería importarle. Sin embargo, demonios, por algún motivo no quería que se rindiera con respecto a nada.
—Bueno, eso ya lo pensaremos mañana, ¿de acuerdo?
Volvió a tomarla del brazo e hizo que se levantara para ponerle los pantalones cortos. De aquella manera, vestida decentemente, limpia y habiendo descansado al menos un poco, era muy atractiva, pese a las heridas y los hematomas.
Dare la llevó hasta la mesa.
—¿Estás segura de que no quieres comer en la cama?
Ella soltó un resoplido.
—He estado atada a un colchón maloliente durante nueve días, sin poder sentar me ni hacer nada. De verdad, prefiero comer en la mesa.
Dare se puso enfermo al pensarlo.
—Bueno, aquí tienes —le dijo mientras le ponía enfrente un zumo de naranja—. Intenta bebértelo todo, ¿de acuerdo? Te vendrá muy bien —después abrió el microondas y sacó un recipiente con sopa, que todavía estaba caliente.
—Sé que las tortitas huelen muy bien, y hay más que suficientes si quieres probarlas, pero he pensado que sería demasiado…
—Sí —dijo ella. Tomó un poco de zumo, esperó y después tomó otro poco más—. Hace tantos días que no como, que tengo que ir despacio, o me pondré enferma y vomitaré. Y no quiero vomitar otra vez.
—¿Otra vez?
Molly se estremeció. Mientras se explicaba no miró a Dare, como si todavía se sintiera humillada y horrorizada.
—Al principio me dieron tortillas de maíz y algún tipo de licor muy fuerte. Yo tenía miedo de lo que pudieran hacerme si me emborrachaba, así que no lo bebí. Sin embargo, después me dieron un agua con un aspecto asqueroso, como si la hubieran sacado de un charco. Tampoco me fiaba de eso, y ellos se empeñaron en que la bebiera, pero yo no pude… Entonces, empezaron a drogarme.
Dare dejó a un lado su tenedor. Al oír todo lo que le habían hecho, le resultaba imposible mantener la distancia. Tenía ganas de volver a matar a aquellos tipos.
—Después de eso, ya no podía negarme a beber, pero me puse… enferma. No tenía sitio para vomitar, no me dieron un cubo, ni había un baño. Yo… yo ensucié parte de la pequeña zona que me habían asignado, y devolví las pastillas que me habían obligado a tragar.
Dios. El hecho de imaginarse a una mujer sola, muerta de miedo, enferma, en una situación tan insoportable… Dare no lo dejó entrever, pero aquello le provocaba furia.
—Se abalanzaron sobre mí, gritándome en un idioma que yo no entendía, pero sí entendí lo que querían decirme y limpié rápidamente el vómito con los trapos que me tiraron. Después de eso, ya casi no me dieron de comer, pero al menos el agua que me llevaban estaba más limpia. Supongo que era para evitar que vomitara otra vez.
Desgraciados.
—Sin embargo, ayer no me dieron nada de comer, y hoy tampoco, no sé por qué.
Ella se dejó muchos detalles, pero él no la presionó. Si un secuestro así era espantoso para un hombre, para una mujer era incluso peor, porque sentiría un miedo constante a sufrir un abuso físico. Sentiría terror a una violación.
Dare dejó la cuchara y la sopa frente a ella, y abordó el tema.
—Te pegaron mucho.
Ella no dijo nada. Probó la sopa, soltó un gruñido y volvió a probarla.
—Molly… Si te hicieron daño… Es decir, si te han herido de alguna manera que yo no pueda ver, entonces creo que sería buena idea ir a un hospital.
A cada cucharada de sopa, ella tenía un aspecto más aletargado, como si el alimento hubiera calmado un dolor terrible y el cansancio se hubiera apoderado nuevamente de ella.
—¿Molly?
—No puedo —dijo ella. Tomó otra cucharada, pero se le estaban cerrando los ojos.
—¿No puedes qué?
Otra cucharada. Pasaron unos segundos.
—No puedo… No puedo hablar ahora de esto, no puedo darte los detalles, y no puedo ir al hospital —le explicó Molly—. Por favor, si pudiéramos hablar mañana por la mañana, te lo agradecería mucho.
Demonios, él no quería ser el responsable de su salud. Se levantó y comenzó a pasearse de un lado a otro.
—¿Dare?
Se volvió hacia ella con la mandíbula apretada.
—No me violaron. Te lo prometo.
Dare intentó leer la verdad en su mirada, pero no consiguió descifrarla.
—Si hubieran abusado sexualmente de ti, ¿me lo contarías?
—Si me hubiera ocurrido eso… No lo sé. No sé cómo me sentiría —dijo ella, y alzó la barbilla pese a todo—. Pero no me ocurrió.
Dare siguió observándola con atención. Él era capaz de entender a la mayoría de la gente, pero en el rostro de aquella mujer había tanta emoción, y en sus ojos, tantos secretos, que no estaba seguro de nada.
—Eso… eso no era lo que querían de mí.
Al recordar que ella estaba separada de las demás mujeres, y que la mantenían sucia y descuidada, la creyó.
De eso era de lo que ella quería hablar al día siguiente. Dare asintió.
—De acuerdo.
Molly hizo ademán de ponerse en pie, y como estaba temblando, Dare dijo:
—Espera. Deja que te abra la cama.
La preparó para ella como lo hubiera hecho para un niño, y después volvió a buscarla.
Molly cayó sobre el colchón y murmuró:
—Lo siento. Estoy muy cansada…
Él volvió a preocuparse mucho. ¿Debería hacer caso omiso de sus objeciones y llevarla al hospital? Parecía que ya se había quedado dormida. Él sabía, por experiencia propia, hasta qué punto podían cansar al cuerpo y al alma el agotamiento, el hambre y la deshidratación.
Al verla allí, profundamente dormida, tomó una decisión. Unas cuantas horas no iban a hacerle daño. Si no estaba mejor después de dormir, la llevaría a un médico.
Le apartó el pelo de la frente sin darse cuenta. Era tan espeso que no se le había secado mucho; sin embargo, tener la cabeza húmeda debía de ser la menor de las preocupaciones de Molly. La tapó con la sábana y la manta hasta la barbilla, y oyó su suspiro.
—Descansa, Molly Alexander. Mañana por la mañana hablaremos.
No hubo respuesta.
Dare siguió mirándola durante más de un minuto, preguntándose qué iba a hacer con ella. Había mantenido controlada la situación a base de fuera de voluntad y de determinación. Pese a la experiencia espantosa que había sufrido, se había comportado de un modo razonable, práctico e inteligente.
Sin embargo, eran las cosas que ella no le había dicho las que más información le proporcionaban a Dare.
Molly no se había mostrado ansiosa por acudir a la policía, ni siquiera había mirado el cuchillo y la pistola que él llevaba, y no había querido llamar a nadie.
Para Dare, todo aquello era nuevo. En su experiencia, tanto hombres como mujeres, después de salir de una situación peligrosa, tenían a alguien con quien querían hablar inmediatamente, alguien a quien querían tranquilizar, o que los tranquilizara a ellos.
Molly no.
Era todo un misterio.
Dare le extendió la melena por la almohada para que se le secara más rápidamente. Después ordenó la habitación y tiró los recipientes de comida vacíos.
Puso el arma y el cuchillo debajo de la almohada. Formaban un bulto que le resultaba familiar y que le proporcionaba una tranquilidad muy necesaria en su trabajo.
Se desvistió hasta quedar en calzoncillos, dobló la ropa y la puso dentro de la bolsa de viaje. Tras el último vistazo al aparcamiento, corrió las gruesas cortinas y, a oscuras, se metió entre las sábanas. En pocos minutos se quedó dormido.
Horas después, lo despertó un sonido gutural de pánico. Tenía el arma en la mano y estaba en pie antes de que aquel sonido hubiera terminado.
Molly se incorporó de golpe en la cama, con el corazón latiendo pesadamente y con calambres en el estómago. Tenía los puños apretados y la garganta ardiendo a causa del grito que casi se le había escapado. Casi. Había alguien muy grande a su lado.
—¿Molly?
Conocía aquella voz. Miró a su alrededor para hacer un rápido análisis del entorno. En la cama no había bichos, ni percibió el hedor a suciedad, miedo y vómito.
La realidad se abrió paso, y sintió vergüenza, mortificación y tristeza. Jadeó y extendió las manos a ciegas.
—¿Dare? —preguntó, y tocó algo duro, tal vez un muslo.
—Sí, soy yo —dijo él. Depositó algo pesado en la mesilla de noche y se sentó en el colchón. Le tocó el hombro y preguntó—: ¿Has tenido una pesadilla?
—Sí. Siento haberte despertado —respondió ella.
—¿Y ya estás bien?
—Yo… Sí. Ahora sí —dijo Molly, aunque el miedo continuaba invadiéndola a oleadas—. Lo siento.
—Ya está bien de disculpas, ¿de acuerdo?
Su voz ronca la reconfortó. Asintió a oscuras, intentando recuperarse.
—Pensaba…
—¿Que estabas allí otra vez? —preguntó Dare, y con cuidado, con algo de torpeza, la atrajo hacia sí—. No te preocupes por eso. Te llevará algo de tiempo superarlo.
Entonces, le dio otra botella de agua.
Ella bebió, y después le entregó la botella; Dare la dejó de nuevo en la mesilla y abrazó a Molly.
Su mejilla se encontró con la piel desnuda del pecho de Dare, y encajó perfectamente en el hueco de su hombro. Irradiaba mucho calor, y olía muy bien, a algo limpio y puro. Y transmitía una sensación de fuerza y seguridad.
Su salvador no tenía nada en común con los animales sucios y depravados que la habían secuestrado, que seguramente estaban contratados para… Molly no sabía qué querían hacerle.
Oyó los latidos tranquilos de su corazón, y eso ayudó a que el suyo se calmara también. Aparte de aquel gesto de consuelo inicial, Dare no la tocó de ninguna otra manera. Tenía una de las manos en su hombro, como para que ella supiera que ya no estaba sola ni corría peligro.
—¿Dare?
—¿Umm?
—¿Te importaría que nos quedáramos así un minuto?
—Claro que no —dijo él. Entonces, le acarició suavemente la espalda, y después le tocó el pelo—. Por lo menos, ya se te ha secado.
Él se quedó en silencio un momento, y después preguntó:
—Creo que antes no te lo pregunté, pero, ¿quieres tomar una aspirina, o algo así?
Molly negó con la cabeza.
—No sé qué eran las pastillas que me obligaban a tomar, pero preferiría no tomar nada más durante un tiempo.
—Seguramente era algún tipo de alucinógeno. O tal vez, tranquilizantes.
Al recordar el efecto de aquellas pastillas, se puso rígida, se apartó un poco de él y lo miró a la cara.
—Detesto perder el control.
Él se quedó inmóvil.
—¿Ahora?
—No. Cuando me estaban drogando. Yo nunca, nunca tomo drogas. Nunca he fumado marihuana. Y el hecho de que ellos me obligaran a hacerlo… fue horrible. ¿Por qué se droga la gente a propósito?
Él se relajó de nuevo.
—Ni idea.
Molly lo creyó. Dare era un hombre que disfrutaba del hecho de tener las riendas de una situación, y seguramente no renunciaría a aquella habilidad sólo por colocarse.
Más para sí que para él, Molly susurró:
—Me gusta ser yo misma, no una versión chiflada de mí misma.
Él no dijo nada.
Sin embargo, ella necesitaba hablar, así que volvió a alzar la cabeza para mirarlo.
—Las otras mujeres… Tú me dijiste que habías salvado a una de ellas, pero, ¿qué les ocurrió a las demás?
—Creo que debían de ser de la zona, porque en cuanto las solté y les dije que ya no había peligro, salieron corriendo.
—Espero que estén bien.
Él se encogió de hombros.
—Parece que sabían muy bien adónde querían ir.
—Esos hombres… eran muy crueles. Se burlaban de las mujeres y las manoseaban.
Él se puso rígido de nuevo.
—¿Tocaron a la mujer rubia? —preguntó en un tono frío, de ira.
—Algunas veces, pero me da la impresión de que era demasiado valiosa para ellos. Dijeron que les darían mucho dinero por ella. ¿Es la que salvaste? ¿La que dijiste que era como de tu familia?
—Sí.
Ella volvió a apoyar la mejilla en su pecho.
—¿Y dónde está ahora?
—Con su hermano. A salvo.
—Me alegro. Es muy joven. Intenté hablar con ella, pero estaba muy asustada.
—¿Y tú no?
—Nunca, en toda mi vida, había conocido ese tipo de miedo —dijo ella. En la oscuridad de la habitación, en la relajación que él le transmitía con su calor, a Molly le resultaba fácil hablar—. Dare, ¿puedo decirte una cosa?
Él se movió, como si se estuviera preparando para algo trascendente.
—Sí.
¿Cómo podía explicárselo? Una prisionera era una prisionera, pero a ella la habían tratado de una manera distinta.
—Yo no era como las demás.
En vez de preguntarle qué quería decir, él contestó:
—Ya lo sé.
¿Lo sabía de veras?
—Esas chicas eran muy jóvenes, de unos veinte años, y todas eran increíblemente guapas. Las tenían a un lado del tráiler y les daban más facilidades para lavarse. Les dieron ropa limpia, y más comida, y agua. Esos desgraciados querían que tuvieran buen aspecto. Que parecieran sanas, quiero decir.
—Sí, ya lo sé.
Molly frunció el ceño.
—No estoy diciendo que para ellas fuera más fácil que para mí. Un secuestro es un secuestro, y todas estábamos hundidas.
—¿Pero?
Molly tragó saliva.
—Pero… Yo tengo treinta años. Sé que no soy despampanante, y no soy tonta.
—No, no eres nada tonta.
—Ellos no querían venderme como a las otras.
—No, es cierto, pero entonces, ¿por qué te secuestraron? ¿Lo sabes? ¿Te dijeron algo?
Le habían dicho muchas cosas, casi todas ellas en español.
—Lo he pensado una y otra vez, y creo… creo que alguien les pagó para que lo hicieran.
Él respondió, y por su tono de voz, pareció que la creía sin necesidad de que le diera más explicaciones.
—¿Quién?
Molly cerró los ojos con fuerza. Odiaba la realidad en que se había convertido su vida.
—Ésa es la cuestión; ya no sé en quién puedo confiar.
Él le acarició el pelo, y después posó la palma de la mano en la cabeza.
—¿Crees que ahora podrás dormir un poco más?
—¿Qué hora es?
—Eso no importa. Todavía no tenemos ningún horario.
Sin embargo, Molly no quería causarle más molestias. A él no le habían contratado para que fuera a buscarla a ella. Seguramente la había rescatado con idea de dejarla al otro lado de la frontera, para que otro se ocupara de aquel problema.
Por desgracia, no tenía a nadie a quien acudir.
—¿No tienes que tomar ningún vuelo?
Antes de responder, Dare la tendió en la cama. Ella puso la cabeza en la almohada. Las sábanas, aunque eran ásperas, olían a limpio. Él la tapó con la manta.
Debería haberse sentido mal al tener a un hombre tan grande y fuerte como Dare inclinándose sobre ella; sin embargo, se sentía mejor que en ningún momento desde que la habían agarrado y la habían arrojado a la parte trasera de una furgoneta vieja justo delante de su apartamento. Dudaba que aquel barrio pintoresco del sur de Ohio volviera a parecerle aburrido nunca más.
Dare le ajustó la manta por los hombros.
—Cuando estoy en una misión como ésta, no puedo hacer planes con demasiada antelación. Si algo hubiera salido mal, si no hubiera podido sacar a Alani de allí con tanta facilidad, o si ya la hubieran trasladado, yo todavía estaría buscándola.
—¿Nunca habrías dejado de buscarla?
—Nunca.
La convicción con la que respondió fue reconfortante para ella. Alani era afortunada por tener a alguien como Dare de su lado.
—¿Y cómo sabías dónde tenías que buscarla?
Él se movió y se colocó a su lado, y cuando Molly pensaba que iba a levantarse de la cama y dejarla sola, él apoyó la espalda contra el cabecero. Estiró las piernas y dijo:
—Llevo mucho tiempo en este negocio.
—¿Cuánto tiempo? Tú no debes de ser mucho mayor que yo.
—Tengo treinta y dos años, y llevo más de diez trabajando en esto.
Fascinante. Molly se puso una mano debajo de la mejilla y se acomodó.
—Empezaste muy joven.
Él se encogió de hombros.
—Es lo mío.
—¿Eres un adicto a la adrenalina?
—Y un maniático del control, lo cual significa que entiendo muy bien que odies estar tan indefensa. Yo también lo habría detestado.
Pero Dare no habría estado tan indefenso ante aquellos hombres. Molly pensaba que él habría encontrado la manera de escapar, y no sólo eso, sino también de eliminar a aquellos cretinos.
Él se tomó su silencio como una muestra de interés, lo cual estaba bien, porque significaba que le provocaba curiosidad. Y el hecho de que lo escuchara le impedía obsesionarse con lo que le había ocurrido.
—Soy muy concienzudo con los detalles, y eso me convierte en una persona fiable, por lo que tengo contactos por todas partes, y en México especialmente. A cambio de un dinero, los coyotes me dan una información que nunca conseguiría de otro modo.
—¿Los coyotes? ¿Te refieres a la gente que ayuda a entrar a inmigrantes ilegales al país?
Dare asintió.
—Sí, pero son útiles cuando necesitas ayuda para salir de Tijuana. Lamentablemente, en algunas zonas del mundo el tráfico de personas no es ningún secreto, así que hay mucha gente pendiente de las nuevas adquisiciones.
Molly recordó a la muchacha rubia que estaba con ella en el tráiler.
—Tu amiga Alani tiene un color de pelo muy especial.
Él asintió.
—Eso facilitó que los demás la recordaran, aunque no muchos la habían visto. Estoy seguro de que a ella la estaban reservando para una gran venta.
Aquellos hombres, los que habían planeado hacer eso con una chica, eran horribles. Ella los odiaba a todos, sin excepción.
Sus ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad, y miró el perfil de Dare. Recordó el golpe que había oído en la mesilla antes de que él se tumbara con ella en la cama.
—Tienes un arma.
—Sí, en la mesilla —confirmó él—. Una Glock de nueve milímetros. ¿Te molesta?
—¿Puedo verla?
—Ya la has visto.
—Quiero decir que si puedo agarrarla.
Él hizo un sonido parecido a una risa.
—No, demonios.
Bueno. Molly no supo si debía sentirse ofendida o no. Sin embargo, volvió a recordar a aquellos hombres…
—¿Has disparado alguna vez a alguien?
—Sí.
A ella se le aceleró el corazón. Se humedeció los labios y tomó aire.
—¿Disparaste… a los hombres que estaban custodiando el tráiler?
Él volvió a mirarla. Después de pensarlo unos segundos, preguntó:
—¿Por qué lo preguntas?
Aunque su voz sonó más ronca de lo que hubiera querido, Molly no pudo decir las cosas de una manera diferente a como las sentía.
—Son bestias brutales que se divierten haciéndoles daño a las mujeres.
—Haciéndote daño a ti —dijo él comprensivamente.
—Ellos…
Oh, Dios, casi le resultaba imposible hablar. Se le había quebrado la voz, su sonido cada vez era más débil. Sin embargo, Dare no la presionó, no la instó a que continuara. Se limitó a esperar en silencio, dándole su apoyo.
—Querían hacerme llorar. Querían que les suplicara —dijo ella—. Sólo por diversión.
Sin decir una palabra, como si se conocieran bien, él la abrazó contra su pecho y posó la barbilla encima de su cabeza. Después de unos segundos, dijo:
—¿Sabes, Molly? Si pudiera, los mataría otra vez por ti.
Ella se puso rígida y susurró:
—¿Otra vez?
—Sí.
—Entonces, ¿los mataste?
—Sí —dijo él, y la miró—. Era lo que se merecían.
—Sí, se lo merecían —dijo ella.
Aquellos hombres habían muerto. Ya no podrían hacerle daño a ella, ni a nadie más. A medida que la tensión la abandonaba, comenzaron a cerrársele los párpados. Sintió un gran alivio al saber que habían desaparecido para siempre.
Estaba empezando a amanecer, y por primera vez desde hacía muchos días, Molly recibió la salida del sol con esperanza.
—¿Dare?
—¿Sí?
Ella lo abrazó con fuerza.
—Gracias.
Mientras tomaba café y la veía dormir, Dare revisó los posibles cursos de acción de aquel día. Lo primero era decidir qué hacer con la señorita Molly Alexander.