Enoch Soames: un recuerdo de la década de 1890 - Max Beerbohm - E-Book

Enoch Soames: un recuerdo de la década de 1890 E-Book

Max Beerbohm

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Beschreibung

Es curioso lo que la fortuna hubo de depararle a sir Henry Maximilian Beerbohm (1872-1956), "el incomparable Max", como lo llamó en su tiempo George Bernard Shaw. Aunque no es, ni remotamente, una figura literaria tan desconocida para la posteridad como el personaje que da título a este volumen, bien puede decirse que se trata de un autor "de culto". Quienes lo conocen lo veneran, pero es probable que en un principio hayan llegado a él por accidente o por motivos de índole circunstancial, como una afición específica -y a menudo voraz- a la literatura fantástica.

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Seitenzahl: 79

Veröffentlichungsjahr: 2024

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COLECCIÓNRELATO LICENCIADO VIDRIERA

COORDINACIÓN DE DIFUSIÓN CULTURAL

Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial

ÍNDICE

Introducción

Juan Carlos Calvillo

Enoch Soames: un recuerdo de la década de 1890

Max Beerbohm

Epílogo

Juan Carlos Calvillo

Aviso legal

INTRODUCCIÓN

ES CURIOSO LO QUE LA FORTUNA HUBO DE DEPARARLE A SIR HENRY MAXIMILIAN BEERBOHM (1872-1956), “EL incomparable Max”, como lo llamó en su tiempo George Bernard Shaw. Aunque no es, ni remotamente, una figura literaria tan desconocida para la posteridad como el personaje que da título a este volumen, bien puede decirse que se trata de un autor “de culto”. Quienes lo conocen lo veneran, pero es probable que en un principio hayan llegado a él por accidente o por motivos de índole circunstancial, como una afición específica —y a menudo voraz— a la literatura fantástica. Quizá baste decir, con mero afán ilustrativo, que yo, que estudié Letras Inglesas en esta máxima casa de estudios, nunca lo escuché mentar en clase, como tampoco lo encontré representado en los dos volúmenes que se convirtieron en mis libros de cabecera a lo largo de aquellos, ahora distantes, años universitarios: The Oxford Anthology of English Literature, de Frank Kermode y John Hollander, y The Norton Anthology of English Literature, una edición mucho más reciente, de Stephen Greenblatt. Cabe aclarar que ninguno de estos libros es, ni por asomo, un repertorio cicatero; en ellos están compiladas todas las figuras que, por amistad, afinidad o antipatía, tuvieron cierto vínculo con Beerbohm: el propio George Bernard Shaw y Oscar Wilde, por ejemplo, además de varios integrantes del círculo de Bloomsbury. Pero él, por alguna razón, simplemente no aparece en ningún sitio. De una figura con el mismo apellido sí que leí en otras partes: del actor y director sir Herbert Beerbohm Tree, su medio hermano mayor (aunque esa rareza me la arrogo porque en materia de Shakespeare devoré cuanto cayó en mis manos), que incluso se vio obligado a destituir al joven Max como secretario de su compañía teatral, entonces de gira en los Estados Unidos, cuando le resultó inexcusable el tiempo que despilfarraba en adornar hasta la correspondencia más anodina. En todo caso, y aunque mereciera en años por venir los elogios nada menos que de Virginia Woolf, Edmund Wilson y W. H. Auden, entre otros, lo cierto es que no hay manera de sustraerse de un hecho primordial: Beerbohm —y recurro aquí a las palabras de Phillip Lopate, ensayista de ensayistas— “ha sido siempre un gusto de las minorías”.

Escritor, humorista y caricaturista, Beerbohm fue uno de nueve hijos de una familia de comerciantes radicada en Londres. Sin embargo, antes de cumplir siquiera los veinte años, se había hecho ya de una reputación como dandy en la Universidad de Oxford, de la cual salió sin obtener el grado. Fue ahí donde trabó amistad con Will Rothenstein, Aubrey Beardsley, Walter Sickert y demás estetas y decadentistas congregados en torno a The Yellow Book, la distinguida publicación de la editorial The Bodley Head. La gira aquella por los Estados Unidos en compañía de su hermano, así como su íntimo conocimiento de los escenarios y las tramoyas londinenses, lo volvieron en 1898 el candidato idóneo para suceder a Shaw como crítico teatral en The Saturday Review, empleo que aceptó de mala gana y por la única razón de que necesitaba un salario. Al cabo de un tiempo contrajo matrimonio con la actriz Florence Kahn y se mudó con ella a las afueras de Rapallo, lo que le ayudó a escapar no sólo de sus labores como reseñista, sino también de la exigencia social en los bullentes ámbitos artísticos. En Italia pasó los últimos cuarenta y cuatro años de su vida, salvo por algunos periodos, siempre esporádicos, en que volvió a la isla, batiéndose en retirada del ardor de las guerras mundiales. En aquel semirretiro escribió sus obras más valiosas: Zuleika Dobson (1911), su única novela, una sátira sobre una jovencita cuya belleza provoca un suicido masivo entre los estudiantes oxonienses; A Christmas Garland (1912), un conjunto de parodias; Seven Men (1919), un libro de cuentos cuyo hilo conductor es una ristra de personajes adictos a la literatura, y el volumen de ensayos And Even Now (1920). En 1939 le fue otorgado el título de caballero al servicio de una corona que satirizó en su juventud; en una de sus huidas de la Italia fascista se convirtió en una celebridad radiofónica de la BBC, y finalmente, en 1956, cinco años después de la muerte de Florence, se casó con su enfermera Elisabeth Jungmann, quien cuidó de él por el resto de sus días.

Aunque Phillip Lopate lo considera “no sólo perdurable, sino indispensable” como ensayista —¿qué culpa tiene él de llevar agua a su molino?—, son más bien sus relatos sobre la amarga fatalidad de los “yonquis de las letras”, como los llamaría Jorge Comensal, los que vienen a cuento aquí, y uno en específico: “Enoch Soames”, publicado en solitario en The Century Magazine en 1916, tres años antes de su recopilación en Seven Men. Sin entrar en detalles, sea suficiente resumir “Enoch Soames” como la historia de un engreído y miserable poetastro que le vende su alma al demonio. Como tal, el cuento es heredero ostensible de una larga tradición en torno al pacto satánico como motivo literario. Beerbohm conocía, de seguro, al menos dos Faustos, el de Marlowe y el de Goethe, además de The Picture of Dorian Gray, de su compañero Oscar Wilde, que viera la luz entre 1890 y 1891. Y, sin embargo, a más de la diabólica alianza, “Enoch Soames” incorpora a la narrativa una voluntad autorreferencial y una cavilación metaliteraria no sólo propuestas, sino más bien exigidas, en función del uso de un tópico como el del viaje en el tiempo, también de profundo arraigo fantástico; todo ello inscrito en el marco de un realismo cómico y perturbador cuyo objeto es parodiar el ambiente literario de fines del siglo XIX, en que los jóvenes escritores pecaban de una vanidad y una reverencia excesivas, por remitirme —no textualmente— a los términos del estrafalario crítico T. K. Nupton. “Sólo los locos se toman a sí mismos tan en serio”, escribió Beerbohm alguna vez, y en otra ocasión: “Ofrecer un recuento cabal y minucioso de esa época requiere una pluma mucho menos brillante que la mía”. “Enoch Soames”, tanto el relato como el personaje epónimo, parecen haber llegado a la literatura a responder esas dos provocaciones.

Por curiosidades del azar, es probable que “Enoch Soames” se desconozca menos entre los lectores de habla hispana que entre aquellos de su lengua fuente, puesto que ya para 1940 se encontraba incluido —en la posición inaugural, por si fuera poco— en la Antología de la literatura fantástica de Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, “recopilación que ejerció una enorme influencia para consolidar y canonizar el género en toda Hispanoamérica”, a decir de Rafael Olea Franco. Las razones que justifican su antologización quedan declaradas con toda puntualidad en el prólogo de Bioy: a más de cumplir con el requisito manifiesto de la creación de un ambiente o atmósfera propicios (es decir, “que en un mundo plenamente creíble [suceda] un solo hecho increíble”), opinan los compiladores que “por su argumento, su concepción general y sus detalles —muy pensados, muy estimulantes del pensamiento y de la imaginación—, [...] ‘Enoch Soames’ es uno de los cuentos largos más admirables de la antología”.

Fue en ese volumen donde lo encontré yo por primera vez, aunque no tenga sino los más vagos recuerdos de las lecturas de aquella adolescencia temprana llena de ficciones y de bestiarios. Cuando volví a leer “Enoch Soames”, ya entrado en los cuarenta, su redescubrimiento me hizo evocar no los Faustos, no a Wilde, sino, extrañamente, al Paul Auster de La trilogía de Nueva York, al de la Ciudad de cristal. El eslabón perdido (o no tan perdido, para ser sincero) es Borges. De él —aunque reniegue— y de otros, como Cervantes, Poe y Hawthorne, le viene a Auster su vena metaficcional. Es este Borges, el de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” (un relato que se publica en Sur prácticamente al mismo tiempo en que se compila la Antología), el Borges que muestra la forma en que los cuentos fantásticos —como lo es también Ciudad de cristal— “son símbolos de nosotros, de nuestra vida, del universo, de lo inestable y misterioso de nuestra vida, y todo esto nos lleva de la literatura a la filosofía”. Por lo demás, como sugiere Olea Franco, resulta imposible dejar de advertir que la descripción de Herbert Ashe en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” bien podría ser un retrato hablado del propio Enoch Soames: “En vida padeció de irrealidad, como tantos ingleses; muerto, no es siquiera el fantasma que ya era entonces”. Cabe, pues, coincidir con Olea Franco en que

hay un rico proceso de doble influencia o “contaminación”: el texto en inglés de Beerbohm enseña al autor argentino una técnica de “desdibujamiento” de los personajes que aplicará en sus creaciones individuales, a la vez que la versión en español de “Enoch Soames” asume la entonación y ciertos rasgos verbales de la escritura de Borges.

Por esto y por muchos otros detalles de tratamiento y estilo, no me parece demasiado imprudente asumir que el autor de la traducción del “Enoch Soames” incluido en la Antología



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