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Era la última mujer en el mundo con la que se casaría La última vez que Andreas Ferrante vio a Sienna Baker ella había intentado ingenuamente seducirlo. Aunque su provocativa sensualidad estaba grabada en su memoria, las terribles consecuencias de ese momento lo habían atormentado desde entonces, de modo que la noticia de que debía casarse con ella le parecía impensable… Volver a ver a Andreas años después hizo que Sienna recordara aquella terrible humillación. Y en cuanto a casarse con él… tendrían suerte si aguantaban toda la ceremonia sin armar un escándalo. Pero había una fina línea entre el amor y el odio… ¿las llamas del odio se volverían pasión incandescente durante su noche de bodas?
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Seitenzahl: 171
Veröffentlichungsjahr: 2012
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Melanie Milburne. Todos los derechos reservados.
ENEMIGOS ANTE EL ALTAR, N.º 2173 - agosto 2012
Título original: Enemies at the Altar
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-0726-6
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
ANDREAS recibió una llamada de su hermana pequeña, Mitote, de madrugada.
–Papá ha muerto.
Tres palabras que en otra persona habrían evocado una tormenta de emociones, pero que para Andreas solo significaban que a partir de aquel momento podía dejar de fingir que la suya había sido una familia feliz.
–¿Cuándo es el funeral?
–El martes –respondo Miette–. ¿Vendrás?
Andreas miró a la mujer que dormía a su lado en la cama del hotel y dejó escapar un suspiro de frustración. Qué típico de su padre elegir el momento más inoportuno para morirse.
Aquel fin de semana había pensado pedir la mano de Portia Briscoe en Washington D. C., aprovechando un viaje de negocios. Incluso llevaba el anillo de compromiso en su maletín.
Pero tendría que esperar otra oportunidad. No quería que su compromiso estuviera asociado para siempre con la muerte de su padre.
–¿Andreas? –la voz de Miette interrumpió sus pensamientos–. Sería bueno que vinieras… por mí, no por papá. Tú sabes cuánto odio los funerales, especialmente después del de mamá.
Andreas sintió como si una garra se clavara en su corazón al recordar a su madre y lo cruelmente que había sido traicionada. Estaba seguro de que eso era lo que la había matado, no el cáncer. Su desconsuelo al encontrar a su marido en la cama con una empleada de la casa mientras ella luchaba con la quimioterapia le había roto el corazón, robándole las ganas de vivir.
Y luego esa bruja, Nell Baker, y la desvergonzada de su hija, Sienna, habían convertido el funeral de su madre en un escándalo…
–Allí estaré –le aseguró.
Y esperaba que Sienna Baker no se atreviese a aparecer por allí.
La primera persona que Sienna vio al llegar al funeral en Roma fue Andreas Ferrante. Al menos, sus ojos lo registraron, pero lo había sentido unos segundos antes. En cuanto entró en la catedral, sintió que un escalofrío recorría su espina dorsal.
No lo había visto en muchos años y, sin embargo, había sabido que estaba allí, sentado en uno de los primeros bancos, frente al altar. Tan increíblemente apuesto como siempre y con ese porte aristocrático, exudando dinero y poder. Llevaba el pelo, negro como el azabache, un poco más largo que el del resto de los hombres, rozando el cuello de su camisa.
Él giró la cabeza y se inclinó para decirle algo al oído a la joven que estaba sentada a su lado. Sienna hubiera querido llevarse una mano al pecho, donde su corazón aleteaba como una frenética mariposa.
Durante años había intentado olvidar sus facciones. No se atrevía a pensar en él porque era una parte de su pasado de la que se sentía avergonzada, profundamente avergonzada.
Entonces era tan joven, tan ingenua e insegura. No había pensado en las consecuencias… pero ¿quién lo hacía a los diecisiete años?
Y entonces, de repente, Andreas giró la cabeza y sus ojos se encontraron. Y cuando esos ojos pardos se clavaron en los suyos fue como ser golpeada por un rayo.
Sienna intentó simular indiferencia y, sacudiendo la rubia melena, recorrió el pasillo para sentarse en un banco.
Sentía su furia.
Sentía su ira.
Sentía su rabia.
Y la hacía temblar. Hacía que su sangre hirviera, que se le doblasen las rodillas…
Pero no demostró nada de eso, al contrario. Intentó fingir una frialdad que ocho años antes, cuando era una adolescente, habría deseado.
La mujer que estaba sentada al lado de Andreas era su última novia; o eso había leído en las revistas. Su relación con Portia Briscoe había durado más que las otras e incluso se rumoreaba que iban a casarse.
Aunque Sienna nunca había pensado que Andreas Ferrante pudiese enamorarse de verdad. Para ella, siempre había sido un príncipe, un niño rico rodeado de privilegios. Cuando llegase el momento, Andreas elegiría una esposa adecuada, una chica de buena familia, como su padre y su abuelo antes que él; el amor no tendría nada que ver.
Y, en apariencia, Portia Briscoe era la perfecta candidata. Una belleza clásica, era la clase de mujer que no iba a ningún sitio sin estar perfectamente peinada y maquillada. El tipo de mujer que ni soñando iría a un funeral con unos vaqueros con el bajo deshilachado y zapatillas de deporte.
Portia, que solo llevaba exquisitos trajes de chaqueta de alta costura, tenía unos dientes perfectos y una piel de porcelana.
Al contrario que Sienna, que había tenido que sufrir la tortura de un aparato dental durante dos años y que esa misma mañana había tenido que usar corrector para ocultar un granito en la barbilla.
La esposa de Andreas sería perfecta y no tendría un pasado que había causado dolor y vergüenza a todos los que la conocían.
Su esposa sería la perfecta Portia, no la escandalosa Sienna.
«Pues buena suerte».
En cuanto terminó el servicio religioso, Sienna salió de la catedral. Aún no sabía por qué había sentido la necesidad de acudir al funeral de un hombre que, en vida, nunca le había caído bien. Pero había leído en la prensa la noticia de su muerte e inmediatamente pensó en su madre.
Su madre, Nell, había amado a Guido Ferrante.
Nell había trabajado para la familia Ferrante durante años y Guido siempre la había tratado públicamente como a un ama de llaves. Pero Sienna recordaba muy bien el escándalo que su madre había causado en el funeral de Evaline Ferrante. La prensa lo había pasado en grande, como un grupo de hienas sobre un cadáver. Había sido la experiencia más humillante de su vida. Ver a su madre insultada y vilipendiada era algo que jamás podría olvidar. Había jurado ese día que nunca estaría a merced de un hombre poderoso. Sería ella quien llevase el control, la dueña de su destino. No dejaría que otros le dictasen lo que debía hacer solo porque habían nacido en una casa rica o tenían más dinero que ella.
Y nunca se enamoraría.
–Perdone, ¿señorita Baker? –la llamó un hombre bien vestido de unos cincuenta años–. ¿Sienna Louise Baker?
–¿Quién quiere saberlo? –preguntó ella.
El extraño le ofreció su mano.
–Permita que me presente: soy Lorenzo di Salle, el abogado de Guido Ferrante.
Sienna estrechó su mano, sorprendida.
–Encantada de conocerlo, pero tengo prisa…
–Está invitada a la lectura del testamento del señor Ferrante.
Ella lo miró, perpleja.
–¿Cómo dice?
–Es usted una de las beneficiarias del testamento del señor Ferrante…
–¿Beneficiaria yo? Pero ¿por qué?
El abogado sonrió.
–El signor Ferrante le ha dejado una propiedad.
–¿Qué propiedad?
–El château de Chalvy, en Provenza –respondió el hombre.
El corazón de Sienna dio un vuelco dentro de su pecho.
–Tiene que ser un error. Ese château era de la familia de Evaline Ferrante y deberían heredarlo Andreas o Miette.
–El señor Ferrante quiso dejárselo a usted, pero puso ciertas condiciones.
Sienna guiñó los ojos.
–¿Qué condiciones?
Lorenzo di Salle esbozó una sonrisa que le recordó a una serpiente.
–La lectura del testamento tendrá lugar en la biblioteca de la villa Ferrante mañana, a las tres. Nos veremos allí.
Andreas paseaba por la biblioteca sintiéndose como un león enjaulado. Era la primera vez que pisaba esa casa en muchos años, desde la noche que encontraron a Sienna desnuda en su habitación.
La pequeña diablesa, que entonces tenía diecisiete años, había mentido, haciendo creer a todo el mundo que ella era la víctima, un papel que había interpretado a la perfección. ¿Por qué si no la habría incluido su padre en el testamento? Sienna no era pariente de los Ferrante, era la hija del ama de llaves, una buscavidas que ya se había casado por dinero una vez.
Evidentemente, se había ganado el afecto de su padre enfermo para conseguir lo que pudiese tras la muerte de su anciano marido, que la había dejado prácticamente en la calle. Pero el château de su madre en Provenza era la posesión a la que Andreas no estaba dispuesto a renunciar.
Y haría cualquier cosa para evitar que fuese a parar a manos de Sienna.
La puerta se abrió y Sienna Baker entró en la biblioteca como si estuviera en su casa.
Al menos aquel día se había vestido de manera más apropiada, aunque no demasiado. La falda vaquera dejaba al descubierto sus largas y bronceadas piernas y la blusa blanca, atada a su estrecha cintura, dejaba al descubierto unos centímetros de abdomen. No llevaba una gota de maquillaje y la melena rubia caía sobre sus hombros con cierto descuido, pero aun así parecía recién salida de una pasarela.
Todos parecieron contener el aliento durante un segundo. Andreas había visto eso muchas veces. La belleza natural de Sienna era como un puñetazo en el plexo solar. Naturalmente, intentó disimular su reacción, pero el efecto que ejercía en él era el mismo del día anterior, en el funeral.
Porque había sabido el momento exacto en el que Sienna Baker había entrado en la catedral.
Lo había sentido.
Andreas miró su reloj antes de lanzar sobre ella una mirada despectiva.
–Llegas tarde.
Sienna sacudió su melena con gesto impertinente.
–Son las tres y dos minutos, niño rico. No te pongas histérico.
El abogado se aclaró la garganta.
–¿Podemos empezar? Hay muchas cosas que tratar.
Andreas permaneció de pie mientras Di Salle leía el testamento. Se alegraba de que su hermana recibiera una gran parte de las posesiones de su padre, aunque no las necesitaba porque su marido y ella tenían un próspero negocio de inversiones en Londres, porque era un alivio saber que todo eso no había ido a parar a Sienna. Miette había heredado la villa de Roma y millones de euros en acciones. Y era una satisfacción porque Miette, como él, no había tenido demasiada relación con su padre en el último año.
–Y ahora llegamos a Andreas y Sienna –dijo Lorenzo di Salle–. Creo que deberíamos leer esta parte del testamento en privado, si no les importa a los demás.
Andreas apretó los labios. No quería que su nombre se mezclase con el de ella. Sienna lo hacía sentir inquieto, siempre había sido así. Sienna Baker era una mujer que lo sacaba de quicio como nadie más podía hacerlo.
Y eso no le gustaba en absoluto.
Por su culpa, se había alejado del hogar familiar y ni siquiera había vuelto para estar con su madre antes de que muriese. El vergonzoso engaño de Sienna había destrozado cualquier posibilidad de relación con su padre durante los últimos ocho años.
Y la odiaba con toda su alma.
El abogado esperó que los demás salieran de la biblioteca antes de leer un documento:
–Dejo el château de Chalvy, en Provenza, a mi hijo Andreas y a Sienna Baker, con la condición de que contraigan matrimonio y vivan juntos durante un mínimo de seis meses…
Andreas escuchó las palabras, pero su cerebro tardó un momento en registrarlas. Y cuando lo hizo fue como si le hubiera caído encima un bloque de cemento. Pero no podía ser, tenía que haberlo imaginado.
Sin embargo, cuando miró a Di Salle se dio cuenta de que no era cosa de su imaginación.
Sienna y él… casados.
Viviendo juntos durante seis meses.
Tenía que ser una broma.
–No puede hablar en serio –logró decir, después de aclararse la garganta.
–Tu padre cambió su testamento un mes antes de morir. Si no os casáis en el tiempo acordado, la propiedad pasará a un pariente lejano.
Él sabía muy bien de qué pariente lejano se trataba. Y también sabía lo rápido que ese pariente vendería el château para pagar sus deudas de juego. Su padre le había tendido una trampa. Había pensado en todo, haciendo imposible que pudiese escapar.
–¡No voy a casarme con él! –exclamó Sienna, levantándose de golpe, sus ojos azul grisáceo brillantes de indignación.
Andreas la miró, desdeñoso.
–Siéntate y cierra la boca, por favor.
–No pienso casarme contigo.
–Me alegra mucho saberlo –Andreas se volvió hacia el abogado–. Tiene que haber alguna forma de evitar esto. Estoy a punto de comprometerme.
El abogado levantó las manos en un gesto de derrota.
–No la hay. Si uno de los dos se negara a cumplir las condiciones en el plazo establecido, el otro heredaría el château automáticamente.
–¿Qué? –exclamaron Sienna y Andreas a la vez.
–¿Quiere decir que si no me caso con ella, Sienna heredaría el château de Chalvy y todo lo demás?
Lorenzo asintió con la cabeza.
–Y si os casáis y uno de los dos se marchase antes de los seis meses, heredará el que se quede. El signor Ferrante lo dejó todo por escrito, de modo que no tenéis más remedio que casaros y vivir juntos durante seis meses.
–¿Por qué seis meses? –preguntó Sienna.
–Mi padre debió de pensar que, si estábamos más tiempo juntos, yo acabaría cometiendo un asesinato –replicó Andreas.
Ella lo fulminó con la mirada.
–O al revés.
–¿Qué pasará después de esos seis meses, si decidimos casarnos?
–Tú te quedarás con el château y Sienna con una cantidad de dinero.
–¿Cuánto dinero?
Lorenzo mencionó una suma que lo dejó atónito.
–¿Consigue ese dinero por hacer qué exactamente? ¿Por ir por ahí fingiendo que es la dueña del château de mi madre durante seis meses? ¡Es increíble!
–Yo diría que es una compensación justa por tener que soportarte.
Andreas se volvió para mirarla, airado.
–Todo esto es cosa tuya, ¿verdad? Tú convenciste a mi padre para que cambiase el testamento.
Sienna lo miró con gesto desafiante.
–Hacía cinco años que no sabía nada de tu padre. Ni siquiera tuvo la decencia de enviar una postal o unas flores cuando mi madre murió.
–¿Y por qué fuiste a su funeral si tanto lo odiabas?
–No creas que he hecho un viaje especial a Roma para eso. Estaba aquí para probarme el vestido que llevaré en la boda de mi hermana.
–Ah, he oído hablar de tu perdida hermana gemela –dijo Andreas–. Lo leí en los periódicos. Que Dios nos ayude si es como tú.
–Fui al funeral de tu padre por respeto a mi madre. Si viviera, ella habría ido. Nadie hubiera podido impedírselo.
Andreas la miró, desdeñoso.
–Ni siquiera un mínimo sentido de la decencia.
Sienna levantó una mano para abofetearlo, pero Andreas consiguió evitar el golpe sujetando su muñeca. Sin embargo, el roce de su piel fue como una descarga eléctrica y, de inmediato, vio un brillo en sus ojos, como si también ella la hubiera sentido.
Algo ocurrió entonces, algo primario y peligroso que no tenía nombre, ni forma, pero que estaba allí.
Andreas soltó su muñeca y, sin que nadie se diera cuenta, abrió y cerró la mano un par de veces para ver si sus dedos seguían funcionando con normalidad.
–Tendrá que disculpar a la señorita Baker –le dijo al abogado–. Es famosa por montar numeritos.
–Serás canalla…
El abogado se levantó.
–Tenéis una semana para tomar una decisión. Y sugiero que lo penséis bien. Si no llegáis a un acuerdo, tenéis mucho que perder.
–Yo ya he tomado una decisión –dijo Sienna, cruzándose de brazos–. No pienso casarme con él.
Andreas hizo una mueca.
–Tú no renunciarías al dinero.
Ella lo miró, desafiante, con las manos en las caderas, sus preciosos pechos subiendo y bajando al ritmo de su respiración. Andreas nunca había sentido tal energía sexual en toda su vida. Y la sintió en la entrepierna. Estaba tan cerca que podía notar su aliento en la cara…
–¿Crees que no renunciaría al dinero? Pues vas a llevarte una sorpresa, niño rico –le espetó Sienna, antes de darse la vuelta para salir de la biblioteca con la cabeza bien alta.
AQUÍ dice que Andreas Ferrante y su novia han roto –dijo Kate Henley, la compañera de piso de Sienna en Londres, un par de días después.
Ella se volvió para lavar una taza en el fregadero.
–Lo que haga Andreas Ferrante no me interesa en absoluto.
–Espera un momento… ¡ay, Dios mío! ¡Es cierto!
Sienna se volvió hacia su compañera, que tenía los ojos como platos.
–¿Qué es cierto?
–Aquí dice que tú eres la otra mujer –respondió Kate–. ¡Dice que tú eres la razón por la que ha roto con Portia Briscoe!
–Dame eso… –Sienna tomó la revista y leyó el artículo, con el corazón galopando dentro de su pecho.
El famoso diseñador de muebles franco-italiano Andreas Ferrante admite tener una relación con la hija de una antigua ama de llaves de su familia,
Sienna Baker.
–¡Es mentira! –exclamó Sienna, tirando la revista sobre la mesa.
–¿Y entonces por qué lo dice? –preguntó Kate.
–Porque quiere que me case con él.
–¿Perdona? ¿He oído bien?
–Sí, has oído bien, pero no pienso casarme con Andreas.
Kate se llevó una mano al corazón.
–¿Andreas Ferrante, el multimillonario florentino, el hombre más guapo del planeta… si no de todo el universo, quiere casarse contigo y tú le has dicho que no?
Sienna miró a su amiga, irritada.
–No es tan guapo.
–¿Ah, no? ¿Y qué tal su cuenta corriente?
–No estoy interesada en su cuenta corriente –respondió Sienna–. Me casé una vez por dinero y no pienso volver a hacerlo.
–Pero yo pensé que querías a Brian Littlemore. Lloraste a mares durante su funeral.
Sienna pensó en su difunto marido y en la estrecha relación que habían mantenido durante sus últimos meses de vida. Se había casado con él buscando protección y seguridad, no por amor. Había sido una escapatoria cuando perdió el control de su vida tras la muerte de su madre. Después de un horrible incidente en el que se encontró en la cama con un completo extraño, un incidente que apareció después en Internet, Brian Littlemore le había ofrecido seguridad y respetabilidad.
Como Sienna, Brian se había visto obligado a vivir una mentira toda su vida, pero había sido sincero con ella y su secreto se había ido a la tumba con él, Sienna jamás lo contaría.
–Brian era un buen hombre que pensó en su familia antes que en sí mismo hasta el día de su muerte.
–Es una pena que no te dejase algo de dinero –dijo Kate–. Pero, si no consigues trabajo en las próximas semanas, imagino que podrías pedirle a tu rica hermana gemela que te ayudase a pagar el alquiler.
A Sienna le seguía pareciendo extraño tener una hermana de la que no había sabido nada hasta poco antes. Y una hermana gemela, además. Gisele y ella habían sido separadas al nacer, hijas de un australiano casado que había pagado por su silencio.
Nell se había quedado con ella, entregando a Gisele a Hilary y Richard Carter, que no tenían hijos. Pero su madre se había llevado el secreto a la tumba y Sienna había descubierto por accidente la existencia de Gisele cuando estaba viajando por Australia unos meses antes.
Había hecho el viaje por capricho cuando encontró un billete muy barato en Internet. Siempre había querido ir a Australia y, tras la muerte de Brian, le había parecido una buena oportunidad de aclarar sus ideas antes de tomar una decisión sobre el futuro.
Un encuentro casual en unos grandes almacenes la había reunido con Gisele y, aunque quería a su hermana, seguía sorprendida por la relación.
Además, Gisele había roto con su novio debido a la escandalosa cinta sexual en la que Sienna se había visto involucrada. Encontrarse en la cama con ese extraño, sin recordar cómo había llegado allí, había sido una experiencia tan humillante que de inmediato se marchó de Australia, sin saber el problema que le había causado a su hermana. Cómo había llegado la cinta a Internet, no tenía ni idea, pero su novio había creído que era Gisele y Sienna siempre se sentiría avergonzada por ello.