El mejor baile - Mindy Klasky - E-Book
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El mejor baile E-Book

Mindy Klasky

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Beschreibung

¿Me concedes este baile? ¿Durante el resto de mi vida? La bailarina Kat Morehouse había vuelto a su pueblo para recuperarse de una lesión y ayudar a su madre. Entre cuidar de su sobrina y reformar la academia de baile de su madre, el amor era lo último que tenía en la cabeza. Hasta que Rye Harmon alteró sus planes y su corazón. Él había sido su amor del instituto y aún hacía que le temblaran las piernas; ¡un auténtico problema para una bailarina! Pero, aunque la pasión les atraía, sus ambiciones les separaban...

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Mindy L. Klasky. Todos los derechos reservados.

EL MEJOR BAILE, Nº 1997 - octubre 2013

Título original: The Daddy Dance

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3823-9

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

Kat Morehouse se recolocó las gafas de sol en la nariz mientras el tren se alejaba de Eden Falls y la dejaba a ella en el andén. Podía ver las ondas provocadas por el calor en el aparcamiento de la pequeña estación. Kat se tiró de la camiseta y se dio cuenta por primera vez desde que saliera de Nueva York de que quizá el negro no fuese el color de ropa más cómodo para un viaje a su Virginia natal. Aquel año no. No durante aquella primavera inusualmente cálida.

Pero aquello era una ridiculez. Era bailarina en Nueva York; vestía de negro todos los días de su vida. No iba a comprarse ropa nueva solo porque estuviese de visita en Eden Falls.

Ya había empezado a picarle el pie dentro de la férula. Resistió la tentación de flexionar los dedos, pues sabía que con eso solo conseguiría que la lesión le doliese más. Fractura de bailarina, habían diagnosticado los médicos, provocada por un uso excesivo. La única cura era una férula y nada de ballet durante varias semanas.

Miró su maleta de ruedas y se recordó a sí misma que no estaría mucho tiempo en Eden Falls. Solo el tiempo suficiente para ayudar un poco a su familia; echarle una mano a su madre, Susan, mientras cuidaba de su padre, Mike, que se recuperaba de un reciente brote de neumonía. Cuidar de su sobrina algunos días mientras su irresponsable hermana gemela vagaba por algún lugar alejado. Darse una vuelta por el estudio de baile de su madre, la Academia de Baile Morehouse, donde ella misma había dado sus primeros pasos de baile años atrás. Estaría en Eden Falls cinco días. Tal vez seis. Una semana como mucho.

Kat miró el reloj. Quizá ya no viviese en Eden Falls, pero se sabía el horario de trenes de memoria. Se lo sabía desde que empezó a soñar con ganarse la vida en la gran ciudad. El tren destino sur paraba a la una y media de la tarde. El tren con destino norte aparecería a las dos y cuarto.

Eran las dos menos cuarto y Susan Morehouse no estaba por ninguna parte. De hecho, había solo otra persona más al borde del aparcamiento; una pasajera que había bajado del tren con ella. Era una mujer alta, de hombros anchos que parecían hechos para ordeñar vacas o amasar pan. Su cara ovalada y sus rasgos regulares le resultaban vagamente familiares, y entonces Kat se dio cuenta de que debía de ser una de los Harmon, la familia más antigua de Eden Falls.

Se encogió de hombros, sacó el móvil del bolso para llamar a casa. Tocó la pantalla y esperó a que el teléfono despertara de su siesta electrónica. Un icono circular estuvo dando vueltas durante unos segundos. Después un minuto. Más. Hasta que finalmente el aparato emitió un leve pitido que le informó de que estaba fuera de cobertura. Fuera de la civilización.

Kat puso los ojos en blanco. Una cosa era abandonar Nueva York durante una semana para jugar a ser Florence Nightingale en Eden Falls, Virginia. Otra cosa muy distinta era no contar con el apoyo de las nuevas tecnologías de comunicación. Incluso aunque deseara ayudar realmente a su madre, la semana se le haría muy larga sin un smart phone.

Entornó los ojos contra la luz del sol y leyó un mensaje que le había enviado Haley, su compañera de piso en Nueva York. Debía de habérselo enviado durante el trayecto, antes de que Kat se quedara sin cobertura. El mensaje decía: Dios mío, A y S están aquí. A era Adam. Su novio desde hacía tres años, al que había mandado a paseo la semana anterior, tras descubrir su relación paralela con Selene Johnson. Selene sería la S, la nueva bailarina de la compañía.

Haley le había enviado otro mensaje cinco minutos más tarde. Qué asco.

Y un tercer mensaje otros cinco minutos después. No paran de toquetearse.

Adam no había tenido la decencia de admitir lo que estaba sucediendo con Selene. Ni siquiera cuando Kat le mostró las bragas de seda que había encontrado bajo su almohada; bragas que ella no se había dejado allí. Bragas que Selene habría querido que ella encontrara.

Kat tragó saliva e intentó ignorar el vacío que sentía en mitad del pecho. Sinceramente, había creído que Adam y ella estaban hechos el uno para el otro. Había pensado que solo él la entendía, que creía en todos los sacrificios descabellados que tenía que hacer como bailarina. Era el primer chico, el único con el que había salido en serio. El único que le había parecido que merecía su tiempo y su energía.

¿Cómo podía haberse equivocado tanto? En realidad, Adam había estado esperando a que apareciese la siguiente bailarina más joven, más en forma y más flexible. Kat se odiaba a sí misma por cada minuto que había invertido en esa relación, por cada segundo que le había robado a su verdadero sueño: su carrera de bailarina. Cerró los ojos y volvió a ver aquel tanga en la cama de Adam.

«Qué asco» lo definía bastante bien.

Kat volvió a guardarse el móvil en el bolso y se secó las palmas de las manos en sus vaqueros negros. Al menos llevaba el pelo recogido con aquel calor. Empezó a buscar la cartera dentro del bolso. Un lugar como Eden Falls debía de tener cabinas telefónicas en algún lugar. Podría llamar a su madre y averiguar cuál había sido el malentendido. Incluso localizar a su prima Amanda, si fuera necesario. Amanda siempre estaba dispuesta a llevarla, las pocas veces que Kat iba a pasar el fin de semana.

Pero, antes de poder encontrar unas monedas, una camioneta plateada se detuvo en el aparcamiento. La señorita Harmon sonrió, levantó el pulgar y fingió estar haciendo autostop. El conductor, otro Harmon, a juzgar por sus hombros y por su pelo castaño, se rio al salir de la camioneta. Le dio a su hermana un abrazo de oso y la giró en círculos por el aire. La mujer dio un grito y le golpeó el hombro para que la bajara al suelo. El hombre obedeció y abrió la puerta del copiloto antes de levantar su enorme maleta y meterla en la parte de atrás.

Se dirigía de vuelta hacia la puerta del conductor cuando vio a Kat.

—¡Hola! —gritó desde el otro extremo del pequeño aparcamiento. Se protegió los ojos del sol con la mano—. Kat, ¿verdad? Kat Morehouse.

Sobresaltada por aquellas confianzas, Kat lo miró a la cara y se quedó observándolo realmente por primera vez. No. No podía ser. Era imposible que el primer tipo al que viese en Eden Falls fuese Rye Harmon. Empezó a caminar hacia ella y Kat empezó a olvidarse de su propio idioma.

Pero aquellos eran sin duda los ojos de Rye Harmon; negros como el carbón e increíblemente cálidos. Y aquella era la sonrisa de Rye Harmon; generosa y amable entre su barba incipiente. Y la mano de Rye Harmon, fuerte y fibrosa, extendida hacia ella a modo de saludo formal.

Kat sintió un fouetté en el estómago y se quedó sin respiración.

Rye Harmon había interpretado el papel de Curly cuando en el instituto representaron Oklahoma, el año en que Kat se fue a Nueva York. Ella aún estaba en secundaria por entonces y era demasiado joven para hacer las pruebas para el musical. Sin embargo, la profesora de arte dramático del instituto la había reclutado para bailar en el papel de Laurey, en la famosa secuencia del sueño. El papel era ideal para una aspirante a bailarina, y Kat había disfrutado de su primera oportunidad. Había disfrutado con los vestidos, con el maquillaje y con las luces. Había disfrutado con Rye Harmon.

Rye era el pitcher estrella del equipo de béisbol del instituto, con una voz de barítono y una presencia capaces de llenar el escenario del salón de actos del instituto. Cierto, no sabía nada de baile, pero con una coreografía cuidadosa, el público nunca descubrió la verdad. Semana tras semana, Kat había ido desarrollando un encaprichamiento absurdo por su compañero, incluso sabiendo que nunca podría llegar a nada. No cuando ella era una mocosa precoz de secundaria y él un héroe del instituto. No cuando tenía por delante toda una carrera en Nueva York. Y él estaba ligado a Eden Falls. Había nacido allí, se había criado allí y estaba encantado de quedarse en el pueblo para siempre.

En el intervalo de esos años, Kat había bailado en escenarios de todo el mundo. Había besado y la habían besado miles de veces; en ballets y en la vida real. Era una mujer madura y competente que regresaba a su pueblo para ayudar a su familia cuando más la necesitaban.

Pero también era la chica que había vivido en Eden Falls, la joven tímida que deseaba la atención de un estudiante de último curso.

De modo que reaccionó como reaccionaría una bailarina de ballet de Nueva York. Levantó la barbilla, entornó los párpados y ladeó la cabeza ligeramente hacia la derecha.

—Lo siento —dijo—. ¿Nos conocemos?

Rye se detuvo en seco cuando Kat Morehouse lo miró con sus ojos grises. No le cabía duda de que estaba ante Kat y no ante su gemela, Rachel. Kat siempre había sido la hermana reservada y orgullosa, incluso antes de abandonar Eden Falls. ¿Cuándo había sido eso? ¿Diez años atrás? Él acababa de graduarse en el instituto, pero aún así se había dejado impresionar por los cotilleos que aseguraban que una habitante de Eden Falls se marchaba a la ciudad de Nueva York para forjarse un futuro en una prestigiosa escuela de baile.

Por supuesto, durante los últimos diez años, Rye había visto mucho a la hermana de Kat, Rachel. De hecho, seis años atrás, había hecho algo más que verla. Había salido con ella durante las tres semanas más tempestuosas de toda su vida. Rachel había terminado el instituto seis meses antes y flirteaba con él sin piedad. Se presentaba en su lugar de trabajo y le lanzaba piedrecitas contra la ventana hasta que bajaba a verla en mitad de la noche. A Rye le había llevado un tiempo darse cuenta de que Rachel solo pretendía vengarse de uno de sus compañeros de fraternidad, Josh Barton. Barton la había dejado porque decía que estaba loca.

Rye había tardado unas semanas en llegar a la misma conclusión, y algunas semanas más en conseguir salir de la melodramática y descabellada vida de Rachel. Tanto mejor, pues dos meses más tarde, Rachel resultó estar embarazada. Rye aún recordaba el escalofrío de incredulidad que había sentido cuando ella le dio la noticia, y el ruido que hicieron sus sueños al estallar en mil pedazos. Y aún recordaba la promesa que le había hecho a Rachel de mantener a su bebé. Pero sobre todo recordaba el alivio que experimentó cuando Rachel se rio y le dijo que el bebé era de Josh y que tendría derecho a una parte de la legendaria fortuna de los Barton.

Rye se había salvado por los pelos.

Si hubiera sido el padre de la hija de Rachel... ¿Cómo se llamaba? ¿Jessica? ¿Jennifer? En cualquier caso, nunca habría podido salir del pueblo. Nunca se habría mudado a Richmond ni habría fundado su propia empresa de contratas. Le había llevado seis años después de aquel toque de atención, y aún sentía las exigencias constantes de su familia. Igual que había sentido las exigencias de media docena de novias durante esos años. Con un hijo en la ecuación, nunca habría podido cumplir su meta de ser un contratista independiente al cumplir los treinta.

Había hecho bien en librarse de Rachel seis años atrás.

Y no le cabía duda de que ahora estaba ante Kat. Rachel y Kat eran todo lo distintas que podrían ser dos personas, incluso aunque fueran hermanas. Incluso aunque fueran gemelas. Su mirada seguía siendo igual de penetrante que en secundaria, pero ese era el único parecido que guardaba con la excelente bailarina que había conocido entonces.

Aquella Kat Morehouse era una cría.

Esta Kat Morehouse era una mujer.

Medía una cabeza más que la última vez que la había visto. Además estaba más delgada. Era todo piernas y brazos, con un cuello que parecía tallado en mármol. Su pelo negro estaba recogido en lo alto de su cabeza, pero se notaba que era largo y liso, si alguna vez se lo dejaba suelto. Llevaba una camiseta negra de manga corta y vaqueros a juego que parecían haber sido cosidos en París, o en Italia, o en alguna de esas ciudades de la moda.

Y llevaba una férula azul en la pierna izquierda; el mismo tipo de férula que él había llevado alguna vez hacía años. El tipo de férula que picaba con el calor. El tipo de férula que hacía que fuese un suplicio estar de pie en un aparcamiento de asfalto, frente a la estación de tren de Eden Falls, esperando a alguien que obviamente llegaba tarde o que, probablemente, no fuese a llegar.

Rye se dio cuenta de que seguía allí de pie, con la mano extendida hacia Kat como si fuera un paleto de pueblo mirando boquiabierto a las aspirantes a un concurso de belleza. Estiró los hombros y se frotó las palmas de las manos contra los vaqueros. A juzgar por la fría mirada de Kat, obviamente no se acordaba de él. Bueno, al menos eso podría solucionarlo.

Dio un paso hacia delante y recorrió por fin la distancia que los separaba.

—Rye —dijo a modo de presentación—. Rye Harmon. Nos conocimos en el instituto. Quiero decir que yo estaba en el instituto. Tú estabas en secundaria. Yo era Curly en Oklahoma. Me refiero a la obra.

«Sí, claro, genio», pensó Rye. «Como si pensara que te referías a Oklahoma, el estado».

Kat no se había graduado en la Escuela Nacional de Ballet sin recibir clases de interpretación. De modo que sacó partido de sus habilidades, sonrió como si acabase de reconocerlo y exclamó:

—¡Rye! ¡Claro!

Le pareció que sonaba falsa, pero sospechaba que nadie más lo habría notado. Bueno, tal vez su madre. Su padre. Rachel, si se molestara en prestar atención. Pero desde luego no un desconocido como Rye Harmon. Un desconocido que dijo:

—¿Vas a casa de tus padres? Puedo dejarte allí.

Se dispuso a agarrar su maleta, como si su ayuda fuese una conclusión obvia.

—Oh, no —protestó ella—. ¡No podría pedirte que hicieras eso! —Kat agarró también el asa de su maleta y se estremeció al colocar los dedos sobre los de él. ¿Qué diablos le pasaba? Normalmente no se ponía tan nerviosa.

Normalmente no estaba en Eden Falls, Virginia.

—No me importa —dijo Rye con una sonrisa que ella recordaba bien—. Tus padres viven a tres manzanas de los míos. Es allí donde voy a llevar a Lisa.

Kat quería negarse. Llevaba diez años resolviendo sus propios problemas.

Aunque últimamente no hubiese tenido mucha suerte. Su férula daba fe de ello. Y la caja con cosas situada en un rincón de su dormitorio, esperando a que el infiel de Adam las recogiera mientras ella estuviera fuera de la ciudad.

Pero ¿qué iba a hacer? ¿Ver como Rye se marchaba y descubrir después que no llevaba dinero suelto en el bolso? ¿O que la cabina, si acaso la había, estaba rota? ¿O que no había nadie en su casa? ¿Que Mike tenía cita con el médico y a Susan se le había olvidado cuándo habían hecho los planes?

—De acuerdo —dijo Kat, y se dio cuenta entonces de que seguía teniendo la mano en la de Rye y ambos sujetaban la maleta—. Eh, gracias.

Le dejó que llevase la bolsa y fue tras él hacia la camioneta reluciente. Lisa se movió sobre el asiento y dijo con voz amistosa:

—Hola.

—¿Qué hay? —respondió Kat, consciente de su deje norteño, que hacía que pareciese que tenía prisa. Aunque en realidad sí tenía prisa. Había ido hasta allí desde la ciudad de Nueva York; casi ochocientos kilómetros.

Pero no era solo la distancia. Era la vida. Era el regreso a su infancia rara e infeliz, donde siempre quedaba excluida, donde siempre era la bailarina destinada a marcharse.

Había abandonado Eden Falls por una razón; perseguir su sueño. Ahora que estaba de vuelta en el sur, sentía que su vida se hundía en arenas movedizas. Le obligaban a ir más despacio, atrapada por las convenciones, por las expectativas y por la vida que no había llevado.

Decidida a recuperar parte del control, se volvió hacia la puerta de la camioneta, dispuesta a cerrarla tras ella, pero se sobresaltó al descubrir allí a Rye.

—¡Oh! —exclamó dando un respingo. El movimiento hizo que el bolso cayera del regazo a sus pies. Maldijo en silencio su inusual torpeza y se agachó para meterlo todo de nuevo en el bolso. Rye se inclinó para ayudar, pero ella interpuso el hombro y terminó la tarea antes de que pudiera echarle una mano.

—No pretendía asustarte —dijo él. Estiró el brazo hacia el interior de la camioneta, le pasó el cinturón.

—¡No lo has hecho! —exclamó ella, pero no era verdad. Y, si protestaba más, tal vez él empleara más tiempo disculpándose; tiempo que ella no quería perder. Le parecía bien que Rye quisiera perder un día entero en ir a la estación. ¿Qué otra cosa tendría que hacer en el pequeño pueblo de Eden Falls? Pero ella estaba allí para ayudar a su familia y lo mejor sería empezar cuanto antes. Se abrochó el cinturón con la precisión de un neurocirujano—. Estoy bien. Y, si no te importa, tengo un poco de prisa.

Casi frunció el ceño al darse cuenta de lo brusca que había sonado.

Rye reconocía el rechazo cuando lo veía, así que cerró la puerta con cuidado. Negó con la cabeza mientras se dirigía a su lado de la camioneta. Habían pasado diez años, pero aún recordaba la atención que Kat prestaba a los detalles. Kat Morehouse había sido una chica decidida y obviamente se había convertido en una mujer formidable.

Formidable. No era el tipo de mujer con el que solía salir. Desde luego no era como Rachel, que rompía las reglas constantemente y sobrepasaba los límites. Y tampoco como las dulces chicas de pueblo con las que había salido en Eden Falls.

Sus hermanos se burlaban de él, diciendo que se había mudado a Richmond porque necesitaba más chicas con las que salir. Tenía que encontrar a una mujer de verdad; todas las chicas de Eden Falls lo conocían demasiado bien.

En realidad no había tenido tiempo para citas en el último año; no después de haber salido escaldado con Marissa. Marissa Turner. Se tragó el sabor agridulce de la boca al pensar en la mujer que había sido su novia durante dos largos años. Dos largos años en los que había renunciado a sus planes, en los que había descuidado su negocio, y todo para mantener el salón de belleza de Marissa.

Cada vez que Rye mencionaba la posibilidad de establecer un negocio en Richmond, Marissa se enfadaba. Él había deseado que ella fuera feliz, de modo que había renunciado a sus sueños. Al fin y al cabo, eso era más fácil. Era más fácil quedarse en Eden Falls. Era más fácil seguir siendo empleado de mantenimiento como llevaba siendo toda su vida adulta. Al menos así Marissa era feliz.

Hasta que se le presentó la oportunidad de trabajar en una película en Hollywood, encargándose del pelo del protagonista. Así que Marissa había atravesado el país sin mirar atrás, sin ni siquiera molestarse en romper con él por teléfono. Y Rye se había quedado solo, sintiéndose como un tonto.

Un tonto que llevaba dos años de retraso en sus planes de negocio.

Pero ya no. Sin Marissa, Rye había dado finalmente el salto y se había mudado a Richmond, donde había encontrado un despacho perfecto y un apartamento aceptable. Por fin seguía hacia delante con su vida y resultaba agradable tomar decisiones por uno mismo. No por su familia, ni por su novia. Por él.

Al menos la mayor parte del tiempo.

Lisa estaba charlando con Kat cuando se sentó al volante.

—No importa, de verdad —estaba diciendo su hermana—. Rye ya había venido desde Richmond para recogerme. Las cosas en casa son una locura. Mi madre está en el oeste visitando a su hermana, y mi padre está ocupado con la plantación de primavera. La mitad de mis hermanos y de mis hermanas llamaron a Rye para hacer que viniese a pasar el fin de semana. Se encarga de pasear a los perros por nuestra hermana Jordana, porque ella está fuera del pueblo, en una boda, y no puede ocuparse de sus clientes habituales. Al menos ha podido hacerme de taxi antes del entrenamiento de t-ball de esta tarde. Va a sustituir a Noah.

Al escuchar las palabras amistosas de Lisa, Rye negó con la cabeza. No era de extrañar que se hubiese marchado hasta Richmond para fundar su negocio. Claro, quería a su familia, le encantaba que todos recurrieran a él para solucionar sus problemas. Pero allí, en Eden Falls, siempre había un hermano que necesitaba que le echasen una mano, una hermana con algún recado, primos, tías, tíos, amigos... gente que le alejaba de su negocio.

Solo llevaba un mes viviendo en Richmond y ya había vuelto a Eden Falls media docena de veces. Se prometía a sí mismo que obtendría más control sobre su agenda en las semanas venideras.

Lisa le dio un codazo en las costillas.

—¿Verdad? Dile a Kat que no te importa, ¡o se bajará de la camioneta en el semáforo y se irá andando a casa!

Rye no pudo evitar sonreír. Podía quejarse todo lo que quisiera por tener que volver a casa, pero quería a su familia y le encantaba que lo necesitaran.

—No importa —dijo obedientemente, y después asintió con la cabeza en dirección a Kat—. Y no deberías ir caminando a ningún lugar con la férula. ¿Te rompiste el pie?

Kat trató de no fruncir el ceño.

—Fractura por estrés.

—Oh. Nuestro hermano Logan tuvo una de esas hace un par de años. Juega al béisbol con los Eagles. Tardó como un mes en curársele el pie. Al menos un mes hasta que pudo volver a jugar.

Kat estuvo a punto de preguntar si Logan era pitcher, como lo había sido Rye, pero entonces recordó que se suponía que no había reconocido a Rye. De modo que se encogió de hombros y dijo:

—Los médicos dicen que tendré que esperar un mes. Me pareció que era un buen momento para venir aquí y ayudar a mis padres.

—Estuve en su casa hace unos meses para instalar una ducha de mano para tu padre. ¿Cómo está?

—Bien —contestó Kat, y puso la sonrisa que había perfeccionado en sus clases de interpretación. Su padre estaba bien. Susan estaba bien. Jenny estaba bien. Todos estaban bien y ella estaría de vuelta en Nueva York en menos de una semana.

—El cáncer de colon puede ser duro —dijo Rye con compasión.

—Dicen que lo han pillado a tiempo —Kat no quería expresar sus miedos en voz alta; la recuperación de Mike había llevado más tiempo del que esperaban. Había estado entrando y saliendo del hospital durante seis meses, y ahora con neumonía...

Al menos Rye pareció creérselo. No le hizo más preguntas. En su lugar se limitó a decir:

—Todos han estado muy preocupados por ellos. La semana pasada mi madre me hizo llevarles su guiso de pollo con almendras. Eso hará que tu padre se recupere pronto.

Kat no recordaba la última vez que había cocinado para un amigo enfermo. Oh, bueno. Las cosas eran diferentes allí. La gente tenía maneras diferentes de demostrar sus sentimientos. Trató de recordar las lecciones de educación que su madre le había inculcado.

—Estoy segura de que estaba delicioso —dijo—. Es muy amable de tu parte.

Rye se preguntó si habría hecho enfadar a Kat por algo; parecía tensa. Tenía las manos dobladas en su regazo, con los dedos entrelazados con precisión, como un rollo de cuerda recién salido de la fábrica. Iba erguida como un soldado, con la espalda recta y sin tocar el respaldo. Los ojos le brillaban a medida que pasaban por calles familiares, y en cada intersección tensaba más el cuello.

Y entonces se dio cuenta. Kat no estaba enfadada; estaba asustada.

Una de las cosas que Rye había aprendido en casi treinta años tratando con hermanos y primos era cómo tranquilizar a alguien que tenía miedo. Hablando con ellos. Era fácil contar historias sobre Eden Falls. Tal vez él se hubiera marchado, pero siempre podría sacar algún tema entretenido sobre el único hogar que había conocido.

Señaló con la cabeza hacia la hilera de tiendas frente a las que estaban pasando.

—La señorita Emily ha cerrado su tienda de mascotas.

Kat apenas miró hacia el escaparate de la tienda y, por un segundo, él creyó que no mordería el anzuelo. Pero entonces preguntó:

—¿Qué ha ocurrido?

—No podía soportar ver a los animales en jaulas. Vendió todos los ratones, los jerbos y los peces. Después acogió a dos camadas de gatitos y les dio rienda suelta por la tienda. El problema fue que se encariñó de los gatitos y no podía venderlos. Si cobraba dinero, no podía asegurarse de que los animales fuesen a un buen hogar. Así que, en vez de venderlos, los regaló a los mejores propietarios que pudo encontrar. Al final decidió que no tenía mucho sentido pagar el alquiler. Cualquiera que quiera un gatito ahora solo tiene que ir a su casa y llamar a la puerta.

Sí. Eso estaba mejor. Pudo ver el esbozo de una sonrisa en los labios de Kat. Lisa, por supuesto, puso los ojos en blanco, pero al menos no le llamó mentiroso. Aprovechó que estaba en racha y señaló hacia la escuela de primaria por la que estaban pasando.

—¿Recuerdas las clases allí? El diciembre pasado tuvieron que cancelar la representación de Navidad porque la boa constrictor de la clase de cuarto se escapó. Ninguno de los padres vendría a ver el espectáculo hasta que atraparan a la serpiente. Así que los niños cantarán Jingle Bells en el desfile de Semana Santa.

Kat no pudo evitarlo y preguntó:

—¿Encontraron a la serpiente?

—Finalmente apareció hace una semana. El conserje la encontró en el aparcamiento, en buen estado. Aunque tenía hambre. Solían darle de comer ratones de la señorita Emily.

Kat arrugó la nariz, pero tuvo que reírse. Tenía que admitir que no se imaginaba la Escuela Nacional de Ballet con ese tipo de problemas. Y jamás habrían pospuesto una representación, con o sin serpiente, sobre todo un evento navideño de esas características.

Rye paró junto a la acera frente a la casa de sus padres. Salió de la camioneta mientras Kat se despedía de Lisa.

—Gracias —le dijo cuando se reunió con él en la parte de atrás.

Y por alguna razón quería darle las gracias por algo más que por llevarla. Quería decirle que agradecía el esfuerzo que había hecho, el modo en que había intentado distraerla de sus preocupaciones.

—Un placer —respondió él tocándose un sombrero imaginario—. Contratas Harmon proporciona servicios de todo tipo —sacó la maleta de la camioneta y le hizo gestos a Kat para que caminase frente a él hacia la entrada.

—Oh, puedo llevar yo la maleta.

—No me importa.

—Por favor —insistió ella. Hacía tiempo que había aprendido a salirse con la suya en las bulliciosas calles de Nueva York. Sabía cómo estirar los hombros y levantar la barbilla. Nadie se atrevería a discutir con ella si se ponía su armadura de la gran ciudad.

Rye reconoció aquella pose; la había visto con frecuencia en sus hermanas, en su madre. Kat Morehouse no iba a rendirse con facilidad.

Y no había razón para insistir. No era como si no tuviera un sinfín de cosas más que hacer aquella tarde; el paseo con los perros que había mencionado Lisa, y el entrenamiento de t-ball, pero también tenía que hacer llamadas a Richmond para que su negocio se mantuviese a flote mientras él estaba fuera.

Y, aun así, no quería dejar a Kat allí sola. Si giraba la cabeza solo un poco, aún podía ver a la chica que había sido; la chica estudiosa y testaruda que había desafiado a las convenciones, que había hecho lo que había querido hacer y se había forjado la vida que quería sin permitir que Eden Falls se lo impidiera.

Pero ya habría tiempo de sobra de volver a ver a Kat. No iba a desaparecer de la noche a la mañana y él pasaría en el pueblo todo el fin de semana. Podría pasarse por allí al día siguiente con alguna excusa. Así que le entregó la maleta y le dio la vuelta al asa para que le resultara más fácil agarrarla.

—Como tú quieras —dijo con una sonrisa.

—Gracias —contestó Kat, y se alejó hacia la puerta disimulando la cojera con la maleta de ruedas. Solo cuando llegó a la puerta se preguntó si tal vez debería volver a la camioneta y darle las gracias de manera apropiada. Al fin y al cabo, le había hecho un gran favor al llevarla a casa. Y tampoco le habría importado volver a ver esos ojos negros, ni su rostro anguloso, ni su barba incipiente...