Ensayo sobre el gusto - Montesquieu - E-Book

Ensayo sobre el gusto E-Book

Montesquieu

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Beschreibung

En Ensayo sobre el gusto en las cosas de la naturaleza y el arte —publicado póstumamente en el volumen VII de la Encyclopédie (1777) y ampliado con fragmentos añadidos en la edición de las Œuvres complètes de 1816—, Montesquieu sostiene que las fuentes de lo bello, de lo bueno y de lo agradable están en nosotros mismos, e investigarlas es investigar las causas de los placeres de nuestra alma. El placer, la exigencia de armonía y simetría no emanan directamente de la razón, preocupada siempre por introducir su orden en todo. Será pues la mirada la que amplíe el horizonte para contemplar un reino donde nada está oculto, y serán los diferentes placeres de nuestra alma los que formen los objetos del gusto. El alma ama la variedad, pero no basta con mostrarle multitud de cosas; hay que presentárselas en orden, ya que gusta de la simetría, de los contrastes y de la sorpresa. Las personas delicadas son, pues, aquellas que asocian a cada idea o gusto muchas otras ideas o gustos complementarios.

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Índice

Cubierta

Portadilla

Prólogo de Mauro Armiño

Bibliografía mínima

Ensayo sobre el gusto

Notas

Créditos

«Este fragmento se ha encontrado imperfecto en sus papeles; el autor no tuvo tiempo de darle la última mano; pero los primeros pensamientos de los grandes maestros merecen ser conservados para la posteridad, como los esbozos de los grandes pintores».

Encyclopédie, tomo VII (1757)

Prólogo de Mauro Armiño

Quizás el barón de Montesquieu (Charles-Louis de Secondat, 1689-1755) no sea la figura más conocida del movimiento filosófico de los enciclopedistas, pese a que escribió la obra que desarrolla mejor que ninguna otra de su generación (D’Alembert, Diderot, Voltaire, Rousseau) puntos de vista nuevos sobre la organización política y social: Del espíritu de las leyes (1748), ensayo precursor, sobre todo por su concepción de la separación de poderes (libro XI), base de las democracias occidentales.1

Nacido en el castillo de La Brède (cerca de Burdeos), en el seno de una familia de la nobleza de toga, tras licenciarse en Derecho (1708) fue abogado del Parlamento de Burdeos. Su primer intento de instalarse en París se ve interrumpido en 1713 por la muerte de su padre, cuyas posesiones hereda. Tres años más tarde se convierte en barón de Montesquieu, título que recibe —además de su fortuna y del cargo de presidente del Parlamento de Burdeos— de un tío fallecido sin descendientes. Pero el ahora barón, de veintisiete años, no tiene los cuarenta exigidos para presidir ese Parlamento, y tras renunciar al cargo se instala en París en un momento clave de la historia de Francia. La reciente muerte de Luis XIV ponía fin al último periodo de un reinado que, tras su apogeo inicial, se había sumido en una recesión social y económica por el enorme endeudamiento provocado por las guerras del rey y por el rigor religioso (revocación del edicto de Nantes, que prohibía y perseguía la religión protestante). Al día siguiente de la muerte del Rey Sol (1 de septiembre de 1715), el regente, Felipe I de Orleans, dio un volantazo a la dirección de un Estado que había expulsado de la vida diaria la alegría de vivir de los primeros años del reinado anterior: el regente llamó a los cómicos italianos, obligados a retornar a su país por madame de Maintenon (reina morganática desde octubre de 1683), que se había sentido aludida en una de sus farsas burlescas. Con sus orgías y fiestas, el regente dio ejemplo de un carpe diem que la sociedad se aprestó a imitar; permitió los bailes públicos antes prohibidos y la circulación de dinero aumentó, propiciada por un nuevo sistema de finanzas que sustituyó el metálico por el papel moneda gracias al nuevo sistema económico del escocés John Law (1671-1729), en cuyas manos Felipe I dejó la economía.

Antes de llegar a París, Montesquieu, miembro de la Academia Real de Ciencias, Bellas Letras y Artes de Burdeos (1716), había hecho pinitos científicos, como los hicieron otros enciclopedistas: Rousseau, por ejemplo, había escrito unas Instituciones químicas, y Diderot, unos Elementos de fisiología, mientras que Voltaire se dedicaba a descabezar babosas para comprobar la veracidad de los experimentos del naturalista italiano Spallanzani (1729-1799) sobre la regeneración de la cabeza de los moluscos, o de anfibios y reptiles. Montesquieu escribió, para cumplir con su obligación de miembro de la Academia Real de Ciencias de Burdeos, trabajos como: Discurso sobre la causa del eco (1718), Discurso sobre el uso de las glándulas renales (1718), Observaciones sobre la historia natural (1721), La causa de la gravedad de los cuerpos, etcétera.

En medio de esta nueva «alegría de vivir», Montesquieu publicará su primer libro, unas Cartas persas (Ámsterdam, 1721) en las que dos orientales contemplan estupefactos, desde su perspectiva, las costumbres sociales, religiosas y políticas de Francia. Inmerso en la vida de los salones, en particular el de la marquesa madame Lambert, que tenía fama de ser la antecámara de la Academia francesa, no tardó en ser uno de sus miembros (1727). Además, en su periodo inicial, todavía en Burdeos, se había entregado a la narrativa y terminaría firmando una novela: El templo de Gnido (1724), a la que más tarde seguiría su último texto narrativo: Arsace e Isménie (1730). Pero poco después de ser recibido en la Academia abandona todo y se convierte, según su intención al menos, en aspirante a diplomático, para lo que recorrió Europa durante casi cuatro años: Austria, Hungría, Italia (un año), Alemania, Países Bajos e Inglaterra, donde residirá dieciocho meses. No le sirvieron estos viajes para ver colmadas sus aspiraciones a la carrera diplomática. Y de regreso a Francia (1731) pasará el resto de su vida entre París, Burdeos y su castillo de La Brède, que embelleció con nuevas obras y al que convirtió en lugar de descanso y de escritura, entregado a una obra que en su conjunto abarca, además de los estudios científicos, de las dos novelas y de esas Cartas persas citadas, ensayos de primer orden para el desarrollo de la filosofía política. A su regreso de Inglaterra escribe el tratado Consideraciones de las causas de la grandeza de los romanos y de su decadencia (Ámsterdam, 1734), ensayo de filosofía política en el que trata por primera vez la idea de libertad que lo llevaría al Espíritu de las leyes. Los breves capítulos en los que se subdivide este libro no eran sino reflexiones del autor a partir de su experiencia como magistrado en su región natal y en sus viajes por Europa, en los que atendió sobre todo a los diversos sistemas políticos.

Dos libros póstumos, Mes pensées (1899) y Spicilège,2 completan la obra de Montesquieu; en ellos recoge ideas y reflexiones que nada tienen que ver con aquellas recopilaciones de pensamientos al uso, tipo Pascal; ahora se trata de ideas, propias o ajenas, que esboza en estado embrionario, puntos de partida para elaborar durante la escritura, sobre todo, de sus obras claves: las Consideraciones sobre la grandeza de los romanos y Del espíritu de las leyes.

Son los enciclopedistas los primeros en considerar el arte desde el punto de vista de la filosofía estética (término que todavía no se empleaba). Pero la práctica del buen gusto y de la búsqueda de la belleza procedía del siglo anterior: fue el cardenal Richelieu, primer ministro de Luis XIII, el que inició la carrera hacia la consolidación de la literatura y el arte como hechos políticos con la creación de la Academia francesa (1634) para «contribuir a título no lucrativo al perfeccionamiento y la irradiación de las letras». Esa búsqueda de pureza en la lengua fue acompañada por subvenciones del Estado a un puñado de beaux esprits. El esbozo de una política cultural se desarrollará ligado al poder y a su servicio durante el reinado de Luis XIV, que no dudó en sus primeros años en salir a escena en persona en los grandes ballets de la corte. La idea de la utilización de las artes a mayor gloria de su reinado surgió, sin embargo, de la inauguración del palacio —el más hermoso del reino, una obra maestra de la arquitectura clásica de mediados del siglo— que el todopoderoso superintendente Nicolas Fouquet (1615-1680) se hizo construir en Vaux-le-Vicomte (1653-1661) recurriendo a los mejores artistas de la época, desde el arquitecto Louis Le Vau al pintor Charles Le Brun o el paisajista André Le Nôtre. Vauxle-Vicomte se hallaba en una posición estratégica, a medio camino entre dos de las residencias reales más importantes: el castillo de Vincennes y el de Fontainebleau, a 50 kilómetros al sudeste de París. Fouquet se había rodeado de una pequeña corte de artistas, en la que figuraban La Fontaine, madame de Sévigné o mademoiselle de Scudéry, además de Molière. Cuando la troupe de este último lo visitó ese palacio tras estrenar en el Palacio Real el 24 de junio de 1661 el éxito del momento, La escuela de los maridos, el superintendente le encargó una obra para la inauguración de Vaux-le-Vicomte; conocedor y halagador de los gustos del monarca, debía de ser una comedia-ballet de aires galantes y cortesanos.

Así nace Los importunos, a cuyo estreno el 17 de agosto de 1661 asistió Luis XIV acompañado por seiscientos cortesanos. La magnificencia desplegada no dejó de herir el amor propio del monarca que, con ojos recelosos, comparó el derroche, el esplendor y la fastuosidad de la morada de su superintendente con la propia: mil doscientos surtidores, conciertos de música, loterías que premiaban a todos los números, y el estreno de esa comedia-ballet, rematada por fuegos artificiales.3 Los festejos de la inauguración no tenían precedentes: jardines mágicos inundados de estanques y surtidores, terrazas de césped y de flores, cascadas, grutas de las que salían vistosos fuegos artificiales que se reflejaban en el agua del Gran Canal, donde nadaba una ficticia ballena gigante. Los arquitectos y jardineros de Luis XIV copiaron todos estos detalles vistos en la construcción y disposición de Vaux-le-Vicomte y los utilizaron en los palacios del monarca. Pero no fue la envidia lo que precipitó la caída de Fouquet, que el 5 de septiembre —es decir, menos de dos semanas después de la inauguración— era detenido por D’Artagnan, capitán de los mosqueteros, y arrojado a unas mazmorras de las que ya no saldría. Hacía tiempo que las intrigas de Jean-Baptiste Colbert (1619-1683