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La guerra, iniciada por los dioses, ya afecta a gran parte del Cosmos. Mientras las traiciones y alianzas se siguen desarrollando detrás del combate, las batallas espaciales desangran la población. Y en medio del conflicto, los compañeros de Raleluköides continúan la búsqueda de las memorias de su dios protector, la solución para detener lucha.
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Seitenzahl: 695
Veröffentlichungsjahr: 2022
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María Serra
El despertar de Raleluköides II
Saga
Encuentro con los dioses
Copyright © 2020, 2022 María Serra and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728363874
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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A Juan Asfalés, mi planeta.
Desde que me desperté en el interior de un ingravón de biogel había vivido situaciones extrañas, pero ninguna como el hecho de plegarme a la Segunda Dimensión.
Nos dirigíamos a Orbietah en busca de los recuerdos que me habían sido extirpados y que encontraríamos encriptados, según Giellae, en un Mnemosionario cuyo aspecto ni ella ni ninguno de nosotros conocíamos. Así que, por ese motivo, nos habíamos instalado tan ricamente en la nave que les habíamos robado a los dermorebs: una raddham que nos doblaría a la Segunda Dimensión.
Por el momento disfrutábamos de un trayecto tranquilo porque por votación popular, incluida la propia ¿Callas?, Ngoth era quien pilotaba ahora. Con la calma del vuelo me acordé de que Ojools conservaba todavía en su poder mi tubo de pomada Todo en calma, capitán y, tras deducir que el plegamiento a la Segunda Dimensión bien podía acarrearme alguna herida que otra, decidí acudir a recuperarla.
—¡Sangre de mis antepasados, pero si solo son unos rasguños! —rugió Ojools cuando asomé sonriente mi cabeza a la cabina de recuperación simulando una visita de cortesía.
Su brazo, prácticamente despedazado por la terrible criatura que nos atacó en la Vía Condenatoria, estaba recosido ahora al peculiar estilo de los perséguilas, es decir, sin estilo alguno; y todo el vello verde que crecía en ambas orillas de la herida se veía enmarañado y lleno de pegotes de sangre seca. No pude evitar un leve gesto de horror.
—Sí, sí, ligeros rasguños —le repliqué con sorna—. Por fortuna tu carne es dura de roer. Aquellas monstruosas cabezas de pez, si tú y Maestra no hubierais intervenido, me habrían degustado como un merengue recién salido del horno.
—Tal vez sí o tal vez no, muchacho. —Ojools se incorporó en su camilla y mis ojos se fijaron en el bolsillo derecho de su casaca: allí estaba mi añorado tubo de pomada. Quise pedírselo pero él me lo impidió con su charla—. Hasta que no encontremos las memorias que te robaron desconoceremos el potencial de tus dones. Sin duda serán bien poderosos.
—Cierto. Generar flores en plena batalla puede causar muchos quebraderos de cabeza al enemigo —observé sarcástico al recordar la espontánea primavera que estalló a mis pies en la batalla de Dermobsis—. Especialmente a los guerreros que padezcan alergias.
—Dominar la Naturaleza requiere gran poder —replicó él. Y a continuación bajó el tono de voz—. Confío en que, cuando recuperes tus memorias y las reinserten en tu cerebro, mantengas intacta tu cordura.
Me sentí halagado y le regalé una divina reverencia. Él se inclinó mofándose de mí. La larga cabellera se deslizó sobre su hombro derecho y descubrí otra tremenda cicatriz que le recorría el cuello desde el hombro hasta la oreja. Alrededor de las sienes, un grupo de canas brilló de repente entre los rizos verdes y enseguida deduje que sería el mayor de los cuatro perséguilas. Me acerqué a él y traté de llevar la conversación hacia el tubo de pomada que me interesaba recuperar.
—Me alegro de que sigas con vida, estoy convencido de que la buena pomad…
—¡Un perséguila no sucumbe ante una lata de sardinas! Bueno… tal vez ese tragón de Thools —dijo soltando una sonora carcajada.
Se le veía de muy buen humor. Así que, sin temor, abrí la boca de nuevo para pedir la devolución de mi tubo de pomada terapéutica, pero una repentina sacudida de la nave me arrojó al suelo y, un segundo cent después, Ojools me cayó encima llenándome de pelos y aplastándome sin piedad. El tapón de mi tubo de pomada se asomaba por el borde del bolsillo, alargué la mano dispuesto a recuperarlo, y con un dedo llegué a rozarlo, pero el perséguila se ponía de pie en ese mismo momento y, a renglón seguido, tiró de mi brazo para que me levantara yo también. La voz de ¿Callas? advirtiéndole a Ngoth que había cometido un error de navegación llegó a nuestros oídos y ambos salimos alarmados de la cabina que ocupaba Ojools.
La lirikoi pilotaba ahora. Únicamente había tenido que esperar a que Ngoth «casi» cometiese un error para apartarlo a empujones de la zona de los mandos. El perséguila había adelantado una mano hacia el panel del info, nada más; tan solo fue un gesto motivado por la rutina, seguramente se hubiese detenido antes de conectarlo, pero ¿Callas? no le dio tiempo; y en un abrir y cerrar de ojos ya se había adueñado de los mandos y manipulaba la nave dermoreb sin contemplaciones, causándonos todo tipo de mareos una vez más.
—Yo pilotaré —estaba anunciando lo obvio cuando irrumpimos a trompicones en la cabina de pilotaje—. No necesitamos los servicios del info que Ngoth ha estado a punto de poner en funcionamiento, sin duda sin pretenderlo, cuyo rastro hubiera delatado nuestra situación —subrayó mirando al guerrero con una sonrisa triunfal—. Voy a llevaros a Orbietah con los ojos cerrados.
—Mala idea —protestó Ngoth componiendo un gesto de derrota—. Te dejaré guiar la nave durante un minuto cent, nada más. Nunca antes has pilotado una raddham.
—¡Bah! Excepto los galeones, las naves son todas iguales —afirmó ¿Callas?—. Arriba, abajo, media vuelta y vuelta entera —añadió señalando los paneles—. Y esto debe ser el dispositivo para el plegamiento a la segunda dimensión.
Y alargó la mano hacia la palanca roja que sobresalía del panel principal.
—¡No la toques, aún no estamos preparados!
Ngoth se lanzó sobre ella para impedirle que la accionara, pero no consiguió detenerla. La palanca emitió un pitido aterrador y enmudecimos todos durante un breve instante.
—¡Sangre de mis antepasados! —rugió Ojools rompiendo el silencio—. Mis abdominales están replegándose… estoy adelgazando, no, me estoy ensanchando, y este dolor…
Entonces comenzó. Un dolor en estado puro se adueñó de mi cuerpo y de los cuerpos de los demás. Intentaré describirlo: sentí cómo mis órganos, mi piel, mis venas, mis huesos… todos mis elementos se alargaban más allá de la prudencia de un estiramiento gimnástico, como si insensibles instructores tiraran de cada uno de ellos en sentidos opuestos y no tan opuestos. ¡Ay! Cómo me dolió el alargamiento de mis huesos, y sus espantosos crujidos. Todos, absolutamente todos los componentes de los que disponía mi cuerpo se estiraron en direcciones poco menos que infinitas. Nuestros quejidos pidiendo la muerte se apagaron dramáticamente cuando las gargantas se hicieron planas. Dejé de respirar y deduje que iba a morir: otra vez. Mis ojos habían cambiado su redonda y global estructura por la de un plano doliente. También mi visión cambió radicalmente puesto que comencé a ver delante y… delante también. Parecía que no hubiera un detrás, tenía dos delantes, o dos detrases, era todo tan confuso, y sobre todo tan doloroso.
En esas elucubraciones estaba cuando algo semejante a una manta multicolor y gigantesca flotó hacia mí. En un intento por defenderme, traté de levantar los brazos para espantar aquella cosa, y supe entonces que los había extraviado por mi plano, que estaban desparramados por mi propia inmensidad corporal de anchos y largos desmedidos. Lo único que conseguí con aquel intento de movimiento fue provocar en mí mismo una extraña ondulación que me llenó de aprensión. La desmesurada manta voladora continuó acercándose a mí y me pegó su forma plana al plano que también constituía mi cuerpo: solo largo y ancho. Cero volumen.
«Relájate. Déjate fluir, déjate caer, volar. Tu cuerpo encontrará la respiración como, supongo, habrá encontrado ya la visión».
Estas palabras, o ideas que hacían referencia a palabras, las había generado Giellae en su pensamiento para que sonaran en el mío.
Luego la manta multicolor era ella. Deduje entonces, con lógico desagrado, que mi aspecto no sería muy distinto.
Me dejé fluir, caer y volar, tal y como Giellae me había sugerido al superponerse, al mezclarse, al disolverse con mi cuerpo. O fluía o moría. Aunque seguía queriendo morir… pero menos; el hecho de respirar supuso un alivio. Inmediatamente después me sentí humillado de nuevo: siempre me tocaba a mí obedecer a los demás. Quise animarme pensando que eso se acabaría pronto: en cuanto tuviera mis memorias de vuelta en mi cabeza y recuperase el dominio de mis desconocidos poderes…
«No cambiará mucho tu situación». Giellae volvió a expresarse en mi pensamiento. «Te mantendremos estrechamente vigilado mientras dure el proceso; es decir, hasta que no conozcamos tu naturaleza, deberás seguir obedeciendo nuestros dictámenes, ¿acaso habías creído otra cosa?».
Deduje que tal como ella me comunicaba sus pensamientos, los míos escapaban de mi control y se le ofrecían íntegramente; más o menos como ocurría con el arco indiscreto del galeón de ¿Callas?
Contemplé entonces cómo otro plano, en el que pude distinguir someramente las facciones aplanadas del rostro óseo de Thools, se me venía encima también. Y a continuación Ehjord y Maestra (que parecía una manta peluda), Foorne después, y para finalizar y con cierta rapidez: Ngoth, ¿Callas? y Ojools. De este extraño modo quedamos todos mezclados en un mismo plano exento de volumen. Nos removimos caóticamente durante un rato tratando de averiguar los procederes de aquella alucinante situación de mezcolanza. Descubrimos que, a pesar de estar disueltos unos con otros, cada cual mantenía el dominio de sus propios elementos. Otra consecuencia de aquel aplanamiento fue que nuestros pensamientos sustituyeron al habla y al oído. Obviamente nos costó un buen rato ponernos de acuerdo para pensar despacio, con orden y concierto.
«¿Quién pilota la nave?» preguntó el pensamiento de Foorne.
«Yo. ¿Quién si no?» respondió el de ¿Callas?
Me sorprendió el hecho de que, a pesar de comunicarnos de aquel modo tan novedoso, distinguíamos perfectamente quién pensaba qué cosa en cada momento.
«Pero no podrás maniobrar». Este fue un pensamiento de Ehjord. Los mandos de la nave estarán fuera de tu alcance.
«Nada de eso», pensó ¿Callas? «La raddham se ha doblado también con nosotros. Para eso sirve. Ya sabéis, las raddham se inventaron para plegar y transportar archivos a la Segunda Dimensión. Los askálathas las crearon y las pusieron al servicio de todos los pueblos del Cosmos; pero fueron los auleos quienes las modificaron para que plegaran y desplegaran a sus protegidos, los dermorebs, sin que estos se vieran obligados morir de dolor».
«¿Dónde has aprendido todo eso?», inquirió el pensamiento de Maestra, ¡y percibimos el matiz de envidia!
Con la pérdida del habla habíamos perdido también la mentira y el disimulo.
«No sé dónde lo aprendí, tal vez en la Escuela, o quizá dedie, mi padre, me lo contaría cuando era pequeña, o tal vez nadie me lo ha enseñado y me lo he inventado yo sola, vete tú a saber».
«Confío en que, cuando acabemos la misión, podamos desplegarnos sin problemas; es decir, espero que recuperemos nuestras figuras y nuestros volúmenes. Supongo que nuestros cuerpos volverán a disfrutar de sus formas primigenias, ¿no es así?», pensó entonces Ngoth.
«¡Sangre de mis antepasados!», el siguiente pensamiento fue de Ehjord. «Supongo que con el desplegamiento cada uno recuperará lo suyo, sus propios órganos y huesos y demás. Si vuelvo a casa con alguno de mis elementos cambiado, Rho se enfadará…».
«¿Quién es Rho?» quiso saber Maestra.
«Rho es mi hermana», pensó Ojools. «Y la compañera de Ehjord, y el peor de los enfados. Rho puede enfadarse más fuerte que cualquier otro ser del Cosmos».
«¿Pero estamos yendo hacia alguna parte? ¿La nave, con nosotros dentro o adosados o superpuestos o mezclados, como quiera que estemos, se mueve? ¿Manipula alguien los aparatos?», Foorne siempre pensaba las preguntas más juiciosas.
«Tengo los mandos aquí mismo… allá mismo…» dudó ¿Callas? en la respuesta pues la distancia que nuestros cuerpos desparramados en dos dimensiones alcanzaban abarcaba una longitud difícil de imaginar. «El panel está revuelto con mis dedos, y con los vuestros también, pero no lo toquéis. ¿Me captas Ngoth?».
«¿Cómo voy a evitar tocarlo si lo tengo entre los dedos?», pensó Ngoth añadiendo un gruñido de protesta que sonó la mar de extraño dentro de nuestros pensamientos.
«¡Qué sensación más rara!». Ahora era Giellae quien pensaba para todos los demás. «Parece que no exista la nave, ¿os habéis fijado? Veo a través de las paredes como veo a través vuestro. Me siento como si mi cuerpo estuviera flotando en el espacio».
Yo solamente veía moléculas óseas y cárnicas, y aunque físicamente era del todo imposible, sentía que mis torrentes sanguíneos, liberados de las redes de venas y arterias, se desplazaban de uno a otro confín (o sinfín) de mi cuerpo, dibujando a su paso una nueva y plana geografía sobre los cuerpos de los otros.
«¡Sangre de mis antepasados! Espero que no haya nadie resfriado», fue el siguiente pensamiento de Ojools. «Si cuando me despliegue me encuentro con que he contraído alguna enfermedad contagiosa, que tiemble el contagiador porque daré con él y le partiré la crisma».
«Aún no hemos terminado de doblarnos», pensó Maestra. «Y sin embargo nos hemos acostumbrado al dolor. Nuestros cuerpos han aprendido a asimilarlo como parte del protocolo de cambio y las señales nerviosas se emiten con menor intensidad».
«Tienes razón en parte. En realidad, esta mitigación del dolor es una de las virtudes de la raddham» se expresó ¿Callas? «Confío en no perder nada de plumón cuando recupere de nuevo mi forma original. No me gustaría quedarme calva como Foorne».
Otro gruñido, esta vez procedente de la polimorfa, resonó en nuestros pensamientos.
«¿Cuánto mediremos?», se preguntó Thools a él mismo y a los demás.
«¡Thools! puedes hablarnos ahora que estás plegado», pensó Foorne.
«Hablarnos no, pensarnos», corrigió Maestra.
«Y supongo que será inútil aprovechar para pedir un poco de comida», aventuró el perséguila.
«Comer en esta situación podría provocar un desastre», repliqué yo deseoso de intervenir.
«No veo mis límites. ¿Cuánto creéis que llegaremos a medir?» insistió Ngoth en la pregunta de Thools.
«Unos cuantos kilómetros». Fue ¿Callas? quien se arriesgó a responder. «Lo digo porque los dedos de mi mano derecha están llegando al planeta Burbulam. Así que, el que quiera echar un vistazo que envíe sus órganos visuales. Acabo de descubrir que podemos hacerlo a voluntad».
Y tenía razón. Cuando se está plegado para la Segunda Dimensión, cualquier órgano aplanado y sin volumen es capaz de trasladarse de un extremo a otro intercambiando el espacio bidimensional con otros órganos, sin producir (si se procede con cuidado) ni una ligera onda en el plano general. Me preocupé sobremanera, ¿y si olvidase algún órgano fuera de su sitio cuando me replegase? ¿Qué haría si mis ojos quedasen prisioneros en las plantas de mis pies, por ejemplo?
«Pues caminarías sin zapatos y levantando mucho las piernas». Maestra me envió la solución inmediatamente.
«No sabemos si el cuerpo guardará o no una memoria de recolocación, Raleluköides, así que no te preocupes. Si se produce algún problema ya lo solucionaremos». Este pensamiento de Giellae no me tranquilizó, pero no insistí ya más en mis pesadumbres.
Impulsé mis ojos (y, sin querer, una oreja y tres muelas también) hacia uno de mis extremos.
«Hacia la derecha, hacia la derecha». El pensamiento de Giellae me guió de nuevo. Viré el rumbo de mis planos oculares mientras sentía el viento cálido de la superficie de Burbulam rozar mis mofletes lejanos.
Y de pronto, a la vez y sin ponernos previamente de acuerdo, nos sobrecogimos al contemplar el panorama que presentaba la faz del planeta.
Nuestros extremos derechos, con todos nuestros desvolumetrizados ojos apretujados, tocaban el cielo de Burbulam en algún punto del cuadrante nordeste. La guerra había asolado aquel lugar y los cadáveres, terriblemente mutilados, cubrían un vasto y desértico territorio. La piedra negra y brillante que compone la fisonomía de Burbulam estaba cubierta de cuerpos que habían sido cruelmente descuartizados y desparramados sus pedazos por todas partes. Un estremecimiento de ira y de horror onduló nuestro plano general.
«Solo los dioses son capaces de ejecutar tal masacre», pensó Foorne en nombre de todos menos en el mío.
Rodeamos aquel cuadrante por entero (nuestros cuerpos bidimensionales, además de constituir planos inabarcables, poseían la vertiginosa velocidad de la nave raddham) mientras contemplábamos los cuerpos. Un montón de preguntas, de dudas, acerca de mi raza, de la sustancia de mi personalidad olvidada, comenzaron a surgir en mi mente horrorizada. Me apresuré a descartarlas todas. No me convenía recordarles mi vulnerabilidad a los demás, de modo que dirigí mis pensamientos hacia otros temas que no me comprometieran tanto.
«¿Por qué no se utiliza con más frecuencia la bidimensionalidad como medio de transporte?» lancé, con divino disimulo, la pregunta a todos.
«Porque muchos usuarios mueren en el proceso de desdoblamiento» respondieron ¿Callas? y Maestra al mismo tiempo.
Sentí de nuevo la punzada del miedo y mi estómago, lo que creí mi estómago, se removió ondulando mi plano y los de los demás.
«¡Raleluköides! ¡No te ondules!» me riñó ¿Callas?
«Además de burbulanos veo skkugs y perséguilas entre los cadáveres». anunció Foorne que seguía contemplando la masacre.
«Todo apunta a una misión de evacuación», pensó Thools. «Los perséguilas y los inútiles skkugs…».
«Muy cierto, inútiles cien por ciento». Ojools se mostró de acuerdo.
«Protegían a los habitantes de Burbulam. Trataban de ponerlos a salvo de algún peligro terrible. Mirad las posturas de los cadáveres» siguió Thools.
«Pero si han sido descuartizados» protestó Foorne. «No puedes saber en qué postura murieron».
«¡Civiles!», pensó Ngoth con fastidio.
«La batalla es reciente» explicó Ojools.
«Todavía puede verse el recorrido de los cuerpos y sus elementos» añadió Ngoth. «Por eso podemos deducir sin temor a equivocarnos cómo murieron».
«Huían de algún peligro desconocido y poderoso cuando fueron rodeados y masacrados». Ehjord se sumó a pensar más explicaciones.
«El enemigo cayó sobre ellos. Los sorprendió desde el cielo» concluyó Thools.
Volvimos todos a concentrarnos en aquel campo de batalla en el cual se distinguían profusamente los cuerpos y las razas a que pertenecían. Nadie pensó nada en mi contra, pero no era necesario. La animadversión contra el dios que yo era crecía de todos modos.
«Siempre hay cadáveres de perséguilas y de skkugs» se lamentó Ngoth.
«Para eso sois los guerreros oficiales» replicó Foorne con sarcasmo.
«De lo que puedes deducir nuestro amor a la guerra» le respondió Ehjord inmediatamente.
Foorne se disculpó y siguieron contemplando el escenario. Las armas de los combatientes abatidos estaban cubiertas del polvo negro del suelo y costaban de ver. La mayoría de los escudos estaban fragmentados, las espadas partidas también. Y los cadáveres…
Una brizna de viento levantó de nuevo la polvareda que los cubría y nos sobrecogimos de nuevo: algunos de los rostros que quedaron al descubierto mantenían los ojos abiertos, y parecían mirarme, recriminarme, acusarme. Me acordé entonces de la batalla de Dermobsis, del horror de la contienda, el sufrimiento extremo de quien sabe que va a morir. Me acordé de la teniente Krevan, del capitán Asfalés y de los guerreros que trataron de protegerme. Me enfadé con mi memoria reciente y volví a horrorizarme por la masacre que teníamos ante o tras nuestros ojos. Para mayor vergüenza, quienes habían ganado (si puede considerarse este verbo en tan peyorativa acepción) habían descuartizado a sus contrincantes con un claro gesto de desprecio. Si detrás de aquel acto, el peor que se pueda ejecutar, estaban los míos, el Raleluköides de entonces se prometió que renunciaría a ocupar el puesto que, por su raza, hubiera obtenido entre los dioses.
«No veo cadáveres de skoloi, ni de dermorebs», pensé con dificultad. Me costaba un gran esfuerzo desprenderme de mis preocupaciones.
«Es lógico», me respondió Ehjord. «Los skoloi están con los dioses y los dermorebs seguirán batallando en Dermobsis».
«Eso es cierto». Maestra corroboró su pensamiento. «Pero lo que no es tan lógico es que haya cadáveres de lburanos» añadió.
«¿Lburanos? ¿Los malditos hijos de los dioses?», pensó Ojools con un estremecimiento que nos sacudió a todos de nuevo. «¿Quién los habrá despertado?».
«¿Y quién te ha dicho a ti que los lburanos estuviesen dormidos?» le increpó Maestra.
«Eso no importa ahora. Lo único que sé con certeza es que los golos debían mantenerlos al margen de lo que ocurriera en el Cosmos» replicó Ojools. «Por esa razón los gigantes estaban exentos de pagar los tributos de tiempo a la Octava Dimensión. Y si se han unido a la lucha… ¡Contemplad esta masacre! Sin duda han sido los lburanos quienes la han realizado».
«Algo me dice que no han sido ellos. A mí no me parecieron crueles sino todo lo contrario» opuso Foorne.
«¿Los has conocido? ¿Dónde?» Ojools se removió de nuevo y nuestros planos bailaron como la superficie de un lago bajo la lluvia.
«¡Aquí hay una lburana!» Maestra desveló su raza. «Y te aseguro que la crueldad no es nuestra especialidad».
«¡Una lburana!». Ojools provocó una nueva sacudida. Éramos ya como un torrente de lava.
Yo, que no veía lburanos muertos por ninguna parte lo manifesté con mi pensamiento, aunque de verlos tampoco los iba a distinguir: no recordaba cómo eran, si es que había visto alguno en mi desconocida vida anterior.
Nadie me respondió porque todos discutían sobre la maldad o no maldad de aquel pueblo aliado de los dioses.
Volví a preguntar quiénes eran los lburanos y Foorne me los describió al detalle mientras nuestra comunidad, hecha manta, se encrespaba como consecuencia de lo apasionado de la discusión.
«¡Calmaos o reventaremos!» ¿Callas? se las apañó para que su pensamiento fuera más intenso que el de todos los demás. «Hay asuntos más importantes que no hemos tratado todavía».
«Si no hubieras provocado nuestro plegamiento antes de tiempo esto no estaría ocurriendo» aprovechó Ngoth para reñirla.
«Veo lburanos mutilados. Allí, sobre las tres colinas dentadas».
Nuestros ojos se desplazaron hacia donde Giellae indicaba. Apenas pude entrever los cuerpecitos en fase infantil de los lburanos. Tuve que apartar la mirada invadido por la congoja. Yo era un dios y, por lo visto, me tocaba ser cruel; sin embargo una pena infinita me atenazó la garganta, a pesar de que la tenía situada cerca de mis pies.
«Podrían ser los niños que yo escondí» pensé para todos. «Tal vez las armas innobles hayan estado en poder de los lburanos, en algún lugar de Basskanas. Tal vez deberíamos ir allí» añadí.
«Yo creo que no» pensó Giellae. «En caso de que estuvieran en Basskanas los golos las habrían descubierto. De todas formas la prioridad sigue siendo recuperar tus memorias. Además Basskanas es un planeta demasiado hostil como para explorarlo sin garantías» añadió recordando los gusanos murdones que se le colaron desde el hielo por el interior de su pierna. «¿Qué opinas Maestra?».
«¿Cómo voy a opinar sobre lo que en su mayoría desconozco? Primero tendría que estudiar el planeta entero para emitir un juicio válido».
Bufó la aspirante a askálatha y una suave vibración en la manta que éramos me hizo cosquillas.
«¿Callas?, si insistes en seguir pilotando esta nave, llévanos a Orbietah sin más dilación» pensó Ngoth entonces. «Ya está bien de monsergas».
«¡Los dioses pagarán por esto!» amenazó Ojools de repente.
Llegado este punto no tuve más remedio que protestar.
«Tal vez no todos los dioses estén implicados en la matanza» pensé con toda mi fuerza divina que, dicho sea de paso, no era tan poderosa como los pensamientos de los perséguilas, ahora soliviantados por Ojools. Tuve que repetir mi pensamiento tres veces para que me hicieran caso. La maravillosa Giellae fue quien me hizo un hueco en aquella mente telepática y común que nos mantenía en ineludible contacto.
«Raleluköides tiene razón» pensó acertadamente. «No se puede juzgar el comportamiento individual tomando como rasero el comportamiento colectivo. ¡Y esto va por todos!» añadió.
«Y si este asunto no queda solucionado ahora, vamos a tener un grave problema» intervino ¿Callas? «Respondedme sin demora, ¿estamos todos, lburanos, perséguilas, dioses y demás seres de cualquier procedencia de acuerdo en seguir adelante manteniendo una total armonía?».
Una afirmación unánime y temerosa recorrió nuestros planos mentales. De pronto fuimos todos conscientes de que nos habíamos alejado de Burbulam a gran velocidad.
«Más os vale porque ahí está el paso hacia Orbietah. ¿Lo veis?».
Y lo que vimos fue una línea apenas perceptible que parecía dividir en dos el universo.
«Preparaos. No respiréis. No os mováis. No desplacéis órganos. No os onduléis. No penséis. Y sobre todo: no temáis» concluyó ¿Callas? sus recomendaciones.
«Mientras no cantes…».
«Te he oído, Ngoth. Ya ajustaré cuentas contigo. Y ahora, quieto todo el mundo».
Nos acercamos a la ranura con el aliento contenido. Como en una pesadilla que incluye la propia cama, nos dirigíamos sin remedio hacia aquella línea equívoca y sin volumen. Si la veíamos era gracias a la luz que parecía desprenderse del mundo que existía al otro lado. Traté de imaginar una ranura sin volumen, pero no lo conseguí. Pensé en ¿Callas?, y sin más, confié en ella. Sin razón aparente, estaba seguro de que la lirikoi sería capaz de ejecutar la maniobra más difícil de todo el mundillo aeronáutico: traspasar con nuestra raddham la ranura no volumétrica del portal a Orbietah.
Como una hoja arrastrada por el viento pasamos por debajo del resquicio de una puerta imposible y nos colamos al otro lado. La potente luz de los quince soles, también ranurales (por designarlos de algún modo) que orbitaban pacíficamente por un extremo de la espiral, nos cegó momentáneamente.
«¿Y bien?» pensó ¿Callas? rompiendo el silencio mental en que nos habíamos sumido todos. «¿A qué planeta de la espiral me dirijo?».
Las gigantescas matas de musgo le llegaban hasta más arriba de las rodillas y le impedían caminar a buen ritmo por el círculo que, sin darse cuenta, él mismo había trazado. Su ira, tan desmedida como las verduras de aquel huerto, le superaba. Rojo de rabia, Opoiper contemplaba a intervalos las altas e inexpugnables montañas que bordeaban y protegían la isla Vergel. ¡Jamás saldría de allí! Y si lo hacía, ¿cómo escaparía del planeta Basskanas? El chico caminaba vigorosamente machacando con los pies las hojas del suelo. Furioso, contaba y recontaba, retorciéndose los dedos, los nombres de quienes, en su sentir, le habían traicionado.
—Incluso Foorne —rezongó para sí—. Ella me arrojó a las garras de Golo.
Se retorció el dedo que correspondía en aquel recuento a la traidora polimorfa: el anular; después del dedo Raleluköides y del dedo Giellae.
—Me han echado de sus vidas, me han apartado de la acción. De mi hermana Giellae cabe esperarlo todo, de modo que no me sorprende que me haya dejado aquí abandonado. Pero no esperaba algo así de mi querida… de Foorne. ¡Cómo los odio a todos! ¡Me han condenado a vivir confinado en esta isla! ¡O a morir!
Los soles del planeta Basskanas seguían su curso y el musgo que se cerraba sobre sus piernas comenzó a calentarse.
—¡Y ni siquiera puedo encontrar piedras interesantes para mi colección! —se quejó con amargura removiendo la poca tierra que aparecía libre de vegetación. La isla era prácticamente una alfombra vegetal—. Todas estas plantas… y esta neblina malsana y espesa me impiden curiosear el suelo mineral.
Se metió las manos en los bolsillos y sus dedos tropezaron con una caja pequeña. En su interior guardaba las piedras blancas que había recolectado en las fronteras de Lbura, poco antes de que Golo lo apartara de allí para dejarlos caer, a él y a Giellae, en la isla. Palpó los bordes de la caja, cuidando de no abrirla. Las piedras carnívoras podrían reptar por su ropa y seducirle con sus exhibiciones cromáticas antes de intentar devorarlo y…
—¡Pues claro!
Se propinó una palmada en la frente y exclamó un par de orgullosos eurekas. Había hallado la solución perfecta: soltaría las piedras blancas por el suelo, las ignoraría y estas dejarían de emitir sus llamativos colores y rodarían hacia su lugar de origen. Así él las seguiría y escaparía de aquella cárcel insular pues, había oído en boca de los gigantes, algo referente a cierta ruta a través de un río subterráneo que desembocaba en la ciudad capital del continente, Lbura.
Miró a su alrededor para buscar un lugar más despejado, si las piedras comenzaran a rodar (suponiendo que tuvieran la facultad de rodar) y se metieran por debajo de los arbustos, él las perdería de vista enseguida. Desalentado observó que, además de la vegetación, la bruma, cada vez más densa, cubría el suelo casi por completo. El calor iba en aumento y la humedad reptaba por sus piernas, empapando las perneras de sus pantalones blancos. Las suelas de sus botas comenzaban a quemar desagradablemente. Alarmado, levantó las piernas, primero una y luego la otra, para refrigerarlas, pero fue del todo imposible. Sintió miedo: de seguir así se cocería vivo. Además, su idea de seguir las piedras se había vuelto inviable.
—Si soltara las piedras ahora perdería su rastro por culpa de este vaho que me está achicharrando —murmuró palpando nervioso la caja donde las tenía encerradas.
—Debe ser un río subterráneo la causa de todo este vapor —dedujo preocupado—. Necesito salir de este valle de sembrados y dirigirme a las montañas. Y a toda prisa. Tengo que ponerme a salvo si no quiero morir.
De pronto un dardo, un proyectil semejante a una espina de cactus, cruzó a pocos centímetros de su nariz y se clavó en una inmensa col, la primera en el sembrado que había a su derecha, hacia el sur. Opoiper dio un salto hacia atrás sobresaltado y otro dardo silbó por delante de su cara de nuevo.
—¿Acaso alguien más intenta matarme o tal vez alguna planta espinosa se defiende así de mí o del calor?
No se detuvo a averiguarlo, de un salto abandonó el círculo que tantas veces había recorrido y cruzó el primer sembrado que tenía delante alejándose lo más deprisa posible del lugar de donde procedían los dardos y de sus trayectorias.
Con la mirada puesta en el horizonte montañoso siguió caminando con furia y miedo. No podía correr pues el calor era ya sofocante y ralentizaba sus movimientos. Pronto se vio obligado a detenerse para respirar profunda y cuidadosamente. El aire caliente le quemaba los pulmones.
—Si se trata de un proceso volcánico estoy perdido — se lamentó—. El río que corre por debajo de estos cultivos debe estar hirviendo. Sin embargo no veo fumarolas ni géisers. Este vaho terrible parece colarse a través de la tierra. No puedo ir más rápido. ¡A este paso y con esta hervidumbre no llegaré a las montañas!
La niebla le llegaba ya a la cintura y el chico sudaba a mares. Miró a su alrededor buscando, de todas las especies que lo rodeaban, alguna planta que le proporcionara agua o que pudiera servirle de protección.
—Si supiera tanto de plantas como sé de piedras —se quejó— no me vería en esta situación. ¡Vamos! ¡Piensa, Opoiper! Soy hijo de askálathas, el mejor en mi especialidad, el mejor lithósofo. Soy tan valioso que no puedo morir cocido.
Y levantando alternativamente los pies del suelo para no quemarse observó su entorno atentamente. Otro dardo sopló por delante de él y se vio obligado a torcer el rumbo de nuevo. Nuevos proyectiles surcaron la atmósfera enrarecida y Opoiper se vio forzado a caminar penosamente hacia el oeste. Al poco cesó el bombardeo de dardos y el chico se detuvo a jadear. Apoyó la mano en un arbusto y resbaló. A punto estuvo de caer al suelo. Levantó el rostro y contempló la corteza rugosa y brillante. Luego observó las hojas.
—¡Bien! Un raulel. Esto es un raulel, y por lo que sé los rauleles crecen entre los géisers de Baghu 5 sin problemas, y si no recuerdo mal, sus raíces generan un componente que los protege de las altas temperaturas.
A pesar de la niebla espesa que casi le impedía respirar, intentó encaramarse a él. El tronco rugoso animaba a trepar pero la corteza era muy resbaladiza. Opoiper lo intentó una y otra vez. Nervioso y acalorado se recriminó el no recordar más características del raulel: si su savia era venenosa, si sus hojas le protegerían de la bruma… Lo poco que sabía de las plantas lo había aprendido en los documentales de Foorne. Suspiró dolorido y apenado.
¡Ay! Si Opoiper hubiese prestado más atención a los contenidos y menos a la bella figura de la polimorfa, habría recordado que, si se golpea la base de un raulel, este reabsorbe momentáneamente el líquido resbaladizo con el que se cubre y se protege de las altas temperaturas durante, al menos, medio minuto cent. No lo recordó, pero no obstante, enfadado como estaba, acertó a propinarle al arbusto un par de vengativos puntapiés que fueron suficientes para que este cesara su producción de líquido deslizante. Opoiper no desaprovechó su suerte y se encaramó a la rama que le pareció más gruesa. Una vez asegurada su posición (sentado entre un par de arrugas de la corteza para no resbalar cuando el raulel volviera a producir la sustancia protectora) miró hacia abajo y se desanimó de nuevo: había escapado al vaho caliente, pero por poco tiempo pues la bruma continuaba esparciéndose por todas partes y no tardaría en llegar a su altura.
Un rumor creciente le hizo volver la cabeza. En el sembrado donde habían ido a parar los dardos, unos cuantos repollos, del tamaño de una casa, se arrugaron y desmoronaron sobre el vapor. Al instante, un intenso y horrible olor a col hervida invadió el lugar.
—Si los dardos no me hubieran obligado a variar de rumbo ya estaría muerto —se dijo el chico alterado.
Intentó envolverse con las hojas del raulel pero le resultó imposible doblarlas. Mientras tanto una tras otra, las coles del sembrado se iban derrumbando y desaparecían engullidas por la bruma. Otro ruido acaparó su atención, esta vez arriba, en el cielo. Medio cegado por los soles Opoiper se puso una mano sobre la frente para ver con mayor claridad y esclarecer qué era aquel nubarrón que se acercaba. Al principio creyó que se trataba de un enjambre de insectos de tamaño acorde al de los vegetales de aquella maldita isla; pero no tardó en darse cuenta de que se trataba de un sinfín de naves.
«Amigos o enemigos, qué más da», pensó. «Debo pedir ayuda pues cualquier cosa será mejor que convertirme en la carne de este estofado».
Y mientras otro sembrado de zanahorias, nabos y carmotas sucumbía al vapor, él levantó los brazos haciendo señas para que lo rescataran. El raulel volvió a supurar el líquido resbaladizo y Opoiper tuvo que aferrarse a la rama para no caer. ¿Cuánto tiempo se mantendría en pie el raulel antes de sumergirse en la olla invisible para proporcionarle su peculiar aroma?
Las naves lburanas sobrevolaron su cabeza sin prestarle ninguna atención. Algunas de ellas lanzaban sus depósitos para aprovisionarse de aquella sopa de verduras que se cocía a su alrededor. Opoiper se apretó contra el arbusto más furioso todavía. Su única esperanza se reducía a que el raulel sobreviviera al caldero o lo que fuera aquella isla terrible y mortal.
Se asfixiaba. El vaho hirviente le rozaba la cara y Opoiper, desesperado, comprendió que iba a morir.
—Voy a sucumbir en el peor lugar del Cosmos. Por culpa de Giellae, y de Raleluköides, y de los lburanos… ¡Qué planeta tan odioso! El peor de todos. Solo el planeta de los huomitas es más terrible que este. —Un estremecimiento le recorrió la espalda al recordar a los huomitas, los seres de la nada, que vio en la pasarela de Puerto del Salto—. El planeta Huom, el planeta de la nada, el planeta de la muerte segura. ¡Aguanta raulel! ¿Porqué tuve que salir de mi casa? ¿Qué será de mi fabulosa colección de piedras? ¿Quién les dará de comer a las que comen? ¡Cómo me gustaría estar allí! Allí o en cualquier otra parte. Excepto en el planeta Huo… —No llegó a completar el nombre, no fue necesario, la intención bastó. Por debajo de la bruma, que comenzaba a disiparse, un agujero krazzi había empezado a deslizarse con rapidez.
En cuanto lo descubrió, Opoiper intentó cambiar a otra rama a pesar de que su lógica le dictaba que su acción sería inútil. Nadie escapa de los agujeros de transporte de los krazzis que te llevan, siempre, a un lugar peor. Pronto resbalaron sus manos por la corteza del raulel y cayó de espaldas hacia la bruma que remoloneaba aún por el suelo.
—¡Maldita sea! He sobrevivido a la cocción para caer como un tonto en la nada. —Opoiper se taponó los oídos para no oír las risas burlonas de los krazzis celebrando su captura.
Al poco, el silencio se impuso. El silencio y la oscuridad… o la claridad. Sin duda la nada de Huom lo envolvía. ¿Se había transformado en nada él también? Así debía ser. ¡Aquello iba a ser peor que morir en la isla cazuela de los lburanos! ¿Cuánto tardaría en morir en la nada? Tal vez estaba muerto ya.
—Si me lo permites, puedo guiarte en tu visita a mi planeta.
Una voz infantil y femenina, cálida, tímida, incluso temerosa, sonó a su alrededor. Opoiper movió la cabeza tratando de encontrar de dónde procedía. No lo consiguió. La voz continuó hablando.
—Desconozco cómo tratar a los viajeros. A decir verdad tú eres el primero que ha llegado a Huom en calidad de visitante.
—Es decir, que soy más tonto que nadie por ser el único en caer en Huom a través de un agujero krazzi, la trampa que todo el mundo conoce y que todos podemos evitar — murmuró Opoiper nervioso y dolido.
—No digas eso —le consoló la voz con amabilidad—. Limítate a pensar que has decidido visitarnos. Es mejor para tu autoestima. Más adelante te revelaré la verdad.
—Entonces, ¿estoy vivo?, ¿o esto es la nada?
Algunas risas sonaron a su alrededor y Opoiper se removió asustado. Por más que forzaba los ojos no conseguía ver. Sin embargo oía muy bien.
—No es la nada. El planeta Huom no es la nada como creéis en el exterior. Lo que ocurre es que con tus limitados sentidos nada puedes ver, ni oír, ni oler… no hay nada que puedas sentir. Yo he amoldado los míos para que me oigas, para comunicarme contigo y no matarte sin querer.
Se estremeció Opoiper imaginando aquella voz agradable e inocente instalada en cualquier forma monstruosa. Luego pensó que nada había tan terrorífico como la imagen recortada de la nada.
—¿Pero estoy vivo? —insistió Opoiper lógicamente preocupado.
—Sí, por supuesto que lo estás —afirmó la voz—. Y si no te mueves continuarás estándolo. Deberás permanecer en absoluta quietud durante unos segundos cent, los suficientes para que te coloque la campana de protección contra mí. Es este un invento muy práctico pues traducirá tus sentidos, de modo que podrás hacer uso de ellos. Y lo que es mejor: evitará tu desintegración en caso de descuido. Así que ahora lo que interesa es que no te muevas. Ni hables siquiera. Aquí la tengo, ya está lista. Quieto.
Opoiper movió imperceptiblemente las pupilas hacia un lado y hacia el otro, intentando descubrir, por lo menos, la silueta del ente que le hablaba. Parecía muy joven, como él, una niña tal vez.
—¡Te he dicho que no te muevas! —La voz cambió de pronto y se volvió agresiva y amenazadora.
Opoiper se quedó paralizado por el miedo y la imagen de la niña se desvaneció de su mente para aparecer en su lugar la de Thraw, el monstruo azucarado que era perseguido por una banda de bacterias fluorescentes en un lejano programa infantil al que había sido adicto. Transcurrió un largo rato sin que nada ocurriera. ¿Era real la voz que había oído o la habría imaginado?
—¿Ya me has colocado la protección? —preguntó temeroso.
—¡Ah! Eres un niño muy impaciente. Tal y como imaginaba que serías. Verás, te he mentido para comprobar tu reacción. De este modo he salvado tu vida de nuevo porque te has vuelto a mover. ¿Es que no puedes estarte quieto ni siquiera para que pueda protegerte?
—Te aseguro que no me moveré en absoluto —prometió Opoiper apurado—. Pero antes dime cómo te llamas, así me concentraré en memorizar tu nombre y no me moveré —prometió a continuación esforzándose en ser amable con aquella voz, cuyo cuerpo podía aniquilarlo de un solo roce.
—Huomitas.
—Ya sé que eres una huomita, pero ¿cuál es tu nombre?
—Huomitas —repitió la voz—. Soy Huomitas, habitante de Huom. Así me llamáis los del exterior.
—Huomitas, sí. Lo sé. Pero pregunto tu nombre personal. Para distinguiros unos de otros tendréis nombres propios, digo yo.
—Yo soy Huomitas, habitante de Huom —repitió la voz con insistencia.
—¿No hay otros individuos, pues? —preguntó Opoiper sorprendido.
—Vosotros existís en pluralidad —explicó la voz—. En este lugar existo en unidad, aunque a vuestra vista y a vuestro entendimiento, cuando nos cruzamos en el exterior, me tomáis por varios. ¿Comprendes?
—Por supuesto —mintió Opoiper con la cabeza hecha un lío.
—Y ahora, si no deseas perder tu individualidad en la pluralidad… —Hizo una pausa Huomitas—. ¿No te ríes? He creado una broma en tu lenguaje.
Opoiper improvisó unas risas. Más valía tener a Huomitas contenta. La oscuridad absoluta, la privación de los sentidos, lo hacía sentir en extremo vulnerable. Y con razón.
—Ahora ha llegado el momento de que estés absolutamente quieto. Hasta que yo te advierta que el peligro ha terminado. Ahora mismo voy a colocarte la campana de protección . Así que quieto, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —aceptó Opoiper temiéndose lo peor.
Un velo sutil, como una imperceptible tela de araña, descendió por su rostro produciéndoles unas cosquillas insoportables. El chico aguantó la respiración, incluso las lágrimas que el picor excitaba. Luego, el mismo velo le fue cubriendo lentamente el cuerpo entero. Lo notó Opoiper al ajustársele sus prendas al cuerpo y al rozarle el velo las manos. En todo momento mantuvo la respiración interrumpida y permaneció inmóvil, hasta el fin de sus días si fuera necesario.
—Tienes los ojos cerrados —observó Huomitas al poco rato rompiendo el silencio—, de no ser así estarías expresando tu sorpresa. ¡Vamos! Ábrelos. Ya puedes usar tus sentidos. Muévete, haz algo. Demuestra que sigues con vida y que no te he matado sin querer. —La voz sonó preocupada.
—¡Sangre de mis antepasados! —exclamó Opoiper obedeciendo con temor.
—Impresionante, ¿no es cierto?
Ahora veía un alrededor trémulo. Se encontraban en el interior de un túnel gigantesco cuyo color cambiaba continuamente del gris al azul y viceversa. La textura era aristada y, además, palpitaba. La luz que alumbraba el túnel era roja intensa y ¡densa! Opoiper alargó el brazo y la tocó. La luz se contrajo en un principio, luego se dejó acariciar. Opoiper notó que había vida en ella, sintió su consistencia suave y caliente.
—¿Huomitas? —le preguntó a la luz.
—Dime Opoiper. —La voz que ya conocía sonó a sus espaldas. Opoiper se volvió bruscamente y dejó escapar otra exclamación mientras retrocedía asustado unos pasos hacia atrás y descubría que el suelo era blando y pegajoso… y palpitante también.
—Sale humo de tu cabeza… de lo que parece tu cabeza —acertó a decir.
—No es humo, son mis tentáculos.
Huomitas le pareció a Opoiper una sombra más o menos ovalada y oscura, de color incierto, piel rugosa y llena de peligrosas aristas que despedían rachas de humo o tentáculos —como ella había dicho—. Tres ojos se encargaban de emitir la misma luz roja, densa y viva que alumbraba el túnel, tres ojos que se repartían horizontalmente en la parte superior de Huomitas.
—Ahora que ya no corres peligro, sígueme, tenemos cosas importantes que hacer —interrumpió Huomitas la sorpresa de Opoiper.
—¿No me hundiré en este suelo? —preguntó el chico verdaderamente preocupado.
—Si la campana de protección está debidamente ajustada, nada has de temer. ¿Has oído lo que he dicho? «Nada has de temer». ¿He creado una paradoja? Fíjate en lo que acabo de decir: en el caso de que la protección esté mal puesta, debes temer a la nada, pero si está bien colocada: a nada debes temer. Es lo mismo y lo contrario. Vuestro lenguaje incita a la confusión. No me extraña que estéis siempre en guerra. «Nada», qué concepto tan engañoso.
Y nada dijo Opoiper al respecto. Estaba demasiado preocupado y sorprendido como para interesarse ahora por cuestiones lingüísticas. Caminó con sumo cuidado por aquel suelo trémulo, procurando apartarse lo más posible de Huomitas. No deseaba comprobar si la campana de protección estaba bien o mal colocada. Él no sentía que la llevara puesta. Solamente había notado el sutil velo, descendiendo cuerpo abajo, con el que Huomitas lo había cubierto, supuestamente, desde la cabeza hasta los pies. Pero ahora, por más que se tanteara con las manos, ni veía ni notaba que nada lo cubriera.
«Nada me cubre y nada me protege», pensó el chico. «También yo juego con las palabras y me admiro de su significado mutante», y recordó que sus padres acostumbraban a contarle multitud de historias en las cuales las palabras y sus díscolos significados eran generadoras de conflictos. Le entraron ganas de llorar. Tal vez nunca más volvería a verlos.
—Ha llegado el momento de revelarte la verdad —dijo de pronto Huomitas interrumpiendo el pesar que le acongojaba—. Te he convocado, Opoiper, porque tengo un serio problema que tú debes solucionar.
Huomitas no caminaba (seguramente carecería de pies) sino que se deslizaba achatando levemente la base estrecha de su figura ovalada. Opoiper trató de imitarla arrastrando los pies por la superficie, pero aquello le resultaba agotador y volvió a caminar según su costumbre.
—¿Me has convocado? ¿No me han traído los krazzis por mi torpeza? ¿Cómo es que sabes mi nombre? —Opoiper recordó de pronto que él no se había presentado.
—Tu nombre aparece en el info en todo lo relacionado con los minerales. Debes ser quien más sabe de piedras.
Opoiper enrojeció con prudencia, por si estropeaba la membrana de seguridad, y recordó azorado el kilométrico currículum que seguía a su nombre. Y todo para encandilar a Foorne.
—¿Quieres decir que no he caído por casualidad, que habíais enviado a los krazzis a cazarme por mis conocimientos sobre el mundo mineral? —preguntó a continuación.
—Sí. Necesito al mejor lithósofo, y puesto que eres tú, según señala el info repetidas veces, decidí enviar al krazzi para que te trajera. Cosa que hizo con grandes esfuerzos, debo añadir. En contra de sus hábitos naturales, se vio obligado a salir de su morada y lanzarte espinas de cactus para mantenerte con vida hasta que pronunciaras la fórmula. —Huomitas se rió sutilmente antes de continuar—. Yo no tengo capacidad para transportarte, por este motivo he aprovechado el acuerdo que tengo con él.
—¿Con él o con ellos? —preguntó Opoiper desconcertado.
—¿Con ellos?
—¿Con los krazzis?
—Con el krazzi —respondió Huomitas—. El «uno» es invariable.
El chico se llevó una mano a la boca con la intención de morderse las uñas para calmarse, pero se detuvo en el último momento al acordarse de la campana de protección. Pensó entonces que los krazzis, como los propios huomitas, debían ser tan parecidos entre sí que ella los consideraba una unidad.
—Tienes un acuerdo con… el krazzi —comentó Opoiper entonces—. Pero si nunca se han aliado con nadie, ellos, él.
—Lo mismo que yo —corroboró ella riendo abiertamente ante la confusión generada en su amigo reciente.
Sus tentáculos se agitaron y las rachas de humo se dividieron en nubecillas que revolotearon alrededor de su dueña.
—¿Existen otras razas que, como los huomitas… perdón, como tú misma, Huomitas, se mantengan apartadas del resto del Cosmos? —inquirió el chico a renglón seguido tratando de seguir a su anfitriona que se deslizaba con rapidez.
—¡Ah! La curiosidad askálatha es buena, es muy buena para tu aprendizaje. Mis respuestas serán tu premio, después de que me prestes tu valiosa ayuda demostrando lo que sabes.
Opoiper se quedó pensativo, ¿lo habría confundido con algún otro Opoiper verdaderamente valioso? Y volvió a enrojecer: maldito currículum. ¿En qué lío se había metido? ¿Cómo podría él, un chico, ayudar a la raza más poderosa e inaccesible del Cosmos?
—Haré lo que pueda —prometió no muy convencido mientras seguía trotando detrás de Huomitas—. Veamos. ¿Cuál es el problema? —preguntó a continuación.
—Verás, el caso es que mi lugar, mi planeta, la nada o yo misma, si así prefieres considerarme —comenzó Huomitas— necesito para mi existencia una provisión concreta de cierta energía. Esta energía me la proporciona la nnonne. ¿Sabes algo acerca de la nnonne? —le preguntó al chico.
Las luces rojas aparecieron de pronto en lo que podría ser su cogote, parecía que aquellos ojos hubiesen atravesado el cuerpo para que Huomitas no tuviera que girar sobre sí misma cada vez que necesitase mirar al chico, que le andaba a la zaga.
Opoiper se apartó un poco al sentir de nuevo la textura de la luz roja sobre él. Asintió con la cabeza y con la palabra.
—Las nnonnes son formaciones minerales endémicas del Sistema H. Dichas formaciones producían descargas energéticas periódicas debidas a la acumulación de theriones que causa el frotamiento de sus partículas internas —recitó Opoiper de memoria lo aprendido en la escuela—. Sin embargo jamás se descubrió qué elementos son los que intervienen para que el proceso de frotamiento particular se lleve a cabo, de modo que las formaciones de nnonnes carecen, a día de hoy, de energía. Podría decirse que están muertas —anadió—. Los askálathas, que han experimentado con las piedras nnonnes, han fracasado en su intento de impulsarlas a la vida, a la energía de nuevo.
—Eso no me interesa —desdeñó Huomitas las palabras de Opoiper—. ¿Has visto alguna vez la nnonne? —preguntó de nuevo.
—Oh, sí, montones de veces, en los documentales para lithósofos especialistas —respondió inflándose con orgullo y desinflándose deprisa al acordarse otra vez de que llevaba un telo sutil como protección que podría reventar a la mínima.
—Eso es bueno. —Huomitas pareció alegrarse—. Ahora vas a tener el placer de conocerla y la obligación de curarla.
Opoiper se detuvo en seco.
—¿Curarla? No es esa mi especialidad. Soy lithósofo, observo y estudio las especies, pero no estoy capacitado para…
—¡Eso no importa!
Huomitas volvió a cambiar el tono de voz amable por el atronador y terrible.
—Pero mi conocimiento está todavía en proceso…
Los ojos de Huomitas volvieron a asomar por su cogote. La luz roja cayó pesadamente y produjo una hendidura en el suelo blando.
—Camina, por favor. No te pares —dijo entonces variando de nuevo el tono de voz—. La cuestión, por desgracia, es urgente. La nnonne está muriendo. Sin su energía moriré yo también, y sin mi protección tú harás lo mismo. A menos que encuentres un remedio.
Opoiper respiró con agitación. Así que su propia vida estaba en juego. Una vez más.
—¿Por qué me has elegido a mí? Si es por mi currículum confieso que está un poquito exagerado. —Opoiper dejó escapar una risita nerviosa—. Honestamente te recomiento que te pongas en contacto con mis maestros. Ellos son quienes tienen mayores posibilidades de ayudarte; o tal vez los documentalistas, ellos han visto las nnonnes y estudiado su hábitat en el Sistema H. Son los que conocen el tema.
—¡Ellos no conocen nada! —se enfureció de nuevo Huomitas y Opoiper se prometió ser más cuidadoso eligiendo sus siguientes palabras—. Ellos no saben nada. Los askálathas generan teorías que son claramente inadecuadas, no hay más que ver sus numerosos y fracasados intentos por cargar de nuevo la nnonne de energía. ¿Sabes algo de eso? —inquirió—. Y por favor sigue caminando, el pensamiento no te impide el movimiento, no eres un puk.
—Lo que sé es que las nnonnes se descargaron hace mucho tiempo, y que todos los intentos por reanimarlas han sido inútiles. Yo… yo no voy a poder reanimar ninguna piedra de esa especie —insistió el chico con cautela y temor—. Mi sabiduría no llega a tanto —se vio obligado a admitir.
—Entonces empieza a saber más. Presta atención. La nnonne no se recarga con energías tales como el calor, el frotamiento o el magnetismo, con energías medibles o calculables, sino con la intención —le explicó Huomitas—. Con una clara y concreta intención, pues…
—Eso es imposible. Es de suponer que los askálathas que trabajaron con ellas tendrían una clara y concreta intención de reactivarlas.
—¡Me has interrumpido! —se enfureció de nuevo Huomitas.
—Lo siento. Me callo. Me callo —se apresuró Opoiper a disculparse.
—La nnonne existe en virtud de su voluntad de servidumbre. Mira, ya hemos llegado al núcleo. —Sus tentáculos de humo parecieron replegarse hacia el cuerpo aristado—. Y para servir a otras especies necesita proveerse de una intención que conlleve una finalidad, ¿entiendes? Hay que proyectar sobre la nnonne una intención clara y seductora, con una finalidad atrayente para la nnonne. Y tú eres quien más posibilidades tienes de conseguirlo. Por esa razón fui a tu casa en Tecnos 329, pero ya no estabas. Luego fui a Puerto del Salto, pero no pude convencerte de nada porque nada que procediera de mí veías ni oías.
—¿Cómo supiste que estaría en Puerto del Salto? —inquirió el chico recordando al punto la sensación de temor que los huomitas dejaban a su paso—. ¿Te lo dijeron mis padres? —preguntó a continuación esperanzado.
—No había padres, pero sí un mensaje que informaba de tu viaje de estudios.
El chico seguía confuso. En el mensaje no se mencionaba Basskanas, así que volvió a preguntar.
—¿Cómo crees que te hemos encontrado en Basskanas? Fácil. La nonne sabe que has conseguido domar las piedras burus, y por tanto yo también lo sé. También sé que las piedras carnívoras se encuentran en Basskanas. Y, como además, fuiste el destino indeseado para una polimorfa llamada Foorne, con todas esas pistas pude enviar al krazzi a buscarte.
—¿Y podrías enviar al krazzi a buscar a mi hermana también? —preguntó esperanzado. La ira que había sentido contra ella y los demás había desaparecido.
—No.
El túnel desembocaba, junto con otros túneles de idénticas características, en una caverna cuyo techo se perdía en la oscuridad. Sobre el suelo, en el centro de aquella bóveda impresionante, habían unas cuantas piedras grises amontonadas como por descuido, como si alguien estuviese empedrando un camino y hubiese parado a desayunar.
Opoiper las contempló sorprendido: no se trataba de un solo ejemplar sino de varios. Miró a Huomitas por el rabillo del ojo, o bien no se aclaraba en la utilización de singulares y plurales, o bien su concepción del mundo era diferente. Decidió no darle más vueltas a aquella cuestión pues la otra, la de la curación de las nnonnes o de la nnonne, era de máxima prioridad. Acto seguido las señaló con el dedo acercándose a las piedras muy despacio.
—¿Es esta tu nnonne? —preguntó en voz baja para no ofenderlas al nombrarlas en singular. Se agachó y las analizó con tristeza. Estaban absolutamente estropeadas. Grises y porosas. Las que él había visto en los documentales tenían brillo al menos.
Otras sombras ovaladas con sus correspondientes humaredas en forma de tentáculos y su trilogía de ojos surgieron por las desembocaduras de los demás túneles que allí confluían.
—¿Quiénes son? —inquirió Opoiper sobresaltado.
—¡Soy Huomitas! ¿Estás tonto? —respondieron todos los seres al unísono.
Opoiper apartó la vista de aquel ser de unidad pluralizada, así lo calificó, y se apresuró a centrar de nuevo su atención sobre las nnonnes.
—Voluntad —se dijo—; las nnonnes poseen voluntad de servir al que proyecte su intención sobre ellas. Ni luz ni calor ni ondas causan en ellas el menor cambio molecular, particular o neoanular. Únicamente las mueve la intención que conecte con su voluntad de servir.
Se acercó más aún y se sentó junto a ellas. Ya no estaba ni cansado ni hambriento. El mal rato que pasó en la isla de Basskanas parecía muy lejano en el tiempo. Tomó una nnonne con sumo cuidado y la examinó. Estaba completamente deteriorada, seguramente —dedujo— a las nnonnes de los reportajes se las maquillaba para que no pareciesen tan feas y los espectadores no dudaran en engrosar el fondo de beneficios de los askálathas que se ocupaban de ellas.
Le dio un par de vueltas con las manos y se alarmó en cuanto se le desprendieron algunos fragmentos. La devolvió con suavidad a su sitio y miró angustiado a su alrededor. Huomitas, multiplicada por sí misma, formaba ya una población cercana a las mil sombras humeantes que, sin duda, tendrían sus tres mil ojos fijos en él.
—Mi intención. —El chico había vuelto rápidamente la cabeza hacia las piedras—. Mi intención es que os activéis de nuevo para que yo pueda salvar mi vida. Mi intención es la más intensa porque estoy desesperado. ¡Servidme!
A pesar de su admiración por el chico, la intención de que este conservara la vida no conmovió a las nnonnes lo más mínimo. Opoiper sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Temía por su vida, cierto, pero también le entristecía contemplar aquellas piedras agonizantes. Las piedras son los seres más duraderos del Cosmos, son el Cosmos en sí, la acumulación de todos los seres que existieron. Por este motivo, por su longevidad imposible de comprender, las había escogido a ellas, a las piedras, como su materia de estudios, su especialidad. ¡Y no podía hacer nada por ellas!
—No puedo tocarlas ni frotarlas porque se desharían —murmuró desalentado—. Debo concentrar mi deseo en algo que las conmueva, en conocerlas, por ejemplo. ¡Mi intención ahora es mi deseo de conoceros! —les dijo en voz alta intentándolo de nuevo—. Mi intención es que os regeneréis y viváis para que yo pueda saber más de vosotras y utilizar vuestro conocimiento para detener la guerra que nos azota. ¡Servidme! Así salvaremos muchas, muchísimas, innumerables vidas.
Tampoco las emocionó esta nueva intención de Opoiper. Las nnonnes continuaron impertérritas, agonizando lentamente.
—Veamos; especies semejantes a las nnonnes que existen en la Naturaleza —comenzó Opoiper a recitar para sí—. Las amatistas de Run-da-dur se mueven, aprovechando las corrientes de agua, para colocarse geométricamente, y son capaces de liberar partículas tóxicas para defenderse en caso de ataque. ¡Eso es! Las amatistas de Run-da-dur se defienden de la intención de agresión con su voluntad de defenderse.
Se puso de pie, tambaleándose un poco por la blandura del suelo, y contempló a las nnonnes con un gesto de fiereza.
—Os voy a sacudir; os voy a desintegrar a pisotones — amenazó—. ¡Mi intención es destruiros!
Impulsó hacia atrás la pierna derecha con actitud agresora y, al instante, se vio en el suelo y con el cuerpo rodeado por los tentáculos de Huomitas en múltiples formas.
—¡No son inconsistentes las ráfagas de humo! —exclamó Opoiper sorprendido. Huomitas no hizo caso de su comentario—. Son tentáculos y son dolorosos— se quejó a continuación.
—Si atacas a la nnonne acelerarás su muerte.
—No tenía intención de hacerle daño. ¡Y por eso mismo no ha dado resultado! —Opoiper se puso en pie de nuevo—. La intención proyectada debe ser absolutamente sincera e intensa.
—Por supuesto —corroboró Huomitas.
—¿Qué intención proyectas tú sobre la piedra? —interrogó el chico a su anfitriona.
—La de servidumbre. La nnonne existe para servirme.
—¿Siempre ha sido así? —volvió a preguntar Opoiper.
—«Siempre» es una palabra de significado confuso para mí —replicó Huomitas—. Cuando yo recogí la nnonne en el sistema H, la traje aquí, tal como me indicó mi madre, la coloqué, proyecté mi intención y la piedra me colmó de energía.
—¿Tu madre? ¿Y dónde está tu madre? —inquirió Opoiper.
—Aquí. Soy yo. ¿No lo ves? ¡Ah!, no eres muy listo que digamos. —La voz de Huomitas parecía disgustada—. Los de tu raza os reproducís en una pluralidad; en la mía yo misma me regenero y con cada regeneración busco la nnonne. ¿Está claro?
—Y cuando la nnonne se agota es cuando te regeneras y buscas otra —aventuró Opoiper.
—No. Otra no. Voy en busca de la nnonne —insistió Huomitas con terquedad.
Opoiper suspiró agotado.
—Ciñámonos al problema. La nnonne se ha agotado antes de tiempo, ¿es así?
—Sí, así es —confirmó Huomitas—. Su extraño comportamiento es lo que me ha llevado a buscar a quien sepa, mejor que nadie, manejar las piedras. Por eso puse mi intención sobre ti, para que me mencionaras y el krazzi te trajera.
Repentinamente, Opoiper se propinó una palmada en la frente que resonó en el interior de la funda protectora que Huomitas le había colocado—. ¿Cómo proyectaste tu intención sobre mí? Si me hubieras inducido el deseo de venir a Huom, los Krazzis me habrían ignorado. ¿Acaso me indujiste una intención falsa?
—¡No! ¿Qué dices? —protestó Huomitas intensificando y revolviendo sus tentáculos nebulosos—. No es bueno mentir las intenciones… casi nunca es bueno — rectificó—. La intención que proyecté sobre ti fue simplemente que me recordaras de cuando nos cruzamos en Puerto del Salto. El miedo que despierto en vosotros se encargaría de hacerte desear el no venir aquí jamás y así el krazzi, que estaba preparado para recibir tu petición, te transportaría en cuanto la pronunciaras. ¡Ah! El krazzi, criatura caprichosa y juguetona, aunque muy util a pesar de que a menudo no está donde debiera estar. Ahora, si ya has recabado toda la información que necesitabas sobre la nnonne, ¡cúrala!
—¡Espera! Una cosa más. —Opoiper se puso serio y transcendental—. Mis maestros dicen que careces de intencionalidad, que no tienes voluntad de poder y por eso se te permite deambular por nuestros mundos; sin voluntad no eres peligrosa para los demás, sin intención…