Engaños y mentiras - Mindy Klasky - E-Book

Engaños y mentiras E-Book

Mindy Klasky

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Beschreibung

Se había quedado embarazada tras una noche maravillosa… pero solo se casaría por amor Ethan Hartwell había recibido un ultimátum de su abuela: debía casarse inmediatamente. Por eso buscó a la única mujer a la que no había conseguido olvidar, y entonces se llevó una enorme sorpresa. Sloane Davenport estaba esperando un hijo suyo. Lo único que Ethan debía hacer era decidir si le confesaba a Sloane su más oscuro secreto...

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Mindy L. Klasky. Todos los derechos reservados.

ENGAÑOS Y MENTIRAS, Nº 1972 - marzo 2013

Título original: The Mogul’s Maybe Marriage

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-2703-5

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

Ethan Hartwell no estaba acostumbrado a esperar. Miró con enojo a la malhumorada secretaria que guardaba la puerta del despacho sin ocultar su enojo. Su BlackBerry sonó y él aceptó otra cita para aquella tarde. Envió un listado de citas sobre el viaje a Seattle que tenía la semana siguiente. Hartwell Genetics no se podía quedar atrás y mucho menos con la demanda que había en el mercado nacional e internacional sobre los medicamentos de la empresa.

Si lo iban a tener esperando como si fuera un estudiante rebelde frente al despacho del director del colegio, por lo menos podía ponerse al día con sus deberes.

Otro zumbido. Otro correo. Ethan se aclaró la garganta para captar la atención de aquella gorgona de cabello grisáceo.

—Voy a regresar a mi despacho —dijo.

Antes de que él pudiera llevar a cabo su amenaza, la guardiana de la puerta se llevó un dedo al oído. Asintió al escuchar el mensaje secreto que acababa de recibir y luego dirigió una mirada fría a Ethan antes de pronunciarse.

—Puede entrar.

Ethan se colgó la BlackBerry sobre la cadera, se estiró los pantalones y, para causar mayor impresión, se ajustó los puños de la camisa para asegurarse de que su reloj de pulsera relucía bajo los focos que iluminaban la estancia. Se dijo que debía cuidar la imagen de Ethan Hartwell, doctor en Medicina, licenciado en Empresariales, director de Hartwell Genetics tras su padre y su abuelo y el soltero más codiciado de Washington desde hacía tres años.

Abrió la puerta silenciosamente y atravesó la estancia. No prestó atención a las fotos enmarcadas que había sobre la pared, tomadas junto al Presidente, líderes políticos y grandes empresarios de todo el mundo. El Capitolio se divisaba a través de la ventana que había tras un enorme escritorio de caoba como si fuera el decorado perfecto de una película. Con la fuerza de la costumbre, Ethan rodeó ese escritorio y se acercó al imponente trono en el que se sentaba la persona que ocupaba en solitario aquel despacho.

Se inclinó y depositó un beso sobre una mejilla que olía sutilmente a polvos de talco y a lilas.

—Buenos días, abuela —dijo Ethan.

Los vivos ojos de Margaret Hartwell relucieron aún más mientras le indicó a su nieto que tomara asiento.

—¿Te apetece tomarte conmigo una taza de té?

Ethan ahogó un suspiro. Era más rápido aceptar la hospitalidad de su abuela que discutir con ella. Sirvió dos tazas de té, una al gusto de su abuela y otra al suyo y se sentó. Ansiaba terminar aquella conversación y poder regresar a su trabajo.

—Abuela...

—Esta mañana terminé de leer el periódico antes de venir a mi despacho —lo interrumpió ella.

Ethan también lo había hecho.

—El tratamiento nuevo está funcionando —dijo él—. Deberíamos poder pasar a las pruebas de la fase dos el mes que viene.

No era necesario que Ethan le contara a su abuela nada referente al desarrollo farmacéutico. Como exdirectora de Hartwell Genetics y actual presidenta del Consejo, Margaret Hartwell estaba al día de todas las noticias relacionadas con el mundo de la medicina. Tal vez por eso tenía la capacidad de enojar tanto a Ethan. Los dos se parecían demasiado.

—No estoy hablando de prueba alguna —replicó Margaret en tono poco amigable—. Me refería a la página de noticias de sociedad.

Ethan frunció el ceño. Su abuela y él podían tener mucho en común en lo referente al mundo de los negocios, pero estaban a kilómetros de distancia en lo que se refería a su vida personal.

—Abuela, ya hemos tenido antes esta conversación. Ya sabes que no puedo controlar lo que imprimen los periódicos.

—Claro que puedes controlar la carnaza que les das a esos imbéciles —le espetó la anciana tras dejar con firmeza la taza de té sobre el platillo—. Ya te he dicho hasta la saciedad que tus actos tienen un efecto directo sobre esta empresa.

Ethan dejó su taza sobre la mesa.

—No creo que el hecho de que yo me tome una copa de champán en el bar de un hotel vaya a tener mucha influencia en los beneficios que tengamos en este trimestre.

—Es una cabaretera, Ethan.

Él se echó a reír y se puso de pie.

—Abuela, no hay cabareteras desde que tú debutaste en sociedad. Nathasha es actriz. Y no te preocupes. Ha regresado a California esta misma mañana.

—¡Te prohíbo que salgas de mi despacho mientras yo esté hablando contigo!

Ethan no debería haberse sorprendido por el modo en el que le habló su abuela. Sabía que sacaba lo peor de ella y viceversa. De repente, volvió a sentirse como el muchacho abandonado, castigado por el único pariente que había permanecido a su lado para criarlo. Era un muchacho de dieciséis años que había sido expulsado del mejor colegio privado de Washington, una vez más. Era el joven de veintiuno al que habían expulsado del equipo de tenis de la universidad por meterse con su novia en el vestuario durante un torneo. El hombre de veintisiete que había celebrado su licenciatura en Medicina y su licenciatura en Empresariales el mismo día en el que estrelló su Porsche.

Era el ejecutivo de treinta y tres años que estaba frente a su presidenta del Consejo.

—Ya está bien, Ethan. Tus juergas y tus mujeres están acabando con esta empresa. Te están distrayendo y ni siquiera te están haciendo feliz. Ethan, quiero que te cases antes de mi cumpleaños.

Él se echó a reír.

—No se trata de ninguna broma —afirmó la abuela.

De repente, Ethan se dio cuenta de las profundas arrugan que surcaban el rostro de la anciana, de las ojeras que tenía. Los dedos le temblaban. ¿Sería porque estaba enojada con él o por alguna otra razón?

—Abuela —dijo él, tratando de pronunciar sus palabras con un tono conciliador—. Soy un hombre hecho y derecho. Me casaré cuando yo crea que haya llegado el momento.

—Ojalá pudiera creerlo —replicó la anciana con voz temblorosa, provocando en Ethan una verdadera intranquilidad—. He intentado ser paciente, pero me aterroriza morir sin saber si nuestra familia va a continuar —añadió. Levantó la mano para impedir que Ethan protestara—. Sé que tú tienes miedo, pero ahora podemos hacer pruebas. Ahora podemos estar completamente seguros de que el hijo que tú engendres se verá libre de la mutación de tu padre.

Ethan jamás había visto antes llorar a su abuela. Ni siquiera cuando murieron sus dos nietos, los hermanos de Ethan. Ni cuando los apesadumbrados padres de Ethan terminaron con su matrimonio y ella se vio con la responsabilidad de dirigir la empresa que la familia había fundado para encontrar una solución al problema médico que durante tanto tiempo habían mantenido oculto. Ni siquiera cuando enterró al que había sido su adorado esposo durante cincuenta y un años.

Sin embargo, estaba llorando en aquellos momentos.

—Tienes una responsabilidad, Ethan. Con la familia Hartwell y con esta empresa. Contigo mismo. Es hora de que sientes la cabeza —dijo incorporándose en el sillón—. Si no estás dispuesto a hacerlo, no me quedará más opción que dimitir del Consejo y vender mis acciones en Hartwell Genetics.

Las acciones de Margaret Hartwell bastaban para influir en todas las decisiones que se tuviera que tomar en la empresa. Si fuera otra persona el dueño de las acciones de la abuela, Ethan se vería obligado a luchar, a mantener el secreto de su propia herencia genética. Tendría que pasarse horas y horas con sus nuevos colegas, educándoles sobre las diversas iniciativas farmacéuticas de la empresa al tiempo que mantenía el secreto de su misión más importante. Ethan tendría que despedirse de todos sus objetivos a corto plazo mientras se ajustaba al cambio. Y bajo una nueva presidencia, tendría que evaluar de nuevo sus objetivos a largo plazo.

—No lo dices en serio —repuso.

—Claro que sí. Necesito saber que he creado algo que va a perdurar en el tiempo, Ethan. Algo que me va a sobrevivir. Necesito saber que vas a cumplir con tus obligaciones, que vas a guiar a Hartwell Genetics a lo largo de los próximos cincuenta años. Si no me lo puedes demostrar, si no estás casado antes del cinco de enero, celebraré mis ocho décadas transfiriendo todas mis propiedades a la Fundación para el Progreso del Arte.

FPA. La organización a la que Margaret Hartwell siempre había favorecido con sus donaciones.

Aquello era peor de lo que se había imaginado tan solo unos instantes antes. FPA no tenía interés alguno por la medicina. Considerarían aquella inyección de capital como una inversión y harían lo posible para desafiar todas las decisiones que Ethan tomara para abrirle la puerta a Hartwell Genetics a los nuevos mercados. Perseguirían la seguridad y la conservación de su nueva riqueza a cualquier coste.

Ethan suspiró. Recordó la noche que había acompañado a su abuela a una fiesta benéfica de la fundación en el lujoso Eastern Hotel hacía un par de meses y tragó saliva. Invitó a una copa a la coordinadora de la subasta. Una copa y luego reservó precipitadamente la suite del ático del hotel en el que se celebraba la fiesta.

Sloane. Sloane Davenport.

Aún podía ver la delicada y tímida sonrisa de Sloane cuando admitió que ella jamás había hecho algo como aquello. Jamás se había ido con un hombre que acabara de conocer. Ethan había silenciado aquella confesión con un beso. No estaba dispuesto a admitir cuánto le atraía su inocencia y su timidez.

Desde la subasta, Ethan había tomado el teléfono para llamarla en una docena de ocasiones, pero jamás había llegado a hacerlo. No había querido correr el riesgo de escuchar el arrepentimiento en su voz cuando ella lo identificara. No había deseado pensar en la conversación que los dos habían compartido en la oscuridad, somnolientos y cómodos, después de que sus cuerpos hubieran quedado saciados. No había estado dispuesto a recordar cómo se había sentido al despertarse solo, con solo el recuerdo del perfume de madreselva que ella utilizaba sobre la almohada.

Se aclaró la garganta y trató de relajarse, de olvidar aquella única noche que destacaba entre todas las noches similares de las que había disfrutado a lo largo de todo el año.

—FPA —dijo él por fin.

Los ojos de su abuela relucieron cuando golpeó suavemente un sobre que tenía encima del escritorio.

—Tengo los papeles aquí, Ethan. Los ha redactado Zach Crosby.

Zach Crosby. El mejor amigo de Ethan. El abogado personal de su abuela.

Ethan se dio la vuelta y se marchó, ignorando la llamada de su abuela y la petulante desaprobación con la que lo observó la secretaria e incluso sin prestar atención al zumbido de su BlackBerry. Tenía siete meses para encontrar una esposa. No le cabía duda alguna de que su abuela cumpliría su amenaza si él no hacía lo que le había pedido. Su abuela lo quería mucho y era capaz de hacer lo que pensara que era necesario para salvarlo. Aunque él no quisiera que lo salvaran.

Sloane Davenport contuvo la respiración cuando la pantalla de su ordenador parpadeó y se apagó por completo un segundo más tarde. ¡Maldita sea! Era la tercera vez que ocurría aquel día y no tenía ni idea de si había logrado enviar el correo electrónico antes de que la estúpida máquina fallara. No había manera de saber si su currículum iba ya de camino hacia un posible nuevo jefe para sacarla de la terrible situación en la que se encontraba.

Se puso de pie lentamente, apoyándose sobre la mesa de la cocina. A continuación, se llevó las manos a la zona lumbar para frotársela. El dolor había regresado. Hizo un gesto de sufrimiento y tomó una galletita salada del plato descascarillado que tenía sobre la mesa. Las náuseas se apoderaron de ella, pero se obligó a masticar lentamente y a tomarse un vaso de agua entero cuando terminó.

Dos meses y medio. Ya debería haber dejado de sentir náuseas por las mañanas. Eso era lo que le decía su libro, un libro que había hojeado en muchas ocasiones y que tenía sobre la mesita de café como si fuera la Biblia.

Se encogió de hombros y agarró un puñado de papeles que tenía junto al ordenador. Facturas. Por suerte, llevaba sus cuentas en su chequera. No había posibilidad alguna de que su antiguo ordenador se las estropeara.

En realidad, no era que el papel le ofreciera ningún consuelo. Al menos, había logrado enviar el cheque de su alquiler a tiempo. Miró al aparato de aire acondicionado que funcionaba a duras penas en la ventana de su minúsculo apartamento, situado en el sótano. Su casero cubría esa clase de gastos. No tenía que preocuparse por la electricidad o el agua.

Sin embargo, el préstamo que había pedido para sus estudios era otro asunto. Había logrado pagar una pequeña parte y había enviado una nota en la que explicaba que enviaría más dinero tan pronto como pudiera.

Como si eso fuera a ocurrir en un futuro cercano... Los gastos relativos al bebé prácticamente no habían comenzado. Muy pronto, iba a tener que comprarse ropa nueva. Aún no se le notaba, pero solo era cuestión de semanas. Los vaqueros ya le quedaban algo apretados en la cintura, por lo que había tenido que desabrocharse un botón mientras trabajaba en la mesa de la cocina.

Tendría que comprar alimentos más nutritivos en cuanto pudiera tolerar algo más que las galletas y los fideos. Por el momento, tenía que esperar que las carísimas vitaminas que estaba tomando estuvieran haciendo su trabajo. Observó el frasco blanco que estaba sobre la encimera.

Y tendría que ahorrar dinero para pagarse un médico. Había logrado acudir a dos citas con el tocólogo antes de que se le terminara el seguro médico, pero habían pasado ya dos meses, dos visitas que se debía, que le debía a su hijo. Quería pensar que podía esperar hasta que tuviera un nuevo trabajo, hasta que volviera a disponer de seguro, pero los días iban pasando sin encontrar empleo. Cada vez tenía más miedo.

Se acarició suavemente el vientre, la pequeña vida que crecía en su interior. ¿Se habría comportado de un modo diferente con FPA si hubiera sabido que estaba embarazada?

Se sonrojó al recordar el momento en el que tomó el metro para regresar a casa la mañana de la subasta. Había bajado las escaleras a su apartamento tambaleándose, con los pies doloridos por unos zapatos de tacón alto a los que no estaba acostumbrada.

A pesar de su agotamiento, a pesar de la vergüenza que había sentido al salir del hotel, a pesar de los abrumadores recuerdos de la noche anterior, se había sorprendido con una bobalicona sonrisa en el rostro. Había cantado en voz alta en la ducha mientras se preparaba para ir a trabajar. Canciones alegres. Canciones de amor.

Por supuesto que sabía que Ethan Hartwell no la amaba. Era imposible. Él era famoso, rico, el centro de todos los rumores de la ciudad.

Sin embargo, había visto algo en sus ojos cuando él se le acercó en el bar, cuando Sloane se concedió un bien merecido descanso después de dirigir la subasta benéfica de más éxito en la historia de FPA. Había habido algo en su rostro cuando le indicó al camarero que le sirviera a ella otra copa. Algo en sus labios mientras charlaban, mientras ella flirteaba...

Suspiró al recordar lo fácilmente que había encontrado las palabras, como si estuviera bendita por una osada diosa del amor. Por una vez en su vida, le había resultado fácil hablar con un hombre, provocarle, incitarle... Algo atónita, había observado cómo Ethan se acercaba a ella. Sloane había bajado la voz, se había mordido el labio y había levantado el rostro hacia el de él y había sentido la promesa que irradiaba de sus manos. Entonces, había experimentado el calor que caía en cascada por su cuerpo mediante una ola repentina y asombrosa.

Había saboreado el whisky en los labios de él y había dejado que se mezclara con el aroma cítrico de su propia bebida. Sin pensamiento consciente, se había dejado llevar. El tacto de la lengua de él sobre la suya le había provocado una sensación eléctrica por la espalda y se había echado a temblar. Agradeció la firme mano de él sobre la espalda para sujetarla, para acercarla a su cuerpo.

Una hora, otra copa y algo más de conversación más tarde, él se había girado al camarero y le había dicho algo que Sloane no había podido escuchar. Ella vio el brillo de una tarjeta de crédito y, minutos más tarde, observó cómo el camarero le entregaba la tarjeta que servía de llave a una habitación.

Otro beso selló aquella inequívoca invitación, un beso que despegó en el delicado terciopelo de su boca, se le enredó en el vientre e hizo que le temblaran las rodillas. Encontró unas palabras con las que zafarse de la situación, pero él colocó su ardiente cuerpo contra el de Sloane y la condujo atravesando el bar hasta el ascensor. Por último, se dirigieron a la suite del ático que él había conseguido sin esfuerzo alguno.

Aquella facilidad le había dado a Sloane la confianza para hacer todo lo que quería hacer. No se preguntaba lo que debía decir o hacer. Simplemente, había confiado en sí misma. Durante una noche perfecta, se había sentido cómoda como nunca con un hombre. Fue mucho más que solo sexo, más que las sorprendentes cosas que él consiguió que su cuerpo experimentara. Charlaron hora tras hora, tumbados el uno junto al otro en la oscuridad, compartiendo historias de sus pasados. Todo pareció... perfecto.

Sin embargo, por la mañana, Sloane decidió marcharse antes de que él se despertara. Eso era lo que hacían las mujeres, al menos según las películas, los periódicos y los tabloides que se nutrían de hombres como Ethan Hartwell. Sloane se marchó a su casa, se dio una ducha y consiguió llegar a su trabajo tan solo treinta minutos tarde.

Treinta minutos que su jefa se pasó esperándola. Treinta minutos que utilizó para encontrar sus razones.

¿Acaso no sabía Sloane que FPA tenía una imagen que mantener? ¿Que los coordinadores de proyecto de la FPA no podían confraternizar con reconocidos playboys en bares públicos en los que sus donantes, donantes respetados y muy conservadores, podían verlos? Los coordinadores de los proyectos de la FPA no podían marcharse con sus conquistas dejando muy claro cuál era su destino. Los coordinadores de la FPA no podían amenazar el éxito a largo plazo de una organización tan tradicional y tan rancia, y mucho menos cuando los ofendidos donantes amenazaban con rescindir los fondos prometidos por el inmoral comportamiento de los empleados de la fundación.

Los coordinadores de proyecto de la FPA se podían reemplazar sin un segundo de duda.

Incluso a pesar del hecho de que habían pasado semanas, Sloane se echaba a temblar al recordar aquella conversación.

Antes de que pudiera recoger sus notas y marcharse a la biblioteca, donde sí funcionaban los ordenadores, sonó el timbre de su puerta. Se sorprendió mucho. Nunca tenía visitas. Cuando se asomó por la mirilla, estuvo a punto de desmayarse. No se lo podía creer.

Ethan Hartwell. Como si lo hubiera hecho manifestarse recordando aquella noche. Era un pensamiento absurdo. Llevaba pensando en él casi sin parar desde marzo y nunca antes había conseguido que Ethan se materializara frente a su puerta.

Con el corazón a punto de saltársele en el pecho, se mesó el cabello con los dedos. Por suerte, aquella mañana ya se había duchado y se había lavado los dientes. Observó la camiseta azul marino que llevaba puesta y se abrochó el botón de los vaqueros conteniendo el aliento para lograr camuflar su incipiente barriga. Esperaba que él no se diera cuenta. Todavía no. Nadie podría darse cuenta.

El timbre volvió a sonar, en aquella ocasión con más insistencia. Sloane se preguntó qué sería lo que querría Ethan Hartwell. ¿Por qué había ido a visitarla? Pensó en no abrirle la puerta. Si él realmente la necesitaba, podría llamarla por teléfono. Su número estaba en la guía.

Entonces, recordó sus ojos castaños, los que primero le habían llamado la atención el día de la subasta. Recordó su voz profunda. Recordó sus anchas manos, curvándosele alrededor de las caderas, estrechándola contra sí...

Abrió la puerta justo cuando él acababa de levantar el puño para volver a llamar.

—Ethan —dijo, orgullosa de que su voz sonara clara y firme, con el toque justo de sorpresa.

—Sloane —repuso él mientras bajaba la mano. Los ojos le brillaron mientras miraba el rostro de ella, como si estuviera confirmando un recuerdo. Se lamió los labios y le sonrió del mismo modo que lo había hecho aquel día en el Eastern—, ¿puedo entrar?

Sin decir palabra, ella se echó a un lado. Captó el aroma que emanaba de su piel y que resultaba completa y devastadoramente masculino. Esperó sentir náuseas al notar el perfume, pero se sorprendió al darse cuenta de que su vientre permanecía tranquilo.

Su cuerpo sí reaccionó ante su presencia. Sintió un hormigueo en los labios cuando contuvo el aliento. El corazón se le aceleró tanto que se temió que él escuchara sus latidos. Los pezones se le convirtieron en perlas, por lo que tuvo que cruzarse de brazos.

Fingió una pequeña tos y le preguntó:

—¿Te apetece algo de beber? ¿Un té?

No se atrevía a sugerirle el café porque no confiaba en que su estómago suportara su aroma.

—No, estoy bien —respondió. Se dirigió al sofá como si él fuera el dueño de todo aquello.

Sloane llevaba casi tres años viviendo en aquel apartamento. En todo ese tiempo, jamás se había dado cuenta de lo pequeño que verdaderamente era. Vio cómo él miraba la pequeña cocina, la minúscula mesa y la estrecha encimera. Cuando dirigió la mirada hacia la puerta del dormitorio, Sloane no pudo evitar imaginarse que él la tomaba entre sus brazos y cruzaba con ella el umbral para colocarla sobre las arrugadas sábanas de la cama.

—No es gran cosa —dijo ella señalando el apartamento.

—Has dejado la fundación —repuso él como si no la hubiera oído.

—No creí que necesitara tu permiso para cambiar de trabajo.

—Traté de ponerme en contacto contigo ayer por la mañana y lo único que me dijeron fue que te habías marchado hacía ya un par de meses. Supongo que la subasta fue tu último trabajo, ¿no?

—¿Y a ti qué te importa eso? ¿Por qué has venido a mi casa? —replicó ella, más que molesta.

—Tu nombre surgió en una conversación —respondió él simplemente—. Y me pregunté qué tal te iba.

—¿Mi nombre surgió después de dos meses y medio? ¿Así, sin más? —dijo ella, con una mezcla de incredulidad y excitación.

Ethan cerró la distancia que los separaba y le colocó la mano en el brazo. Sloane sabía que debía apartarse, mantener la distancia, pero no se atrevía a moverse.

—Vamos a probar de nuevo —dijo él—. Siéntate —añadió inclinando la cabeza y señalando el sofá como si fuera algo elegante, merecedor de un miembro de la realeza—. Por favor.

Sloane se sentó. Ansiaba poder ocultarse tras un cojín, pero se limitó a cruzarse las manos sobre el vientre tratando de transmitir una tranquilidad que no sentía. Cuando Ethan se sentó a su lado, ella trató de pensar algo que decir, algo que pudiera resultar normal entre dos adultos, pero él tomó la palabra antes que ella.

—¿De cuánto estás?

Sloane se aferró a la camiseta.

—¿Cómo lo has sabido?

—Las vitaminas —dijo él indicando la cocina—, y el libro —añadió, señalando hacia la mesita que había frente al sofá—. ¿De cuánto estás?

—De diez semanas —respondió ella, observándolo atentamente mientras comprobaba que él hacía sus cálculos. Esperó ver la ira reflejada en sus ojos. No fue así. Vio otro sentimiento, un sentimiento que no supo cómo interpretar.

—¿Es mío?

Sloane asintió. De repente le resultó imposible hablar. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Estúpidas hormonas.

«Maravilloso», pensó Ethan. Con Sloane, ya eran dos mujeres a las que había hecho llorar aquella semana.

No se había esperado aquello. En todas las ocasiones que había pensando en Sloane, jamás se había imaginado que su única noche juntos había tenido como fruto un hijo. Un hijo que llevaba los genes Hartwell. Un bebé que tenía un cincuenta por ciento de posibilidades.

Habían utilizado preservativo. Ethan no era ningún idiota, pero era médico y conocía las estadísticas. Sabía que los condones fallaban en algunas ocasiones. Tres por ciento, exactamente. Y, después de una vida de suerte, de práctica, de protección, acababa de pasar a formar parte de ese tres por ciento.

Aquella mañana, había ido a ver a Sloane con una mezcla de sentimientos, decidido a mantener su independencia a pesar del edicto de su abuela. Había pensado que Sloane y él podían llegar a conocerse mejor. Después de todo, a lo largo del pasado año, ella había sido la única mujer que le había dejado en la cama. La única mujer a la que había querido confiarle una parte, toda su vida. Esto, por supuesto, le había hecho jurarse que jamás volvería a ponerse en contacto con ella.

Sin embargo, en aquellos momentos necesitaba una mujer. Una esposa. Sloane había sido la primera persona que se le había ocurrido cuando la abuela le dio su ultimátum.

Se había engañando pensando que todo sería sencillo. Podrían salir algunas veces, evitando la cama por muy difícil que pudiera resultarles. Mientras preparaba su plan, le había divertido el hecho de que Sloane trabajara para FPA. Si, después de un par de meses descubría que Sloane y él eran compatibles, ella se convertiría en la herramienta perfecta para llevar a cabo el plan de su abuela. Ethan se casaría con ella y FPA perdería la posibilidad de poder controlar Hartwell Genetics.

Sin embargo, todo se había complicado. Y mucho. Sloane no tenía ni idea de lo que estaba pasando. No se imaginaba el sufrimiento que podría suponerle el futuro. Tendrían que realizar pruebas en cuanto el embarazo llegara a su catorceava semana.

Había dejado que el silencio durara demasiado. Tenía que saberlo.

—¿Estás sola aquí?

Una vez más, ella asintió. Ethan trató de identificar los sentimientos que experimentó en aquel momento. Placer. Posesión.

—Bien —gruñó.

Aquella única palabra despertó el fuego en el corazón de Sloane. Por supuesto que había soñado con darle la noticia. Se lo había imaginado cientos de veces, e incluso se había visto a sí misma diciéndoselo al cabo de muchos años, después de haberse creado una carrera y de demostrarse a sí misma y al mundo que era fuerte e independiente. Se había imaginado hasta los pequeños detalles, como que estaría jugando en el parque y que, de repente, se encontraba con Ethan.

En realidad, siempre había sabido que aquello no ocurriría nunca. Ethan jamás estaría a su lado. Jamás compartiría a su hijo con ella.