En manos del viento - Amaia Telleria - E-Book

En manos del viento E-Book

Amaia Telleria

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Beschreibung

Mikela dejará atrás súbitamente su infancia en el caserío en el momento en el que su madre viuda la lleva a la casa de los Repáraz, una familia acomodada de Alsasua, a cuyo servicio entrará la niña, de apenas trece años. Así lo han hecho antes sus hermanas mayores, y ahora le toca a ella aligerar la mesa de la casa por turno y, de paso, ejercitarse en un oficio que quizá le sea de utilidad más adelante. Aún vivo el rescoldo de la guerra civil, en casa de los Repáraz Mikela conocerá la vida de la gente pudiente, pero también el reverso de la moneda, porque corren malos tiempos para los perdedores… Deberá dominar la nostalgia de su familia, embridar los recuerdos y, al mismo tiempo, abrir su corazón adolescente a la nueva vida que comienza a mostrársele. Aprenderá en su propia carne que es inútil esforzarse por permanecer al resguardo de todos los vientos; en cualquier momento, por cualquier resquicio, se colará una ráfaga imprevista que la transportará o lo desconocido. Solo quien permanece alerta podrá zafarse del vendaval. Una educación sentimental tan dura como necesaria.

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EN MANOS DEL VIENTO

Título original: Haize-lekuak

Editado en euskera por ALBERDANIA en 2020.

La edición de ste libro ha recibido una ayuda del Departamento de Cultura y Política Lingüística del Gobierno Vasco.

La traducción de esta obra ha recibido una ayuda del Ministerio de Cultura y Deporte de España.

1ª edición: septiembre de 2023.

© 2020, Amaia Telleria Mujika

© De la traducción: 2023, Gerardo Markuleta

© De la presente edición: 2023, ALBERDANIA, SL

Istillaga, 2, bajo - 20304 Irun

Tel.: + 34 943 63 28 14

[email protected]

www.alberdania.net

Imagen de portada: Kamira (Shutterstock)

Impreso en Ulzama (Uharte, Navarra)

ISBN: 978-84-9868-808-5 ISBN digital: 978-84-9868-809-2

Depósito legal: D. 584/2023

EN MANOS DEL VIENTO

AMAIA TELLERIA

traducción

Gerardo Markuleta

ALBERDANIA

novela

Abuela, por haberme abierto tu mundo…

necesariamente, dedicado a ti.

La Historia, desde el punto de vista de los

testigos y participantes que han pasado por ella

inadvertidamente. Sí, eso es lo que a mí me interesa,

eso es lo que quisiera convertir en literatura.

Svetlana Aleksiévich

I

Los días que siguieron a aquella muerte condicionaron notablemente el futuro de la familia Goiburu y, entre todos ellos, especialmente el de Mikela. Porque la muchacha habría de crecer sin conocer a su padre, sin disponer siquiera de una fotografía de él, condenada a olvidar su rostro.

Cuentan que el sacerdote celebró vestido de negro el funeral por José Ángel Goiburu, tal como correspondía a un entierro de segunda; ¿qué otra cosa podía esperarse para un aldeano pobre como él? Hacía frío aquella mañana de otoño: se percibía en el temblor de quienes querían calentarse las manos entre sus piernas, en el aliento de quienes suspiraban intentando reprimir las lágrimas. No por eso quedaron las sillas vacías; las mujeres delante, los hombres detrás, las filas estaban completas a uno y otro lado. Nadie quería quedarse sin ofrecer sus condolencias a Lucía, la viuda, y a Bonipaxi, la madre del difunto José Ángel.

Las pálidas caras de la primera fila, con la punta de la nariz enrojecida, miraban al cura, que sacudía sus manos arriba y abajo. Allí estaban, con la mirada como perdida, Bonipaxi, Lucía y los seis hijos e hijas mayores. A su lado estarían también, de vuelta del cementerio, los que se habían ocupado del enterramiento, con los bajos del pantalón llenos de barro y las camisas sudadas. Sin embargo, la mayor frialdad que podía sentirse en aquel lugar era la de Lucía: parecía que la cencellada que cubría el entorno de la iglesia había invadido su cuerpo, envuelto en un velo invisible. Con sus manos ásperas debido al trabajo del caserío apretadas contra el pecho, dicen que parecía un alma en pena. Pero no es el trabajo lo que destruye a una persona, sino la desgracia, y eso es algo que aceptaría cualquiera que hubiera visto la fuerza de Lucía una semana antes. Se habían apagado todas sus ansias y el lustre de su piel. Al menos, era así como se había imaginado Mikela aquella escena que había hilvanado a base de los relatos familiares.

Y es que no era para menos. No se mencionaría otra cosa entre los que habían acudido al funeral, más que para dar el pésame a la familia, para enterarse de las últimas novedades del pueblo. Con el cuello erguido y las manos unidas en el pecho, convencidos de ser unos perfectos cristianos: «con cuarenta y nueve años, pobre», «pobre Lucía, menuda desgracia le ha caído encima», «después de haber perdido dos hijos recién nacidos, además», «dicen que ha sido por una apendicitis, ¡y don Joaquín a su lado, incapaz de adivinar lo que le pasaba!», «¿y qué va a pasar ahora con el caserío?».

Pero Lucía no oía las voces de aquel coro. Aunque quienes la rodeaban la veían sentada en aquel banco de madera, su mente estaba en la cocina de Iruinbarrena, mirando el rostro sin malicia de su hija pequeña, que no había ido al funeral.

Mikela preguntaba cuándo iba a despertarse el padre, su querido padre, el que solía llevarla a hombros a conocer los diferentes tipos de manzanas que tenían en el prado de Lertxundi.

La víspera salió de casa a cenar con otros miembros de la Hermandad, tras jurar que volvería después de haber comprado un caballo del color de los ojos de Mikela. Le prometió que le traería el más hermoso semental, pero quién podría hacer comprender a una niña de cuatro años que, además de quedarse sin caballo, su padre no había vuelto con vida.

Con más claridad que al cura que tenía delante, Lucía veía a su pequeña con una gota caliente que se le deslizaba rodilla abajo. Le costaba reprimir las lágrimas, pero arrugó su frente y siguió con la cabeza erguida, mirando al san Miguel del retablo; se hallaba en medio de las columnas pintadas de color dorado, con el demonio vencido bajo sus pies. La brillante espada imponía tanto respeto como la armadura y las alas gloriosas. Lucía estrechó sus manos, como hacía siempre que se angustiaba; ¡ojalá que san Miguel protegiera a José Ángel allá arriba!

Tenía además una preocupación a la que no se atrevía a dar forma: no faltaba quien quisiera hacerse dueño de las tierras que José Ángel compró junto a su padre. Ella tenía ocho hijos e hijas que sacar adelante; era la experiencia la que enseñaba cómo lidiar con el futuro.

II

La casa de los Repáraz podía parecer un castillo comparada con la de Iruinbarrena. Tras la reja metálica que comenzaba a invadir el musgo, el camino zigzagueaba hacia un imponente edificio con un amplio jardín a ambos lados. Frente al seto podado en forma de cuadrado, hileras de rosas bien cuidadas.

–¿Es esta? –preguntó Mikela a su madre, tragando saliva.

Lucía asintió, mientras empujaba la puerta. Madre e hija recorrieron el camino mirando al letrero que decía: «Fonda de Vicente Repáraz». Ya para entonces estaba cerrada, pero en cierta época tenía mucha fama. Según le contaron sus hermanas a Mikela, en aquel sitio había vivido gente muy importante.

Mikela no tuvo ninguna duda cuando reparó en el entorno: era un lugar que te cortaba la respiración. Las hortensias pegadas a la casa, agrupadas en un estrecho macizo, estaban en flor, pero el protagonista era un árbol frondoso similar a un castaño, tan alto como la terraza de la casa. Con solo mirar el tronco y las hojas, la muchacha era capaz de reconocer todos los árboles de la zona de Iruinbarrena, pero nunca había visto ninguno como aquel.

Al caminar, se ciñó con una mano la tela del vestido. Ya entonces Mikela era una mujercita de trece años que empezaba a desarrollarse, con sus sentimientos a flor de piel. Sin embargo, su cuerpo era el de una niña, con pechos más pequeños y caderas más estrechas de lo que ella hubiera querido.

Madre e hija se detuvieron en la puerta de entrada, con el bolso colgando del brazo y la cabeza erguida. Allí las estaba esperando la mujer, elegantemente ataviada, si bien decían que era bastante tosca: doña Nieves Zanguitu, viuda de Vicente Repáraz.

Costaba apartar la mirada de su mano robusta, que sujetaba con fuerza la de su nieta pequeña, a punto de reventar la manita de la niña con su zarpa. Sobre su nariz aguileña, dos ojos negros rodeados de arrugas contemplaban a las recién llegadas.

Bajo el sol de junio, con aquellos ojos de águila que la escrutaban, a Mikela el vestido se le pegaba a la piel. Aquella fiera iba a saltarle encima en cualquier momento. Cuando su madre posó una mano sobre el hombro de su hija, un escalofrío agitó el cuerpo de la joven, como si las garras del ave rapaz la hubieran aferrado. Tras el susto, respiró profundamente. Ras-ras, le vino a la memoria el sonido de la colada, que le ponía verdadera carne de gallina. «Lucía, Lucía, a una viuda sin caserío no le queda más remedio que lavar ropa ajena, y las aguas del Idiazábal son muy frías». Cerró los ojos al recordar lo que el vicario respondió a su madre cuando acudió a él para pedirle consejo. El águila, la colada. La colada, el águila.

«Una viuda llena de hijos ya tiene girando a su alrededor bastantes buitres, que la pisarían y, si pudieran, se la comerían», se dijo Mikela; «yo no seré un estorbo. La casa es hermosa; la gente, importante; aprenderé mucho junto a ellos, y puede que hasta haga algún amigo».

Tendría que quedarse allí, aunque habría preferido continuar en el caserío con sus hermanos. De poder elegir, habría optado por ir a la alhóndiga a comprar vino, y alimentar así la pizca de ilusión que le hacía ver a Andrés, el de Beheko-etxe. Un ruido de zapatos de tacón rompió el silencio cuando la hija de doña Nieves, Elvira Repáraz Zanguitu, apareció remangándose el vestido con una mano. A Mikela le pareció la mujer más distinguida que en su vida había visto. Quizá no era guapa, pero sí elegante. Llevaba el pelo oscuro, que le llegaba hasta los hombros, peinado hacia un lado, bien cardado en lo alto y con bucles que le caían hacia la espalda. La piel de su rostro parecía aclarada con polvos de arroz, y hasta aquella nariz encorvada heredada de su madre quedaba elegante en su cara.

–Buenos días. ¿Les apetece un café? –se les acercó saludando con la mano, y Lucía negó con la cabeza, como disculpándose–. Cuidaremos bien de su hija. No se apure.

Lucía le dio las gracias, sabedora de que así sería: no en vano había enviado allí seis hijas. Mikela miró a su madre, al tiempo que tragaba saliva: tenía cara de cansada, pero, cuando empezó a hablar, emanaba de ella una especie de vigor.

–Cuando llegue la época de la manzana, vendré dos veces a la semana. Mientras tanto, ya sabes: si necesitas algo, habla con el lechero –estiró el dedo índice–: Recuerda, vayas donde vayas, ten siempre las manos limpias.

Mikela asintió con un gesto, mientras miraba la blanca fachada. ¿Cómo iba a atreverse a robar en un sitio como aquel?

Cuando vio los motivos con forma de corazón que adornaban la negra barandilla, le vino a la mente la madera gastada de las ventanas de su casa. La semana pasada, sin ir más lejos, le extrajo a Vivi una astilla que se le había clavado en un dedo.

Por su edad podría ser su hermana pequeña, pero era su sobrina. Mikela tenía poco más de siete años cuando su hermana Julia se casó y fue madre; y a vivir con ellos en Iruinbarrena se fueron Salustiano, el marido ceraindarra de su hermana, y la niña. Si acaso Mikela había tenido alguna infancia, ahí se acabó la cosa.

Con el pensamiento perdido en la gente de casa, las palabras le salieron precipitadamente:

–Cuida bien de Vivi y de Sofía, mamá, y avísame cuando Julia tenga el bebé.

Querría haberle dicho que no dejara a Salustiano elegir el nombre, que le pondría alguno enrevesado. Habría querido decirle que la iba a echar en falta. Y que la nueva situación, por encima de todo, le daba miedo. Que se quedara con ella. Cuando las lágrimas empezaron a aflorar a sus ojos, su madre la agarró del brazo y, en esa cercanía, ella repasó su rostro, como si temiera olvidar sus rasgos. Una piel madurada por el sol; una nariz que acababa en punta; unos ojos negros que le daban vitalidad.

–Todos vamos a estar bien, Mikela. Para cuando nos demos cuenta, volveremos a estar juntas.

Se dieron un fuerte abrazo que no se volvería a repetir en mucho tiempo, y Lucía recogió la cesta del suelo, para volver al mercado. Hasta que no vio desaparecer el largo vestido negro de su madre por la cerca del jardín, no volvió junto a las Repáraz. Elvira la miraba fijamente, quieta al pie de la escalera. Al pajarillo le había llegado la hora de emprender su primer vuelo.

Procuró hablar lo menos posible mientras le mostraban la casa, y es que se le hacía difícil tener que hablar en castellano. Construía las frases con dificultad, con lo poco que había aprendido oyéndolo en el pueblo. Su madre le decía que, si quería llegar a ser alguien, tenía que aprender aquella lengua.

Elvira, por el contrario, hablaba por los codos contando toda la historia de la casa, con su hija en brazos, pero a Mikela le costaba seguir el hilo. A duras penas entendió que había llegado un día de celebración, el cumpleaños del marido de Elvira: Severiano Larumbe, el famoso gerente de la fundición. Había oído a sus hermanas hablar de él muchas veces, y le inspiraba mucho respeto a Mikela; solo oír mencionarlo le ponía la carne de gallina.

La entrada de mármol era idónea para un edificio como aquel; solo la imponente escalera de madera negra desbarataba la gama de colores. Por ella subió Mikela hasta su habitación.

Iba a dormir sola por primera vez en su vida. La cama no era muy grande, pero tenía al lado una mesilla de noche. Por la ventana entraba luz a raudales. Desde ella se veía el enorme árbol del jardín, con sus hojas danzando con el viento. No, no estaba sola; aquel sería su compañero para los rezos de la noche.

Continuó la visita de la casa con la boca abierta: la fonda de Vicente Repáraz no había perdido nada de su encanto cuando la cerraron. Sin embargo, cuando llegaron al comedor se quedó asombrada. Entrarían allí más de doscientas personas. En el suelo negro había partes de madera oscura dispuestos en zigzag, y había también grandes alfombras de color granate. La larga mesa de mantel blanco estaba llena de tazas de café vacías; algo poco habitual: aún estaba sin recoger la vajilla de toda la gente que había estado en la comida de celebración de un cumpleaños. Al pasar por allí, Mikela vio a dos hombres sentados en sendos sillones de terciopelo, con sus copas en la mesa, y sus cigarros exhalaban un humo del mismo tono gris de sus trajes. Las espesas cortinas de estampado de flores apenas dejaban pasar la luz, y la chica no se atrevió a mirar demasiado, y tampoco a preguntar. Elvira, sin embargo, le explicó quiénes eran aquellos hombres: Gonzalo, su hermano, y Severiano.

El que llevaba bigote dejó de hablar cuando las mujeres entraron en la sala, y Elvira se acercó a él con la niña de la mano.

A partir de ahí, Mikela continuó la visita con doña Nieves, que saludó a los dos hombres con la cabeza; tras dar una larga vuelta, llegaron a la cocina. Olía a café. Sobre la mesa, un desbarajuste de platos y copas. Decenas o cientos; serían más que toda la vajilla completa de su casa de Iruinbarrena. Sobre la gran chapa negra, pucheros abollados con mucha historia; hollín adherido a las paredes. Con las manos en la fregadera, había una mujer lavando los cacharros, que debía de ser Rosario, entre burbujas de jabón, suspirando. Mientras veían la casa, entre la cháchara de Elvira había oído que había allí otra criada, que llevaba años con ellos. El lazo del delantal se le movía arriba y abajo sobre sus caderas bastante anchas.

–Rosario, esta es Micaela. Trabajará contigo este año –la señora puso la mano en el hombro a la nueva criada, mientras daba explicaciones a la otra.

Rosario no dejó de trabajar, pero giró la cabeza. Tenía unos bonitos ojos claros, pero su ceño fruncido los encubría. Mikela intentó sonreír, aunque se sentía incómoda, y le pareció que a su compañera se le alegraba un poco el rostro; sin embargo, no le devolvió la sonrisa. En lugar de eso, asintió con la cabeza.

–Explícale a Micaela lo que tiene que hacer

Le quitó la mano del hombro y se retiró hasta la puerta, pero se las quedó observando. Rosario se secó las manos con el delantal y, sin mirar a la señora, se puso a buscar algo por la cocina.

–¡Eh… aquí está! –sacó de una balda un delantal de color perla y, tras extenderlo, se lo ofreció a Mikela.

Se le notaba que la mirada de doña Nieves la ponía nerviosa. La señora se cruzó de brazos en el umbral de la puerta, y Mikela se ató el delantal a la espalda. Sus dedos, torpes, tenían dificultades para hacer el lazo. Le quedaba más grande que a la otra criada, porque ella tenía más estrecha la cintura. Se apartó de la frente los pelos que se le escapaban del moño y se acercó al fregadero, siguiendo con atención las instrucciones de Rosario. Ella enjabonaría los cacharros, y Mikela los aclararía y los dejaría secarse sobre un trapo. «No es nada nuevo, Mikela, ¡lo has hecho en casa muchas veces!», intentó tranquilizarse, enjuagando sin perder tiempo los utensilios que Rosario le iba pasando. Sintió la mirada de doña Nieves en su espalda, controlando todos sus movimientos, hasta que se aseguró de que la chica hacía bien su trabajo. Cuando sin decir palabra abrió la puerta y salió, Rosario relajó sus hombros, tras comprobar que ya estaban solas.

–Jesús… ¡Me estaba poniendo nerviosa! –dijo en voz baja, temiendo que la señora estuviera aún cerca.

También Mikela miró hacia atrás para cerciorarse, y luego le dedicó una sonrisa nerviosa.

–Yo también, un poco –dijo Mikela en su castellano inseguro, y Rosario la miró de soslayo.

Aunque Mikela se había puesto más roja que una cereza, siguió con el trabajo, como si nada hubiera pasado.

–¿De dónde eres? –le preguntó finalmente, mientras enjabonaba una copa, con la mirada en el rostro de Mikela.

–De un caserío de Idiazábal –le respondió, procurando pronunciar suavemente las eses y las zetas.

Se acordó de su familia: Julia estaría en la cama, incapaz de moverse con aquella enorme barriga, con Vivi y Sofía a su lado, esperando que al bebé le diera por salir. Santi habría ido a segar hierba, y sus otras hermanas estarían quizá recogiendo cerezas. Su madre estaría aún en el camino de vuelta, con un calor sofocante.

–¿Sabes euskera?

Mikela se llevó una gran sorpresa, porque el euskera en que Rosario se lo preguntaba era distinto al suyo. Ante la inocencia de la joven, a Rosario se le escapó una breve carcajada.

–Yo soy de Bakaiku.

–No pensaba que aquí fuera a oír mucho euskera.

–No creas, cada vez se oye menos. En las escuelas y oficinas lo han prohibido –al mencionar la prohibición agachó la cabeza, aunque en sus labios lucía una especie de sonrisa.

Cuando vio aquella cara de aspecto abatido, a Mikela la palabra «guerra» le estalló en la cabeza. Su madre le había dicho que también en la Barranca había hecho mucho daño, y allí lo vio, en el semblante de Rosario. Aún no sabía muy bien lo que era la guerra, porque al caserío no llegaban más que anécdotas, y en casa no había varón con la edad suficiente para ser enrolado.

–Bueno, en Idiazábal tampoco nos dejan hablar euskera en el colegio… A mi prima y a mí nos castigaron a escribir «No hablaré más en vascuence» –aunque había ido pocas veces, se acordaba de aquel día en la escuela… pasó un miedo atroz solo con ver la mirada de la maestra.

¿Qué pensarían los Repáraz sobre aquello? Puede que les pareciera mal que las criadas hablaran en euskera.

–Oye, Rosario… ¿Y los Repáraz qué dicen? ¿Lo ven mal?

–¿Ellos? No les importa. Quizá se rían un poco de nuestro castellano, pero nada más –lo dijo con una pizca de rabia; se bebió el vino tinto que quedaba en el fondo de una copa y se puso a restregarla con fuerza.

–¿Son buena gente?

Le pasó la copa limpia y, al coger otra, Rosario la miró, tomándose su tiempo antes de contestar. Luego volvió a mirarla.

–Esta mujer es de lo más desagradable. Y si solo fuera eso… Los demás no son malas personas, pero sí muy vanidosos… ¿Aún no los has conocido?

–A Elvira sí, y también a su hija, pero no he hablado mucho con ellas. Luego, camino de mi habitación, he visto a Severiano y…

–Severiano, en realidad, es de Pamplona, pero lo pusieron a cargo de esto, y, en cuanto llegó, parece ser que se obcecó con Elvira. Vaya alegría para doña Nieves… Toma esta jícara –si no hubiera visto la taza que puso en su mano, difícilmente habría entendido lo que le pedía.

La metió en agua fresca para quitarle el jabón, y le pasó la mano por dentro, para dejarla bien limpia. Para entonces quedaba ya poco sitio sobre el trapo seco, y se puso a buscar otro. Rosario le señaló un anaquel, y Mikela fue en su busca, para poner a secar la vajilla que aún quedaba.

–Entonces, solo has conocido a los de la parte de Severiano, ¿no? Te faltan el otro hijo de doña Nieves y su novia –Rosario gesticulaba con su mano llena de jabón.

–¿Gonzalo Repáraz? Él también estaba, me parece –Mikela había oído el nombre de aquel joven.

Rosario frunció el ceño, y Mikela se rio, disculpándose:

Es que mis cinco hermanas estuvieron de criadas aquí antes que yo.

–¡Aaah! Entonces, algo ya sabes…

Le pasó el último vaso para que lo aclarara y, al dejar salir el agua jabonosa del fregadero, se le escapó una pequeña sonrisa. El chirrido de la puerta las asustó, pero, al girarse, el susto fue mayor al ver la cara de doña Nieves.

No estaba enfadada, aunque su desagradable voz hacía pensar lo contrario. Les encargó, sin más, que fueran a por leche a la taberna Muinoa. Sus hermanas le habían dicho que en aquella casa se compraba la leche a dos vendedores: uno, vitoriano y el otro, el mismo que solía ir a Iruinbarrena. Aquella vez no irían donde el que ella conocía. En cualquier caso, Mikela salió casi corriendo con tal de respirar aire puro.

El canto de los grillos prometía un atardecer de bochorno, y ya había empezado a pegársele el pelo en la nuca. Últimamente, empezaba a sudar hasta con los más leves movimientos, cuando ella siempre había sido muy activa.

Hicieron el camino siguiendo las vías del tren; Rosario caminaba junto a ella, Mikela guardaba el equilibrio sobre un raíl, jugando. De vez en cuando echaba un vistazo al pueblo que quedaba a su izquierda; comparado con Idiazábal era grande. Como era la principal localidad de la zona, había fábricas y talleres de todas clases, según le explicó Rosario: en algunas, por ejemplo, hacían charoles, y había incluso algunas que fabricaban aparatos ortopédicos. ¡Cuánto humo negro y qué movimiento de gente!

Idiazábal era un pueblo pequeño, de menos de dos mil habitantes, y Mikela, además, vivía en un barrio apartado formado por caseríos: Gainekera, en la falda del monte Santa Bárbara. Había trabajado como pastora, y conocía bien sus praderas, bosques y rincones, pero no había salido a menudo de Idiazábal, y mantuvo sus ojos bien abiertos en todo el camino.

La taberna Muinoa estaba en el cruce para Urdiain y Pamplona, aproximadamente a un kilómetro de la casa de los Repáraz. A la derecha, tenía una entrada para vehículos, bajo un arco redondo. Y, a la izquierda, una amplia zona cubierta para tomarse un vino dulce o una taza de café. Mientras miraba el humo que salía de la chimenea del tejado, Mikela reparó en una chica de melena amarillenta que miraba hacia el exterior con aspecto de aburrida. Cuando se sintió observada, cerró las cortinas.

–Aquí vive la familia Igoa. La hija, Primi, es novia de Gonzalo –le explicó Rosario.

Mikela supuso que sería aquella guapa chica que había visto en la ventana.

En aquella ocasión no tuvo la oportunidad de conocerla, porque el trato con el lechero fue bastante rápido. A los dueños del local, sin embargo, sí que los vio, mientras les llenaban las dos marmitas, y por un momento le pareció que la mujer le saludaba con una risita, pero nadie se los presentó. Era la segunda familia que conocía en Alsasua, y en elegancia no tenían nada que envidiar a los Repáraz. El sonido de los zapatos de las mujeres retumbaba sobre las blancas baldosas, y Mikela no podía apartar la mirada de ellos. Se veían zapatos de todo tipo, los de los clientes del restaurante y los mocasines de los dueños. Los de las criadas venidas del pueblo a por leche, en cambio, eran más humildes. Mikela, nerviosa, intentó ocultar sus viejos zapatos, al darse cuenta de que la gravilla del camino se los había estropeado aún más.

De pronto le vino a la mente el rostro de su madre, y sus manos ásperas. «Tened en cuenta, cristianos, que de una viuda se burlan hasta las piedras», solía decir a sus retoños, pero ella hacía frente a todas las situaciones con la cabeza bien alta. De repente, avergonzarse de sus zapatos le pareció una traición. El rubor de sus mejillas que antes le produjo la vergüenza se le acentuó con el arrepentimiento.

Siguió camino de la casa de los Repáraz sin poder quitárselo de la cabeza, hasta que Rosario la regañó por haberse tropezado un par de veces, diciéndole que al final se le iba a caer la leche.

–¿Qué es eso de ahí? –Mikela señaló un barracón que estaba cerca del Muinoa.

–Ahí suelen estar los presos que trabajan en las vías.

Mikela se quedó clavada en el suelo, sin responder siquiera. Sintió que la tierra temblaba, y un fragor que iba creciendo poco a poco.

–Vamos, chica, no te pares. –Rosario continuó andando, como si no se hubiera dado cuenta de nada.

Cuando vio que no la seguía, volvió la cabeza.

–El suelo… ¿Qué está pasando? –le preguntó Mikela.