En el interior de la noche - Lucio González - E-Book

En el interior de la noche E-Book

Lucio González

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Beschreibung

En el interior de la noche te llevará hasta lo más profundo de un mundo apocalíptico en el que un virus ha hecho que los humanos contagiados pierdan la condición de serlo. Más acción, más crudeza y «más mandanga». En esta segunda entrega de La noche viene hacia nosotros los protagonistas quedarán separados en distintos puntos del planeta. La lucha por reencontrarse marcará el ritmo de la narración, acompañándote por los territorios casi desolados del mundo que les ha tocado vivir. Siempre con el recuerdo de su pasado muy presente, siempre con el corazón puesto en la añoranza de un ayer que cada vez se presenta más lejano. ¿Lograrán sobrevivir?

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Primera edición: abril 2022 Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com Fotografía de la cubierta: Lucio González Maquetación: Patricia Escolar Corrección: Lucía Triviño Revisión: Miriam Villares

Versión digital realizada por Libros.com

© 2021 Lucio González © 2021 Libros.com

[email protected]

ISBN digital: 978-84-18913-95-2

Lucio González

En el interior de la noche

Para Guiomi.

«Wish you Were Here».

Pink Floyd

Índice

Portada

Créditos

Título y autor

Dedicatoria

Cita

Libro 1. En el interior de la noche

1. Pene erecto

2. Más frío

3. Viento del este

4. Transmongoliano

5. Relato de fantasía

6. Jacinto Quincoces Ridruejo

7. El Oráculo

8. La fábrica 1

9. No hay miedo

10. La fábrica 2

11. Cuento de Navidad

12. Frío sol de invierno

13. Tiempo para reflexionar

Libro 2. Nuevo orden mundial

1. Periodistas

2. Reporteros I

3. Reporteros II

4. Reporteros III

5. Noticiario

6. Reporteros IV

7. Reporteros V

8. Reporteros VI

9. Conclusiones

10. Oda a la belleza

Libro 3. Todavía más oscuro

1. Ushuaia

2. Dos balas

3. Oda a la violencia

4. Dulce sueño de infancia

5. Réquiem por un solipsista

6. Seiscientas balas

7. Oscuro infinito

Notas del autor

Apéndice musical

Mecenas

Contraportada

Libro 1

En el interior de la noche

1. Pene erecto

Veo los ojos de Mika a escasos diez centímetros de los míos. Percibo perfectamente cómo sus globos oculares de un blanco vidrioso se tornan rojos por la rabia, cómo afloran y se muestran todas esas pequeñas venas que estallan sin remedio alrededor de sus pupilas. Y en su mente se acabaron los recuerdos de sus hijos, las caricias de su esposa y las partidas de póquer con sus amigos.

Su boca se abre exageradamente entre los barrotes que nos separan en un rictus casi obsceno y me muestra sus encías que comienzan a sangrar. Articula entre gorgoritos sus últimas palabras en vida mientras dos infectados le desgarran el cuello y la espalda a mordiscos y arañazos.

El amo del Scrabble en la tarde de los jueves agarra los barrotes de la celda con las fuerzas que le quedan y todavía consigue estirar un dedo para señalarme su cinturón. Sus encías sangran ya copiosamente, y sus dientes castañetean y chocan con frenesí los de arriba contra los de abajo. Intenta morder el vacío porque hasta mí no llega, mientras, yo estoy pensando que una vez le enseñé a jugar al mus.

Sí, estoy encerrado en la única celda que hay en la comisaría del pueblo. Prisión preventiva a la espera de traslado a Oslo y juicio por asesinato de Leire Ayarza Mendiola y un desgraciado sin más.

Varios días después de aquellos hechos, Mika y su acólito aprendiz de lameculos vinieron a buscarme a mi cabaña. Con respeto y diligencia me narraron los hechos y los derechos, y juntos los tres nos encaminamos hacia mi celda. Antes, nos tomamos un café; durante, charlamos, y después solo yo me quedé adentro.

Tres noches después llegaron los primeros infectados al extremo norte de la Europa continental. Una noche después alguien cruzó a la isla. Ese alguien traspasó la línea más roja que pudiera existir: saltó a nuestro hogar, violó nuestra integridad. Destrozó la vida de una niña, y esa niña destrozó la vida de su hermano. Juntos destrozaron las vidas de sus padres, y los cuatro más el uno destrozaron todas las vidas del pueblo.

Dos semanas estuve encerrado escuchando cómo todo se iba al garete. Dos semanas encerrado sin poder hacer nada mientras esperaba un traslado a Oslo que no llegaría jamás. Dos semanas en las que todo iba muriendo en el exterior hasta que pude tener los ojos marchitos de Mika enfrentados a los míos, y su dedo encallado señalándome el cinturón.

Le quito la pistola y las llaves de la celda. Apunto y disparo sobre su hombro derecho y le dejo sordo del oído. Ya no importa. Mato a un infectado que le estaba destrozando la nuca a mordiscos. Le reviento la cabeza. Cambio de hombro la pistola, apunto y disparo de nuevo, le dejo sordo del otro oído y mato al otro infectado que se estaba cebando con sus costillas. Como es de rigor, también su cabeza revienta.

Miro a Mika: sordo, ciego y mudo. Ya no podrá volver a pillar dúplex de reyes jugando al mus nunca más porque ya no habrá más partidas. Apunto el cañón del arma justo entre la nuez y su perilla. Lo siento por su familia (una familia que posiblemente ya no tenga). Disparo por tercera vez en un escaso medio minuto. Sale sangre por la boca, por los ojos y por los oídos, salta la tapa de los sesos en el inexorable camino de una bala de calibre 38 disparada a bocajarro desde la parte inferior de la mandíbula. Una breve cascada de sangre, sesos y trocitos de hueso acompaña el estruendo del disparo, perdiéndose ambos entre las paredes y el techo, y todo me salpica a mí.

Sabido es que tendré que disparar muchas veces más para poder salir de ahí.

Abro la puerta de barrotes de mi celda con la llave. El cadáver de Mika resbala suavemente y se deposita armonioso en el umbral de la reja por efecto de la gravedad. Miro al frente y percibo un amplio recibidor con una gran mesa de escritorio a un lado, varias puertas alrededor por donde se distribuyen despachos y oficinas, un cambiador o vestuario y un cuarto de baño, un largo pasillo con la puerta de salida al fondo, escudos y banderas. Las luces no funcionan desde hace ya un buen rato, y solo las de emergencia me muestran el lugar con su mortecina claridad.

Noto unas incipientes ganas de orinar y el pene un poco más grueso que en su estado natural de reposo. Me aprieta un poco el calzoncillo y se abulta ligeramente el pantalón. Quizás sea buen momento para ir al baño y liberar tensiones, pero capto una silueta inmóvil al final del pasillo.

Dicha silueta inmóvil, que no lo es tanto, se gira desacompasada entre arrítmicos espasmos musculares y me mira desde la penumbra. Alzo la pistola nuevamente y descerrajo un nuevo tiro que impacta de lleno en su pecho. Grita como la más salvaje de todas las criaturas del averno e inicia una frenética carrera hacia mi persona. El eco estremecedor de sus lamentos avanza y se expande por el pasillo mientras su silueta moribunda se acerca más y más. Vacío el cargador de mi pistola, un disparo tras otro sin ninguna dilación. Todos impactan en el blanco, que por la penumbra de la noche y las luces de emergencia ahora es negro. Cae de bruces a mis pies, cosido a balazos por todo su cuerpo, como una estantería que ha perdido su centro de gravedad y desparrama su contenido de cuadros, libros, figuritas y recuerdos por todo el ancho del salón.

Veo menos que antes porque el resplandor de los disparos me ha cegado levemente. Cruzo los cuerpos muertos que tengo delante de mí (tres infectados más Mika) y decido coger la pata de palo de una silla que previamente he destrozado. Tiro la pistola vacía y las llaves de la celda. Me quito una de mis camisetas y la enrollo al palo de la silla para crear una antorcha. Me acerco al gran escritorio en busca de un encendedor y lo encuentro fácilmente entre papeles, carpetas y bolígrafos, una taza de su hija con la serigrafía de «Te quiero papá», una lámpara de flexo caída y un retrato familiar roto.

Agarro el encendedor y prendo fuego a la antorcha. Me estoy meando en exceso, noto el paquete entre mis pantalones notablemente abultado y divago brevemente pensando algo sexual. No es mal momento para ir al baño, pero no pienso entrar a oscuras.

Otro infectado más, que corrió casi en silencio como alma que lleva el diablo, me sorprende cuando giro con la antorcha prendida en la mano. Salta sobre mí como un demonio, y juntos nos vamos al suelo con la antorcha entre los dos.

Dos pasos mal dados, trastabillo con otra silla y es entonces cuando caemos. El fuego de la antorcha me quema el pecho y los brazos, pero me sirve de escudo para evitar sus mordidas. Arde también su pecho, sus brazos y su puta cara. Forcejeo con la antorcha en las manos y pataleo con los pies. Es el punto en el que empiezan a arder mis pantalones, y los suyos también. Le golpeo la cara con la antorcha en llamas y saltan chispas por doquier. Restos del trapo que antes era mi camiseta y ahora es una bola incandescente se quedan pegados en sus mejillas, en su frente y en todo su rostro. El pelo también le empieza a arder (me recuerda a Goku cuando sube de nivel), y a base de patadas consigo quitármelo de encima y lanzarlo unos metros más allá.

Cae en la pila de cuerpos que he dejado en el umbral de mi celda, y todos empiezan a arder junto a trozos de sillas, el escritorio, un armario, y hasta yo mismo (ahora me recuerda a la portada del primer disco de Rage Against the Machine con el monje en llamas, pero aquí no suena música).

Mientras mis ropas continúan ardiendo (y mi erección ha bajado considerablemente, porque todo hay que decirlo), me pongo en pie, agarro con firmeza la base de la antorcha, me acerco a la pila de cuerpos y golpeo con contundencia y repetidas veces el cráneo del último infectado que todavía da bandazos en la pira funeraria (y esto me recuerda al mono, gorila o chimpancé, simio en general, de 2001: Una odisea del espacio golpeando un hueso contra más huesos).

Lanzo la antorcha al otro extremo de la sala y prendo las cortinas sin querer (¡vaya por Dios!). Me quito toda la ropa deprisa y corriendo, caiga donde tenga que caer y prenda lo que tenga que prender. Quemaduras de primer y segundo grado en brazos, torso y muslos. Manos, pies y cara con quemaduras superficiales. No percibo tercer grado salvo quizás en puntos muy pequeños y concretos de mi cuerpo.

Vuelvo a sentir ganas de orinar, pero no entro al baño ni de coña. Necesito armas y salir de ahí a la voz de ¡ya! El humo y el olor a muerto se intensifica, la fogata crece.

Hay un pequeño cuarto detrás del escritorio en llamas con un armario empotrado y un repositorio de escopetas repetidoras. Cojo el asta de una bandera y golpeo repetidamente la base del mástil contra la cerradura del armario. Salta por los aires con facilidad. Suelto la bandera con su mástil y su peana, y el trapo con el escudo empieza a arder con cierto desdén. Las puertas del armario se abren de par en par y me suministro una escopeta semiautomática con cargador para ocho cartuchos. Como estoy completamente desnudo y no puedo portar más munición, decido, pues, suministrarme una segunda escopeta igual que la primera. Dos al precio de una.

Con un arma por brazo y en pelota picada salgo a toda pastilla para abandonar el lugar lo antes posible. Las llamas crecen, el humo se condensa más todavía, ya no puedo respirar bien, y a saber qué clase de horrores puede haber en las habitaciones. Por todo ello, dejo atrás el gran recibidor y corro por el pasillo con una escopeta apuntando delante y otra escopeta apuntando detrás.

El pene me ha crecido considerablemente otra vez, rebota rítmicamente contra mis muslos quemados y produce dolor (escozor) y una cierta sensación de placer. Me estoy orinando muchísimo.

Disparo el primer cartucho de los dieciséis que tengo entre las dos escopetas para hacer saltar el cierre de la puerta principal. A continuación, golpeo dicha puerta con la base del pie, y luego empujo con el hombro derecho para franquearla.

Salgo al zaguán, y de ahí al umbral de la calle esperando ver el más absoluto de los horrores posibles, esperando encontrar una suerte de escenario posapocalíptico con cadáveres desperdigados por cualquier sitio, gente corriendo desbocada en múltiples direcciones, vehículos ardiendo y edificios cayendo, y todo ello en la más absoluta oscuridad de la noche más cerrada, del invierno más frío, del lugar más al norte de todos los nortes posibles, con el silencio sepulcral de la muerte, el viento gélido ululando sin parar y la nieve dura golpeando incansable en la superficie de todo lo que es tangible.

Antes de prepararme para asimilar todo aquello que describo, me contemplo a mí mismo por unos segundos. Imagino lo que vería mi madre si estuviera delante de mí en esos momentos, o lo que diría después de santiguarse y contemplar mi estampa. Sin duda, sería algo totalmente desalentador.

Y es que estoy absoluta y completamente desnudo, con más de medio cuerpo quemado, sucio, por supuesto, y pintado con sangre y hollín. Porto una escopeta en cada mano, negra como la noche y larga como el invierno. Por si fuera poco, tengo la vejiga a punto de reventar, y el rabo totalmente empalmado. Y espérate, que ahora nos vamos a la intemperie.

2. Más frío

La quietud.

Sin duda, no es lo que esperaba encontrarme.

A mis espaldas, el edificio de la comisaría arde sin nada que lo frene. Tiene pinta de que no va a parar hasta que solo queden los cimientos. Una buena metáfora de la ley y el orden desvaneciéndose, disolviéndose y desapareciendo entre las llamas y el humo de su propia casa, porque fuera de ella ya se desintegró hace tiempo.

Veo las calles completamente desiertas, sin personas ni vehículos, y las casas cerradas a cal y canto, o eso es lo que parece. Tendré que comprobarlo. Dos semanas entre rejas dan para mucho en este holocausto. La mayoría de la gente habrá huido, y los que no pudieron hacerlo estarán muertos o infectados. Eso último no lo quiero comprobar, aunque quizás no me quede más remedio.

La noche se muestra calmada en todos los aspectos, el viento sopla solo como una ligera brisa, la nieve en polvo que cae tímida permanece en suspensión por tiempo indefinido. La temperatura ambiente no creo que descienda más allá de los cuatro o cinco grados bajo cero.

No está mal, pero si piensas que es poco, atrévete a salir a la calle completamente desnudo a cinco grados sobre cero (sobre cero) y date una vuelta. Luego imagina cómo sería estar así pero con diez grados menos (diez grados menos) y sin saber cuándo o dónde podrás cobijarte. No es agradable. No es nada agradable en absoluto.

Aun así, de momento yo tengo que resolver otra situación: quitarme esta enorme empalmada que llevo encima y soltar la vejiga de una vez por todas.

Poso una escopeta en la pared de la entrada de la comisaría, y con la mano que me queda libre intento hacer que baje la erección. No es tarea fácil, no quiero partirme el rabo.

Al fin, cuando más o menos lo he conseguido, comienzo a orinar. Primero sale un hilillo fino y soberbio, y luego un chorro más grueso y abundante. Me meo los pies conscientemente empezando por el empeine, sigo entre los dedos, luego por el interior, toda la superficie y toda la planta del mismo. Voy alternando de un pie a otro realizando los procesos a la par.

Con la otra mano apunto la escopeta al frente, trazo arcos de izquierda a derecha y de derecha a izquierda y voy barriendo todo el perímetro visual. Por si acaso.

Aunque el 95 % sea agua, pienso que los componentes de urea, cloro, sodio y otros compuestos orgánicos e inorgánicos que forman parte de lo que vulgarmente llamamos el pis pueden ayudarme a que los pies tarden más en congelarse. No solo eso, sino que además se me calientan un poco. Mis pobres dedillos lo agradecerán.

Cumplida la tarea, me lanzo raudo y veloz a cruzar la calle y chequeo un par de casas que tengo enfrente. Efectivamente, están completamente cerradas, sin luces en su interior y aparentemente en completo silencio. Podría reventar la puerta o alguna ventana con la escopeta, pero no quiero malgastar munición innecesariamente ni destrozar la vivienda de ningún vecino (no al menos de momento).

Sin más demora, porque me estoy congelando en vida, me apresuro a cruzar la calle nuevamente y chequear otra vivienda. Mismo resultado. Vuelvo al centro de la calle para tomar perspectiva y una decisión. Es entonces cuando veo las siluetas de la rabia y la desesperación.

Tal vez los golpes en las puertas y ventanas los hayan puesto en alerta. Atisbo unas cinco figuras en el otro extremo de la calle. No se detienen lo más mínimo; sin dudarlo se lanzan hacia mí a la carrera. Es una distancia larga, y la noche oscura para poder hacer blanco con mis escopetas. Tal vez con fusiles, un rifle o una pistola sí hubiera podido hacer diana. Así solo queda huir, dar la vuelta y correr en la dirección opuesta.

Apenas noto los pies, y todo el cuerpo me tirita. La nieve en la carretera se mezcla con las rodadas de los últimos vehículos que se fueron hace horas, supongo. Resbalo y trastabillo continuamente. Me caigo dos veces antes de alcanzar la pared de un gran almacén que se encuentra al final de la calle.

Los tengo pisándome los talones, y la tercera vez soy yo el que decide tirarse. Giro en el aire para caer de espaldas resbalando por la alfombra de nieve virgen que cubre ese tramo del recorrido. Durante la pirueta voy disparando las escopetas intermitentemente. Así hasta que mi espalda deja de resbalar y mi cabeza casi choca contra la pared del almacén.

Cuento ocho explosiones de cartucho en mis armas, y una explosión de dolor en mi espalda al toparme con el bordillo de la acera. Las cinco siluetas que me perseguían han caído muertas a diferentes distancias.

Me incorporo y chequeo los cuerpos rápidamente. Dos se mueven. Los disparos no han sido muy certeros. Hago un malabar con las escopetas, primero una y luego otra, lanzándolas al aire y volviendo a cogerlas, pero en esta ocasión por el cañón en lugar de por la culata. Golpeo violentamente las cabezas de los cuerpos que aún se mueven con las culatas de mis armas (otra vez parezco el mono, gorila o chimpancé, simio en general, de 2001: Una odisea del espacio, pero ahora a dos manos). No me lleva más de dos lances abrirles el cráneo y dejarlos perecederos e inmóviles para siempre.

Al fondo (o no tan al fondo ya), veo más siluetas que se dirigen hacia mí corriendo como si no existiera un mañana y gritando como solo lo hacen los osos cuando se sienten amenazados. Serán otras cinco siluetas, y, si no he hecho mal los cálculos, me quedarán siete cartuchos.

No tengo tiempo ni para robar un par de calzas o una mísera chaqueta andrajosa a alguno de los desgraciados que he dejado atrás más tiesos que la mojama. Corro bordeando toda la pared del almacén hasta rodearlo entero y situarme en el punto central de la pared opuesta. Me acuclillo y reposo la espalda contra el frío ladrillo lucido de blanco. Otro malabar para asir las escopetas como Dios manda, y estiro los brazos en cruz para apuntar un arma a cada lado. ¡A ver por qué extremo del almacén aparecen esos cabrones descerebrados!

Pues no tengo que esperar mucho. Tres por un lado y dos por otro. Tienen fino el instinto animal. Aprieto los gatillos seis veces, tres por arma. Caen todos, y ni Dios se mueve. Los escopetazos a media distancia en el pecho y en la cabeza suelen ser mortales.

Me yergo a duras penas porque tengo las piernas entumecidas y me distancio de la pared para tomar perspectiva. Vuelvo a caer una vez más sobre la nieve y el hielo. Ahora que la adrenalina parece menguar mínimamente en el interior de mi cuerpo, me doy cuenta de que estoy peor de lo que imaginaba. La congelación me está pasando una seria factura (amén de las heridas por quemadura que se extienden por todo mi ser).

Es el momento ideal para que otro infectado se acerque a por mí, seguro que es al que llamaban el rezagado, el espabilado de turno, el quarterback titular, o lo mejorcito de su promoción. Fuera como fuese, hinco la rodilla en tierra (en nieve), como si fuera a pedir matrimonio a la muerte. Dejo caer la escopeta, que está vacía, pongo un codo en la otra rodilla y apunto el último cartucho que me queda hacia la cara de lo que viene. Espero que se acerque un poquito más mientras apunto con precisión. Libero mi última carga y reviento su cabeza. No le queda absolutamente nada por encima de su cuello. Todo estalla con un estruendo seco en la noche, y los trozos de su cabeza se desintegran sobre mí. Lluvia de sesos en Laponia.

Esa última frase hace que me raye bastante. Empiezo a pensar que pueden venir muchos más infectados, y yo no tengo munición alguna. Rápidamente me incorporo, salto como un resorte. No desecho la escopeta vacía que tengo en la mano, sino que además cojo la otra porque ambas me servirán de asidero, de apoyo en la marcha que voy a iniciar camino de la ladera donde sita mi hogar.

Emprendo la marcha y no tardo ni veinte metros en caer. Desnudo, quemado y congelado, sin munición para defenderme, me incorporo y consigo avanzar a duras penas otros cincuenta metros más hasta que vuelvo a caer. El frío se hace notar intensamente cuando no estás al amparo de nada, nada con lo que taparse, nada donde refugiarse, nadie con quien cobijarse.

Me pongo a cuatro patas apoyado en las culatas de mis armas muertas. Veo mi cabaña en la distancia, pero todavía está muy lejos. Por mis cojones me yergo de nuevo y camino doscientos metros más. Erguir es un decir, porque parezco un zombi de los de antaño, andando a trompicones y totalmente encorvado.

Ya no sé ni los metros que llevo, y vuelvo a caer. Si no hubiera sido por el apoyo de las escopetas no me habría podido levantar ni una sola vez más. Aun así, esta vez fue la última. Caigo, y ya no me levanto más.

Me giro en la nieve para ver al menos el cielo por última vez mientras muero, pero está encapotado, sin estrellas, solo copos de nieve cayendo unos encima de otros sin descanso durante horas y días, semanas y meses. Me van a enterrar todos ellos en escasos minutos.

Una silueta se acerca por detrás de mi cabeza. La oigo antes de verla. ¿Un oso?, ¿un reno?, ¿un zombi?, ¿un Dios?, ¡qué se yo! Levanto los brazos entumecidos con las escopetas vacuas en las manos. Las pongo en forma de cruz y apunto hacia atrás por encima de mi frente. De un manotazo me quita las dos escopetas (descarto reno, tal vez incluso descarto oso, pero no me quiero arriesgar).

Su estampa se presenta ante mí por encima de mi cráneo (sí, descarto oso).

El viento ya azota con fuerza el paisaje yermo. La nieve torna en ventisca. El termómetro cae a menos diez grados Celsius, y bajando. La noche perpetua no deja entrever su final. Las estrellas no iluminan. Mis ojos ya no brillan. Caen en cruz mis brazos y pierdo el conocimiento. Será mejor así.

3. Viento del este

Descarto zombi también (anonadado me hallo). Por lo visto, era alguna clase de Dios (sorprendentemente). En los tiempos que corren habría sido más fácil encontrarte lo primero que lo segundo (sin duda alguna). Pero fue lo segundo, y ese Dios se apellidaba Odegaard.

Por segunda vez me encontró y me tendió la mano, sin pedir nada a cambio, sin preguntar. Me ayudó, me acogió en su casa, me cuidó y me enseñó. Lo hizo la primera vez que llegué aquí y lo vuelve a hacer ahora, sin saber todavía que, en esta ocasión, en vez de llegar, me voy; en vez de quedarme, me marcho. Quizás no vuelva, pero ojalá haya una tercera vez, aunque para eso yo tenga que estar mucho peor de lo que estoy ahora (quemado vivo y congelado en vida).

El calor del hogar de esa familia, de las brasas en la chimenea, de las mantas y los caldos calientes, el calor de las personas que me rodean hace que el frío remita y la congelación se pase. Los cuidados con vendas y apósitos, ungüentos, delicadeza, y, sobre todo, cariño, hacen que las quemaduras cicatricen, la piel se regenere y la mente sane. Poder recibir el amor incondicional de esa familia bien vale sufrir más de mil apocalipsis.

En los días que pasé en su cabaña recuperándome, pude hablar largo y tendido con el señor y la señora Odegaard. No se irán a ninguna parte. Este es su hogar, su mundo, su tierra y su vida. Aquí se quedarán hasta el final, sea este como sea y llegue cuando tenga que llegar.

El pequeño Odegaard, con sus cinco años, ya es un auténtico fenómeno. Sabe hacer casi todas las tareas del hogar, es capaz de armar todo tipo de nudos, sabe curtir la piel de los animales, conoce el clima y todas las clases de nieve, sabe cazar, pescar, esquiar y montar en moto. Y todo eso aparte de los estudios y conocimientos propios de su edad, de jugar con sus muñecos, coches y piezas de construcción, de jugar con sus padres y conmigo, de mirar cómics y hacer volar la imaginación. Debe prepararse en todos los aspectos de su vida para lo que esté por venir. Crecerá y decidirá su destino.

En el útero de la señora Odegaard se está gestando una niña. Nacerá sana y fuerte, cuando la eterna noche de invierno concluya y la anhelada primavera nos deje ver el sol. Crecerá entre el amor de su familia, en el calor de su hogar de madera, resguardada y protegida por sus padres y su hermano. Será lista, luchadora, intrépida, inteligente, será buena persona, como el resto de su familia. Aprenderá lo que es la vida, pero antes de todo eso será una niña y será feliz. Después, ya tendrá tiempo de convertirse en una auténtica loba de las nieves, y, como cualquier ser humano en libertad, decidirá su futuro pase lo que pase y pese a quien pese. Estoy seguro de ello.

¡Estoy seguro de ambos!

Poco tiempo después, ya restablecido de todo mal físico (que no emocional), cedo mi cabaña a los Odegaard con todas las pertenencias que hay en su interior. Antes, entro por última vez en ella y recorro con la mirada nostálgica, llorosa por momentos, cada rincón de esa cabaña y cada objeto de su interior. Grabo ese hogar en mi memoria para la posteridad, tal y como haré con los rostros de esta familia tan buena y encantadora.

Preparo una mochila con ropa de cambio, una pistola, el libro que escribí anteriormente y mis enseres personales. Dejo una nota escrita a mano con cariño sobre la mesita de centro, sujeta bajo un pisapapeles con forma de lobo recuerdo de algún parque nacional.

Me cierro el abrigo, cargo la mochila a mis espaldas, giro el picaporte y vuelvo la vista atrás por un segundo más. Como reza el refrán: «Es de bien nacido ser agradecido».

Los Odegaard ya me esperan en la puerta de su cabaña. Me entregan un macuto con víveres, una escopeta de caza y un bidón de gasolina. Lo cargamos todo en la moto de nieve y nos miramos por última vez para despedirnos, sosteniendo las miradas por un rato largo. Mantenemos el tipo y nos damos un abrazo muy sentido y duradero todos juntos. Nos abrazamos los cuatro a la vez.

Me tomo la licencia de agacharme, revolver el pelo del pequeño y mirarle fijamente a los ojos. Susurro algo entre dientes, pero no me salen las palabras. «Te quiero, vive, sé feliz, cuidaos». Me tomo otra licencia más y me agacho de nuevo para posar mis manos y besar el vientre de embarazada. «Te quiero, vive, sé feliz, cuidaos». Lo deseo de todo corazón.

Cuando me incorporo, ellos me entregan un pequeño colgante con la imagen grabada en plata de una fotografía que nos tomamos todos juntos delante de nuestro hogar. Salimos sonriendo y felices. Me lo anudo al cuello con dedos temblorosos mientras los ojos se empañan inexorablemente y algunas lágrimas caen fugaces en la nieve. Lo conservaré hasta el final, lo llevaré siempre alrededor de mi cuello para no olvidarlos jamás y ser agradecido.

Últimas miradas camino de la moto, cuando me monto sobre ella y cuando arranco. Un gesto con la mano de «adiós» y uno con la boca de «gracias». Ellos no me quitarán la mirada de encima hasta que mi silueta se pierda en la noche y la rojiza luz trasera de la moto deje de brillar en la oscuridad.

«Os quiero. Sed felices. Cuidaos. Vivid».

Marcho dirección sur con lágrimas en los ojos durante unos pocos kilómetros hasta que alcanzo el borde de la isla. Cargo la moto en una pequeña barcaza de transporte, suelto los cabos que la unen a su pantalán y cruzo por última vez el estrecho de agua semicongelada que separa la isla del continente. Creo que he dicho bien «última vez», aunque nunca se sabe a ciencia cierta. Seguiremos viendo qué depara el futuro hasta que no se pueda ver más.

Tras arribar en tierra firme escaso tiempo después, permanezco atento ante la posible presencia de infectados en el primer pueblo continental. Poco después lo dejo atrás sin mayores complicaciones. El pueblo está barrido ya, como tantos otros que me encontraré por el camino. Tengo por delante un largo y duro recorrido de varios cientos de kilómetros en moto de nieve hasta la frontera con Finlandia. Cruzaré por donde pueda, y conseguiré un vehículo todoterreno para atravesar el país de norte a sur.

Las paradas que realizo para comer, repostar combustible, descansar o chequear el GPS me hacen reflexionar largo y tendido sobre todo lo que he vivido en estas tierras, sobre los lugares y las personas que dejamos atrás, y sobre todas las experiencias de una vida. En la inmensa soledad de aquellos parajes polares es justo (y necesario) recordar el significado de la vida, de tu vida y de todas las vidas del mundo.

Porque el mundo cambia, siempre ha estado cambiando. A veces por guerras, por factores económicos o religiosos; otras, por catástrofes naturales, por pandemias, hambrunas… Lo que es un hecho es que la gente se ha movido, siempre, incluso por inquietudes personales, profesionales o de descubrimiento. Las personas se han mezclado, se han unido sus razas, sus culturas, sus tradiciones, sus conocimientos… Y el mundo se hizo uno. Y aun así, y por todo eso, seguimos viajando. Quizás por amor, por ser felices, por dejar algo malo atrás y encontrar algo bueno más adelante, porque tenemos la vista puesta en el horizonte y los pies listos para avanzar hacia él (aunque nunca podamos alcanzarlo). Quizás el viaje de la vida sea el camino que recorremos, las paradas que hacemos, las personas que nos acompañan. Y el final del trayecto sea solo la muerte. Así que por qué tener prisa en llegar. Disfrutemos del viaje.